Para Arturo Azuela 614

612 LA LARGA MARCHA 613 Para Arturo Azuela 614 ANTESALA Tras el asedio y el asalto al cielo fue la sentencia y la deidad vencida por una ráfa

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LA LARGA MARCHA

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Para Arturo Azuela

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ANTESALA

Tras el asedio y el asalto al cielo fue la sentencia y la deidad vencida por una ráfaga sin fin de tiempo. Perfecto crimen, que instaló al deicidio como una más entre las bellas artes. Es necesario interrogarse ahora sabuesamente por el asesino, y darse cuenta que se hallaba oculto en un resquicio de su propia astucia. No fue la tierra. Ni tampoco el viento. No la campiña, ni la luz, ni el agua. No fue ninguna de las leyes físicas. Ningún gruñido resultó culpable. Por obra y gracia de los hombres; pero de los rebeldes, de los siempre audaces, de los dispuestos a retar a duelo al infinito mismo, Dios fue roto, destruido sin piedad, diezmado hasta volverlo nada, casi nada; polvo divino disipado luego. La humanidad se despobló la frente de la confianza, de la sed, del sueño de que hay detrás de nuestras manos, otras, blancas y finas, que comandan siempre nuestra conducta, nuestro obrar constante. Pueblo sin Dios, de libertad preñado: cada sujeto ya no carga en hombros de su creencia (su objetivo templo), el campanario de estruendosos dogmas. Hoy las palabras, al orar, persiguen no a la invisible beatitud teológica, no al crucifijo en que se vio clavado el infortunio colectivo un día, sino a las manos, al cerebro en llamas, al corazón que está pasando lista a sus virtuales decisiones. Pueblo 615

sin Dios que busca derrotar sus monstruos, abrirse paso entre el caudal de furias que lo amenazan, amedrentan, hieren. Abrirse paso destruyendo todas las telarañas que cobija el cráneo o las serpientes que a los pies colocan la zancadilla del veneno. Larga marcha será la que su pie transite para llegar a la promisa tierra: el porvenir confiscará los pasos de la incansable procesión, y un día renunciaremos al dolor de bestias para empezar a padecer como hombres.

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PR IME RA JO RN AD A: EL YO Y SU CIRCUNSTANCIA

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I. EL POETA En la sala de mi casa dormitan varios muebles. También hay muchos besos y palabras untados en los muros. Hay una vieja lámpara, que carraspea resplandores, y se pone a hablar del día a las altas horas del poema. En mi sala, los retratos familiares ponen aquí y allá sobre el bargueño, las repisas y los taburetes, toda una galería de cromosomas ensartados por un aire de familia. Y lo diré también: mi sala está amueblada por mi propio desorden. Tiene sillas libreros: sillas en donde Góngora duerme sobre Sor Juana a pierna suelta. Y en que Marx alza en hombros a Bakunin. Una mesa en que mi angustia busca, con su pesada sien, en la madera un urgente regazo. Un piano compasivo que me toma de los dedos, que toca alguna breve y extraña melodía sobre mis uñas, y me lleva a las noches en los jardines de mí mismo. En mi sala hay tantas cosas. Pero lo decisivo es el teléfono. Oh nido de palomas mensajeras. Almacén de los espacios. Aeroplano doméstico. Pista de aterrizaje del aliento. Juguete de los niños que sienten cosquilleos de saltar a ser Dios. Arriesgo, con el teléfono, mis primeros pasos de ubicuidad. Mi sala está habitada, de pronto, por un timbre. Como si se encendiera una bombilla dentro de cada sueño, vuelve toda mi sala a sus cabales. El cuarto, electrizado, se convierte en imán imperativo de mi presencia rápida. 618

¿Qué se oye? Es la sirena de un pequeño vapor que está arribando al puerto de mi mar de incertidumbres, o acaso una ambulancia, un carro enfermo, cáncer en estampida, que aúlla adolorido por las calles de Dios o por las calles, seamos más exactos, de la nada... El monstruo, en fin, de la sorpresa que quién sabe por qué pudo enterarse del número que tiene, caja fuerte del alma, mi teléfono. La campanilla de larga distancia es intermitente, distinta, inconfundible, como un grillo irritado, tartamudo. Salva montañas, ríos, continentes. Recorre el mapamundi en menos del cantar de un parpadeo. Hace jíbaros de agua, al convertir en charcos los océanos, el mural espumoso en miniatura donde sólo un gusano de burbujas aletea. En veces, en mi teléfono, suena un timbre de infinita distancia. No trae la llamada de una alcoba citadina. Ni tampoco de alguna provinciana con el acento de su propia lejanía. No me arroja tampoco una parte de Europa hacia mi sala. Viene del infinito. Y se anuncia con un timbre singular, como si se le diera luz verde a alguna ráfaga inaudita de sonidos armónicos. Cuando suena el timbre de infinita distancia, levanto el audífono y alguien o algo me dicta estos poemas. Oh musa telefónica. Yo traigo mi papel y ruego que no cuelguen. 619

Y así por intermedio del teléfono, de su timbre de infinita distancia, de este juguete, en fin, de ubicuidad, deletreo un poema, ya se sabe, que es de nunca acabar, de nunca serlo. Pero a veces me ocurre que salto hacia el teléfono con hambre de metáforas y una extraña sensación de vacío de infinito en el estómago y tan sólo puedo comunicarme con mí mismo porque ni suena el timbre de otro mundo ni quiere el infinito darme línea.

II. LOS ACTORES Lo confieso: un día, en que mis manos ociosas barajaban y barajaban sus propios dedos, arranqué esta pluma del ala de un ángel rebelde distraído. Preparé amorosamente la redoma de tinta, de una tinta olorosa a madrugada, el caldo de cultivo de pequeñas metáforas que gruñen y mastican su poquito de cielo entre los dientes. Lo confieso: ese día arrojé a la existencia mi criatura. No sé cuántas arrugas empleará mi frente para describir este camino que nos regala entre la cuna y el sepulcro su incidente de tierra. No sé cuántas jornadas azules empleará este adminículo, este dedo de Dios, en relatar la víspera de mi nacimiento, cuando hacía mi primer océano en la dulce barquichuela del vientre de mi madre y escuchaba a lo lejos el canto de sirena del oxígeno. Cuando le pisaba ya los talones al sendero, cuando sintió mi madre, entre sus piernas, mi pronombre, cuando iba paso a paso a ponerle sus zapatos de estambre a mi primera inquietud de vagabundo, cuando partí a colonizar todas mis células, en fin, a tener al aire libre, mecidos por el viento, mis testículos. No sé cuántas hojas de papel o cuántos cestos de basura mi mano necesite para hablar del síncope del ánimo, del rosario postrero de estertores, de la invasión de polvo a los oídos y del día de fiesta en las entrañas de todos los gusanos. Dramatis Personae: un poeta, edad cincuenta años, investigador completo del completo tiempo. Un camino, edad indeterminada, contemporáneo de la fuente primera en que nacían a borbotones las leyes 620

naturales. Un torcido cayado, viejo de los días, que no cargaba ya sino la fronda del cansancio. Por último, un medio, un mundo, una juguetería fantástica de cosas que padecen, con el foco de infección del calendario, la peste de lo efímero y la breve explosión de su tronar de dedos. Alicia de la Guarda va a mi vera. Caminamos tomados de los sueños, platicando de todas las intimidades del geranio, realizando la autopsia de alguna confidencia, buscándole la sien al asco ambiente o dándole a la luz, que guardo tras el puño, su alimento de voltios. Nos regalamos cosas. Yo las primeras grabaciones del aleteo de un ángel. Un imán de mariposas y sus correspondientes alfileres de rapiña. Ella un lápiz, con una musa acicular en un extremo y un trozo de autocrítica en el otro. También un paraíso y su cerca de púas. Y a la ternura en punto, sus ojos en persona. Mi equipaje: un morral de deseos encimados, atados torpemente con la cuerda de alguna excitación extemporánea, una vieja mochila, atestada de olvidos, que pide un psicoanálisis; dos sandalias, la verdadera encrucijada de todos los caminos, un instinto de conservación que es el médico de guardia de mi cuerpo, y unas fosas nasales con las que sin cesar absorbo el aire para llevar mi corazón a la intemperie.

III. LOS FANTASMAS Pretéritas sonrisas en el aire. Palabras despegadas del suelo un metro sesenta centímetros. Miradas amarillentas de gusto antiguo. Sonrisas que me meto a la bolsa de la blusa al balcón de mis latidos. Palabras que doblo con cuidado y guardo en la cartera. Miradas que hago mías con la más fina red de mariposas. Conversaciones colocadas a la altura de labios que no existen. Allá viene mi padre conversando con todos sus parientes como si alguien sacudiera una rama de mi árbol genealógico. Carga todo: palabras ojos cuerpo. Pero también un brazo que extraviara el pulso. Revueltas atraviesa fugaz contándonos un cuento de árboles y perros: un cuento donde el perro de su gran fantasía se iba a orinar al árbol de nuestra delectación florecida de asombros. 621

Todo ello me produce tal nostalgia que tengo lágrimas hasta en las rodillas. Hay en fin el quorum de fantasmas suficiente para abrir la noche oscura del alma. Flotan en el ambiente ademanes y gestos de mi abuelo. Se aprietan poco a poco en el espacio para insinuar su forma pero un golpe de viento los dispersa. Camino con los vivos y los muertos. A veces creo ver una mirada pero no es sino una flor que brota de la cuenca ocular de un viejo cráneo. Camino con los vivos. Con los muertos. Con mi mano derecha tomo a Alicia. Con mi izquierda no sé qué purulencia.

IV. LOS MUERTOS Y LOS VIVOS Hay quienes a pesar de no tener ya un solo segundo de vida en sus alforjas a pesar de haber acabado por derramar desde su cara sus dos ojos a pesar de ya no poseer bajo la tierra sino el inquieto trozo de piel de algún gusano a pesar de que las larvas se fueron devorando letra a letra su epitafio —su trato final con el oxígeno— se hallan vivos y coleando ensueños barnizando nuestros párpados untándose en nuestros puños metiéndose en las sienes de una idea. O estando conformados con la albúmina de una buena memoria. Y hay quienes a pesar de que yerguen a dos pies su estatura plagada de existencia a pesar de que se les avista atragantados de palabras con un hilito de letras derramándoseles de los labios que pueden a codo limpio abrirse paso entre la indiferencia para decir aquí estoy 622

y gritarlo a los cuatro puntos cardinales de su pulmón se hallan muertos como si hubieran ascendido por los escalones de sus células hasta encaramarse en su propio cadáver. Hay muertos que están vivos y también su terrible viceversa. Yo departo el camino con unos y con otros. Los ataúdes son vaginas de madera. Y las cunas son féretros al aire. Por eso a veces digo que el partero es un verdugo con el hacha en las manos como el minero que halla el filo de la muerte. Y que el sepulturero arroja hacia el sepulcro paletadas de canciones de cuna.

V. VIAJE POR EL AMOR Abordé tu mirada de las siete treinta y cinco. E inicié la travesía llevando en mi equipaje tan sólo mis entrañas. Tras de la vegetación exuberante de tus dudas, a través de las cuales me abro paso con el cortante guía del machete, llego a un claro del bosque en que me guardas la sagrada escritura de la carne prometida. A poco, empezó la experiencia del deleite. Y fuiste un ángel dotado de un sinnúmero de zonas erógenas. Tu pezón, entre mi pulgar y el índice, como un sueño pellizcado, enloqueció todas las leyes naturales. Mi mano fue espolvoreando por tu cuerpo su puñado de poros. A la mitad del viaje nos detuvimos para hacer un inventario de las caricias,

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de nuestro tacto que merece un manicomio. Al ir por el desfiladero de tus besos, me atemoriza la atracción de espacio, el coro de sirenas que se esconde en todo precipicio. ¿La jornada del Rhin? ¿La Larga Marcha? No. Solamente el viaje redondo por tu cuerpo.

VI. LOS CABALLOS Si el rayo, mayordomo de los horizontes, anuncia tempestades con su bastón de truenos, el rumor de cascos (un sonido al que se le fuera alimentando de cada vez más volumen), habla de adueñarse de todo mi camino. De aparecer en todas las estaciones de mi radio. De invadir incluso mi casa y hasta quizás este poema. Los caballos que galopan por los valles, los hipódromos, los oídos. Los caballos que van en estampida a encajar sus pezuñas en el triunfo. Los caballos que cargan las crines de la prisa sobre el lomo, la prisa que es un tiempo que salta a las espuelas. Los caballos que pueden competir con los tornados de pura sangre. Pero también los galgos, hijos de perra y viento, que arrancan de una apuesta y arriban, ganándole por una nariz a sus propios ladridos, a desenterrar el hueso de la meta. Pero también los galgos que salen en primera, que arrojan a los cestos de basura las mayores distancias, que recorren su trayecto en un abrir y cerrar de nuestro asombro. Pero también los hombres. Los hombres que ponen, más que sus pies, sus almas en polvorosa. Los hombres que son ráfagas evadidas de la cárcel para viento de sus (indecisiones. Los hombres que se meten en la bolsa cien metros o doscientos o la arena rosada de su triunfo. Los hombres que recorren su carrera de obstáculos, o de tragos amargos, recorriendo un viacrucis velocísimo. Los que en el maratón le hallan al infinito los extremos. Los que de mano en mano y de alma en alma se entregan una antorcha, un ramo incandescente de geranios. Pero también los hombres. 624

Los hombres que se pasan ritos, gestos, palabras sin sentido. Que se heredan altares poblados de espejismos. Que se dejan debajo de la almohada algún insomnio. Que conforman un dogma a punta de martillo y a rociar de agua bendita, le colocan las pastas de lo sacro y lo dan a sus hijos como libro de cabecera. Los que estampan en la memoria de su progenie, corno sus padres en la de ellos, el ir hacia los golpes, al cadalso cotidiano, o al moretón que corre a ser tortura en menos que halla el gallo lo que trae entre picos. Pero también los hombres. Los que dejan a quienes les siguen el piso alto de su espíritu. Un rechinar de dientes. El subir de una duda a la montaña. La voluntad al hombro. O el blanco de nuestro odio puesto en claro. Yo un legado también obtuve un día. Cuando abro, no mi puerta, no mi libro; cuando abro, aquí en la mesa, mis dos manos, miro en ellas no sólo mi futuro, sino también mi herencia: una pluma que grita a voz en cuello, que habla sola y le gusta ser cronista de todo lo que corre: los caballos, los galgos y las ráfagas que miden, desbocadas, el espacio, pero también los hombres que van por el camino dejando polvaredas de pretérito.

VII. MONÓLOGO DE LA PIEDRA Si yo diera un paso, me escaparía de esta mazmorra de ser en la que existo. Iría de un lado a otro usando del manubrio espiritual de mi libre albedrío. Volvería mi rostro para ver orgullosa 625

la nube que se gesta cuando decide caminar un guijarro. Podría ser la primera piedra de algún sueño cargar sobre mis hombros un palacio. O impulsada por un hondero fantástico derribar uno a uno de los astros. Podría colaborar con mis hermanas a apedrear al viento que allá por esas calles huye aullando. Podría estar a la mano de cualquier David y seguir por los aires el trayecto puntual de una proeza. Podría encontrar en una catapulta mi conversión en ave de rapiña. Podría... Pero siempre me quedo a un paso solamente de ese paso temerosa de formar en mi interior en mi blanco cristal materia gris un poro entre los otros de conciencia un corpúsculo que toma decisiones un átomo pletórico de angustia. Por eso se me mira quietecita, como una liebre amnésica.

VIII. EL CAMINO Y SU VIANDANTE Mi camino es un espacio por donde va mi tiempo. Por donde, con el tiempo, mi reloj, el asilo de ancianos de todos mis instantes, se va despellejando. Es un espacio por el cual, a la vuelta de la esquina del llanto y los temores, se quedó mi niñez, envuelta en los pañales de neblinas perdidas y armando en sus entrañas el juguete de su pasar el rato. Por el cual, en no sé qué recodo, dio de bruces mi ingenuidad al tropezar con dos senos que alguien arteramente 626

dejó en la adolescencia de mi ruta. Y por el cual, cuando el sol canicular se halló a todo volumen, sentí que poco a poco mi juventud estaba derritiéndose. Mi camino es un espacio por el que va mi muerte. Mi muerte por retazos, grado a grado, mi asimilar a sorbos la ponzoña de un segundo tras otro. Mi agilidad, el verdadero pasadizo secreto entre dos puntos, se me quedó en el salto, la carrera, o en el jugar, mujer, a las vencidas con todos tus encantos. A mi espalda he perdido más de una pobre piedra levantada a la sensibilidad por mis caricias, vestigio de la etapa cuando me aproximaba sigiloso a todo oído femenino a darle el santo y seña de mi lecho. A mi espalda he dejado, por sus dudas sin fin agusanada, la confianza en mí mismo y el narcisista músculo que blande: la presunción de que, con ponerme de puntas, podría arrebatar trozos de firmamento, o el sueño de que, después de lograr la empresa terriblemente difícil de cerrar la mano (hasta formar la abreviatura del coraje) surgieran evidentes cuarteaduras en los muros del sistema, y en esa telaraña de piedra terminase finalmente apresada la mosca de alas rotas del derrumbe. A mi espalda abandono la convicción ingenua de que hay pueblos que se hallan ya en la sala de espera del milagro, como si se encontrasen aguardando el reparto postrero de la aurora 627

a un pedazo per capita. He dejado a la espalda esos delirios mas no la decisión de ir adelante, porque siempre en los días de dolor e iracundia, siento que se me forma un puño en la garganta. Mi camino es un tiempo por el que va mi espacio. Un cauce por el que voy cargando, hombros arriba, mi circunstancia. Mis padres y mis hijos. Las mujeres que acunaron las llagas que oculto en varios rumbos de mi cuerpo. La música tocada por el arco de la imaginación sobre la carne viva. Un fardo, finalmente, colmado de sonrisas escépticas, que dudan de la fuente de que brotan, de ideas que en los dedos me he mordido, de feroces bestezuelas entusiastas que hacen efervescente mi delirio, y de etcéteras ácidos que me cargan los nervios. Envoltorio de kilos, en veces tan pesado (como un Atlas jodido que cargara toda la metafísica en sus hombros) que arrojo aquí y allá su contenido. La vista poco a poco voy perdiendo, lo digo al encontrarme a unos lentes no más de maldecir el cántico del gallo. Antier perdí, por ejemplo, centenares de leguas. Ayer me desfalcaron de porciones enormes de crepúsculo. Hoy me siento en las vísperas de encontrarme las cuencas oculares como dos redondeles de gusanos. Mi vista se me ha ido por la bolsa agujereada de los días. Este lector de siempre —que nacía en el prólogo de un libro para yacer, al fin, entre los cuatro cirios que rodean 628

a todo colofón— advierte que sus ojos se encuentran invadidos por polillas caníbales que viven de mi vista, como antes, en el libro, vivían de las letras hasta rumiar poemas en su entraña y eructar metonimias sorprendentes. Mi camino es un tiempo por donde va mi vida. Un discurrir del polvo que acelera en el viento su carruaje plateado. Y en medio de ese cambio va mi cambio, como un tiempo pequeño que se acoge al regazo de un tiempo maternal, de más años y experiencia, y que ha cumplido, en fin, más calendarios. Mi memoria, este arrojar puñados y puñados de cerebro hacia la espalda, se me va evanesciendo lentamente. También me estoy quedando en soledad de espectros. Ni siquiera me acuerdo del nombre y apellido de alguien que me confió todas las reglas para armar y desarmar un ángel. Ni siquiera me acuerdo de una mujer que me arrojó a las manos sus entrañas. Carajo, ni me acuerdo del día en que un poema, oloroso a manzana, colocó entre mis dientes el amargo deseo de que mi paladar fuera la eterna vivienda de lo dulce. Mi memoria la pierdo no sé por cuáles rumbos e ignoro en cuáles manos. Quizá la dejo un tanto diluirse en el aire, a la altura en que el viento pasa la dictadura de su escoba. Tal vez, si en ello pongo mis sentidos, lograré no perderla, no perderla del todo. Por eso muerdo a veces un recuerdo. Y por eso me miran mis amigos 629

tan distraído siempre porque allá, tras la frente, y en la ruta que es este tiempo por el que va mi vida, estoy pasando lista a mis fantasmas.

IX. CAMINO CAMINANTE La prehistoria del sendero nos habla, río que comenta naves, de su vocación de escenario: antes de que en su cauce los hombres se fueran huella a huella desgastando. Antes de que el dolor, la angustia y el azoro fueran aposentándose en los zapatos, antes de que surgiera el que se siente coronado por sus propios argumentos. O del que colecciona rechinidos de rosas. O colibríes que sufren la avería de su médula eléctrica. O el que busca geranios en el ruido. O el que piensa en el cielo como el día en que se eternizara su más perfecto orgasmo. Así estuvo el sendero, desierto, por los siglos de los siglos solo y su alma. Musitando palabras incoherentes leyendo y releyendo las hojas polvorientas de su tedio. Jugando— y el juego, en soledad, siempre termina por ser masturbación— a que una piedra un día se tornara un pie que, semoviente, se desliza hallando en los rigores del camino la horma de sus audacias. Mas un día apareció una sombra en la vereda. Y convirtió al camino en un camino sin una sola piedra volitiva. Un ente con los ojos llenos de metafísica y legañas. No podía caminar. Iba gateando. Se diría aplastado por toda su ignorancia. 630

Aunque su boca hallábase a la altura precisa en que estallan los gruñidos, se encontraba husmeando en las inmediaciones de una palabra. Babeaba, pero su saliva se encontraba llena de estrellas. No era una bestia, no. No era uno de esos seres arrojados a la danza ritual de la vida y de la muerte por una ley biológica obcecada, por la necesidad, por el destino, el nombre que le damos a todo lo que se halla a espaldas del cerebro. No era un ángel tampoco y hasta arrojaba lodo cada vez que aleteaba. No realizaba un vuelo de ida y vuelta a alguna beatitud con un sagrado tren de aterrizaje. Era un hombre no más, huérfano y solo jugando un solitario en una mesa perdida en los espacios y que pretende, pobre, hacerle trampa al infinito mismo.

X. VIAJE POR UN POEMA Suena largamente la sirena del título llamando a la tripulación. Los lectores llegan cargando torpemente su equipaje. Maletas de las que se escurre la camisa de un recuerdo arrugado o el calcetín de un sueño. Hay camarotes para todos. Se puede habitar una vocal o una consonante. Es posible incluso subir a algún epíteto para contemplar el mar. Los lectores sólo se marearán un poco cuando la quilla se abra paso entre las metáforas más rebeldes. Pero puedo asegurarles que llegarán todos a buen punto.

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XI. EL HUÉSPED El huésped del camino no era un hombre que cargara una H mayúscula en los hombros. Era de carne y beso y un pedazo de silencio un ser que podía dedicarse a la cacería mayor de ángeles o a la máxima de dioses; pero un ente que sufría de una embolia de tiempo.

XII. QUIÉNES VAN POR EL CAMINO Un enano, aplastado por el crecimiento del cielo. Un enano, con sus neuronas paradas de puntas. Pobre surtidor de carne moldeado en sus fronteras por un dios fatigado prematuramente. Un ente al que entregaron con cuentagotas su metro y sus centímetros, y, miserable de atmósfera, intenta convencernos de que carga en el cráneo la altura suficiente para alcanzar las nubes del cerebro. Un mudo que nos grita con las manos. Que sabe deletrear a Dios entero con el dedo meñique. Que, cuando tiene exceso de ademanes, es que se halla cantando. Un mudo que posee dos manos viperinas. Un hombre sin piernas y sin brazos, que podría ser usado de pisapapeles. Un hombre del que nunca pudiéramos decir "con el puño en alto" aunque tenga en el alma la indignación formando un rascacielos. No es alguien que, ante un problema, nos pueda tender la mano.

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Ni se le puede identificar por sus huellas digitales, ese sello de fábrica, esa rúbrica que estampan nuestros padres en un dedo tras otro. Ni, muerto de amor, abre los brazos para hacer la pequeña alcoba sensorial donde los senos toman la palabra. No es tampoco un individuo que pueda salir por piernas. Ni siquiera le es dable un paso en falso. Ni venir, ni partir ni abandonar su lecho en la mañana para ver cómo el sol, con sus pinturas, ilumina las cosas como un niño: con un color que sale de los límites que presentan las nubes, los árboles, las casas. Un hombre que es un mueble. Que es un pisapapeles. Un ente que no sólo no cruza la Gran Marcha y sus metamorfosis sino que no le es dable realizar la infinita jornada de un centímetro. Un Odiseo cojo, Don Quijote amarrado por amas y sobrinas, un Hércules que ahoga entre sus brazos la sierpe de su propio camino. Un mueble. Alguien a quien se lleva o que se trae. Un ser al que se carga: un anciano de brazos. Un ente que respira y da pasos de oxígeno tan sólo. Un hombre jorobado que alza en hombros el fardo de su angustia. Corcovado que muestra todo un mural de carne donde pinta su lástima la gente. Un hombre contrahecho su pesadilla. la conciencia de sí u pe Un Adán construido por el mismo demonio. Y un hombre sin defectos. No un enano, ni un mudo. No le faltan las piernas ni los brazos. 633

Carece de corcova. Tiene todos sus miembros y sus órganos internos en su sitio. Anda como la fe de erratas de todos los fenómenos. Como el ente perfecto que convierte al enano, en enano. Que hace del mudo, mudo. Del jorobado, un hombre que se echa a las espaldas su demonio. Es un hombre armonioso como si restregara todos los días su cuerpo con un jabón bellísimo; mas este ser perfecto desvaría. Tiene los intersticios del cerebro agusanados. Piensa que hay adjetivos que se le pegan al cuerpo como sanguijuelas y se deja crecer las uñas infinitamente para podérselas arrancar. Cree tener el número telefónico de la eternidad pero, sabe Dios por qué, suena siempre ocupado, con su terco silencio tartamudo. Está convencido de que su mano izquierda tiene conciencia. Y que lo odia. Por eso, para que no se le escape, la guarda días enteros en la bolsa de sus pantalones. A veces, sin embargo, camina como cojo, ciego, mudo porque tiene mutilado su sentido de la realidad. Su cerebro es la caja de Pandora. Vive en otro mundo. Nadie lo entiende. Tiene sus propios tratos con la poesía.

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XIII. FORMAS DE DESPLAZARSE

Los hay que corren lentamente como si se hallaran perseguidos por una furiosa tortuga. Los hay impacientes, con los dedos de los pies ganados por el hormigueo del futuro. Y en quienes las piernas pierden siempre la carrera con el corazón. Hay quienes atraviesan su larga marcha tronándose en los dedos sus segundos. Los que caminan saltando porque en su mente descubren huevecillos de cielo. O porque, conscientes de que su vida es una larga marcha de obstáculos, incluyen en su itinerario la estación de la estratósfera. Los hay que van en zig zag, sabiendo que la línea más larga entre dos puntos es andarse por las ramas, por las ramas donde florece el ocio, el estado de ánimo que nos nace con los brazos cruzados. Hay quienes se desplazan en reversa, prefiriendo desnacerse a morir. Pero también aquellos que comparan la frialdad de la tumba con el calor del vientre de su madre o la rigidez del sepulcro con el vaivén somnífero de la cuna que era una barquichuela navegando por un océano dulce hasta dar con el faro del pezón y el puerto de la leche. Los que andan hacia adelante chocan con los que van en dirección opuesta. 635

Y así compactamente y por años y siglos quedan ambos inmóviles, clausurando con ello las entradas de todos los callejones sin salida. A veces hay, por ello, grandes embotellamientos de gente. Hay quien marcha arrastrándose, como viejo catador del polvo. Quien camina reptando, intercambiando esfuerzos por centímetros. Quienes, en cambio, se toman de la mano, para ir hacia adelante, no permitiendo que se escape de ellas el puñado de letras solidarias. Pero hay quien anda solo tan solo que se ve solo y sin alma, como la oveja que huye del lobo del rebaño. Quien juega con el aro de su propio pronombre. Quien para deambular por una ruta tiene que dar primero algunos pasos por la red de caminos de su espíritu.

XIV. LAS ACECHANZAS La ruta se halla llena de monstruos. De imprevisibles charcos de saliva. De estados de ánimo putrefactos. De chancros que cuelgan de las ramas de los árboles. En fin de todas las criaturas repelentes y venenosas de Dios.

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XV. UNA CARRERA "Para mí sólo nació Don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de avestruz y grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero". (Miguel de Cervantes Saavedra)

Eran, sí, las gallinas como si en una estación de la radio el frente de liberación nacional del ruido diera el golpe de Estado y con la batuta de las estridencias pasara por el odio toda música. Era, sí, un alimento preparado con ingredientes químicos y vanidad disuelta. Y era, sí, un hambre en las gallinas, un picotear su sueño y un empezar a crecer, en torpe darwinismo, no como el pato que salta a ser el ganso que salta a ser el cisne, no como el violín que brinca a ser la viola que brinca a ser el cello, sino como el salto vulgar de las gallinas a las avestruces. Eran, sí, las avestruces. Era un enorme y clamoroso avestrucero. Era, pues, un puñado de gallinas encaramadas en sus zancos como atalaya desde la que contemplan su propio abultamiento. Desgarbadas, torpes, gordezuelas tropezando unas con otras como un cortometraje en que Walt Disney trazara, con su mano maestra, todo el espectro de la cursilería. Eran, sí, las avestruces. Y el día tan esperado de su propia carrera. Alguna avestruz se encontraba cortándose las uñas. 637

Otra espiaba en un espejo los milímetros negros que había ganado su ojera. Otras calentaban sus patas como se calienta el motor del automóvil. Otras buscaban a sus propios cronistas para que dieran fe de su papel futuro en la carrera. Era, sí, la avenida de los Insurgentes. Las avestruces habían ganado, por fin, la calle. Faltaban pocos minutos para la aventura. Todas las aves, nerviosas, con la palomilla del corazón chocando contra las paredes, con una tensión que les ponía la carne de gallina, se congregaron en el punto de arranque. Un hombre de negro se arrojó hacia un reloj. Otro apuntó con su pistola hacia la atmósfera. Todos retuvieron, con la respiración, una hormigueante asfixia entre pecho y espalda. Las fanfarrias iniciaron su safari de tímpanos y le tendieron un largo tapete a su majestad el silencio. Y allá van las avestruces, pisándose los espolones, dándole el golpe a su propia nube de polvo. Nosotros seguimos desde nuestros binoculares la carrera, desde esta galería de cristales. Allí va esa avestruz que ha creído ponerse las botas con las de Siete Leguas, y la pobre se ha calzado tan sólo dos talones de Aquiles. Allá va aquella otra, con la arbitrariedad por pico, hiriendo a la de junto para cerrarle el paso, y que se cae de pronto frente a la metralleta de codazos, la artillería pesada de otra que va corriendo y devorando las migajas de espacio. Hay unas que no corren, que atraviesan por el vericueto de su indiferencia. 638

Se dedican, no obstante, a buscar espinillas, a sembrar en el suelo las flores venenosas de la trampa. Otras forman corrillos e impiden, con sus plumas en ristre, que otras se les acerquen. La meta no está lejos la esperanza madura nunca es verde. Algunas avestruces se encuentran ya perdidas. Abstraen la cabeza en su propia indolencia. Otras mascullan palabras incoherentes. Saborean epítetos violentos, mastican su amargura. Una, en fin, llega triunfante, rodeada del castillo inexpugnable de su equipo, y camina, risueña, hacia las mieles. Y después el silencio. La Avenida de los Insurgentes vacía, jugando con el viento a la basura.

XVI. EL CEREBRO ANDANTE Cauce de pies. Corriente turbulenta de personas que enfilan sus pisadas hacia los callejones sin salida de su propia ceguera. Seres que dan de bruces en el polvo muscular de su prisa. Peregrinos que llevan de equipaje un parpadeo. Individuos que fletan dos zapatos y en sus enmarañadas agujetas sueñan en no sé cuáles aventuras. O que van lentamente, saboreando cada paso que dan, cada milímetro, que les hará evidente la presencia de su morir futuro en el olfato. Hay viandantes que yerguen una tea para abatir las zonas más oscuras 639

de su propio cerebro. Mas otros van a tientas, tropezando con todos los obstáculos que pone la enfebrecida sien a su carrera. Huellas hay que se toman de la mano. O huellas solitarias que, aunque vayan corriendo por parejas, van diciendo su primera persona de camino, sin puertas, ni ventanas, ni teléfono. Hay zapatos que cursan solamente la jornada brevísima de un paso, la odisea instantánea que va desde el deseo al atreverse. Y, los ebrios de espacio, que esperan ascender a un convoy que conduzca al infinito. Mas también hay cerebros que caminan aunque el cuerpo se encuentra detenido por el viejo sillón y sus abrazos mullidos e insalvables. Hay cerebros que avanzan o discurren. Meditan o se arrastran. O se ponen una imaginación hecha de cera para acceder al sol de su fracaso. Hay cerebros que van tan sólo a gatas como si escudriñasen en su materia gris algo extraviado. Cerebros que conducen su epopeya al alto Mar Egeo remando con hexámetros. Cerebros que aletean con las hojas del pájaro de tinta de su libro hasta que pisan tierra en algún sueño. Cerebros que leídos entre líneas habitan en las páginas y forman el índice puntual en el que exponen su viaje al más allá de los cronómetros, al mundo inespacial (al basurero de las tres dimensiones) donde un tic tac cualquiera (el de repente que introduce en el tímpano su asombro) sólo sería el rumor de lo imposible. 640

SEGUNDA JORNADA: LAS METAMORFISIS

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CANTO PRIMERO: LA TRANSMIGRACIÓN DE LOS HÉROES

I. ULISES Y EL ESPACIO Decir de un viaje, de morder el polvo, de ir en pos del Santo Sepulcro de cualquier idea, es decir de Ulises. Hablar de un hombre, un peregrino, un aventurero que esconde en sus alforjas calzadas reales, vericuetos, atajos y circuitos interiores, que se orienta durante la jornada hacia Itaca con la proa de dedos que olfatea el derrotero. Ulises es la ráfaga de polvo de toda larga marcha. Detrás de cualquier viajero (de Colón, Magallanes, Marco Polo o Enrique el Navegante) se perfila Odiseo, como la esencia que juega al escondite en una máscara. Tras de los argonautas, de los nómadas, de los pies que sienten el hormigueo de una tierra prometida, del infante pródigo que partió al laberinto de la vida, pulsando entre las manos, si no el cordón de Ariadna, sí su propio cordón umbilical, o del cerebro alpinista de aquel hombre que encuentra, en los peñascos de la droga, el vellocino de oro de un orgasmo, se perfila Odiseo, "Odiseo, igual a Zeus en prudencia" (como dijera el menos ciego de todos los rapsodas) y en el que la astucia se encontraba patrullando sin cesar bajo la frente. 642

Cierto que el hilo polvoriento de su viaje fue ensartando aventuras, con las cuales florece su cayado, con las cuales se embarnece su mochila, con las cuales coloniza la experiencia parcelas sin roturar de su materia gris; cierto que su marcha prescindió de la brújula, del álgebra de los proyectos, de la mesa redonda en que discuten los cuatro puntos cardinales; pero Ulises se embarca en el sabueso de un sentido de orientación a quien ha dado a oler norte, sur, oriente y occidente, y que, tras de llevarlo a Troya, a la ciudad destruida por un relincho de madera, lo hizo atender las voces de su espalda, regreso en que los puntos intermedios (el cíclope, Nausicaa, los feacios) son, ante el nacimiento de una frente que reanuda, viento en popa, su camino, etapas, tramos, grimas de una marcha en hexámetros de tiempo. Pero también Ulises es la Itaca, la cuna y el principio de la órfica jornada de la transmigración del alma mensajera, que en carrera de relevos, donde un cuerpo le pasa la estafeta de sueños a otro cuerpo, viaja por las jaulas de carne más diversas hasta dar con la nube impersonal de la que sólo llueven los pronombres.

II. VIAJAR POR EL TIEMPO A UN SATANÁS DE FUERZA Ulises vive pecho adentro no el dolor producido cuando una enfermedad amuebla torpemente la caja torácica, no la sensación de angustia que se sufre

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cuando corren por las venas grumos de soledad, sino un órgano interno recién nacido: la necesidad de convenirse en otro, de levantar la mano y hacerle la parada a diferente cuerpo. Sintió el impulso irrefrenable de transformarse en Fausto, de continuar su viaje en este doctor de los viajes, en este Palinuro de los tiempos, en este caballero que reta a singular batalla al tiempo irreversible. Y decidió venderle a Mefistófeles, al Shylock de las almas, su futuro. Vendérsela a cambio de una violación de las leyes naturales contante y sonante, de una transgresión que también es una marcha: un viaje que comienza a la vejez y cuarto, cuando brinda el reloj un gabinete polvoriento de dudas y atestado de un sin fin de preguntas-telarañas que crecen y que crecen sin hallar la respuesta, un viaje que comienza cuando un minuto anciano da la hora, que siguedesandando poco a poco este cuerpo de sabio, llegado a los umbrales de convertirse en pasto de la vida de necrófilas larvas; que marcha a la conquistade los ojos, que va de la miopía (el ojo enamorado de la tinta de las letras impresas) a enhebrarcon la mirada los kilates doradosde la luz; que partea la obtención de un brazo omnipotente que luchehueso a hueso con todos los desganos, con todas las ideas que consienten la invasión en la frente de renglones que utiliza la edad 644

paraser la cronistade sí misma; y que llega, por fin, tras de un rápidoviaje (a la velocidadincreíble de un Satanás de fuerza) a buena juventud, a un segundo no más de abandonar el pellejode la adolescencia y en el puertoen que se alza el mejor astillerode proyectos, de sueños que despliegansu velamen y van a la futuratierra firme llevados por el soplode los ángeles custodios del viajero. Y Fausto es un Ulises. Un hombre que cabalga a su pasado, que reserva un camarote en una de las capacidades del demonio. Alguien que sabe meterle reversa a un imposible. Y deletrear al revés el infinito. A la posta final de su primer trayecto (la juventud, el tacto a mano abierta, la acción de deshojar una flor salpicada, por el rocío no, por unas gotas de ingenuidad sin mácula) continúa su viaje hacia el pasado, hacia el mundo en que Ilión rebasaba su mera existencia de tinta, con cuerdas de laúd en vez de adobes, para ser un lugar de carne y hueso, un bastión con sus muros muy bien puestos en tierra. Y reanuda tal viaje para dar, en el espacio antiguo, con aquella mirada, y con aquellos hombros, y con aquel cabello (mezclado entre los hilos del destino para tejer la vida de reyes y guerreros) que cultivó en un campo, 645

situado entre los muros y las naves, los lirios putrefactos de la muerte, donde si un corazón aún viviera y estuviese a dos manos protegiendo sus últimos latidos, devendría una aguja perdida en el pajar, en el pajar que Marte utilizaba para perder también, después de su bostezo a pierna suelta, sus ojos un momento. Fausto es de tal manera, pues, Ulises que al llegar, con la muerte, a la estación final de su entusiasmo, se pone a descansar en el vientre de estambre de Penélope. Y Ulises, a su vez, es tanto Fausto que al regresar a Itaca se guarece en un cuarto polvoriento (proyección al cuadrado de su psiquis), lleno de telarañas y plagado de ángeles corrompidos que aletean negramente en el aire; buhardilla que es un templo, sin ventanas ni puertas para su misa negra. Son una dualidad: cada uno siente que carga, cuerpo adentro, las entrañas del otro. La frontera de piel que los separa, adelgazada al punto de una idea, se torna en espejismo, se hace lugar de cita en que los dos llegan a intercambiarse sus órganos internos. Fausto es Ulises, pues. Y Ulises, Fausto. El mismo peregrino en dos jornadas. Tramos los dos, entonces, de una ruta donde cruzan los pies despellejados hasta del propio nombre. No es un Dios vuelto humano, 646

sino sólo un mortal tornado en otro para encontrar, así, en las mutaciones la Itaca perfecta del pesebre.

III. LA FAUSTICA ODISEA POR LA JUSTICIA Vender el alma al demonio es cosa seria. Es tener el erizo del insomnio por almohada. Es decirle a una orquídea que se tomó en insecto. Es comprobar que toda la materia encefálica es inflamable. En Fausto no es difícil vislumbrar un evidente malestar por sus tratos con el Príncipe de las Tinieblas. Si le fuera dable emprender la larga marcha del arrepentimiento, desdecirse del espacio, improvisar un buitre y su tarea de reprimir la entraña de la culpa, partiría al instante. Pero está condenado a seguir su destino en línea recta (devorándose un punto tras del otro). Hace pues un esfuerzo sobrehumano, da un salto sobre sí, sueña en el cielo, tiene vómitos de tierra, abandona su carne y acaba por volverse Don Quijote. Flaco y esbelto tronco que sostiene (Hércules haciéndola de Atlas) la fronda universal del cielo. El manchego, en que reencarna Fausto, no viaja del pasado al futuro como Ulises, ni del futuro al pasado como Fausto, no viaja en el espacio, ni es tampoco un polizonte de los tiempos, sino que hace viajes de ida y vuelta en la justicia, para pagar la culpa del convenio de azufre. Cierto que Don Quijote prosigue siendo Fausto, como éste continuaba siendo Ulises. Verdad es que, previamente a sus salidas, ha incursionado en el pasado, 647

en los tiempos de la caballería andante, para hallar en ella los principios y la forma de vida, convirtiendo su fiebre al cristianismo, para hacer sus jornadas justicieras. Pero el hidalgo no deja, no, de ser Ulises. Y ello le hace emprender tres odiseas. Una cristiana trinidad de salidas desde aquel lugar de la Mancha donde ejercía Cervantes su facultad amnésica. Fueron sus odiseas en tierras de Castilla. Penélope del Toboso lo aguardaba en el más profundo átomo del cerebro tejiendo su nombre de Dulcinea por el día y destejiéndolo por la noche hasta convertirlo en el de Aldonza Lorenzo. No viaja por viajar. Lucha con todo tipo de gigantes: porque los pies de barro de un coloso cualquiera, se encontraban dentro de su cerebro. Mas era Don Quijote el caballero de la triste figura, un sublime montículo de huesos, con un aire de familia con cualquier utopía. Triste, sobre todo en los puños. Triste porque sus armas esenciales se hallaban desdiciéndose en una punta rota o en un filo no se sabe en qué sitios extraviado. A veces Don Quijote vislumbra que sus fuerzas no son tales delante de los músculos de viento de los molinos. No obstante, no obstante su colección ejemplar de derrotas, Don Quijote no dio el corazón a torcer, no cambió de profesión, no le pidió a Sannazaro, ni a Montemayor, ni a Gil Polo, ni al mismo Fénix de los Ingenios, ningún salvoconducto para pasar un día de campo 648

en alguna novela pastoril. No se compró un terreno en el fraccionamiento de alguna desvergüenza. No estaba en su naturaleza contemplar el paisaje, la nube, el moscardón, la libélula que introduce en un punto del espacio toneladas de hermosura, o las rosas, teñidas de crepúsculo y afónicas de gritar tantas veces sus colores. No estaba en su naturaleza deletrear el paisaje con los brazos cruzados, colocando en su funda, no la adarga, sino tan sólo un ocio, un ocio antiguo, y tomando en un vaso, sorbo a sorbo, su enmielado licor oportunista. Tras la tercer salida, volvió para luchar, allá en la sierra castellana del lecho, en contra del vestiglo de la muerte, a pugnar brazo a brazo contra el follón gigante que corta con sus aspas el aliento.

IV. LOS ÉTICOS TRABAJOS DE UNOS MÚSCULOS Don Quijote sintió endurecer la armadura interior de sus tendones. Y así cayó en cuenta de su conversión en Hércules el héroe. Hércules empeñado en la marcha quijotesca de sus trabajos. Hércules el tebano. Hércules de la Mancha. Hijo de Júpiter y Alcmena, Hércules nació de los amores que tuvo un día lo eterno con el tiempo. Frente a tantas bestias que en el mundo han sido, frente a molinos de viento que muelen lentamente su apariencia hasta formar colosos, deben alzar cabeza músculos racionales.

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No basta, no, cargar en nuestro fardo silogismos. O fumar cigarrillos de dialéctica. U organizar guerrillas de argumentos. O ser doctor en citas y poner a nuestra propia lengua entre comillas. Se evadió Don Quijote de sí mismo, de su debilidad hecha de brazos torpes y alucinados. Y reencarnó en Heracles, el héroe construido con pedazos de tigre, cobra, búfalo (un bestiario completo repartido en diversas regiones de su cuerpo) para brindarle siempre la victoria, la asfixia de los párpados ajenos, la construcción paciente de la ruina del esfuerzo enemigo. Reencarnó Don Quijote y pudo realizarlo al viajar, mente al hombro, a ese tiempo verbal del pasado fantástico de la mitología. Y Hércules es, así, de nuevo Don Quijote, un Don Quijote que en vez de tres salidas, tiene doce trabajos y odiseas por delante, con las cuales se esfuerza en ponerle a la injusticia el hasta aquí de sus columnas. No lo dudemos: viajar es un trabajo, un luchar a brazo partido y corazón entero, con el tiempo y el espacio y los fantasmas de polvo del camino. Trabajo que consiste en combatir, en talar toda rosa perfumada de azufre. Combatir los espectros a diestra y a siniestra. Doce odiseas. Cada una instalada en diferente estación 650

de ánimo y de año. Para no recordar aquel servicio de Hércules a Teseo cuando bajó a los Hades para desempolvar el corazón sepulto del amigo. Si Ulises fue en su día Don Quijote del mar, marino andante. Y si también es dable mencionar los trabajos de Fausto, los esfuerzos para reconquistar su alma empeñada en el impío monte de un demonio, Heracles, como Ulises, emprendió una odisea de un extremo hasta el otro de su astucia. Supo, así, descubrir el punto débil, el poro sin escudos, que ocultaban todos sus enemigos. Como Fausto, decidió medir sus fuerzas con el mismo Cronos, la deidad de la cuna amortajada. Mas sus puños, que eran flores belicosas hiladas por las manos de lo efímero, se fueron marchitando hasta hacer de sus golpes ademanes sin sentido, ni siquiera rasguños en la perfecta carne de lo eterno. Tras la convalecencia de sus puños, como el Caballero de la Triste Figura, se midió con gigantes, leones, sierpes y hasta con un dragón que por entrañas refugiaba un incendio. Lo realizó llevando siempre en ristre un amor por el prójimo librado de su funda, blandido diestramente a doble filo hasta formar los campos de matanza 651

que para hacer justicia se requieren. Y habrá que mencionar otros trabajos. Hércules también viajó hacia la demencia, a los campos de Montiel de su locura, a los cuatro rincones de su propio manicomio. Le quitó las amarras al absurdo sepultado en el sótano inconsciente. Enredó las paredes de la lógica. Se colocó en el cráneo de revés el cerebro y dejó que se fuera agusanando su sentido común, hasta que vio llegar a Lisa (costurera mayor del taller que diseña y confecciona las camisas de fuerza) y preparó, con ella, su cabeza como cuarto de huéspedes para hospedar al caos. Loco, dio con el blanco de infanticidas flechas: los postreros segundos de existencia de sus hijos, como lo cuenta Eurípides logrando impostar con su pluma verdaderos alaridos de tinta. Y al llegar a este punto, Hércules tuvo un último trabajo: recobrar la razón, y hacerlo tras la pugna cuerpo a cuerpo con su alma y sus visiones. Hércules es, así, también todo un señor de los caminos, doctor de los trabajos, timonel de victorias y polvo justiciero que deambula; una estación de fuerza, colocada entre Orfeo y Don Quijote, que persigue a los monstruos, sin reposo, hasta su madriguera para anular también a los cachorros 652

de los monstruos vencidos —la ponzoña en su edad adolescente—, cachorros que no son, él bien lo sabe, sino el mal que retoña. Las nubes que ya están mordiendo el trueno de futuras tormentas.

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V. A MÚSICA CALADA 1 Hércules podía remover las montañas, cambiar el curso de los ríos,luchar con los dragones, jugar a las vencidas con cualquier arrogancia, desenterrar un roble con una de sus manos para hallar los pájaros sepultos que cantan en las raíces, triturar una roca, con coraje empuñada, en la arena más fina. Zeus Cronida tenía, pues, en sus músculosuna de sus obras maestras. Pero Hércules nunca se detenía a escuchar al turpial y su invisible rascacielos de notas. Nunca se frotaba los oídos asombrados de que a la caja de música de un grillo le diera cuerda la noche. Nuncacultivó una amistad equívoca con los geranios. Se dice que tomó clases de música con el poeta legendario Lino, hijo de Eagro y de la musa Calíope, y hermanodel propio Orfeo. Que le dio lecciones de tocar la lira, de preparar con la yema de los dedos el manjar de los tímpanos. Pero Hércules se negó a seguir los cánones que Lino demandaba. Y el maestro castigó con golpes sus desdenes. Entonces mató a Lino con un golpe de lira en la cabeza. La lira era, pues, en su mano un arma genocida más que un instrumento musical, algo así como confundir, en la evolución de las especiesmusicales, el caramillo con la cerbatana. Hércules se hizo Orfeo. Arrastrado por los genes trashumantes heredados de Ulises, después de adormecer—con su canción de cuna para dragones— la imposibilidad de acceder al vellocino de oro, viajó al oriente, donde los sacerdotes egipcios le enseñaron la cabalgatade almasde un cuerpo a otro,y él entrevió, con ello, que no era sino una estación de paso, un punto y seguido, de Ulises reencarnado en Fausto, de Fausto reencarnado en Don Quijote, de Don Quijote reencarnado en Hércules y de Hércules reencarnado en este señor de la palabra, en este poeta que sale con su red de poemas para robarle vivencias a la atmósfera. Realizaba sus proezas no disparando dardos, que matabanlas mayores distancias para herir a los cuerpos, no desenfundando la espada, cuyo filo es la rendija de los Hades, no manejando arietes, que hacen astillas de toda petulancia de madera, no poniendo en juego su potente brazo, que en el pecho de sus enemigos engendraba, en medio de la mies de las palpitaciones (verdadero pan de vida) la ortiga del infarto; empleaba más bien su lira, donde había logrado enjaular una musa, la deidad que cantaba tras las rejas. Tañía el arpa eólica o la cítara o la flauta para poner en jaque, en capilla mortuoria, a sus enemigos, o adormecer a otros dejando melodías pesadísimas encima de sus párpados. El árbol movido por las ráfagas de aire se quedaba inmóvil al oír a Orfeo, aguzando cada hoja, y el viento se removía inquieto pensando que alguien le había deshilachado sus 654

tendones. El río turbulento se embarcaba en su propio remanso, levantando en las raíces de las anclas el ramaje de su quietud absorta. Las mismas aves se mordían los trinos. Y hasta las sirenas se hallaban en negocios con el silencio, y demandaban una cera en los oídos para no escuchar el canto de sirena del poeta. Orfeo se enamoró de la ninfa Eurídice. Y durante algunos meses, con las modulaciones de su lira, adormeció el infortunio, colocándole bajo la sien la más mullida de sus coplas. Mas un día, la ninfa fue agredida en el bosque por un áspid que hincó las dos astillas de ataúd envenenadas sobre su calcañar. Y Eurídice, después de negociar su tránsito con el necronauta, que emplea las mortajas como velas, se hundió en las entrañas del infierno, en el punto más oscuro de un huracán de azabache. Parejas hay que sólo la muerte es capaz de destruir, como si una eternidad tuviera una avería de tiempo. Orfeo no se resignó frente a la muerte: no sepultó en la fosa, con Eurídice, su propia rebeldía. No podía retirar a su amada de su mente. Cómo la iba a olvidar si siempre utilizaba sus sonrisas para separar las hojas de los libros. Si, desde que ella se había ausentado, hasta su lira había terminado por ser una galería de pájaros disecados, si se encontraba con palabras de Eurídice en un cajón del ropero, en una bolsa de su blusa o escurriéndose a lo largo del espejo. Decidió, pues, seguirla a la mansión de las almas. Abordar un abrir y cerrar de ojos para llegar sin dilación al más allá. No luchó físicamente con el cancerbero como Hércules (que pudo acceder al Tártaro en pos de su amigo Teseo, sólo tras de hacer huir, el miedo entre las piernas, al embrión de jauría) sino que empleó la lira como una catapulta de sonidos, e hizo que la trinidad de bestias (una misma perrera corporal de tres canes distintos) fuera ganada por Morfeo, por el dios que colecciona párpados derrotados, el adagio de las respiraciones, y las mentes que se evaden de los cuerpos para darle algún cuerpo a lo imposible. La canción de Orfeo se introdujo en los oídos de Plutón y Proserpina. Y era una lira arrodillada, rezando, con lágrimas escurriéndole en cada cuerda, con notas tan aladas que terminaron por hacerse incienso, melodía en clave de súplica, y las deidades del Tártaro y de los Campos Elíseos se conmovieron, asombradas de la sensibilidad de esas entrañas. Proserpina hasta intentó elevar hacia su rostro el pañuelo invisible de uno de sus ademanes para limpiarse el amago de una lágrima. Y consintieron, pues, que el músico, que tocaba los trenos más dolientes con sus dedos enlutados, saliera, seguido de Eurídice, de los Hades, como una procesión hacia el oxígeno. Pusieron una sola condición: que Orfeo no volviera, durante todo el trayecto, durante esta Odisea de ultratumba, el rostro hacia su amada. Mas Orfeo, ganado por el Argos de la curiosidad, por una infinita comezón en la mirada, por su sed de facciones, desobedeció a las deidades e intercambió su nuca por los ojos. Y sólo pudo 655

ver, como entre brumas, la sonrisa de Eurídice convertida de golpe en una mueca.

2 A Orfeo se le acabó un día el tiempo. Cuando quiso tomarse el pulso comprobó que la nada carece de latidos. Hizo una larga caminata a través de sus párpados cerrados hasta dar con los Hades. Llegó a los Campos Elíseos y buscó a Eurídice por los cuatro puntos cardinales de la eternidad. A todo mundo preguntaba: ¿Han visto a mi amada? ¿Hay un lugar de este espacio donde la soledad no ejerza su monarquía? Todos se alzaban de hombros. Pero Hermes, que venía departiendo con Eros, le espetó: pero ¿ignoras que Eurídice fue resucitada? Y otra vez la misma historia. Cuando Orfeo vivía, Eurídice se hallaba arropada en la mortaja. Cuando Orfeo murió, Eurídice fue reintegrada a la vida. Un suplicio más. Producto de la falta de puente entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Y Orfeo, mirando la frontera, gemía: ¿cómo salvar al grosor de lo imposible?

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VI. A LA BÚSQUEDA DE LOS HUESOS PRECIOSOS 1 Orfeo, enloquecido, vive la soledad en su pecho sepultada hasta la empuñadura, y esa fruición de cielo que le recorre los intestinos hasta volverlos la serpiente emplumada que aletea, que hace esfuerzos, que persigue la conversión de Orfeo en Quetzalcóatl. Reencarnar en el dios que aparece entre la niebla confundiendo sus límites con ese vapor evanescente que es el guardarropa de cualquier espectro. Yo le pido a mi pluma perspicacia. Acallar la retórica que se encuentra mezclada con la tinta. Colocarle mordaza a los adjetivos. Tajarle a las metáforas la punta. Decir El dios, sin eufemismos, sin pelos en la pluma: un dios primordial, un dios que en su taller hace, con la materia prima de la nada, diversas criaturas. Se trata de un orfebre de suspiros. Se trata del carpintero que atornilla el aullido nocturno y los temores. Quetzalcóatl nació del coito cósmico, como toda serpiente emplumada, que la virilidad celeste tuvo con las redondeces de la tierra, cuando las erecciones del espacio penetraron en el abismo. Y fue deidad del viento, el dios dedicado a remover las hojas de cualquier grito con pretensiones cósmicas, encargado de formar las carrozas de arena, jaladas por ráfagas de pura sangre, que se estrellan en los muros como pompas de polvo, encargado de llevar por los aires la hoja de papel con el poema, 657

del escritorio al piso, del piso a la ventana, de la ventana a la calle, de la calle a las manos y a los ojos de aquel que se encontraba en el dilema de poesía o suicidio. Encargado, por último, de sostener el cielo, de detener la lluvia torrencial de las piedras azules. De sostener el cielo como el héroe tebano que consintió en ocupar el lugar de Atlas un día para hacer el primero de sus magnos trabajos siderales, esfuerzo por el que, tras de cargar en hombros las galaxias, padeció desde entonces el reuma celestial del infinito. En compañía de Xólotl, su doble, su nahual, su dios suplente, bajó al Mictlán un día, al galerón caliginoso de las respiraciones disecadas, al mundo al que se nace tras de hallarse durante nueve meses en un vientre cuadriforme de madera. Pero no iba en pos, como Hércules, del amigo, del hermano del alma que se extravió en el torbellino de paredes del laberinto negro. Ni caminaba en busca de la esposa perdida que sufrió la zancadilla de un veneno. Su odisea al Mictlán buscaba hacer al hombre, construir un cerebro y todo el pedestal que se requiere para cargarlo. 658

Iba en pos de los "huesos preciosos", de las perchas en que podía colgar la carne, las primeras vértebras para izar el edificio de la angustia. El Mictlantecuhtli le arroja al dios, entonces, un puñado de obstáculos, lo coloca ante difíciles pruebas y como Euristeo con Heracles lo llena de trabajos, rompecabezas de acción resueltos sólo por el sudor de la frente. Le dice: "haz sonar el caracol y da vueltas cuatro veces alrededor de mi círculo precioso". Y la serpiente emplumada, que antes de transmutar de piel lucía la de Orfeo, creyó que era fácil esa prueba. Pero el caracol carecía de hoyos, siendo un breve calabozo del aliento. Y Quetzalcóatl, por más que soplaba, no pudo esculpir una sola nota musical, un solo armónico de seda, como si un ave hubiese nacido en un huevo indestructible. Convocó Quetzalcóatl a los gusanos, demandó la presencia de los abejorros (las abejas escritas en mayúsculas) y ellos horadaron el caracol, crearon los orificios para dulcificar el aire, volverlo melodía, permitir a los divinos pulmones ascender, alpinistas, a la cumbre del agudo con que cantó victoria. Y dijo nuevamente el Mictlantecuhtli: "¿De veras se lleva Quetzalcóatl los huesos preciosos? Dioses, id a hacer un hoyo". E hicieron, entonces, un agujero en la tierra. Lo cubrieron con ramas inocentes, la fachada mendaz de toda trampa. Ahí dio de bruces Quetzalcóatl. 659

Y su corazón, que nunca palpitaba temeroso, que nunca sufría un castañetear de latidos, se sintió apresado por las manos del polvo, sin poder palpitar, al tiempo en que su respiración divina se fue desvaneciendo como una mariposa de aire que le devuelve sus alas al creador. Mas la serpiente emplumada resucitó entre los muertos al tercer aleteo de sus plumas. Fue entonces, en compañía de Quilaztli, su comparte femenina, nuevamente por los "huesos preciosos". Hirió su propio miembro y rodó los huesos con el semen más rojo de su vida. Convirtió a los huesos en imanes de células, formando un esqueleto que recubrió, pudoroso, su desnudez ósea con un ropaje de desvestida epidermis. Quetzalcóatl hizo, durante el quinto sol, a las criaturas, a los primeros hombres: Oxomoco y Cipactónal, con unas alas invisibles como marca de fábrica. Con un ademán divino dio Quetzalcóatl pie a los macehuales, quienes iniciaron, así, su larga marcha. Y les descubrió también su sustento: en el panal de leche de un elote mamaron su existencia y encontraron su carne. En la mazorca tierna (con los dientes todavía de leche, construidos para gustar de sí) encontraron su patria de caricias. Pisaron carne. Dieron con la sala de espera de la noche.

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2 Quetzalcóatl era también un sacerdote, un individuo dedicado a asir con una mano el cielo y con otra la tierra. Dedicado a traducir el lenguaje sin gerundios de lo eterno al idioma en que sólo se conjuga, en todos los tiempos verbales, la finitud humana. Y viceversa: transubstanciar una palabra humilde, pobre, perecedera, con los pies de sus letras conformados de barro, en primera persona de infinito. Vivía en Tula, con los toltecas. Les enseñó las artes, los oficios. A rumiar, a las horas del ensueño, las palabras más gratas. Su clase de belleza comenzaba a la alborada en punto diariamente. Los adiestró en convertir sus ademanes en criaturas. Los enseñó también a leer entre jeroglíficos. Y como Fausto, que sólo pudo reconciliarse con la vida y aceptar la muerte cuando hizo de su tierra el feudo del trabajo, el sacerdote tolteca fomentó el sudor en las frentes y las uñas ennegrecidas para robarle, con su esfuerzo, las horas a la noche. E hizo que cada macehual levantara un castillo de su propia fatiga para hospedar su sueño. Enemigo de los sacrificios humanos, del dolor amarrado a un sin sentido, hablaba de un dios solo, 661

y edificó en el zócalo de su alma el templo de su fe, como los pueblos levantan en su centro las iglesias. Vivía en paz consigo, con los otros, pensando en el momento en que su madre ingirió un chalchihuite trocado en el esperma metafísico que le dio nacimiento. Meditando que la primera piedra del mundo cultural de sus indígenas fue una piedra preciosa. Pero tenía malas compañías. No le faltaba su Mefistófeles custodio, su caballero de los espejos, que le puso ante el rostro uno de tantos para mostrarle el paso de los días. Y que lo tentó con el pulque, con un aguamiel erizado de espinas, con el pulque curado de traición. Y él acabó embriagado, cruzando el laberinto del mareo y tentado a decir la palabra rebelde de su vómito. Mandó llamar a su hermana. Y los dos se escondieron en un rincón a buscarle el sentido a la palabra incesto. Pero surgió en el horizonte de su alma la cruda, al centro todavía de la embriaguez, como el sol que no puede, ni a codazos de luces, desalojar la noche derrotada. Y Quetzalcóatl, avergonzado, se dio a la fuga, a la cabalgata de sus prisas, a la búsqueda se diría de sus propios huesos. Huye, y con él los toltecas, como una odisea de masas, en pos del Tlillan Tlapallan, del país pintado de rojo. 662

Ahí se convierte en pasto del fuego. Al fin Hércules, se incinera como el tebano quien, así lo dice Ovidio, unió un fuego exterior a la túnica de Neso que lo vestía de flamas. Y del que, cuando los dioses empezaron a temer por su existencia, dijo Zeus Cronida: "Veo con placer que todos mis súbditos conspiran por salvar a un hijo que me es tan querido. Mas la llama... no debe causaros la menor inquietud. Este héroe... debe pasar la violencia del fuego: él no consumirá más que la porción que ha recibido de su madre; la que tiene de mí es inmortal y vencerá la llama y la muerte". Lo mismo se podría decir de Quetzalcóatl: el fuego desató las hebras efímeras de su carne, sus órganos internos combustibles, pero él se convirtió otra vez en un dios primigenio, en la estrella matutina cuando en su cuerpo el firmamento le ganó en la contienda a lo terrígeno. Las plumas de quetzal derrotaron por fin a la serpiente la cual quedó arrastrándose en el lodo, encarnando el peligro, el asco, el miedo y el veneno enredado en la sorpresa. Las fauces del Mictlán siendo sus fauces.

3 Desde el momento en que fue incinerado, en que sus pies se convirtieron en volutas de aire, en que cargó un estómago de humo, en que se trocaron sus párpados en dos trozos de ceniza, y sus manos en carbón sin ademanes; desde el momento en que pasó a ser la estrella matutina, la constelación de la serpiente emplumada 663

y que sus despojos mortales se untaron a los muros, a las hojas de los árboles, a la mano derecha de un poeta, al cuello del labriego, a la frente morena del indígena, Quetzalcóatl se transformó en Dante. Y ya no visitó el infierno como un sujeto indocumentado, como espalda mojada, sino que obtuvo un pasaporte, una visa y un intérprete.

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CANTO SEGUNDO: HIC ET NUNC I. LA ODISEA COTIDIANA

1. CUANDO ITACA ES UNA ESTACIÓN DEL METRO Dedicados a robar el espacio, a estrujar, como un globo que se oprime, las distancias, en la ciudad pululan autos y autobuses, motos y bicicletas, diversas formas de vendaval traducidas al lenguaje metálico. Y desde luego el metro: es de ver a lo que quedó reducido el dragón después de sus negocios con San Jorge. Itaca-Troya es mi ruta. A veces desciendo en Circe o en Nausicaa, estaciones intermedias. Mas lo habitual es que tome el metro en Itaca, baje en Troya y tras de mis trabajos cotidianos (ver si una presa ha caído en mi trampa de senos o torcerle la mano a un ángel distraído para que me dicte un poema) vuelvo a Itaca. Normalmente comparto el asiento con un curioso personaje irlandés que gusta hablarme, durante el trayecto, de las grandes travesías que emprende su cerebro andante desde que era muy joven, desde que era un artista adolescente.

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Pero yo no he tenido el atrevimiento de leerle mi tercer Ulises.

2. LA RECTA DE SU PASIÓN ERRANTE Para hacer su odisea cotidiana el tercer Ulises monta en cólera y va del conformismo al asco. Su medio de locomoción luce roja carrocería. Gasta por combustible treinta litros de sueño. La astucia es su palanca de velocidades, el volante su táctica, su pasión el acelerador, el freno su cautela y la reversa su arrepentimiento, su modo de desdecirse espacio. Cuando Ulises quiere viajar, seguir la ruta que se extiende desde la repugnancia hasta la lucha, del vómito sin fin, al puño en llamas, se detiene en una de las Estaciones de combustibles anímicos que están en general a la salida de un proyecto para cargar su máquina, limpiar los vidrios de su perspicacia y revisar el aire de su decisión. Mete su astucia en primera y pone su voluntad a arder por dentro. Da rienda suelta a su pasión y corre a no sé cuántas ansias por hora. Pisa a veces, sin embargo, la precaución pues no quiere llevar en sus valijas el menor accidente. Y se arrepiente un poco, digamos unos metros, antes de tomar nuevamente la recta de su pasión errante. Sigue el itinerario establecido: 666

lubrica su motor con el aceite de la meta. Conduce su estrategia con las manos. En fin, su decisión va sin tropiezos, rojamente, por la más moderna de las pistas... Lo malo es que el camino es infinito y él tiene los kilómetros contados.

II. AL SINTONIZAR EN MEFISTÓFELES En su gabinete de la Ciudad de México, Fausto, al centro de la biblioteca, se encuentra fastidiado de buscar mendrugos de infinito, añicos de verdad en la filosofía. De vez en cuando juega el solitario de su tedium vitae. Y piensa en el suicidio, en colocar en su lengua el sabor del más allá e ingerir un sorbo del semen oscuro de la muerte. Pero hay algo en la atmósfera (¿volutas de existencia que flotan en el aire?) que lo hace desistir. Prende la radio. Y una música niña nace del silencio como Venus del mar. Y salta acompañada por el bajo continuo de la emoción melómana. El oído tiende la finísima red de su atención para apresar la parvada de notas musicales que corre a picotear todos los silencios del cuarto, y conduce la mano hacia el volumen, hacia el vidrio de aumento del tímpano de Fausto, del doctor enredado en la sutil madeja imperceptible de su tedio. La música borbota, a toda batuta, 667

y no hay un solo poro en las paredes del gabinete que no se halle expectante. Hay incluso más música que oxígeno en el cuarto. Frescobaldi se dedica a levantar iglesias que remata con agudos ojivales. Buxtehude construye a martillazos el telón de fondo para cualquier milagro. Mas termina el concierto en un borrón de estática. Al advertir el zarpazo del ruido, Fausto cambia de estación. Oye una voz de bajo profundo. Y siente que se dirige a él. "Mi querido doctor —le dice— ¿No querrías hacer un pacto conmigo?" Le sobrecoge el miedo: las palabras calma y serenidad empiezan a castañetearle en la boca. Y cambia de estación. Pasa de la onda corta a la onda larga. Pero sintoniza a su pesar en la onda infinita. Y en todas, la misma voz. Satanás, en efecto, está en el aire. Y con él, la pregunta insistente: "¿No querrías pactar conmigo?" Fausto, tímido, amedrentado, con un duelo de ojeras en el rostro, con la lengua enjaulada por el albo estupor de su saliva, sólo acierta a decir: "¿Qué pretendes de mí? ¿De esta vetusta arcilla que se halla ya sufriendo grandes desmoronamientos de partículas? ¿De este junco hostigado por ráfagas de muerte?" La voz de Mefistófeles se evade. Sus fauces son sustituidas a codazos por la oreja diabólica. La radio transmite a todo volumen su enorme atención. "¿Qué pretendes de mí? 668

¿Qué pacto quieres?", dice de nuevo Fausto. Y la voz de ultratumba: "Te ofrezco la transgresión de las leyes físicas más puntuales, la posibilidad de abordar el convoy de lo increíble, de cambiar de tiempo como quien se cambia de camisa, de cruzar a toda máquina la autopista del absurdo. Tú me puedes brindar lo que ya sabes: el pequeño excedente de vida que perdura al terminar su parlamento el cuerpo. Y cada quien con lo suyo: tú te irás con el tiempo bajo el brazo, romperás los relojes como nueces, y yo doblaré con cuidado una promesa y la guardaré en el viejo libro de lo ineluctable. No es necesario desde luego un pacto de sangre. Individuos modernos, no permitimos la vulgar creencia en vampiros ni siquiera en nuestras plumas. Hagamos, pues, un pacto caballeroso en que conduzcamos al monte de piedad más sagrado nuestra palabra". Fausto se quedó pensativo. Su odisea retrospectiva fue de su actual gabinete a aquella vieja casa en que un abuelo decidió transmutarse en su propio hijo ausente, y un nieto en su propio padre desaparecido, resucitando el uno al hijo muerto, el otro a su progenitor extraviado, e impidiendo a la muerte, al menos esta vez, decir esta fosa es mía. Una sola calle ensartaba 669

sus dos edades, porque su juventud y madurez pertenecían a la misma zona postal, porque la línea más corta entre dos puntos es una calle recta en la Colonia del Valle de la Ciudad de México. Fausto, ya joven, descubrió a lo largo de su propio cuerpo a Margarita. En las piernas de Penélope, en el talle espiritual de Dulcinea, en los senos incunables de Deyanira, en las cuerdas de la lira del cabello de Eurídice, en el infinito regazo de Beatriz, encontró a Margarita, como un rompecabezas que a través de los siglos armara su deseo. El ansia de mujer, del eterno femenino es la sensibilidad de Fausto en cacería. Impudor convertido en el axioma de que la cama justifica los medios. Y también, ocupando un camarote de nuevo en la odisea, dando otro salto brusco, torciéndole de nuevo el brazo a Cronos, se encontró con Helena, con aquella mujer construida por el mejor estado de ánimo de los dioses, y que, robada por Paris, se dedicó, en revancha, a robar el corazón no sólo de Fausto, el recién nacido del futuro, sino de todo amante de lo bello, del pintor que no se oculta para organizar su orgía de colores, del escultor que convierte en tridimensional el sueño, del poeta que coloca en la boca de las palabras gránulos de azúcar. 670

De todo amante de lo bello. Gozar a Helena, extraviar una mano en sus dominios, será siempre tener un pasaporte para vivir en la mejor zona residencial del paraíso.

III. LA CUARTA SALIDA En un lugar del cerebro de cuyo nombre no puedo acordarme, nació hace muchos años esta sola sombra larga, este esqueleto relleno por un solo brochazo de epidermis. Se dio desde muy joven a leer de sol a sol, de los espolones de una madrugada hasta los siguientes, libros y libros de marxismo. Tantos y tan varios —sin excluir el aletear efímero de los volantes— que se le secó la mollera. Y cayó en la locura de pretender salir al mundo cabalgando, vertical, en Equidante, el nombre justiciero que le sienta a su cabalgadura. Se despidió de las amas y sobrinas de todos sus temores. Logró hacer una hoz a punta de martillo. Buscó en su guardarropa un overol. Halló uno viejo, parchado por retazos de frío. Y se sintió debidamente equipado para partir en busca de los follones y malandrines de nuestra época. Cayó en cuenta que no siendo ya los tiempos de adargas y espadones, sus armas esenciales deberían de ser una pluma sin pelos en la tinta, un enorme cartapacio de ilusiones, dos agujetas que ansían transformarse en mariposas, 671

una musa griega convertida al socialismo y un puño, poder ejecutivo de las resoluciones de la Asamblea del cráneo. Cargó, pues, su mochila. Su pluma fuente cortó cartucho. Se puso pacientemente con un calzador todos sus proyectos. Y salió hacia Montiel... A su primera Odisea. Como toda idea señera y audaz que salga a desfacer entuertos debe ir acompañada por un escudero con los pies en la tierra, el hidalgo tenía en sus manos, su sangre y su fuerza tal escudero. El era Don Quijote tan sólo en el espíritu. Sus brazos eran Sancho. Y ambos, criado y señor, perdíanse en un cuerpo. Pero también el manchego era su propio corcel. La flacura del hidalgo y la flacura del rocín era una: se trataba del Centauro de la Triste Figura. Y él era, como no, su propia Dulcinea. Y es que la línea más corta de Aldonza Lorenzo a Dulcinea del Toboso es Don Quijote de la Mancha. Digámoslo sin reservas: sólo el materialismo vulgar piensa que Alonso Quesada estaba enamorado de Aldonza Lorenzo. ¡A cazar malandrines y vestigios! ¡A perseguir a la injusticia hasta sus últimos escondites! le gritaban todas las trompetas de su pesadilla. 672

Y ello porque dichosa edad aquella en que no sea necesario que salga al monte la guerrilla de Don Quijote y Sancho. Era, pues, indispensable desfacer entuertos o destruir enciegos. Era, mejor, urgente, vocablo que nos truena y le tronaba los dedos al oído. Sabía que la revuelta no puede ser solamente un yo que en forma de puño se rebela ni soñaba con que una gota, que más que iracundia es lágrima, desencadene diluvios. Sabía que los follones y gigantes, apenas un centímetro menores que el temor que despiertan, sólo podrían ser derrotados por un Frente Unido de caballeros andantes, por un bregar común que le enseñara a las manos solipsistas, pese a hallarse cerradas y devenir en ojos que sueñan en los trabajos de Hércules, su debilidad, su insignificancia, su sangre desvaída en la que sólo pececillos blancos chapotean. Después de meditarlo en alta sombra, en que veló las armas de su insomnio, Don Quijote de la Mancha solicitó su ingreso al Partido Comunista Mexicano. Soñaba con pertenecer a una célula, a una catacumba profana de caballeros. Su carnet de Partido, que se le extendió sin dilación era, así lo presumía, así lo gritaba a todos, su credencial de la orden de caballería. 673

El hidalgo se sentía como pez en el agua, el pez espada de un caballero andante en el agua bendita de la lucha. Llegó hasta meditarse el Caballero de la Alegre Figura. Hércules de la Mancha, no era ya un guerrillero solitario, no era una nueva furia con adarga antigua, sino que era un soldado armado hasta los dientes del propósito de clavar en la picota a los bribones. El hidalgo pensó que en el partido iba a poder por fin "favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos", como dijera Cervantes en uno de los estados de ánimo más justicieros de su prosa. Creyó que el Partido era efecto del Congreso Unitario de Palmerín de Inglaterra, Galaor, Pentapolín del Arremangado brazo y Laucarco, Señor de la Puente de Plata. Supuso que en la mesa redonda del Comité Central se hallaban caballeros del nivel de Florismarte de Hircania, Micocolembo, Gran Duque de Quirocia, Espartafilardo del Bosque, en fin, Amadís de Gaula, el caballero de la ardiente espada. Pero poco a poco fue descubriendo burócratas follones, vestiglos arribistas que danzaban al canto de los grillos, o malandrines medios, con su mediocridad bajo del brazo, y en alpinismo por su delirio de grandeza. Y encima de todos, blandiendo el cetro de la Comisión Ejecutiva, al Emperador Alifanfarón, 674

Señor de la Isla de Trapobana y del Valle Triquiñuelo, a quien también se le conocía con el nombre de Pandafilando de la Fosca Vista... ¿Qué decir, en efecto, de una tropa comandada por Pandafilando de la Fosca Vista? Don Quijote abandonó el Partido. Pero, como la burra de infinita terquedad que recula al trigo de sus sueños, siguió con sus propósitos, sin dar uno solo de sus dedos a torcer, y aunque lo malo lo verdaderamente malo es ver a los gigantes sólo como molinos de viento o advertir que el fantasma del castillo es que no es sino una venta, no hay que ocultarle, por piedad, que los más reales monstruos se están multiplicando en la llanura; no hay que mentirle, pues, aunque así le llevemos el agua a su molino. Don Quijote continuó la lucha. Salió por segunda y por tercera vez a los campos de su propia fatiga. Luchó a brazo esquelético partido. Intentó reunirse con otros caballeros más ágiles, más entusiastas, con una mejor memoria de la leche materna, y pasarles la estafeta de su experiencia toda. Los viejos camaradas se hallaban disfrutando los manjares y los vinos de la deserción, incluso ya sin el remordimiento y su cuentagotas de acíbar. Después de meditarlo nuevamente por una noche entera, 675

tras de encerrarse a cuatro llaves en su ardiente cacumen, vio por una rendija entreabierta en sus párpados que los menesterosos, los dejados de la mano olvidadiza de Dios, tienen que liberarse por sí mismos. Y es que ¿cuándo se ha visto que una torre le tienda las manos a su sótano? Frente a la teoría de que el viento es quien levanta las olas, él supo que, de acuerdo con sus estados de ánimo, es el mar quien diseña las tempestades, las tarascadas de sal y los naufragios. Su papel en el mundo no era, entonces, servir de brazo armado a la justicia, sino abrir en los parias la necesidad de desfacer ellos mismos sus entuertos.

IV. EL PUGILATO Se cuenta que por la fama que obtuvo Heracles en el desempeño de sus doce trabajos ya no tenía en los Juegos Olímpicos ningún competidor ningún gigante que se atreviera a decir estos puños son míos. Y entonces Zeus su padre bajó a pelear con el héroe tebano. Lucharon largamente. Fue una lucha cuerpo a cuerpo del todo con su parte. Y el combate permanecía indeciso ante la expectación de todos puesto que Hércules estaba midiendo sus fuerzas con el dios inconmensurable del Olimpo. Se cuenta que Zeus entonces condescendiente reveló su nombre ante el estupor y el júbilo del pueblo. En verdad el único trabajo 676

que no pudo hacer nunca Hércules fue deletrear el infinito.

V. ESTE JODIDO JUNCO DE ALARIDOS Al morírseme Eurídice enloquecí por completo, me jalaba los cabellos hasta espigar mechones de desesperación en las manos. Inventé un nuevo género poético: la mezcla de la plegaria y la blasfemia. Me deshice de la lira y de su voz de sirena ya cascada a cambio de una guitarra eléctrica que convirtiera en pompa de jabón al viento la sordera de los dioses. Llené de tantas imprecaciones el medio ambiente que las deidades del Averno volvieron los ojos a este jodido junco de alaridos. Pasó el tiempo. Y un día recibí el telegrama: permítesete ir en pos de Eurídice. Condición única no volver a mirarla en el trayecto de salida. Eros. Se incluían en la misiva las señas de los Hades y demás instrucciones. Volví a tomar mi lira para interpretar el tema y variaciones sobre mi angustia que tanto place a los bosques los ríos y los vientos. Pude así adormecer el cancerbero el cual acabó por emitir el triple aullido de su orgasmo melómano. Más difícil me resultaron las furias que la única palabra del lenguaje humano que conocían era el vocablo no el no inmortalizado por el genio del caballero Gluck. Pero logré finalmente fugarme con Eurídice. La sentía a mis espaldas. 677

Mas ella me acusaba de frialdad. "Mírame me decía ¿acaso ya no me amas acaso te soy indiferente?" Y yo no me pude contener y volví los ojos. La contemplé cambiada. No en vano había pasado una temporada en el infierno. La miré distinta como estrenando gestos desusados en la cara y ciñéndose en las manos ademanes extranjeros. Y al verla la perdí para siempre. Me quedé a solas con mis ojos con estos ojos responsables de quedarme a solas.

VI. UNA CIUDAD DE ROJO ILUMINADA Llega un ángel rebelde. Disminuye poco a poco su aleteo. Apaga en fin sus motores. Se sacude el polvo sideral que trae en hombros. Vuelve el rostro buscando el nombre de la calle en que se encuentra. Se dirige resueltamente a una tlapalería. Compra un bote de pintura y una brocha. Aletea de nuevo. Y son las doce de la noche cuando atraviesa la ciudad de punta a punta. Enciende unas luces como luciérnagas aéreas para no chocar con los aviones que acceden al aeropuerto de la ciudad. Y se dedica a pintar de rojo las manos las cabezas o el corazón de muchos hombres. A unos individuos les pinta de rojo las manos. Pero no el cerebro. Y ellos a tontas y a locas con la palabra "práctica" en la punta de los dedos sueñan con llegar a Tlapallan "la tierra del color rojo". A otros les pinta el cerebro pero no las manos y en su cabeza en su materia roja ellos piensan y piensan en llegar a Tlapallan pero sus manos permanecen indolentes

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reclinadas en algún ademán inalterable y permaneciendo conformistas en la Tula de su oportunismo. A unos más el ángel les pinta de rojo las manos y el cerebro pero no el corazón: son individuos que sueñan en Tlapallan que pueden luchar por llegar a él pero no tienen el ánimo la voluntad la bravura de emprender la odisea desde Tula hasta Tlapallan. El ángel rebelde se llegó a la casa de mis padres. Miró el número. Tocó el timbre el canto de sirena de la calle. Y cuando salí a ver quién tocaba me pintó de rojo el corazón y el apellido. Y yo empecé a soñar todas las noches con viajar "a la tierra del color rojo". Soñaba acurrucado en el más intenso crepúsculo. Y subí una noche a la azotea de mi casa a la espera del ángel de las 7.35 para demandarle que como a tantos otros me pintara de rojo las manos de rojo sus ademanes de rojo mi cerebro de rojo sus ideas y me regalara en fin una pequeña brújula pintada a perfección igualmente de rojo. El ángel accedió. Por eso voy aquí con mis hermanos en esta larga marcha que parte desde Tula y endereza los dedos de los pies sabuesos de lo rojo hacia Tlapallan.

VII. SORPRENDENTE DESCUBRIMIENTO LITERARIO Roma, 5 de octubre (AFP). El doctor Brunetto Cavalcanti, director del Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad de Milán, dio a conocer a la prensa vespertina un descubrimiento literario que sin lugar a dudas hará época. Buscando en los archivos del Estado documentos sobre la pugna, en el siglo XIII, entre los güelfos y los gibelinos, halló un legajo empolvado, en trozos casi ilegible, y devorado en una quinta parte por polillas probablemente del siglo XIV, como dijo el investigador. Con 679

asombro indescriptible, el doctor Cavalcanti, cayó en cuenta de que el mamotreto en cuestión no era otra cosa que un conjunto de manuscritos redactados de puño y letra de Dante Alighieri y recopilados, no se sabe exactamente la razón, por una de las "Comisiones Regulares" del Santo Oficio. Entre los manuscritos hallados se cuentan: De Monarchia, La Comedia (con excepción de II Paradiso) y La Vita Nuova. Pero lo más asombroso fue el descubrimiento de un nuevo manuscrito, firmado claramente por Dante Alighieri, y de un tamaño que excede a la propia Divina Comedia. El doctor Brunetto Cavalcanti declara que se trata de un impresionante poema cósmico que empieza a maravillar a los estudiosos y que será publicado en breve. Su nombre: Per compitare l'infinito.

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CANTO TERCERO: CON LA MATRIZ EN ALTO

I Cuántas mujeres de fama no son sino invenciones masculinas. Son ruido, retórica para incorporarle más centímetros a la estatura del hombre. La Penélope clásica, en verdad no es otra cosa que algún remordimiento de ojos negros, que el errabundo Homero se dejó hacia la espalda. Margarita y Helena dos diversas vivencias de la pluma y su breve cerebro de materia azul negra que sabe darle cuerpo a lo pensado. La dulce Dulcinea, este lado sublime de la migraña andante del Caballero de la Triste Locura, un viaje de Cervantes por la Sierra Morena de su propio cacumen, tan escarpado, abrupto y pedregoso. Y así todas las otras, sin excluir a Beatriz, el nombre con el que bautizó Dante Alighieri a su propia neurosis.

II Pero más allá de esas mujeres inventadas, hechas con los adobes de una noche de insomnio del poeta, se encontraban las mujeres de verdad. Las que emprendían una sórdida marcha, que recorrían en caravana por las cloacas domésticas, el lado putrefacto de la sonrisa, el mal olor de lo sublime. Que tenían lista la alcoba y en la alcoba la cama y en la cama su cuerpo para que el hombre saliera a cazar mariposas. Si los hombres de genio, los que alzan una antorcha de neuronas encendidas, logran colgar su nombre y apellido en una de las perchas de la fama, pueden hacerlo porque al pie de su nombre, sosteniéndolo, cuidando con la cuenca de las manos que no fuese a soñar ninguna ráfaga desmoronarle sílabas o letras, se encuentra la cariátide, el Atlas femenino, el regazo de fondo, el sexo débil que carga el universo del esposo, el ángel de papel, el papalote que le regala el cielo a su marido. Una mujer anónima que, después de esconder su propio nombre debajo del tapete, o extraviarlo entre la ropa sucia, o advertirlo quemado por la plancha, no escatima el esfuerzo requerido para tener dispuesto, sin los olores fétidos que arrugan el espacio, sin moscas, sin ratones, sin insectos, sin esa cucaracha que pasea su rama de basura por el suelo, el refugio del héroe fatigado. Mujeres que atravesaban, silenciosas, con sus huellas digitales en voz baja, con su yo derramándoseles por algún calcetín agujereado, una larga 681

odisea de rencor, de fastidio, de rutina. Mujeres que eran el vulgar abono para que el árbol masculino pronunciara sus flores. Mujeres que se las tenían que ver con niños sucios. Con la leche que escurre las burbujas del descuido, con el bello florero de la sala que agrupa un ramillete de ademanes femeninos.

III Pero más allá de las mujeres sumisas que doblegan la cerviz ante el dedo que el patriarca conjuga siempre en imperativo, o que se ven forzadas a transitar una y otra vez el viacrucis de los nueve meses, se hallaban las vagamente inconformes, las de manos que acarician las ideas de convertirse en puños, o las francamente rebeldes, las que están en la cocina calentando el coraje a fuego lento, o que se hallan bordando, en lugar del mantel, una estrategia.

IV El antiguo relato de las metamorfosis femeninas no es aquel de las mujeres de lápiz, las que se paran a respirar en una coma, las que preparan sus valijas antes de unos puntos suspensivos, las que se dedican a amueblar un paréntesis. No son las que se visten con epítetos antiguos, de época, o con las galas exuberantes de tropos versallescos. No es tampoco la metamorfosis de las mujeres sumisas, las que están crucificadas, si no por los tres clavos consabidos, sí por los cuatro rincones de la alcoba. Es la transmigración de las mujeres inconformes y rebeldes. La mujer ignorada que, tras de Penélope o Deyanira, o tras la Beatriz literaria, le contaba las horas a su servidumbre doméstica con el reloj puntual, cargado de un tic tac explosivo, de su bomba de tiempo.

V Como dije en otra edad de mi tinta, Penélope no se queda a limpiar con la escoba la ancianidad del palacio, ni a limpiar telarañas irisadas que en el techo capturan menos moscas que pupilas. No se queda a lavar la ropa sucia, dar gracia a los zapatos de Telémaco y almidonar la fe de que ya pronto volverá su marido, en verdad al mar ido. No se le hace a Penélope, frente a la larga ausencia del consorte, un nudo de su propio tejido en la

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garganta. No se dedica a matar y revivir los gusanos de seda, sino que parte a su propio peregrinar, a su larga marcha de reencarnaciones.

VI En el primer tramo de su viaje, Penélope es una crisálida que se vuelve Margarita. Pero una Margarita que ya no esconde entre sus piernas la ingenuidad, una doncella que ya no se deja engañar por Fausto que, fumando cigarrillos de azufre, se coloca en la lengua, en lugar de palabras, melosas trampas de aire, promesas de blancura, de azahares, de la marcha nupcial que prolonga al infinito la cola del vestido. Una Margarita que ama voluntariamente, que cree manejar a dos manos su instinto de orientación cuando da su almohada a torcer. Y al momento en que Fausto le enciende las entrañas, no vive bajo el cráneo el feto de una culpa, un remordimiento que se le va abultando paulatinamente hasta obligarla, dando a luz su locura, a desnacer, en brazos, a su vástago y escoger el suicidio llevándose el vaso de cristal hacia los dedos y poniéndose el no ser entre los labios. Nada de ello. Margarita opta por el aborto, como dueña de su cuerpo. Como dueña de los sueños, las formas y los gritos de su vientre. Con la matriz en alto como un puño. Sintiendo endurecerse voluntad y pezones. Armando con el clítoris sus palabras más íntimas y bellas, desafiando prejuicios y costumbres. Amputando los testículos cristianos del machismo imperante.

VII Nuevo impulso vital, nueva concentración de latidos, y Margarita se deshoja en Helena. Pero no deja de ser una mujer común y corriente, un ser al que las alas no le logran corromper la vagina. Al encarnar el ideal del máximo tesoro (que engendra un hormigueo — ¡Oh Paris!— en las manos de todos los ladrones), Fausto no le llena las entrañas de porvenir hasta hacer que Euforión, después de conquistar los pañales del oxígeno y de ser alimentado por tanto cielo, termine por huir, extraviarse en uno de los poros caníbales de la atmósfera. No. Helena baja de su pedestal de diosa, de símbolo ideal sin menstruaciones, de perfección completa, cincelada por el demiurgo fálico, para recuperar su hueso y carne, sus glándulas chorreantes de existencia. Para recuperar su pronombre coronado de espinas y su iracundia en llamas. Y sólo después de una vida de lucha, llega a su agonía, a su recta final, a sus palpitaciones congeladas. Al instante, pues, en que la Muerte se aproxima para tomarle el pulso.

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VIII Al reencarnar Margarita, se desdobla en Aldonza Lorenzo y Dulcinea. Aldonza (Helena convertida en campesina, con leche montaraz compitiendo en blancura con sus dientes) es el pedestal de carne, el embrión, el esquema, el borrador para alzar nuevamente la pintura celestial de un cuerpo: de la sede en que, por obra y extrema gracia de Nuestro Señor Don Quijote, del Sagrado Corazón armado con escudos y espadones, encarna Dulcinea, en un cuerpo edificado a base de materiales de alma. Quintaesencia femenina. Helena de las Helenas. Mujer que se evapora hasta la cúspide de los ideales en la catapulta del superlativo. Pero Aldonza Lorenzo se siente, por todo, tan perpleja, que un día, en la tercera parte del Quijote, ahoga entre sus manos, como quien hace jirones un vestido de seda, a la dulce doncella del Toboso.

IX Deyanira, en quien reencarna Dulcinea, después de ocupar doce veces el puesto de la Penélope clásica (pues Hércules juzgaba indigno medir sus fuerzas con el monstruo de la suciedad doméstica), se vengó conscientemente de su cónyuge. Veamos cómo. Un día, Deyanira se llegó, con Hércules, a la orilla de un río: un río salvaje que avanzaba a zarpazos y que carecía de la domesticación de un puente. El Centauro Neso se ofreció a trasladarla. Heracles accedió, no viendo más posibilidad de continuar el viaje que una metamorfosis del camino en Centauro. A la mitad del agua, Neso, todo tacto, asedió el botón de la camisa (el himen de los senos) y lo violó sin importarle los gritos de Deyanira, que salvaron los aires hasta enredarse en los dedos del tebano, llevándolos al arco y a la flecha que salió, paloma mensajera de la muerte, a picotear su gusto por lo vulnerable. Neso tuvo tiempo para entregarle una túnica a Deyanira, todavía escurriente de sangre envenenada. Y antes de morir le insinuó una brujería (colocada en la escoba del engaño): le dijo que la túnica tenía la virtud de animar el amor evanescente. Cuando, mucho después, Deyanira se supo traicionada por su cónyuge (dedicado a sus no menos famosos trabajos eróticos), le entregó la túnica de Neso. La leyenda dice que la mujer ignoraba las virtudes homicidas de la tela. Mas ella en realidad no podía desconocer que una sangre emponzoñada haría que su esposo, después de bañarse y perfumarse, se ciñera y 684

abotonara una hoguera en el cuerpo. Cambió su sumisión por la venganza. Su misión fue realizar sólo un trabajo: anular al señor de los trabajos.

X Eurídice era una ninfa. A diferencia de Deyanira que, antes de vengarse y acariciar la idea de una túnica de napalm, vivió las cuatro paredes de sus obligaciones (sin la llave, el hacha diminuta de la entrada), Eurídice vivía en comunión con la naturaleza. Su cuerpo se transformaba con las estaciones. En el vello del pubis amasaba florecillas silvestres. Tras una lluvia intensa, se le reverdecían las pestañas. Su cabello no era otra cosa que un negro paréntesis de viento. Era además una ninfa propicia a los humanos: a veces, desnuda, con la ropa interior pulverizada hasta el rayo lumínico, se convertía en la rama de algún tronco para colgarle al árbol unos senos y hacer que el peregrino fatigado tuviera sombra y leche. Fiel a su sentimiento por un músico que teje y que desteje pentagramas, no se dejó violar por Aristeo y echó a correr hasta tropezar con un violento y venenoso estado de ánimo de la naturaleza, que aguardaba, con su silencio de cascabeles, a su víctima. Sintió caer entonces paletadas de polvo en sus latidos hasta inmovilizarlos. Dejó en el mundo a lo que más amaba. El poeta que, lira en mano, era capaz de cambiar el derrotero de las leyes naturales. Verdad es que le habían reservado un buen alojamiento en ultratumba, y que ella lo amuebló con su belleza. Mas no es cierto que Eurídice estuviera dedicada a esperar (con los brazos cruzados, como cruzada fiel de la paciencia) la llegada de Orfeo. No es verdad que los dioses de los Hades sólo oyeran los arpegios de la plegaria masculina. Atendieron también a la súplica amorosa de la náyade. Se rindieron a la saliva triste de una ninfa que descubrió la frase hecha de brasas que derritió la cera, la cerilla que clausuraba el paso a los oídos de los dioses.

XI Mas las manos de Eurídice tenían, indolentes, escasez de ademanes. Y al llegar al instante de su cambio, la náyade transfórmase en Quilaztli, la deidad aborigen que no es sólo comparsa del numen primigenio, porque el hombre, el macehual que aprieta con sus dedos su lágrima (y toca el frío así de sus entrañas), tiene que ser diseñado por un dios y una diosa. Por Quetzalcóatl, sí. Pero también por Quilaztli. Un hombre construido a puñetazos masculinos-femeninos, con espermas erectos y redondeces de óvulo. Como Quilaztli engendraba con el vientre y las manos —arácnidas que tejen los designios del cerebro— se le llamaba "la de las tres 685

matrices", la diosa-actividad, la diosa-dedos, que cruza el infinito resanando sus rincones maltrechos y cuarteados. Deidad que desparrama su divina libido por los cielos, su galaxia de hormonas femeninas. Quilaztli y Quetzalcóatl asediaban la pieza a cuatro manos de la creación del hombre.

XII Como mar iracundo en que confluyen arroyos de distintas turbulencias, en Beatriz desembocan las mujeres. Femenina y rebelde, tierna y agresiva, se encuentra en pie de garra contra todo conformismo, contra la sumisión que pretende ocultar, argumentando rosas nauseabundas, el campo de batalla. Beatriz es la conciencia, la voz y el alarido de que a ella y sólo a ella corresponde construir, en el futuro, exactamente la mitad del cielo y deletrear a dúo, desde ahora, el infinito mismo con los hombres.

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CANTO CUARTO: LA PIEL ENDECASÍLABA

I Beatriz es un rosal en que Penélope, Margarita y las otras son las flores que reúne el florero natural de un tallo colectivo. Todas son partidarias de la línea política violenta: cada quien tiene el número de espinas que le son necesarias para armar a su sueño hasta los dientes. Es cierto que cada una está rodeada, halo de identidad, por su propio perfume, por la forma muy propia de cambiar los estados anímicos del aire. Mas todas son Beatriz, en todas se halla la piel endecasílaba de la amada de Dante. Todas tienen el vientre, la matriz, la vagina indispensables para alumbrar en ellas a ellas mismas, para hacer que la rosa pisotee su propio marchitarse y ahogue entre las manos su ser un ornamento, un adjetivo, la muñeca de pétalos rizados a mitad de la casa. Todas están en cinta de sí propias, todas van hacia el parto, el florecer de su persona. Nadie, de sí misma, decidirá abortar pues su placenta se halla de agua bendita conformada. Beatriz está en Penélope y Helena. Sonríe, llora y ama en Dulcinea sin perder uno solo de sus pétalos de su yo en esa síntesis. También está en Quilaztli y Deyanira 687

y asimismo conjuga en la primera persona de unidad su ser en todas; mas también se halla Eurídice en Beatriz y todas las demás también se encuentran en la flor de las flores, en el curvo regazo en pie de parto. Beatriz es un jardín y es una rosa. II Beatriz tiene las manos de Quilaztli, las piernas de Penélope y los senos eólicos de Helena. Su cuerpo es un congreso de mujeres. Sus ovarios, el sitio en que organizan su terapia de grupo las hormonas femeninas. Su voz es la confluencia de multitud de idiomas; pero sin confusiones: sus vocablos, cargando en sus espaldas su sentido, perciben con desdén, sobre los hombros, los monederos falsos. El corazón, de Eurídice: la sangre de ultratumba, negrísima, en las venas; pero la decisión inquebrantable de hallar el pasadizo de un poeta para darle cabida en sus pulmones nuevamente al oxígeno. Beatriz se hace al camino, a la odisea por la dulzura, siendo Dulcinea. Es también Margarita. Pero una Margarita que, rebelde, logra autodeshojarse la inocencia y rodearse de espinas a la espera de las trampas de miel para su tacto. Como Aldonza Lorenzo, tiene el mapa para encontrar un ángel. Beatriz es la mujer de las mujeres. Eva del nuevo mundo. Mujer que le ha encontrado a los fantasmas sus plantas de algodón, de barro blanco.

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III En un hotel de mala muerte puede ocurrir un milagro. Puede un poeta un gran poeta tomar a Beatriz del talle pagar una módica suma por un cuarto subir los escalones respirar muy hondo y entrar al cielo. En un hotel de mala muerte pueden Dante y Beatriz destruir a dentelladas el amor platónico pueden llenarse de insectos azulísimos los ojos salir a cazar tacto salvaje y sentir la noche oscura del cuerpo incendiada de cocuyos. Pueden hacer a un lado la historia los tercetos el cristianismo pueden verse provocativamente correr a toda velocidad hacia sus manos lanzarse al precipicio de la cama. En la silla la ropa descarnada de los dos se confunde. Las mangas de la camisa rozan lujuriosas el corpiño y las medias. La camiseta enredada en las bragas alcanza una alta cifra de excitación y en los pantalones que cabalgan en las faldas es posible escuchar los jadeos de la tela. Beatriz siente de pronto en la epidermis en el cuello en las piernas en la corteza cerebral que a la vuelta de la sábana tropieza con Ulises. Que el beso incandescente que le inflama los bordes del asombro la convierten en Helena o Deyanira. Que la eyaculación galáctica proviene de Hércules. Que ella es Dulcinea o que él es Quetzalcóatl o que ambos o que ninguno 689

o que todos están en esta cama viviendo y encarnando los amores terrenales de Dante y de Beatriz que en un hotel de mala muerte pudieron tras de pagar una módica suma por un cuarto subir los escalones respirar muy hondo y entrar al cielo.

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CANTO QUINTO: LA ESTACIÓN TERMINAL

PROEMIO Dante es al mismo tiempo la poesía y el poeta el género y la especie la humanidad y el individuo que padece de jaqueca. El lago y el conjunto de riachuelos que deciden unirse para tener la catedral sumergida con todo y sus creencias. Es Ulises y es Fausto. Es Don Quijote Heracles y aquel músico que descompone los infinitos trabajos de la Providencia sólo con una cítara. Es también Quetzalcóatl el Diógenes Tolteca que en compañía de la linterna cósmica salió en pos de "los huesos preciosos". Es la síntesis la unidad el no dejar nada por fuera. El ente que ha de ser distribuido equitativamente entre todos los humanos. 691

Es el resultado la meta la corona de todos los esfuerzos. El aullido que se puede construir a fuerza de murmullos: de gritos emanados de la boca cerrada.

I. DANTE EN EL MAR EGEO Dante, el nómada de ultratumba, calzando botas de cuero entretejido con infinito húmero de leguas, llevando sobre el hombro una elástica alforja para ir atesorando los sucesos, armado con un báculo para apuntalar su verticalidad, moviéndose con combustible de tercetos, camina en el espacio, aunque sea la atmósfera negra, corrompida, cancerosa del otro mundo. Interroga al cuadrante de la astucia, consulta a las entrañas del instinto de orientación que le dejara un día su madre entre las manos. Desde su viaje antiguo en la placenta, sabe viajar por mar, sabe tomar la rosa de los vientos y evitar sus espinas cardinales. No pocas veces ha visto brotar entre las olas la mano de Poseidón retándole a jugar a las vencidas. Mas de Escila en Caribdis avanzando logró Dante por último deletrear poco a poco su odisea. 692

Y la laguna Estigia fue tan sólo un incidente líquido con una voz ahogada e inservible para prohibirle el paso. Un día, cuando su nave atracó en la ciudad de los Cimerios (tierra tan caliginosa que los hombres, "entre nieblas y nubes", guardaban en sus cajas fuertes uno que otro rayo de sol), Dante tuvo su primera incursión en el infierno. Imaginándose perder para siempre, con Itaca, con su viejo terruño de los brazos abiertos, su propia razón, cavó en el suelo un hoyo "con un codo por lado" para abrirle una puerta de emergencia al otro mundo, y saber, de Tiresias (el hombre que lucía como lengua un pequeño bocado de futuro) qué vereda tomar en el desierto de sus estados de ánimo y hacia qué zona, rumbo, mar, corriente pescar, entre dos puntos, la más corta de las líneas, la línea devorada por las fauces saladas de Neptuno. Preparó libaciones y hecatombes. Primero de aguamiel, luego con vino y la tercera vez con agua pura, más transparente aún que el vidrio arrepentido hasta ser aire. Degolló varias reses sobre el hoyo, "corrió la negra sangre" y al momento salieron del Erebo los difuntos: doncellas y mancebos, ancianos y varones. Y bebieron en ella hasta adquirir la efímera silueta que vivía el tiempo de una plática, de una conversación con Dante vivo. Y pudo hablar, así, con varias sombras: con su madre Anticlea, Agamenón, Aquiles, Ayax y otros. Habló también con Hércules (que estaba en el infierno por haber descendido, como Dante, 693

a la parte más negra de su audacia) y hasta oyó de sus labios: "¡Ah mísero, sin duda te persigue algún hado funesto, como el que yo sufría cuando estaba bajo el rayo del sol!". Hércules, un hermano en el destino. Otra forma de ser también de Dante, otra manera, en fin, de tocar a las puertas del Averno. Y también se pasó conversando un buen tiempo con Tiresias, hasta hallar, en el mapa de su lengua, perdida en un oleaje de saliva, tejiendo y destejiendo su Penélope la Itaca extraviada, su sueño hecho de muros y de calles, el lecho más mullido que existía en todo el universo. Después de recorrer los galerones que exhiben los suplicios, sistema carcelario imaginado por la parte satánica del Hacedor Divino, Dante va al Purgatorio, vía al Cielo, y halla en él un paraje de fría beatitud, el producto tal vez de una descompostura en las instalaciones amorosas de la felicidad. Nómada de ultratumba, no utiliza una nave, un caballo de posta ni la túnica aérea de Mefisto. No atraviesa el allende en un patín de Dios ni en un auto de cien arcángeles de fuerza. Usa sus propios pies. Y tiene acaso de bordón a Virgilio. En medio del camino de la vida deja, además, la Itaca del mundo para satisfacer su hambre de espacio de ese hueco que lleva en el estómago, 694

aleteando y aleteando sus tres dimensiones.

II. EN EL CONVOY DEL TIEMPO Y también el poeta, como viejo pirata de los tiempos, se lanza al abordaje de un segundo, que navega en las sales del peligro (con el mástil izado y el velamen entrecruzando piernas con el viento), para hallar un porvenir que sin cesar descubre los fósiles de días ya pasados. ¿Que Caronte se opone? ¿Que quiere darle vueltas y más vueltas a la guardiana llave del portón agresivo del Averno? A Dante no le importa, porque puede cruzar el Aqueronte usando a Mefistófeles de vela. Va, entonces, desde el mundo (del tablado en que eleva la voz perpetuamente un coro de relojes, y en que entona las partes de solista la nada) hasta la eternidad doliente, donde el Cancerbero, —aullando su "quién vive" entre colmillos que arrojan a las carnes del que escucha al callejón de un miedo sin salida—, le impide el paso a Cronos y hace que la palabra muerte quiera significar ahora nacimiento y el estertor final la primera vocal desgañitada que inicia la existencia. A veces se desplaza en un vehículo rápido y envidiable: se trata de la túnica,

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del manto volador de Mefistófeles. Y cuando Dante inquiere: "¿Cómo saldremos, pues, de casa, dime? ¿Dónde tienes caballos y lacayo? ¿Dónde está tu carruaje?". Su demonio custodio le responde: "Simplemente extendemos este manto y con él por los aires cruzaremos". De este modo, movido por turbinas de azufre, y por las hélices poderosas también de los milagros leprosos de Satán, Dante fue del pequeño al grande mundo, de la sencilla vida cotidiana al helénico mundo así llamado por servirle de marco a la hermosura corrosiva de Helena. Tuvo entonces negocios de nuevo con el Báratro. No descendió a los Hades; no le fue indispensable, poseyendo, como sólo lo logra un poseído, el infierno a la mano, hallándose de hecho en la antesala del mundo en que las víctimas reciben el castigo de hojear para siempre su propia pesadilla o encontrarse amarrados a su propio suplicio con el pequeño laberinto rubio del nudo que vislumbra, a pesar de ser ciego, la manera de soldar, con un buitre a la medida, las culpables entrañas de los reos.

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III. POETA Y CLAVILEÑO Para Dante el infierno no es un páramo aislado, una ínsula de pecadores, un campo de concentración de lágrimas. Para él, el infierno está poseído por el don de ubicuidad. Y así, si alguien tiende sus redes a una pila de agua bendita puede pescar algunos aleteos de azufre. Y así, en las más gélidas hostias hay sospechosas calorías y así, en un jirón de incienso es posible aspirar alguna ráfaga del smog crematorio de la Ciudad Doliente. Dondequiera Dante vuelve la mirada ve una tierra ganada por demonios, un infierno de cinco continentes. Pero se halla también en disposición de marchar hacia el Infierno sepulto, la inmundicia moral que las deidades tuvieron que ocultar bajo la tierra. Sancho Panza le dijo: —"Señor, el diablo se ha llevado al rucio. — ¿Qué diablo?— Preguntó Dante. —El de las vejigas— Respondió Sancho. —Pues yo le cobraré — replicó Dante — Si bien se encerrase con él en los hondos y oscuros calabozos del infierno". Además, descender a la cueva de Montesinos, yendo con una cuerda a las profundidades del propio cerebro, era bajar un poco al mismo Tártaro, pues el encantamiento de Montesinos, Durandarte y Belerma fue realizado por Merlín, aquel augur que mezclaba en una redoma las leyes naturales, 697

"aquel francés encantador que dicen fue sucesor del diablo", como pudo escucharse de los labios enflaquecidos de Dante. Si la línea más breve entre la intención de entregarle el poder a la justicia y el descubrimiento de los pies de barro de un coloso maléfico cualquiera, es la línea recta, la rectitud moral cabalga en Equidante llevando una armadura atestada de polvo enamorado. Dante siente el cosquilleo, que sube desde las pezuñas cristianas del rocín hasta la corteza cerebral de su propósito, de desfacer los entuertos de ultratumba, de los sentenciados, de los aplastados por el rigor azul del cielo, de los castigados en el Orco, hacia quienes el verdugo general del fuego, encapuchado de humo, levanta una cuchilla ante cualquier idea de salvación que pretenda alzar cabeza. A veces, Dante ha echado mano de excelente vehículo. Se llama Clavileño, alazán de madera introducido en la Troya atmosférica. Aunque luce pezuñas soldadas al terreno (como un Anteo equino que rehusara los pies a favor de las raíces) se desplaza, pulsando la clavija de la imaginación, de un confín hasta el otro. Por eso Dante (montado en Clavileño) dijo: "sin duda alguna, Sancho, que ya debemos llegar a la segunda región del aire, a donde se engendra el granizo o las nieves. Los truenos, los relámpagos y los rayos se engendrarán en la tercera región, y si desta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, 698

y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos". Para Dante el infierno estaba poseído del don de ubicuidad. Incluso al ir sobre Clavileño, acercó su nariz al otro mundo. Y retuvo la nada en los pulmones.

IV. LOS TRABAJOS MORTUORIOS Y también Dante se ajusta su propia fuerza, su vigor divino, su ser convertido en fortaleza, como el de Aquiles en la pequeña Troya de su cuerpo. Y lo hace para realizar sus trabajos mortuorios: comprender a la víctima que sufre el torniquete de su propio pecado, soliviantar al lumpen, la bandera de andrajos del infierno; hacer que las hetairas se organicen, orientar a los amantes a la guerra de guerrillas en parejas, descubrirles, en fin, a todos los sentenciados que el fuego no les ha podido incinerar los puños. Dante es un poeta musculoso, capaz de estrangular entre los brazos de un endecasílabo al león de Nemea. O hacer que los ladridos del Cancerbero huyan, afónicos, la cola del silencio entre las piernas. Tras de haber alcanzado a la cierva de los cuernos de oro, una testa de cuernos de abundancia, Dante muestra ser un gran corredor. Cada pie suyo va como alma que lleva el diablo. Todo músculo, Dante es capaz de hacer que el juicio final sea enderezado al fin contra la misma providencia.

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V. BEATRÍDICE Dante pulsa también la lira de los más arpegiosos consonantes, y va, con su música de brazos, por el espacio y el tiempo, tras la Eurídice recreada en el molde de una materia gris que sabe tararear el infinito; sale en pos de Beatrídice, en pos de la mujer robada por quién sabe qué designios divinos. Sabe que a toda arbitrariedad incomprensible se le bautiza con el nombre de Osiris, Zeus Cronida, Divina Providencia u Ometeotl Primigenio, deidad entregada a la creación de mayúsculas y a amueblar por primera vez el mundo. Anota su iracundia en pentagrama. Dobla su rebeldía hasta brindarle la forma de una cítara. Y se pone a tañerla, a sacarle sus trapitos al sol, cuando se halla afinada en audacia mayor. Y entonces puede adormecer temores y reservas, probarse unas sandalias de ultratumba y hacerse al más allá como quien viaja a su temeridad acompañado por la brújula honrada que delata los monstruos cardinales que le acechan. Ahora Dante no emplea para trasladarse un carromato, ni sube, sobre Clavileño, Rocinante por fin quijotizado, a la pizca de algodones. Nunca fue el timonel que al encontrar la ruta convierte en agua dulce la salobre. Su vehículo fue la lira eólica, su música le abría puertas, ánimos, sueños, perplejidades, 700

desarmaba cerrojos, distraía distancias.

VI. BROCHAZOS DE SUEÑO Y Dante fue también de Tula hacia Tlapallan. De la Tula del mundo, cuando no era Beatriz sino espejismo, un charco de agua bendita en el cerebro, hasta el Tlapallan del allende. De la Tula en que Beatriz se hallaba conformada con letras esfumables, con brochazos de sueño, al Tlapallan fundido con Mictlán, el mundo en que los entes son olvidos encarnados. País hecho de rojo, de la sangre de todos los que mueren; semáforo que indica al peregrino que ha llegado el momento de su paro cardíaco.

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CANTO SEXTO: EL ASEDIO AL CIELO

I. A UN PASO DEL CANCERBERO Un viaje al más allá requiere una cabeza muy bien puesta en su sitio, la lanza en astillero de un valor a toda prueba, puños que se enarbolan para mostrar el tamaño de los propios testículos, un racionamiento de las palpitaciones, tronarse los dedos clandestinamente y avanzar, firme el paso, proveyendo al cayado de anteojeras. Se requiere también un poeta de la guarda que sea el cronista de la historia verdadera de las cosas sin historia. Y un boleto de ida y vuelta, comprado en los andenes del peligro, de un viaje acompañado de su arrepentimiento. Acercarse a Caronte, con el óbolo en la mano, sin regatear el precio de la entrada a la Ciudad Doliente.

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II. LOS SUPLICIOS El suplicio colectivo en el Tártaro es el tiempo: cada quien se halla aguijoneado por el Tábano de la eternidad. Cada quien deletrea enloquecido el infinito y mastica y mastica su blasfemia. Hay parpadeos que duran todo un siglo. La crucifixión es, en el infierno, el pan nuestro de todos los días. Sísifo rueda sin cesar una obcecación hasta la cúspide del desengaño. Famélico y sediento, Tántalo vive en el vergel el agua que envenena la distancia y en que los frutos se hallan infestados por los gusanos de la altura. Prometeo, con la palma de la mano incinerada, lleva el hígado expuesto a la voracidad aérea de un demonio. Las danaides descubren la forma licuada del movimiento perpetuo, y aunque intentan ayudar a su faena ensartando sus lágrimas hasta formar una cascada, padecen de una aflicción sin fondo. En otro de los círculos, el idólatra, el que adoraba mendrugos de divinidad, construye y reconstruye eternamente la catedral de arena de un fetiche. El excéntrico, el heresiarca, todos los que en su vida terrenal se hallaron endemoniados por su afán rebelde de colocar un hasta aquí de pólvora a la mitad de la manada, se encuentran en el potro o en el cepo, en el garrote vil, en la asfixia que vuelve a los pulmones pordioseros de oxígeno, o en la flagelación, cilicio en ristre, que vuelca una hemorragia de quejidos. 703

La inquisición no fue, sobre la tierra, sino el avance, la caricatura del mundo rutinario del infierno. El hereje se encuentra amarrado al suplicio delicado de una gota bendita que arroja sin cesar sobre su cráneo segundos cada vez más dolorosos. Su castigo consiste en soportar que en pequeños pedazos se le venga el cielo a la cabeza poco a poco los siglos de los siglos. Aquí los torturadores, los verdugos parece que creyeran que inexorablemente los castrados terminan por cantar. Golpean a sus víctimas, salen en pos de las llagas en el vientre, de las contusiones en los muslos, del absceso en la resistencia. No pegan nunca en el rostro pues el suplicio debe ser disfrazado trabajando en secreto en los riñones, desordenando las entrañas clandestinamente.

III. CONFLICTO ENTRE POETAS Dante volvió la mirada hacia Virgilio y lo vio conformista, hablando bucólicamente, sin lanzar un grito, sin decir esta gota de saliva es mía, describiendo las torturas como un guía turístico, como el locutor oficial que repite un texto aprendido de memoria, mientras tiene como fondo un himno nacional cualquiera. Le reclamó su proceder, le invitó a discutir sobre la función de las palabras, ya que a todo escritor, antes que nada, se le exige escribir, de puño y letra, 704

no sólo sobre el tema de su letra, sino también del tema de su puño. "Tus palabras —le dijo— son flores que padecen de enfermedades ocultas". "Orquídeas, tulipanes, floripondios castrados de perfume". "Callan más de lo que dicen y en medio de su ruido, tienen tratos ignominiosos con la mudez. Son palabras, entonces, que se muerden la lengua de una sílaba, de un giro verbal, de un adjetivo que haría del discurso una denuncia". "Tus palabras son un viaje sin retorno, una eneida leprosa, que va, no a la conquista del vellocino de oro, sino del oropel de la retórica, la más desvergonzada de las formas de orquestar el silencio". Virgilio protestó. Pero Hércules el florentino, el poeta musculoso, se plantó frente a él con un duro ya basta a flor de labio. Y comenzó la lucha. Lucha cuerpo a cuerpo, sombra a sombra. "Abrazáronse pues los dos, y luego —humo anhelando el que no suda fuego— de recíprocos nudos impedidos cual duros olmos de implicantes vides, yedra el uno es tenaz del otro muro". Pero Dante era Heracles el tebano, el flechador del sol cuando, iracundo, sentía que sus hombros se incendiaban, y en su mano ocultaba los secretos para agitarla puño, mano fuerte, que esconde en sus entrañas la victoria, con la combinación, el pegamento 705

que la iracundia esparce entre los dedos. Y Dante prosiguió su viaje solo.

IV. LOS VERDUGOS En el siguiente círculo se hallaban multitud de demonios, que ejercían el crudo despotismo de la peste tras el heraldo gris de la epidemia. Scarmiglione, arrancando cabellos para sintonizar los aullidos que más le complacen. Graffacane también. Y Libicocco con el deseo ardiente, con la drogadicción de la tortura y apretando las tuercas de un suplicio cualquiera para hacer el amor con los quejidos. Calcabrina (que pisa el rocío) apachurrando lágrimas o chapoteando en las húmedas almas de los ebrios, insinuando, falaz, el pronto arribo del agua prometida (consagrada por algún ademán omnipotente) capaz de dar al traste con el fuego. Allí estaba Cagnazzo, el perro malo, el que busca los huesos enterrados por él en cualquier carne, el que arroja mordidas o puñados de vidrio en el menor recuerdo de epidermis que logran los espíritus. También Ciriatto, el de los grandes colmillos, puñales continuados indefinidamente por hilos de saliva, el que corre en el infierno como un rinoceronte "que cuelga de la percha neurótica del cuerno todo su repertorio de corajes". Farfarello, Alichino y Malaconda. Malaconda y su cola maldita, un látigo que se reproduce en las pequeñas víboras de dolientes cicatrices 706

que corren lentamente por el cuerpo. Y también Barbariccia, el de la barba erizada, que abraza amorosamente a los condenados para llenarlos de espinas. Barbariccia, un erizo meloso que pasea su amenazante amor por el infierno. Por último, el inflamado Rubicante, uno de los demonios crematorios con un fuero mayor de estos sitios. Un demonio que es él, él solamente, toda una instalación eléctrica. Este puñado de espíritus malignos eran los funcionarios del azufre. Formaban el estrato celestial del Báratro. Y más arriba, sólo los demonios mayores: Minos, Plutón, Mefisto. Cada uno estando al frente de diverso ministerio del suplicio. Y Luzbel, finalmente, que devora a Judas Iscariote, saboreando la traición para siempre...

V. ÁNGEL SIN FE DE ERRATAS Era un ángel tan bello tan inconmensurablemente inteligente que sólo padecía el defecto de no ser Dios. Rociaba sus axilas con el perfume de lo sublime y se guardó de eructar en público durante siglos. Realizaba discretos milagros no demasiado espectaculares milagros caseros milagros hechos sobre la rodilla. Erguido en la columna vertebral de su soberbia un día dio de pies a boca con la palabra Basta. La metió entre sus labios y se puso a rumiar allá entre muros la goma de mascar de su destino. Creyó que la misericordia 707

era el talón de Aquiles de los cielos. Y a la hora de tocarle el hombro a la pólvora para despertarla a la hora de torcerle el brazo a lo imposible a la hora en que esperaba inútilmente que lo perfecto diera un paso en falso sobrevino la derrota las manos convirtiéronse en muñones y tomó la palabra el precipicio. Era un ángel rebelde tan hermoso tan comprometido con el humo los añicos o el tiempo apresado como un insecto más por la araña en su tela. Era pues impoluto ángel sin fe de erratas. Mas la clepsidra dijo un mar entero. El calendario fue flor deshojada por manos cada vez más temblorosas. ¿Y el ácrata del cosmos, el altivo que hizo temblar a lo perfecto un día? Lucifer, combativo en otro tiempo, terminó apoltronado entre sus alas. Diciendo, como en Goethe: "De tiempo en tiempo pláceme entrevistar al viejo, y me cuido muy bien de enemistarlo. Es una linda cosa, que todo un gran señor platique humanamente con el mismo demonio". El ángel en el pozo cambió su rebeldía por el orden el puño por los trámites la pasión destructora por el uso de ese tiempo verbal imperativo que acaba siendo cetro y el caos a dos manos levantado por un feudo mezquino donde él es un tirano que disfruta los cantos gregorianos del rechinar de dientes. 708

VI. EN PIE DE LUCHA Todas las formas de lucha y en especial la lucha armada. Todos los pronunciamientos, las conspiraciones promovidas cuidadosamente, more geométrico, sin permitir a los imponderables desordenar la gesta libertaria. Todas las formas de lucha. La conjuración de Catilina, la técnica de los golpes de mano, la ciencia de los puntos enfermos de todo despotismo, los motines, las guerrillas, los sueños, la larga marcha, la sabiduría, en fin, para dar con el pasadizo ignorado que lleva hacia el poder en menos que canta una bomba de tiempo. Todas las formas de asedio conocidas en el mundo y que arrojan cubetazos de anemia en las murallas fueron hallando espacio lentamente en el orco. Élite dominante, la diabólica. Cada diablo tenía una manera especial de tortura en propiedad privada. Pero los victimados hacían trabajo clandestino: el infierno estaba sembrado de catacumbas revolucionarias donde hasta la misma pólvora se hallaba militando. No había, desde luego, discursos incendiarios en los líderes. Y la pasión de las víctimas tampoco se inflamaba. Les repugnaba el fuego, el fuego fénix, que eternamente renacía de la agónica placenta de sus propias cenizas, les repugnaba el fuego y hasta hubieran corrido a pisotear una luciérnaga. Sus discursos eran más bien fríos y exactos. Eran piezas que, como la hormiga de la precisión, iban al grano. Llevaban cartucheras de argumentos. Lanzaban a lo lejos granadas de denuncias. Las víctimas muy pronto conocieron las torturas ajenas. Y las almas en coro fueron despellejándose de todos sus temores.

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VII. EL SIMÚN DE LA AUDACIA Se diría que en el infierno los días que se suceden son tan iguales unos a otros que la noche no parece hacer otra cosa que copiar al carbón un día tras otro. Mas esto es tan sólo una apariencia, algo urdido para los ojos, para los ojos que hacen de sus pupilas arrodilladas creencias de todo lo observado. La conspiración de los iguales, los tejedores de sueños de Lyon y de Silesia, los cartistas que desde su barricada de papel izaron en las astas su gritería de trapo. Los comuneros que tuvieron la soberbia ambición de asediar al mismo cielo con el puño colectivo, lo primero que ha de socializarse en el combate. Todos se hallan aquí. Los pobladores no son sólo Paolo y Francesca, Giani Schichi y Ugolino. Los rebeldes, los heréticos conspiran sin fatiga. En pie de odio lo hacen todos, como bombas de espacio contra la eternidad. El rechinar de dientes deja de serlo por el dolor para serlo por la iracundia. En el infierno empieza a gestarse el simún de la audacia, la tromba de perder el respeto, el cataclismo, y su jauría de grietas, del atreverse.

VIII. EL ENEMIGO Las víctimas alzaron la voz. Si en los delitos comunes —discurrieron castigar es deleznable porque los jueces padecen permanentemente la miopía ante causas escondidas, castigar eternamente es producto de una materia gris ennegrecida 710

a fuerza de sus malas intenciones. La divinidad y sus agentes (burócratas alados que poseen pasaportes para acceder a lo perfecto o demonios entregados a labores carcelarias) merecen, ellos sí, un ejemplar castigo: ponerles los grilletes de la nada o atarlos a una estaca con un cordón de azufre. No cambiaremos de demonios ni de dioses no le daremos luz verde a quien lleva en las nalgas siempre el sueño de un trono. Nuestra lucha no es sólo contra tus criaturas, Rey eterno. Ni contra las que tienen su sexo bajo siete llaves, y vuelan, distraídas, silbando cánones a dos pulmones, ni contra las brutales que huelen a incienso en las axilas, que empollan ramilletes de testículos y cargan en sus hombros la lujuria. Nuestra lucha es contra ti, contra tus hostias y su sabor a nada. Ahogaremos entre los brazos la fe como Hércules lo hizo con la culebra aquella que penetró en su cuna para arropar su veneno junto al héroe o como Don Quijote lo hizo con un descomunal gigante que para huir, amedrentado, supo convenirse en molino de viento. Nuestro fundamental principio es éste: cortarle las venas a la fe. A la fe del carbonero que no ha llegado, en sus arenas, ni al oasis de un breve silogismo y también a la del culto, del hombre que reza en todos los idiomas, y pone la sien para dormirse en la Suma Teológica 711

de aquel que pretendió introducir el caballo de su corazón en la Troya del cerebro. Sabedlo, ángeles y demonios, nuestra lucha persigue conquistar el poder en este oscuro páramo. Y después, tras de acuñar la consigna de "todo el poder a los puños", levantar al infierno contra el cielo. Para acabar, así, al resquebrajarse los dos polos, el mundo de ultratumba. El más allá se encuentra condenado.

IX. LAS CLOACAS DE LO SANTO Y LA VICTORIA Una vez que hayamos tomado el poder en el infierno y que podamos limpiar con la escoba los añicos que sobren del demonio, una vez que las víctimas de ayer, cada una con las manos esposadas por su propio pecado, tomen la iniciativa, el vericueto racional de la estrategia, instalaremos una batería aérea todopoderosa, capaz de derribar al mismo cielo. Nuestro programa mínimo: apagar con un diluvio a la ciudad doliente. Y el máximo: arrasar con un incendio el cielo. Y en todo ello: testículos y ovarios con conciencia de clase. Dante y Beatriz dicen a dúo: dinamitaremos la fe, los pilotes de la altura. Pasaremos por las armas a los ángeles. Tomaremos por asalto la fortaleza medieval del paraíso. Como el agua (el cuerpo de la prisa) se escabulle por el hoyo del estanque, huirá el más allá por nuestra nueva concepción de las cosas. Los símbolos, como cirios, comenzarán a derretirse, las campanas empezarán a llamar, los domingos, a la incredulidad de las siete o de las ocho. Las pilas de la iglesia tendrán agua bendita putrefacta. Dios amanecerá descompuesto. Una flotilla de arcángeles y querubines 712

extraviará su tren de aterrizaje y se estrellará en las cumbres de la duda. Todas las biblias sentirán que sus palabras se desvanecen o pierden el sentido, o padecen un cáncer en una de sus letras. Mientras las pruebas de la existencia de Dios serán crucificadas, desclavaremos las manos y los pies del divino anticristo de la naturaleza. Destruiremos las cámaras de incienso. Exaltaremos, para desecarlas, las cañerías de lo sublime, las cloacas de lo santo, las aguas negras de la divinidad. Y avanzaremos. No dejaremos piedra sobre piedra del más allá. Serán los estertores de ultratumba. E hincarán en los restos del allende las larvas del no ser sus dientecillos hasta que no le quede un hueso que roer a la memoria.

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TERCERA JORNADA: PUEBLO SIN DIOS

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EPÍLOGO Una tribu que ha olvidado la manera de ponerse de rodillas. Una tribu sin sagradas escrituras ni más hostia que la oblea terrenal de la saliva. Una tribu que ha dejado de ostentar sobre su pecho el crucifijo de su dogma. Una tribu que extravía en los cajones de lo antiguo las blasfemias y plegarias que ahora encarnan el color amarillento del desuso. Una tribu que ha olvidado la manera de asestar golpes de pecho a cada culpa y encarnar en uno mismo la campana que repica y que convoca al oficio matutino del honesto comportarse cotidiano. Una tribu sin deidades ni fetiches, sin brindarle santidad a los temores, sin sentir dentro del cráneo que un fragmento del cerebro, la región de las creencias, coloniza a los restantes. Una tribu de pulmones y de sienes, de pronombres que han trocado soledades por ventanas. Muchedumbre que al vivir cualquier peligro ya no suelta las pupilas hacia el cielo, ya no eleva dos preguntas parpadeantes, ya no busca en sus rodillas emplomadas 715

la respuesta. Una tribu que más bien se pone entonces a buscar sus ademanes, a quitar polvo a sus músculos, desnudarse de los miedos, transmitirle a las falanges y nudillos de su audacia las señales del arbitrio. Una tribu que renuncia a persignarse, a grabar sobre su frente el sagrado jeroglífico custodio. Una tribu en que las almas son castillos mas castillos amueblados sin espectros. Una tribu que ha olvidado la manera de clavarse de rodillas, y que guarda entre las manos el ovillo del coraje, las antorchas, los relojes y las uñas de los pies enamoradas de la meta, que conforman su futuro. Una tribu de individuos que caminan hasta dar con la vivencia, el universo y el instante en que, aleluya, las personas ya no sufran como bestias aunque lo hagan por los siglos de los siglos como humanos.

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