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Poesía quechua y pintura abstracta A propósito de una exposición reciente de pinturas de Szyszlo
Poesía quechua y pintura abstracta A propósito de una exposición reciente de pinturas de Szyszlo1*
Emilio Adolfo Westphalen
Publicado originalmente en Revista Peruana de Cultura, Lima, N° 2, julio de 1964, 102-118. Reproducido con autorización de Inés Westphalen Ortiz. *
ISSN: 2410-1923
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Nota introductoria Odi Gonzales1*
Con la sobriedad, rigor, limpieza y precisión con que acometió su poesía, Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1911- 2001) urdió este singular escrito sobre la serie pictórica que el artista Fernando de Szyszlo plasmó inducido por la elegía quechua Apu Inka Atawallpaman, que deplora la muerte del «último Inka» y presagia la extinción de su reino tras la ejecución del monarca. A inicios de los años sesentas del siglo pasado, Szyszlo realizó en Lima la exposición de esta serie que suscitó expectativas y controversias en el público; en la crítica cundía la incertidumbre.1 Y ese resquemor de los eruditos es lo primero que señala el autor de las Ínsulas extrañas. Según Westphalen, la interrogante de los críticos era: ¿cómo un pintor abstracto y moderno podría haber plasmado en el lienzo un pieza dramática nativa, un texto quechua del periodo colonial, sin haber cedido o hecho concesiones en su trabajo pictórico? Ahora mismo la interpelación es válida, más aún cuando el runa simi, lengua esencialmente minuciosa y de acciones concretas, concilia parcialmente con sus traducciones castellanas, pródigas en abstracciones y conceptos. Es de suponer, entonces, que plasmar esa dicción concisa a un lenguaje pictórico abstracto conlleva una operación aún más compleja. Westphalen señala que Szyszlo resolvió esta contienda con tenaz creatividad y simetría, sin concesiones ni apasionamientos históricos. Por otro lado, la relación del gran pintor peruano con la poesía no se inicia con la Elegía quechua; trabajos anteriores dan cuenta del influjo de Rimbaud o Breton, manifiestos en los catálogos de sus primeras exposiciones; así como una serie de litografías que Szyszlo dedicó a Vallejo, en París (1950). Como ocurrió con los poetas mencionados, Szyszlo se sintió desgarrado, conmocionado por la fuerza dramática y la belleza del poema quechua que, en la traducción castellana de Arguedas, no mermó ni condicionó la soberanía del artista plástico «con nostalgias pasatistas» o filiaciones de color local, como temían los críticos. Por lo demás, Szyszlo siempre admitió la gravitación de las culturas prehispánicas y de los clásicos europeos * 1
New York University, USA.
[email protected] «En 1962 yo hice una exposición en el Instituto de Arte Contemporáneo, que era una serie de cuadros sobre el Apu Inka Atawallpaman. Eran trece cuadros, que tomaban versos del poema, que más o menos era pintura abstracta. El poema es tan moderno, a pesar de ser tan antiguo, que se prestaba», señala Szyszlo en una entrevista concedida en 2005 (cf. Gonzales, 2014, p. 25).
en la heterogénea configuración de su obra, y eso lo remarca Westphalen: «Szyszlo se ha sentido atraído por la elegancia sombría y mitología cruel de las telas de Paracas, por el increíble dinamismo expresivo de un Rembrandt, o por el violento colorido romántico de un Tamayo, pero esas lecciones y muchas otras se han diluido tras una plétora de experiencias, ensayos, obsesiones, repulsiones y, decantadas, se han abierto y florecido en la imágenes peculiares de su pintura». Si bien el poema quechua recrea un hecho histórico; no son los acontecimientos concretos lo que Szyszlo decanta y traslada al lienzo, sino «la actitud del poeta [quechua] frente al enigma de la muerte y la adusta y amarga soledad de los condenados a “errabunda vida”». La complejidad de la construcción del poema quechua es asediada por Westphalen a partir de un aspecto esencial del idioma andino: el carácter aglutinante que procura sinnúmero de palabras y significantes, sufijos que se van sumando a un solo radical; despliegue que, sin duda, hace más compleja e inasible la traducción de un poema que ya, de por sí, es ardua. Westphalen dice al respecto: «Desgraciadamente, a quienes no conocemos el quechua nos está vedada una apreciación cabal del poema. Las diversas versiones más confunden que esclarecen la interpretación». De hecho, la traducción de Arguedas (1955)2 de la que Westphalen se sirve para su análisis, es más fecunda que la de JMB Farfán (1942) y la de Teodoro Meneses (1957), y aunque el maestro Westphalen lamente no hablar el runa simi, su clarividencia y agudeza le encaminan a internarse en los 138 versos del poema e interrogar la urdimbre que los rige en su versión original. Con acierto, Westphalen señala que el poema no exalta la muerte de un individuo, por emperador que sea, sino la de un caudillo elevado a la altura de una deidad.3 Hay una interpretación de la muerte y resurrección de una deidad andina; esta muerte y resurrección es el deceso y renacimiento del pueblo andino. Ese Apu Inka Atawallpaman. (1955) Elegía quechua anónima recogida por José Mario Benigno Farfán. (José María Arguedas, trad.) Lima: Juan Mejía Baca & P.L Villanueva, editores. Edición no venal. 3 La poética quechua precolombina tiene ciertos sufijos (principalmente direccionales) que son reservados para dirigirse a las deidades y al ser amado. Estos recursos expresivos – mermados en la traducción - son recurrentes en la Elegía. Años después, el poeta Arguedas verterá estas formas en su propia producción poética (Katatay), cuando, por ejemplo, el gran líder Tupaq Amaru es evocado en un poema ya no como simple mortal rebelde sino como una deidad libertaria. (Cf. Gonzales, 2011). 2
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dramatismo de una nación, de una cultura abatida que se yergue a pesar de todo es lo que conmovió y motivó al artista plástico a plasmar en la pintura su serie porque:
americana; a ambos hay que acercarse ‑como sugiere Westphalen‑ despojado «de toda teoría y toda preceptiva»; una comunión a la que hay que acudir con fervor y recogimiento.
El poeta a pesar de todo tuvo el ánimo para decir su deslumbrante y hermoso canto dramático, para apelar a una reconciliación con el destino, por duro e inmisericorde que fuera, para mostrar una fe honda en la capacidad de recuperación de su raza, para mirar cara a cara la enorme desdicha y emerger fortalecido y lleno de una vaga pero inconmovible esperanza en lo futuro‑ concluye el poeta.
Referencias Gonzales, O. (2014). Elegía Apu Inka Atawallpaman. Primer documento de la resistencia Inka (siglo XVI). Lima: Pakarina editores. (2011) Katatay. Temblor y descarga. En Arguedas, J. M. Katatay. Temblor. Dicen que somos el atraso. (2da. ed.). Lima: Ediciones Sarita Cartonera. Westphalen, E. A. (1964). Poesía Quechua y pintura abstracta. En Revista Peruana de Cultura, Lima, (2), 102-118.
Por tanto, es esa «resistencia tenaz», ya no de una nación andina, sino de la condición humana lo que el pintor vertió en su serie Apu Inka Atawallpaman, sin detrimento de su índole y plenitud. Ahora, al cabo de medio siglo, aquella serie pictórica sigue subyugando; el poema quechua — compuesto en el siglo XVI- es un clásico de la tradición poética
I Cuando hace poco se anunció una exposición de pinturas de Fenando de Szyszlo inspiradas en la elegía quechua anónima «Apu Inca Atawallpaman» hubo cierto desconcierto entre quienes no llegaban a imaginar las relaciones que podían vincular una pintura esencialmente moderna, «difícil y austera, violenta y lírica al mismo tiempo», según la acertada definición de Octavio Paz (1958) una pintura que no había hecho nunca concesiones ni intentado halagar al público ni se había dejado llevar nunca por las facilidades de las fórmulas de moda, con un poema vernáculo en que se rememoraba el pasado imperial, se lamentaba la muerte del Inca, la destrucción de un régimen social y de una manera de vida y se clamaba «la desolación de un pueblo hundido en el extravío y la esclavitud» (J. M. Arguedas). Algunos admiradores de Szyszlo temían que este hubiera podido ceder a exigencias ajenas a su arte y su pintura sufrido en consecuencia. En otros el anuncio concitó la esperanza de que Szyszlo hubiera abjurado de la pintura abstracta y se inclinara, tras el pretexto de su interés en las realidades de nuestra historia, hacia la nueva figuración que ciertos grupos propician. Ni el temor de unos ni la esperanza de los otros se justificaron: las nuevas pinturas de Szyszlo continúan y amplían la línea evolutiva de un arte seguro de sus medios y de sus fines. Quizás ya no se recordaba que en otras ocasiones había puesto en relación poesía y pintura. Una de sus primeras exposiciones se ponía bajo la invocación de dos poetas, Arthur Rimbaud y André Bretón, quienes eran citados en el catálogo. Era esa una manera de hacer notar que al igual que ellos consideraba el arte no como algo accesorio o superfluo sino como substancial a la vida misma. Era también sintomático que la frase de Rimbaud que citaba podría servir de lema para toda su actividad artística: «encontrar un lenguaje». Por esa misma época, cuando Szyszlo alcanzaba gran dominio de sus medios expresivos, creó una serie de litografías en homenaje a César Vallejo (París, 1950). Ese homenaje no se incluía, desde luego, dentro del concepto de «ilustración», de complemento gráfico
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de la literatura. No había desmedro, renuncia o subyugación de la pintura respecto de la poesía. Ambas artes conservan su autonomía y la vinculación acontece sólo dentro del pintor quien ante el choque emotivo que le produce determinada obra poética se decide a dar cuenta, con sus propios instrumentos, de los resultados de su experiencia. La poesía convulsionada, desgarrada y tierna de Vallejo había removido profundamente el espíritu de Szyszlo y el impulso creador así suscitado se resolvió en imágenes que decían de la tristeza e incertidumbre del hombre frente a un mundo hostil de «sol negro» y angustia constante pero, también, donde insólitamente florecen el amor y la dicha. El universo de Vallejo y el de Szyszlo pudieron acercarse pero prosiguieron sus destinos independientes girando dentro de sus órbitas propias. Con esos antecedentes, recordando que ninguna pintura se presta menos a la divagación retórica o palabrería, podría uno preguntarse qué había llevado a Szyszlo a declarar, en el prólogo de su última exposición,1 no sólo que se había inspirado en ese poema quechua, que estimaba «lleno de melancolía y desesperanza pero igualmente rebosante de fuerza y de fe en el destino», sino que asociaba el intento de volcar en los cuadros «el conjunto de sensaciones vagas e inasibles que suscitaba» con los esfuerzos por «lograr nuestra identidad, tanto como pintores que como grupo humano», lo cual se produciría «en la medida en que nos comprometamos no únicamente con nuestro destino, individual y colectivo, sino con nuestra herencia y nuestra realidad actual». Proposiciones programáticas de esa especie levantan diversas interrogaciones y problemas. Parecería que Szyszlo se ha reconocido extrañas y sutiles afinidades con el autor del poema y no contento con ello, de allí a saltado a aseveraciones más amplias sobre las posibilidades de determinar lo que sería distintivo de una pintura peruana y, más generalmente, de una nación peruana. El artista no se rehúsa a utilizar los recursos que la cultura occidental ha puesto a su disposición pero quiere que sea para «emitir respuestas nuestras, soluciones nuestras». Se le ha objetado, sin embargo, lo inútil de tal preocupación. Al pintor le basta expresarse sin que necesite insistir en las fuentes en que haya abrevado y que le unen a un pasado (una tradición) y a una actualidad (las circunstancias particulares en que se desenvuelve y actúa). Serían esos problemas de «filiación» que correspondería deducir al historiador pero que el pintor no debe plantearse previamente. Se le ha señalado también que la «sobrecarga de nostalgias pasadistas puede llevar a equívocos» y «a revivir el mito del éxtasis de Fra Angélico como condición indispensable de la creación artística». A la primera opinión se puede replicar que el historiador de arte y el artista reaccionan de manera diversa ante la tradición: el primero se empeña en deducir líneas de influencia y determinar cómo ciertas tradiciones han sido asimiladas y transformadas por el artista. Para éste, en cambio, el pasado es simple piedra de toque, modelo o medida de que se sirve para afirmarse y reconocerse. La primera actitud es especulativa, la segunda vital. El artista no hace teoría del pasado y de su transmisión. No más lo utiliza, ya sea inmediato o lejano. Toma de él lo que más le conviene. Szyszlo, por ejemplo, se ha sentido atraído por la elegancia sombría y mitología cruel de las telas de Paracas, por el increíble dinamismo expresivo de un Rembrandt, o por el violento colorido romántico de un Tamayo, pero esas lecciones y muchas otras se han diluido tras una plétora de experiencias, ensayos, obsesiones, repulsiones y, decantadas, se han abierto y florecido en las imágenes peculiares de su pintura. Además, en el caso que nos ocupa la relación ni siquiera se establece con alguna obra pictórica del pasado, sino con la elegía quechua tejida alrededor de un hecho histórico y sospechamos que lo que sobre todo ha exaltado a Szyszlo no ha sido la referencia al acontecimiento cuanto la actitud del poeta frente al enigma de la muerte y la adusta y amarga soledad de los condenados a «errabunda vida». 1
Serie de lienzos sobre el poema «Apu Inca Atawallpaman» (Instituto de Arte Contemporáneo, Lima, diciembre de 1963)
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En cuanto a los peligros que ve el otro crítico, no sería muy exacto acusar a Szyszlo de nostalgias pasatistas y tampoco muy claro cómo podría asimilarse el éxtasis de Fra Angélico a un intento consciente de transformar en imágenes pictóricas ciertas «sensaciones vagas e inasibles». Todavía, que yo sepa, no nos ha confiado Szyszlo las circunstancias de su inspiración y a falta de testimonio de la parte interesada, toda interpretación en esa esfera no será sino gratuita. Por mi parte creo que hay algo en la concepción estética de Szyszlo que explicaría por qué, llegado a la madurez y el dominio pleno de sus medios expresivos, siente la necesidad de tomar conciencia de la relación que mantiene con la historia de su país, con las vicisitudes actuales de la cultura occidental y con los postulados de su arte. Me parece natural que, leal con nosotros y consigo mismo, nos advierta el origen o punto de partida de sus pinturas recientes. Trataré por ello de elucidar en lo posible los alcances de su posición estética, de ver cómo se ajusta con las preocupaciones de identidad despertadas por el poema quechua y dilucidar lo que pueda concluirse, para provecho nuestro, de su planteamiento de los problemas y la manera como serían solubles.
II
Veamos antes más de cerca el poema que ha provocado en Szyszlo esa toma de conciencia de las disyuntivas de su arte. La elegía «Apu Inca Atawallpaman» fue publicado en 1942 por J.M.B. Farfán. El texto original iba acompañado de una traducción española. Se exaltó inmediatamente la excelencia poética de la obra. Otras ediciones con nuevas traducciones aparecieron en 1947 por obra de Jesús Lara, en 1955 de J.M. Arguedas y en 1957 de Teodoro L. Meneses. Al ocuparse en la ubicación cronológica de la elegía, opina Arguedas que debe haber sido escrita a cierta distancia histórica de los acontecimientos que deplora: prisión del Inca por los españoles, exigencia del rescate, ejecución y muerte. Esa distancia histórica no sería aún precisable pero correspondería a un período en que ya estaría consolidado el dominio español y los peruanos sojuzgados y reducidos a servidumbre. Desgraciadamente, a quienes no conocemos el quechua nos está vedada una apreciación cabal del poema. Las diversas versiones más confunden que esclarecen la interpretación. Tenemos apenas la sospecha de ciertas idiosincracias del idioma quechua, por ejemplo, la impresión de que a menudo la imagen poética surge de la construcción de una sola palabra. ¿No hará esto muy problemática la búsqueda de equivalencias en otro idioma de constitución completamente distinta? ¿No se confirmará aquí otra vez la teoría de la imposibilidad de toda traducción de la poesía? No nos atreveríamos a una respuesta categórica y nada más señalaremos que, a pesar de las desventajas indicadas, en muchas ocasiones sentimos el aliento poético soplar en la versión española con tal vigor —en especial en la de J. M. Arguedas,2 que será la que exclusivamente citaremos en este artículo— que nos imaginamos con asombro el impacto rotundo del poema original en que ese efecto estará subrayado por la música de las palabras y las innumerables evocaciones de la tradición literaria y de los hechos, teorías y creencias siempre implícitos en la poesía de cualquier idioma. Recordemos ahora que en un poema el tema patente no agota su significación. En toda poesía la expresión se explaya en diferentes capas o estratos y son siempre los más profundos los que despiertan mayores resonancias y determinan en lo esencial su valor estético. En el poema que examinamos la primera impresión es que una de las causas de su gran carga emotiva sea que canta no 2
Anónimo. Apu Inca Atawallpaman (1955) elegía quechua anónima recogida por J. M. Farfán (José María Arguedas, trad.) Lima.
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tanto la muerte de quien como Inca tenía soberana potestad sobre todos los súbditos del Imperio, sino un ser más elevado: el hijo del dios Sol, dios él mismo. Por ello los grandes portentos, los sucesos contra natura, el arco iris negro, el sol que amortaja a Atahualpa, el río de sangre que camina, los ojos del Inca convertidos en plomo. Quien era el pilar fundamental del mundo ha sido muerto, asesinado con ignominia. ¿Qué de extrañar, entonces, que «la madre Luna, transida, con el rostro enfermo, empequeñezca», que « todo y todos se escondan, desaparezcan, padeciendo?». El lamento alcanza acento sublime: «La tierra se niega / A sepultar a su Señor / Como si se avergonzara del cadáver / De quien la amó, / Como si temiera a su adalid / Devorar». El diapasón sube hasta quebrarse: Sin tener a quien o a donde volver, estamos delirando». Mas en el exceso de dolor se abre un remanso, un sosiego súbito. La confianza reaparece y suplica: “Soportará tu corazón, / Inca, / Nuestra errabunda vida / Dispersada, / Por el peligro sin cuento cercada, en manos ajenas, / Pisoteada? / Tus ojos que como flechas de ventura herían, / Ábrelos: / Tus magnánimas manos / Extiéndelas; / Y con esa visión fortalecidos / Despídenos”. También nosotros, los lectores del poema, por magia del poema quedamos fortalecidos. Esta interpretación de la muerte y resurrección del dios no es la única viable. Los símbolos se transforman, se prolongan, se multiplican. El drama del dios, padre del género humano, igualmente puede representar el destino de todos sus hijos, como él condenados a morir y al igual que él llamados a resucitar. Pero las significaciones explícitas y las posibles interpretaciones simbólicas o alegóricas no son —ya hemos dicho antes— las que en última instancia confieren al poema su valor estético más alto. Por debajo de la corriente de las palabras, detrás del fuego de las imágenes y el espejismo de todas las sutilezas del arte poética suena un opaco y sordo rumor que llega a nuestro oído más íntimo y nos irradia el sentido más hondo. El poeta de la elegía a Atahualpa se ha quejado contra la muerte y ha clamado, vociferado, delirado. Sin embargo, todo el padecimiento, todo el horror del abandono, la tenebrosa soledad, la incertidumbre absoluta no logran quebrar un último e inconmovible aliento de vida, una voluntad irreprimible de vida. La elegía en fin de cuentas no sería sino otro extraño, exuberante y descomunal himno a la vida.
De Szyszlo, F. (1963). En Cajamarca (Qaqa-markapi). De la serie Apu Inca Atawallpaman [Pintura], óleo sobre lienzo, 1.79 x 1.18 cm. Archivo fotográfico del artista.
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III
Este significado profundo no habrá pasado desapercibido a Szyszlo, aunque es tan amplio que acaso se aplique a toda obra que pretenda ser de arte. Hay sin embargo otro sentido más singular e indudablemente más pertinente a nuestro argumento. El poema ha sido escrito en una época de crisis e inestabilidad, en un momento en que la balanza de la existencia oscilaba riesgosamente entre ser y no ser, en que cada instante de la vida exigía un esfuerzo especial de voluntad, un dominio mayor sobre sí mismo para salir a flote, para hacer frente al infortunio, a una situación aparentemente sin salida, a una ausencia de posibilidades de cambio. El sistema incaico —ordenado, rígido pero benéfico— había sido destruido y los fragmentos dispersos no eran aptos a construir uno nuevo, a reestablecer la armonía del hombre con la naturaleza y los dioses pero, sobre todo, inútiles para crear una sociedad sin opresión, arbitrariedad o ignominia. En ese extremo de la dicha, sin motivos lógicos para seguir viviendo, el poeta a pesar de todo tuvo ánimo para decir su deslumbrante y hermoso canto dramático, para apelar a una reconciliación con el destino, por duro e inmisericorde que fuera, para mostrar una fe honda en la capacidad de recuperación de su raza, para mirar cara a cara la enorme desdicha y emerger fortalecido y lleno de una vaga pero inconmovible esperanza en lo futuro. Reconozcamos aquí otra clave del poema, el secreto de su especial atracción para quienes nos sentimos abocados a una crisis semejante en el mundo que nos rodea: en el poema se ha expresado esa facultad recóndita de nuestro pueblo que le hace apretar y concentrar todas sus energías para atravesar el amargo trance, para —aunque herido, agobiado, desorientado, inerme— guardar el suficiente rescoldo de vida que le permita, al menor vislumbrar de buen tiempo, aprovechar al máximo cualquier circunstancia favorable. Nadie encontrará injustificado considerar este siglo como época de crisis, de subversión de todos los valores, de inestabilidad individual y angustia colectiva, de crímenes en masa y odio irracional, como época en que a pesar de los adelantos científicos y técnicos, nada nos hace alentar confianza en el porvenir del hombre. Pero se cumple aquí el dicho de Hoelderlin: del colmo de la desesperación brota lo que ha de salvarnos. Desde hace un tiempo se han oído algunas voces proclamando, en toda conciencia, el lugar que corresponde al arte dentro de la sociedad: no distracción de la vida, sino vida más plena; no embeleco para ocultar al hombre sino único instrumento para que el hombre llegue a serlo. Szyszlo ha sido uno de los pocos entre nosotros que no ha compartido la concepción del arte como simulacro de equilibrios formales. Para él es expresión de deseos y aspiraciones, signo de la unidad del hombre con el universo (y no se equivocó por ello Will Grohmann al hablar del panteísmo de su pintura [1963]), del anhelo de erigir sobre el vacío y la muerte unas imágenes conmovedoras de nuestra condición humana. Igualmente ha sido sensible Szyszlo a las exigencias de la actualidad, a los problemas sociales y éticos de su época. (¿Qué artista no lo ha sido y quién no ha creado bajo el acicate de lo efímero y pasajero? El gran Baudelaire lo admitía. «Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es muy difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, el cual será, si se quiere, la época, la moda, la moral, la pasión, una u otra o todas a la vez» [s.f.]). A pesar de angustia y desesperación Szyszlo no ha abandonado un núcleo vital de resistencia tenaz. Constantemente, superando contradicciones y divagaciones, se ha esforzado por alimentarnos la esperanza, por damos fe en nuestro destino. Esas razones de esperar las ha hallado ahora no sólo en el poeta anónimo
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y lejano sino también en las circunstancias peculiares de nuestra actualidad. Ha comprobado un fermento, una movilización de sectores que de pronto abandonan pasividad, apatía o resignación y tratan de intervenir, de expresar necesidades y anhelos, de pesar también ellos en la balanza del destino. Esta sería la gran crisis de «identificación» de Szyszlo. Sus problemas y soluciones propias adquieren validez más general al ser corroboradas por la obra del gran poeta del pasado, una de las tantas expresiones de una cultura con profundas raíces en la historia, de una cultura que no estaba muerta pues se hace presente de nuevo con insospechada fuerza y seguridad. El arte de Szyszlo es particularmente idóneo para dar expresión a esas nuevas aspiraciones, esperanzas y temores nuestros. Su arte podría equipararse al de algunos pintores de nuestro tiempo que, al decir de Wemer Haftmann (1957), «no pintan árboles, arroyos y médanos sino crecimientos, corrientes, ansias». En este sentido calificaríamos su pintura de una «meditación». La gran revolución en el arte de Occidente ocurrió, como observó una vez Wolfgang Paalen (1951), con Gauguin y Van Gogh, cuya importancia radicaría no tanto en su arte cuanto en sus vidas. Se dedicaron a la pintura como si fuera la única salvación. Por ella abandonaron todo para ir en pos de algo desprovisto de definición clara y de valor práctico. «En la India todavía se considera que dejar todo por la meditación no es huir de la realidad sino el modo más completo de lograrse a sí mismo». En nuestra civilización no hay lugar para esa manera india de meditación. Sin embargo, estima Paalen que el arte podría proporcionamos algo equivalente: «no hay nada que necesitemos más urgentemente en una época en que la perfección sin objeto de los medios técnicos se ha vuelto autodestructiva». Su concepción del arte, que es la nuestra, la esclarece en estas frases luminosas: Para nosotros un cuadro es hermoso cuando hace que el espectador participe emocionalmente de los grandes ritmos estructurales, las marejadas de forma y caos, de ser y devenir que van más allá de los accidentes del destino individual. Nuestras imágenes no tienen la intención de sobresaltar o de calmar, no son objetos de simple satisfacción estética o experimentación visual. Nuestros cuadros son objetos para la meditación activa lo cual no significa desapego de los fines humanos sino un estado de conciencia que se trasciende a sí mismo, y tampoco una fuga de la realidad sino la participación intuitiva en las potencialidades formativas de la realidad.
IV
Hemos intentado esclarecer la posición estética fundamental de Szyszlo en relación con ciertas declaraciones suyas. Hemos visto que considera su arte como la búsqueda de un lenguaje lo cual lo sitúa a las antípodas de teorías como la de Theo van Doesburg para quien «en la pintura no hay nada que leer, sólo hay que ver» (1957). Aunque una pintura que no diga nada, que únicamente despierte el placer visual, es apenas concebible. Naturalmente, la pintura, al igual que las otras artes visuales, consigue sus efectos mediante medios expresivos que sólo el ojo percibe, sin dejar de despertar reacciones de otros órganos, como lo atestigua la insistencia de críticos y pintores en los valores táctiles de la pintura. Pero un cuadro se estimará preferentemente por su capacidad para llegar a las capas más profundas de nuestro ser, para remover nuestros sedimentos más íntimos. Desde luego, un cuadro es la cristalización dentro de ciertos límites espaciales de diversos medios expresivos los cuales son visuales y no «traducibles» a ninguna otra forma de expresión humana. Lo que se dice con la pintura no se puede decir con la palabra o la música. Pero, por otro lado, ya hace tiempo que los sicólogos nos han enseñado que no hay sensaciones visuales simples o dementales. Vemos con todo
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nuestro ser, no sólo con el ojo, y deformamos la visión, corregimos la realidad conforme a nuestra atención que, a su vez, se rige por nuestros intereses y deseos. Tal vez hayamos hecho también patente que un artista sensible a las potencialidades de la existencia necesitaba, en un momento de crisis, tomar conciencia de su pasado, identificarse con lo que reconocía como tradición válida y probar de llevar adelante esa tradición para, teniendo en cuenta las exigencias actuales de nuestra cultura y las vicisitudes de nuestra sociedad, expresar —según la frase del Rilke joven— «la posibilidad sensorial de mundos y tiempos nuevos» (citado por Brown, 1959). No hay por tanto peligro de repetición de módulos o sistemas. Estamos ante una apropiación de bienes espirituales que refuerza posiciones ganadas y hace posible atacar con más ímpetu el futuro. Todas mis especulaciones anteriores no son naturalmente indispensables para la apreciación de la pintura de Szyszlo. Sólo un preámbulo, tal vez útil, que abriera el camino a esa apreciación tomando en consideración las formulaciones teóricas del mismo pintor. Una cosa son las condiciones en que tiene lugar la creación y otra la degustación estética de la obra creada. Son, por lo demás, pocos los artistas que manifiesten sus preocupaciones filosóficas, éticas o sociales, aunque en todos ellos haya una actitud vital básica que no se expresa en conceptos sino en imágenes. Deberé por tanto ocuparme ahora en la pintura de Szyszlo desde el punto de vista del espectador. Tal vez no sea necesario advertir que ante el cuadro, como ante el poema, hay que olvidarse de toda teoría y toda preceptiva, hay que ofrecerse en disponibilidad absoluta. Sin embargo, rara vez estamos dispuestos a hacer en nosotros el vacío, a dejamos penetrar y permear por una obra de arte. Hemos adquirido la costumbre de no fijar la atención, de distraerla con la mayor variedad posible de incitaciones. He aquí la primera dificultad ante la pintura de Szyszlo. Ella requiere tiempo, paciencia, persistencia. Lo requiere tanto más cuanto que no es la resolución de un equilibrio formal sino el producto de una lenta meditación con una buena carga de referencias ambiguas a diferentes estados de ánimo. Está llena de descubrimientos y ocultaciones, de sutilezas de la expresión pictórica. El lenguaje es rico y articulado, los ritmos variados, las resonancias lejanas. No es posible, entonces, una contemplación apresurada. Pero parecería, que al igual que otras muchas cosas, hubiéramos perdido la capacidad de recogimiento, el respeto por la obra de arte. ¿Quién de nosotros permanece más de irnos minutos ante un cuadro? ¿Quién, luego de oír un concierto de Mozart, pasmado ante esa maravilla de gracia y fuerza, se concentra por un tiempo ante tan gran misterio y no solicita pasar de inmediato a otra obra e incluso a otro compositor? ¿Cómo se puede borrar tan de inmediato la magistral arquitectura que ha erigido en nuestro espíritu el inmortal músico? ¿Quién entre nosotros comprenderá a ese coleccionista japonés de quien nos cuenta Jean Gebser (1962) en su libro sobre el Asia? Cuando un europeo, historiador de arte, le visitó para que le mostrara las pinturas que poseía, escogió una de entre las varias centenas que guardaba enrolladas. Ante ella permanecieron más de una hora en meditación, luego la guardó y aun quedaron un rato en silencio. Al ponerse en evidencia que el coleccionista no mostraría otra más, el visitante se despidió no sin sugerir que le hubiera gustado ver alguna más. ¡Cómo!, replicó el coleccionista, ¿sería usted capaz de ver más de un cuadro por día? Los turistas de cualquier país no ven uno sino un número ilimitado. ¿No podría más bien concluirse que no ven ninguno? Yo no compartiría esa separación absoluta que en apariencia haría el oriental entre la vivencia estética y la vida corriente. Creo que el arte es una necesidad vital y que hay pinturas —como algunas de Szyszlo— hechas para acompañarnos, para acaso damos una respuesta de cualquier problema que nos conturbe. Creo, además, que mayor valor adjudicaremos a una obra cuanto más diversas sean
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las reacciones que suscita. Estamos familiarizados con un cuadro, lo hemos visto desde distintos ángulos, a diversas horas, a diferentes luces. Nos parece que ya no tiene nada que decirnos, no lo vemos casi más que como una mancha en la pared. Pero un día algo nos acongoja, levantamos la vista y es como una revelación, como si sólo entonces se hiciera claro el sentido de la imagen.
De Szyszlo, F. (1963). Un rio de sangre (Yawar mayus). De la serie Apu Inca Atawallpaman [Pintura], óleo sobre lienzo, 1.602 x 1.14 cm. Archivo fotográfico del artista.
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Se alargaría demasiado este artículo si intentara relatar las impresiones recibidas frente a los cuadros que formaron la última exposición de Szyszlo. Valdría la pena que alguien procurara una vez una fenomenología de su pintura. Algunas observaciones muy generales nos permitirán, sin embargo, señalar ciertas características de su arte y preparar otros estudios más profundos. Una primera comprobación es la búsqueda consciente de ciertas imágenes arquetípicas. (La existencia de un factor consciente ya fue señalada por O. Paz. Se ratifica en la última exposición que permite confrontar gouaches y óleos sobre el mismo motivo). Pero esas imágenes no se agrupan en constelaciones, no son variaciones sobre un tema, sino diversas etapas en el esclarecimiento de la visión: Szyszlo no modula, modifica o destruye un motivo para crear una serie cuya razón de ser no reside en cada cuadro por separado sino en el conjunto que forman discrepando y complementándose entre sí, según la tendencia contemporánea que ha observado Michel Seuphor (1962) y que habría iniciado Picasso con sus variaciones a propósito de distintas obras maestras, las Argelinas de Delacroix o las Meninas de Velázquez, o cualquier otra pintura en que quiera hacer gala de su don para amalgamar lo grotesco y lo lírico. Szyszlo se esfuerza más bien, en ensayos sucesivos, por resolver con la mayor justeza posible un problema que le obsesiona y cuya expresión definitiva será para él la
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«liberación» (para emplear el mismo término con que Rilke explicó el origen en general de la obra de arte: «[…] y sólo por la tensión de las corrientes contemporáneas y la concepción intemporal que de la vida tiene el artista surge la sucesión de pequeñas “liberaciones” que constituyen la obra de arte» [citado por Brown, 1959]). Cada uno de los cuadros en que se repite el tema es una obra con valor propio y la comparación servirá únicamente para establecer la secuencia de la búsqueda hasta dar con la solución perfecta o más próxima del arquetipo perseguido. Las gouaches nos muestran otro aspecto interesante del empleo de distintos medios de expresión. Las gouaches, que son estudios para los óleos, ponen en evidencia que en el paso de un medio al otro la imagen se ha enriquecido. El empleo de un material más maleable y con más recursos aumenta el misterio y amplía las resonancias del cuadro. Las gouaches, con sus colores planos y organización precisa, tal vez tengan más elegancia, cierta ligereza y un encanto más inmediato. Pero el drama, la angustia y la superación de la angustia se perciben mejor en los óleos en que la utilización de texturas y veladuras subraya los elementos espaciales y refuerza el impacto de la visión. También influye la dimensión. Se ha protestado por la inclinación, fomentada por la gran difusión de reproducciones fotográficas, a reducir las obras de arte a un mismo común denominador. «Los inmensos monumentos y las pequeñas monedas —anota Edgar Wind al arremeter contra el que llama Museo de Papel de Malraux— tienen la misma elocuencia plástica transferidos a la escala de la página impresa» (1963). En realidad las impresiones que nos producen una acuarela, un óleo o un gran mural, para limitarnos a la pintura, difieren tanto por razón del medio cuanto por razón del tamaño. Un óleo de grandes dimensiones llena por completo el campo de la visión; frente a él no tenemos otros puntos de referencia sino los que él mismo nos brinda. Nos absorbe así por entero, estamos a su merced y el radio de su acción se refuerza enormemente. Otra ventaja del óleo es que permite una mejor definición espacial. Se sabe cuánto ha variado en la pintura moderna el empleo de los efectos espaciales. Al abandonarse la perspectiva única que convertía el cuadro en una ventana falsa abierta a un espacio ilusorio, hemos tenido la pintura plana con su insistencia ascética en las solas dos dimensiones, la pintura de perspectivas múltiples derivada del cubismo, la de perspectivas fantasmagóricas del surrealismo —tengo sobre todo presentes algunos cuadros del período cosmogónico de Matta— en que los objetos salen tanto del cuadro, hacia el espectador, como se hunden en una vorágine de universos transolares, y finalmente una pintura que se resiste a ser traspasada por la mirada, que se abulta en relieve y parece agredir al espectador. «No [...] [le] invito más », declaró una vez la pintora Grace Hartigan «a que entre en mis cuadros. Deseo una superficie que resista como un muro, no que se abra como una puerta» (citado por Stolces, 1961). La pintura de Szyszlo es también impermeable y el espacio lo proyecta delante de sí; de aquí la violencia que se ha notado ciertas veces y que, por lo general, no es sino una manera de exteriorizar el conflicto interno. La imagen, de todas maneras, gana en vigor y tensión. Mi referencia postrera será al empleo del color. Con frecuencia se saca a colación a Tamayo cuando se habla del de Szyszlo, sin que casi nunca se precise si se tiene en mente el colorido alegre y matinal de los primeros bodegones de Tamayo, los contrastes sombríos (morados, azules y rojos) de su período más feliz, o los desvaídos colores de los últimos años. Como no existe vinculación entre la gama de uno y otro, podría sospecharse que más bien se quería dejar constancia de una característica común a ambos y que yo llamaría la explotación romántica del color, la utilización de éste para expresar estados de ánimo. Un conocimiento agudo, intuitivo, de las reacciones emotivas ante los colores y sus combinaciones permite a Szyszlo salir indemne de la empresa. Cabría sólo añadir que como forma y color constituyen una sola cosa en la pintura de Szyszlo, pues la primera está completamente encarnada en el segundo sin que en la transposición haya quedado residuo alguno, y
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como la luz en sus cuadros brota del mismo color (comprobándose la exactitud de la observación de Braque quien al oponer los Fauves a los impresionistas decía: «Se habla siempre del color cuando de lo que se trata es de la luz. Los impresionistas procuraron no la luz sino la atmósfera, en tanto que los Fauves buscaron la luz traduciéndola mediante el color». «Lo extraño —añadía— es que en el fondo no hay colores sino relaciones entre ellos. En determinado momento, según la intensidad de un verde forzosamente deberá nacer un rojo» [1963]), tenemos en el arte de Szyszlo una armonía entrañable de los principales medios de expresión pictórica.
De Szyszlo, F. (1963). ¿Qué arcoíris es este negro arcoíris que se alza? De la serie Apu Inca Atawallpaman [Pintura], óleo sobre lienzo, 1.60 x 1.60 cm. Archivo fotográfico del artista.
Temo que sean numerosas las deficiencias de mi exposición y vano mi propósito de elucidación. Pero la tarea del crítico debe limitarse necesariamente a los aledaños y tierras marginales. No podía por tanto mi ambición ser otra sino remover algunos equívocos y facilitar el acceso. Deseaba en especial que quienes se acercan a una pintura que merece aprecio y admiración lo hicieran en el estado imprescindible de disponibilidad y receptibilidad. Como no hay modo de resolver las dificultades de la apreciación estética, hay que dejar que cada uno, por experiencia propia, aprenda a medirse con la obra de arte y a sacar de ella todo el deleite de que sea capaz.
Referencias Baudelaire, C. (s.f.). Curiosités Esthétiques, XIII. Le peintre de la vie moderne. Braque, G. (1963). Entretiens avec André Parinaud, Arts, París. Gebser, J.
(1962). Asienfibel, Zum Verständnis östlicher Wesensart, Ulm.
Grohmann, W. (1963). Prólogo al catálogo de la exposición Südamerikaniache Malerei der Gegenwart, Bonn. Haftmann, W. (1957). Malereiim 20. Munich. Hartigan,
G. Catálogo de la exposición The New American Painting, Tate Gallery, Londres, 1959. Citado por Stolces, A. (1961) Three Essays on the Painting of our Time. Londres.
Paalen, W. (1951). Metaplastic, Dynaton 1951. The San Francisco Museum of Art. Paz, O. Rilke, R.
(1958). Andando el tiempo, Claridades Literarias, N° 1 M. Ueber Kunst. Citado por Brown, N. O. (1959). Life against Death. The Psychoanalytical Meaning of History. New York.
Seuphor, M. (1962). La peinture abstraite, París. Wind, E.
(1963). Art and Anarchy. Londres.
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Emilio Adolfo Westphalen (Lima, 1911 - 2001)
Poeta, ensayista y crítico de arte peruano. En 1932 se licenció en la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos. Entre los títulos que constituyen su obra poética figuran su primer poemario de corte surrealista Las ínsulas extrañas (1993); Abolición de la muerte (1935); Arriba bajo el cielo (1982); Máximas y mínimas de sapiencia pedestre (1982), entre otros. A lo largo de su trayectoria editó y publicó en diversas revistas, tales como la Revista Nacional de Cultura, Las Moradas y Amaru. Odi Gonzáles Doctor en Literatura peruana y latinoamericana. Es estudioso de la tradición oral Quechua, poeta, traductor y profesor universitario en Perú y Estados Unidos. Ha publicado 6 libros de poesía y 3 libros de investigación, entre los que se encuentra Elegia Apu Inka Atawallpaman. Primer documento de la Resistencia Inka (2014). Su último libro de poesía La Escuela de Cusco ha sido publicado recientemente en Nueva York y traducido al inglés por la poeta norteamericana Lynn Levin.
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