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Políticas de la memoria y usos del olvido Raquel Angel y Alberto Guilis Colonizado por las fuerzas que hegemonizan el presente, depurado de sus tramos incómodos, reducido al uso selectivo de sus tiempos, el pasado, ya no puede mirarnos, ya no somos hablados por él. Nada puede decirnos sobre el mundo que habitamos desde que ha sido despojado de aquel impulso crítico, de aquella pasión impugnadora que fue su marca esencial. Políticas de la memoria que escamotean la historia. Se piensa el genocidio como trauma lejano cuyas heridas irán cicatrizando a través de resoluciones tribunalicias que lograrán, por fin, la clausura definitiva del pasado. Más que una construcción de la memoria, lo que se ha instalado es un “deber de memoria”, que emana no sólo de la retórica obturante de los discursos públicos sino también de la recurrencia obsesiva a efemérides, museos, rituales, monumentos. “Sólo se habla tanto de memoria porque ya no hay memoria”, analiza Pierre Nora1. Hoy asistimos a lo que podría denominarse el “frenesí de las conmemoraciones”. Sin embargo, en los relatos sobre la tragedia que vivió la Argentina, entre 1976 y 1983, algo ha quedado encriptado, inenarrable, sepultado entre los escombros de una lengua vencida. Indagar en esta tensión implica formular ciertos interrogantes. Por ejemplo, ¿cómo se articulan memoria e historia cuando ha tenido lugar un genocidio? ¿Es inevitable que las políticas de la memoria -‐en tanto operaciones ideológicas-‐ terminen por manipular el pasado a fin de acomodarlo a las exigencias del presente? Un análisis comparativo de algunos de los casos paradigmáticos del siglo XX -‐Alemania nazi, Francia durante la ocupación, Argentina bajo el Terrorismo de Estado-‐ lleva a una primera conclusión: la memoria de la catástrofe termina configurando políticas reñidas con la historia. Dicho de otro modo: el uso instrumental de la memoria, suelen derivar, paradojalmente, en la organización camuflada del olvido. ¿Cómo se tramita, en Argentina, este “juego de la falla”2, esta ruptura entre memoria e historia. Los modos de narrar lo acontecido han devenido relatos oficiales, teodiceas sobre el bien y el mal, interdicciones, cesuras y hasta formas de la canonización. Que discurren al amparo de lo que podría calificarse como la judicialización de la memoria, un “paradigma punitivo”3 que –más allá de la legitimidad de los reclamos y lo imprescindible de las respuestas jurídicas-‐ no logra integrar los sentidos profundos del pasado en la memoria social. “La política comienza cuando cesa la venganza”, reflexiona Nicole Loreaux4, en alusión al famoso decreto ateniense que, en el 403 a.C. y tras una guerra sangrienta, prohibía a los ciudadanos “recordar las desgracias”. Ese primer modelo de amnistía, basado en la amnesia colectiva, sigue organizando las políticas de la memoria en 1
Occidente. “Usos y abusos del olvido bajo el signo de una memoria impedida”, dirá Paul Ricoeur5. La manipulación del recuerdo deja en silencio lo que persiste como oscuridad en la conciencia del presente. Ese nudo secreto que, en relación a la catástrofe, involucra no sólo a los sujetos, sino también -‐especialmente cuando se trata de un genocidio-‐ a toda la sociedad. Interrogar el pasado en aquello que se resiste a las gramáticas disciplinadoras. De eso se trata. No de muertos, no de cadáveres insepultos, sino de ideas, de proyectos, de palabras que, para la generación exterminada de los ´70, configuraron todo un horizonte de sentido, pero que en el diseño del pacto refundador de una sociedad reconciliada quedarían fuera de todo relato. Preguntar, entonces, desde ahí: ¿sobre qué olvidos, qué negaciones, qué renuncias, pudo reinstaurarse la política en los primeros tiempos de la postdictadura? ¿Cuál fue el discurso del poder en la transición democrática? ¿Qué políticas de la memoria intencionaron sobre los sujetos? En la perspectiva de una pacificación futura, comenzó a desplegarse, desde el inicio de la etapa constitucional, una estrategia de cierre del pasado, donde debía quedar atrás, oculta, negada, la profundidad y extensión de la crisis en las relaciones de dominación, que tuvo lugar entre 1969 y 1976, período en el cual las luchas sociales alcanzaron una dimensión hasta entonces desconocida en el país. Ese paisaje de la revuelta sería sustituido, en la postdictadura, por una república nueva, flotando sin culpa sobre los dramas del pasado. Un país renacido que iba a reemplazar los antiguos, peligrosos lenguajes por una retórica de catecismo, destinada no sólo a borrar el trauma histórico, sino a exaltar las bondades del realismo político, la modernización, el pragmatismo y el pacto social. Desplazamientos que iban a exigir la acelerada puesta en marcha de una memoria distractiva de lo que siempre debe quedar velado: la violencia como constitutiva del Estado, el olvido de la tragedia como posibilidad de restaurar el orden de la polis, la refundación del contrato como ficción de una igualdad que encubre una relación de fuerzas donde siempre hay vencedores y vencidos. Una operación perfecta para una paz deudora de profundos repliegues de la conciencia social. Se hablaría entonces de un mal que había venido de afuera, de una guerra de aparatos que parecía transcurrir en una escena teatral ante una platea pasiva, muda y sobre todo ajena a los conflictos. Otra vuelta de tuerca del travestismo ideológico que, en tiempos de la dictadura, llevó a un vasto sector de la sociedad a conductas que señalaban diversos grados de implicación con los mandatos del poder. La más grave, la que no logra ser hablada, fue convenir con la represión sin límites, con la muerte del otro, con la Argentina concentracionaria. Algo que en los años oscuros logró su significado más perverso en la fórmula del “por algo será”, con que se legitimaban secuestros y desapariciones. 2
Convenir con la muerte del otro. Habrá que detenerse en esta frase, penetrar en sus pliegues, llegar allí donde se convierte en cifra, no sólo de una época impiadosa sino de una conciencia colectiva en ruinas. Una comunidad inconfesable que no puede ni quiere pensarse a sí misma, que en la búsqueda del inocentamiento pactó con la muerte de la memoria y las sustracciones de la historia, que en el deslinde de responsabilidades hizo suyo aquel relato tranquilizador que hablaba de demonios enfrentados y de ciudadanos fuera de toda sospecha. Tan funcionales a la estrategia refundadora de los pactos como a la necesidad de amnesia de la propia comunidad, la teoría que hablaba de dos demonios en conflicto y la que postulaba una sociedad de víctimas inocentes lograron urdir la trama de una memoria apaciguada y, sobre todo, deshistorizada. El prólogo del “Nunca Más” y el juicio a las cúpulas militares fueron las vías de transmisión de esos relatos casi canónicos de la postdictadura que, en nombre de una memoria administrada, encubrían el borramiento de las huellas y el extravío de las pistas. No era conveniente, para la reconstrucción democrático burguesa, que los ciudadanos recordaran. Todo debía “quedar atrás”: las convulsiones sociales de los años ´60 y ´70 y la represión exterminadora que puso fin a la insurrección. Lo que se planteó, desde el primer gobierno constitucional postgenocidio, fue una suerte de “grado cero de la historia”6 en tanto corte absoluto, mediante el cual se concluyó absolviendo y descomprometiendo a la sociedad en su conjunto con respecto a lo acontecido. Se la desinvolucró de dos posibles compromisos: aquel que tuvo con las prácticas políticas de los ´60 y los ´70 y el que luego, ante el in crescendo de las luchas, iba a traducirse como reclamo de “orden”, fin del caos” y apoyo decidido al golpe militar. Detrás de una fundamentación jurídica que distribuía culpas entre demonios equivalentes, quedaba silenciada una historia política tumultuosa que con sus movilizaciones multitudinarias, insurrecciones populares, enfrentamientos de clase y proyectos de socialismo, amenazaba la hegemonía del orden de dominación existente. Todo un universo de significaciones sería reducido después a figura espectral, casi patológica, de los bajofondos del pasado. Mucho se ha dicho acerca de la dimensión de la masacre. Poco o nada sobre la comunidad de los silentes, sobre la pasividad, la indiferencia, las formas de consentimiento, los grados de responsabilidad. Ninguna reflexión acerca de los grandes momentos del colaboracionismo social en la Argentina: los festejos carnavalescos durante el Mundial de Fútbol del 78, donde se aplaudió a los genocidas en un estadio que distaba pocas cuadras de la ESMA, el más grande de los campos de concentración de la Argentina. Desde allí, prisioneros engrillados y encapuchados podían escuchar la algarabía ensordecedora de la muchedumbre ante cada gol. Pocos años después, en 1982, el apoyo masivo a la guerra de Malvinas iba a poner al 3
desnudo el más alto grado de complicidad social que se vivió en la Argentina. Verdadero punto ciego de la indagación sobre el pasado, ese episodio que involucró a casi toda la sociedad es el núcleo duro, el fondo oscuro, donde habría que buscar la explicación acerca de las condiciones sociales que hicieron posible el exterminio. Quizá desde esas conductas colectivas, aún no revisadas, pueda entenderse el beneplácito con que, en la postdictadura, fue acogida la estrategia política de un grado cero de la historia, que estigmatizaba un pasado -‐el de los años 60 y 70-‐ que debía ser pensado como lo indecible. Se daba por finalizada una Historia en lo que ésta había tenido de cuestionamiento al orden imperante y se ponía en marcha el nuevo pacto contractual, cuyos disfraces discursivos apenas podían disimular la vieja lógica del capital globalizado. Si la política de grado cero logró la deshistorización de la memoria, la hegemonía que ha ganado el paradigma punitivo debe leerse también como punto de clausura. Al concentrar el foco, en forma casi excluyente, sobre los perpetradores, acaba por reducir la compleja trama de una época a expediente jurídico. A través de esta judicialización de la memoria, la sociedad queda excluida de cualquier conexión con el horror que emana de cada uno de los testimonios. Nadie se siente parte de esas historias. Prevalece, en las interpretaciones, la autojustificación de aquel discurso general del “Yo no sabía”. Pero mucho de lo que la sociedad no está dispuesta a escuchar sobre sí misma se cuela en los intersticios de esas narraciones que aportan los testigos, como lo secreto, lo incognoscible, lo que flota “en el agua turbia de una memoria colectiva” en pugna con su propia historia.7 El síndrome de Vichy “No hay modo de imponer la memoria”, reflexiona el historiador Saúl Friedlander. “Inmediatamente después de la guerra, en Francia, donde me crié, fue muy difícil abordar de manera directa el exterminio de los judíos. La idea generalizada era que la mayoría de la gente había resistido al nazismo, que sólo una pequeña minoría había sido colaboracionista y que Francia, en general, no había tenido nada que ver con las atrocidades nazis. Llevó décadas que se atrevieran a decir la verdad”8. El mérito de este cambio fue un libro poderoso: La Francia de Vichy, escrito por Robert Paxton. A lo largo de sus páginas, se van perfilando las conductas de la sociedad francesa durante la ocupación, no sólo la complacencia con el mariscal Petain, sino la complicidad, en algunos casos abierta, con las deportaciones de judíos a los campos de exterminio nazis. En Francia, la historia oficial requirió de un verdadero exorcismo de lo ocurrido en los años 40. Borramientos y tachaduras que obligaron a resignificar el pasado, elevando la Resistencia a mito heroico nacional. Una operación de travestismo moral destinado a liquidar lo que circulaba fantasmáticamente en la conciencia social: por un 4
lado, lavar la culpa colectiva de esa obsesión que fue la República de Vichy y, por otro, lograr que se diluyera esa vergüenza, aún más oculta, que constituyó el episodio del Velódromo de Invierno. Miles de judíos franceses fueron encerrados allí durante semanas, antes de ser deportados a los campos de exterminio de Alemania. Sus gritos desesperados, que pedían ayuda, sólo encontraron como respuesta la indiferencia de la población. “De Gaulle va jugar al aprendiz de brujo hablando de la unidad nacional en la ex capital de la Francia petanista”, relata el historiador Henry Rousso9. Una política que abrirá el camino a la refundación de la IV República, en l946. Tuvieron que pasar casi tres décadas para que se esfumaran los últimos vestigios de ese honor inventado que cobijó la desmemoria de una considerable porción de la sociedad. En 1968, al calor de la revuelta del Mayo francés, las nuevas generaciones van a poner en cuestión, esa historia oficial tramada sobre negaciones, tráficos de indulgencias y colaboracionismo. Rousso va a describir esa etapa como la del “retorno de lo reprimido”. Imágenes de la vida dañada “En ambas partes de la Alemania de posguerra, la amnesia colectiva implicó un silencio absoluto sobre los niveles de consenso, participación o complicidad directa de la mayoría de la población con el régimen nazi,” analiza Ian Kershaw10. EI objetivo consciente -‐en una y otra de las Repúblicas germanas-‐ era la reconstitución del pacto después del trauma que dejó el nazismo. “La imagen de sí misma que tenía la sociedad alemana se había vuelto cada vez más esquizofrénica”, reflexiona Kershaw. Por el lado occidental, “milagro alemán” y renacer económico; por el otro, el de Alemania oriental, resistencia heroica en la lucha contra el régimen nazi. En ambos lados, una sociedad que organizaba su vida sobre un gran silencio: el del genocidio y las fábricas de la muerte. Es sabido -‐recuerda Friedlander-‐ que hasta el movimiento estudiantil de los años ´60, cuando las nuevas generaciones empezaron a preguntar a sus padres qué habían hecho durante la guerra, la sociedad alemana había logrado autoabsolverse por diversos mecanismos, el más célebre de los cuales fue el “nosotros no sabíamos”. Pero recién a partir de los años ´80, cuando aparecieron las primeras investigaciones exhaustivas sobre los crímenes del Tercer Reich, los alemanes empezaron a pensar en la degradación que, como comunidad, los había atravesado, que habían consentido. “Hagamos lo que hagamos -‐concluye Friedlander-‐ la memoria de un genocidio parece seguir viva en el tiempo. Quizá porque se trata de un problema no resuelto para la conciencia de Occidente”. O acaso porque el genocidio, como quiebre y herida de la historia, es precisamente eso: un pasado que no pasa. “Me dije: nunca. Me dije y dije a otros, y los otros dijeron y me dijeron: un alemán nunca haría algo así”. Sonaba dolida la voz de Günter Grass en aquella 5
conferencia que, a principios de 1990, dio en una universidad de Berlín. Ya era un escritor formidable para quienes habían leído El rodaballo. Lo era también para esos cientos de estudiantes que escuchaban, en un silencio casi religioso, aquello que el escritor había titulado Escribir después de Auschwitz y que, a medida que avanzaba, se iba pareciendo a una confesión. Günter Grass hablaba de la vergüenza, la suya y la de todos, de su paso por las “Juventudes hitlerianas”, del espanto helado que le dejó la visión de esas fotografías que mostraban montañas de zapatos, de anteojos, de pelos, de cadáveres. Tenía entonces 17 años, estaba en un campo de prisioneros de las fuerzas aliadas, corría 1945. “No, un alemán nunca haría algo así”. Pero lo habían hecho. Ahí, frente a sus ojos adolescentes estaban los deshechos de la vida dañada. “Nuestra vergüenza no se podrá reprimir ni superar”. En aquella memorable conferencia, Günter Grass iba a acordarse de cómo era Alemania después de la guerra, de cómo el incipiente milagro económico iba a reflejarse en la reconstrucción acelerada de fachadas y monumentos, en las sonrisas cada vez más satisfechas, en la ceguera colectiva de una comunidad que no había visto ni oído ni sabido. “Y sin embargo Berlín era en aquellos años –a pesar de todo el griterío-‐ un lugar donde reinaba un silencio de muerte. El tiempo no se había dejado acelerar. La `vida dañada´ seguía siendo una realidad manifiesta, allí las cosas querían ser nombradas”, dirá Günter Grass. Y va a acordarse de aquel tiempo, entre el 50 y el 60, ese decenio basado en mentiras, que iba a asistir al surgimiento de dos Estados alemanes, “cada uno de ellos aplicándose para ser el alumno modelo de uno u otro bloque, felices por la favorable circunstancia de poder incluirse, tanto aquí como allá, entre las potencias vencedoras”. “¿Cuándo se hizo de noche en Alemania”?, va a preguntar Günter Grass en el último tramo de aquella charla. Y va a decir, por fin, como si hablara consigo mismo: “No podemos pasar por alto Auschwitz. No deberíamos, por mucho que nos atrajera, tratar de realizar ese acto de violencia”. El pasado que no pasa Los puentes no se han roto. Alguien escribe, desde aquí, en los años posteriores a la larga noche del ‘76, algo que sigue el mismo rumbo, reflexiones que merodean parecidos interrogantes: “¿Por qué nuestras palabras no dicen la memoria? ¿Por qué la historia, que contiene la inédita bestialidad de los asesinatos masivos, no pudo ser hablada por nosotros en su insoportable dolor, en su trágica verdad? ¿Por qué la tragedia no consigue ser nombrada?”. Nicolás Casullo11 va a interpelar pasados y presentes, va a hacer preguntas sobre el estado de las cosas, las conductas sociales, la dominación, los sujetos, todo aquello que aún permanece al margen de las reflexiones que intentan develar la compleja dialéctica entre memoria e historia. Cruzar los límites, las zonas opacas, desentrañar silencios, escuchar, como pedía Benjamin, la voz de los vencidos: de eso se trata en la construcción de una 6
memoria verdadera. Pero, ante todo, se trata de interrogar e interrogarnos: ¿desde dónde miramos el pasado? ¿Cómo se relaciona nuestra propia vida con el tiempo de la desgracia? ¿A qué demandas del presente queremos dar respuesta cuando accionamos la palanca del recuerdo? ¿Hasta qué punto esas demandas van a condicionar nuestra mirada? Los monumentos aceitan la conciencia, las efemérides también. Nada más tranquilizador que las placas recordatorias, los rituales, las celebraciones, para esa abrumadora asamblea de ciudadanos de bien que en Argentina, igual que en Francia o Alemania, nada habían visto ni sabido ni escuchado en una suerte de renegación colectiva de lo que la mayoría veía, sabía y escuchaba. El genocidio marca un límite infranqueable a las políticas de la memoria, cuya doblez oculta es la organización de los olvidos necesarios para la recuperación del viejo orden interrumpido. Hay un núcleo duro que vuelve imposible, en lo individual y en lo colectivo, construir la memoria sobre la base de la negación, una memoria que olvida aquello que no se puede dejar de recordar. “Olvido del no-‐olvido”, dirá Ricoeur12. Y hablará de la “memoria olvidadiza”, vinculada a la refundación de la política, que nada puede contra “la memoria que no olvida”, la que, aunque excluida del campo del poder, vuelve a surgir como huella, como resto, como aflicción, como ira. Bibliografía 1
.-‐Pierre Nora, Les lieux de memoire, París, Gallimard, 1986. .-‐ Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, Fondo de cultura económica, 2008. 3 .-‐Alejandro Kauffman, Violencia y memoria, Revista Confines Nº 21, Buenos Aires, 2007. 4 .-‐ Nicole Loreaux, La ciudad dividida, Katz Editores, Madrid, 2008. 5 .-‐ Paul Ricoeur, op. cit. 6 .-‐Nicolás Casullo, Modernidad y cultura crítica, Paidós, Buenos Aires, 1998. 7 . -‐ Paul Ricoeur, op. cit. 8 . -‐ Saúl Friedlander, En torno a los límites de la representación, Altuna Impresores, Buenos Aires, 2007 9 . -‐ Henry Rousso, Le sindrome de Vichy, París, Editions du Seuil, 1990. 10 .-‐Ian Kershaw, La dictadura nazi, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2004. 11 .-‐ Nicolás Casullo, ob. cit. 12 .-‐ Paul Ricoeur, op. cit. 2
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