POR LA ORACIÓN HACIA LA LUZ

POR LA ORACIÓN HACIA LA LUZ Hermoso programa que reúne dos obras sacras pertenecientes a la misma tradición. Partituras claras, a ratos luminosas, de

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POR LA ORACIÓN HACIA LA LUZ

Hermoso programa que reúne dos obras sacras pertenecientes a la misma tradición. Partituras claras, a ratos luminosas, de líneas bien trazadas, equilibradas y cálidas; efusivas y envueltas en poético velo instrumental y coral, arropadas por una vena melódica de primer rango. Más rica y contrastada, más angustiada y a ratos trágica, la de Poulenc, bien que al final encuentre la luz y la serenidad. Más efusiva e introvertida, más sencilla armónicamente, la de Duruflé. Una buena idea acogerlas en el mismo concierto, máxime cuando son muy cercanas en el tiempo. Poulenc estaba muy unido al pintor Christian Bérard. Por eso. tras su repentina muerte, decidió componer un Requiem a la memoria del amigo, pero en seguida, queriendo huir de la pomposidad que habitualmente envuelve a una misa de difuntos, se decantó por un Stabat Mater, cuyo texto le pareció más adecuado para llorar, con un hálito de esperanza, al camarada desaparecido. El estreno tuvo lugar en el Festival de Estrasburgo el 13 de junio de 1951, con Fritz Münch en el podio y la soprano Geneviève Moizan en calidad de solista. Fue un gran éxito; algo que no debe sorprender teniendo en cuenta la concisión, la comunicatividad, la tensión y la entidad nerviosa y tersa de la música. La variada y sugestiva armonía, la ambigüedad tonal, las continuas modulaciones van dando sentido y expresión a los pentagramas. No hay duda de que a partir de ellos fue creciendo el proyecto, tan felizmente culminado cinco años más tarde, de la ópera Los Diálogos de Carmelitas: hay evidentes anticipaciones en el Stabat Mater. Cada uno de los doce números de esta obra sacra posee su carácter propio y diferenciado, lo que habla bien de la inspiración y creatividad de su autor. Henri Hell ve, por ejemplo, beatífica calma en el Stabat Mater dolorosa inicial, tragedia en Cujus animam, dulzura en O Quam tristi, dramatismo en Eja Mater, gracia ingenua en Quae moerebat, simplicidad majestuosa en Fac ut ardeat o gloriosa en Quando corpus morietur. Pureza general de la línea, aunque la composición quede lejos de lo lineal: es generosa y densa; bien que nunca el sentimiento desborde los márgenes establecidos a buril. La partitura

incorpora un coro a cinco voces –los bajos suelen estar separados de los barítonos-, una soprano solista, según lo dicho, y una orquesta muy crecida, con dos flautas, piccolo, dos oboes, corno inglés, dos clarinetes, clarinete bajo, tres fagotes, cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones, timbales y dos arpas. Poulenc no incluyó órgano, que consideraba que podía causar, sumado a los demás instrumentos, una especie de “pleonasmo sonoro”. El número de apertura, Stabat Mater dolorosa, se inicia con la enunciación por los bajos del coro del austero tema principal, que aparecerá, más o menos alterado, en distintos puntos de la composición y que aquí suena sobre un lecho de cuerdas en piano. La tonalidad de la menor da sentido a la plegaria. La repetición del motivo, ahora por el coro al completo, una tercera mayor más alto, prepara la aparición de un gran fortissimo, que nos introduce en un paisaje trágico, tras el cual se producen contestaciones sobre el tema dominante. El coro, trabajando la tonalidad de apertura, cierra en calma el fragmento. Cujus animam gementen se inicia con violencia y un tempo vivo. Es un allegro molto marcado por frases breves y secas, un fragmento concitato. La música progresa sobre una base de arcos nerviosa y modulante, un ostinato sobre el que se eleva en pianissimo el coro, tras un silencio de dos compases. La repetición de la palabra gladius es seguida por una cadencia que cierra el número. El dolor se instaura en Quam tristis, con el coro a cappella en el desarrollo de una gran expansión melódica. Conclusión igualmente en pianissimo. Para Delamarche “el desbordamiento sensual que acompaña a la palabra benedicta, con apoyo en el arpa, ilumina la oscuridad como un vitral radiante a una sombría catedral”. En Quae moerebat encontramos, como contraste, una simple canción de Navidad de líneas sencillas y amenas en la clara tonalidad de la bemol mayor. Tempo gracioso de andantino. Nuevo cambio, esta vez a un movimiento que tiene no poco de cataclismo. Ese Qui est homo arranca enérgicamente, en un rompedor fortissimo. El violento comienzo da paso a una sección más tranquila, poblada de ligeras figuraciones en tresillos. El cierre es conciso y terminante. Es muy estratégica la repetición de la interrogación Quis? Quis?, murmurada

por el coro. Se escucha el tema principal, expuesto en el primer número, y se concluye con un seco acorde de si bemol menor. Volvemos a la serenidad en

Vidit suum, que discurre sobre

acompañamiento ostinato. Aparece la soprano, que dialoga con el coro sobre un pronunciado vaivén rítmico. La línea solista se adelgaza hasta el extremo en medio de un melodismo muy grato; aunque el aire de marcha constante introduce de nuevo la inquietud. Pese al trabajo armónico, Poulenc logra que nunca tengamos la impresión de sobrecarga. En Juxta Crucem, un allegro ciertamente impetuoso, reaparecen estribaciones del motivo principal. Eja Mater da paso a una gran animación coral sostenida, de nuevo, por un ostinato rítmico orquestal. El final no deja de tener una apariencia humorística en los diseños de las maderas. Delamarche resalta el hecho de que por primera vez hay armadura de clave: tres bemoles; y de que se establece una forma estricta: ABA. Imitaciones vocales abren el Fac ut ardeat. Las féminas y los varones confluyen enseguida a cappella. La frase es repetida a conciencia. Este maestoso en do menor es un coral austero en el que el autor se dice que siguió los consejos dados por su maestro Koechlin. Maderas ondulantes caracterizan el soporte orquestal de Sancta Mater, de aire muy marchoso, en donde otra vez percibimos ecos del número de apertura y en donde se evoca patéticamente la Crucifixión. En fortissimo se escucha la palabra Crux. Luego todo se dulcifica en la aparición postrera de la Virgen. Un aire barroco baña Fac ut portem. El coro emerge de las profundidades en un ascenso en el que las sopranos proporcionan algo de luz. Sobre todos planea la solista, que asciende al si natural agudo en un efecto muy hermoso, favorecido por el tempo de sarabanda. Los vientos contrapuntean la línea vocal, que vuelve a traernos el tema fundamental. Una violencia inaudita envuelve el Inflammatus et accensus. El coro se lanza a toda presión y pregona ese motivo. Se produce un repentino silencio y llegan entonces, en adagio, frases suaves y cordiales, primero a cappella, después sostenidas al unísono por la orquesta. La música toma vuelo en un canto solemne punteado por los timbales. El final, al que se llega a través de

una armonía muy transparente, es brusco y repentino y da pie a la entrada del Quando corpus morietur. La calma inicial nos trae el recuerdo del tercer número, O Quam tristis. El coro repite en fortissimo la primera frase y da cauce al canto de la solista, que entona con fuerza y vigor. Una frase a cappella de los varones es contestada por las mujeres, mientras la soprano realiza hermosas vocalizaciones y nos conecta con la luz paradisíaca. Todo se repite con menor energía. Súbitamente, llega el Amén en fortissimo y la orquesta remata la obra con un acorde perfecto. Toda esta parte anticipa claramente la música del final de Los Diálogos de Carmelitas. De tal manera concluye una obra que comienza como una oración fúnebre y se expande lentamente hacia la luz (Delamarche).

Duruflé era muy consciente de lo que quería lograr con su Requiem. Y a fe que lo consiguió. Escuchemos sus palabras. “Este Requiem, terminado en 1947, está enteramente redactado sobre los temas gregorianos de la misa de los muertos. Unas veces el texto ha sido respetado íntegramente y la parte orquestal no interviene más que para sostenerlo o comentarlo; otras me ha servido de simple inspiración; en otras, sin embargo, me he apartado completamente de él, por ejemplo, en ciertos desarrollos sugeridos por las palabras latinas, especialmente en el Domine Jesu Christe, el Sanctus y el Libera me. De una manera general, he buscado penetrar en el estilo peculiar de los temas gregorianos. Así, me he esforzado en conciliar, en la medida de lo posible, la rítmica gregoriana, tal y como ha sido fijada por los benedictinos de Solesmes, con las exigencias de la métrica moderna. En cuanto a la forma musical de cada una de las piezas, se inspira por lo común en la propuesta por la liturgia”. Muy ajustada descripción de la composición. Duruflé trabajó, sin duda, sobre las bases técnicas heredadas de Dukas, su maestro. Pero, aunque forzoso es reconocer que, aun admitiendo las reconocibles bellezas de la Misa, el discípulo iba por detrás del profesor, artista más avanzado y comprometido. Pero estos pentagramas nos llegan mansa y fluidamente, nos envuelven y adormecen en cierto modo las conciencias. Después de todo, Duruflé era un

fiel defensor de la tradición francesa y seguía la senda del refinamiento, que en él descansaba en la sobriedad del dibujo y del adorno, la reserva natural y disciplinada. Y era, como señalaba Roubinet, enormemente autocrítico con todo lo que escribía, con lo que los resultados eran consecuencia de un permanente pulimento. Algo que queda meridianamente demostrado por el hecho de que el compositor llegó a redactar hasta tres versiones distintas de la partitura intentando encontrar los mejores caminos para su expresión. La primera de ellas, la comentada de 1947, para gran orquesta, órgano, dos solistas -mezzo y barítono- y coro; la segunda, muy poco posterior, elimina la formación sinfónica y deja la responsabilidad del acompañamiento al instrumento de tecla; la tercera es de 1961 y contempla el empleo de un pequeño conjunto de cámara, “de iglesia”, que es, en opinión de Tranchefort, la que se adapta en mayor medida al espíritu de la composición, que se divide en nueve partes. El Introito, andante moderato en 3/4, comienza con un murmullo ondulante y melifluo. Los hombres cantan en pianissimo una frase de corte gregoriano. Estamos ya envueltos en ese clima de serenidad –heredado de Fauré- que embarga a toda la partitura, penetrada de una tibia luz. El solemne cantus firmus, apoyado en los metales, da paso a un pasaje imitativo de las voces en el Kyrie, cerrado por un epílogo igualmente consolador. La introducción del Domine Jesu Christe (Ofertorio) parece surgir de las profundidades. Se escucha, dando otro sesgo a la música, la angustiada declamación del Libera animas defunctorum de ore leonis, en la que se llega a un clímax casi disonante. Luego, tras una frase aguda de las sopranos, hace su aparición, en una atmósfera más calmada, el barítono que, como sucedía en el Requiem de Fauré, entona, anunciado por la madera, en estilo declamatorio, el Hostias, sostenido por un febril acompañamiento de cuerdas aleteantes. El coro culmina en pianissimo el fragmento. En el Sanctus atendemos a una balanceante figura repetida en seisillos, que se transforma en el Hosanna en un pasaje vibrante, casi esplendoroso, y de ritmo más marcado. Un poderoso acorde de si bemol mayor precede a la repetición del motivo inicial y a la enunciación del Benedictus. Es habitual

considerar, y con razón, al Pie Jesu como el centro afectivo de la obra; como en el Requiem de Fauré, se encomienda a una voz femenina, en este caso una mezzosoprano. Es la típica, sentida y sencilla plegaria, de una ternura casi angélica. La cantante repite de continuo las palabras requiem aeternam sobre un delicado pedal del coro y refinadas volutas de la cuerda. La voz asciende y nos contagia su entusiasmo, después de un suave vaivén entra el Agnus Dei, que da ocasión al coro a enhebrar una melodía sobre el tema gregoriano. La mano fina del compositor brilla aquí en el encaje de unas exquisitas armonías. El Lux aeterna se abre con suaves contrapuntos en los que el órgano juega un papel muy acusado. El coro, al unísono, nos deja escuchar de nuevo, en recto tono, las palabras requiem aeternam. La más despojada sencillez remata el pasaje. Llegamos a los instantes más dramáticos de la obra en el Libera me, que es precedido de un majestuoso coro masculino. En seguida, se produce una aceleración y, a continuación, un acorde fortissimo que da vía libre al Tremens factus sum en la voz del barítono, que comenta angustiosamente el destino de la humanidad. El Dies irae impone su tremebundo fragor y da cauce a un recogimiento para que se enuncien, dulcemente, en las voces de las sopranos, de nuevo, las palabras requiem aeternam. Es otra vez Fauré y su Misa de difuntos lo que se nos viene a la memoria escuchando el canto en unísono del coro. En esa estela se sitúa el seráfico In Paradisum, que abren las voces blancas, sustituidas usualmente en concierto por las femeninas. Es un fragmento angélico, celeste, implorante. El reposo eterno nos llega envuelto en un acorde pianissimo no resuelto de novena dominante; lo que confiere a la música un sorprendente e inesperado tono de interrogación. El propio de una partitura que, con sus alternancias y sus puntos climáticos, es consolador, mesurado, efusivo, íntimamente recogido, sereno, plegado desde sus planteamientos netamente modales a la espiritualidad, a la suave delineación poética representadas por la citada composición de Fauré de 1888-89, en la que sin duda se miró el músico de Louviers, para quien asimismo era importante el Requiem firmado por Ropartz en 1937-38.

Duruflé, como se ha visto, redujo la Sequentia al Pie Jesu y puso en música el Libera me, aunque, y así lo han señalado varios autores y declaró el propio compositor, de quien venía realmente la inspiración era de Mozart, cuyo Requiem “se dirige al mundo entero gracias a un lenguaje universal”. Duruflé quería ser ante todo humano, comprensible, llano para que el mensaje religioso tuviera eficacia en el oyente. La técnica compositiva es comprensible y penetra fácilmente en cualquier auditor.

Arturo Reverter

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