Primer lugar Juegos Florales Teculután, febrero 2004

Las manos de la María Miyaya LAS MANOS DE LA MARÍA MIYAYA Primer lugar Juegos Florales Teculután, febrero 2004. La noticia corrió como reguero de pó

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2004, de 20 de febrero)
ANEXO IV I. IDENTIFICACIÓN DEL CERTIFICADO DE PROFESIONALIDAD Denominación: CORTINAJE Y COMPLEMENTOS DE DECORACIÓN Código: TCPF0309 Familia Profesiona

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Las manos de la María Miyaya

LAS MANOS DE LA MARÍA MIYAYA Primer lugar Juegos Florales Teculután, febrero 2004.

La noticia corrió como reguero de pólvora. De boca en boca circuló el nombre de aquel héroe cuya increíble hazaña había despertado admiración entre los pobladores, desde la aciaga noche aquella en la cual todos lo tuvimos por condenado a una muerte segura. Serían talvez las once de la mañana cuando yo lo vi. Caminaba aquel hombre rumbo abajo por la Calle Real,

con su

pausado andar y el infaltable puro en la boca. No resistí la tentación de abordarlo y junto a otros adolescentes lo interceptamos. Queríamos oír de sus propios labios lo que ya centenares de bocas comentaban hora tras hora, pues no se hablaba de otra cosa en el pueblo más que de su proeza. Y a pesar de que ya el abuelo me había prevenido de no hacerlo con aquella clásica expresión “no te metás en babosadas, mijo”, eso no fue suficiente para contener el ardoroso impulso juvenil y de común acuerdo con el grupo de amigos, esperamos el momento oportuno. Rumbo al abordaje recordé algunas escenas de los días previos. La remota tarde aquella, por ejemplo, cuando un pequeño y sigiloso grupo de hombres armados irrumpió sorpresivamente en

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aquella comunidad oriental a la vera del río Motagua, ametrallando intencionalmente la puerta de la habitación del Señor Alcalde, quien salvó el pellejo gracias a una coincidencia ya que ese día había decidido volver a su aldea natal, fuera de horario. Ni qué decir del alboroto que este hecho violento causó en aquella tranquila población.

Los patojos curiosos nos acercamos después a dicha

puerta y contamos uno a uno los cincuentiocho agujeros dejados por las balas e inocentemente comentábamos cómo el rechoncho cuerpo del Señor Alcalde podía haber quedado si los malvados hubieran logrado su objetivo. Si, la María Miyaya era habilidosa en el manejo de sus manos, halando con la izquierda la tela y con la otra, levantando el resorte y colocando la aguja en posición de coser. Cuando pedaleaba con sus pies descalzos, ambas manos parecían atacar furiosamente el pedazo de tela el cual, a los pocos minutos, salía convertida en una elegante prenda femenina, a pesar de los tirones de la mano izquierda y los contratirones de la derecha. Y también vinieron a mi conciencia recuerdos frescos de otra noche, cuando intempestivamente los comercios cerraron las puertas antes de la hora acostumbrada. Un inusual movimiento de gente presurosa se escuchó en la calle, acompañado de gritos y piernas que correteaban desesperadamente sobre las baldosas de las aceras. _¡Los guerrilleros!_ gritó alguien allá afuera, con voz estentórea aunque entrecortada por la angustia. Este grito hizo que cundiera la alarma general, y nosotros, que apaciblemente disfrutábamos de los placeres mentales de jugar un torneo de ajedrez en casa, hubimos de apagar la luz de aquella sala, suspendimos toda conversación y, vueltos oídos, nervios y pánico, tratábamos de imaginar qué ocurriría a continuación en aquellas calles ahora tomadas por foráneos. Una ráfaga de ametralladora rasgó el silencio sepulcral de aquella

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incipiente noche, y nuestra imaginación nos presentó docenas de cadáveres tendidos a lo largo de la Calle Real.

Voces de órdenes

distantes las interpretamos como que el núcleo de aquella violenta acción se desarrollaba un tanto lejana a nosotros, en el parque o quizás el Edificio Municipal. Así estuvimos por largos minutos, en el medio de un suspenso que congeló incluso el fluir de la sangre, hasta que la normalidad empezó a colarse poco a poco por las rendijas de las puertas y del alma desde el sitio dónde suponíamos que la principal acción había tenido lugar.

Con tamaña sorpresa nos

enteramos de que todos los empleados de la Oficina de Correos habían sido maniatados y encerrados en prisión por los guerrilleros que en número elevado habían tomado el centro de aquel tranquilo poblado, destruyendo a su paso los pocos y anticuados aparatos de aquella oficina, pintarrajeando las paredes de los edificios públicos y casa circunvecinas y tirando panfletos por doquier. Ningún herido, ni mucho menos muerto, era el saldo de aquella irrupción, como rezarían después los partes militares. “El país –un día me dijo el abuelo- tiene dos manos, como las de la María Miyaya”. Yo confieso que no entendí el significado de esa frase oscura, como tantas otras que ya le había escuchado antes y a las cuales por cierto ya estaba habituado dado el carácter reservado del abuelo. Y continuó con su perorata y yo lo escuché más por respeto que por interés, como tantas otras veces durante mi infancia, y en una de tantas supe que la María Miyaya era analfabeta, que vivía en un humilde rancho de paja en uno de los callejones del poblado, y que fabricaba ahí también sombrero de palma que los campesinos apreciaban. O la vez cuando repentinamente un individuo extraño se levantó de la banca en el parque al ver que el jefe policiaco abandonaba la oficina para marcharse a cenar a su casa, distante

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varias cuadras.

El agresor inmediatamente empezó a disparar, y el

policía, al verse perseguido pronto empezó a correr en zig-zag para desorientar a aquél. Esta nueva acción inmovilizó a los pobladores que en número elevado fluían al parque central para salir de la rutina diaria. Y cada transeúnte pudo observar la habilidosa maniobra del jefe policiaco eludiendo la frenética aunque errática puntería del repentino agresor, y corriendo desesperado por callejones desolados, hundiendo a veces los zapatos en la arena, hasta que logró por fin escapar de una muerte casi segura. No se supo quién había sido el frustrado asesino, aunque quienes vieron su rostro aseguraron que no era paisano. Un día que no fui a la escuela por motivos de salud, me detuve a observar el trabajo paciente que la María Miyaya llevaba a cabo, inclinada sobre aquella vieja máquina doméstica de coser.

Me

sorprendió saber que usaba un pedazo de cáñamo, anudado a intervalos irregulares, en lugar de la habitual cinta métrica de quienes se dedican a este oficio, y que pendía de su cuello. “Yo lo fabriqué” – murmuró, anticipándose a mi curiosidad infantil.

Y a cada nudo

correspondía una medición peculiar sobre el cuerpo de la clienta, según después me explicó. También recordé aquella terrible noche cuando la población disfrutaba las emociones de un encuentro de baloncesto.

Nuestro

rival era uno de los equipos más fuertes de la región, y el público local coreaba nuestros nombres cada vez que lográbamos un enceste o llevábamos a cabo una habilidosa jugada que desorientaba al competidor.

El juego estaba en el clímax cuando repentinamente

todo enmudeció, a pesar de que tanto los jugadores locales como los visitantes luchábamos fieramente por la posesión del balón. Y así el juego transcurrió cierto lapso de tiempo hasta que todos los deportistas nos dimos cuenta de que algo raro esta ocurriendo allá

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con la gente que rodeaba la cancha. Y asustados nos enteramos que todo el público, otrora bullicioso y frenético, ahora estaba silencioso, pálido, petrificado y con los ojos fuera de órbita. Cuando el balón se detuvo pudimos entonces contemplar a una muchedumbre armada hasta los dientes, vistiendo trajes

de fatiga,

que escrutaba

cuidadosamente a cada persona del público. Con las pesadas armas en posición de disparo, nos ordenaron suspender el juego (algo innecesario pues de hecho ya se había dado) y formar una larga fila para abandonar la cancha, pasando cada quien, deportista o público, necesariamente por una estrecha puerta en la que una voz autoritaria nos preguntaba el nombre de pila, y luego lo confrontaba con una larga lista ayudado por la linterna de mano. Había que verla cuando se disponía a cortar la tela.

La

colocaba a lo largo y ancho de la mesa del comedor, y acercaba el rostro arrugado, frunciendo el entrecejo en el que a horcajadas bailoteaba un par de anteojos que fueron buenos en otra época, los ojillos curiosos parecían saltar de sus órbitas, y con el cordel medía las dimensiones de la pieza y luego las tijeras completaban la obra. Remedaba un General que con la ayuda de su Estado Mayor, inspeccionaba escrupulosamente el mapa del país antes de dirigir una operación militar contrainsurgente. Pero esta acción intimidatoria tuvo un corolario triste. Al salir de la cancha tras el frustrado encuentro de baloncesto, nos fuimos directamente a casa en lugar de visitar las tiendas aledañas para llevar a cabo los consabidos comentarios, e intentamos dormir a pesar del susto. Afuera de la vivienda se escuchaban los ruidos de los motores de los vehículos

que los desconocidos fuertemente

armados utilizaron para circular por las calles del poblado, diseminando un mensaje de muerte por aquellas polvorientas vías ahora desoladas. Pero al día siguiente nos enteramos, boquiabiertos,

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de que cinco paisanos habían sido extraídos violentamente de sus hogares la pasada noche, y llevados con rumbo desconocido por aquellos individuos. Aunque en el pueblo era primera vez que esto ocurría, el peso de la situación general nos indicaba que el destino de los secuestrados era el río Motagua. Ya sabíamos que serían fusilados sin juicio previo en la ribera, para que la corriente de agua se llevase los cadáveres hasta el Mar Caribe donde serían alimento de los tiburones. Y nadie había escapado con vida de esta condena. Nadie. Así era la María Miyaya.

El primer nudo correspondía a la

medición de la cintura, y si la chica era gorda, el nudo distanciaba mucho del extremo inicial. El segundo, al busto, y así sucesivamente, en progresión que ella sola conocía pues la situación se tornaba luego confusa y no había forma o método de hacerla evidente a otras personas. En una ocasión llegó una dama encendida por la cólera, pues la falda hecha por la Miyaya le quedaba luenga, muy luenga. La Miyaya rectificó las medidas y descubrió que algún nudo se había corrido más de la cuenta, y luego dirigió sus ojillos acusadores a mi persona. Aunque en honor a la verdad, yo no había sido. Cuando

el

abuelo

se

enteró

de

los

nombres

de

los

secuestrados, sus ojos reflejaron un brillo que yo entonces no alcancé a entender. Intercambió con la abuela cierta mirada y masculló una frase de la que alcancé a escuchar “...así tenía que ser” y volvió luego a sus ocupaciones habituales. El abuelo tuvo cierta sabiduría que lo colocaba a un nivel superior al del común de los mortales, y parecía tener en sus manos el hilo de la madeja.

La novedad no ofrecía

sorpresas para él, y eso era algo que a mi me fastidiaba por aquellos días pues no compartía, por ejemplo, nuestro entusiasmo por la heroicidad de Mariano.

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Pero nuestro héroe siguió brillando como una estrella de primera magnitud en el firmamento de las primaverales ilusiones juveniles, aunque gente como el abuelo se resistiera a admitirlo. Al fin y al cabo, ¿qué era lo que él quería, o había hecho a lo largo de su vida? No otra cosa que vivir, arrancándole unos mugrosos centavos con el sudor honesto de su frente a aquel árido pedazo de tierra que cultivaba y hoy se sentía herido porque un verdadero héroe había nacido en el pueblo, surgido no de la clase acomodada sino del auténtico pueblo. Y así fue como la noticia del regreso de Mariano causó enorme sorpresa en aquel tranquilo poblado.

¿Cómo es posible, decían

algunos vecinos, que haya escapado de las garras de la Mano Blanca? Pero él estaba ahí, vivo y coleando tras dos semanas de cautiverio, de vuelta a casa, sonriéndole a todo el mundo, y caminando por la Calle Real rumbo abajo, con su andar pausado, mientras los ojos del poblado seguían atenta y escrutadoramente sus movimientos. La estación de lluvias hacía ratos que nos visitaba, y el río Motagua serpenteaba caudaloso por el medio de aquel valle cálido, acarreando árboles, piedras y cuanto objeto se interponía en su furioso paso. La naturaleza había pintado de verde la campiña, y las flores multicolores rivalizaban unas con otras en belleza, como las jovencitas del poblado con sus faldas cortas, muy cortas, señuelo antañón de la astucia femenina en aquel trópico lujurioso que alimenta las pasiones y adormece el cerebro, según solía decir mi abuelo mientras le hacía filo al machete calabozo. Y así es como yo estaba ahí sin poderlo creer, junto al héroe redivivo, a punto de oír de su propia voz los pormenores de su grande e increíble historia. Y todos los muchachos nos arremolinamos en

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derredor suyo y le lanzamos preguntas a diestra y siniestra hasta casi atolondrarlo. -“¿Qu’iubo patojos?”- fue su jovial expresión. Nosotros no lo pensamos más y lo abordamos precipitadamente. Él era el dueño de la situación y actuaba con plena conciencia, así es que fue soltando su versión empezando por los más pequeños detalles, que eran del dominio público desde la aciaga noche aquella, hasta los otros, los que nadie conocía excepto él. El suspenso fue haciéndose cada vez más y más grande en la medida en que nos acercábamos al punto crucial.

Y aquí fue cuando nos dijo lo que

nadie sabía en el pueblo según creímos, que había sido colocado junto a otros secuestrados, atadas las manos hacia atrás, de pie en un desfiladero y dando las espaldas al río, a esas horas frías de la madrugada. Y que en el momento en que los verdugos empezaron a disparar, nuestro héroe se volvió presto a la izquierda y se lanzó al agua desde aquella imponente altura, desafiando el peligro y ante la sorpresa de los ajusticiadores. De vez en cuando interrumpía su narración para quitarse momentáneamente el puro de la boca y exhalar una bocanada de humo, formando volutas que incrementaban el diámetro en la medida que ascendían.

Después,

lanzaba al piso un grueso

escupitajo. Nosotros contemplábamos a Mariano, absortos, con la respiración detenida, sin perdernos detalle alguno de sus gestos, asimilando palabra por palabra de aquella experiencia que seguro cambiaría

la

historia

nacional.

Mañana

quizás

la

prensa

guatemalteca desplegaría un enorme titular con la fotografía de nuestro héroe en aquella posición, desprendiendo el puro de los labios y elevando la mirada hacia el transparente cielo oriental, como lo pudo haber hecho Napoleón en Egipto en sus mejores días.

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-“¡Y así fue como me salvé de una muerte segura!”- expresó en el punto álgido de aquella narración expectante, mostrando una herida de bala en el hombro derecho, la que alguno de los victimarios le había ocasionado en un intento por evitar su huída. Y fingió el muy tunante que la corriente lo había devorado, y se hizo al agua cual pez tratando de alejarse y alcanzar sitio seguro, sacando a ratos la cabeza para respirar aire puro y presto ocultarla, pues los asesinos allá arriba disparaban sin cesar punzando el manto de agua en el que nuestro personaje nadaba camino de la heroicidad. Ese río fue la ancha avenida por la cual la disensión transcurrió en nuestro país por aquellos días.

Era el símbolo

negativo de cómo los graves asuntos nacionales habían de manejarse. Y así, sus habituales huéspedes flotaron arrastrados por la corriente, boca abajo o boca arriba ya que a la muerte no le gustan los formalismos, llevados por el ímpetu y chocando a veces con los obstáculos puestos por Madre Natura a lo largo y ancho de su curso. El abuelo me contó haber visto rostros extraños de cadáveres flotando a la deriva algún día que fuera a bañarse: uno de barba rojiza con la pierna amputada; y en otra ocasión, un torso de piel africana separado de las extremidades por un enorme tajo de machete. Y en las orilla se apostaron los tribunales de sentencia, amparados en la oscuridad de la noche oriental,

tocados con la

clásica gorra en sustitución del bonete rojizo. Y de esos tribunales siempre emanó sentencia de muerte. Hoy, con los hilos de la madeja en la mano como diría el abuelo, es fácil decir todo lo anterior. “Es tanto como predecir un partido de fútbol, a sabiendas del resultado” me dijo una vez antes de tenderse en el catre de pita poco después de entrada la oración. Y el

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viejo tenía razón pues en aquellos días de infortunio no sabíamos discernir quién era el malo y quién el bueno. “¿Quiénes eran los jefes? ¿Quiénes financiaban estos grupos? ¿Qué fines perseguían?”, se preguntaba la prensa radial del país, según comentaba la María Miyaya con el abuelo. Hoy caigo en la cuenta que para todas estas preguntas ahora tenemos respuestas, pero en aquellos tiempos no las había y el rumor trataba de darlas aunque el ciudadano común se confundía más. “Es mejor que cada quien esté en lo suyo, sin meterse a camisa de once varas”, solía decir mi abuelo, tomando el azadón y el corvo para marcharse rumbo al cerro, a trabajar en la pequeña parcela de maíz que allá arrendaba. Parcela de la cual un día de tantos retornó con el rostro desencajado. Para los suyos era evidente aquella alteración, así es que no le costó mucho esfuerzo a la abuela vencer su inicial resistencia.

Narró con lujo de detalles lo que había visto, cómo

aquellos individuos vestidos de verde olivo y pobladas barbas, entraban en conversaciones secretas con ciertos paisanos allá en lo alto de aquel cerro, y se dejaban cortar el cabello por uno de éstos, bajo la sombra de un frondoso árbol guayacán. El abuelo, escondido y temeroso, pudo darse cuenta de todo ello sin ser siquiera visto por los extraños merodeadores. Cuando volvió al rancho, pronto se dió cuenta de que era poseedor de un secreto demasiado peligroso, y conforme a su naturaleza, prefirió almacenarlo ahí en los cofres de su conciencia, en los que almacenaba tantas posesiones inmateriales con las que alimentaba mis noches de fantasía antes de irme a la cama. Yo escuché su versión, y aunque entonces no entendí quiénes eran los implicados, adiviné el temor que a ambos invadía. Pero volvamos a nuestro héroe. Su estatura creció en aquellos días ante nuestros ojos hasta alcanzar proporciones descomunales al término de su narrativa, salida de sus propios labios. Creíamos que

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no podía hacerse otra cosa más que erigirle una estatua ahí en el pleno centro del poblado, tan alta que pudiese ser vista desde los cuatro puntos cardinales y allende la altiva Sierra de las Minas, y Mariano posado ahí en el pedestal, con sus bigotes a lo Stalin y el puro a la usanza campesina, señalando el punto del río en el cual había burlado a la muerte. Ningún esfuerzo podría ser escatimado para lograr este objetivo, pues él había escalado las cumbres más altas del valor y la audacia humanas. Quizás los gringos, o alguna potencia europea, podrían proporcionar los fondos para erigir en mármol criollo la monumental estatua, para aprisionar la esencia de la verdad y exponerla a los ojos de todo el mundo y evidenciarles que estamos muy lejos de la mediocridad general con la que la historia oficial nos presenta. Y al finalizar su relato se largó aquel sencillo hombre caminando por las aceras de aquella larga calle, con su andar pausado y el maloliente puro despidiendo humo.

Ya las amas de

casa volvían del molino de nixtamal y un pesado vaho se levantaba de aquellas calles arenosas, las que nuestro héroe pisaba con los caites de hule, y su cabeza, por el clásico sombrero de palma, lucía orgullosa esa pieza de la artesanía local con un ala encartuchada y el frente vuelto hacia abajo. El era original hasta en esos pequeños detalles, pensamos. Y ya en el poblado se empezaba a escuchar el clásico clap, clap, que las ágiles manos femeninas palmoteaban en el interior de la cocina hogareña para llevar luego las tortillas de maíz al comal. Muy pronto pitaría el tren de arriba, anunciando su llegada y despertando un ir y venir presuroso por las calles tostadas por el sol. Tristes, lo vimos marcharse con aquel ritmo bamboleante, pero el regocijo no nos cabía dentro del pecho y hubiéramos querido ahí mismo condecorarlo, otorgarle la máxima medalla al mérito por el

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valor, autorizarle una atractiva pensión vitalicia, o algo así grande para compensar su heroicidad y estimular la de otros, para que el pueblo, y luego todo el país, creciese en ejecutorias y así llenáramos esos grandes vacíos en la historia patria. Mariano había desafiado y vencido la muerte, que en aquellos días sólo salía de los fríos labios de los fusiles. Días más tarde la verdad llegó tímida a las puertas de la población. No utilizó bombos ni platillos, ni fue precedida por la fanfarria sensacionalista que acompaña al victorioso. Más bien fue como un secreto que se trasladaba tímidamente de oído a oído. Y los rumores de un pacto secreto entre secuestradores y nuestro héroe punzaron la conciencia del poblado. Y la estatura colosal del héroe colectivo empezó a encogerse a un ritmo tan acelerado que bien pronto logró recuperar de nuevo el tamaño normal. Y las manos de la María Miyaya siguieron tejiendo y destejiendo aquella tela enorme, acometiendo ora por arriba o por abajo, por el frente o por la retaguardia, haciendo pespuntes, puntadas cortas y a veces largas, cortando con las tijeras las puntas sueltas, y a veces tomando un retazo de otra tela colocándolo por aquí o por allá para remendar un desacierto, y con el dedal en el lugar correcto evitaba las heridas en la yema de sus dedos que la filosa aguja intentaba provocar, a la manera de las corazas de los gladiadores medievales. Y los botones quedaban adheridos en sucesión imperfecta, y los nudos de aquel cordel se estiraban o acortaban para ajustarse a las dimensiones de la tela, mientras la señora gorda esperaba su blusa angosta y la niña lloraba porque la falda le quedaba luenga. No una sino varias veces la mano izquierda se había quejado de algún golpe ocasionado por la derecha, pero también ésta fue agredida por aquélla aquel año en que la estación de lluvias fue escasa, tan escasa

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como los recursos de la María Miyaya cuando comprobó que en la bolsa del delantal no quedaba más que diez miserables centavos, insuficientes para llevar la tajada de queso al seno del hogar; “hoy comeremos los frijoles solos” fue su expresión triste, triste como el llanto de las viudas volviendo del cementerio donde enterraron al padre de sus muchos hijos, hijos como los de la patria amada que encaramados en las cumbres del poder político, o en la apoltronada habitación del hotel en el exilio, autorizaban con su firma la eliminación del opositor. “Gracias al Señor Presidente, por haberme brindado su apoyo en esta elección” dijo el abogado cuando era investido como Presidente de la Corte Suprema de Justicia, justicia cada vez más en descrédito. “El que viene atrás, que arreé” dijo por su parte el Señor Presidente del Organismo Ejecutivo, General de muchas posesiones, tantas cuantas las fincas de la Costa Sur que son el sustento de la economía nacional. Y cuando ambas manos retomaban el trabajo sobre la enorme tela de azul nacional, las reglas del juego quedaban rotas, y las manos se perseguían una a la otra en un intento ciego e irracional de eliminación. A pesar de esto, el 15 de septiembre Juanito luciría orgulloso la camisa blanca que la modista sin escuela había fabricado, sometiendo a control aquellas ágiles pero rebeldes manos que dejadas a la deriva, como los cadáveres flotando en el río Motagua que más de alguna vez vio el abuelo, imponían su propio capricho a la enorme tela. Y la marimba del pueblo entonaba aquellos aires quejumbrosos, arrancando ayes lacrimosos de las viudas y de los niños huérfanos, pero también suspiros de los enamorados en aquellas vueltas sin retorno en el parque de la ilusión, que por décadas alimentaron la fantasía de la utopía nacional, y el borrachito allá en la cantina de doña Lola también emitía un ¡ajúaaa! a todo pulmón por la ingrata que lo había abandonado por otro. En alguna ocasión la tela encogió tras la primera lavada, y doña Pancha encontró el motivo justo para gritarle improperios a la María Miyaya, quien pacientemente 13

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escuchaba aquella sarta de sandeces, como las que los periódicos nacionales publicaban a diario, dando parte del enfrentamiento armado que desangraba al país. Sangre que brotaba por los costados del ser guatemalteco, y que alimentaba los océanos situados en los extremos del territorio nacional.

“Siempre el bueno triunfa sobre el

malo” dijo el cura en la iglesia, aquel domingo lluvioso en que amenizó el obligado sermón con interioridades acerca de la vida privada de los ricos del pueblo, y que fue la comidilla en aquellos tiempos lejanos, tan lejanos como la pronunciada curva de la vía férrea en la que el tren nocturno había atropellado a un semoviente de don Romeo, brindando carne

gratuita a los pobres. “¿Qué tela quiere llevar, señora?” le

dijeron a la Miyaya allá en Zacapa, cuando visitó el mercado central para llevar al

pueblo la tela de encargo; tenemos satín, popelina,

manta, lino”, mientras Lino llevaba las vacas del patrón a pastar por el camino de la estación del ferrocarril y que las llevaría luego hasta el río, aquel río fatídico que daba vida pero también muerte. Y a pesar de ello todo volvió a ser como antes en la vida de todos nosotros, y también en la de Mariano, aquel héroe que volvió a beber licor en la taberna del pueblo y a emitir aquel grito profundo, a la manera del charro mexicano, con el que estremecía las fibras íntimas de los borrachos que lo acompañaban, y provocaba las risas burlonas de los paisanos que a lo lejos, desde la interioridad de sus casa poblanas, esperaban que cayera la noche para cerrar el capítulo de un día más de trabajo.

Pseudónimo: Tobón Autor: Hugo Leonel Ruano

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