Primera parte: Maneras de tocar Capítulo 1: Aprehender el lenguaje de la vida 25 Capítulo 2: La expresividad de las palabras 67

Índice Prólogo a la edición española 9 Prefacio 13 La expresividad del cuerpo Primera parte: Maneras de tocar Capítulo 1: Aprehender el lenguaje d

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Índice Prólogo a la edición española

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Prefacio

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La expresividad del cuerpo Primera parte: Maneras de tocar Capítulo 1: Aprehender el lenguaje de la vida Capítulo 2: La expresividad de las palabras

25 67

Segunda parte: Formas de ver Capítulo 3: Muscularidad e identidad Capítulo 4: La expresividad de los colores

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Tercera parte: Estilos de ser Capítulo 5: Sangre y vida Capítulo 6: El viento y el sujeto

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Epílogo

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otas

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oticia bibliográfica

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ombres y términos chinos y japoneses

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Índice analítico

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Prólogo a la edición española Hace algún tiempo, los estudios magistrales sobre la historia médica dividían el mundo en un espacio central de ilustración y en una salvaje periferia de confusiones. Estaban, por un lado, Europa y Norteamérica, en donde las verdades positivas eran desveladas con regularidad y, por otro lado, el resto del mundo, enfangado en la ignorancia y en vanas especulaciones. Por supuesto, la historia de la medicina se concebía ante todo y sobre todo como la historia de la medicina occidental. La del resto debía ser mencionada para crear la impresión de una comprensión global y, también, para exponer los malentendidos disipados por la ciencia de Occidente; pero bastaban para ello las más escuetas observaciones. Así, la obra Introducción a la historia de la medicina de Garrison, un imponente tomo de 760 páginas, sólo necesitaba un párrafo para narrar la historia de la medicina en China. Después de todo, ¿qué se podría decir? La literatura médica china, declara tajantemente Garrison, «consiste en un gran número de obras de las que ninguna posee la más mínima relevancia científica»1. Sería inútil, pues, persistir en fantasías. Los Esbozos de historia de la medicina de Bass ofrecen un relato algo más extenso para concluir sin embargo que «gran parte de la medicina china tiene la apariencia de una caricatura o una sátira de la nuestra»2. Las tendencias de los eruditos favorecen hoy interpretaciones más pluralistas. Los historiadores y los antropólogos insisten actual-mente en que las ideas ajenas de otras tradiciones médicas deben ser comprendidas en sus propios términos como perspectivas alter-nativas, antes que ridiculizadas como torpes fracasos por alcanzar el punto de vista occidental. El rechazo hueco de la alteridad en tanto que error se nos antoja ahora miope e insolente. No obstante, si la alteridad no es necesariamente un error, ¿qué 9

es con exactitud? Si no es en términos de una dicotomía entre ver-dad e ilusión, ¿cómo debemos interpretar entonces la desconcertante diversidad de perspectivas que se halla en el interior de la medicina alrededor del mundo? ¿Cómo enfrentarse al hecho de que pueblos de épocas y espacios diferentes conciban el «mismo» cuerpo humano de maneras tan sorprendentemente dispares y aparentemente inconmensurables? Desde el momento mismo en que nos tomamos el pluralismo en serio, la cuestión acerca de la relación entre puntos de vista incongruentes se convierte en el enigma fundamental de la historia médica. Mi aproximación a este enigma se concentra en torno a dos te-mas. El primero atañe al papel crucial de los estilos perceptivos. Considero que las admirablemente distintas concepciones del cuerpo que se hallan en la medicina de China y de Grecia implican algo más que formas diferentes de pensar, que meros esquemas intelectuales alternativos. También reflejan modos distintos de sentir: los médicos griegos y chinos aprehendieron y contemplaron el cuerpo de una manera diferente —y no sólo metafóricamente sino literal-mente—, con sus manos y ojos. Sus nociones opuestas a propósito del cuerpo están estrechamente entrelazadas con modos opuestos de tocar y de ver. El otro tema esencial es la influencia de los estilos de incorporación. La expresividad del cuerpo argumenta que la historia de los modos en que el cuerpo es teorizado y aprehendido desde el exterior, en tanto que objeto, se encuentra íntimamente ligada a la historia de las maneras en que el cuerpo es subjetivamente incorporado des-de el

interior. Las percepciones diferentes del cuerpo deben ser comprendidas en relación con las experiencias divergentes de la persona. Las concepciones del cuerpo dominantes en la Grecia y en la China antiguas expresan, en especial, respuestas alternativas al siguiente problema: ¿qué es la identidad de una persona en un universo sujeto al incesante flujo de cambio? Huelga decir que se requieren muchos más estudios comparativos si se pretende trazar una nueva geografía de la imaginación médica. Este trabajo representa sólo un modesto comienzo. Quisiera 10 por ello expresar mi gratitud a Albert Galvany Larrouquere por haber propuesto y llevado a cabo esta traducción al castellano, una lengua honrada con una vigorosa y vívida tradición de historiografía médica. Le estoy especialmente agradecido dado que éste no es un trabajo sencillo de traducir. La sutil interacción entre lenguaje y sensación define su núcleo mismo. La expresividad del cuerpo plantea la hipótesis de que los diferentes estilos de percepción y de incorporación se encuentran estrechamente relacionados con los diferentes modos de hablar y de escuchar, y que la manera en que la gen-te utiliza las palabras conforma intensamente el modo en que aprehenden y habitan el cuerpo. Precisamente debido a esa hipótesis, el libro mismo está compuesto en un estilo evocativo —a menudo difícil de traducir, sin duda alguna— que pretende nutrir una percepción intuitiva de esos modos de ser extraños. El estudio de la vida en otros lugares y en otros tiempos nos ayuda a comprender que nuestras vidas aquí y ahora son infinitamente más profundas que las superficies a las que ordinariamente accedemos por una suerte de hábito autocomplaciente. La comparación de la medicina griega y china nos permite vislumbrar el inesperado misterio, las posibilidades latentes en las simples realidades mundanas aún sin explotar. Es mi deseo que, tras leer La expresividad del cuerpo, los lectores nunca vuelvan ya a sentir el pulso, contemplar los músculos, examinar el rostro, o incluso apreciar el viento de la misma manera. Este libro es una investigación acerca de las creencias y las prácticas de pueblos que viven en tierras remotas en una era pretérita; pero, al mismo tiempo, tal y como se explica en el Epílogo, es ante todo una invitación a «reconsiderar nuestros propios hábitos de percepción y de sensación, y a imaginar posibilidades alternativas de ser, de experimentar el mundo de nuevo». Su propósito último es promover en el lector una conciencia renovada de las profundidades insondables de la vida. Shigehisa Kuriyama Kyoto 2004 11

Prefacio Las versiones de la verdad difieren a veces tan asombrosamente que la idea misma de verdad se torna sospechosa. El sobrecogedor relato de Akutagawa Ryünosuke a

propósito de este misterio admite dos certezas: una mujer ha sido violada por un bandido y su es-poso yace en una arboleda, mortalmente apuñalado. El bandido capturado confiesa que mató al esposo, pero alega que la mujer lo había incitado a ello. El asesinato no era su intención, pero la mujer habría insistido. Ella no podía, no hubiera tolerado que dos testigos de su vergüenza caminaran sobre la tierra. Mátese o mate a mi marido, le habría dicho. Bien, no tenía otra elección. Sin embargo, la mujer confiesa que ella mató a su marido, a petición de este último. Mientras permanecía en silencio, atado y humillado, los ojos de su esposo expresaban con toda certeza desprecio y odio extremo. «Mátame», habrían ordenado. Entonces, se percató de que ambos tenían que morir pues la desgracia era demasiado terrible. Pero, tras hundir el cuchillo en él, ella se desmayó y finalmente no logró terminar con su propia vida. Finalmente, el hombre muerto testifica a través de un médium. «Me maté yo mismo», exclama su voz angustiada. El horror de con-templar, impotente, cómo su esposa había sido violada por primera vez y cómo luego ésta quedaba extasiada, era intolerable: «Mata a mi marido», habría instado su mujer al bandido. «Llévame contigo, a cualquier parte.» La muerte es una opción fácil para un hombre cuya esposa pronuncia esas palabras. ¿Qué ocurrió realmente? ¿Fue el marido asesinado por su mujer? ¿Fue el bandido? ¿O se trató de un suicidio? ¿Acaso mintió el muerto? Akutagawa no nos dice qué versión creer, o si alguna de ellas merece crédito. 13

Un enigma similar reside en el seno de la historia de la medicina. La verdadera estructura y el funcionamiento del cuerpo humano son, lo asumimos comúnmente, iguales en cualquier parte, una realidad universal. Pero entonces investigamos la historia y nuestro sentido de la realidad vacila. Como las confesiones del bandido, de la mujer y del hombre fallecido, los relatos del cuerpo en diversas tradiciones médicas parecen describir con frecuencia mundos aje-nos, casi desconectados. Compárese la figura 1, procedente del Shisijing fahui (1341) de Hua Shou, con la figura 2, perteneciente a la Fabrica (1543) de Vesalio. Vistas la una al lado de la otra, las dos figuras revelan lagunas. En Hua Shou, echamos de menos el detalle muscular del hombre de Vesalio; y, de hecho, los médicos chinos carecían incluso de una palabra específica para «músculo». La muscularidad ha sido una preocupación característicamente occidental. Por otro lado, las vías y los puntos de acupuntura escapan por completo a la visión anatómica occidental de la realidad. Así, cuando los europeos comenzaron a estudiar las enseñanzas médicas chinas en los siglos XVII y XVIII, las descripciones del cuerpo que encontraron les parecieron «fantásticas» y «absurdas», como cuentos de una tierra imaginaria. ¿Cómo pueden las percepciones de algo tan básico e íntimo como el cuerpo diferir tanto? En el caso de la muerte en la arboleda, podemos no estar muy seguros de quién está mintiendo y quién no, y podemos desesperar desenmarañando todos los motivos ocultos tras las mentiras de los mentirosos; pero disponemos de una idea justa de las fuerzas en juego. Sabemos por nuestra propia experiencia hasta qué punto el tumulto de sentimientos puede llegar a transfigurar las historias que contamos a otros, y a nosotros mismos. Adivinamos en cada confesión caóticas mezclas de culpa y vanidad, temor, furia y resentimiento. Sin embargo, la separación de realidades en Hua Shou y Vesalio requiere

presumiblemente otras explicaciones. Más que culpar a deformantes pasiones, tendemos a hablar vagamente de diferentes modos de pensamiento o, más astutamente, de perspectivas alter-nativas: los testigos de un evento difieren a menudo, y no debido a 14

ninguna deshonestidad o juicio obcecado, sino sólo al lugar en el que se encuentran. Con todo, ¿qué puede implicar «encontrarse en un lugar» en el contexto concreto de la historia médica? Cuando decimos que los árbitros de primera y de última base poseen diferentes visiones de un juego de béisbol, nos referimos específicamente a sus posiciones físicas. Cada uno percibe aspectos que el otro no puede ver, porque ambos se encuentran separados por veintisiete metros y dirigen diferentes ángulos de la acción. Desde luego, este posicionamiento espacial no es al que nos referimos cuando hablamos de las perspectivas dispares de Hua Shou y Vesalio. Por tanto, ¿qué queremos decir exactamente? ¿Qué clases de distancias separan «los lugares» en la geografía de la imaginación médica? ¿Cómo trazar un mapa de las perspectivas sobre el cuerpo? Tales son las cuestiones que animan este libro. La historia de la medicina en China y en Occidente abarca una rica variedad de creencias y prácticas que se desarrollan en complejos modelos a lo largo de varios milenios. En consecuencia, no podemos contemplar las figuras 1 y 2, o ningún otro par de imágenes, como si representaran la perspectiva china y occidental sobre el cuerpo. Ninguna tradición puede ser reducida a un único punto de vista. No obstante, no se puede negar la extraordinaria influencia —y la distinción cultural— de las perspectivas que se basan en los músculos en un caso y en las vías de acupuntura en el otro. Sería del todo imposible narrar una historia de las ideas occidentales sobre la estructura y el funcionamiento del cuerpo sin hacer referencia a los músculos y a la acción muscular; y, a su vez, cualquier compendio de medicina china que no mencionara las vías de acupuntura esta-ría radicalmente incompleto. Más aún, es sólo en el curso del siglo XX, con la diseminación de las ideas occidentales, cuando los músculos se han convertido en una parte familiar del pensamiento chino sobre el cuerpo. Incluso en la China actual, las aflicciones que los anglohablantes expresan como «dolorido» o «tenso», o «torcedura muscular» se experimentan habitualmente de otras maneras. Del 15

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mismo modo, y a pesar de su reciente boga, la acupuntura sigue siendo un enigma rebelde para la mayoría de los occidentales. La divergencia manifiesta entre Vesalio y Hua Shou continúa dando forma al presente. Los orígenes de esos puntos de vista preceden en mucho a las dos imágenes. Hallamos una teoría bien desarrollada del cuerpo muscular ya en las obras del médico griego Galeno (130-200 d. C.); y hacia el final de la dinastía Han posterior (25-220 d. C.), que produjo clásicos canónicos como el Huangdi neijing y el anjing, las líneas esenciales de la acupuntura clásica ya estaban sólidamente establecidas. Ésta es la razón inmediata de que el libro se centre principalmente en la medicina antigua. Pues todas las revisiones y las revoluciones que subsiguientemente transformaron las concepciones del cuerpo en China y en Europa, las amplias diferencias re-saltadas por las figuras 1 y 2, tomaron forma como muy tarde hacia el final del siglo II y el III de nuestra era. Por otro lado, si profundizamos aún más en el pasado y examinamos las fuentes más antiguas, tales como el cuerpo hipocrático y los manuscritos de Mawangdui*, los contrastes no aparecen tan marcados ni mucho menos. Penetramos en un mundo en el que los médicos griegos hablan principalmente de carne y tendones más que de músculos, y en el que el arte chino de las agujas aún no ha sido inventado. Ésta es quizá la razón más convincente para escrutar el pasado: semejante escrutinio nos permite reconsiderar las figuras 1 y 2 no ya como reflejos de actitudes intemporales, sino como resultado de un cambio histórico. Uno de los temas principales del libro consiste en que las concepciones del cuerpo deben tanto a los usos particulares de los sen*Mawangdui es el nombre de una pequeña localidad china situada cerca del núcleo urbano de Changsha, en la actual provincia de Hunan, en donde se realizó, en 1973, el hallazgo arqueológico más importante de las últimas décadas en lo que a manuscritos pre-imperiales se refiere. Entre el cuantioso material manuscrito, destaca un importante número de textos médicos. Para un estudio más completo de este trascendental descubrimiento arqueológico, véase Michael Loewe, »Manuscripts Found Recently in China: A Preliminary Survey», T'oungPao 63.1-2 (1977): 99-136. (N. del T.)

18 tidos como a los particulares «modos de pensamiento». Las distancias que separan las figuras 1 y 2 son tanto perceptivas como teóricas; en ningún caso pueden ser trazadas adecuadamente por medio de esquemas intelectuales y series de ideas, mucho menos aún mediante puras fórmulas como holismo frente a dualismo, organicismo frente a reduccionismo. La primera parte detalla cómo tanto en la medicina griega como en la china palpar el cuerpo se vuelve esencial para conocerlo. El capítulo 1 destaca los distintos estilos hápticos (del griego haptó [‘áπτω], «yo toco») que se desarrollaron en las dos tradiciones, y el capítulo 2 demuestra la relación entre la manera en que los médicos sentían las expresiones del cuerpo bajo sus dedos y sus actitudes hacia la expresividad de las palabras. La segunda parte gira en torno a los modos de ver y examina las perspectivas alternativas sobre el cuerpo en tanto que portador de significados sensibles. El capítulo 3 investiga el punto específico que inaugura la visión del hombre musculado, mientras que el capítulo 4 explora la naturaleza del conocimiento mediante la mirada en China. No obstante, estos estudios sobre el modo en que fue percibido el cuerpo desde fuera, como un objeto, nos obligan pronto a considerar también el problema de cómo era experimentado el cuerpo subjetivamente, desde dentro. Éste es el segundo tema principal del libro: el modo en que las diferentes maneras de tocar y ver el cuerpo se

entrelazan con las diferentes maneras de ser cuerpos. La ter-cera parte argumenta que una nueva mirada a la historia de las dos sustancias más estrechamente asociadas a la vitalidad —esto es, la sangre (capítulo 5) y la respiración (capítulo 6)— produce sugerentes e inesperadas ideas en torno a la divergencia de las experiencias corporales en China y en Europa. La palabra «cuerpo», observa Paul Valéry, es utilizada común-mente para referirse a una amplia variedad de cosas: La primera es el privilegiado objeto del que, a cada instante, nos encontramos en posesión, aunque nuestro conocimiento de él –como cualquier cosa que es inseparable del instante– puede ser extremadamente va-

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Hable y estar sujeto a ilusiones. Cada uno de nosotros denomina a este objeto Mi cuerpo; pero no le concedemos ningún nombre en nosotros mismos, es decir, en él. Hablamos de él a otros como de una cosa que nos pertenece; pero para nosotros no es enteramente una cosa; y nos pertenece un poco menos de lo que nosotros le pertenecemos...3

Debe trazarse un mapa histórico de las concepciones del cuerpo, argumenta este libro, en este ambiguo espacio entre el pertenecer y el poseer, entre el cuerpo y el yo. El cuerpo es insondable y genera una cantidad sorprendente de diversas perspectivas precisamente porque es una realidad básica e íntima. La tarea de descubrir la verdad del cuerpo es inseparable del reto de descubrir la verdad acerca de la gente. 20 La expresividad del cuerpo 21 Primera parte Maneras de tocar 23

Capítulo 1 Aprehender el lenguaje de la vida ¿Por qué mi alma no alberga estas aprehensiones, estos presagios, estas alteraciones, estos celos, estas sospechas de un pecado del mismo modo que mi cuerpo de una enfermedad? ¿Por qué no hay siempre un pulso en mi alma que pueda latir al aproximarse la tentación de pecar? [...] Enfermo de pecado, estoy postrado y encamado, sepultado y putrefacto en la práctica del pecado y todo ello mientras carezco de presagios, de pulso, de sensación de mi padecimiento.

John Donne, Devotions upon Emergent Occasions La verdad sobre la gente resulta difícil de conocer. Hay mucho que no dirán y mucho de lo que dicen es verdad sólo parcialmente. Hay también mucho que la gente simplemente no puede decir, porque ellos mismos no saben, porque muchas realidades desafían la introspección. Permanecemos a oscuras

sobre el estado de nuestras almas, se lamenta John Donne. Al volver el ojo del alma hacia dentro, hallamos opacos incluso nuestros propios cuerpos. Podemos estar enfermos sin saber por qué, o en qué sentido, o con qué gravedad. Podemos estar enfermos, incluso, sin sentir la enfermedad. Donne insinúa que hay, sin embargo, una diferencia entre los desórdenes corporales y las dolencias del alma. De estas últimas no tenemos ninguna idea por imprecisa que sea, ningún signo, nuestra ignorancia es total. Los primeros, por el contrario, nos brindan «ce-los y sospechas y aprehensiones de la enfermedad antes de que la llamemos enfermedad», aunque éstas no sean más que vagas premoniciones, aunque «no estemos seguros de que estamos enfermos». Más aún, poseemos un modo de resolver nuestras dudas. Una mano puede preguntar «a la otra mediante el pulso... cómo esta25

mos»4. Por medio del pulso, podemos conocer el cuerpo en un modo en que jamás conoceremos el alma desprovista de pulso. Hubo un tiempo en que las agitaciones de las arterias dominaban por completo nuestra absorta atención. Si John Donne reflexiona en torno a lo que el pulso no logra decirle, la mayoría se asombraba en cambio de su capacidad única de revelación. Cuando el príncipe Antíoco se estaba consumiendo para confusión de casi todos, fue de nuevo el pulso quien proclamó la causa. Palpitando bruscamente cada vez que la bella madrastra del príncipe aparecía ante él, susurró a un hábil médico el tormento del amor, el anhelo inconfesable5. Para aquellos que pueden oír su mensaje, el pulso ex-presa las verdades acerca de una persona que la propia persona no diría o no podría decir. En especial aquellas que no podría decir. La gente se mostraba vivamente curiosa acerca del pulso porque era vivamente curiosa sobre sí misma, porque había muchas cosas que no sabían pero que-rían saber desesperadamente –tales como por qué se sentían enfermos, si se recobrarían o morirían– y porque creían que el pulso se las diría. En el siglo II a. C., en las historias de los primeros casos, el enfermo convocó a Chunyu Yi no con vagas súplicas de socorro, sino con el deseo expreso de que acudiera y le tomara el pulso. Y eso es justo lo que el gran médico hará. En cada caso, llega, toma el pulso directamente y entonces prescribe un remedio explicando, «el modo en que supe la dolencia fue cuando tomé el pulso...»6. Como si todo fuera un ritual, y su papel fuera el de intérprete del pulso. La toma del pulso define todavía al médico cerca de dos mil años más tarde, cuando el novelista Cao Xueqin (?-1763) describe la maraña de esperanzas y sutiles sospechas que dotan a este acto de tan-ta espesura. «Es ésta la dama?», preguntó el doctor. «Sí, es mi esposa», replicó Jia Rong. «Siéntese, doctor. Confiaba en que a usted le gustaría que primero le describiera sus síntomas, antes de que le tomara el pulso.»

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«Si me lo permite, prefiero que no», dijo el doctor. «Considero que se-ría mejor si primero le tomara el pulso y le preguntara sobre el desarrollo de la enfermedad después. Ésta es la primera vez que vengo a su casa y como no soy un practicante experimentado y he venido aquí por la insistencia de nuestro amigo el señor Feng, creo que debiera tomar el pulso y decirle mi diagnóstico en primer lugar. Luego podemos continuar hablando acerca de sus síntomas y discutir un tratamiento si está usted satisfecho con el

diagnóstico. Y, por supuesto, todavía dependerá de usted la decisión de seguir o no el tratamiento que yo le prescriba.» «Habla usted con verdadera autoridad, doctor», dijo Jia Rong. «Habría deseado conocerlo antes. Tómele el pulso, pues, y háganos saber si puede ser curada de forma que mis padres puedan ahorrarse mayores ansiedades.»7

Durante más de dos mil años, en China, en Europa, y también en otros lugares, la gente interrogaba el pulso con interés apasionado. En principio, los médicos chinos reconocieron cuatro modos de juzgar la condición de una persona: mirando (wang), escuchan-do (wen) y oliendo (wen), preguntando (wen), y tocando (qie). En la práctica, sin embargo, su atención se concentraba primordialmente en el qiemo, en la palpación de los mo. Observemos lo que escribieron: ninguna monografía dedicada al diagnóstico mediante la escucha o el olfato; ningún ensayo sobre las técnicas de interrogación; más de 150 obras sobre la interpretación de los signos hápticos8. Hallamos un entusiasmo similar en la medicina occidental. En la antigüedad, el médico griego Galeno compuso siete extensos trata-dos sobre el pulso, que ocupan casi un millar de páginas de sus obras completas. En el siglo XVI, Hercules Saxonia declaró que «nada es o será más significativo en la ciencia médica»9. Benjamin Rush razonaba por su parte que si la admisión en el Templo de la Filoso-fía de Platón exigía el dominio de la geometría, las puertas del Templo de la Medicina deberían llevar la inscripción «que nadie que no esté familiarizado con el pulso penetre aquí»10. Incluso en 1878, un médico norteamericano consideraba todavía la toma del pulso como «el más valioso dispositivo al que un médico puede recurrir», y con ello creía reproducir «la voz unánime» de sus colegas11. Por supuesto, las cosas son distintas en la medicina moderna. Las 27

pretéritas interpretaciones de los murmullos del pulso han sido en gran parte exiliadas al submundo del saber de los anticuarios. Con todo, merece la pena recordarlo: algunas conexiones reveladoras unen el pulso y la vida. Nadie puede dudarlo. Una persona con un pulso que late todavía vive. Alguien cuyo pulso se ha parado está muerto. Y podemos comprobar por nosotros mismos, en nuestras propias muñecas, que el pulso cambia notoriamente, y en modos distintos, cuando desayunamos, o emprendemos la carrera tras el autobús, o permanecemos de pie estremecidos bajo la lluvia. La cuestión de cómo se relaciona el pul-so con la vida concierne no sólo a las creencias de la gente de épocas y tierras lejanas, sino a la lógica que gobierna nuestras propias vidas, aquí y ahora. ¿De cuántas maneras, y por qué puede y, de hecho, cambia el pulso? En una ocasión, Julius Rucco caracterizó el pulso como el medio en que la naturaleza habla al médico, el lenguaje de la vida12. Pero, entonces, ¿cuál es su gramática, su vocabulario? Los médicos dijeron que lo sabían. Durante dos milenios, gran parte de su autoridad para mediar entre los pacientes y sus propios cuerpos se basó en el supuesto dominio de ese idioma secreto. Sin embargo, los lenguajes dominados por los médicos chinos y europeos no eran los mismos. Los viajeros a China del siglo XVII quedaron fascinados por las sorprendentes proezas de los sanadores locales, y muy especialmente por su exquisito sentido para el pulso. La extraña precisión de sus diagnósticos lindaba con lo increíble. Los médicos chinos,

concluyó prudentemente el misionero Thomas Baker en sus informes, tienen en apariencia «tal habilidad con los pulsos, como no pueden imaginarse ni aquellos familiarizados con ellos»13. «Todos los relatos de viajeros», señala la Encyclopédie de Diderot, «se muestran de acuerdo en presentar a los médicos de ese país como maravillosos (merveilleux) en este arte»14. Curas como la acupuntura y la moxibustión eran intrigantes también; pero hasta mediados del siglo XIX, al hablar de la medicina en China, venía a la mente, en primer lugar, es-ta «habilidad con los pulsos». 28

Sin embargo, desde el principio, este arte presentó un enigma. Cuando la traducción latina del Mojue (un popular manual de pulso chino) de Michael Boym (1612-59) comenzó a circular en Europa, dejó a los lectores completamente desconcertados. «El misionero que envió este informe», comenta William Wotton, «temía que fuera considerado ridículo por los europeos; parte de sus temores parecen estar bien fundados»15. Los principios chinos no sólo le parecen erróneos, sino absurdos. Literalmente, no tienen sentido. El autor del artículo de la Encyclopédie también considera la exposición de las doctrinas chinas como «un caos impenetrable»16. Incluso John Floyer, quizá el más entusiasta entre los primeros defensores de la medicina china, tiene que conceder que sus enseñanzas sobre el pulso eran a veces «muy oscuras» y «fantásticas». Sin embargo, Floyer sostiene que las «absurdas nociones» de los chinos se «ajustaban a los fenómenos reales»17; y se propuso «demostrar... que los chinos habían descubierto el arte real de sentir el pulso». Después de todo, obtenían resultados18. La fórmula de Floyer resume las tensiones que durante mucho tiempo definieron las evaluaciones europeas de la palpación en China. En su autorizado texto sobre la fisiología del pulso (1886), Charles Ozanam ridiculizaba la teoría china del pulso, mofándose de que en ella «lo alegórico triunfa sobre lo real». Pero añadía también: «Uno estaría tentado de abandonar su estudio si no fuera por el hecho de que los testigos más fiables nos aseguran que, mediante su ciencia del pulso, los chinos reconocen y curan, a veces con un éxito extraordinario, las más recalcitrantes enfermedades»19. Había, pues, una técnica que parecía muy familiar y que presuntamente funcionaba de maravilla en la práctica, pero cuyo discurso parecía completamente ajeno y descaminado. Los viajeros veían a los médicos nativos colocar sus dedos sobre las muñecas de sus pacientes y reconocían inmediatamente el gesto de tomar el pulso. Para sus ojos, qiemo, palpar el mo, era, sin duda alguna, la diagnosis mediante el pulso. Los escritos chinos atestiguan que los ojos estaban equivocados. La hermenéutica del Mojue era distinta a cualquier dialecto del lenguaje del pulso conocido en Europa20. 29

¿Cómo pueden los gestos parecer iguales y, no obstante, diferir completamente en la experiencia? Cuando tres hombres ciegos se preguntaban sobre la naturaleza del elefante, uno replicó que parecía una cuerda larga y delgada, otro, que era como un pilar rechoncho y grueso, y el tercero, que era un inmenso saco. Los tres no se ponían de acuerdo porque el primero había tomado la cola del elefante, el segundo había abrazado una pata, y el tercero recorría con sus manos el estómago del animal. Pero no lo sabían.

Cada uno sabía únicamente que tenía razón, y cada uno estaba desconcertado por los espejismos del resto. Los tres tenían un verdadero conocimiento del mismo elefante. Pero lo que cada uno de ellos conocía era absolutamente diferente. Podríamos decir lo mismo sobre los médicos europeos que toman el pulso y los médicos chinos que toman el mo. A pesar de las aparentes similitudes, y a pesar del hecho de que los dos procedimientos examinaban ostensiblemente el «mismo» lugar, la diagnosis mediante el pulso y el qiemo implicaban percepciones tan dispares como asir la cola del elefante y frotar su estómago. Antes, he hablado de los médicos chinos que tomaban el «pulso»; ni la lengua inglesa ni la española ofrecen otra aproximación mejor. Pero es sólo una aproximación, y el trazar sus límites nos obliga a repensar gran parte de lo que damos por bueno en el cuerpo. Como el pulso. La misma idea. El nacimiento del pulso Nuestro conocimiento de la medicina clásica griega procede principalmente de dos fuentes. La primera es la colección de trata-dos compuestos fundamentalmente entre 450 y 350 a. C. y atribuidos a Hipócrates de Cos; la segunda son las voluminosas obras de Galeno (129-200 d. C.) 21. Estás últimas incluyen extensas y detalladas discusiones sobre el pulso que elaboran sus causas y funciones, sus variedades y uso en la prognosis. Sin embargo, sorprendentemente, medio milenio antes, en el corpus hipocrático, no encontramos nada sobre la toma del pulso. Es más, parece que los médicos hipocráticos 30

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apenas reconocieron un concepto de «pulso». El hecho de interrogar al pulso no es, pues, un inevitable instinto prehistórico. ¿Cómo surgió esta práctica? El pulso ha sido tan básico durante tanto tiempo para la comprensión occidental del cuerpo que ten-demos, desconsideradamente, a suponerlo más allá de la historia. Nos preguntamos «¿cómo interpretaron los médicos chinos el pulso?», como si «el pulso» fuera un hecho natural, una realidad fija, universal, percibida de forma diferente por diferentes pueblos, algo quizá parecido al conejo-pato de Jastrow (figura 3), en cuya imagen una persona ve un conejo y otra ve un pato. Sí, el pulso fue «pasado por alto» por los médicos hipocráticos, esos penetrantes observadores. Pero nuestro impulso es entender esto como un lapso perceptivo, un raro fallo a la hora de advertir algo que ya estaba allí, esperando a ser advertido. Éste es el punto en el que las comparaciones resultan esclarecedoras. ¿Qué sentimos cuando colocamos nuestros dedos en la muñeca y palpamos los movimientos que allí se producen? Decimos: las arterias que laten. ¿Qué más podría haber? Los médicos chinos al realizar el mismo gesto captan, sin embargo, una realidad más compleja (figura 4). El dedo colocado ligeramente en la muñeca derecha, sobre la posición cun, diagnosticaba los intestinos gruesos, mientras que el dedo próximo a él discernía el estado del estómago. Al presionar con más fuerza, estos dos dedos mostraban respectivamente el buen estado o el deterioro de los pulmones y del bazo. Bajo cada dedo, los médicos distinguían un lugar superficial (fu) , sentido cerca de la superficie del cuerpo, de un lugar hundido (chen), más profundo. Había, pues, seis pulsos bajo los dedos índice, medio y anular, y doce pulsos en la combinación de las dos muñecas. No es extraño que Floyer y Wotton se quedaran perplejos. Describir los doce pulsos de la muñeca es describir algo más que el pulso. Pero si no es el pulso, ¿qué es entonces? Antes incluso de formular es-ta pregunta debemos preguntarnos, sin embargo, por la realidad que hasta ahora no se ha sabido valorar: ¿Qué es el pulso y cómo surgió? 32

La Sinopsis sobre los pulsos, atribuida a Rufo de Éfeso, se inaugura con una pista intrigante sobre los comienzos del estudio griego del pulso: «Es necesario estudiar el arte del pulso con detenimiento, ya que sin él resulta imposible concebir el tratamiento apropiado. Se dice que Egimio, el primero que escribió sobre esta cuestión, no tituló su obra Sobre los pulsos (Peri sphygmon [Пερί ̉σφυγµων] ), sino más bien Sobre las palpitaciones (Peri palmon [Пερί παλµων] ), ya que no sabía, al parecer, que hay una diferencia entre el pulso y la palpitación, tal y como demostraremos a continuación»22. Rufo nombra, por tanto, al primer escritor sobre esfigmología. Desgraciadamente, el nombre es todo lo que poseemos y no sabemos virtualmente nada sobre Egimio23. El título del tratado de Egimio es, por otro lado, muy sugerente. Plantea un dilema. ¿Por qué una obra sobre el pulso debería llamarse Sobre las palpitaciones? Galeno también considera que el título es extraño y culpa de ello a la singularidad de Egimio. En contra del uso ordinario médico y del lenguaje común, Egimio llama «palpitaciones» a lo que más tarde Praxágoras y Herófilo llamarán más adecuadamente «pulso»24. Rufo, por su parte, responsabilizó a una ignorancia más sutil. Egimio no era aún consciente de la distinción entre pulso y palpitación. Su título reflejaba la confusión de una comprensión anterior, más primitiva, del cuerpo. En todo

caso, el título Sobre las palpitaciones les extraña a Rufo y Galeno como engañoso. Ya en su tiempo, esto es, en la época de los escritos más antiguos que se conservan sobre el pulso, los significados de términos fundamentales habían cambiado. En realidad, Egimio no estaba solo en su «confusión». También en los escritos hipocráticos, sphygmos [σφυγµως], el término de Rufo y Galeno para el pulso, formaba un continuo con palmos [παλµως] (palpitación), tromos [τρόµος] (temblor), y spasmos [σπασµός] (espasmo). Designaba un signo patológico menor solamente muy ocasional. Las referencias son escasas25. El verbo sphyzein [σφύξειν] no se refería a la constante actividad fisiológica de las arterias, ni a lo que denominamos «pulso», sino más bien a la palpitación que a veces acompaña a fiebres e inflamaciones26. Así, en el tratado Sobre las fracturas se habla de una lesión «palpitante e inflamada», y 33

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35 en el tratado Sobre las úlceras se describe cómo «una herida se inflama, y entonces sobrevienen estremecimientos y palpitaciones»27. Aún más significativo, Epidemias 2 cita como signo expresivo el hecho de que ambas manos del paciente «pulsaban», como si incluso el pulso en la muñeca fuera una aberración patológica28. Al comienzo, pues, sphygmos no evocaba el pulso que late todos los días desde el nacimiento hasta la muerte29. El cuerpo hipocrático no tenía latido natural30. Si se reflexiona, esto no debiera resultar tan extraño. En la vida diaria, la mayoría de nosotros rara vez nos ocupamos del pulso. La pulsación penetra en nuestra conciencia sólo en estados extraordinarios, como las palpitaciones de dolor o violencia. Se trata sólo de un hábito histórico —la larga tradición de la toma de pulso— que ha-ce que el interés por la pulsación parezca evidente por sí mismo e instintivo. Dos detalles filológicos insinúan el abismo que separa la con-ciencia pre-esfigmológica de la post-esfigmológica. Primero, nos encontramos con el término sphygmoi [σφυγµωί], o «pulsos». En varios pasajes hipocráticos aparece este plural en donde se esperaba el singular. Las enfermedades de las mujeres habla de «los pulsos que se estremecen, se atenúan, y se desvanecen contra la mano»; en Epidemias 4 e relata que «los pulsos de Zoilo el carpintero eran temblorosos y oscuros»31. Nótese bien: no era el pulso del carpintero el que temblaba y era oscuro, sino sus pulsos. Sphygmoi designa las palpitaciones y las pulsaciones en su concreta multiplicidad; la idea de el pulso aún no

había cristalizado. Por el contrario, en la medicina griega posterior, el plural sphygmoi designa la pluralidad de los tipos de pul-so. El título de la obra de Galeno, Sobre las diferencias de los pulsos (Peri diaphoras sphygmon [Περι διαφορας σφυµων] ), refiere la variedad de pulsos, tales como el pulso grande, el pulso pequeño, el pulso rápido y el pulso lento. Al diagnosticar a una persona específica en un tiempo específico, Galeno siempre habla del pulso del paciente, no de los pulsos. La segunda característica del uso hipocrático es la estrecha asociación entre sphygmos y palmos, entre pulso y palpitación. Probable-mente, a los contemporáneos de Hipócrates, el título de la obra de 36

Egimio Sobre las Palpitaciones no les habría parecido extraño. Los tratados hipocráticos emparentaban con frecuencia pulso y palpitación, y los usaban de maneras que resultan difíciles de distinguir. Los vasos sanguíneos (phlebes [φλέβες]) «palpitan» tanto como «pul-san», y a menudo hacen ambas cosas32. Aunque sphygmos no estaba confinado a los vasos sanguíneos. Aparecía igualmente en la cabeza, en el hipocondrio, en el útero33. En definitiva, palmos y sphygmos designan movimientos anormales en los vasos sanguíneos, y la diferencia entre ellos es con frecuencia poco clara34. No obstante, disponemos de un testimonio posterior sobre la visión de Praxágoras de Cos, un célebre médico no demasiado alejado de la época de Hipócrates35. De acuerdo con Rufo y Galeno, Praxágoras creía que la palpitación era tan sólo un pulso de gran intensidad. Mantenía, incluso, que el hecho de temblar (tromos) era sólo una palpitación violenta, y que un espasmo (spasmos) era un temblor intensificado36. Pulsaciones, palpitaciones, temblores y espasmos formaban, por tanto, un continuo. Finalmente, había también un arte adivinatorio dedicado a estos movimientos. La palmomancia, una de las supersticiones atacada por autores cristianos como san Agustín, asignaba un significado profético a las repentinas sacudidas, contorsiones y palpitaciones del cuerpo. Los latidos en la sien derecha presagian grandeza y poder, y el abuso de esclavos; en la ceja derecha, predicen una breve enfermedad; en el entrecejo, infortunio para todos —excepto para el esclavo, para quien significaba buena suerte—; en el párpado superior del ojo derecho, salud y éxito. Éste era un arte menor; tan sólo pervive un tratado, Sobre las Palpitaciones de Melampo37. En los tiempos de Melampo, ya había surgido un sistema más prometedor de interpretación somática: la esfigmología, una ciencia que segregaba una sola clase de movimientos del resto. ¿En qué difieren el pulso y la palpitación? Galeno relata que Herófilo, el fundador de la esfigmología griega, comenzó su libro sobre el pulso precisamente con esta cuestión. La Sinopsis sobre los pulsos de Rufo, tras su definición inicial del pulso, también salta directamente a las diferencias que lo distinguen de las palpitaciones, los espasmos, y los temblores38. Para los exponentes del pulso 37

de la Grecia antigua, el divorcio entre sphygmos y palmos representaba el primer y decisivo paso hacia la definición de este nuevo ámbito de estudio. La nueva percepción del cuerpo definida por la disección era básica para este divorcio.

La anatomía contribuyó a transformar el sphygmos de una rareza vaga y ocasional en un signo vital. La evidencia profunda más antigua de anatomía sistemática aparece en las disecciones animales de Aristóteles; y es también en Aristóteles donde aprehendemos por primera vez los atisbos de sphygmos como fenómeno fisiológico regular. En su tratado Sobre la respiracion, Aristóteles señala que «todas las venas palpitan (sphyzousin [σφύζουσιν] ), y lo hacen simultáneamente las unas con las otras, pues están conectadas al corazón»39, e incluso distingue la pulsación del corazón de su palpitación40. Es más, no menciona el uso médico del pulso; de hecho, todavía tenía que separar las arterias de las venas. Su sphygmos no era aún el pulso de Herófilo y Galeno. Pero sus investigaciones bosquejan ya los vínculos que unen al nacimiento de la idea del pulso con la inspección de estructuras diseccionadas. La anatomía enmarca la posibilidad misma de imaginar el pulso. Tomemos la fórmula de Rufo: «El pulso es la diástole y la sístole del corazón y de las arterias»41, para nosotros una definición aparente-mente autoevidente, de la que sin embargo los médicos hipocráticos no poseen ni las palabras. La dicotomía arteria/vena era ajena al sistema de venas (phlebes) detallado en tratados como Sobre la enfermedad sagrada y Sobre la naturaleza del hombre42. Es más, las phlebes se extendían a lo largo del cuerpo en rutas que no podían coincidir directamente con los vasos sanguíneos anatómicos. Ciertamente, en estos tratados ni siquiera brotan todas de, o regresan al corazón. Sugerentemente, el individuo aclamado como el fundador del estudio del pulso es también el médico acreditado como el pionero en la disección humana. Me refiero a Herófilo43. Resulta instructivo comparar la visión de Herófilo con la de su maestro Praxágoras. Aparentemente, Praxágoras se interesó también tanto por la disección como por la pulsación, y puede que incluso diera los primeros pasos hacia la distinción entre arterias y venas44. Pero, según se afirma, concibió los nervios como las 38

extensiones refinadas de las arteriolas. Nervios y arterias, pensaba, transportaban el pneuma [πνευµα] y servían como conductos por los que el corazón controlaba los movimientos de los músculos45. Este esquema refuerza probablemente su visión de la continuidad entre sphygmos, palmos, tromos y spasmos, su creencia de que el pulso y la palpitación diferían sólo en intensidad, no en clase. Por tanto, «sphygmos se convierte en palmos en la medida en que su movimiento se acelera, y del palmos surge tromos»46. Así, según nos informa Galeno, Herófilo se propuso, «al comienzo mismo de su libro sobre los pulsos, refutar esta doctrina de su maestro»47. Y ahí radica su afirmación de fundar la esfigmología. Fue Herófilo quien determinó que «el pulso existe sólo en las arterias y en el corazón, mientras que la palpitación, los espasmos y los temblores aparecen en los músculos y en los nervios»48. Fue él, y no Praxágoras, quien demostró que las arterias y los nervios eran distintos, y que el pulso pertenecía únicamente a las primeras. Una vez que el pulso, las palpitaciones, los espasmos y los temblores fueron analizados de acuerdo con sus estructuras subyacentes, sus similitudes hápticas ya no podían ser confundidas por más tiempo. El pulso no era ya un tipo de espasmo ni las arterias un tipo de nervios. Al distinguir los vasos sanguíneos de los nervios y, entre los propios vasos sanguíneos, las arterias, de las venas, la anatomía contribuyó a forjar el objeto del estudio esfigmológico. Pero esto no es todo. También, y de forma más sutil, enmarcó el método

de estudio. Este punto ni mucho menos se puede exagerar. La anatomía configuró cómo y qué sentían los dedos. Cómo relacionar el corazón y las arterias conocidas por el ojo con la experiencia de los dedos? La esfigmología griega nació con la aserción de que por mucha similitud que pudieran presentar al tacto la pulsación, la palpitación, el temblor y el espasmo difieren en las estructuras que los sostienen. Herófilo descubrió que las palpitaciones, los temblores y los espasmos pertenecen todos a las partes del cuerpo asociadas a los nervios. Por otro lado, el pulso se produce sólo en las arterias y en el corazón. Es más, el pulso «nace con el ser vivo y muere con él, mientras que esos otros movimientos, no. 39 Del mismo modo, el pulso... se produce tanto cuando las arterias están repletas como cuando están vacías, mientras que los otros no; y el pulso nos asiste en todo momento involuntariamente y existe naturalmente, mientras que los otros están dentro de nuestro poder para elegir... »49. Baquio define igualmente el pulso como «la diástole y la sístole que se producen simultáneamente en todas las arterias»50; para Heraclides de Eritrea era «la dilatación y la sístole de las arterias realizadas por el predominante poder natural y psíquico»51; y Aristóxeno lo caracterizará más específicamente como «una actividad del corazón y de las arterias que le es peculiar»52. Desde el comienzo, la idea del pulso era inseparable de la imagen de la arteria pulsante. Inseparable, aunque por supuesto no idéntica: la arteria era una estructura visible, el pulso, una serie de movimientos. Es más, estos movimientos eran en gran parte inaccesibles a la vista; el pulso tenía que ser sentido. De esta situación surgieron los problemas más molestos en el estudio del pulso, esto es, el modo en que las arterias vistas en la disección se hallaban vinculadas a lo que sentían ahora los dedos. ¿Qué queremos decir con el pulso? La mayoría de las definiciones antiguas, como las de Hegétor, Baquio y Heraclides, requerían imaginarse esos movimientos en el ojo de la mente: hablaban de arterias dilatándose y contrayéndose, de diástole y sístole. Esto representaba la tendencia general. A pesar de que los relatos sobre la causa y la función de la pulsación cambiaron considerablemente en los dos mil años posteriores a Herófilo, la representación de la arteria tubular permaneció durante este tiempo como la base duradera del análisis occidental del pulso. Con todo, en la antigüedad, algunos ya expresaron sus reservas. En particular, los médicos de la escuela empirista insistieron en la distancia que separaba la definición anatómica del pulso y la experiencia real de los dedos. Lo que sienten nuestros dedos, afirmaban los empiristas, es meramente la sensación de ser golpeados. No percibimos realmente la arteria expandiéndose y contrayéndose. Tan sólo inferimos la diástole y la sístole»53. Empíricamente, el pulso no es otra cosa que una serie de latidos y pausas. 40

Los empiristas no estaban solos al sugerir los límites del conocimiento háptico. Por ejemplo, Alejandro, discípulo de Herófilo, pro-movía una definición en dos partes: en términos de su esencia natural, objetivamente, el pulso era «las involuntarias sístole y diástole del corazón y las arterias»; pero para la inspección real (episkpsei [έπισκέψει]),

subjetivamente, era meramente «el golpeo contra el tacto producido por el movimiento completamente involuntario de las arterias, y el resto es el intervalo que sigue al golpeo»54. Demóstenes, discípulo de Alejandro, promovió el mismo esquema doble en sus tres tratados sobre el pulso y, según se nos cuenta, estas obras se hicieron acreedoras de respeto55. Tales debates contribuyen a explicar las circunvoluciones en la versión de Galeno: Detectamos en varias partes de la piel ciertos tipos de movimientos, y ello no sólo presionando sobre ellas, sino a veces también con nuestros ojos. Es más, este movimiento se encuentra entre todas las gentes sanas en muchas partes del cuerpo, de las cuales una es la muñeca. [En tales lugares] podemos detectar con claridad algo que procede desde abajo hacia la piel y que nos golpea; tras el latido, a veces se marcha notablemente y se detiene, y a veces inmediatamente después del comienzo [del latido] parece detenerse, y entonces vuelve de nuevo y late, y luego se marcha de nuevo y se para. Y este proceso continúa en el cuerpo entero, desde el día en que nacemos hasta que morimos. Éste es el tipo de movimiento que la 56 gente denomina el pulso» .

Las huellas de las presiones de la duda empirista se encuentran notoriamente expuestas en este relato. No hay mención alguna a las arterias, y mucho menos a sus diástoles y sístoles. Galeno comienza, más bien, afirmando la visibilidad ocasional de la pulsación. El pulso, insinúa, no es inferido, sino directamente percibido. Y afirma insistente en algún otro lugar que en los individuos delgados con grandes pulsos se puede observar incluso la contracción de la arteria a mera vista57. Sin embargo, la evidencia visual forma parte de la defensa de Galeno. Su principal argumento es que la diástole y la sístole son ver41

dades táctiles. Podemos realmente sentir, declara, mucho más que el puro latido y las pausas reconocidos por los empiristas. Nuestros dedos pueden seguir directamente la arteria como si se acercara y se alejara de ellos; de hecho, pueden incluso aprehender las pausas que puntúan esos movimientos opuestos. Para afirmar el conocimiento anatómico, no necesitamos menospreciar la experiencia del tacto: en última instancia, las dos convergen. ¿Es cierto? ¿Puede la sístole de la arteria ser realmente sentida? Las opiniones difieren. Herófilo incluía la sístole como parte del pulso, y esto, combinado con su insistencia en basar el conocimiento en la experiencia, condujo a muchos a pensar que lo conoció como un hecho empírico. Ciertamente la mayor parte de sus seguidores concebían la sístole en este sentido. Aunque otros no estaban tan seguros. Arquígenes afirmaba que la contracción podía sentirse, mientras que Agatino sostenía que no era posible58. La obra Definiciones médicas, inspirada pneumáticamente, oponía la experiencia directa de la diástole al carácter inferido de la sístole59. Galeno decidió que tenía que juzgar por sí mismo. Durante un largo período de tiempo, a pesar de esforzarse con vigor en refinar su tacto, consideró imposible seguir la arteria en sus contracciones. Más de una vez pensó en abandonar. Entonces, un día, de pronto, surgió un rayo de luz60. Lo entendió: después de todo, la sístole era cognoscible por el tacto. Aunque confesó: «El conocimiento final parece requerir toda una vida»61. Intente usted mismo percibir algo más que los latidos y las pausas, seguir el incremento

y la disminución de la arteria, y apreciará las penurias de Galeno. ¿Ha sentido realmente la contracción? ¿O tan sólo la imagina? ¿Cómo puede estar usted seguro? El movimiento es muy veloz. Probablemente jamás lo sentiría si no lo anticipara. Pero ¿acaso la anticipación no corrompe entonces la experiencia? Hay algo como de sueño en la historia de generaciones y generaciones de médicos esforzándose en ese sentido, cada uno de ellos concentrándose furiosamente durante meses, años, en los diminutos movimientos de fugaces parpadeos vacilando bajo sus dedos, ca42

da uno de ellos tratando desesperadamente de escindir las percepciones genuinas de las inferencias y las alucinaciones. Muchos creían, sin embargo, que no había otro modo de comprender verdaderamente el pulso. De acuerdo con Herófilo, el pulso comunicaba sus mensajes por medio de estos elementos: el tamaño, la velocidad, la fuerza, el ritmo, el orden y el desorden, la regularidad y la irregularidad. Excepto para la fuerza, todos ellos exigían, en el espacio y en el tiempo, la medida exacta de la arteria en expansión y recesión. En los análisis de Galeno, el tamaño se componía de longitud, amplitud y altura. Para cada dimensión, la dilatación de la arteria podía ser excesiva (larga, amplia, alta), deficiente (corta, estrecha, o baja), o intermedia. La velocidad medía la distancia del movimiento de la pared arterial frente al tiempo consumido en ese movimiento. Ese calibrado significaba dividir los momentos fugaces en los más tenues instantes. En la enseñanza de Galeno un solo pulso comprendía cuatro partes: la diástole, la pausa que seguía a la diástole y precedía la sístole, la sístole, y la pausa que seguía a la sístole y precedía a la diástole62. Por tanto, uno debía separar las duraciones de los movimientos de las duraciones de las pausas. La frecuencia dependía de la duración de las pausas. Cuanto más breves fueran las pausas, más frecuente era el pulso. Puesto que Galeno proponía dos pausas, identificaba también dos frecuencias: una determinada por la «pausa externa» (entre el final de la diástole y el comienzo de la sístole), y la otra establecida por la «pausa interna» (entre el final de la sístole y el comienzo de la diástole). El ritmo era la proporción de las duraciones de la sístole y la diástole. La desigualdad y la irregularidad medían las duraciones relativas de la diástole, la sístole, así como las dos pausas. La medición del pulso implicaba, pues, calibrar cambios más fácilmente imaginables que aprehensibles. Podemos trazar rápidamente los muros de un tubo dilatándose y contrayéndose, y diseccionar su tamaño, velocidad, frecuencia y ritmo neta y geométricamente en el ojo de la mente63. Discernirlos mediante el tacto resulta mucho más complicado. Sin embargo, ésa era la tarea. Alguien que prestara atención únicamente a los latidos y a las 43

pausas se perdería la mayor parte de las confidencias del pulso, alcanzaría a oír meramente rumores extinguidos. El lenguaje del pul-so era un idioma de diástole y sístole. Más allá de enraizar el pulso en el corazón y las arterias, la anatomía definía qué y cómo debían adiestrar los médicos sus dedos para sentir.

En la actualidad, es prácticamente imposible negar la influencia de esta tradición. Se colocan los dedos sobre las muñecas e inmediatamente se prevé la arteria pulsante, como una cuestión evidente. Apenas es posible imaginar qué más se podría sentir. Y, sin embargo, ninguna necesidad dicta el planteamiento de quien toma el pulso. Hay otros modos de escrutar significados en la muñeca. Tal y como lo evidencia la palpación en China. Qiemo Contra los escépticos que rechazaban las enseñanzas chinas sobre el pulso debido a sus «errores de anatomía», John Floyer argumenta en 1707 «que la carencia de anatomía hace su arte muy oscuro y concede la oportunidad de utilizar nociones fantásticas; pero sus absurdas nociones se ajustan a los fenómenos reales y su arte se fundamenta en experiencia curiosa, examinada y aprobada durante cuatro mil años»64. A comienzos del siglo XIX, sin embargo, la mayoría de los médicos europeos parecen estar de acuerdo con la postura de Johan L. Formey cuando, en su Versuch einer Würdigung des Pulses o Estudio de una crítica del pulso (1823), deshecha airadamente la teoría china del pulso como una sofistería infundada. No podía ser de otro modo ya que ninguna teoría del pulso que se planteara sin «un conocimiento anatómico fundamental del cuerpo humano» podría permanecer libre de error65. Al inicio del siglo XX, el médico chino Tang Zonghai señaló el mismo conflicto entre los principios del qiemo y los hallazgos de la disección, pero obtuvo la conclusión opuesta. La eficacia de la palpación tradicional, sostiene, ponía de manifiesto las limitaciones de la anatomía: «Los médicos occidentales no creen en el método de 44

los mo. Dicen que los mo que circulan alrededor del cuerpo proceden todos de los vasos sanguíneos del corazón, y que es por la actividad incesante del corazón por la que se mueven. Pero ¿cómo puede ser determinada la condición de las cinco vísceras tan sólo por los vasos sanguíneos? Además, hablan del mo de la mano como si se tratara de un único sendero. Mas, entonces, ¿cómo podría ser dividido en cun, guan y chi?»66. La experiencia demostraba que mediante la palpación del mo, los médicos podían diagnosticar no sólo el corazón, sino todas las vísceras; probaba, también, que la muñeca comprendía varios lugares y no sólo uno. Que la disección sugiriera lo contrario sólo de-mostraba que la disección podía engañar. En el mismo sentido, Qian Depei razonaba que, aunque la medicina occidental sobresalía en anatomía, la medicina china sobresalía en la palpación. El futuro de la medicina reside en su combinación67. En todo caso, Tang y Qian coincidían con los médicos occidentales en un punto: la palpación china no estaba basada en la imaginación de la arteria dilatándose o contrayéndose. El mo no era el pulso. Los viajeros que remitieron a Europa los primeros informes sobre la palpación china vieron en ella una técnica que parecía idéntica a la toma del pulso. Los médicos escudriñaban la muñeca en silencio durante un largo período de tiempo y entonces anunciaban lo que estaba mal. Sin embargo, si consultamos el Huangdi neijing o, simplemente, el eijing, el más antiguo y venerado de los clásicos médicos chinos, hallaremos más bien una gran variedad de técnicas68. En el Suwen y en el Lingshu, los dos textos que componen el eijing, la palpación concentrada exclusivamente en la muñeca aparece como una mera técnica entre otras muchas, y ni tan siquiera es la más

popular en esto. Al principio, otras estrategias resultaban más convincentes69. El Lingshu promovía especialmente la comparación del mo de la muñeca con el del cuello. Este último revelaba los poderes yang del cuerpo, mientras que el primero hacía lo propio con los poderes yin. Un mo doblemente más intenso en el cuello que en la muñeca, por ejemplo, indicaba una condición «Yang Mayor», un achaque en 45

la vejiga y en los intestinos delgados. A la inversa, un mo doblemente intenso en la muñeca significaba una dolencia «Yin Mayor» que afectara al bazo o a los pulmones70. El tratado número 20 del Suwen se decanta por comparar nueve lugares (dieciocho en total, sumando los lugares del lado derecho y del izquierdo): tres en la cabeza, tres en el brazo y tres en los pies. Cada uno de ellos proporciona una idea de una parte separada del cuerpo. Los movimientos en la sien, por ejemplo, anuncian la condición de los ojos y los oídos, los movimientos de la muñeca corresponden a los pulmones, y los movimientos de detrás del tobillo, a los riñones71. El tratado número 17 del Suwen perfila una tercera técnica que postula doce lugares en el cunkou o «apertura» de las muñecas72.

La disposición de los lugares reflejaba, por tanto, la organización espacial del cuerpo. La posición superior correspondía a la parte del cuerpo por encima del diafragma, la posición media, al espacio comprendido entre el diafragma y el ombligo, y la posición inferior, a la parte baja del cuerpo73. El anjing, el clásico que explora «las dificultades» (nan) surgidas del eijing, sustituye posteriormente las palabras de uso diario como «superior», «medio» e «inferior» y «exterior» e «interior», por el vocabulario técnico de cun, guan y chi, «flotante» (fu) y «hundi46

do» (chen) . El Mojing de Wang Shuhe, la compilación canónica sobre el mo, elimina las repeticiones en el esquema del Suwen y vincula los lugares de inspección con vísceras yin y yang específicas más que con amplias áreas como el abdomen y el tórax

(figura 4). Ni tan siquiera el Mojing representaba la última palabra. Cuando el médico japonés del siglo XVIII Kato Munehiro revisó la evolución de la palpación china, contó no menos de ocho formas distintas de sentir la muñeca, en la que cada una de ellas asociaba lugares a las vísceras en modos dispares74. El Qiemo no era un sistema único y atemporal, sino que abarcaba un conglomerado de aproximaciones que continuaban siendo revisadas. Sin embargo, una asunción unificada recorría todas ellas. Todas las aproximaciones consideraban evidente que el sentido de qué sentían los dedos dependía de dónde se sentía. Cuando aparecía bajo el dedo índice, una cualidad dada podía indicar recuperación; bajo el dedo medio, continuaba en declive. Tal y como lo resume un médico: «Aunque los tres dedos están separados por meras ranuras por las que apenas pasa el aire, las enfermedades que éstos indican están separadas por miles de leguas»75. Los debates chinos en torno a la palpación giraban principalmente alrededor de las cuestiones acerca de qué lugares debía examinar el diagnosticador y qué implicaba cada uno de ellos. Si el mo era el lenguaje de la vida, su gramática era topológica. Visto comparativamente, ésta es quizá la característica más sobresaliente de la palpación en China: la creencia en la importancia del lugar. Desde Herófilo hasta Galeno, los diagnosticadores griegos mostraron poco interés, o incluso poca conciencia, en las distintas sensaciones del pulso en partes distantes. Galeno señala simplemente que uno inspecciona la muñeca porque ahí el pulso puede ser sentido claramente y sin ofender la modestia del paciente76. La idea de comparar sistemáticamente lugares alternativos no afloró nunca77. ¿Y eso por qué? Dado que las arterias brotan todas del corazón, los médicos esperaban que rasgos como la velocidad, la frecuencia y el ritmo fueran idénticos en todas partes. Pero esos rasgos no agotan lo que puede ser sentido y otras cualidades no se manifiestan siempre uniformemente en cualquier 47

parte. Una vez más, inspecciónese usted mismo. Controle los pulsos en su muñeca izquierda y derecha y podrá comprobar que cierto día el pulso izquierdo late con mayor intensidad que el pulso derecho y que, sin embargo, otro día puede ocurrir lo contrario. Los médicos chinos buscaron deliberadamente tales variaciones y alteraciones. El qiemo no era una ciencia del pulso. ¿En qué consistía, pues, la palpación de los mo? Un sabio ministro advierte al marqués de Jin en el Zuozhuan de que los caballos de raza extranjera, no habituados al clima y a la gente local, se aturullarían fácilmente; y evoca la imagen de sus frenéticos jadeos, el gol-peo de sangre en sus miembros, sus mo rebosando en tensión, saliéndose. Nos imaginamos las venas de los nervios sobresaliendo, entumecidas por el miedo, la excitación y la precipitación de la sangre. Ésta es la referencia más antigua de los mo78. Originalmente, los mo evocan los vasos sanguíneos. Hasta hace algunas décadas, los análisis históricos del mo en medicina tenían que comenzar con el eijing. Pero en 1973, algunos notables manuscritos fueron desenterrados de las tumbas de Mawangdui en Changsha. Compuestos o copiados probablemente en algún momento entre el siglo III a. C. y el año 168 a. C. (la fecha de las tumbas) –esto es, antes de la compilación del eijing- obligaron a los historiadores a

replantearse el desarrollo de la medicina clásica china. Dos textos en particular arrojaron una nueva luz sobre la evolución del pensamiento antiguo acerca del mo. Los especialistas modernos los han apodado como Zubi shiyimo jiujing (Tratado sobre la moxibustión de los once mo de las piernas y los brazos) y como Yinyang shiyimo jiujing (Tratado sobre la moxibustión de los once mo yin y yang)79. Partes de las principales arterias y venas pueden ser reconocidas en partes de cada uno de los mo descritos en estos textos, especialmente cuando se hacen visibles cerca de las articulaciones (cuello, tobillos, rodillas, codos, muñecas). Las referencias recurrentes a los mo «emergiendo» o «penetrando» en esas coyunturas revelan que los vasos sanguíneos visibles en la superficie del cuerpo siguieron siendo, como en la anécdota del Zuozhuan sobre los 48

caballos atemorizados, parte integrante de la imaginación de los mo. Pero ninguno de los mo corresponde directamente a venas o arterias particulares. El Gran Mo Yang de la Pierna, por ejemplo, emerge del tobillo externo, se eleva por la parte posterior de la par-te inferior de la pierna y vuelve a emerger en la rodilla. En este punto se divide en dos, con una rama funcionando en el muslo y otra recorriendo la espina dorsal hasta llegar a la parte posterior de la cabeza. Allí se divide de nuevo, con una rama que finaliza en el oído y otra que pasa por el ojo hasta alcanzar la nariz80. Ninguno de los principales vasos sanguíneos concuerda con esos serpenteos que van desde el tobillo hasta el ojo. Aún más significativo es el silencio en torno al corazón. Los mo de los manuscritos de Mawangdui ni brotan ni regresan al corazón, y no parece que ninguna interconexión los una. Recorren la cabeza y el tronco y las piernas y los brazos como once extensiones independientes. Los mo no eran las arterias y las venas del anatomista. Sólo parcialmente sus explicaciones se basan en los vasos sanguíneos vistos desde el exterior. La experiencia interna del dolor era más decisiva. Uniendo los distintos lugares por los que discurrían los mo estaban el hilo de la dolencia y su alivio. Las punzadas de dolor en la .parte inferior de la pierna, los espasmos en la rodilla, las tremendas quejas de sufrimiento en la parte inferior de la espalda y las nalgas, dificultades auditivas, los espinosos tormentos alrededor de los ojos, todo ello encuentra remedio en la misma cura: quemar la moxa en el Gran Mo Yang. Y lo mismo vale para todos los conductos. El Mo de los Dientes, el Mo del Ojo y el Mo del Hombro deben sus nombres principalmente al hecho de que la cauterización de esos mo remediaba la incomodidad en los dientes, los ojos y los hombros respectivamente. Para concebir qué eran los mo y dónde se hallaban, las observaciones sobre cómo y por qué un lugar del cuerpo aliviaba el sufrimiento en otras partes distantes eran cruciales. Las conexiones trazadas por el Zubi shiyimo y el Yinyang shiyimo muestran de manera infalible que eran los antecesores más próximos de los conductos, de los jing o jingmo, de la acupuntura. La patología y la trayectoria del Gran Mo Yang de la Pierna en el Zubi shi49

yimo se aproxima a los vasos del Gran Yang de la Vejiga que más tarde serán

agujeteados en el eijing, e, igualmente, podemos identificar los correlatos de la acupuntura de los otros diez mo restantes. En resumen, los manuscritos de Mawangdui abren una ventana a los orígenes del cuerpo de la acupuntura retratado en la figura 1. ¿Cuál fue la genealogía de la teoría de los conductos en la China antigua? Ma Jixing y otros expertos han comparado los tratados de Mawangdui entre sí y con el tratado 10 del Lingshu y han estudiado las elaboraciones teóricas acerca del mo desde el final de los Reinos Combatientes (476-221 a. C.), pasando por la dinastía Qin (221-206 a. C.) hasta llegar a la dinastía Han Occidental (206 a. C.-8 d. C.)81. El proceso implicó múltiples líneas de desarrollo: una figurilla de laca dotada de conductos descubierta en una tumba de la dinastía Han Occidental en el año 1993 representa sólo nueve mo, si bien su datación es claramente posterior a los tratados de Mawangdui que describen los once mo. Es más, dos de los mo grabados en la figurilla no son discutidos en ninguno de esos tratados82. Pero el rasgo más sorprendente de las pruebas pre- eijing (incluida la figurilla de laca) es la ausencia de cualquier referencia a puntos de acupuntura o, de hecho, a la acupuntura en general. Tanto el Zubi shiyimo como el Yinyang shiyimo hablan sólo de tratar mo particulares, sin especificar lugares particulares; además, el tratamiento que prescriben es la moxibustión y no las agujas. Lu Shouyan especuló en la década de los cincuenta con la posibilidad de que los sanadores primitivos comenzaran descubriendo la eficacia de agujar puntos particulares y luego infirieran gradual-mente una serie de canales para relacionarlos; y durante mucho tiempo ésta fue una explicación plausible83. Sin embargo, el descubrimiento de los textos de Mawangdui ha suscitado serias dudas al respecto, y Yamada Keiji, entre otros, ha propuesto recientemente el escenario opuesto, en el que el descubrimiento de los mo precede el descubrimiento de los puntos84. Por último, ahora parece posible, incluso probable, que las teorías sobre los mo se desarrollaran independientemente de las teorías sobre los puntos. Con todo, si los mo no fueron inferidos a partir de los puntos, ¿cómo surgió originalmente la creencia en ellos? Las pruebas ac50 males no apoyan una visión definitiva del asunto, aunque en el capítulo 5 sugeriré que la práctica de las sangrías debió desempeñar una función en ello. Sólo podemos estar seguros de lo siguiente: las consecuencias de esta nueva creencia fueron absolutamente decisivas. La teoría de los mo no sólo justificaba y, a su vez, hallaba justificación en terapias como la moxibustión o las agujas, sino que, inesperadamente, iluminaba las conexiones entre aflicciones tan dispares dispares en apariencia como las punzadas de dolor en la espalda y los zumbidos en las orejas. Es decir, procuraba un nuevo marco para la interpretación de la enfermedad. En lo sucesivo, el problema de comprender una dolencia quedó íntimamente asociado a la tarea de determinar el mo que la gobernaba. Regresemos ahora al problema de la diagnosis. La lengua inglesa y la española no nos dejan otra opción que traducir mo de dos modos distintos. Cuando nos referimos a los objetos de las agujas o (le la moxibustión, traducimos mo por vaso sanguíneo, conducto, o similar; cuando se trata de la diagnosis, hablamos de pulso. Esto es una herencia de la esfigmología griega –la bifurcación de la arteria y el pulso, la estructura y el movimiento–. Lu Gwei-djen y Joseph Needham sostienen simplemente que el término mo poseía dos significados e incluso los representan con dos caracteres chinos separados85. Pero esto oscurece la lógica imperante en la palpación china. El qiemo comenzó y esencialmente ha perdurado exactamente como lo que su nombre indica: la palpación de los diferentes mo, es decir, como un procedimiento para rastrear los cambios en los conductos que tan poderosamente afectan a los dolores y las

capacidades del cuerpo. El mo aprehendido en la diagnosis es el mismo mo que se quema o aguja en la terapia. El qiemo investiga no sólo la voz que los médicos griegos denominaban sphygmos, sino una multiplicidad de corrientes vitales. Ésta es la razón por la que los médicos debían inspeccionar doce lugares diferentes, porque, a partir del eijing, los distintos mo eran doce. El Lingshu, el Shanghanlun, el Jingui yaolue, y el Mojing preservan, de hecho, vestigios de una técnica de diagnóstico en la que los médicos examinaban doce lugares separados y diseminados en las extremidades, el tronco, el cuello y la cabeza86. Una cualidad 51

flotante en la punta del pie sugiere un estómago hiperactivo mientras que la misma cualidad sentida en la parte externa de la muñeca señala gases indeseados. El significado de las cualidades discernidas por medio de los dedos varía con el lugar debido a que, al principio, lugares distintos pertenecen y expresan distintos mo. Sin duda alguna, en la dinastía Han posterior, los mo no formaban ya canales independientes. El anjing los asocia juntos en una gran circulación y detalla cómo el mo moviliza tres cun con cada exhalación y otros tres cun con cada aspiración –seis cun en total por cada ciclo respiratorio. Una persona realiza 13.500 respiraciones al día y eso se traduce en el mo realizando cincuenta vueltas al cuerpo. La apertura cunkou en la muñeca representa la gran confluencia (dahui) del mo, el lugar donde la circulación comienza y termina, que es la razón, concluye el tratado 1 del anjing, por la que los médicos deben inspeccionar el cunkou. El anjing fue quizá la primera obra en concentrar la palpación exclusivamente en la muñeca y, al mismo tiempo, la obra en cuya composición dicho procedimiento todavía requería una justificación. Tal y como reconocen explícitamente las líneas inaugurales del tratado, «la totalidad de los doce conductos poseen un mo que se mueve (dongmo). ¿Por qué, entonces, examinas el mo sólo en el cunkou para juzgar los cinco zang y los seis fu, la vida y la muerte, para pronosticar lo fasto y lo nefasto?». El conocimiento convencional, se deriva de la pregunta, reconocía doce mo móviles. Al final de la dinastía Han, la gente aún conocía el método más antiguo y laborioso de comprobar los distintos mo palpando cada uno directamente, en doce lugares considerable-mente separados en el cuerpo. Los tratados 2 y 3 del anjing subdividen el cunkou en cun, chi y guan, identificando respectivamente los tres como dimensiones del yang, del yin y de la división entre ambas. Aquí la interpretación se hace relativa. La zona de la cabeza es yang, la zona de los pies es yin; la zona de las puntas de los dedos es yang, la zona del tronco es yin; la superficie es yang y las profundidades internas son yin. Recordemos que el método del Suwen para interpretar la muñeca asociaba el cun con la parte superior, yang, del cuerpo, el chi, con la parte in52 ferior, o yin, del cuerpo, mientras que el guan quedaba asociado a las vísceras del medio. El tratado 18 del anjing irá más lejos y asociará el cun, el guan y el chi con las dimensiones celeste, humana y terrestre. Del mismo modo en que el cuerpo microcósmico reproduce las dinámicas del yin y del yang del macrocosmo, las dinámicas yin y yang del cuerpo microcósmico podrían a su vez concentrarse en la apertura de la muñeca. La analogía topológica hace innecesario realizar la comprobación de la cabeza a los pies y la captación del mo viene a parecerse a la toma del pulso.

Sin embargo, las apariencias engañan. A diferencia de la toma del pulso, el qiemo no pretende jamás juzgar los movimientos de las arterias que enraizan en el corazón. Aunque los médicos de la dinastía Han proponían una circulación continua y exploraron cómo podían alterar un mo tratando otro distinto, esta circulación no tenía ni centro ni punto de partida. Había un mo para el corazón, pero no se le atribuía ninguna prioridad especial87. Si se observa la figura 4, se verá que el lugar para inspeccionar el corazón es uno más entre los doce. Cada mo poseía su propia dinámica distinta. Las primeras intuiciones de un cuerpo organizado en dominios separados y gobernados por mo separados no fueron arrasadas con la emergencia de la teoría de la circulación. Fue precisamente debido a que el mo no cambiaba uniformemente y al unísono cómo el qiemo pudo decir al médico cuál de ellos debía ser cauterizado o pinchado. Es más, la anotación de las disparidades entre los distintos lugares es todavía más importante para la acupuntura y la moxibustión que para la prescripción de fármacos. Las historias de casos recogen principalmente sólo las cualidades discernidas –«flotante y resbaladizo» dicen, o «hundido y débil»– sin distinguir entre lugares específicos. La comparación topológica no era siempre una prioridad. Incluso así, la creencia en la significación profunda de la diferencia local no varió nunca. Para el influyente Li Gao (1180-1255), el mo de la muñeca izquierda revelaba las aflicciones debidas al viento y al frío y otras nocivas aspiraciones que invadían desde el exterior, mientras que las deficiencias internas causadas por regímenes defectuosos aparecían en la muñeca derecha88. En la dinastía Ming, 53 cuando Li Zhongzi (1588-1655) enseñaba que los riñones y el estómago gobiernan la vitalidad prenatal y postnatal respectivamente, también se dirigía la atención del diagnóstico a dos lugares del pie que, en el antiguo método de palpar separadamente cada uno de los doce mo, correspondían «al mo móvil» de esas dos vísceras89. Mientras que el pulso cuenta una sola historia enraizada en el corazón, las revelaciones narradas por el mo estaban siempre sujetas, al menos de manera latente, a múltiples versiones locales. Pero los mo no diferían respecto al pulso únicamente en su multiplicidad. La dicotomía griega entre estructura y función —la escisión entre arteria y pulso— está también ausente de la concepción del mo. El Lingshu declara: «Lo que reprime el qi nutriente y no le permite escaparse se denomina mo»90. Y el Suwen afirma: «El mo es la morada (fu) de la sangre». Leídos en sí mismos, estos pasajes nos invitan a imaginar conductos tubulares que amurallan los fluidos vi-tales. Pensamos en arterias y en venas. Pero el pasaje del Suwen no se detiene ahí: El mo es la morada de la sangre. Cuando es largo, el qi está estable. Cuando es breve, el qi está achacoso. Cuando es rápido, el corazón está agitado. Cuando es extenso, el achaque está progresando. Cuando predomina la parte superior, el qi aumenta. Cuando predomina la parte inferior, el qi se infla. Cuando es intermitente, el qi se debilita. Cuando es fino, el qi es deficiente. Cuando es áspero, duele el corazón91.

Si bien es cierto que «la morada de la sangre» nos hace pensar en los vasos sanguíneos, adjetivos tales como «estable», «rápido» e «intermitente» protestan diciendo que no, que lo que realmente se está discutiendo aquí es el pulso. Por tanto, es erróneo afirmar simplemente que el término mo posee dos significados: la dualidad de las versiones en inglés o en español es el resultado de un artificio de la traducción. Los mo no son ni los vasos sanguíneos ni el pulso, al menos no tal y como nosotros los concebimos, anatómi-

camente. 54 Basta con observar cómo son aprehendidos. En la antigüedad, en el tratado sobre el mo exhumado de las tumbas de Zhangjiashan, nos topamos con médicos que se concentran en seis cambios: si el mo estaba pleno (ying) o vacío (xu), en calma (jing) o en movimiento (dong) , resbaladizo (hua) o áspero (se)92. ¿Cómo debería traducirse aquí el término mo? «Pleno» y «vacío» bien podrían caracterizar los contenidos de la arteria, pero «en calma» y «en movimiento» parecen describir por el contrario la actividad del pulso. Y normalmente no diríamos ni de la arteria ni del pulso que son «resbaladizos» o «ásperos». No obstante, en el arte del qiemo, lo resbaladizo y lo áspero se encuentran entre los signos más privilegiados. «Al palpar el chi y el cun», observa el tratado 5 del Suwen, «uno comprueba si el mo es flotante (fu) o hundido (chen) , resbaladizo o áspero, y conoce así el origen de la enfermedad»93. Del mismo modo, el tratado 10 del Suwen señala que si los cinco colores son lo que el ojo debe diagnosticar, lo que los dedos deben distinguir en el mo son lo pequeño y lo grande, lo resbaladizo y lo áspero, lo flotante y lo hundido. El anjing sustituye «lo pequeño y lo grande» por «lo largo y lo corto», pero los otros dos contrastes permanecen idénticos: lo flotante frente a lo hundido, lo resbaladizo frente a lo áspero94. ¿Qué hace que estas distinciones sean tan decisivas? No eran des-de luego las únicas cualidades investigadas en el qiemo; las listas completas contabilizan veinticuatro o veintiocho distinciones básicas, o incluso más. Sin embargo, por alguna razón, los clásicos médicos escogieron especialmente estas cuatro como los signos que albergaban las más vitales confidencias. Al juzgar el florecimiento o el marchitamiento de la vida de una persona, uno tenía que inspeccionar el mo y preguntar: ¿es flotante o hundido, resbaladizo o áspero? Pero ¿por qué? En este punto debemos diferir la discusión de la primera pareja hasta el capítulo 4. La lógica de lo flotante y lo hundido nos conduce más allá de la imaginación del mo e implica el problema global de la organización de la vida en el cuerpo chino. Por otro lado, el interés por lo resbaladizo y lo áspero ilumina directamente el modo en que la sensación del mo difiere, tanto en concepción como en técnica, de la palpación del pulso. 55

Si un mo resbaladizo señalaba aflicciones relativas al viento (feng), un mo áspero designa una parálisis (bi)95; un mo resbaladizo indica una ligera fiebre y un mo áspero, un ligero resfriado96; un mo flotante y resbaladizo era típico de las enfermedades recientes, y un mo pequeño y áspero, de los achaques crónicos97; un mo resbaladizo significaba una respiración yang sobreabundante, y un mo áspero, sangre yin en exceso98. Éstos eran algunos de los modos en que lo resbaladizo y lo áspero implicaban diagnósticos contrastados. Pero para nosotros las revelaciones más interesantes residen más bien en el contraste de sus percepciones definitorias. ¿De qué modo diferían lo resbaladizo y lo áspero? El mo resbaladizo «viene y se va en un flujo resbaladizo, rodando rápido, continuamente hacia delante» (liuli zhanzhuan titiran) , dice Wang Shuhe99. El mo áspero es justo lo contrario: es «fino y lento, su movimiento es difícil y disperso, a menudo se detiene, momentáneamente, antes de llegar»100; uno tiene la impresión de que el flujo se hace áspero cuando se resiste, cuando se mueve adelante laboriosamente, en lugar de deslizarse suave y fácilmente.

«Como cortar el bambú», dice el Mojue101. Tales descripciones hablan de las intuiciones centrales que guían la palpación china. El carácter mo (......) combina el radical de la carne (......), que designa parte del cuerpo, y el pictograma (.......) para las bifurcaciones de los canales102 Una variante anterior estaba compuesta por el signo de la sangre en lugar del radical de la carne –una variante que el Shuowen jiezi (c. 100 d. C.), el primer diccionario etimológico en China, analiza como «el flujo de sangre que se bifurca». Nos imaginamos los fluidos vitales recorriendo el cuerpo103. Lo resbaladizo y lo áspero reflejan la fluidez excesiva o las vacilaciones fluctuantes de su curso. Las analogías entre los ríos de la tierra y las corrientes de sangre y hálito en el cuerpo se repiten a lo largo de todo el mundo en la poética del microcosmo y el macrocosmo, y las hallamos en más de una ocasión en los escritos anteriores a la dinastía Qin y en la China de la dinastía Han. Así, el Guanzi denomina al agua «la sangre y el hálito vital de la tierra»104, y el Lingshu empareja más específicamente los seis ríos principales de China con los seis mo primordiales del 56

cuerpo105. Wang Chong (27-100?) explica: «Los cien ríos de la tierra son como los arroyos de sangre (xuemo) en el hombre. Tal y como los arroyos de sangre fluyen, penetrando y propagándose, y se mueven y se detienen de acuerdo con su orden natural, lo mismo ocurre con los cien ríos. Su flujo y reflujo, desde el alba hasta el crepúsculo, son como la expiración y la inspiración del hálito vital (qi) »106. Sin embargo, debido precisamente a lo familiar del tropo, podemos pasar por alto su especial significación para la palpación. Y ésta consiste en lo siguiente: los mo son más como ríos que como conductos107. Su rasgo distintivo consiste en fluir. Cuando Alfred Forke tradujo este parágrafo, sucumbió al encanto de la anatomía y convirtió la expresión xuemo en «vasos sanguíneos». Pero de lo que aquí se trata es de algo que refluye, disemina y penetra. «Arroyos de sangre» es seguramente la traducción más natural, la más exacta. Los xuemo constituyen las corrientes vitales del cuerpo. En los textos médicos algunas veces el mo «se mueve» (dong) y rara vez «late» (bo) . La mayoría de las veces llega (lai) , sale (qu) , viaja (xing) y fluye (liu)108. Tres cun con cada inhalación; tres cun con ca-da exhalación. La gramática del término se resiste a cualquier identificación fácil del mo con los vasos sanguíneos. Pero traducir mo como «pulso» es también poco razonable. «El pulso», explica Charles Ozanam en su tratado sobre la fisiología del pulso (1884), «es el movimiento de sucesivas dilataciones y contracciones que la agitación de la sangre impulsada mediante la sístole del corazón imprime en el árbol arterial». La esencia del pulso no es, por tanto, totalmente idéntica a la de la circulación. La circulación se refiere a la progresión de la sangre, a la materia progrediens. El pulso es la forma que dicha progresión imprime en las pare-des de los vasos sanguíneos, la forma materiae progredientis109.

Con sus llegadas, salidas y viajes, el mo se asemeja más a la circulación que al pulso. En lugar del crecimiento y la disminución verticales de las arterias hacia y desde la superficie corporal, los médicos chinos trataron de sentir el caudal horizontal de la sangre y el hálito paralelos a la 57 piel. El Suwen glosa lo resbaladizo y lo áspero en términos de oposición entre «seguir»

(cong) y «resistir» (ni), y el Lingshu asocia los dos pares –lo resbaladizo y lo áspero, el cong y el ni– a las lecciones de ingeniería hidráulica110. «Seguir» (cong) consistía en fluir o ir de acuerdo con el flujo; «resistir» (ni) era ir contra él. El entusiasmo por determinar lo resbaladizo y lo áspero reflejaba la creencia de que la vida fluía. Sin embargo, ¿qué implica realmente aprehender el flujo? ¿En qué modo el tacto que verifica el caudal de vitalidad difiere del que interroga el pulso arterial? Es especialmente en relación con esta cuestión del estilo háptico donde el interés de lo resbaladizo y lo áspero se muestra revelador. Pues los médicos no buscaban estas cualidades únicamente en los mo. Muy pronto en la historia del diagnóstico chino los encontraron también en el chi; es decir, en la piel del antebrazo interno, cerca del hombro. El Emperador Amarillo dijo a Bo Qi: «Deseo ser capaz de nombrar la enfermedad, de conocer qué está pasando dentro estudiando el exterior; y deseo hacerlo sin observar el color facial o sentir el mo, sino solamente a través de un examen del chi. ¿Cómo hacerlo? Qi Bo replicó: «Puede determinar la forma de la enfermedad examinando el chi para ver si está relajado o tenso, si es pequeño o grande, resbaladizo o áspero, y sintiendo si la carne es firme o fofa... Si la piel del chi es resbaladiza, lúbrica, grasienta, está tratando usted con viento. Si la piel del chi es áspera, está usted tratando con una parálisis inducida por viento111.

La palpación del antebrazo fue considerada durante un tiempo como inestimable para comprender la enfermedad. Las referencias a esta técnica aparecen a lo largo del eijing e incluso encontramos un tratado (Lingshu, tratado 74) dedicado enteramente a esta forma de diagnosis. Quienes la dominaban podían, sólo en base a ese dominio, conocer «lo que estaba ocurriendo dentro». Así, en la antigüedad, existían realmente dos formas principales de diagnosticar tocando: además de la palpación del mo, existía también la palpación del chi. Ambas tenían mucho en común. «Me permito preguntar», pre58 gunta el Emperador Amarillo, «¿en qué modo las formas de la enfermedad están relacionadas con el hecho de que el mo esté relajado o tenso, sea pequeño o grande, resbaladizo o áspero?», esto es, nombrando exactamente las mismas seis cualidades citadas en el pasaje anterior y consideradas esenciales para diagnosticar el antebrazo. No es una coincidencia. Las cualidades del mo y las del chi eran comparables porque, de hecho, eran comparadas con regularidad. Tal como expone Qi Bo: Si el mo está tenso, la piel del chi está también tensa. Si el mo está relaja-do, la piel del chi está también relajada. Si el mo es pequeño, la piel del chi está también reducida y le falta qi. Si el mo es grande, la piel del chi está también llena, hinchada. Si el mo es resbaladizo, la piel del chi es también resbaladiza. Si el mo es áspero, la piel del chi es también áspera112.

Sin embargo, no siempre ambos cambiaban al unísono. De hecho, era precisamente porque desplegaban a menudo signos completamente dispares por lo que su comparación resultaba crucial. Si los conductos estaban llenos, por ejemplo, el mo estaría tenso mientras que el chi estaría relajado113. La combinación de un chi áspero y un mo resbaladizo anuncia mucha transpiración. Si el chi no está caliente y el mo es resbaladizo, la molestia es el viento114. Si el chi se percibe frío y el mo es fino, significa diarrea115. Las últimas dos observaciones merecen un comentario. Además de las seis distinciones anteriormente mencionadas, los médicos también inspeccionaban si el chi estaba frío o caliente. El tratado 73 del Lingshu los identifica en realidad como dos de las cuatro indicaciones elementales: al sentir si la piel está fría o caliente, si está resbaladiza o áspera,

los médicos pueden saber dónde reside la enfermedad116. Ahora bien, observar el frío o el calor de la piel no tiene nada de extraordinario. Podemos reparar en estas cualidades incluso en el curso de nuestra vida cotidiana, al tocar el brazo de un amante, al sentir el antebrazo de un niño. Los preceptos del Suwen, por otro lado, son algo más sorprendentes: recomiendan a los médicos que comprueben el calor o el frío en el mokou (=cunkou) , la «apertura-mo» en 59

la muñeca. Muy poco qi en los canales subsidiarios y un exceso de qi en los vasos principales se manifiestan en un mokou caliente y en un chi frío; si, al contrario, los vasos principales merman y los canales subsidiarios se hinchan, el chi estará caliente y el mokou, frío y áspero117. En pocas palabras, los médicos buscaban las mismas cualidades en las muñecas que en el antebrazo. El mo podía ser caliente o frío, exactamente igual que la piel del antebrazo interno. En la medicina postclásica, los médicos parecen olvidar el diagnóstico del chi. No por coincidencia, quizás, también dejan de preguntar acerca del frío o el calor en el mo. (Por supuesto, continúan infiriendo rutinariamente el resfriado y la fiebre en el cuerpo a partir de los cambios en el mo. Pero ésta es otra cuestión: aquí hablo de sentir esas cualidades directamente en la propia muñeca.) No obstante, el hecho de que en un momento consideraron significativo y necesario sentir el calor o el frío del mo nos recuerda la estrecha relación entre «la toma del pulso» chino y la palpación de la piel. El qiemo y la inspección del chi eran formas paralelas de tocar cuyas revelaciones estaban estrechamente entrelazadas. Juzgar lo resbaladizo o lo áspero era básico para ambas. A veces, nuestros dedos se deslizan suavemente y sin esfuerzo sobre la piel; en otras ocasiones, se enganchan y se arrastran, y uno tiene que tirar de ellos conscientemente. Las similitudes y el vínculo entre la palpación de los mo y el diagnóstico del antebrazo dan a entender que el primero pudo comenzar como palpación a lo largo de los mo, que en origen los sanadores palpaban quizás el curso entero de cada mo para comprobar, directamente, los distintos caudales de la vida de una persona. La gente puede mentir, pero los mo, no. El emperador He (89-105 d. C.), registra la Historia de la dinastía Han Posterior, quería poner a prueba las aptitudes de Gou Yu, así pues, seleccionó a un sirviente con delicadas manos y muñecas y lo situó detrás de una cortina junto a una chica, de manera que cada uno enseñaba un brazo. Entonces, solicitó a Yu que examinara el mo de ambos brazos y le pidió que identificara la molestia del «paciente». Yu dijo: «El brazo iz-

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quierdo es yang y el brazo derecho es yin. Un mo es claramente macho o hembra. Pero este caso parece ser algo diferente y este servidor suyo está desconcertado por el motivo». El emperador suspiró en señal de admiración y alabó su destreza118. El descubrimiento de que se podían escrutar secretos vitales sobre la gente tocando simplemente sus muñecas debió parecer en otro tiempo una maravilla. Incluso ahora, cuando la dilatada familiaridad ha debilitado nuestra capacidad de sorpresa y las avanzadas tecnologías de la imagen han disminuido drásticamente su uso, al menos en Occidente, incluso ahora, no tenemos más que rastrear los cambios que se producen en

nuestras muñecas para recobrar una sensación de misterio. Las imágenes del pasado testimonian de manera elocuente el impacto de este descubrimiento. Nos recuerdan cómo el arte de la palpación vino a gobernar sobre la más profunda concentración, la más entusiasta curiosidad, y cómo el arte de curar se hizo impensable sin él (figuras 5-8). Con todo, nos dicen poco acerca del contenido interno de ese gesto, sobre cómo y qué sabían realmente los dedos. Los médicos de la China y Grecia antiguas se aferraban final-mente a la muñeca, lo cual es en sí mismo digno de mención. No hay, lo hemos visto ya, nada instintivo u obvio en ese gesto: los mundos de conocimiento que inaugura eran desconocidos incluso para Hipócrates. Su emergencia común en la medicina griega y china insinúa, por tanto, afinidades latentes en el modo en que esas dos tradiciones se desarrollaron. Nuestra presente preocupación concierne, sin embargo, a la diferencia y a la complejidad del acto de tocar. Dos personas pueden situar sus dedos en el «mismo» lugar y, no obstante, sentir cosas enteramente diferentes. Donde los médicos griegos aprehenden el mecanismo del pulso, los médicos chinos indagan el mo. La divergencia responde más a una cuestión de experiencia que de teoría. Los médicos griegos y chinos conocían el cuerpo de forma diferente porque lo sentían de manera diferente. Por supuesto, lo contrario también se sostiene. Podríamos decir 61

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igualmente: lo sentían de manera diferente porque lo conocían de forma diferente. Mi argumento no trata sobre la precedencia, sino sobre la interdependencia. Las preconcepciones teóricas moldea-ron y fueron moldeadas inmediatamente por los contornos de la sensación háptica. Ésta es la lección primordial que pretendo des-tacar: cuando estudiamos las concepciones del cuerpo, no sólo examinamos construcciones en la mente, sino también en los sentidos. Los médicos griegos y chinos aprehendieron el cuerpo de manera distinta, tanto en sentido literal como figurado. La asombrosa alteridad de las tradiciones médicas implica desde luego estilos alternativos de percibir. ¿Qué entraña un estilo perceptivo? Este capítulo ha destacado la influencia del supuesto objeto de percepción. Hemos aprendido que las interpretaciones del pulso y del mo suponen expectativas radicalmente divergentes sobre qué puede y debe ser sentido. Pero aún tenemos que considerar otro factor esencial, un elemento absolutamente fundamental tanto para el pensamiento como para la sensación. Me refiero al lenguaje. Debemos dirigirnos ahora hacia la función y el uso de las palabras. 66 Capítulo 2 La expresividad de las palabras Las ideas chinas acerca del pulso, opina J. J. Menuret de Chambaud (1733-1815), «son o parecen ser muy diferentes a las del resto de los pueblos»119. Mientras que algunos pulsos chinos «se ajustan bastante a los que Galeno estableció, y que todos los médicos reconocen..., la mayoría son nuevos para nosotros, y parecen muy sutiles y difíciles de aprehender». ¿Qué relación puede haber, después de todo, entre el latido de una arteria y el movimiento del agua descendiendo por una grieta, un hombre desatando su cinturón, o alguien queriendo enrollar algo pero a quien le falta tela para completar la vuelta?120

Los escritos chinos estaban repletos de percepciones misteriosas. Sin embargo, al componer su artículo sobre el pulso («Pouls») para la Encyclopédie de Diderot, Menuret de Chambaud se sentía in-seguro sobre hasta qué punto esas percepciones eran realmente ajenas. Sabía que a menudo las traducciones empañaban, incluso distorsionaban, los contornos de las sensaciones. Así que vacilaba. Tras aventurar inicialmente que las doctrinas chinas «son o parecen ser muy diferentes», más adelante en el artículo cambió claramente de opinión. «La teoría china sobre el pulso», concluye, «no parece divergir demasiado de nuestras ideas... Si algunos lugares convulsionan nuestra forma de pensar, quizás el error no reside únicamente en la terminología y en los giros de expresión, y debiera atribuirse Incluso con mayor probabilidad a la torpeza de quienes nos transmitieron las sensaciones de los chinos»121 Esto es lo más probable: que la oscuridad de lo que los médicos chinos escribieron se debiera «principalmente al modo en que se expresaron, a su apenas comprendido estilo alegórico»122. Existía la 67

posibilidad de que en los textos chinos resonaran verdades familiares, pero con una voz desconocida. Antes, en ese mismo siglo, John Floyer ofreció una visión más fresca. Distinguió en los textos sobre el pulso chino la voz de una predisposición alternativa. «Los europeos destacan en el razona-miento y en el juicio, y en la claridad de la expresión», sugirió, mientras que «los asiáticos poseen una alegre y voluptuosa imaginación»123. Los estilos de escritura reflejaban estilos de pensamiento. Los europeos apreciaban la sobria precisión racional; los chinos eran extravagantes y poéticos. Floyer daba por sentado que la sobria razón era preferible, pero, con todo, no despreciaba las enseñanzas chinas como delirios. Los testigos presentes en China lo habían convencido acerca de la maravillosa «destreza local sobre los pulsos». Al leer sobre las doctrinas chinas, Floyer encontró «buen sentido, aunque expresado al modo asiático, cuyas palabras son como una suerte de jeroglíficos, así como sus caracteres; y sus expresiones se ajustan mejor a la poesía y la oratoria que a la filosofía»124. Al acusarlos de exceso de imaginación, no se estaba mofando superficialmente como haciendo en realidad un esfuerzo para suponer, al igual que Menuret de Chambaud, por qué los escritos que debieran haber iluminado los secretos generaban al contrario rompecabezas. Floyer razonaba: los médicos chinos gozaron del conocimiento de «experiencias curiosas, examinadas y aprobadas durante cuatro mil años»125. Durante milenios de atenta observación habían acumulado un conocimiento real sobre el cuerpo; su éxito práctico para diagnosticar y curar estaba probado. Por tanto, si sus textos parecían inescrutables y extraños, el problema no consistía en el conocimiento en sí, sino en su formulación, en su refracción por medio de la «voluptuosa imaginación». Los médicos chinos sabían auténticas verdades, pero de un modo desconocido, exótico. ¿Su análisis estaba en lo cierto? ¿Qué significa en última instancia el estilo? ¿Qué nos dice el modo en que la gente habla sobre cómo y qué saben? La rareza de las descripciones chinas parecía revelar la rareza de las percepciones chinas, pero era posible que fueran 68 sólo las palabras las que despistaban. Para Menuret de Chambaud, para John Floyer, la única certeza era la alteridad insólita, desconcertante, del discurso «alegórico» chino. La voz extraña. Hay un desfase entre tocar y sentir. Las percepciones no son experiencias crudas. Lo que percibimos cuando tocamos algo depende en gran medida de cómo lo tocamos, de si colocamos nuestras manos con tiento o lo asimos con fuerza, de si nuestros dedos lo exploran con delicadeza o lo golpean impacientemente. Pero el modo en que manipulamos un objeto depende, a su vez, de cómo lo concebimos. La delicadeza con la que sostenemos una antigüedad china se desvanece cuando asimos las modernas imitaciones de plástico. La manera en que acariciamos el rostro de una persona ama-da no tiene nada que ver con el modo en que apartamos, involuntariamente, a alguien que despreciamos o tememos. Parte de la extrañeza de los escritos chinos puede explicarse en ese sentido. Tal y como ha revelado el capítulo 1, el mo y el pulso eran aprehendidos de manera diferente, bajo los dedos y en la mente. La primera impresión de Menuret de Chambaud era cierta: muchas distinciones chinas eran nuevas. Los médicos en China detectaban lo resbaladizo y lo áspero donde los tomadores de pulso griegos no lo hacían, pues sentir el mo no significaba sentir algo que fluía. A la inversa, los rasgos que Herófilo y Galeno consideraban muy reveladores en el mensaje del pulso —el ritmo, por ejemplo— quedaban regularmente sin nombrar o sin ser reconocidos (y apenas habrían tenido

sentido) en el qiemo, ya que presuponían una representación de las arterias pulsantes. Palabras mutuamente desconocidas nombraban percepciones mutuamente ajenas. Pero esta explicación es, en sí misma, demasiado simple. Ignora, para empezar, el modo en que el lenguaje esculpe las percepciones, el modo en que las palabras dan forma, al tiempo que etiquetan, lo que sienten los dedos. Un sistema de diagnóstico que sólo habla de «duro» y de «blando» adiestra la mano sólo para se-parar lo duro de lo blando. Un discurso que empalma lo «tenso» con lo «duro», lo «flojo» con lo «frágil», promueve un tacto más fino. Y, en cualquier caso, el problema del lenguaje y la percepción va 69 más allá de la idiosincrasia del vocabulario local, de la sensibilidad insensibilidad china o europea respecto a cualidades particulares. Además de utilizar palabras diferentes, también, y más fundamentalmente, los diagnosticadores en China y en Europa usaban las palabras de manera diferente. Es precisamente este contraste en el uso lo que quisiera explorar, el modo en que las formas de hablar se relacionan con las formas de conocer. John Floyer consideraba que la razón y el juicio se reflejaban en la claridad europea, y la contrastaba con el juego, en China, de la alegre y voluptuosa imaginación. Pero la claridad, en Europa, era no tanto un rasgo característico, como una característica ideal, no tanto un hecho, como un deseo. Históricamente, lo que marcó el discurso occidental sobre el pulso fue sobre todo la feroz ansia de claridad. Cuando Floyer y Menuret de Chambaud denominan al estilo chino imaginativo y alegórico, delatan en parte su admiración por un pueblo aparentemente libre de ese anhelo, una cultura curiosamente indiferente también, incluso ignorante, respecto al afán de transparencia. Nada nos obliga ahora, sin embargo, a considerar ese afán como algo menos extraño que su falta. La cuestión de los estilos divergentes no es un problema de una sola cara (por ejemplo, la china); la compulsión por aclarar es en sí un enigma. Es más, este enigma reside en el núcleo de uno de los rasgos más notables del conocimiento del pulso. Me refiero a su ligera fragilidad. La fragilidad del conocimiento háptico Considérese hasta qué punto el conocimiento del mo sigue siendo crucial, incluso hoy, para conocer el cuerpo. Considérese el hecho de que los practicantes de la medicina tradicional china consultan aún clásicos como el Mojing, en sus versiones originales y modernas, para la orientación clínica. Considérese que el qiemo permanece todavía muy vivo. Y, entonces, considérese el hecho de que la toma del pulso apenas sobrevive en la medicina occidental, que se ha convertido en 70

una ciencia marchita, miserable, que se limita principalmente al mero recuento de los latidos. Los médicos investigan ahora la esencia de la lengua del corazón en máquinas, que la traducen a gráficos y números, antes que bajo los dedos, que en el conocimiento háptico. Los tomos clásicos sobre el adiestramiento del tacto acumulan polvo, como una tradición anticuada. ¿Qué hacer con este contraste? Superficialmente, la cuestión puede parecer trivial. Después de todo, la medicina tradicional china es tradicional —esto es,

pretecnológica— mientras que la medicina occidental contemporánea, decididamente no. El declive del diagnóstico por medio del tacto en Occidente parece casi inevitable, una consecuencia natural de la emergencia de la tecnología moderna. Concedemos de inmediato que la precisión y la objetividad de las máquinas hacen que el tacto humano parezca irremediablemente obtuso e inseguro126. Pero esta interpretación invierte el orden histórico de las cosas. De hecho, las dudas respecto al diagnóstico mediante el pulso preceden a —e incluso sirvieron de estímulo a la invención de— las máquinas tales como el esfigmógrafo y el electrocardiógrafo. Los destinos separados del qiemo y de la toma de pulso tienen raíces más profundas que la división entre la aproximación tradicional y tecnológica de la medicina. El capítulo 1 mencionaba a médicos europeos y americanos proclamando la indispensabilidad del estudio del pulso; resultaría sencillo citar a muchos otros. No obstante, leídos en su contexto, tales pronunciamientos parecen a menudo más defensivos que laudatorios, al anticipar intentos por revitalizar un arte en declive y reclamar una sabiduría perdida. Así, el tratado sobre el pulso de Henri Fouquet de 1767 comienza por declarar confidencialmente: «Los médicos se muestran de acuerdo en que la forma más útil de conocimiento que gobierna la medicina es el conocimiento del pulso». Pero, entonces, Fouquet agrega inmediatamente, «sin embargo, parece», y uno no puede sino señalar esto con sorpresa, «que esta rama del arte ha avanzado muy poco durante varios siglos. Es más, el estudio del pulso ha sido desdeñado durante mucho tiempo...»127. Théophile de Bordeu, coetáneo de Fouquet, habla incluso de 71

que las doctrinas clásicas sobre el pulso habían «caído en el olvido»128; y James Nihell comienza su estudio del pulso concediendo que el arte sobre el que se propone escribir estaba «tan poco considerado» que «hacía tiempo que había caído en descrédito»129. Siglos antes de que llegara su hora, la fe en el pulso ya titubeaba. ¿Por qué? Una preocupación crónica era la idiosincrasia de las percepciones: no toda la gente siente las cosas del mismo modo. Un experto detecta un pulso «reptante» donde un principiante no halla nada inusual. ¿Quién está en lo cierto? Puede que la discrepancia resida en el tacto flojo del principiante. Pero, de nuevo, el presunto experto puede estar mintiendo. O alucinando. A pesar de haberlo intentado durante meses, el médico del siglo XVIII Duchemin de l'Étang aún era incapaz de distinguir los pulsos nombrados por los autoproclamados expertos de su tiempo. «Fue a partir de ese momento», relata, «cuando empecé a sospechar que debía de haber algo de entusiasmo e imaginación detrás de todo ese asunto»130. Si otros afirmaban percibir lo que él no podía, quizás era que realmente se estaban engañando a sí mismos. Quizás la deslumbrante fábrica de la revelación esfigmológica era una nueva vuelta de tuerca del autoengaño, como el traje nuevo del emperador. Las ideas específicas, como la imagen de la arteria pulsante, pueden dar forma a lo que sienten los dedos. Pero no menos influyentes son las actitudes generales, tales como la confianza o la sospecha. «Cuanta más información espera obtener un médico del pulso», señala Milo North en 1826, «tanta menos recibirá». Y me parece igualmente evidente que cuando un hombre siente incertidumbre, por mucha dependencia que se pueda colocar sobre ello, permanecerá totalmente ignorante sobre la naturaleza de sus comunicaciones. No puedo sino pensar que es este escepticismo, más que cualquier defecto orgánico del

pulso o deseo de términos definidos, lo que ha puesto de moda hablar con ligereza sobre las indicaciones 131 del pulso .

La mayoría de los pulsos no son sencillos e inconfundibles, y uno debe aprender a percibirlos. Sin embargo, si uno sospecha desde el 72

comienzo que no hay nada que aprender, entonces, de hecho, no aprenderá nada. Cuando el médico inglés Richard Burke no podía discernir lo que otros describían, pronto dejó de intentarlo convencido de que «esos escritores [sobre el pulso]... han refinado demasiado, y después de todo el pulso no es tan importante como algunos han querido hacernos creer»132. El conocimiento del pulso era exquisitamente vulnerable a la duda. ¿Puede esta duda resolverse? Todos los esfigmólogos conceden que algunas personas pueden ser más sensibles que otras y que la formación es en todo caso esencial. Pero incluso para que esta formación sea posible, uno debe ser capaz de decir, con precisión y sin ambigüedad, qué pueden sentir los dedos. Una y otra vez, los críticos y los defensores del diagnóstico mediante el pulso regresan por igual a este punto como si fuera el verdadero quid de la cuestión: para enseñar o aprender las variedades del pulso, uno necesita palabras claras. Sin embargo, la claridad se mostraba siempre esquiva. Se abren los tratados de Galeno sobre el pulso esperando aprender el modo en que los médicos griegos interpretaron el pulso, pero pronto se encuentra uno totalmente perdido. Pues uno mismo se descubre leyendo más sobre semántica que sobre semiología, más sobre la definición de las palabras que sobre el reconocimiento de las enfermedades. Cientos y cientos de páginas consagrados a fijar, precisar, explicar el sentido de los términos. ¿Qué quiere decir, se pregunta Galeno, un «pulso fuerte» o un «pulso grande»? ¿Cómo logra uno separar lo «rápido» de lo «frecuente»? Los estudiosos modernos han juzgado estas páginas como insoportablemente tediosas. «Las más desagradables de todas para leer», afirma Vivian Nutton; «Galeno en su peor vertiente», se queja C. R. S. Harris133. Con todo, no hay duda sobre la sinceridad de Galeno; para él, una verdadera ciencia del pulso se erige o decae con el uso exacto de las palabras. El anhelo de lucidez es muy antiguo. Podemos imaginar numerosos factores que contribuyeron a este anhelo. La multiplicidad de las lenguas mediterráneas, por ejem73

plo. Galeno se lamenta: los médicos que viven en lugares dispares y hablan dialectos diferentes no sólo nombran los pulsos de manera distinta, sino que agravan la confusión con su orgullo de estrechas miras, su insistencia en los usos locales y su burla de los términos foráneos134. Otra influencia, todavía más poderosa, la constituye la tradición filosófica que desciende de Sócrates hasta Platón, que puso un encendido énfasis en la definición; una tradición asociada de por sí con la popularidad de los debates y las disputas públicas en la sociedad griega. La época de Galeno vivía una ola de renovación de sofistas y oradores, la emergencia de la Segunda Sofística, cuando los vínculos entre

medicina, filosofía y retórica se hicieron más fuertes que nunca. Así, Elio Arístides caracteriza al profesor de Galeno, Sátiro, como médico y sofista al mismo tiempo. «Médico-sofista» (iatrosophistes [ιατροσοφιστης) y «médico-filósofo» (iatrophilosophos [ιατροφιλόσοφος]) eran títulos profesionales comunes135. Con todo, las explicaciones del contexto de Galeno no son suficientes por sí mismas. El anhelo de claridad se adueñó de los expertos en pulso occidentales más allá de la poliglosia mediterránea y mucho después de la Segunda Sofística. Si Galeno ataca el descuidado lenguaje de sus predecesores, en el siglo XVI, Josephus Struthius denunciaba los propios tratados de Galeno por ser tan retorcidos que «apenas uno entre mil podría entenderlos»136. También los médicos del siglo XVIII condenaron el lenguaje de Galeno. Fue principalmente contra su vocabulario, relata Théophile de Bordeu (1722-1776), y en especial contra su uso de metáforas extravagantes –al etiquetar el pulso con apelativos tales como «reptante», «arratonado» y «gacelante»– frente al que se rebelaron los estudiantes modernos del pulso137. El empuje final para purgar la toma del pulso hasta convertirla en recuento de latidos representó la culminación de esta antigua búsqueda de transparencia. Los obstáculos que impedían una ciencia del pulso fiable, sostiene William Heberden, se hallaban más allá de las extravagantes metáforas. Al dirigirse al Colegio Real de Médicos en 1772, Heberden declaró «altamente improbable» que cualquiera de los términos utilizados para calificar el pulso «fueran en-tendidos perfectamente o aplicados por todos a las mismas 74 sensaciones y que tuvieran el mismo significado en la mente de to-dos». Por lo tanto, recomendaba a los médicos que atendieran más a las circunstancias del pulso sobre las que no podían errar o ser malinterpretados. Afortunadamente, hay una de esta clase que por su importancia merece toda nuestra atención, y no sólo en esta cuestión. Me refiero a la frecuencia o rapidez del pulso... Ésta es la misma en todas las partes del cuerpo, y no puede ser afectada por la firmeza o flacidez de nuestra constitución, o por la grandeza o pequeñez de la arteria, o porque resida más en el fondo o en la superficie; y es susceptible de ser numerada y, en con-secuencia, de 138 ser perfectamente descrita y comunicada a otros .

¿Debieran los médicos estar persuadidos en lo que diagnostican por lo que pueden o no pueden comunicar? El razonamiento de Heberden recuerda la historia del hombre que habiendo perdido su cartera en una callejuela oscura, la busca en una avenida adyacente porque está mejor iluminada. Con todo, su aproximación resultaba seductora. La velocidad del pulso permanece idéntica independientemente de quién la comprueba, qué arteria pulsa, o cómo la aprehende. Y, tan importante como esto, los malentendidos no pueden producirse. Ochenta y dos. Noventa y cinco. Ciento siete. Al contrario de lo que ocurre con metáforas tales como «hormigueante» o «gusaneante», al contrario incluso de adjetivos claros como «duro» o «blando», los números no sufren de descuidos semánticos. La propuesta era radical no sólo en su solución, en el modo en que repentinamente reducía el mensaje del pulso a una mera serie numérica; era eminentemente tradicional en su concepción del problema, en sus intuiciones motivadoras. De hecho, representaba una conclusión lógica –el esfigmógrafo mecánico será otra– a la tradición que durante mucho tiempo identificó la búsqueda de una ciencia segura del pulso con el reto de erradicar las traiciones del lenguaje. Como muchos otros antes que él, Heberden estaba con-vencido de que «la fuente principal de la confusión reside en el empleo de términos

que son susceptibles de más de una interpretación»139. Los números prometían una claridad absoluta. ¿Por qué los tomadores de pulso persistieron en culpar al len75

guaje de las incertidumbres de los dedos y la mente? La cuestión resulta crítica a fin de contemplar de nuevo y comparativamente la empresa del diagnóstico mediante el pulso. Pues nada caracterizó más nítidamente la historia del discurso sobre el pulso como este nerviosismo en torno a las palabras. Lo encontramos una y otra vez: la sensación obsesionante de que los términos vagos embotan, de-forman y tergiversan lo que los dedos perciben, la urgencia infatigable por poner un nombre nuevo y redefinir, la siempre renovada esperanza de que esta vez uno acertará. Como si los fracasos por aprehender el pulso con firmeza fueran en realidad errores a la hora de nombrarlo o describirlo. Como si el problema del conocimiento fuera, en su esencia, una cuestión de palabras. El vocabulario del qiemo no inspiró semejantes ansiedades y su terminología permaneció más estable. De los veinticuatro mo identificados por el Mojing —el vocabulario básico del lenguaje de la vida—, al menos catorce eran ya conocidos para Chunyu Yi al comienzo del siglo II a. C., y todos ellos eran corrientes en el tiempo del eijing. En el curso de dos milenios, los médicos aventuraron unas pocas añadiduras, expandiendo el léxico hasta veintiocho, incluso treinta y dos términos140; pero se trataron de aumentos en el interior de un núcleo canónico. Al contrario de lo que sucedió en Europa, la historia de la palpación en China no recoge ninguna petición de un lenguaje más claro, ninguna disputa en torno a las definiciones, ninguna duda corrosiva sobre si las gentes se referían a las mismas percepciones cuando pronunciaban las mismas palabras. Los médicos apresaban el mo con una confianza asombrosa, con exceso de confianza incluso. Si los expertos en pulso europeos lamentaban periódicamente que la palpación no era tenida en cuenta suficientemente, sus homólogos chinos deploraban más bien el hábito de basarse demasiado en el tacto y desdeñar los otros sentidos. El escrito Chabing zhinan (1241) de Shi Fa recoge una acusación común: «El estudio de la medicina está todo contenido en lo divino, lo sabio, lo astuto y lo hábil. Pero, en la actualidad, los médicos abandonan generalmente tres de ellos para concentrarse en 76

uno solo. ¿En cuál? "Tocar y conocer es denominado hábil". Sin embargo, antes que desarrollar esta expresión en su verdadero sentido, se sirven de ella en sí misma, fuera de contexto, y así engañan al mundo»141. La palpación era sólo uno, y el inferior, de los cuatro modos de conocer el cuerpo, teóricamente. El diagnóstico comprendía el «divino» arte de mirar, el «sabio» arte de escuchar y oler, el «astuto» arte de preguntar, y el «hábil» arte de tocar. Por tanto, quien hubiera aprendido el último sería calificado tan sólo como hábil, mientras que los que dominaban la escucha y la vista alcanzaban la sabiduría y la divinidad. Sin embargo, en la práctica, los médicos hicieron de la palpación una manía regular y, peor aún, exhibían

descaradamente su inclinación como si fuera una virtud especial. Aquí radica la paradoja del qiemo. A diferencia de la toma del pulso en Occidente, la palpación en China era practicada con confianza y floreció de manera estable durante dos mil años, e incluso aún sigue floreciendo en la actualidad. Con todo, su lenguaje era precisamente de la clase que los expertos en pulso occidentales se esforzaban por eliminar con tanto vigor, abundando en esos discursos poéticos, «imaginativos», que consideraban fatales para una ciencia segura. Y, aún más extraño, los médicos chinos reconocían libremente la sutileza fluctuante de los mo, la brusquedad del tacto y la insuficiencia de las palabras. Cualidades tales como «lo encordado y lo tenso, lo flotante y lo hundido», declara el prefacio del Mojing, «se confunden las unas con las otras y están estrechamente vinculadas»142. Al diferir meramente por ligeros matices de percepción, los múltiples mo resultan difíciles de separar, son fácilmente confundibles. Para los diagnosticadores de épocas más tardías, esto será un lugar común. Al resumir el conocimiento aceptado, Li Zhongzi medita en el siglo XVII: La sutileza de los principios de los mo ha sido señalada desde la antigüedad. En el pasado existió el Emperador Amarillo, que desarrolló una inteligencia divina desde el momento en que nació. Sin embargo, incluso él comparó [la aprehensión de esos principios] con sondear un profundo abismo y con toparse con un mar de nubes flotantes. Xu Shuwei dijo: «Los

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principios de los mo son misteriosos y difíciles de aclarar. Lo que mi mente comprende, mi boca no puede transmitirlo». Todo lo que puede anotarse con pincel y tinta y todo lo que puede expresarse con la boca y la lengua no son más que huellas y parecidos143. Allí donde los esfigmólogos europeos se preocupaban principal-mente por términos e interpretaciones equivocadas —por los usos in-debidos del lenguaje que, en la medida en que era mal utilizado, podía ser rectificado teóricamente—, Li Zhongzi afirma límites más inamovibles. La razón de que las palabras se quedaran cortas residía en la propia naturaleza del lenguaje y del mo. El mo era inevitable-mente misterioso, inefable. Li Zhongzi creía que éste era el motivo por el que las descripciones clásicas de los mo fueran tan indirectas y alusivas, la razón por la que el mo resbaladizo tenía que ser asociado a «una suave sucesión de perlas rodantes», y el mo áspero, a «la arena mojada». La realidad siempre se encuentra más allá de «las huellas y los parecidos». Los autores antiguos no trataban de ser crípticos deliberadamente, intentaban comunicar sus ideas. Sencillamente, las palabras nunca eran suficientes144. ¿Cómo podemos reconciliar esta visión de las palabras como me-ras «huellas y parecidos» con su uso estable y seguro durante milenios? ¿Por qué no estaba el lenguaje del qiemo sujeto, como la diagnosis mediante el pulso, a una crítica y revisión constantes? Las alusiones taoístas de las referencias de Li Zhongzi a las nu-bes flotantes y a los. barrancos oscuros insinúan la posibilidad de que esa estabilidad reflejara más resignación que confianza: quizá los médicos en China no buscaban términos más claros porque creían que el simulacro, el parecido vago, era todo a lo que uno podía aspirar. Quizás asumieron desde el comienzo que la claridad total estaba fuera de nuestro alcance. La rapsodia inaugural del Daodejing de Laozi —«El Camino que puede ser nombrado no es el Camino eterno; el Nombre que puede ser nombrado no es el Nombre eterno»— no sería sino la más célebre expresión de la creencia, a menu-do repetida en escritos posteriores, de que las verdades sublimes desafían la expresión. Nombrar, nos enseña igualmente Zhuangzi,

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es imponer distinciones sobre lo que naturalmente carece de vetas, repartir y arruinar la inefable integridad del mundo145. Sin embargo, ésta no era de ningún modo la única visión, ni tan siquiera la visión dominante del lenguaje. La ortodoxia oficial del estado, por su parte, defendió con vigor la precisión lingüística como piedra angular del orden social. Cuando las palabras pierden su sentido habitual, sostienen los pensadores confucianos, cuando son aplicadas imprudentemente sobre realidades a las que no debieran aplicarse, los juicios morales se desvanecen. Los oportunistas etiquetan a los bandidos como reyes y el altruismo como estupidez; los sofistas retuercen los significados malévolamente para lograr que la traición parezca encomiable y reestructuran la honradez como traición. Es así como la gente pierde el sentido de lo superior y lo inferior, de lo bueno y lo malo, y el caos prevalece146. El lenguaje indiscriminado engendra la indiscriminación gratuita. Así, el Libro de los Ritos impone la muerte para quienes subvierten el orden legal mediante sutilezas sofísticas y modifican los nombres de las cosas147. Las actitudes de los médicos estaban casi con toda seguridad más próximas a la perspectiva confuciana que a la taoísta, y ello no por-que la primera ejerciera una mayor influencia en la medicina —en general, a mi juicio, era cierto lo contrario—, sino debido a las exigencias de la acción práctica. La gestión del cuerpo, al igual que el ordenamiento del Estado, requería distinciones firmes. En especial para el qiemo. Semántica y perceptualmente, el mo flojo y el mo tenso pueden diferenciarse meramente por los más finos matices, pero las consecuencias prácticas de ambos, los diagnósticos y las curas en ellas implicadas, eran completamente distintas. La resignación respecto a la ambigüedad era un lujo que la medicina no podía permitirse. El que un paciente hallara alivio y se curase, o sufriera mayores agonías, o muriera, todo ello dependía de que los médicos realizaran las discriminaciones adecuadas, de que captaran el matiz exacto. Tanto en China como en Europa, era indispensable poseer nombres precisos para el arte de curar. Si el vocabulario del qiemo escapaba a la duda intermitente que se mostraba tan corrosiva en el diagnóstico mediante el pulso, no era porque los médicos chinos no 79 sintieran la necesidad de ser exactos o se hubieran resignado a una comunicación raquítica. Su confianza en las palabras requiere otras explicaciones. Relevantes especialistas han señalado que la vida intelectual occidental estuvo marcada por un debate más vigoroso y radical que el que podemos hallar en China, mientras que los pensadores chinos tendían a conferir más peso a los textos canónicos y a las autoridades148. Comparada con este telón de fondo, la estable transmisión del lenguaje clásico de la palpación parece casi predecible, otro ejemplo de patrón familiar, una prueba más del pacífico tradicionalismo que recorre toda la medicina china. Sin embargo, a la postre, tales generalidades nos enseñan poco sobre el problema que aquí manejamos. Después de todo, un vocabulario sobre el diagnóstico no puede ser sostenido sólo por la fe, ni esa fe puede acomodarse por decreto. Los términos persisten y prosperan sólo en la medida en que la gente puede utilizarlos. Incluso si los médicos confían la autoridad de los términos canónicos mil años después del Mojing, éstos tienen que serles útiles todavía desde un punto de vista práctico en el tratamiento de la

enfermedad; deben sentir que la terminología que fue forjada por otros en una antigüedad remota captura y comunica efectivamente lo que ellos experimentan bajo sus dedos, aquí y ahora. Y por alguna razón lo era, pues se apropiaron antiguos términos confidencial y consistentemente durante dos milenios, sin verse afectados por los demonios que obsesionaban a los tomadores de pulso europeos, inocentes de sospechas sobre la posibilidad de que el conocimiento fuera traicionado por las palabras. Éste es el enigma. Por un lado, los escritos sobre el qiemo insisten en que las finas distinciones eran indispensables para precisar el diagnóstico y, por otro lado, admiten que el lenguaje ofrece nada más que vagas «huellas y parecidos». Cabría esperar que esta combinación condenara la palpación al fracaso o, al menos, a la inestabilidad perpetua; pero no lo hizo. Los médicos siguieron impasibles. ¿Cómo lo lograron? ¿Por qué la conciencia de las huellas y las si80

rnilitudes no engendra en el qiemo una insaciable sed de claridad como la que determinará decisivamente la toma del pulso europea? Para responder a esta pregunta necesitamos primero analizar con mayor detenimiento la naturaleza de esa sed en Europa. Debemos comenzar ponderando en qué sentido difiere la descripción lúcida de la oscura.

La búsqueda de claridad ¿Qué es lo que separa el lenguaje del juicio exacto del de la imaginación extravagante? Los expertos en pulso del siglo XVIII lo explicaron: se trata principalmente de una cuestión acerca del discurso literal frente al lenguaje figurado. Sólo el primero puede garantizar una límpida comprensión; el segundo es profundamente sospechoso. Las figuras extravagantes eran la ruina de la esfigmología de Galeno, la razón principal de que los modernos la hayan abandonado. Términos tales como «gacelante», «hormigueante», «agusanado», que asociaban los movimientos del pulso con los de los animales, eran sencillamente demasiado fantasiosos, demasiado inexactos. Eso decían. Quizás el criticismo era injusto; tal nomenclatura poética representa de hecho una parte menor, excepcional, de los escritos galénicos sobre el pulso. Resulta ciertamente irónico. El propio Galeno había denunciado ya el figuralismo con el mismo vigor que sus críticos posteriores. También él buscaba claramente a través de la literalidad. .Si alguna vez disponemos de nombres literales», sostiene Galeno (y, en otro lugar, afirma «en el caso del tacto, todas [las cualidades] han sido nombradas»), «resulta siempre adecuado utilizarlos». Pero en el caso de que no, resulta siempre más adecuado explicar cada cosa [sin nombre] mediante un logos [un relato razonado] y no nombrarlas en base a metáforas... La instrucción inicial de toda cuestión científica requiere, sin embargo, palabras literales, y por su bien [la instrucción cientílica] debe ser articulada clara y distintamente149.

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La articulación clara y distinta es el fin, y la literalidad, el medio necesario. Habitualmente, los nombres eran aplicados con demasiada vaguedad. La inexactitud se deslizaba a través de la metáfora: las palabras eran desplazadas de su propio sentido y transferidas a cuestiones remotas. Si, el lenguaje figurado tiene sus usos. Puede ayudar ocasionalmente a evocar, por ejemplo, cosas que no tienen nombres, tales como ciertos olores150 Pero, para la ciencia, esta regla era básica: primero y ante todo, la literalidad. ¿Cómo separamos, sin embargo, el despliegue literal de una palabra de sus usos figurados? Normalmente, los manuales hacen que la tarea parezca sencilla. Señalamos un grupo de escolares y decimos: «Las niñas juegan a la comba»; éste es el uso literal de la palabra «niñas». Cuando decimos «esa hija es la niña de sus ojos», hablamos metafóricamente. Supongamos, no obstante, que un médico toma la muñeca de un paciente y afirma: «Éste es un pulso áspero». ¿La palabra «áspero» es aquí literal o figurada? Consideremos otros dos usos. Deslizamos nuestros dedos sobre papel de lija y confirmamos: «Sí, esta superficie es áspera». En otra ocasión, nos arrastramos fatigosamente hasta casa, dejamos caer nuestro maletín, y suspiramos: «¡He tenido un día duro!»151 La mayoría de nosotros dirá probablemente: el primer «áspero» es literal, y el segundo, figurado. La diferencia consiste presumiblemente en que la aspereza es intrínseca al papel de lija, mientras que la aspereza de un día reside en nuestra percepción. Esto es, en el primer caso, la aspereza pertenece al objeto mientras que, en el segundo, describe nuestra experiencia subjetiva. El estatus literal o figurado del «pulso áspero» parece, por tanto, depender de lo siguiente: de si o bien creemos que la aspereza puede ser inherente al propio puso o bien pensamos que «áspero» sólo nombra el modo en que nos parece el pulso. La respuesta no resulta obvia. Al escrutarla filosóficamente, la línea que demarca los rasgos objetivos de las percepciones subjetivas se desdibuja inmediatamente, se borra incluso. No son pocos los filósofos que han sostenido que todas la cualidades, incluso la aspe82

reza del papel de lija y el color rojo de las cerezas, dependen del criterio humano. Sin embargo, el hecho es que, históricamente, los expertos en pulso insistieron absolutamente en la demarcación. Ésta es la lección que debemos recordar. Pues explica por qué los lectores europeos del Mojue se sintieron tan inquietos por, e insatisfechos con, el «estilo alegórico» chino. ¿Qué es un mo áspero? Los médicos en China parecen contentarse con decir, «es como cortar bambú» o «es como arena mojada». Para los tomadores de pulso occidentales, éstas no podían valer como respuestas. Su mera forma estaba equivocada: hablaban sólo de cómo alguien debiera imaginar un mo áspero y no dicen nada acerca (le lo que realmente es un mo. Mezclar hechos y percepciones, sin embargo, fue un error en el que aparentemente cayeron muchos. Los teóricos franceses e ingleses, protesta un médico en 1832, encajaron el pulso con tanta precisión, «e hicieron sus variantes muy numerosas y complicadas casi hasta el punto de desafiar la comprensión. Heberden señala que "tan minuciosas distinciones de varios pulsos existen básicamente en la imaginación de los autores o, al menos, dejan poco lugar al conocimiento y a la cura de enfermedades". El Dr. Hunter no pudo nunca sentir las sugestivas distinciones en el pulso que otros mu-

chos lograron, y... sostuvo que esas atractivas peculiaridades en el pulso son sólo sensaciones en la mente»152 Las distinciones existen «básicamente en la imaginación», «sólo sensaciones en la mente». Semejantes enunciados hablan de una creencia en las distinciones diferentes de aquellas forjadas en la imaginación: presuponen la existencia de cualidades en la propia realidad, fuera, ya dadas, esperando ser percibidas. Además de las sensaciones en la mente, tenía que haber sensaciones bajo los dedos, cualidades conocidas directa e inmediatamente, antes que inferidas, proyectadas, filtradas a través de la subjetividad deformante. Éstos eran los rasgos que las palabras tenían que transmitir con literalidad, sin adorno. La división crucial se encuentra, pues, entre un mundo de percepciones y un mundo de hechos. Concretamente, para Galeno, los hechos primarios del pulso eran las categorías genéricas de tamaño, 83

velocidad, frecuencia y ritmo, y las modulaciones que las articulaban, tales como grande o pequeño, rápido o lento, frecuente o es-caso. El tamaño hablaba de la magnitud de la dilatación de la arteria; la velocidad nombraba cómo de rápido o de lento se producía esa expansión; la frecuencia medía el intervalo entre las sucesivas dilataciones; el ritmo comparaba la dilatación de la arteria con su contracción. Estos hechos compartían todos ellos un rasgo común: eran realidades sujetas al análisis preciso, geométrico. Así, pues, Galeno postulaba veintisiete variaciones de tamaño, visualizaba la longitud, la amplitud y la altura de una arteria y razonaba que la expansión pulsátil a lo largo de esas tres dimensiones podía ser grande, pequeña o mediana, completando así las veintisiete combinaciones. Aquí, en la imagen del vaso sanguíneo latente contemplada vívidamente en los ojos de la mente, se encuentra el pulso en tanto que puro hecho, el verdadero objeto del conocimiento claro, literal. Ceñir el ideal de la claridad literal sobre el pulso era, pues, una concepción de la objetividad definida importantemente por hábitos de representación. Yen ese punto reside su fragilidad ya que algunos aspectos del pulso desafían la visualización inmediata. Cualidades tales como fuerte y débil, pleno y vacío, duro y blando, por ejemplo. De alguna manera, los dedos tenían que aprehenderlas directamente. La fuerza y la plenitud se mostraron especialmente controvertidas. Magno registró la fuerza como una categoría elemental, argumentando que el pulso era realmente un compuesto de tamaño, velocidad y plenitud153. Arquígenes contestaba diciendo que la fuerza era una cualidad independiente, que correspondía al grado de tono pneumático (tonos [τόνος]). Galeno, a su vez, criticaba a Arquígenes por confundir la causa de un pulso fuerte con su definición; explicar por qué un pulso se percibe fuerte, insistía Galeno, no es de ningún modo lo mismo que definir lo que es un pulso154. En cuanto a la plenitud, Herófilo no la reconoció en apariencia. En el tiempo de Galeno, sin embargo, los médicos estaban lidiando con la cuestión de si «pleno» y «vacío» se refería al cuerpo de arterias o bien a sus contenidos, y en el caso de que lo hiciera a sus contenidos, si se refería entonces a la cantidad o bien a la cualidad; es84

taban tratando de fijar el hecho objetivo por debajo de la percepción155. El propio Galeno abandonó la categoría y habló sólo de dureza y blandura, de la consistencia de la pared arterial. En ese sentido, los aspectos del tacto irreducibles a la imagen de la arteria y sus movimientos eran perpetuamente inestables, estaban sujetos a la reinterpretación. Cualidades tales como fuerte, pleno y tenso resultaban difíciles de representar y, en consecuencia, difíciles de definir. Brevemente, el discurso sobre el pulso une inseparablemente la comprensión de los significados a la representación mediante imágenes. Al lanzar invectivas contra las sutilezas de los sofistas —los cuales, dirá bromeando, ni siquiera pueden comprar verduras sin definiciones—, Galeno repite una y otra vez que no se preocupa en absoluto por el nombre (onoma [όνοµα] ), sino tan sólo por la cosa o el hecho (pragma [πραγµα]) que éste identifica156. En cierto sentido, las palabras no importan, son tan sólo etiquetas convencionales. Sin embargo, en otros momentos, Galeno recurre a una fórmula ligeramente diferente. Sólo tiene una preocupación, asegura: «conocer la idea que sostiene lo que es dicho» (ton noun tou legomenou [τòν νουν του λεγοµένου]). Regatear las palabras carece de sentido porque una palabra sustituye meramente a un nous [νους] o una ennoia [έννοια], un pensamiento o una idea. Lo que cuenta es el pensamiento157. Lógicamente, no es lo mismo... una cosa y la idea de una cosa. No obstante, en la esfigmología, la elisión entre pragma y ennoia paso fácilmente inadvertida. Por un lado, las etimologías de los términos griegos nous, ennoia e idea [ιδέα] asocian pensamientos con imágenes mentales. Por otro lado, los aspectos objetivos más claros, más seguros, del pulso deben su claridad y objetividad a la posibilidad de representarlos. Así, en la práctica, la demarcación entre la ennoia de, por ejemplo, un pulso amplio y el pragma de un pulso amplio era insignificantemente delgada. Tanto el pensamiento como la realidad estaban anclados en la imaginación de la propagación lateral de la arteria. «El pulso sólo puede ser conocido mediante el tacto», declarará más tarde Théophile de Bordeu. Es conocido por experiencia y no por razonamiento, del mismo modo en que se llegan a conocer los 85

colores, el movimiento, el sonido o el calor. Con todo, ni siquiera él pudo rechazar las reivindicaciones de la visualización. «Sólo mediante la palpación puede uno hacerse una idea de él, formarse una imagen.» El conocimiento era una especie de visión interna. De ahí la importancia de conocer «la anatomía de las partes cuyas oscilaciones constituyen el pulso... para tener unas nociones claras (notions claires) sobre la naturaleza del pulso»158 ¿Qué sostiene el impulso incesante en la esfigmología occidental hacia unas palabras cada vez más perspicuas? En parte, lo he sugerido ya, estaba alimentado por cualidades tales como fuerte y tenso, las cuales, debido a que desafiaban una representación lúcida, eludían la definición nítida y estable. Pero, en última instancia, el problema era más profundo. Heberden, recordémoslo, arrojaba dudas sobre casi todas las palabras. El problema central reside en la incapacidad humana para ver las formas de imaginar de otros. Al escuchar a un médico que informa de un pulso ondulante, debemos esforzarnos por visualizar el hecho expresado por la palabra. Preguntamos «¿qué quieres decir exactamente con eso?», tratando así de «aclarar» en nuestras mentes la imagen que

motiva al hablante. Con todo, nunca podemos confiar del todo en nuestras ideas, nunca podemos estar seguros de la coincidencia de nuestras formas de imaginar. Una vez que el habla es concebida como la expresión de las ideas en la mente, el anhelo de transparencia se vuelve irresistible, aunque permanezca siempre insaciable, aunque no podamos penetrar en otras mentes. ¿Corresponde tu idea de «ondulante» a la mía? Sencillamente no lo podemos saber. Ritmo Exasperado frente a la oscuridad*de los escritos de Galeno, «los cuales no entenderla ningún lector del texto latino aunque trabajara en ellos hasta enloquecer», el médico polaco Josephus Struthius (1510-1568) trató de representar el pulso sin palabras, recurriendo en su lugar a límpidas notas musicales para comunicar las variaciones de sus ritmos159. En el siglo siguiente, la obra Monochordon sym86

bolico-biomanticum (1640) de Samuel Hafenreffer y la Musurgia universalis (1650) de Athanasius Kircher llevaron esta iniciativa más lejos y tradujeron los pulsos principales a música; y en 1769, François Nicolas Marquet compuso la interpretación más elaborada de todas, entrelazando, por ejemplo, los latidos de un pulso saludable con los compases de un minueto (figuras 9-12)160. Las versiones visuales del pulso en los comienzos de la Europa moderna asumieron, pues, una forma bastante diferente de las representaciones de los mo a cargo de Shi Fa (figura 13). Con anterioridad a la invención del esfigmógrafo en la mitad del siglo XIx, las transcripciones favoritas eran musicales. Puede que Struthius inventara el método, pero las intuiciones que sostienen tales transcripciones del pulso tienen una historia dilatada. La gran autoridad médica medieval, Avicena (Ibn Sina 980-1037), por ejemplo, insistió ya en que sólo aquellos instruidos en la música podían conocer verdaderamente el pulso, pues «el pulso es (le naturaleza musical»: es decir, se asemeja a aspectos en los que consiste la ciencia de la música: las pulsaciones del pulso son comparables a los compases rítmicos tanto en su velocidad como en su frecuencia; las cualidades de las pulsaciones del pulso, es decir, la fuerza, la debilidad y el grado de Ias expansiones de la arteria, son comparables a las cualidades de los modos rítmicos, esto es, la rapidez o la pesadez; y el nivel de armonía y disposición que las diferentes pulsaciones del pulso alcanzan es comparable al nivel de armonía y disposición que alcanzan los compases y los modos rítmicos. Aprehender estas relaciones es difícil; serán percibidas sólo por alguien acostumbrado al método del ritmo y a la armonía de los modos, y por quien 161 posea también un conocimiento de la ciencia de la música .

Esta actitud posee raíces antiguas. El propio Galeno observó ya que «cada pulso tiene ritmo» y declaró también que basarse en la música era necesario para el experto en pulso162. Y, de hecho, el énfasis en el ritmo puede situarse incluso más atrás, en Herófilo y en el inicio mismo del diagnóstico mediante el pulso. Herófilo definió el ritmo como la ratio entre la duración de la 87

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92 diástole de la arteria y la duración de su sístole, y lo consideró un signo particularmente revelador. Sus cambios reflejaban la progresión de una persona desde la infancia hasta la adolescencia y desde la madurez hasta la vejez. Cada etapa de la vida poseía una cadencia característica: El pulso del neonato es muy pequeño y no se distinguen ni la sístole ni la diástole. Herófilo dice que este pulso tiene una proporción no definida (alogon [........])... El primer pulso que es posible discernir en un niño asume el ritmo de un pie compuesto por sílabas breves; es breve tanto en la diástole como en la sístole y, en consecuencia, se reconocen las dos pulsaciones (dichronos [.......]; es decir, pirriquio). Entre aquellos que son mayores, el pulso es similar a lo que ellos (los gramáticos) denominan troqueo: posee tres pulsaciones, de las cuales la diastole ocupa dos y la sístole tino. En el pulso de los adultos, la diástole es igual a la sístole; se compara a lo que es denominado como espondeo: el más largo de los pies de dos sílabas, y está compuesto por cuatro pulsaciones... El pulso de aquellos que pasaron la flor de la vida y se aproximan a la vejez está compuesto de tres pulsaciones. La sístole es larga y ocupa el doble que la 163 diástole (es decir, el yambo) .

En otras palabras, existe una congruencia entre las sílabas que pronunciamos y la comunicabilidad del pulso, el lenguaje de la vida. Ambas están articuladas por yambos, espondeos y troqueos. Ambas son esencialmente musicales. Los críticos acusaron a Herófilo de abandonar aquí la medicina práctica por la vaga

especulación, una acusación ocasionalmente dirigida también contra los esfuerzos musicales posteriores164. Pero música y medicina fueron unidas, en parte, por medio de una teoría del alma. Las investigaciones de los pitagóricos incluían, según se dice, el arte de la meloterapia165 Para Platón, como señala Ed-ward Lippman, el orden musical era «simplemente otro aspecto de la imitación de la virtud, igual que la armonía del alma tripartita es un aspecto fundamental de la virtud en sí»166. Ésta era una razón por la cual la música armoniosa podía inducir la armonía humana. Aprehender completamente las conexiones entre armonía, ritmo, 93

números y el cuerpo, declara Platón en el Filebo, significa alcanzar la perfección: Mas cuando captes qué sonidos son agudos y cuáles graves, y el número y la naturaleza de los intervalos y sus límites o proporciones, y los sistemas que nacen de ellos que los antepasados descubrieron y nos transmitieron con el nombre de armonías; y las afecciones correspondientes en los movimientos del cuerpo humano, los cuales cuando son medidos mediante nú-meros deben ser, según dicen, llamados ritmos y medidas; y nos dicen que los mismos principios debieran ser aplicados a cada uno y a muchos; cuan-do, pues, captes todo eso, mi querido amigo, habrás llegado a ser perfecto; y se podrá decir que 167 entiendes cualquier asunto cuando tengas de ello un conocimiento similar .

Aunque la traducción de Lippman refleja el entusiasmo de Platón por la música y el sentido de su amplio significado, oscurece algunos matices críticos. Lo que él traduce como -«los mismos principios debieran ser aplicados a cada uno y a muchos», Hackforth traduce más apropiadamente como «esto es siempre el modo correcto para enfrentarse a uno y muchos problemas»168. El verdadero tema del pasaje no es la música per se, sino las perplejidades filosóficas que rodean la teoría de las Formas —el problema, específica-mente, de cómo las Formas singulares se relacionan con la multiplicidad de los fenómenos—. En estas consideraciones sobre la música, Sócrates está tratando de clarificar una observación precedente a propósito de un don de los dioses, un don transmitido en la frase de que «todas las cosas... que se dice que son consisten en lo uno y lo múltiple, y tienen en su naturaleza una conjunción de lo limitado y lo ilimitado»169. El mundo despliega al tiempo tanto una diversidad irreducible como atisbos de unidades elementales latentes. Por ejemplo: la in-finita variedad de los sonidos que emergen de la boca y la unicidad de las letras del alfabeto. Es tras haber citado este ejemplo del habla cuando Sócrates presenta el citado comentario sobre la música. ¿En qué consiste la música? De nuevo, la traducción de Hackforth aclara lo que en la versión de Lippman permanece oscuro. La 94

lectura de Lippman, «los movimientos del cuerpo humano» (en tais kinésesin tou somatos [εν ταις κινήσιν του σώµατος] ), fracasa a la hora de decirnos qué relación hay entre esos movimientos y la música. La comparación de este pasaje con las discusiones sobre la música de Platón en otros lugares apoya, sin embargo, la glosa más explicativa de Hackforth: «los movimientos corporales del intérprete». Se trata de la danza. Platón cita con frecuencia la armonía y el ritmo conjuntamente. La primera calificaba la voz del canto, la otra, los movimientos de la danza170. Esto refleja un rasgo fundamental

de la música griega y uno de los que el propio Lippman enfatiza, a saber, que «la combinación de poesía, melodía y danza... era tanto el tipo ideal como predominante de música»171. La música abarca no sólo la melodía y la teoría de la armonía, sino también la danza y el verso, y la teoría del ritmo. Pero ¿qué es el ritmo? Consideremos un último contraste entre las versiones de Lippman y Hackforth. Los movimientos se caracterizan, en la traducción de Lippman, por «ritmos y medidas». Pero Hackforth procura en su lugar esta llamativa versión: «figuras y medidas». Traduce rhythmos [ρυθµός] como «figura». Rhythmos aparece por vez primera en la literatura griega entre los antiguos poetas elegíacos, para quienes el término parece significar algo así como «disposición»172. Hacia el siglo v, hallamos varios autores que lo utilizan en el sentido de «figura» o «forma». Así, Heródoto, al referirse a las modificaciones helenísticas del alfabeto fenicio señala cómo los griegos «cambiaron el rhythmos de las letras»173, y los atomistas Demócrito y Leucipo identificaron igualmente el término rhythmos con una de las tres causas de los fenómenos perceptibles. En su noticia acerca de las enseñanzas atomistas, Aristóteles sostiene: «El ritmo es forma» (rhythmos schema estin [ρυθµός σχηµα εστίν])174. Es en confrontación con ese trasfondo como debemos leer a los escritores posteriores como Diodoro de Sicilia, que habla del «rhythmos de las antiguas estatuas de Egipto», y Diógenes Laercio, que señala que Pitágoras, un escultor de Region, «parece haber sido el primero en apuntar hacia el rhythmos y la symmetria [συµετρία] »175. 95

Antes del siglo lV a. C., el término parece haber sido tan importan-te para la apreciación de la escultura como para el análisis de la música176. No obstante, si el ritmo significaba forma, ¿cómo llego a fundir-se con el movimiento y la música? El análisis clásico de 1917 de Eugen Petersen identifica el puente crucial en la danza. La propuesta de Petersen, resume J. J. Pollitt, consistía en que los rhythmoi [ρυθµοί] eran originalmente las «posiciones» que el cuerpo humano debía asumir en el curso de la danza, en otras palabras, los patrones o schemata [σχήµατα] que adoptaba el cuerpo. En el curso de una danza ciertos patrones o posiciones obvias, como el alzamiento o el descendimiento de un pie, eran naturalmente repetidos, produciendo intervalos en el baile. Puesto que la danza y el canto estaban sincronizados con la música, las posiciones recurrentes adoptadas por el bailarín en el curso de sus movimientos también marcaban distintos intervalos en la música; los rhythmoi del bailarín se convirtieron, pues, en los rhythmoi de la música. Esto ex-plica la razón por la que el componente básico de la música y la poesía fuera denominado pous [πούς], «pie» (Platón, República 400a), o basis [βάσις], «paso» (Aristóteles, Metafísica 1087b37) y por qué, en el interior del pie, los elementos básicos fueron llamados arsis [άρσις], «levantamiento, paso arriba» y thesis [εσις], «colocación, paso abajo»177.

Una representación trágica presenta un flujo continuo de diversas melodías, palabras y gestos. Los rhythmoi eran los patrones fijos y las posiciones de baile que los dotaban de una estructura articulada visible. Werner Jaeger concluye de manera similar: El ritmo es, pues, aquello que impone lazos en los movimientos y restringe el flujo de las cosas... Obviamente, cuando los griegos hablan del ritmo de un edificio o de una estatua, no es una metáfora transferida desde el lenguaje musical; la original concepción que reside por debajo del des-cubrimiento griego del ritmo en la música y en la danza no es el flujo, sino la pausa, la limitación gradual del 178 movimiento .

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En otras palabras, reflejado en la idea del ritmo hallamos el impulso por buscar (y literalmente ver) el sentido del cambio en las formas inmutables, definitivas. Las observaciones de Jaeger apoyan la traducción de la expresión rhythmoi a cargo de Hackforth y arrojan luz sobre el uso del ritmo en la danza por parte de Sócrates como un ejemplo de lo uno-y-lo-múltiple, esto es, de «la conjunción de lo limitado y lo ilimitado»179. En el mismo sentido, las Formas fijas, eternas, refuerzan la variedad y el flujo incesante del mundo fenoménico, por lo que los rhythmoi, en el sentido de posiciones, ordenaban y limitaban los movimientos de la danza. Y así es como el ritmo llegó a definir también el esqueleto semántico del pulso. La diástole y la sístole correspondían a la arsis y la thesis, al alzamiento y el descendimiento del pie. Según nos relata Galeno, Herófilo escribió a propósito de los intervalos temporales de la sístole y la diástole, y redujo sus proporciones a ritmos que variaban de acuerdo con la edad. Pues al igual que los músicos ordenan la duración de tiempo de las notas comparando el «alzamiento» (arsis) y el «descendimiento» (thesis) respectivamente de acuerdo con determinados intervalos de tiempo, también Herófilo, considerando el «alzamiento» como análogo a la diástole y el «descendimiento» como análogo a la sístole, comenzó su investigación con el niño recién nacido. Postuló una unidad de tiempo mínimo perceptible cuasi atómica, el intervalo ocupado por la expansión de la arteria del niño, y también afirma que la sístole o contracción es medida por una 180 unidad de tiempo igual, pero no procura una definición clara de ninguno de los períodos de reposo .

La observación final a propósito de los períodos de silencio exige un comentario especial. A los ojos de Galeno, un defecto en la teoría del pulso de Herófilo consiste en no reconocer explícitamente las pausas que puntúan la transición desde la diástole a la sístole y, de nuevo, desde la sístole a la diástole181. La ratio entre diástole y sístole, insiste Galeno, representaba sólo parte del mensaje contenido en una sola pulsación; no menos significativa era la ratio entre las duraciones de cada uno de estos dos movimientos y las duraciones de 97

los dos períodos de pausa que los separaban182. De hecho, Galeno consideró la verdadera apreciación de estas pausas como uno de los logros principales de la esfigmología posterior a Herófilo. El teórico musical Aristóxeno sostenía que «el ritmo está compuesto de una alternancia de movimientos y reposos. Los reposos», señala, «son la sílaba, la nota o la posición de una danza; el movimiento es necesario para pasar de uno de esos elementos al otro. Estas transiciones son instantáneas»183. Las pausas definen, por tanto, el núcleo mismo de la idea de ritmo. Lo que realmente importaba era la postura inerte; los movimientos eran meras transiciones. Los médicos que interpretaban el pulso otorgaban más sentido a los movimientos al reconocer distintas y vitales funciones en la diástole y la sístole de la arteria. Pero los comentarios de Aristóxeno ayudan a aclarar la preocupación de Galeno por las pausas entre ellos, pausas que los esfigmógrafos mecánicos designarían finalmente como meras ficciones.

Al igual que las posiciones de pausa articulaban el sentido de la danza, al igual que la escultura de Mirón capturaba la esencia del borroso torbellino de un atleta a punto de lanzar un disco en una postura dinámica reveladora (figura 14), así también el mensaje de las dilataciones y las contracciones de la arteria podía ser entendido únicamente en referencia a las pausas que las puntuaban. Los comentarios precedentes acerca de la interpretación musical del pulso han relacionado principalmente a éste con las creencias sobre el alma como una especie de armonía y sobre la salud como un tipo de afinamiento184. Pero esto omite el modo en que la comunicación entre la música y la teoría del pulso pasó a través del ritmo antes que de la armonía, y oculta la reveladora pista contenida en el significado original del ritmo como forma. El ritmo en el diagnóstico del pulso merece ser estudiado por-que la historia de su análisis es larga y profusa, y se extiende desde la antigüedad hasta el moderno electrocardiógrafo; merece ser estudiado, también, porque, en tanto que ratio entre la diástole y la sístole —el equilibrio entre la dilatación y la contracción de la arteria—, el ritmo pone de manifiesto la esencia misma del pulso. Pero he- insistido en ello por otro motivo: el concepto de ritmo refleja 98

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ciertos hábitos de la mente. En la congruencia entre los rhythmoi de la escultura, la música y la medicina, vislumbramos una aproximación recurrente a la interpretación, una insistencia en buscar el sentido del cambio expresivo –el mensaje del habla, por ejemplo, del pulso o de la danza– en elementos que no cambian por sí. Ideas y números. E incluso formas. Los médicos chinos no conocieron ningún equivalente al ritmo y ello se debe obviamente a que el mo, a diferencia del pulso, no es-taba compuesto de una sístole y una diástole. Pero este contraste en las concepciones de los objetos de interpretación, de las fuentes de significado, puede, a su vez, resultar inseparable de un contraste más amplio, más básico –una diferencia en la comprensión misma del modo en que significan las cosas. Ciqi, o el espíritu de las palabras La obra Mojing de Wang Shuhe presenta directamente, en la sección inicial del primer volumen, el vocabulario central del lenguaje del mo: una lista de sus veinticuatro variantes principales. El mo flotante: si se levantan los dedos hay abundancia; si se presiona, insuficiencia. El mo hueco: flotante, grande y blando; al presionar el centro es-tá vacío y los dos lados se perciben repletos. El mo desbordante: extremadamente grande bajo los dedos. El mo resbaladizo: viene y va en una sucesión fluida; similar al rá-pido. El mo rápido: viene y va con prisa urgente. El mo intermitente: tras ir y venir varias veces, se detiene una vez y regresa. El mo encordado: si se levantan no hay nada; si se presiona se siente como la cuerda de un arco. El mo tenso: como palpar una cuerda. El mo hundido: si se levantan los dedos, se ausenta; al presionar, se encuentra abundancia. 100

El mo oculto: al presionar con extrema dureza, se halla el pulso cuando se llega al hueso. El mo curtido: como el hundido, oculto, pleno, grande y largo con un atisbo del encordado. El mo pleno: grande y largo y ligeramente fuerte; cuando se presiona se esconde bajo los dedos; firme. El mo tenue: extremadamente delgado y blando como a punto de desaparecer; parece estar y no estar al mismo tiempo. El mo áspero: delgado y lento, va y viene con dificultad, dispersándose; a veces se detendrá y luego reanuda. El mo delgado: pequeño, pero más prominente que el tenue; aunque delgado, persiste. El mo blando: extremadamente blando y flotante, delgado. El mo frágil: extremadamente blando, hundido y delgado; cuan-do se presiona casi desaparece. El mo vacío: lento, grande y blando; al presionar, se ausenta y se oculta bajo los dedos; vacío. El mo perezoso: grande y disperso; esto indica exceso de qi y sangre insuficiente.

El mo lento: el mo llega sólo tres veces durante un ciclo respiratorio; viene y va con extrema lentitud. El mo intermitente: va y viene perezosamente, se detiene y luego continúa. El mo vacilante: viene varias veces, entonces se detiene y es apenas capaz de continuar. El mo móvil: observado en las posiciones guan, no tiene ni pies ni cabeza; es del tamaño de un guisante; vacila, balanceándose185. Éste es el mundo de la palpación en China: una malla densa, tupida, de sensaciones interrelacionadas, interpenetrantes. Un mo tenue es «extremadamente blando y delgado» ; un mo frágil es «extremadamente blando, hundido y delgado»; un mo delgado es «pequeño, pero más prominente que el tenue»; un mo blando es «blando, flotante y delgado». Cualidades, por tanto, que se definen a sí mismas y al resto, que se agrupan las unas junto a las otras y que difieren entre sí por un fino velo de sensación, por sutiles matices de 101 tenuidad, fragilidad, blandura. Ningún rastro de nítidas categorías tales como el tamaño, la velocidad, el ritmo y la frecuencia –la lógica geométrica del espacio, el tiempo y el número–. El mo rápido era un pariente del resbaladizo, el mo áspero se asemejaba al intermitente186. En la porosidad de los intercambios entre palabras, no podríamos estar más lejos de las precisas demarcaciones que los médicos europeos creían necesarias para una ciencia segura. ¿Qué expectativas acompañaban a expresiones como «flotante», «hueco», «tenso» o «encordado»? ¿A qué clase de gesto se referían cuando un médico enseñaba a su discípulo: «un mo flotante es extremadamente grande bajo los dedos»? Podemos sostener: estaba afirmando un hecho. Pero no es suficiente. La expresión «No tengo dinero» también declara un hecho pero, en función del tono y de las circunstancias, la frase puede ser una broma o una acusación, una súplica de clemencia o una petición de un préstamo. Las palabras poseen incontables usos y la misma frase puede, en contextos diferentes y con entonaciones distintas, infundir temor o provocar la risa. La cuestión sigue siendo: ¿Qué clase de aseveración era «un mo desbordante es extremadamente grande bajo los dedos»? ¿Cómo debiéramos leer los pronunciamientos tradicionales acerca del mo? Podemos imaginar al maestro explicando que «el mo desbordante es uno que resulta extremadamente grande bajo los dedos», en respuesta a la pregunta «¿Qué es un mo desbordante?». Así leída, la frase «Extremadamente grande bajo los dedos» se asemeja a una definición, a una declaración de hecho. Excepto por una peculiaridad: la definición identifica el mo desbordante especificando su relación con los dedos. Afirma lo que es desbordante describiendo cómo se percibe. La teoría griega del pulso, lo hemos visto ya, perseguía estricta-mente segregar lo que era el pulso de cómo era sentido, el hecho de la percepción. En la tetralogía que formaba el núcleo de sus escritos esfigmológicos, Galeno dedicó su primer tratado, Peri diaphoras sphygmon (Sobre las diferencias entre los pulsos), a exponer las características definitorias de cada uno de los pulsos en y por sí, objetivamente, independientemente de su palpación. Luego esbozó la manera de distinguir esos pulsos, perceptualmente, por separado, 102

en una segunda obra, Peri diagnoseos sphygmon [Περ ιδιαγνώσεως σφυγµων] (Sobre el discernimiento de los pulsos). Al contrario, en las glosas de Wang Shuhe acerca del mo flotante y hundido, el hueco y el oculto, el pleno y el frágil, la cuestión de la identidad de un mo se mezcla indiscerniblemente con el problema de la técnica háptica. Si se colocan los dedos ligeramente, el mo está ahí; si se presiona, el mo desaparece. Así es como se reconoce al mo flotante. Se colocan los dedos ligeramente y no se encuentra nada; se presiona y el mo aparece. Tal es el mo hundido. Un mo que se percibe flotante, grande y blando, pero que cuando los dedos presionan, se halla un vacío en el centro mientras que los dos lados se sienten repletos: así se reconoce el mo hueco. Cada mo responde de manera diferente a la mano inquisitiva y es también por medio de las diferentes respuestas como acaban distinguiéndose. «Si se levantan los dedos, hay abundancia; si se presiona, insuficiencia.» Para nosotros, esto se interpreta como una respuesta a «¿Cómo se capta un mo flotante?» antes que a la pregunta «¿Qué es un mo flotante?». Pero en China la manera en que se experimentaba un mo era parte integral de su esencia. Conocer lo flotante o lo hundido, lo hueco o lo oculto, lo pleno o lo frágil es conocer cómo aparecen ante el tacto inquisidor. La pregunta por el «qué» resulta inseparable de la pregunta por el «cómo». Esta actitud no es exclusiva de la medicina. Véase este cruce de opiniones acerca de la piedad filial en las Analectas: Meng Yizi preguntó (wen) por la piedad filial. Confucio dijo: «No desobedecer jamás». [Más tarde] mientras Fan Chi le conducía, Confucio le di-jo: «Mengsun me preguntó por la piedad filial y yo le respondí, "No desobedecer jamás"». Fan Chi dijo: «¿Qué quiere decir eso?». Confucio dijo: «Mientras los padres están vivos, sírvelos de acuerdo con las reglas de conveniencia. Cuando mueran, entiérralos de acuerdo con las reglas de conveniencia y realiza sacrificios en su honor de acuerdo con las reglas de conveniencia». Meng Wubo preguntó por la piedad filial. Confucio dijo: «Preocuparse en especial de que los padres no enfermen». Ziyu preguntó por la piedad filial. Confucio dijo: «La piedad filial sig-

103 nifica en la actualidad ser capaz de mantener a los padres. Pero mantenemos incluso a perros y a caballos. 187 Si no hay sentimiento de reverencia, ¿en dónde reside la diferencia?» .

Wing-tsi Chan traduce el verbo chino wen como «preguntar por». La traducción es perfectamente apropiada aunque en su uso inglés resulte algo rara. Preguntamos por la salud de un amigo, por la posibilidad de que llueva, pero no preguntamos normalmente por conceptos. O cuando lo hacemos, tenemos unas fórmulas interrogativas más específicas en mente, del estilo de «,Cómo encaja la pie-dad filial con la responsabilidad pública?», o «,Qué opinas de la interpretación de John de la piedad filial?» o, simplemente, «¿Qué significa la piedad filial?». Las réplicas de Confucio sugieren que ninguna de estas interrogantes corresponde realmente al verbo wen. De nuevo, como en el caso de las caracterizaciones de los distintos mo, estamos tentados de ver aquí una pregunta sobre el método, algo del estilo de «¿Cómo se hace uno filial?». Cuando Fan Chi da continuación a la respuesta del Maestro de «No desobedecer jamás» y expresa el desafío de resonancias socráticas «¿Qué significa esto?», Confucio ofrece meramente más instrucciones sobre la conducta filial apropiada. Servir a los padres con reverencia. No permitir que enfermen. Enterrarlos apropiadamente. Como si preguntar (wen) por la piedad filial fuera como preguntar simultáneamente «¿Qué es la piedad filial?» y «¿Cómo se hace uno filial?».

Ahora bien, puede que una de las razones de las cambiantes respuestas de Confucio resida en la máxima de que los individuos deben ser instruidos de acuerdo con sus habilidades. Pero la variedad de sus respuestas a la misma pregunta refleja también, casi con toda certeza, la asunción de que aprender palabras es como aprender destrezas, implica dominar una gama indefinida de actitudes y patrones de conducta. Si preguntamos por el tiro con arco, por ejemplo, el instructor podría aconsejar inicialmente: «Mantén la vista en el blanco», y sugerir en otro momento: «El secreto consiste en mantener la cabeza nivelada». Y, en otra ocasión, se nos dirá: «El tiro con arco es el arte de la perfecta relajación». Sin embargo, ninguna 104

de estas instrucciones, por sí sola o en conjunto, agota el arte del tiro con arco. Un verdadero arquero conoce todas estas cosas y más. Captar el mo supone una actividad similar. Los discípulos de Wang Shuhe no podían preguntar «,Qué es un pulso flotante?» en el mismo sentido que los jóvenes médicos griegos exigían a Galeno que estableciera definiciones diferenciadas fijas. Pues los términos chinos no se referían a estados objetivos de la arteria –el diámetro de su expansión, por ejemplo, o la velocidad de su contracción–. Aprender acerca del mo flotante era más bien como aprender acerca de la piedad filial. Ésta es la razón por la que, en lugar de ser cuestionado y debatido, el vocabulario del mo fuera continuamente redescrito, mediante símiles, metáforas, en ese estilo imaginativo que los médicos europeos posteriores encontraron tan extravagante. Wang Shuhe dice del mo flotante: «Si se levantan los dedos, hay abundancia; si se presiona, insuficiencia». Los médicos posteriores profirieron otras caracterizaciones, más vívidas. «Como nubes flotando en el cielo», sugiere Li Gao. «Boyante, como la madera flotando en el agua», explica Li Zhongzi. «El mo flotante», elabora extensamente Li Shizhen, «es como una sutil brisa que sopla por el plumón de la espalda de un pájaro. Silencioso y susurrante, como la caída de las hojas de los olmos, como la madera flotando en el agua, como las capas de la cebolla enrolladas ligeramente entre los dedos»188 Este estilo se remonta hasta los clásicos de la antigüedad. «El mo normal para los pulmones es silencioso y susurrante como la caída de las hojas de los olmos», describe el Suwen; cuando los pulmones vacilan, el mo se siente «suspendido, y se tiene la sensación de acariciar la pluma de un gallo». Cuando fallan y la muerte se acerca, el mo recuerda a «las plumas empujadas por el viento». El mo de un hígado saludable «viene blando, frágil y tembloroso, como la punta de un poste muy largo», pero cuando el hígado está afectado, el mo se percibe «pleno, firme, resbaladizo, como un poste largo». Cuando la enfermedad se vuelve fatal, el mo «está tenso y terso, como la cuerda de un arco recién tensado»189 Nada podría ser más ajeno al ideal galénico de literalidad. Nos encontramos ante un lenguaje que evoca los simulacros metafóricos 105

antes que exponer directamente las arterias, sus estados y movimientos; hallamos descripciones dirigidas exclusivamente al modo en que el pulso debiera aparecer a quien

lo escruta que nada revelan acerca de las realidades subyacentes. Como si el mo careciera de presencia concreta y palpable. Las representaciones gráficas del mo desplegaban una falta de claridad similar. Un desconcertado John Floyer señalaba: «Las imágenes chinas del pulso son puros jeroglíficos que aún no nos han si-do explicados». Floyer consideraba que esas imágenes, al igual que las representaciones chinas de las vísceras y de los hombres y mujeres en general, carecían de «exactitud; consideran suficiente una pequeña similitud»190. Las ilustraciones contenidas en el tratado de Shi Fa, Chabing zhinan, tipifican el modo en que el mo era representado en la China tradicional (figura 13). ¿Acaso esos enormes anillos describen aquí los vasos sanguíneos? Quizás, o quizás no, apenas importa. No revelan rastro alguno de movimiento, son de un tamaño idéntico y en nada contribuyen a la hora de distinguir un mo del resto. El significado de cada representación reside entera-mente en los patrones inscritos en su interior. ¿Cómo se suponía que los lectores interpretaban esas esferas y puntos, esas líneas y garabatos? Shi Fa no lo dice. Pero resulta evidente que esas imágenes no estaban pensadas para leerse como cianotipos, en los que cada marca representa un detalle discreto; resulta evidente que el mensaje de cada esbozo reside, más bien, en la impresión general, en el efecto total. Otros tratados evocaban el mismo mo con otros diseños (figuras 15, 16, 17). La comprensión de un mo implicaba ver a qué se parecía. No había nada más exacto, más básico, más real para conocer. El capítulo 1 nos enseñó que el mo era visible en los vasos sanguíneos rebosantes de los caballos atemorizados y que podía ser visto en los humanos emergiendo y penetrando cerca de la superficie del cuerpo, en las articulaciones. En los siguientes capítulos descubriremos que los sanadores chinos drenaban de hecho sangre del mo, y que los diseccionadores de la dinastía Han llegaron incluso a insertar listones de bambú en ellos para trazar su curso y medir su longitud. En otras palabras, el mo no siempre o necesariamente ca106

reció de una presencia concreta. Pero cuando los distintos mo eran palpados por los médicos con la intención de conocer el pasado, el presente y el futuro de sus pacientes, eran manipulados de manera distinta que cuando eran medidos en la disección o cortados para extraer sangre. Los médicos desarrollaron un tacto distinto en el qiemo, pues estaban interesados no tanto en las distancias, recorridos o lugares de intervención quirúrgica, como en otra cosa. Cuando el qi y la sangre son fuertes, entonces el mo es fuerte; cuando el qi y la sangre decaen, entonces el mo decae. Cuando el qi y la sangre están calientes, entonces el mo es rápido; cuando el qi y la sangre están fríos, entonces el mo es lento. Cuando el qi y la sangre son débiles, entonces el mo es frágil. Cuando 191 el qi y la sangre están en calma, entonces el mo está relajado .

El qiemo consistía en la palpación del mo, pero este mo, de acuerdo con la fórmula clásica de Hua Tuo (141-208), era «la manifestación del qi y la sangre» (mo zhe, qixue zhi xian ye) . Los médicos apreciaban el mo debido a su exquisita sensibilidad (el término xian, «manifestación» conlleva implicaciones de lo que es primero, pre-vio, incipiente) respecto de los cambios en la sangre y el qi. O, a ve-ces, simplemente en el qi. El Suwen lo explica:

Cuando el mo es largo, entonces el qi es estable. Cuando el mo es corlo, entonces el qi es renqueante. Cuando el mo es rápido, el corazón está agitado. Cuando el mo es grande, entonces la enfermedad está progresando. Cuando la parte superior del mo gobierna, entonces el qi ha emergido. Cuando es la parte inferior la que gobierna, entonces el qi está inflamado. Cuando el mo es intermitente, entonces el qi es frágil. Cuando el mo es delgado, entonces el qi es carente192. ¿Qué está en juego en semejantes cambios? ¿Por qué era tan importante conocer cuándo el qi se enfriaba o se calentaba, o cuándo se volvía frágil o se calmaba, cuándo emergía y cuándo se inflamaba? El pasaje de la obra de Hua Tuo continúa de un modo revelador: «Una persona alta posee un mo largo; una persona pequeña 107

108

109 posee un mo corto. [Una persona con] una naturaleza tensa posee un mo tenso; [una persona con] una naturaleza relajada posee un mo relajado». No sólo la sangre y el qi se manifestaban en el mo, sino la naturaleza misma de la gente. Es decir: conocer la sangre y el qi significaba conocer a la persona. Las primeras referencias al qi y al xueqi (sangre y qi) aparecen en las Analectas: «La persona superior se guarda de tres cosas» previene el Maestro: «Cuando es joven, y la sangre y el qi aún no están estabilizados, se guarda de la lujuria. Cuando madura, y la sangre y el qi se encuentran en su vigor máximo, se guarda de la combatividad. Cuando es anciano, y la sangre y el qi han decrecido, se guarda de la codicia»193. Así, pues, la sangre y el qi estaban asociados desde el comienzo a los aspectos centrales del ser de una persona. Confucio los concebía como oscuras corrientes en bruto, poderes latentes que impulsaban en la sombra, ferozmente, contra la resolución hacia la virtud. Los cambios en la sangre y el qi gobernaban las transiciones entre la lujuria, la agresión y la ambición. Podemos interpretar Ias advertencias de Confucio anacrónica-mente como una especie de tosca psicofisiología, como aproximaciones primitivas en torno a la terrorífica influencia de las hormonas, sobre todo si tenemos en mente que la sangre y el qi eran conocidos de un modo distinto al análisis químico, que el núcleo de su realidad reside en la experiencia personal. Cuando los médicos hablaban en el eijing del qi provocando la ira, hundiendo el temor, neutralizando la tristeza, no trataban tanto de explicar las emociones, objetivamente, como de relacionar lo que sabían de sus propios cuerpos, describir lo que sentían, subjetivamente, en su interior. En la ira, un repentino, explosivo, arrebato; en el pesar, un derrame. Era la íntima familiaridad cotidiana de esas sensaciones lo que ha-cía que el discurso tradicional sobre el flujo vital fuera tan convincente. Las certidumbres más profundas sobre el qi estaban enraizadas en el conocimiento que la gente tenía del cuerpo puesto que ellos mismos eran cuerpos194. Sin embargo, al mismo tiempo, y este punto merece un énfasis especial, la experiencia

del qi no era nunca enteramente interna. El 110

qi era sentido subjetivamente, pero también era perceptible desde el exterior. Los médicos lo aprehendían finalmente con sus dedos, palpando los altibajos en el mo. Y, antes de eso, Confucio ya había dirigido la atención hacia la interacción entre lo que era una persona y el modo en que una persona hablaba, entre el sujeto y el habla. «Hay tres cosas que una persona superior valora sobre todas en la Vía», dijo el Maestro; una de ellas es «evitar ser vulgar y obstina-do hablando en los tonos apropiados (ciqi)»195. Era especialmente en el ciqi –el qi de las palabras– donde resonaban los compromisos más profundos de una persona. El pensador confuciano Mencio (371-289 a. C.) destacaba por dos talentos especiales. El primero consistía en una aptitud para cultivar su « qi desbordante», una vitalidad alimentada por la disciplina moral; el otro era una facilidad para conocer las palabras (zhi yan). Viniendo de un filósofo, este último alarde podría conducirnos a su-poner un talento para analizar los términos. Pero, de hecho, Mencio se refería a una clase distinta de destreza: «Cuando las palabras son extravagantes, sé que la mente ha caído y se ha hundido. Cuan-do las palabras son depravadas, sé que la mente se ha apartado de los principios. Cuando las palabras son evasivas, sé que la mente está a punto de perder la cordura»196 Conocer las palabras significaba, por tanto, comprender lo que las palabras revelan a propósito de aquellos que las pronuncian, escuchar las actitudes y disposiciones de las que proceden. Al igual que estaríamos equivocados en buscar el significado individual de las esferas y garabatos de las representaciones del mo a cargo de Shi Fa, tampoco Mencio interpreta las palabras aisladamente, como símbolos de ideas concretas. Al contrario, presta atención al vasto flujo del discurso, a su tendencia, y sabe que aquí se trata de un intrigante irresponsable y allí de un hombre dominado por la desesperación. Por supuesto, en muchas circunstancias también nosotros escuchamos de esa manera. Sabemos que lo que una persona dice puede no tener realmente ninguna relación con lo que cree estar di111

ciendo –el cambio del tiempo, el precio de los huevos–. Podemos apreciar en sus palabras el deseo de una reconciliación o un intento deliberado por herir. Es más, muchas de nuestras disputas se producen precisamente porque, a veces, no podemos evitar escuchar de esta manera. «¿Qué se supone que significa eso?», dice alguien de mala manera, quejumbroso y receloso, al oír un insulto velado en un vano charloteo. Una madre furiosa que exclama «¡No me hables en ese tono!» sabe que las palabras de su hijo «Sí, madre» expresan más una resistencia hosca que un asentimiento dócil. Cualquiera puede articular las frases requeridas, pero su significación real –a juzgar por cómo reaccionan los oyentes, si se sienten ofendidos, conmovidos o apaciguados– depende a menudo del modo en que son pronunciadas. La manera en que detectamos la crueldad, la amabilidad o la pretensión pomposa puede parecer un misterio puesto que, a veces, nos mostramos bastante sordos. «¡No me estabas escuchando!», pro-testa un exasperado amigo. Quizás estamos preocupados o

nos desviamos hacia lo que queremos oír. Desde luego, diferimos en agudeza auditiva. Algunos, como Mencio presumiblemente, pueden discernir incluso las inclinaciones que los propios hablantes no re-conocen; otros, al oír las mismas palabras, no detectan nada. Es más, incluso cuando oímos a alguien somos a menudo incapaces de precisar qué estamos oyendo exactamente, y si es la dicción, la in-flexión o el tono lo que nos da la clave. Las palabras más revelado-ras, tomadas una por una y sin contexto, resultan a menudo perfectamente ordinarias. No obstante, puede que la cuestión esté suficientemente clara. Quizás oímos miedo o amabilidad tan pronto como oímos un gato maullando o a alguien silbando en la oscuridad. El misterio puede ser el producto de suponer que oímos realmente algo más –palabras individuales, por ejemplo, y convertirlas mediante algún arcano hermenéutico fulgurante en inferencias acerca de los estados internos– cuando, experimentalmente, no tenemos la sensación de estar interpretando. Alguien pronuncia palabras furiosas y oímos palabras furiosas. Por supuesto, no siempre oímos de la misma manera. En algu112

nos contextos, como al prestar oídos a un anuncio público, apenas somos conscientes del hablante y atendemos sólo a la información. O de nuevo, ciertas clases de filosofía nos invitan a meditar sobre términos aislados en abstracto, como si fueran contenedores impersonales de ideas. Oímos de maneras diferentes porque utilizamos el lenguaje de maneras diferentes. Los estilos de habla están parcialmente configurados por lo que se está hablando. Una vez que reconocemos las naturalezas dispares de los objetos que manipulan, podemos comprender por qué los vocabularios de la toma del pulso y del qiemo difieren tanto: natural-mente, las distinciones relevantes no serían las mismas a la hora de analizar la arteria pulsante y a la hora de describir los flujos de la sangre y el qi. Existe todo un mundo de diferencias entre el cálculo del ritmo y la palpación de lo resbaladizo y lo áspero. El que los usos de las palabras sean divergentes también tiene sentido. Los expertos en pulso exigían descripciones lúcidas y di-rectas, libres de sombras metafóricas, sobre todo porque identificaban el pulso con la imagen clara y nítida de una arteria tubular, porque lo concebían como una idea, algo visible, una forma geométrica vista con el ojo de la mente. Mientras que el mo fluía y carecía de contornos nítidos. A veces el mo transcurría suavemente, otras veces era áspero; a veces flotaba a lo largo de la superficie, se dispersaba con la más ligera presión, o, en otras ocasiones, era necesario presionar con fuerza para captar sus corrientes. Las definiciones apenas podían ser más precisas que los puros nombres de estos mo: resbaladizo, áspero, flotante, hundido. Gráficamente, semejantes cualidades de los fluidos podrían ser representadas sólo indirectamente, insinuándolas, por medio de líneas ondulantes y arqueadas esferas. Verbalmente, las clarificaciones del mo flotante sólo podían evocar nubes henchidas en el cielo, la distraída caída de las hojas del olmo, el plumón de la espalda de un pájaro movido por una suave brisa. Sin embargo, al final, el problema de cómo habla la gente es más profundo que la cuestión de sobre qué hablan. Sí, las formas de ha113

blar acerca del mo y el pulso difieren radicalmente, en parte debido a que el mo y el pulso eran realidades radicalmente distintas. Pero las observaciones precedentes sobre el conocimiento de Mencio de las palabras y, antes de eso, las discusiones sobre la búsqueda por parte del experto en el pulso del literalismo, nos recuerdan que los modos de hablar resultan también inseparables de los modos de escuchar. Hablamos de cierta manera esperando ser oídos de cierta manera; y, al revés, el modo en que escuchamos a otros depende de nuestras asunciones sobre la manera en que éstos expresan el sentido y, además, de nuestras concepciones de lo que es el significado. Lo que hace que esta interdependencia sea especialmente significativa para la historia del conocimiento háptico es esto: si el habla y la escucha se encuentran estrechamente interrelacionadas, también lo están a su vez la escucha y el tacto. Al igual que Confucio y Mencio se ocupaban con tanta atención del qi de las palabras, en el diagnóstico médico los médicos escrutaban las fluctuaciones del qi en el mo. Si el mo era la manifestación de la sangre y del qi, «la sangre y el qi», especifica Hua Shou, constituyen el «shen de una persona»197. En el lenguaje cotidiano, shen se refería la mayoría de las veces a los dioses y las divinidades, pero en la medicina el término bascula hacia la inefable aunque palpable diferencia entre un cadáver pétreo y un ser humano que respira, que responde –el espíritu de una persona, la esencia divina de la vida–. En otras palabras, la expresión qiemo implica palpar a una persona de un modo paralelo a cuando un amigo dice «Ya no importa», pero detectamos en su tono un amargo y persistente pesar; es decir, cuando escuchamos no ya el sentido impersonal abstracto de las meras palabras, sino el espíritu latente que se oculta tras ellas. Expuesta de nuevo más generalmente, mi tesis consiste en que la historia de las concepciones del cuerpo debe ser comprendida en conjunción con una historia de las concepciones de la comunicación. Cuando los médicos griegos y chinos palpaban el cuerpo, estaban guiados no sólo por creencias específicas sobre las arterias y el mo y la organización del cuerpo, sino también por asunciones más amplias sobre la naturaleza de la expresión humana. Al procurar entender a la gente, los médicos de cada tradición sentían a menu114 (lo con sus dedos de la misma manera que escuchaban con sus oí-dos. Las artes del diagnóstico del pulso y el qiemo emergieron de la convicción de que la gente se expresa no sólo mediante palabras, en un lenguaje accesible a los oídos, sino también en un lenguaje accesible sólo al tacto. A veces, como en el caso de la asimilación griega entre las sílabas del habla y las articulaciones rítmicas del pulso, los médicos propusieron paralelismos explícitos entre esas dos formas de expresión. La mayor parte de las veces, daban por hecho que el estilo en que el cuerpo comunicaba sus mensajes por medio (le movimientos palpables se parecía al modo en que la gente transmitía el significado a través de la voz. 115 Segunda parte Formas de ver 117 Capítulo 3 Muscularidad e identidad

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