PRIMERO, disfrute de la novela TODO POR ELLA

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PRIMERO, disfrute de la novela TODO POR ELLA

Dirección: Carrera 33 # 47 - 28 Local 08 - Teléfono: 372 0242 - Celular: 310 723 6148 Correo electrónico: [email protected] Estamos en CORREveDILE.com y en TIENDASdeCOLOMBIA.com

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ÁLVARO SERRANO DUARTE CAMPO A. JIMÉNEZ SILVA

TODO POR ELLA

DEDICATORIA AL MUNDO:

A todos los hombres y mujeres del mundo que creen en sí mismos y pasan la vida haciendo posible lo que todos los demás consideran imposible.

DEDICATORIA MUY ESPECIAL A: Leticia Caballero de Jiménez Denilce Flórez Cardona Nuestras esposas

AGRADECIMIENTOS Pedro Vicente Silva Suárez Jhon Jairo Silva Rendón Título: Rodolfo Chaparro Rondón

“No siempre se recibe del que tiene, sino del que quiere dar”. Álvaro Serrano Duarte

Eran las dos y treinta de la tarde de un Jueves. Como todos los Martes, los Jueves también eran días de ventas bajas en la “Última Tienda”. Ubicada la tienda en las goteras de la ciudad, los vecinos del sector acostumbraban a sentarse entrente de sus ranchos de madera, tejas y zinc. Jugaban dominó o parqués en la modorra de la media tarde. El calor sofocante era atenuado por una brisa suave que movía ligeramente los palos de matarratón y los arbolitos de laurel. En la tienda, una pareja de ancianos sentados detrás del desvencijado mostrador, esperaban pacientemente a que llegara algún cliente. Hipólito Rueda Plata, con cara regordeta y colorada, cuyo color de sus mejillas y orejas se intensificaban cuando los pensamientos nefastos le perseguían. De mediana estatura, sus manos grandes denotaban que en sus años mozos sufrieron los rigores del trabajo como agricultor. Su hablar pausado y sus ojos verdes y vivaces, escudriñaban por todos los rincones de aquella estrecha sala que servía de local comercial para su pequeño negocio de víveres y licores. Hipólito permanecía cabizbajo mascullando mentalmente su ansiedad. Parecía preocupado. Encarnación, su esposa, en forma directa y sencilla le pregunta: ― ¡Mijo, qué te pasa! ¿Estás preocupado? Encarnación Vesga Pinilla, cinco años menor que Hipólito, parecía mayor que él por su cara enjuta y plegada de arrugas, como si cada una fuesen un surco de dolor y lágrimas. Su cuerpo extremadamente delgado le da un aspecto de fragilidad que en realidad no tiene. Su espíritu de trabajo no lo habían quebrado tantos años de esfuerzos y dificultades. Vestía siempre de largas ropas grises o negras que contrastaban con su pelo canoso, con una permanente moña detrás de su cabeza que dejaba suponer que tenía una larga cabellera lisa. Ella estaba ahora de pie, al lado de su marido, recostando la cabeza de Hipólito contra su vientre maternal, mientras le acariciaba su rostro, ahora más sonrojado por la ira que lo atrapaba intempestivamente: ― ¡Cómo carajo no me voy a preocupar, mija! Mire: de ahora en adelante queda prohibido vender carne en la tieda; tampoco se puede vender trago; ni artículos de ferretería; ni pastillas; ni pan que no esté en vitrinas panaderas. También ordenarán abrir las tiendas a las 8 de la mañana y cerrarlas a las 6 de la tarde. Sólo permitirán tener abiertas las tiendas después de esa hora a las que estén en turno de 24 horas. Aparte de eso hay que llevar libros de contabilidad, liquidar el impuesto del IVA; si hay dos empleados, hacer nómina y

pagar el Seguro Social así sea con un solo trabajador. También nos exigirán título universitario de mercadotecnia y administración de micro-empresas. Y un jurgo de vainas más. El Rostro de Hipólito se había enrojecido más de lo acostumbrado. Encarnación corrió al enfriador de gaseosas y sacó una bolsa con agua. Ambos, venidos de las breñas santandereanas, habían experimentado las más variadas vivencias que una pareja de campesinos podían resistir lejos de su tierra natal. ― No debes afanarte -le dijo Encarnación en tono confortante-. Ya no tenemos tiempo para esa clase de exigencias. Además, de peores asuntos hemos salido. Y si se ponen muy difíciles, pues, les damos plata a los que vengan a joder. O sinó usted le manda una carta al Presidente de Undeco exigiéndole que resuelva este asunto: para eso les pagamos la cuota mensual de sostenimiento. ― Mira, Encarnación, la preocupación que tengo no es por mí, ni por usted; sino por nuestros hijos y nietos. Para ellos las cosas van a ser muy diferentes y nosotros por nuestra ignorancia no hemos hecho nada para prepararles su futuro. ― Pero... Hipólito, -dijo Encarnación en forma cariñosa- por eso no se afane. O es que para usted es peor ahora que cuando nosotros llegamos a Barranquilla, que lo hicimos huyéndole a la chusma, solamente con tres mil pesitos que nos dio Don Pacho Suárez por las vacas, gallinas, chivos, cementeras y demás aperos. Fue un pago miserable por todas las cositas que teníamos, pero gracias a eso tuvimos con qué llegar hasta acá... ― Vuelta otra vez la cantaletiadera. Ya me sé de memoria esa vaina. Usted no entiende, carajo! Mejor busque una cajetilla de cigarrillos y mida media de media que allá viene el borrachín Dilberto. Y, además, mire en el cuaderno para ver cuánto debe. Ésta vez no me va a mamar gallo con su pregunta: “Paisano, ¿cuánto le debo? Y mientras buscamos en la libreta dice: “Paisano, cuando encuentre la cuenta, le pago...” y sale y se larga. Un hombre de tez morena, delgado, de brazos largos entra en la tienda. Su cuerpo menudo y piernas arqueadas eran la señal inconfundible de un deportista en franco deterioro. En tono alegre y dicharachero se dirige a ellos: ― Hola, paisano. Buenas tardes, niña. ¿Cómo les va? ― Bien gracias. -Respondió Encarnación, mientras Hipólito seleccionaba algunas papas humedecidas que se estaban pudriendo en el cajón de verduras-. ― Oye, paisano, ya viene la Fiesta del Tendero. Espero que me invite como el año pasado. ― Hummm! Eso va a estar jodido este año, porque parece que en el Depósito donde yo compro no van a regalar la boletas a los clientes. Además, usted no necesita de boleta, porque el año pasado usted entró con el carné de periodista. Lo que pasó fue que me cachetió el ron y la comida. Pero en eso también va a estar maluca la vaina, porque con lo enfermo que estoy de la próstata, tal vez ni vaya. Hipólito era un hombre que conservaba sus costumbres santandereanas. Pero cuando se encontraba frente a un costeño, tenía el don de desarrollar una conversación fluida de términos propios de la región. Pocos podían darse ese estilo de conversación sin parecer altisonantes. Dilberto, en cambio, era un guajiro que combinaba términos barranquilleros con términos de su tierra. Una mezcla que resultaba graciosa para Encarnación que nunca había podido incluir en su vocabulario palabras costeñas. Tanto, que hasta se sentía extraña cuando algunos la llamaban niña. Al principio le pareció burlesco el epíteto, hasta que un día le preguntó a Dilberto porqué no le decía señora o seño. Él le dijo que en toda la costa a las mujeres mayores se les dice cariñosamente Niña. ― Paisano, ¿cuándo cruzamos la cuenta de la pauta publicitaria con la cuenta que le tengo aquí? ― No me digas que me vas a pagar el excedente... Encarnación... - Hipólito le hizo una mueca a su mujer exigiéndole decir el valor que aparecía escrito en el cuaderno de cuentas por cobrar-. ― Son cuarenta y ocho mil pesos, más la media de media. -Respondió ella-. ― Paisano... esa cuenta es con clavija o sin clavija... -preguntó burlonamente Dilberto-.

― ¡Dilberto, no diga esas vainas que me saca la pieda! -Dijo con notoria ira Hipólito-. ― Tranquilo, paisano. Parece que hoy no está para bromas. Hipólito sonrió como si lo hiciera para disculparse por no tener en ese momento el carácter apropiado para una broma; algo que siempre había admirado de los costeños. ― Es que las noticias no han sido buenas para nosotros. -Dijo Hipólito intentando explicar su alterado ánimo-. Se me vuela el tiesto estas vainas de la persecusión contra nosotros los pequeños comerciantes. Somos el dedo malo de la administración. —Y es que acaso usted no está afiliado a Undeco? -Preguntó Dilberto olvidándose del tema de la cuenta por pagar-. ― Undeco y nada es lo mismo. — Oye, oye... ¿Tú no fuiste uno de los fundadores? ― Sí. -Respondió con desgano Hipólito-. ― ¿Y eso no te sirve para que te defiendan? —Undeco sí nos defiende, pero para este caso, no. —iEeechee! ¿cómo así? —Dilberto, es una historia muy larga para ser explicada con unas pocas palabras... —Tranquilo, Don Hipólito, tengo tiempo... Dilberto abrió la media de media de ron y, con una práctica admirable, vació el contenido de medio trago y lo tiró al piso. Hipólito siempre quiso hacerlo igual cuando empezaba a tomar en la cancha de tejo, pero lo olvidaba. En cambio, los costeños hacen esta práctica de manera tan natural y espontánea que jamás olvidan compartir un trago con las ánimas del purgatorio. Solamente, según cuentan algunos graciosos, en una fiesta muy elegante alguien quiso cumplir con la tradición. Al servirse su primer trago, comenzó a agitar el vaso mientras miraba en qué parte del salón no había alfombra. Moviendo en círculos el trago y no viendo dónde tirarlo en nombre de las ánimas, decidió tomárselo. Dilberto, vació luego medio trago en la copita de plástico, levantó la cara hacia el techo, abrió la boca de par en par y sin tocar el vasito con los labios, vació el contenido de licor directamente en su garganta. Tapó la botella y pidió un cigarrillo y un fósforo y empezó a fumar. Ésta era una costumbre que Hipólito y Encarnación habían visto miles de veces en todas las ocasiones que tuvieron tienda en Barranquilla. La primera vez que observaron el procedimiento, creyeron que el bebedor lo hacía por manía. Después entendieron qué era un rito propio de la región, hecho con la mayor dedicación y seriedad. Los costeños nunca se toman a la ligera un trago de licor sin observar con precisión los detalles. Muestran elegancia, respeto y ritualidad. Para los costeños, aparte de disfrutarlo con plenitud, beber licor es un acto de caballeros realizado cumpliendo normas de formalidad y pulcritud. Cuando se reúnen varios, sin importar los que sean, ninguno toca con los labios el vaso, ni beben directamente de la botella. Son normas cumplidas hasta por el más borracho y el nuevo que llegue a acompañarlos sabe a ciencia cierta que el vasito está libre de bacterias. Siempre medio vasito en cada servida, chupar limón, hablar bastante entre trago y trago aseguran resistencia del bebedor a los estragos de la borrachera, por lo cual es fácil reconocer y aceptar que digan que pasaron 4 días de carnaval mamando ron. — Paisano, en éstos días estamos organizando un programa de radio para hacerles un homenaje a ustedes los tenderos... -Comentó Dilberto reasumiendo el hilo de la conversación luego del trago-. — No, no, no. Le mantengo la cuñita esa porque somos amigos desde hace muchos años. Pero la mano está mala. Ahora no puedo meterme en esas vainas de publicidad, porque el totumo no está para hacer cucharas. — Aguanta el viaje! Cachaco arrebatao! No le estoy pidiendo que paute en este programa. Se me acaba de ocurrir una idea y creo que tú eres el hombre para eso.

Dilberto abrió nuevamente la botella, sirvió un trago diferente al acostumbrado ya que llenó completamente la copita. Encamación, inmediatamente vio la acción, se levantó de su silla y le dijo a Dilberto: —No, señor. Él está tomando pastillas. —¿Ni para un traguito...? —No. -Respondió Hipólito-. Nunca bebo en mi negocio. Para Dilberto la frase era característica de casi todos los tenderos y no lograba entenderlos todavía. En los estantes de sus negocios había licores de varias marcas y tamaños, pero un tendero responsable nunca tomaba con sus amigos en su establecimiento. Él sabía que la gran mayoría de tenderos iban a canchas de tejo o bolos y compartían con sus amigos. Excepto uno: Don Pedro García, el de la tienda La Tómbola, que parecía un tendero que no tomaba nunca, pero se la pasaba borracho todos los días. En el barrio nadie lo había visto con una botella de ron en la mano, ni tomando con una copita de plástico. Pero a cada rato iba al enfriador y sacaba una jarra transparente con jugo de naranja y se servía un vaso. Un empleado suyo, que un día se levantó más temprano, lo vio echando a la jarra de jugo una pipona de aguardiente. A partir de entonces, todo el mundo lo llamaba cariñosamente Guayabo Eterno, adjetivo que también heredó su tienda. Los pensamientos y recuerdos de Dilberto se suspendieron cuando Hipólito le preguntó: — Ajá... Y como es la vaina esa del programa? ― ¡Velo, véee... Te picó la curiosidá! -Dijo Dilberto intentando quitar el manto de seriedad que Hipólito y todos los cachacos que él conocía daban a las cosas de la vida-. — Sea serio, hombre. Usted está muy viejo pa' esas maricadas! -Repostó Hipólito-. — Tranquilo, Don Hipólito. Resulta que estoy haciendo las vueltas con el dueño de la emisora, para que durante el mes de Abril se haga un programa de una hora, todos los días de Lunes a Viernes. El man no me ha dicho que no, pero pide un billete grande. El año pasado intenté hacerlo, pero se lo dieron a otro colega. Este año pide más que el año pasado, y es posible que yo lo haga, ya que el colega no le pagó todo lo convenido. Claro que al man que lo hizo, le salieron mal las cosas porque se imaginó que todos los cachacos de las tiendas le iban a pautar, y resulta que nada. Yo estoy seguro que ese tipo perdió plata. — Y como dicen ustedes: "¿Cómo voy yo ahí"? -Preguntó Hipólito-. — Pues, según tengo entendido, nunca antes en Barranquilla se había hecho un programa de radio en que los tenderos puedan contar su historia de cómo empezaron en esta ciudad. — Pero todos los días ustedes los costeños hos ven en la tienda. Uno comienza es trabajando y termina trabajando... No más. — ¿Cómo le digo? Es que eso lo sabemos del mostrador para afuera. Pero no sabemos lo que piensan. — Ahhh! entiendo! Usted lo que quiere es vivencias de los cachacos... —Sí. -Respondió Dilberto, presintiendo que estaba en ciernes la formación de un negocio con Hipólito-. Si lograba que Hipólito se interesara, era posible montar el programa con Don Roberto Esper, prestigioso empresario, dueño de varias emisoras en la Costa y de un periódico que con el nombre de La Libertad muestra todos los días la esclavitud de hombres y mujeres al vicio y la delincuencia. Hipólito también estaba entretenido con sus pensamientos: al escuchar de Dilberto la sentencia de que los cachacos no pautan casi, entendió que esa fue una lucha del pasado que todavía no terminaba. Se preguntó: si los cachacos tenemos el 85% de todo el comercio de Barranquilla, ¿cómo es posible que no tengamos una emisora y un periódico propios dónde anunciar nuestros establecimientos o desde dónde servir con información a los comerciantes? Hipólito recordó a un paisa, Gustavo Cardona Agudelo, que en su Emisora Variedades a mediodía se oía "La Hora de la Montaña", un programa de sólo música andina.

Ricardo Caballero Galvis, un costeño que se inició en esa Emisora alquilando una hora de radio, se convirtió en el pionero de la música ranchera en Barranquilla. Luego, Eliseo Pinzón, un Zapatoca, trasladó sus capacidades innatas de locutor deportivo a la presentación de música ranchera y carrilera. Roberto "Bobby" Ballestas y Jorge Alberto "Beto" Bohórquez, ambos mezclas de costeños con cachacos, nacidos en esta tierra rigieron un programa de radio llamado "Despierta tranquilla", servicios sociales combinados con vallenato, música andina, carrilera y ranchera. Magola Pérez, mujer santandereana que después de ensayar distintas formas de comercio, encontró en la locución su destino con un programa más inspirador llamado "Amanecer con las Colonias". Todos ellos habían logrado, con su música ranchera y carrilera, introducirse desde la radio y conquistar el gusto de los costeños por éstos temas de tradicional preferencia interiorana. Y prueba de ello era la cantidad de emisoras que tienen espacios rancheros y de despecho nunca antes imaginados. Gusto musical que empezó a pegarse cuando tales programas eran producidos en las horas de mayor asistencia de clientes en las tiendas de la ciudad. En el manejo de periódicos y revistas, un grupo de jóvenes santandereanos liderados por el arquitecto Adonaí Rueda Durán, editaron por primera vez el periódico "El Comunero", un medio informativo de Undeco. Posteriormente Jaime Gómez Aristizábal un antioqueño, y Álvaro Serrano Duarte, otro santandereano, hicieron mil esfuerzos por convencer a sus paisanos de las bondades de la expresión escrita como medio de defensa de los ataques contra dichas colonias, haciéndolo con sus periódicos tamaño tabloide; uno, "El Paisañero" y el otro, "Otras Opiniones';. Con sus escritos habían obtenido que por lo menos los dos más grandes periódicos, El Heraldo y La Libertad, incluyeran de vez en cuando notas periodísticas o informes especiales o publi-reportajes de gran éxito para tales medios. Humberto Guarín bombardeó con sus denuncias escritas el espacio de los Lectores Escriben del diario El Heraldo; Juan Carlos Rueda Gómez, un genio creativo publicitario, compositor de talla internacional, participó como Productor Artístico en la Película "El Último Carnaval", obra dirigida por el prestigioso periodista y novel director de cine Ernesto Mcausland. También se había publicado el libro "Cómo ser un Tendero Millonario y no volverse loto en el intento" cuya tarea divulgadora no se había dado por la incomprensión y desgano literario de los líderes gremiales. Todos estos fueron pensamientos que a Hipólito le mermaron su inicial alegría de poder participar en un programa de radio como se lo proponía Dilberto. Por eso le dijo: — Si usted piensa que le voy a vender publicidad, está completamente equivocado. — No, Don Hipólito. No es que tú te pongas a vender publicidad. Yo hago una carta de presentación y me la firmas; me dices qué amigos tuyos podrían participar y del resto yo me encargo. A ti te conocen todos los tenderos de Barranquilla. — Así... todavía... siempre y cuando se refleje en un beneficio en favor de los cachacos. ― ¡Ya está...! -Dijo Dilberto frotándose las manos en señal de alegría-. — Dilberto, ya que me haces recordar mi llegada a esta tierra, te la voy a contar con pelos y señales. — Dale viaje! Pero primero regálame un par de pilas para la grabadora. -Pidió Dilberto-. Dilberto con gran presteza sacó las pilas usadas de su grabadora y las cambió por las que Hipólito tomó del estante. Comenzaba para Dilberto la posibilidad de llevar a cabo un nuevo negocio. — Ahora sí, Don Hipólito. Empiece y hágalo libremente. Encarnación miró la escena donde su marido se representaba como antaño fuera el vocero de una comunidad, en permanente tarea por resolver sus problemas, mientras los suyos terminaban combinados con los de los demás. — Parecía que habíamos llegado a otro país. -Empezó diciendo Hipólito-. El dialecto y las costumbres eran diferentes a las nuestras. Los primeros días pensamos que nos habíamos equivocado al venir a esta ciudad. Era muy brusco el cambio. Allá cultivábamos la tierra, y acá no había dónde hacer lo mismo. Nos pusimos a hacer arepas con queso que aprendimos viendo a una pareja de morenos en el Boliche,

por el mercado de granos; me da risa lo pingo que era yo. Las primeras cincuenta arepas las eché en el canasto y me santigüé y salí a venderlas. Intenté gritar por varias veces: "Arepas de queso, calientes!", pera el grito no salía de mi garganta. Hasta que al fin me decidí a gritar, pero esta vez donde no había nadie oyéndome. Nunca en mi vida había sentido tanto miedo como en ese momento. Pasé por la Iglesia de Chiquinquirá y como estaba abierta entré con mi canastico con las cincuenta arepas después de haber andado unas veinte cuadras sin ningún resultado. Rezando, le pedí a la virgen y a mi Dios que me ayudaran; les pregunté que yo qué hacía sino vendía mis arepas? Me respondí: se me acaba el plante. Volví a preguntar, quejándome: con qué comería mi mujer y mis dos chinos, y eso que todavía no los había puesto a estudiar. No esperé la respuesta. Salí rumbo al norte, por la calle Murillo y llegué al Parque Universal; allí habían unos pelados de bola de trapo y como unas cien personas mirándolos. Me hice a un lado, al piecito donde estaba la gente. Hasta allí llegó un señor bastante oreno como de unos 45 años, y me dijo: — Tú qué vendes... — Arepas! -Le contesté-. Al darse cuenta de mi timidez me dijo con voz fuerte: — Arepa de qué...? —Cómo le hubiera agradecido que él mismo hubiera dicho "SO". Me llené de valor y le dije: ¡Pues, Arepas de Queso! — Dame una. -La probó, le gustó y dijo: — Están bacanas!! ¡Muchachos!, Quieren arepa de queso...? Y se comieron todas las arepas. Me dio de ñapa el vuelto. Cogí mi canasto, pasé por la iglesia a darle gracias a Dios y después llegué a la pieza que nos había arrendado Don Santiago Portillo, también cachaco, que había llegado a Barranquilla años atrás y ya tenía su tienda. Ese día no lo podré olvidar nunca. Fue mi primera experiencia como vendedor y así vivimos cuatro meses calle arriba y calle abajo vendiendo arepas. Un día Don Santiago se enfermó y me llamó para arrendarme la tienda gracias a que mi mujer se metía a ayudar a ratos en la cocina y... — Les lavaba la ropa -Interrumpió Encarnación- y eso que usted me regañaba porque me la pasaba metida en otras casas molestando a los demás, pero Dios sabe cómo hace sus cosas... —De la platica que traíamos ya nos quedaba muy poco, porque le dimos mil pesos de depósito a Don Santiago, -agrega Hipólito retomando su historia- y lo demás se había gastado con los chinos que se habían enfermado dizque por el cambio de clima y, no es por nada, pero el costeño y especialmente el barranquillero es buena gente, ya que veían a mis chinos llenos de chichones y nos daban remedios, haciéndolo con muy buena voluntad. Cuando hicimos el inventario, estábamos presentes Don Santiago, postrado en la silla de ruedas, y Doña Ana acompañada de su empleado. Contábamos las mercancías, las anotábamos cuidadosamente en dos cuadernos y después de inventariado todo, los firmamos y los llevamos al depósito donde compraba Don Santiago, para que un empleado liquidara el valor del inventario, y así fue que tomé la tienda en arriendo. — Hipólito: permítame que lo interrumpa. -Dijo Dilberto, apagando momentáneamente la grabadora-. Quiere decir que después de contar todos los productos, los empleados del depósito liquidaban el valor del inventario? — Sí, así es. — Pero eso es absurdo. ¿No le parece? Para no responder la inquietud de Dilberto a algo que realmente era impropio de un comerciante, Hipólito le hizo señas para que encendiera nuevamente la grabadora y siguió su relato: — No me cambiaba por nadie, porque pasaba de vendedor de arepas a tendero. Para mí era como realizar un sueño. Terminamos el inventario a las 10 de la noche; después arreglamos la tienda con

mucho amor y entusiasmo sin límites. Don Santiago me dio la lista de verdura para el otro día y me prestó la plata para esa compra, porque a mí no me había quedado ni medio centavo partido por la mitad. Como a la media noche nos acostamos y Encarnación y yo sólo hablábamos del negocio: que íbamos a vender mucho más; que pronto tendríamos tienda propia; que después compraríamos casa y carro; que ahora sí podíamos darle educación a nuestros hijos. Nuestra charla en la cama nos la interrumpió un camión que hacía mucho ruido y uno tipos tocaron bruscamente la puerta: — Quién es? -Pregunté-. — La leche!! ¿Cuántas le dejo? Pensé varios segundos, no supe qué responder. Don Santiago ya estaba dormido y preferí no molestarlo. Después de tantas ilusiones, encontraba el primer escollo. No sabía cuánta leche había que dejar. De nuevo tocaron: — ¡Pilas! Digan cuántas o sino nos vamos. ¡La misma de ayer!! -Gritó Encarnación desde adentro-. Abrí la puerta, bajaron las botellas de leche y se fueron. Era costumbre cobrarla unas veces por la noche, otras al otro día. Fue doble la lección. Pero lo más importante fue la seguridad de mi esposa para sacarme de ese impasse. Nos acostamos nuevamente, dormimos muy poco. A las cinco de la mañana volvieron a tocar la puerta de la tienda y alguien gritó: — ¡ Boollooos!! En esta ocasión. era un moreno que iba montado en un burro y llevaba los bollos ya contados en bolsas. Recibí los bollos y como a los diez minutos llegó una vecina con los fritos que ella vendía y de paso, con ella hacía la primera venta, porque me compró un litro de leche, una papeleta de café y media libra de azúcar. Seguí con la tienda abierta vendiendo el desayuno a los clientes. Llamé al empleado de Don Santiago -que no estaba muy contento-, para que me ayudara unos días mientras nosotros aprendíamos cómo era la mano. Ése fue mi error. Si yo no le digo que por unos días las cosas tal vez hubieran sido mejor; pero con esa noticia lo hizo ayudarnos de mala gana, porque supuso que yo atentaba contra su estabilidad laboral. De todos modos fue mi empleado-patrón, porque él sabía más de la tienda que nosotros. Me dio la primera orden: —Ya son las seis y media. Es hora de que se vaya al mercado. Ahí está la lista que le dejó Don Santiago para que no le falte nada. —Está bien, Ricardo. -Le respondí-. Tomé los sacos y el dinero y me fui sin la más mínima idea de cómo hacer una compra para un negocio. Hasta entonces yo no había comprado ni siquiera el mercado familiar. Me trasladé al mercado en un bus de Simón Bolívar y comencé a ver un mundo nuevo, el cual tenía que enfrentar como fuera; llegué a la venta de yuca y el vendedor me dice: —¿A la orden? —¿A cómo la yuca? -Pregunté-. —¿Cuánta quiere? -Contra-preguntó-. —¿Cómo la vende? -Volví a preguntar-. —¿Un cuarto? ¿Medio? -Re-contra-preguntóMiré la lista en forma discreta y estaba escrito YUCA, pero no decía cuánta. Me dije: Dios mío, qué hago? En ese momento llegó un cachaco y le dijo al vendedor: —Véndame un cuarto de yuca. Supuse que era tendero y le dije al vendedor: —A mí me da otro cuarto. Seguí discretamente al paisano sin que me notara. Cuando él compró revuelto, yo hice lo mismo, pero

me descuidé y se me perdió el hombre. Intentaba actuar como si fuera veterano, pero era imposible ocultar semejante novatada. Llegué a la venta de plátanos y el vendedor al ofrecérmelos, le dije: — Sí voy a llevar. Pero antes espero a un amigo. Simulé la espera leyendo los titulares del Diario El Heraldo que el dueño del puesto leía. Al fin llegó otro tendero y compró "seis manos verdes y cuatro amarillas". Me extrañó la solicitud, porque en mi tierra se vende por: libras o kilos y acá por manos. Le dije al vendedor: — Ya este man no viene... mejor véndanle también seis manos verdes y cuatro amarillas. Seguí al paisano. Ya estando yo más tranquilo, le pregunté: — Hermano, usted tiene tienda? —Sí...? — Yo recibí una tienda en arriendo. Es la primera vez que vengo a mercar; acá todo es diferente al interior y mucho más para mí que estoy comenzando. — Tranquilo... venga conmigo, yo lo presento donde compro. Tenga mucho cuidado, no sea que lo tumben. Fue así como pude hacer toda la compra en mi debut como tendero. Con mucha dificultad, llevando un bulto al hombro y dos bolsas en la o, llegué a la calle de las vacas a tomar un bus me llevara a las vacas con porvenir, donde 'daba el teatro Boyacá, y de ahí nuevamente cargar al hombro el saco, recorriendo unos 120 metros para llegar a la tienda que estaba en la cruz con porvenir. Cuando estaba con tremendo bulto al hombro y no podía agarrar sino una de las dos bolsas, al fin una mano amiga me dijo: —Oye, cacha, venga le ayudo con las bolsas. Me dio mucho gusto por esa ayuda y se lo agradecí. Mientras cruzaba la calle, el tipo se montó en un bus y...adiós con mis bolsas...! En ellas tenía tomate y otras frutas que no cabían en el saco y que se podían estropear. Yo como pude, grité al bus para que parara, pero yo no sabía que tocaba decirle: ¡¡Aguántalo!!". Con soberbia por lo sucedido, seguí rumbo al negocio. Al entrar, encontré llena la tienda de dientes disgustados porque llegué tarde. Agotado por el esfuerzo y la ira, comencé a despachar, preguntándole todo al empleado que me contestaba cuando se le daba la gana. Lo peor fue cuando preguntaron por tomate, curuba, mazorcas, lulo y maracuyá porque no hallaba cómo contar lo sucedido. Al contar la experiencia del tumbe, todos los clientes se burlaron de mí por lo pendejo que fui. Para resolver el problema, mandé al empleado-patrón a comprar esas frutas. Nos quedamos solos los dos soñadores y se forma semejante bulla: —Eeeey, cachaco!! Despácheme. —iCacha!! Apúrate, no joda!! Alarmada por el tremendo escándalo de la gente, Doña Ana interrumpió sus merecidas vacaciones y entró a la tienda a ayudarme, no sin antes amenazarme que me pusiera las pilas, o sino no podía dejar su negocio con personas que no rindieran y no atendieran bien a sus clientes. Le agradecí su apoyo, aunque me dolió el regaño porque no pensó en que era mi primer día laboral en esto de tendero; pero mi lucha por comprar y cargar el bulto no era nada para ellos, sino que yo no hice bien las vainas y punto. Ricardo, ya veterano, compró rápido las frutas y se acomodó nuevamente a trabajar. Nosotros hacíamos lo que podíamos. Despachábamos y hacíamos montoncitos sobre el mostrador con lo pedido por cada cliente, para luego rogarle a Ricardo que sacara la cuenta, quien demostraba gran destreza en hacerlas mentalmente, sin ayuda de papel o de calculadora que en esa época no se utilizaban. Así trabajamos la primera y segunda parte la mañana, porque acá la gente viene a la tienda cada vez a comprar lo que necesita para el desayuno, luego para el almuerzo y después para la Comida. Eran las nueve y media de la mañana y los chinos míos lloraban de hambre. Encarnación, que siempre les tenía sus comidas a tiempo, ésta vez —fue tanto su nerviosismo— que se olvidó de lo que una

buena madre, como ella, nunca se olvida: atender a sus hijos. Para salir del paso, nosotros desayunamos con sancocho de tienda. Le brindamos a Ricardo y él nos respondió: — A mí me dan desayuno completo o nada; porque mi costumbre es comer bien. — Ricardo, comprenda que es nuestro primer día. Ya Encarnación va a preparar el almuerzo. Por ahora, coma algo de la tienda. La señora Ana escuchó la protesta de Ricardo y le sugirió que tuviera paciencia y que, por hoy, ella lo invitaba a desayunar, momento que aprovechó Ricardo para iniciar un juicio en mi contra sin derecho a defensa: — No es por nada, señora Ana, pero yo creo que estos manes van a acabar el negocio y usted vio que no saben una mierda; la clientela está mariada yo no pienso trabajar más aquí y mucho menos sin comer. — Bueno, mijo. -Dijo doña Ana a Ricardo-. Yo entiendo cómo es esto. Ellos han hecho mucho si tenemos en cuenta que es su primer día como tenderos. Yo comprendo a Encarnación. Ella es buena, igual que Hipólito. Eso ayúdeles, que ellos pronto aprenden y todo será diferente... Interrumpió Ricardo: — Sí … diferente... sí, porque ellos se quedan y yo me voy... pa'donde? Sabrá Mandrake. Eso mismo me dijeron ellos: “Ayúdenos, mientras aprendemos". Y yo así no le jalo. Don Santiago, que estaba escuchando muy atento desde la habitación contigua, le dijo: — Ricardo, vaya y trabaje con mucho amor y a la noche hablamos... — Está bien, Don Santiago. Cuando Ricardo regresó a la tienda yo estaba mirando las facturas, sacando costos y colocando los precios en los productos. Ricardo, con mucho carácter, me preguntó: — ¿Qué está haciendo? — Mira, Ricardo, liquidando precios para aprender y no estar preguntando. — Todo eso está mal así... — ¿Y se puede saber porqué está mal? — Bueno, porque Don Santiago no lo hace en esa forma. — ¿Y cómo lo hace él? — En el depósito donde compra le dicen a cómo puede vender cada cosa y punto. En esos momentos entraron a la tienda dos tipos corpulentos, bastante morenos, sin camisa, en pantaloneta y sin zapatos. La voz de uno de ellos, tronó: — Cerveza! Cuántas quieren... Ricardo me mira y dice: — Ellos dejan la que usted quiera. Mientras fui a contar el envase para hacer el pedido, al regresar ya no estaban. Le pregunté a Ricardo por ellos y me respondió: — Se fueron... — Pero... si tenemos poca cerveza. Yo iba a dejar unas diez canastas. —Ese no es mi problema. -Fue su ruda respuesta-. Quise llamarle la atención pero me aguanté al máximo porque en ese momento para nosotros era imposible salir de él. Así trabajamos ese día. Como a las diez de la noche terminamos de cargar los enfriadores, hacer la lista de la compra del otro día y mi esposa de hacer el aseo. Cuadré la venta del día. Fue buena para la época. Vendimos $350. Al fin podía ir a comer y descansar para madrugar al otro día. Entré a la pieza que me había asignado Don Santiago, ya listo para mi baño, cuando una voz femenina se dejó oír: — ¿Se puede...? — ¡Claro, Doña Ana!

— Don Hipólito... que Santiago lo necesita para que hablen. — ¡Cómo no!...ya voy. Con mi toalla al hombro, llegué hasta donde él estaba: — Siéntese Don Hipólito y hablamos un poco de la tienda, porque me han comentado que las cosas no van bien y como usted comprenderá, éste es mi único patrimonio. Ya estoy viejo y enfermo y si lo pierdo será para que me muera de hambre. — En eso tiene razón, Don Santiago. Pero me preocupa que usted me hable de quiebra de un negocio en un día. Yo no creo que haya pasado o sucedido algo tan grave como para pensar todo eso. — ¿Cómo así? Le parece poco que esta mañana a usted le tumbaran media compra, que trate mal a sus clientes, no sepa pesar, ni ponerle precio a lo que usted compra y, como si fuera poco, no dejó cerveza siendo ésta una tienda-cantina donde tenemos que pagar un arriendo mensual por el traga-níquel. Claro que el aparato da eso y algo más, siempre que tenga el disco de moda y cerveza bien fría. Bueno, pero lo mas triste es que el primer día dejara caer por mitad las ventas, porque aquí se venden $300 y me dicen que usted no vendió ni $200. Definitivamente, así no podemos seguir. Prefiero que me entregue y únicamente pierda lo que le tumbaron nada más. Y mejor siga vendiendo sus arepas. Me hace el favor y me colabora unos dos días mientras consigo quién atienda esto. Ésta noticia me estremeció tanto, que quise llorar; también queda dar respuesta a Don Santiago, pero mi garganta estaba tapada por el dolor y la rabia que había dentro de mí. No había duda: Ricardo me indispuso con Don Santiago. Demoré como cinco minutos mudo. Mis ojos estaban cristalinos, igual que los de Encarnación. Miré a Ricardo y estaba feliz. La señora Ana estaba mirando al piso, dejando notar cierta compasión por nosotros. Don Santiago mezclaba todo tan perfectamente que lo comparé con mi papá (nos regañaba, nos daba palo, pero nos decía "Yo no quiero el mal para ustedes, hijos míos"). Me llené de valor para darle respuesta como si hubiera sido a mi papá al que siempre quise contestarle y nunca pude. No sé si por respeto o por miedo. Siempre hubo esa mezcla que hoy como hombre maduro me doy cuenta que mi padre fue mucho más noble que el hombre que yo conocí y toda la culpa de ese temor se debió al fomento de mi madre, muy buena, pero siempre que de niños cometíamos un error, nos reprendía diciendo: "Que no sepa su papá, porque lo mata a palo" y cuando no le obedecíamos en algo que nos encomendaba, nos amenazaba: "si ustedes no me obedecen, yo le cuento a su papá para que les pegue". Es así como yo nunca miré a mi papá como el hombre amoroso que nos daba todo lo que tenía a su alcance, ni como el que luchaba en su finca por tener lo mejor de la vereda, sino como el hombre con el cual me amenazaba todo el mundo para que me diera palo, con el famoso "le cuento a su papá". Miré fijamente a Don Santiago. Respiré profundamente para tomar nuevas fuerzas y responderle, primero, por las ventas: — Don Santiago: yo sé que las cosas no están como deberían estar. Sólo que usted ha sido mal informado. — ¿Cómo así? ¿Ahora me va a llamar mentiroso? — No, no, Don Santiago, de ningún modo. Si usted quiere que me vaya, yo me voy. Pero en estos momentos yo le suplico que primero me oiga. Cómo es posible, Don Santiago, que usted me diga que vendimos $200 cuando yo sé que vendimos $350 y es la única prueba que tengo de que a usted lo informaron mal; porque usted sabía que no tenía plata. Lo de la cerveza tampoco fue así, sino que cuando regresé de contar el envase, ya no estaban los vendedores. Claro!, como es una sola fábrica, hacen lo que se les venga en gana con nosotros. Tampoco traté mal a los clientes, y lo del tumbe no fue media compra sino una bolsa que me tumbó un hijueputa que yo creí que me iba a ayudar. Bueno, de todos modos Don Santiago, usted no está siendo muy justo con nosotros. Porque yo ante Dios se lo digo, no pienso robarle a nadie un centavo; eso sería como faltar a las enseñanzas de mis padres.

¿Acaso, Don Santiago, usted no tuvo el privilegio que alguien le enseñara todo, por lo menos un mes, para después entregarle una tienda? Justamente mi conciencia está en paz, porque sé plenamente que hice lo posible, igual que mi esposa, para no defraudarlo. Pero si un día es suficiente para calificarme, está bien Don Santiago. Acá están los $350 de la venta y muchas gracias por todo. Igual a usted Doña Ana. Sólo Dios sabe que no quiero el mal para nadie y menos para ustedes que tan amablemente nos asilaron. De todos modos, buenas noches para todos. — No se vaya todavía. -Dijo Don Santiago, intentando retenerme-. Viendo bien, podemos analizar mejor las cosas. De acuerdo a como usted me comenta tiene mucha razón. Pero usted comprenderá que mi enfermedad no me dio tiempo de un carajo, porque mis problemas de gota y ciática me tumbó de un momento a otro. Por eso no pude llevarlo al mercado como debía ser. Pero si usted quiere, Hipólito, pueden seguir; olvidando lo que pasó y comenzando de nuevo. Esta vez Ricardo, no como empleado, sino como socio con usted. Ambos se acompañan, y trabajan por igual repartiéndose las utilidades. Yo creo que esa es la solución y todos a dormir porque mañana hay que madrugar. Parecía una orden y no una propuesta. Seguidamente, Don Santiago le preguntó a Ricardo: — ¿Cómo le parece la propuesta? — Muy bien. -Respondió Ricardo con una amplia y sonora sonrisa— Y su concepto, ¿cuál es? -Me preguntó Don Santiago-. Miré a Encarnación y sonreímos, lo que fue interpretado como un sí. Y en seguida nos fuimos a dormir. Poco después llegó la leche. Ricardo la recibió y su entusiasmo era notorio cuando me dijo: — No se preocupe, yo también recibo los bollos limpios y abro la tienda. Esta joda es buena. Acá nos vamos lejos todos porque yo se que usted es un berraco. Tranquilo, descanse. Me quedé pensando si la palabra que me dijo Ricardo se refería a verraco o berraco o si tenían el mismo significado. Verraco en mi tierra significa marrano o cerdo reproductor. Para los costeños berraco es ser admirable, ser resistente, ser trabajador. Sin dar más importancia a las cosas y palabras, y acatando la decisión de Don Santiago, me dormí pensando que era mejor tener un socio en la tienda que ser un desocupado vendiendo arepas. Yo miraba a Piedad de la Concepción, mi hija, que me pedía colegio. Pero no había más remedio que camellar duro y parejo. El primer día como socio fue muy bueno. Trabajamos las mismas 18 horas, pero ésta vez con un compañero que me apoyaba y dialogaba con nosotros. Ya Encarnación pudo cocinar y atender nuestros niños. Todo fue mejor. Así trabajamos cuatro meses. Don Santiago se mudó de casa y nosotros le pagábamos muy puntuales el arriendo de la tienda y todo marchaba bien, sin mayores problemas. En las charlas con Ricardo nos reíamos de los primeros días en la tienda cuando me pidieron una calilla y yo no sabía qué era eso; igual sucedió con envelope, media de media, guisol, pudín, boly, revuelto, galapa, pomadita, píldora rosada, vitualla, sal esson, y en fin, tantos términos que para mí eran nuevos y noté que el costeño se gozaba con un cachaco recién llegado pidiéndole cosas inexistentes como agujas para coser calderos, etc. También aprendí a conocer los paleros del barrio a los que no podía entregarles nada sino pagaban primero. Fueron buenos tiempos. Al principio Ricardo salía a descanso cada quince días; después, un día por semana. Hasta que en una ocasión, se ausentó tres días. Yo estaba bastante afanado porque mi socio no aparecía. Cuando lo hizo, estaba tan enguayabado con la rasca que pasó derecho a acostarse hasta el día siguiente. Cuando se levantó me dijo: — Le ayudo hasta hoy, porque me voy. No quiero trabajar más por acá; usted tiene más gastos que yo y así no me sirve. Le comenté que si bien era cierto que éramos más, también había que tomar en cuenta que mi esposa trabajaba en la tienda, lavaba, cocinaba, hacía aseo y que eso no lo valorábamos. Ricardo respondió: —Viéndolo bien, la esposa del tendero debe ser mucho más berraca que cualquier mujer porque es

demasiado lo que tiene que trabajar y sin sueldo. Las compadezco, pero de todos modos deme $1.000. Yo me voy y seguimos siendo amigos. Le pedí un plazo para darle su plata y él me colaboró mientras conseguí un empleado y hablamos con Don Santiago que estuvo muy de acuerdo que fuera yo quien siguiera trabajando su negocio. Nos despedimos cordialmente. De todos había sido mi maestro en la tienda. Para entonces, las cosas eran diferentes. No porque el horario laboral se redujera, sino porque ya sabía qué era ser tendero, con solo un empleado que contraté y le enseñé más o menos. Así inicié la nueva etapa de mi vida. Ahora sí, como tendero en plena acción, todos los días miraba mi inventario para ver cómo me estaba yendo, porque uno deduce a ojo, por la mercancía que tenga, si está ganando o no. Poco salía a la calle; yo conocí a Barranquilla según lo fuera necesitando. Todo era más fácil, porque todavía no era tan grande la ciudad, y las direcciones no eran números. Sí los había, pero nadie le paraba bolas a eso porque uno tomaba un taxi y le decía: "Llévame a San Blas con 20 de Julio" y allá llegaba. Nombres que me acuerdo por ahora como: Las Calles de la 17 a la 511as llamaban: Soledad, Maturín, Almendra, La Cruz, Las Vacas, Comercio, Crimen, Real, Paseo Bolívar, San Blas, San Juan, Jesús, Caldas, Las Flores, Santander, Bolívar, Obando, Medellín, Sello, Murillo, Paraíso, Felicidad, Manga de Oro, Bolivia. Las Carreras, de la 28 a la 46, también llamadas Callejones eran: Bocas de Ceniza, Vesubio Porvenir, Buen Retiro, Concordia, Hospital, San Roque, Trece de Junio, Ricaurte, La Paz, 20 de Julio, Cuartel, Líbano, Olaya Herrera. Y así conocí a Barranquilla. — Don Hipólito, tú sabes más de Barranquilla que muchos barranquilleros.- Interrumpió Dilberto-. Embebido como estaba Hipólito en su narración, no prestó atención a los comentarios de Dilberto y continuó sin inmutarse. — Ya tenía un año en la tienda y estaba feliz porque pudimos volver al mar. Nos fuimos en un bus de Puerto Colombia que los cogíamos en la Plaza Colón, frente a la Iglesia de San Nicolás. También matriculé a mi hija en la escuela, donde tuve que pasar por una serie de pequeños problemas. Luego de hacer fila, cuando me tocó el turno, la encargada me preguntó: — ¿Para qué curso? — ¡Pues para primero! — Muéstreme los papeles... — ¿Cuáles...? — Registro Civil o Partida de Bautismo y Certificado de Kinder... — Yo no sabía que aquí hubiera eso de kinder. Por allá en la vereda no hay esa vaina. — Señor, es que en kinder aprenden las vocales, los números de 1 a 10 y se familiarizan con la escuela. — Señorita, mi hija se sabe los números de 1 a 100, el abecedario completo y algo más que, en el poco tiempo que me queda, le he enseñado. — Bueno, señor, de todas modos no hay cupo acá en esta escuela. Todo está copado. Pero noté que los que estaban delante de mí si los habían matriculado y los que me seguían también. No dije más nada, sino que pensé: "Esto es por ser cachaco". Piedad de la Concepción, que iba conmigo, comenzó a pataletiar y a llorar a grito entero. Mis promesas de matricularla en otra escuela no la calmaban. Recordé cuando el día de su nacimiento pasé el susto más grande de mi vida. La partera estaba metida en problemas con su nacimiento, ya que al momento de nacer sacó una sola patica y la movía con furia. No tenía posibilidades de nacer y Encarnación estaba en un serio peligro. — Vaya rápido, Hipólito. -me dijo la partera- Arrodíllese y pídale piedad a la Virgen de la Concepción, porque sólo con su ayuda Encarnación saldrá bien de esto. Tal vez esta criatura fue hecha en un susto y por eso sacó primero una pata.

No era el momento de protestar por las acusaciones hechas por la partera. Primero era lo primero. Recé con tanta fe, que le prometí a la virgen que si me sacaba del apuro, a la criatura le ponía el nombre de Piedad de la Concepción. ¡Afortunadamente me nació niña. Ya varios nombres se me antojaban que servían a ambos sexos, como Resurrección, José María y María José, Epifanio, Joaquina. La escena de mi mujer en apuros de maternidad me recordaba a una tía que murió después del parto de su hijo menor. Su marido se fue al pueblo por unas pastillas que la partera le había pedido. Cuando llegó a San Gil se encontró con unos amigos a los que les contó del nacimiento de su diez y ocho avo hijo. Lo invitaron a tomarse una totuma de chicha, apareciendo al día siguiente diciendo que se le había olvidado el nombre de las pastillas. Mi tía había fallecido una hora después de que su marido había partido al pueblo. Aunque no fue su culpa, su conducta le produjo a él un estado de desazón que le duró el resto de su vida. Llevándola casi a rastras, Piedad de la Concepción continuaba con sus estridentes alaridos y pataleos. Fue tan conmovedora la escena, que una señora intercedió por mí, o mejor, por mi hija y me dijo: — Señor, espere que yo hablo con la seño. Yo sé que ella le hace el cupo. Me pareció muy formal de parte de la dama que me habló. Esperé durante media hora y, efectivamente, la señorita profesora (que a partir de entonces entendí porqué los costeños les dicen a las mujeres "seño", ya que resulta menos comprometedor definir su calidad de mujer), me condicionó a recibir la niña previo un examen de admisión y la presentación del registro civil o la partida de bautismo. — Seño, la partida me toca pedirla en la ciudad de San Gil... — Te voy a ayudar, porque me lo recomendó la seño Margot. Tiene un plazo de 3 meses para que me traigas el registro de la niña. A la niña le preguntó: — ¿Nena, te sabes las vocales? — Sí. -Respondió Piedad-. — ¿Te sabes los números de 1 a 10? — No. Solamente me los sé de 1 a 100. — Señor, su hija ya está matriculada. Esta es la lista de libros y el lunes se inician las clases. — Que Dios le pague, seño. Usted ha sido muy amable. Me fui para la tienda más feliz que loro estrenando aro. Pero Piedad lo estaba mucho más, porque tenía amiguitas estudiando y ya podía llegar a contarles que también lo iba a hacer. Cuando le contaba a Encarnación lo sucedido en la escuela, una dama entró a la tienda: — A la orden, seño... -Le dije-. Mi esposa se burló de mi nueva manera de recibir a los clientes y cuando hube despachado a la seño... me dijo: — ¿Y desde cuándo se volvió costeño? — "A la tierra que fueres, haz lo que vieres ", decía mi abuela. En cuanto a la rápida manera en que crecía mi negocio, puedo estar seguro que se debía al gusto y alegría que mi mujer y yo le imprimíamos al trabajo. Las dificultades conyugales, las desavenencias con el empleado, la rutina de hacer lo mismo todos los días, las aprendimos a disimular cuando llegaban los clientes. Nos parecía una falta de respeto que ellos tuvieran que agregar a sus problemas personales, los nuestros o nuestro desgano de trabajar. Aunque las ganancias no eran mayores, ellas alcanzaban para ahorrar, porque corno no teníamos parientes y muy pocos amigos en la ciudad, no era necesario salir a fiestas y podíamos aumentar el inventario del negocio, siendo provechoso cuando venían las alzas. Cuando cumplimos los dos años camellando parejo, fui a pagarle el arriendo de ese mes a Don Santiago; Doña Ana poco iba al negocio, por lo que fui a visitarlos llevándoles el consabido paquete de Galletas de Cresto, que eran las que más le gustaban: — Don Santiago: éste es el último arriendo. El contrato se vence hoy. Es necesario hacer otro contrato.

-Le dije-. — Y es el último mes de arriendo que le recibo. -Fue su respuesta intempestiva-. Mis nervios saltaron pensando que Don Santiago me iba a pedir la tienda y no tener para dónde ir con mis pelados Piedad, Gustavo y Sabina. A ésta última no la habíamos bautizado, ya que pensábamos hacerlo en el interior, donde estaban bautizados sus hermanos. — Don Santiago: porqué toma esa decisión de no arrendarme más el negocio. -Le dije en tono casi suplicante-. — Porque usted es un hombre que es capaz de comprármelo. Se lo vendo barato, que para mí es más negocio que seguírselo arrendando en esa forma. — ¿Cómo así...? — ¡Claro! Hasta estos días, más o menos, vamos bien. El problema fue que yo le arrendé el negocio y liquidé la mercancía. O sea le arrendé fue plata y no más. Yo no soy tan pendejo como para no darme cuenta que si voy a recibir la tienda de nuevo, para llenarla como yo se la dejé, me toca más o menos meterle casi todo lo que usted me pagó en arriendo en éstos dos años. O sea, hice el negocio más bobo. Me estoy comiendo un chicharrón para vomitar un marrano. Yo estaba comparando el inventario, y si un bulto de arroz hace dos años costaba $40, hoy vale $50. Por lo tanto, estoy perdiendo el 25% de mi capital. ¿Le parece poco? De todos modos, usted no tiene la culpa; pero este negocio, así en 10 años, me entrega los palos vacíos y me toca darle vueltos. Por eso decidí vendérsela y barata. Pero no me vaya a pedir rebaja, porque de lo que tengo pensado, no le descuento ni para una aguja. — Don Santiago: yo no vengo a comprarle el negocio, porque no tengo plata... — No sea bobo, muchacho. Si usted tuviera plata, no se jodería trabajando como le toca. Primero, no le he dicho el precio y ya se lo digo. Usted me dice cómo me lo va a pagar, porque en los dos años que han pasado, usted ya está plantiado. No tiene plata, pero tiene bastante mercancía y cómo realizarla y así con eso me paga. — Perdone, Don Santiago, usted me dijo que me la va a vender barata, ¿Y cuánto es barata...? — Bueno... $10.000 y es suya. Diga cómo me la va a pagar y punto. Ahhh! Con un compromiso: aunque no me deba, nunca deje de visitarme y de traerme mis galleticas de Cresto. Nos dimos la mano en señal de aceptación. No me atreví a hacerle ninguna propuesta diferente. De nuevo veía a mi padre y, por lo tanto, su dicho fue una orden. Regresé a mi tienda, la caminé por todos lados, hice un inventario mental, me vi y sentí ser ya dueño de la tienda. Encarnación no le pareció atractiva la propuesta de comprar el negocio. Su anhelo era volver a nuestra tierra. Pero su apoyo resultaba superior a sus anhelos cuando me dijo: — Que sea lo que Dios quiera.... Una semana después iba a casa de Don Santiago con $1.500 como parte del pago. Él, al verme sacar la plata, me dijo sorprendido: — ¡Vaya! ¡Este carajo me va a pagar antes de lo que yo pensaba! — ¿Don Santiago, hacemos una letra o un documento por la plata que le quedo debiendo? — Ya veo que no sabe que desde hace un año es dueño del negocio... Acaso no se ha dado cuenta que el recibo del impuesto de Industria y Comercio llega a nombre suyo? Eso es porque yo confío en usted. A decir verdad, usted es como un hijo para mí. Así es, hijo mío, el negocio es suyo legalmente desde hace un año. — Perdone, Don Santiago. ¿Usted no tiene hijos? — Usted es el único. Tuvimos uno que murió hace muchos años. Tenemos otro de crianza que hace cinco años se metió a trabajar en un barco mercante y no ha vuelto ni la sombra de él. — ¡Que Dios me lo proteja y me lo ampare! -Dijo Doña Ana desde la cocina-. — Amén. -Completó Don Santiago-. Al dar muestras de mi deseo de regresar al negocio, Don Santiago me pidió un favor. — Hipólito: Tome esta libreta de ahorros de la Caja Agraria y me guarda la platica que me trajo. Se

queda con la libreta para cuando haga otro abono lo deposite en esta cuentica. Me estremeció el grado de confianza que dicho anciano depositaba en mí. Mis ojos se aguanaron y salí rápido. Mientras iba de regreso al negocio, recordé la manera que tenemos los santandereanos de minimizar o de exagerar las cosas. Don Santiago hablaba de cuentica y de platica. Cuando llegué, le dije a Encarnación: Mija, deme una gotica de limonada que vengo muerto de la sed. Al alcanzarme el vaso lleno de limonada, sonreí recordando lo pensado momentos antes. — ¿De qué se ríe — De nada, mija. — "El que se ríe solo, de sus picardías se acuerda"... Seis meses después ya era dueño de la tienda y consideramos que era hora de ir a visitar a nuestras familias en Santander. Afortunadamente, teníamos arrendada la misma pieza que nos habían alquilado a nosotros cuando llegamos. La tenía Jerónimo, un muchacho que vendía avena por la calle en un carrito de madera y llevaba una vitrina pequeña donde exhibía las arepas de queso, de huevo y empanadas, que Encarnación le producía. Organizado el viaje, y dejando a Jerónimo a cargo de la tienda con el empleado, partimos a mostrar lo bien que nos estaba yendo. Queríamos compartir con nuestras familias lo satisfactorio que era trabajar en Barranquilla. En el Paseo Bolívar con Líbano estaba ubicada la primitiva terminal de transportes. El bus que nos llevaría de regreso a nuestra tierra, salió a las 8 de la noche. Al salir de Barranquilla había que abordar el ferry que nos trasladaba de una orilla a la otra del Río Magdalena. Desafortunadamente, dos de los tres ferry estaban dañados, por lo que nos tocó esperar hasta el día siguiente, resistiendo el calor, los mosquitos y la incomodidad. El ferry Atlántico era el único que estaba en funcionamiento. Por eso, no quedó más remedio que comprar gaseosas, tinto y arepa de huevo. Y como "Los peos de los dormidos, los huelen los despiertos", a medianoche era un suplicio no estar dormido. Transcurrieron 10 horas detenidos en las inmediaciones de Barranquilla, rumbo a una tierra todavía muy lejana, más cuando en ese entonces la actual vía que comunica a Bucaramanga con Barranquilla era destapada y su trayecto mucho más extenso. Un viaje con tres niños, durante 32 horas sentados en sillas duras, con pañales sucios ya que el concepto de desechable aún no existía y las ansias de estar pronto en el destino, hizo que el viaje fuera un tormento insufrible. Vías en pésimo estado, polvo y constantes paradas en cada población, no merecían el calificativo que tres años antes le habíamos dado. Tal vez los anhelos ya estaban cumplidos y las ilusiones no eran iguales a ese entonces. Una Semana Santa no tan santa: En San Gil un carnicero fue despresado a puñaladas en nuestra presencia; afortunadamente habíamos dejado los niños en casa de sus abuelos. También ocurrió la muerte de un amigo por un juego con arma de fuego. En otra parte una balacera el Jueves Santo. La programación de rezar el Viernes Santo terminó en una juma de los mil demonios, como la primera y única vez que me emborrachaba un día tradicionalmente de oración. Nos regresamos a Barranquilla, por el mismo y único medio, en un recorrido de 18 horas, dejando atrás el adiós definitivo. Ya no eran esas tierras nuestro domicilio; estuvimos retomando el recuerdo y no logramos hacerlo presente porque seguía siendo pasado. Éramos extraños en nuestra propia tierra, porque nuestro sentimiento se aprehendía con fuerza de los nuevos sueños barranquilleros. Sólo mirar la odisea del viaje de ida y compararlo con el plácido regreso, era la muestra de la aprobación que nos daba el destino a lo que antes de viajar, tres años atrás, creíamos que era un ensayo o experiencia andando el mundo. Una semana de terror, angustia e incomodidades fue el final de lo que siempre recordábamos como el

de una semana de paz, recogimiento y espiritualidad. Eso hizo que Encarnación cambiara de parecer tan rápido, tanto que me sorprendieron sus insistentes rogativas por llegar pronto a Barranquilla. Sospecho que sus deseos de retornar rápido fueron tan fuertes que durante el viaje de regreso a Barranquilla, no aparecieron retenes del resguardo, ni del ejército, ni pasajeros cargados de animales o cosechas, ni problemas mecánicos, ni llantas pinchadas, ni lluvias. El ferry nos esperaba especialmente, porque el ingreso del bus en que íbamos completó el número necesario para atravesar el río Magdalena. Todo nos indicaba que los fantasmas de la culpa que nos habían acompañado en Barranquilla, a nuestro regreso a ella ya no estaban con nosotros. La frescura del espíritu nos indicaba que éramos actores de nuestra propia existencia. Nuestros padres, hermanos, sobrinos, primos, tíos, abuelos, amigos y vecinos estaban en el sitio que ellos querían y nosotros, también. Jerónimo quedó sorprendido cuando llegamos: — ¿Cómo...? ...todavía no los esperábamos...! ¿Acaso no se amañaron? — No, Jerónimo. Los pelados entran a clases mañana y van muy bien. Además, usted no puede dejar más tiempo su negocio de la avena. Encarnación se dirigió a la cocina y de allá salió pálida. Pensé que se había tropezado con algún ratón, pero cuando me dijo que la cocina estaba hecha un desastre, consideré que se refería a un montón de platos sucios. — ¡Ahhh! Los chismes... -dijo Jerónimo-. — No señor, no son chismes. Es la verdad. En toda la semana no lavaron ni un plato. Yo no soy mentirosa. Venga mijo y mire esa cochinada. — Señora Encarnación, aquí en Barranquilla se dice chismes a los platos, así como checas se le dicen a las tapas de las botellas, aunque nunca piden que les deschequen una gaseosa. -Dijo Jerónimo apurado por la reacción de Encarnación-. — Tranquila, mija. Usted está probando lo berraca que es. Por eso te quiero... — Para lavar los chismes... -apuntó Encarnación en forma despectiva— Apué... -dije siguiendo su aplicación costeña-. — Don Hipólito, -interrumpió Jerónimo- mientras ustedes se fueron a Santander, vino dos veces el dueño de la casa preguntándolos. Parece que está preocupado por la casa. Me preguntó constantemente cuándo venía usted y, también, que si yo le había comprado la tienda a ustedes. —Me imagino... Yo sabía que ésta clase de preocupaciones eran por razones de cambio de las pes sonas a cargo de la tienda. A varios de mis amigos les había ocurrido lo mismo. Debido a la gran variedad de negocios, los tenderos regularmente no eran dueños de la casa, ni de la tienda. Uno era el dueño de la casa, otro de la tienda, otro era arrendatario y el que permanecía en ella era empleado. Si el dueño de la casa no estaba atento, resultaba recibiendo el canon de persona distinta con la que había hecho el negocio. Normalmente, si se había producido la venta de la tienda, el arrendador entraba a solicitar nuevo contrato y nuevo valor de arrendamiento. Eran variaciones que el arrendatario no conocía y, a veces, terminaba asumiendo sobre costos inesperados. Con el tiempo, algunos resultaron beneficiados por la favorabilidad del sistema legal en que se decretaba la existencia de un contrato de arrendamiento cuando el nuevo inquilino pagaba su arriendo y era recibido por el propietario. Se produjeron muchos procesos de lanzamiento en los que resultaban beneficiados los tenderos, ya que eso facilitaba la compra de la casa. Fueron procedimientos que con el tempo hicieron más difícil la consecución de casas en arrendamiento para tiendas, sólo si se aceptaban condiciones realmente onerosas para el tendero, como renunciar a la prima del establecimiento. Posteriormente, la imagen de buenos pagadores de arriendo y el excelente cumplimiento de sus obligaciones comerciales, facilitaron la celebración de contratos con la opción de compra del inmueble. Entregado como estaba Hipólito a sus pensamientos, no se percató de la presencia del dueño de la casa,

acompañado de dos de sus hijos que, sin disimulo miraban las paredes y el techo de la tienda; hacían comentarios y mostraban el cableado eléctrico meneando las cabezas con desdeño. — Hola, Don Domingo. Cómo me alegra verlo por aquí. — Más me alegro yo que esté de vuelta. Pensé que había vendido la tienda. — No señor. Estoy muy amañado aquí. — Don Hipólito, yo estoy pensando que puedo venderle la casa. Es que se me han presentado algunas dificultades, porque los muchachos ya van a entrar a la universidad y... — ¿La va a vender? — Es lo que he venido a decirle. Hipólito se sonrojó intensamente cuando Don Domingo le dijo el precio. Aparte de que no tenía todo el dinero para comprarla Hipólito seguía considerando que el precio estaba alto, pero si el dueño de la casa facilitaba las cosas, él la podía comprar. En ese instante entendió el porqué de las extrañas circunstancias que rodean a todo tendero: si vende bastante, fácilmente es inducido a comprar, no importa que no tenga capital para ello. Las ventas ejercen en la mente del pequeño comerciante un ímpetu de poder creativo tan arrollador, que por momentos la mente se condiciona a que sí es posible comprar algo sin tener el dinero, porque sabe cuánto vende diario y supone que es capaz de pagar determinadas cuotas semanales, quincenales o mensuales. Allí comprendí la razón por qué tantas tiendas de gran capacidad de ventas terminaban en la quiebra en un santiamén. Un ligero declive de las ventas genera una reacción en cadena que empieza con el incumplimiento a los proveedores que proceden a cerrarle el crédito o le aumentan los precios por duda en el cumplimiento, dejando al tendero sin mercancías o empujado a comprar más caro, quedando en desventaja competitiva con los tenderos vecinos; simultáneamente, se divulga entre sus compradores las dificultades de pago cuando ven llegar los cobradores a devolver cheques por fondos insuficientes o cancelación de cuentas corrientes; empleados temiendo perder su trabajo dan mal trato a los compradores y clientes insistiendo en obtener créditos a los que fácilmente cede el tendero. Para intentar salir del problema de liquidez acepta préstamos leoninos, haciéndose más incapaz de pagar, con un tren de gastos imparable. — Don Domingo, le agradezco que me haya tenido en cuenta para venderme la casa. Pero es que debo consultar con la almohada. — Lo espero tres días por la decisión. — Es muy poco tiempo para tomar una decisión de esas. — Es que me urge, porque tengo necesidades qué cumplir. La pensión de la cementera no me alcanza. Tan pronto se fueron Don Domingo y sus criticones hijos, Encarnación me hizo la consabida mueca que instiga e incita a responder rápido antes que se arme la gorda. — Quiere que le compre la casa. -le respondí-. — ¿Y usted qué le dijo? No pensará comprársela. Encarnación ya había dado su veredicto. No era posible cambiar su sentencia. Pero como la conozco bien, mejor era esperar unos días más para volver a intentarlo. No para decir sí, sino para que ambos pudiéramos sopesar los pro y los contra de endeudarnos con la compra de la casa. Tres días después entró Don Domingo diciendo: — Don Hipólito, ¿qué ha pensado? — Bueno, lo he estado pensando y creo que no va a ser posible comprársela. Tengo muchos gastos ahora. — ¿Pero es que el precio no le parece bueno? — Está un poco elevado para mis posibilidades. Por eso no me quiero comprometer en una deuda. — ¿Ni pagándola corno queso? — ¿Cómo así? Me da la mitad al hacer el negocio y la otra mitad en mensualidades. En un año me la paga y ni se da cuenta. — Voy a pensarlo. Yo seguía pensándolo porque todavía no había recibido el signo aprobatorio de

Encarnación. Después de sus tantos aciertos, era mejor contar con su aprobación antes de arriesgar a someterme a la futura sentencia: "Se da cuenta, mijo! Tanto que se lo dije y no me hizo caso. Ahora aténgase a las consecuencias". Cuando Encarnación aprobó la compra, ya yo había citado a Don Domingo para cerrar la negociación de la casa. Confiando en que las ventas no bajarían y estableciendo un plan de reducción de gastos, compramos la casa. Comenzamos a sentirnos más completos. …... — Don Hipólito, dejemos por hoy este relato de su vida. Me voy ahora mismo para conversar con el dueño de la emisora. Mañana vengo a la misma hora para que continuemos. Dilberto se encontraba muy entusiasmado. La manera como Hipólito relataba su historia, tan pormenorizada y amena, podría servirle para hacer un programa fuera de serie y hasta ganarse un premio de periodismo Simón Bolívar. Prueba de ello era que a la media botella de ron no le había sacado más de tres tragos y no estaba interesado en continuar bebiendo por ahora. Su intuición le decía que éste sería el mejor reportaje de su vida.

Al día siguiente, viernes, Dilberto entró en la tienda en punto de las dos de la tarde. Vestía camisa manga corta blanca, pantalón blanco, medias blancas, zapatos blancos y podría asegurarse que su pelo y bigote se veían más canosos que de costumbre, como si todo su ser se vistiera del mismo color. Hasta su piel morena parecía atenuarse. — Bueno, Don Hipólito, le tengo muy buenas noticias. Don Roberto me autorizó el programa. Comenzamos el primer lunes de Abril, así que aprovechemos para organizar la historia de los cachacos en Barranquilla. — Lo felicito, Dilberto. Me agrada que pueda servirte. Y espero que puedas ganarte un buen billete... — Oye, oye. Pero si somos socios, los dos nos vamos a ganar el billete. Cuentas la historia y me ayudas con tus amigos... — Ya te dije ayer que yo no me meto a vender publicidad. — ...pero sí me firmas las cartas? -Preguntó Dilberto, temiendo que el negocio se le derrumbara por la tozudez de Hipólito en negarse a vender pautas para el programa-. — Sigamos, porque si llega ese primer lunes y no tiene el comienzo del programa... — Don Hipólito, no me dejes en la mitad del pavimento. Creo que un dinero extra no le hace daño a nadie. —Yo no estoy interesado en el dinero. —Pa'jodelo!! -Exclamó Dilberto-. Para Hipólito el dinero no era en ese momento su mayor preocupación. Lo que verdaderamente le preocupaba era la cadena interminable de sucesos y vivencias represadas en su mente desde que había llegado a Barranquilla. Sus consideraciones colgaban de una ilusión: rescatar la memoria de una historia no contada, pero vivida por millares de campesinos venidos del interior del país. — Mira, Dilberto: Empecemos por aclarar que mi desinterés económico es sincero. Dilberto alistó su grabadora y ambos se acomodaron en sendas sillas enfrente del negocio, debajo del tupido almendro que brindaba una sombra espectacular en los días de sol y facilitaba colgar el par de bafles de su equipo de sonido. También de esta manera, Hipólito intentaba que Encarnación no les interrumpiera. —Está bien. Empecemos donde terminamos ayer. Usted ya tenía tienda y casa propias... -le recordó

Dilberto, mientras encendía la grabadora-. —A continuación vivimos un gran momento de prosperidad, donde no éramos ricos pero las cosas nos salían muy bien. Las ventas aumentaron. Pude hacer mis pinitos como tendero con capacidad para vender a otros tenderos del sector algunos productos de mayor demanda. En estas condiciones de liquidez, facilitada por las ventas, se me presentó la oportunidad de comprar una camioneta con la cual podía ir al mercado a traer mi propia compra. Al tenerla disponible, salía en el momento del día de menor venta a comprar cigarrillos, vasos plásticos, alimentos infantiles y otras vainas de contrabando que eran vendidos a todo lo largo y ancho del Paseo Bolívar. Un verdadero mercado persa en que los tenderos podíamos mejorar nuestros ingresos con productos que dejaban un poco más de utilidad que los demás. En esa constante estuve unos tres meses, hasta que me tocó un operativo. Llegaron a la tienda tres tipos vistiendo uniformes del Resguardo de Rentas. Uno, al principio, es muy pingo. El temor y respeto debidos a las autoridades saltan a la mente. Los atendí con cortesía, les brindé a cada uno cerveza que se me hizo raro que la aceptaran porque estaban de servicio; les permití que entraran en la pequeña bodega que tenía donde antes arrendaba la pieza. Me dijeron que quedaba detenido por la venta de cigarrillos de contrabando. Asustado, les dije que no sabía que eso estaba prohibido porque en todas las tiendas venden esos cigarrillos y, además, hasta ellos llevaban un paquete en sus bolsillos. — Paisano, -me dijo uno de ellos mientras los otros dos procedían a colocar encima del mostrador los 5 cartones de cigarrillos- si usted quiere podría arreglar esto. Cuánto nos tira, y hablo con el Teniente. Él es muy teso, pero yo le conozco la caída. Simplemente, póngase en forma y yo lo ayudo, porque veo que usted es un paisano buena gente y trabajador. La orden es decomisar y detener a los que venden cigarrillos de contrabando. — ¿Cómo así, que cuánto nos tira? — Sí. Nos da un billetico y se ahorra la pérdida de los cigarrillos. Así no lo detenemos. — ¿Cuánto?. Cuando me dijo cuánto querían, le dije a Encarnación lo que pasaba. Ella de manera rápida me dijo: — Déles lo que sea, porque la tienda se llenó de chismosos y no me gusta eso. Intentando negociar, ya que por lo menos no estaba de por medio mi detención, los tipos aceptaron la suma que les ofrecí y se fueron. Me quedé lívido del susto y corrí a guardar los cigarrillos antes que se arrepintieran y regresaran a quitármelos. Unos diez minutos después contesté el teléfono. Un tendero vecino a tres cuadras me avisaba que habían tres tipos rondando por el barrio haciéndose pasar por los del Resguardo de Rentas. Que estuviera alerta y no me dejara robar, que esa gente eran unos vividores. La piedra que me dio al saber esto, me impulsó a salir en la camioneta en busca de los desgraciados. Nada. Se esfumaron como por arte de magia. Regresé a la tienda con de decisión de no volver a dejarme joder y rompí la supuesta acta de compromiso y la citación para el día siguiente al Resguardo. Hasta me habían instruido sobre lo que debía decir para que no me saliera ninguna multa. Como a los quince días, preciso, se aparecieron dos que manifestaban ser del Resguardo y me mostraron unos carnet que así los acreditaban. Por recomendación que me había dado otro tendero, hice la pantalla de que llamaba por teléfono y cuando volví a mirar ya se habían ido. — iNo jodaaa, Don Hipólito. Se la tenían montada. -Interrumpió Dilberto-. — Sí, pero yo no estaba dispuesto a dejarme robar otra vez, ni por el putas. Como al mes, llegaron tres cuando yo no estaba en la tienda. Al llegar los encuentro con 6 cartones de cigarrillos, que era lo máximo que yo compraba, fuera del mostrador; también estaban revisando el ron y aseguraban que era chimbo; me sacaron unos rollos de vasos plásticos venezolanos y tres tarros de alimento para niños. Les pedí explicación de su acción. Uno de ellos en forma altanera me dijo que le entregara la cédula para llenar el acta de decomiso. Yo me negué y les dije que eran ellos los que tenían que identificarse. — ¡Cachaco! Somos autoridad y no necesitamos presentarle a usted ninguna identificación. Para eso estamos uniformados.

— Pues, yo tampoco tengo obligación de identificarme con supuestas autoridades, sólo porque traigan un uniforme. — ¡ Y qué se está creyendo este cachaco hijueputa! ¿Que viene a Barranquilla a hacer lo que se le da la gana? — Pues, lo mismo le digo. ¿Se está creyendo que me la van a montar con un trapo y un chopo en el cinto? ¿Porqué no van al Paseo Bolívar y comienzan por allá que es donde uno se surte? ¿Voy a ser el pendejo que pague? ¡¡ Mamola!! — Eso es lo que pasa con estos cachacos muertos de hambre e ignorantes como usted. No entienden un culo. Y se vienen a la costa nada mas que a llenarse de plata. — Si quiere plata, trabaje como nosotros y deje de hablar tanta mierda, y el que no está entendiendo es usted. Aquí no me van a atracar con cuentos chinos. Se me largan inmediatamente o se la van a ver conmigo. Cuando el tipo manda la mano como a asustarme con el revólver, yo salto sobre el mostrador y saco la machetilla. En ese momento, se apareció una patrulla de la policía. Yo les dije que eran unos rateros que me estaban asaltando en el negocio, que esos tipos no eran del Resguardo. Ellos se identificaron a la policía y, preciso: éstos sí eran del resguardo y tenían autorización para decomisar y llevar a la Cárcel Municipal a los infractores. Encarnación, al ver tremendo zafarrancho con policía y patrulla, se le ocurrió sacar una plata para dársela a los del Resguardo y, ¡para qué fue eso!. Como me había rebotado tan furiosamente, el ofrecerles billete acabó por completar el problema. Me acusaron de soborno y los policías me montaron a la patrulla. La intervención de los vecinos evitó que cargaran con mi mujer y el empleado. Pero a mi si no me la perdonaron. Fui encarcelado por primera vez. — ¡Mierdaaa, Don Hipólito. Caíste feo! — Feo no es palabra. Decomisaron la mercancía y me apresaron. Fuera de eso, me clavaron una multa y me dictaron una resolución de arresto inconmutable de 30 días. No podía ni meter abogado. Tanta fue la humillación que casi me toca dar las gracias. — ¿Cómo así? Dar gracias... ¿de qué?... -Preguntó Dilberto sorprendido-. — Según el Inspector, yo. había cometido los delitos de contrabando, asociación para delinquir, irrespeto a la autoridad, tentativa de homicidio por lo del machete, soborno, delitos contra la economía, resistencia al arresto, y otras vainas más. Que la pena de arresto por un mes era un favor, porque realmente me tocaban por lo menos seis a ocho meses de prisión. Yo no sabía qué diferencia había entre arresto y prisión, pero sí estaba consciente que era mejor un mes que ocho meses. Me hace recordar este asunto a un tipo en Santander que iba por las veredas y pueblos vendiendo toda clase de remedios, y un paisano se le quejó porque el purgante que había comprado por $20 no le había producido diarrea y el yerbatero muy fresco le dijo: — Cague o no cague, el purgante vale veinte-. Con arresto o con prisión, de todas maneras quedaba preso. La primera noche en la guandoca fue infernal y de terror espantoso. Verme en medio de malandros de todas las clases, desde ladrones, traficantes, sádicos, maricas; estar compartiendo celda con la miseria humana era un cuadro dantesco para mí. — Hey, viejo cacha! ¿Cuál es tu problema? -Me preguntó un tipo delgado, con afro bastante frondoso, hediondo a sudor-. — El Resguardo... -empecé-. — ¡No joda!! ¿No fuiste capaz de arreglar a esos manes que son tan agallones? Bacán, tírame un cigarrillo, mientras te explico una vaina que te conviene. Al darle el cigarrillo, el tipo cuidadosamente le sacó la mitad del tabaco con un pequeño alambre. Introdujo después una viruta de color café que supuse que era marihuana, y lo apretó con el tabaco que

le había sacado al cigarrillo. Lo prendió y lo pasó a sus compañeros. Al ofrecerme, le mostré mi cigarrillo e hizo una mueca de indiferencia. — Cacha, porqué no pides que te lleven al pent house. Si quiere le ayudo a hacer el contacto con el man encargado. Claro que me cuadras mi vaina. — ¿Qué es eso? -le pregunté confundido-. — Llave! Allá en el segundo piso. Vas a estar entre manes de la jay-lay. — ¿Y cuánto cuesta? — Huy, vale! No es nada. Cincuenta barritas por el contacto y treinta por el traslado. — Bueno. -le dije aprobando su propuesta-. Mientras esperaba el cambio de guardia que se producía a las 10 de la noche, Caraballo, el negro pelo apretado que me ofreció el traslado, me inspiró confianza, especialmente porque debajo del brazo izquierdo portaba una biblia. Ese detalle era suficiente para considerar que estaba tratando con un buen elemento que posiblemente estaba detenido de manera injusta como yo lo estaba. — ¿Caraballo, me prestas un momento la biblia para leer un salmo? — ¿Qué salmo quieres leer? — El salmo 56. — Mierda, vale. Ese no lo tengo. — Pero...esa no es la biblia? — Sí.. Pero en ésta biblia no trae ese capítulo. — ¿No trae los salmos? — Los salmos sí, pero se saltaron el 56. — Bueno, entonces préstamela para leer el Evangelio San Juan... — A ese man no le publicaron nada en esta biblia. — ¿Cómo así...? -No podía entender lo que pasaba-. — Vea, viejo man: para ser realistas, mejor no le presto la biblia. Este es un libro sagrado de mi uso personal y profesional. — Es usted católico? — No, man... — ¿Evangélico? — Aleluya! ... ni crea mi hermano... — ¿Entonces...? — Un cristiano que se haga respetar debe cargar la biblia, no solamente para leer... — Sí, debe practicar sus preceptos. — Cuál, viejo. La biblia a mí me presta un servicio más poderoso. — Eso es indiscutible. Con la biblia uno siente que Dios lo protege. — Quéeee... ese man está más ocupado... Comencé a sospechar que Caraballo seguramente utilizaba la biblia para llevar entre sus hojas la marihuana. El borde de sus hojas era amarillento y se notaba bastante ajada por el continuo uso. Eso explicaba que pareciera más una biblia de protestante que biblia de católico. Comprendí su temor a ser sorprendido en una mala utilización de la biblia y por eso no le seguí insistiendo. Pero Caraballo quiso contarme su historia: — Cacha, lo que pasa es que este libro me ha salvado de muchas vainas. Resulta que mi vieja me lo regaló para mi salvación eterna y yo lo uso para mi salvación terrena, porque lo que está a'lante, está a'lante... — Ajá... -le dije mostrándome desinteresado en el tema-. — Cuando yo empecé en el negocio del tumbe, lo hice como escapista. Era un experto pidiéndole alguna vaina de mayor valor a los cachacos de las tiendas y cuando pedía otra cosa, mientras el tendero daba la espalda, yo salía corriendo y me montaba a un bus.

La vaina se puso maluca porque como tenía que salir corriendo sin bolsa para lo que me tumbaba, pues quedaba al descubierto con los demás pasajeros que me daban unas tundas ni del hijueputa. Después cambié la modalidad: me paraba en sectores de tránsito de buses y esperaba en los sitios donde se bajaban tenderos con compras grandes. Me ofrecía a ayudar y el que aceptara, lo jodía. Cogía el siguiente bus y me les perdía. Algunas veces coronaba vainas buenas, pero en otras me enhuesaba. En esos casos me las llevaba para la casa y mi vieja se alegraba mucho. Regularmente eran las futas de temporada. — Seguramente alguna vez fui su cliente. -le dije recordando mi primer día de tendero-. — ¿Lo tumbaron, cacha? — Hummm. No se preocupe que ya ni me acuerdo cómo era el hijuemíchica. Su mamá le regaló la biblia y cambió su trabajo... -le dije queriendo acabar el tema que ya empezaba a fastidiarme por su forma burlona en cómo procedía con los tenderos primíparos-. —Oye, cacha, ahora sí puedo saber porqué los cachacos insultan de tantas formas diferentes. los ñeros decimos hijueputa con rabia o mamando gallo. Pero ustedes tienen distintos hijue... — ¿Porqué? ¿Le han dicho muchos insultos? Me lo imagino... —Son gajes del oficio. Pero algunos me gritan frases que me provoca devolverme a preguntar por el significado. Lo que pasa es que toca seguir corriendo antes que lo alcancen a uno. Es más, un amigo mío -que en paz, descanse- se ofendió por un insulto que le gritó un cachaco que él acababa de bajarle la plata que llevaba para la compra y se regresó a romperle la cara, porque se sintió muy ofendido. Le dio papaya y el cachaco lo ensartó con un cuchillo mataganao que llevaba en el saco. Pero yo estoy seguro que mi amigo no supo lo que significaba lo que el tendero le gritó. Sonreí disimuladamente. Por lo menos, un tendero no había sido tan pendejo. La historia que me contaba Caraballo cumplía con el dicho aquel que dice: "Quien siempre me insulta, jamás me ofende" En Santander un insulto tiene distintos matices y grados de ofensa. El corriente hijueputa que en Barranquilla parecía significar entre amigos ¡¡ Hola!!, en mi tierra insultar con esa palabra representa la necesidad de salir corriendo o enfrentar una gresca de grandes proporciones. — Cacha, la verdad es que uno no sabe lo que significa lo que le grita un cachaco. Una vez le tiré un piropo a una cachaquita y.se devolvió y me dijo: "Puerco Calabazo". Sólo se me ocurrió responderle: "Si se descuida, mamita, le meto la mano por debajo". — En mi tierra, -le expliqué a Caraballo- se usan varias formas de insultar a la gente. Normalmente, se declara que el contrario es hijo de animal, corno hijuepuerca, hijueperra, hijuetórtolo, hijuemichica (a los hijos de gata); también hay hijuenadie, hijuesusieso, hijuemadre, hijuemierda, hijuepeluca, hijuepelusa, hijuetranca. Para los contrarios de baja estatura, hijueputica. Otros califican la condición de la persona, como: zoquete, pingo, tórtolo, pendejo, atembado, atronado, zancajo, atortolado, langaruto, calabazo, filipichin... — Cacha, pero con esa cantidad de palabras toca llevar diccionario. — A la larga ustedes los costeños son más a fortunados porque no se malgastan la vida creando armas verbales. A mayor variedad de insultos, menor es la capacidad de vivir en paz. — Cacha, también eres medio filósofo...le cuento que yo también tengo mi filosofía. Especialmente la religiosa. — Cómo se le ocurre que ser filósofo religioso es usar la biblia para llevar marihuana entre sus sagradas páginas. — Mira! Déjate de maricaclas. En nombre de Dios se han hecho diez mil cosas, no precisamente buenas. Sirvió para unos encomendarse a hacer la guerra contra otros como en las Cruzadas; a otros, para hacer negocio montando mil iglesias, desde el judaísmo hasta el vecino de mi casa que puso un Centro Bíblico de Oración al Espíritu Santo y que todos los fines de semana compite en volumen con los picós de música moderna que le ponen los vecinos. La biblia es el libro más publicado desde que Gutemberg inventó la imprenta; se asegura que la tinta

utilizada para su impresión desde que los 70 sabios, hace 1.800 años la empezaron a escribir, superaría el contenido líquido del Océano Atlántico. Han ganado con ella desde el que la escribió corno el libro más pequeño, hasta el que se ingenió para que fuera el libro más grande del mundo; ha sido modificada, mutilada, agregada o cambiado su sentido según el contenido filosófico que se quiera defender. Cada secta o religión la defiende como la única y verdadera. — Y por eso la suya no tiene el Evangelio de San Juan, ni el Salmo 56. -Afirmé intentando salir del tema-. — Bueno, paisano, ya que insiste le voy a decir porqué no tiene esas vainas. Resulta que en una ocasión me agarraron por la calle. Llevaba la biblia como plante. Me requisaron y me quitaron una navaja multi-usos. Me metieron aquí en la municipal y me requisaron hasta el culo. Pero la biblia ni la tocaron. Después que salí, me quedó dando vueltas en la cabeza ese detalle. Unas semanas más tarde, tuve oportunidad de participar como mosca en el asalto a un banco. Yo le pedí a los manes duros que me facilitaran un chopo. La vaina salió torcida y le dieron tostalina a tres. En el coge-coge me escabullí. Aproveché para tirar la nota que el chopo se había extraviado en la carrera y así me quedé con él. Pero como no podía cargarlo porque la policía me la tenía montada, ya que cada vez que me veían, me requisaban; y los que me lo prestaron me podían joder por la mentira, por eso no encontraba la manera de resolver el chico. Me puse a recordar la historia griega del caballo de troya y se me alumbró el bombillo. Sin que la vieja me viera, puse el fierro dentro de la biblia, pero no servía la vaina, porque se notaba el bulto. Mientras miraba la manera de resolver el problema, terminé leyendo la parte del Génesis en la que se cuenta la patraña que hizo Jacob para suplantar a su hermano Esaú y robarle la progenitura. Para no alargar el cuento, usé el revolver como molde para dibujarlo en una de las páginas de la biblia. Después, con una cuchilla, seguí la línea cortando las hojas de tal manera que quedó un hueco con la figura del arma. Tuve el cuidado de no recortar las primeras y últimas 20 hojas, así: (Caraballo abrió disimuladamente la biblia mostrándome su contenido). — ¿Cómo te parece? -Me preguntó Caraballo-. Me espantó la manera tan diabólica para dar uso a elementos que se consideran sagrados. Efectivamente, dentro del hueco estaba un revólver. Sentí un leve estremecimiento al darme cuenta de la manera tan fácil en que nos dejamos llevar por las apariencias. Mejor era felicitarlo, porque tal vez era lo que esperaba después de guardar el secreto por tanto tiempo. — Se lo he contado a usted, porque me caes bien. También porque sé que los dos vivimos en mundos diferentes y a mí no me interesa entrar al suyo y a usted le dará culillo entrar al mío. -Profetizó-. Por un instante dudé si estaba frente al Diablo haciendo hostias o frente a una indefensa oveja vestido de lobo para ahuyentar a sus perseguidores. Después de pagar lo exigido por Caraballo y por el guardián, me cambiaron de piso y me quedé sin un peso. Así me sentí a gusto, porque por lo menos no me apuñalarían por plata. Estando en el Pent House y conocer al día siguiente la clase de personas retenidas, me percaté de la fragilidad social y humana. De un lado, un texto legal que autoriza a sus ejecutores a vivir del caído en desgracia; de otro lado, la misma es una norma que se supone fue redactada para amparar la sociedad, ha creado otra paralela que aniquila a quien no se sujete a sus procedimientos e interpretaciones. Igualmente comprendí porqué se dice que ir a la cárcel es un lujo si se quiere estar con los de "bien", porque el dinero borra sus faltas y hace cómoda la estadía en la prisión. Quien lo tenga puede bañarse, puede recibir visitas de amigos y familiares, leer el periódico, tener su televisor o grabadora o radio, tener servicio de teléfono, granjearse mejor atención de guardianes. Sino tiene dinero, lo envían al Bodegón a compartir con los más agresivos y peligrosos delincuentes.

Al terminar mi condena, le entregué a Caraballo todo lo que tenía: mi colchoneta, ropa, sábanas, radio, comida, frutas, gorra, gafas oscuras, billetera, un cuaderno, lapicero. Todo. No quería regresar a casa con algún elemento personal contaminado de ese ambiente enrarecido y deprimente de una cárcel, sea de ricos o de pobres. Me despedí de Caraballo sin saber si lo volvería a encontrar en mis viajes al mercado. Todavía hoy espero verlo con su biblia-arma debajo del brazo. Aunque a veces sospecho que fue el Ángel de la Guarda que me dio tranquilidad en el peor ambiente, materializado en un aparente delincuente. …..... Dilberto apagó la grabadora. En actitud solemne, como venido de un funeral, estrechó la mano de Hipólito, e hizo una señal de reverencia como agradecimiento. Hipólito se quedó mirando a Dilberto alejarse calle arriba. Un suspiro largo y profundo denotó que en su mente las tristezas, aún vividas años atrás, seguían allí en un rincón de su corazón. En su pecho agitado volvía a sentir la punzada que terminaba en un dolor cansado a todo lo largo de su brazo izquierdo. Encarnación lo miró desde dentro de la tienda y sus ojos se pusieron vidriosos por una delgada capa de lágrimas que no acababan de desbordarse. Sabía que su marido estaba sufriendo y que callaba para no ir donde el médico por temor a recibir una mala noticia. En momentos como éste, Encarnación tuvo el tremendo anhelo de cerrar La Última Tienda y entregarle mucho más de su vida aquel compungido y nostálgico Hipólito.

Eran las 9:30 de la mañana. Los sábados en la tienda de Hipólito, las vecinas compraban con mayor abundancia que en el resto de la semana. Era un día de los mejores, debido al sentimiento de culpa de los maridos enguayabados. Para los niños, el sábado era el día en que se realizaban sus deseos de comer golosinas con más libertad. Sus papás eran más pródigos y no interrogaban tanto por el destino del dinero pedido. El ambiente en la tienda era bullicioso y alegre; las vecinas hacían de la tienda un verdadero salón de tertulia, donde sin compasión se rajaba de todo el mundo. Se podían conocer los secretos maritales solo escuchando a las más conocedoras del chisme. Encarnación y el empleado podían atender solos la tienda, aunque estuviera llena. Ella sabía que todas las clientes esperaban ser atendidas y ninguna intentaba irse primero que las demás. La que lo hiciera se exponía a ser convertida en la siguiente historia de las que se quedaban. Las expresiones y pedidos resultaban curiosamente acentuados en la obscenidad: — Yo quiero un plátano grande y duro... -decía una con lascivia-. —¡¡A mí me da huevo!! -Gritaba otra-. — Cachaco... ¿tiene leche?... -Tronaba la de más allá-. Todas soltaban risitas y se miraban con simulada vergüenza. El empleado era quien servía de ejemplo o de tablero contra el cual se estrellaban sus dardos libidinosos. Afortunadamente, era un muchacho que había aprendido a ser receptor pasivo de tales chistes, y nunca intentó sobrepasarse con nadie. Excepto un sábado que comentó a sus pintorescas clientes: —Esta mañana me comí unos huevos cocidos y me patiaron el hígado. Afortunadamente no comí hígado... Las risotadas no se dejaron esperar.

Chispazos como los letreros en los buses urbanos, formaban parte de las conversaciones en la tienda, como: "La mandaron a la tienda por canela y le dieron clavo", "La mandaron a la tienda por pan fresco y se lo dejó meter del viejo", "El que tenga tienda, que la atienda o sino que la venda", "La venganza contra un tendero rudo es la fianza", "Un tendero que sonría, con nadie porfia". Hipólito prefería quedarse en el cuarto recostado, porque los sábados en la mañana era para las mujeres, y la suya se divertía con los chistes y frases de doble sentido. Cuando salía a ayudar, Encarnación se mostraba molesta, tal vez porque por la vestimenta de las vecinas, no era necesaria ninguna imaginación para ver los tamaños y formas de sus partes íntimas, y eso levantaba... los celos de ella. Por eso había decidido dejar que su mujer se divirtiera escuchando. Todo el mundo sabía que el tendero y su mujer conocían los secretos del barrio. Pero siempre era un testigo mudo que nunca divulgaba lo visto o escuchado. Si en algún momento lo comentaba, se iba en bancarrota porque sus vecinos dejaban de comprarle. Dejaba de ser un tendero confiable. Los sábados en la tarde era para los hombres. En estas horas le tocaba a Hipólito atender con el empleado la tienda. Su mujer aprovechaba para lavar y planchar ropa y completar los demás oficios del hogar dejados de hacer durante la semana. Eran tardes sabatinas llenas de chistes verdes, groserías e imprecaciones que a diestra y siniestra decían los bebedores y jugadores de dominó. El que no estuviera Encarnación presente en la tienda, permitía a sus vecinos pedirle a Hipólito conceptos sobre lo dicho de las piernas o el cuerpo de la mujer que entraba a comprar: — Hey, paisano: ¿Sí o no que Susanita está como la recomiendan los médicos? —Sí... -Responde el tendero mirando de reojo a Susanita y deseando que no saliera su mujer. Son las tiendas el mejor sitio público de contacto social de los amantes. La mujer entra y pide yogures, quesos, dulces, pudines y dinero. El tendero busca entre los jugadores de dominó o los tomadores el que hace el guiño aprobatorio de despacho para cargar a su cuenta. La mujer sale con tanta propiedad y seriedad, que ni siquiera mira a su amante para evitar sospechas. Igualmente es el mejor lugar para que una mujer encuentre la solución para el desayuno del día siguiente cuando no tiene marido que la provea. Pide una gaseosa y se la toma tan despacio como para matar el tiempo y tan rápido como para que no parezca cazando un tonto. Cuando se le acerca el candidato, si se muestra indiferente, le pide con desparpajo lo que desea que le compre. Es cuestión de caballeros costeños no decir no a una dama. Los niños también son grandes consumidores. A cada momento, mientras su papá está tomando, llegan a pedir golosinas. Cuando se hartan de ellas, piden cuadernos, lápices, colores, borradores, etcétera. Por eso una tienda es un pequeño centro comercial donde se consigue: verduras, frutas, enlatados, lácteos, útiles y papelería, drogas farmacéuticas, artículos de ferretería, artículos de oficina, licores, cárnicos, perfumería y cosméticos, misceláneos, artículos eléctricos. Se prestan servicios de asesoría comercial, asesoría doméstica, consejería legal, bolsa de empleo, recomendaciones laborales. Se da apoyo comercial a pequeños y medianos industriales que llevan a la tienda sus productos. Se presta dinero, sirve de caja de cambio, de compra-venta, de comisionista. La primera tarjeta de crédito en el mundo nació en la tienda: Credi-Kent o Credi-Marlboro, escrito en el anverso de los cartones de cigarrillos le sirven al tendero para llevar el control del crédito dado a los vecinos. Ha sido éste método el responsable de la quiebra de muchos, porque está fundado en la necesidad de un nuevo crédito; por eso es que pagan "puntualmente" para obtener el siguiente, que siempre será mayor al anterior. Hipólito recordó que ese sistema tiene un proceso que se inicia en la pared de la mayoría de las tiendas. El cliente al hacer su compra le falta una cantidad mínima de dinero para cubrir el valor total y el tendero acepta que más tarde o mañana le cancele dicho faltante.

Para no olvidar el valor, lo anota en la pared cerca de su cajón de madera que utiliza para guardar el dinero. Con una puntualidad asombrosa, el cliente cancela en su oportunidad el pequeño valor adeudado. Eso imprime en la mente del tendero una sensación de.seguridad en la seriedad comercial de su cliente. A la semana siguiente, se repite el proceso y así sucesivamente, hasta que dos meses después ya el cliente está disponiendo de un cupo de crédito totalmente fundado en la confianza, sin requisitos previos, sin garantías y muchas veces sin saber dónde vive y, peor aún, sin saber el nombre de sus clientes. Como mecanismo de advertencia o para causar vergüenza a los deudores morosos, publica en una cartulina con letras grandes y bajo el título de "MOROSOS" los nombres o apodos de quienes no volvieron a su negocio a pagar sus deudas. O coloca bajo el vidrio de la vitrina el cheque sin fondos o de chequera robada con que lo timó un vecino. Hipólito aprendió que esos avisos o cheques precisamente motivaban a sus clientes a intentar obtener mayores créditos. Lo entendió así cuando en una ocasión un cliente le preguntó: — ¿Paisano, usted recibe de éstos...? -inquirió burlonamente mostrando el cheque que estaba en el vidrio de la vitrina mostrador-. — ¿Porqué me pregunta? — Porque es que en la casa tengo una chequera que me encontré y podría comprarle algunas cositas que necesito... Hipólito comprendió que antes que ser una demostración de conocimiento, era una clara muestra de lo tonto que había sido habiendo otorgado o recibido cheques a individuos conocidos por todos como tramposos; o por lo menos, con esas publicaciones estaba diciendo al barrio cuánto había perdido. Mientras nadie sepa cuánto pierde en el negocio, menos se atrae a los tramposos o menos parecemos tontos a los ojos de los clientes y proveedores. Y es que la suspicacia de los clientes y proveedores se aligera: los clientes empiezan a sospechar que el tendero comenzará a recargar los precios para recuperar los tumbes; los proveedores comienzan a temer que el tendero está poniendo en peligro su capital haciendo negocios ligeros y comienzan a reducir el cupo o a exigir pagos anticipados. Hipólito sabía, con tantos años de experiencia en el ramo, que perder de vez en cuando con clientes sorprendentemente amistosos y buenos compradores era una constante inevitable. Pero desde que dejó de hacer esos avisitos o de mostrar a todos el cheque repleto de sellos de devolución, su tienda dejó de ser sometida a esta clase de trampas de sus clientes, ya que se dio cuenta que era el peor método de cobro y, de todas maneras, no recuperaba nada de lo perdido. También recordó que, después de decidir no publicar los deudores morosos, compró todos los avisos que salieron al mercado para, supuestamente, ahuyentar a los solicitantes de crédito. Avisos como: "Hoy no fio, mañana si", "No fio ni presto envase", "El que fía, salió a cobrar", "Ovejas para fiar, tigres para pagar", "Si me trae al abuelo de su abuelo, le fio", "Mejor llorar sobre la mercancía, que llorarle al cliente para que pague", "No fío, no me crea tan huevón", "No fío, ni presto plata, porque pierdo el amigo y la plata". El cuadrito donde aparecían dos comerciantes: uno pobre lamentándose "Fié y me quebré", y el otro rico diciendo: "Sólo vendí de contado'', le pareció su mejor excusa para no fiar. Los avisos, de todos los tamaños y colores reflectivos se veían mejor de noche. Meses después, notando serias bajas en sus ventas, escuchó la conversación de un par de clientes que tomaban cerveza: — Yo no creo que el cachaco le fíe. Vea la cantidad de avisos en los que es claro que no le cederá ni una cerveza. — ¿Apostamos? -dijo el otro-. Hipólito, disimulando no haber escuchado, les hizo saber que no había más cerveza. — Paisano, entonces me anota las dos cervezas que ahora venimos a pagarle. Vamos a traer a su vecino

del frente para que nos tomemos una botella de ron. — Pero primero me pagan las dos cervezas. -Le respondió sin rodeos-. — ¿Desconfiado? Tal vez no nos recuerda... Ya hemos venido varias veces con el "Papi". Dirigiéndose a su acompañante le dijo: — Ve tú y le dices que venga. Mientras tanto, paisano, dame una de ron y un paquete de cigarrillos. Cuando vi que el tipo iba a traer al vecino, sentí rabia porque los tipos se habían salido con la suya: "El Papi" tenía crédito, de modo que lo que consumieran iba a parar en un número en el cuaderno y en el cartón de kent que tenía el cliente. Comprendí que esos avisos se convierten en un verdadero reto que los tenderos lanzamos a nuestros clientes. Por más insultantes o imperativas que sean sus frases, el cliente tendrá la sensación de tener una influencia o gran amistad con el tendero, porque ha obtenido lo que a ninguno otro otorga. Y si todos los clientes piensan lo mismo, verá que todos ellos aparecen en el cuaderno de cuentas por cobrar. Esa misma noche, mientras su empleado cargaba el enfriador, arrancó todos los letreros prohibitivos de crédito. Pensó que los letreros debían estar en su mente y no en la retina de sus clientes. Así, por lo menos, era mejor ponerse pálido un momento, que descolorido toda la vida. En los espacios vacíos donde estaban los letreros anteriores, anotó las promociones del día y eso incrementó notablemente las ventas. Hipólito volvió a su realidad cuando el empleado le preguntó si ya podía cerrar. Había sido un sábado de quincena y se notaba porque había botellas por todos lados, sillas en desorden, basura en el piso, enfriador vacío, estantería con notables mermas de mercancía. Hipólito recordó un consejo de Don Santiago: "En asuntos de negocios, no hay días malos; solamente hay otros que son mejores". Era una receta alentadora cuando las ventas no alcanzaban para pagar las cuentas. En la calle, la música vibraba los corazones de los jóvenes. Parecía que apenas comenzaba la rumba, pero para Hipólito terminaba un día agotador, aunque todavía faltaban algunas labores antes de tocar la cama. Encarnación, escoba en mano, comenzaba, la limpieza. El empleado dijo: — Don Hipólito: ¿me puede prestar cinco mil pesos? Es que me invitaron a una fiesta y no me gustaría ir sin un peso. — ¿Y con todo el trajín de hoy, todavía le quedan ganas de bailar? — Voy como por cumplir. La fiesta es a la vuelta de la cuadra. — Le presto $10.000, para que por lo menos mande una botella de ron. — No, Don Hipólito. Con $5.000 es suficiente. Tampoco me voy a poner a gastarme lo que no tengo. — Usted verá... -Le dijo Hipólito-. Encarnación miró con desaprobación a Hipólito por su insistencia. Cuando el empleado se retiró a bañarse y alistarse para la fiesta, Hipólito le dijo a Encarnación: — Mija, no seas tan desconsiderada con el muchacho. Es joven y necesita llevar su platica para no ser un arrimado. — Yo no me refiero a eso. Lo que a usted se le olvida es que precisamente pide un poquito de plata para justificar la que ya tiene en el bolsillo. Me extraña que siga comiéndose el cuento. — Ay!! Mija. Ya no tienes remedio. Esa desconfianza para todo. — ¿Desconfianza? ¿Tan rápido olvidó todas las veces que los empleados nos han tumbado? — No. No lo he olvidado. Pero a este muchacho no le he visto nada raro. Mire que la ropita que se compra es de la baratica. — Por alguna parte le entra el agua al coco... -Terminó Encarnación-. Como una cascada, a Hipólito le llegaron los recuerdos de todos los empleados que trabajaron para ellos. La mayoría habían sido pescados por Encarnación que tenía una astucia natural para olfatear al empleado mañoso. El primero que Encarnación atrapó robándoles fue uno que siempre vestía con camisa manga larga. En

la mañana tenía las mangas extendidas hasta el puño de las manos. Al mediodía ya tenía recogidas las mangas hasta la mitad de los brazos y por la noche las mangas estaban a la altura de las camisas manga corta. Esto hizo sospechar a Encarnación hasta el punto que se dedicó un día especialmente a quedarse del lado izquierdo de él. Por nada permitió que él se pasara del lado derecho. El empleado no se percató de la intención de Encarnación y siguió subiendo la manga derecha mientras que con su cuerpo tapaba el procedimiento de alzada. Como nunca se le había mencionado el detalle de las mangas, no se imaginó que estaba siendo observado por Encarnación. Por la tarde, y en el momento menos esperado, se le acercó y tirándole la manga recogida, le dijo: — ¡Muchacho! Deja esa manía de recogerse las mangas. Hoy tienes la derecha recogida y la izquierda no. El empleado no tuvo tiempo para escapar de la acción de Encarnación, que con ambas manos bajó la manga hasta el final. Para sorpresa de Hipólito, cayeron al piso billetes y monedas de varias denominaciones. A otro empleado lo había atrapado Encarnación saliendo a media noche a comerse las Frutas de la nevera vitrina. Lo sorprendió cuando ella salió a buscar una pastilla para su dolor de cabeza. Tampoco olvidó la experiencia de su compadre Nicanor Forero cuyos hijos prácticamente lo arruinaron. Una de sus hijas, la más feita de todas, cada ocho días recibía costosos regalos, envueltos en bolsitas de papel regalo y con hermosas tarjetas de supuestos admiradores. Relojes, gargantillas, manillas, anillos, vestidos, y perfumes eran el motivo de celosas discusiones de sus hermanas. Nicanor entró sospechas cuando encontró a su hija escribiendo su nombre en una tarjeta. Al inquirirla sobre la verdadera procedencia de los regalos, su hija confesó que tomaba el dinero de la caja. No tuvo el valor de reprenderla como se suponía que debía hacerlo, porque comprendió que como tendero jamás había estimado dañino que sus pequeños hijos tomaran o comieran libremente de los productos de la tienda. Quince años atrás, un cuñado suyo le había advertido que era indebida tanta libertad de consumo, porque de niños tomarían gaseosas o yogures; de jovencitos, cuadernos y lápices; y de mayorcitos, dinero para actividades sociales o sexuales. Si no se les enseñaba a solicitar las cosas antes de tomarlas, se acostumbrarían a considerar de libre disposición todo lo que había en la tienda, incluido el dinero. Hipólito también recordó aquel que generosamente hacía el aseo dos o tres veces diarias. Encarnación, sin sospechar nada y por pura casualidad, salió un día a la puerta cuando el empleado barría el negocio. Cuando él depositó la basura en una bolsa negra, vino un niño y se llevó la bolsa. — Niño, ¿porqué se lleva la basura? — Es que le llevo comida al conejo. — Pero es que la bolsa solamente tiene papeles, cartones y polvo. — El conejo come de todo... -respondió asustado el niño-. — Venga le doy unas hojas de repollo. Al tornar la bolsa, la sintió demasiado pesada para contener sólo cartones y basuras menuda. Al abrirla encontró dentro cremas dentales, champú y jabones de baño y de lavar ropa. Hipólito también recordó aquel que casi lo deja en la ruina. Se trataba de un jovencito vecino a la tienda que, para ayudar a sus padres, lo había contratado como empleado. Era flojo para el trabajo, muy comilón de golosinas y poco puntual a la llegada a trabajar. Pero Hipólito lo aceptaba con todas esas deficiencias porque por lo menos Encarnación no había podido comprobar que los estuviera tumbando. Aunque ella decía cada vez: — El que no lo hace a la entrada, lo hace a la salida. Esperemos. Después de dos años, cansados del escaso aporte laboral, aprovechó la enésima vez que no se presentaba a trabajar el lunes para decirle a sus papás que no podía darle más trabajo, porque el

muchacho ya no quería hacer las cosas bien. Que estaba tratando mal a la clientela. Que era mejor, si lo deseaban, emplearlo en un depósito del mercado. Además, Hipólito se ofreció a darle una referencia. Le pagaron su liquidación de los meses trabajados, porque cada año lo liquidaban por solicitud de sus papás. Hipólito le parecía mejor de esta manera, porque no se acumulaba tanta deuda con los empleados. Una semana después le llegó una notificación para comparecer a la oficina del Ministerio del Trabajo. El mundo se le vino encima cuando se enteró de lo que debía pagar: — Pero, señor Inspector: este muchacho fue autorizado por sus papás, porque ellos lo llevaron a la tienda y me pidieron que les ayudara. — Señor Patrono: ¿Tiene la autorización escrita de los padres? — No señor. Pero él puede decirlo que fue así. -Dijo Hipólito intentando que el empleado lo confirmara-. El muchacho seguía callado, cabizbajo, con cara de "yo-no-fui". — Aparte de la multa que debe pagar por esa infracción de contratar menores de edad sin autorización escrita de sus padres, deberá cancelarle al joven: 1.- Vacaciones por cada año de servicios. 2.- Horas extras laboradas. 3.- Horas nocturnas. 4.- Intereses a las cesantías. 5.- Multa por no tenerlo afiliado al Seguro. 6.- Pago de dominicales y festivos. 7.- Liquidación de prestaciones sociales. 8.- Indemnización por despido injustificado y pago de 45 días de salario por el pre-aviso por ser un contrato laboral indefinido... — Un momento, señor Inspector. -Gritó Hipólito parándose de su asiento-. A mí no me van con cuentos. A este tipo yo le pagué su sueldo que habíamos convenido y le autoricé para que se comiera lo que le provocara. Tampoco le cobré la crema dental, el jabón, papel higiénico, la dormida, las tres comidas diarias. Así le podía compensar las horas extras. — Señor Patrono: ¿Tiene copia del contrato de trabajo en que se contempla el valor del salario en efectivo y el salario en especie? — No lo tengo, porque hicimos un contrato verbal. Fue de palabra. — Lo lamento, pero esa clase de convenios debe estar por escrito. La ley contempla como pago de salario el dinero recibido por el empleado. Si existe un convenio de esa naturaleza, se debe incluir la forma de pago y el valor que corresponde al salario en especie y el valor del salario en dinero, todo por escrito. — ¿O sea que lo que se comió de mi negocio no fue suficiente y ahora va a rematar con una demanda de éstas? — Desafortunadamente, por no tener un contrato escrito con esas especificaciones conduce a deducir que únicamente recibió corno sueldo el dinero que mes a mes le pagaba, que por lo visto era menos que el mínimo legal, lo que se impone ajustarlo al valor dispuesto por la norma. — ¿Y qué más falta? -Preguntó Hipólito con rabia, pero con la esperanza que no fuera más-. — Por solicitud del interesado, se le ha expedido una orden al médico legista que entrará a determinar si los dolores que manifiesta en un testículo y en la columna vertebral puedan deberse a accidentes profesionales adquiridos durante el tiempo de servicio a su cargo. — ¿Cómo? — Eso será una etapa posterior a la presente diligencia. Por eso usted deberá comparecer dentro de 10 días para ser notificado de las resoluciones respectivas, tanto por multa en los casos que nos compete, como para determinar el grado de invalidez que le haya causado dicho accidente laboral. — Un momentico. Pero si este pendejo no alzaba ni una caja de jabón. Mucho menos un bulto de arroz

o de azúcar. ¡Con lo flojo que es! Pero parece que para pedir y quejarse no entra en vainas. No voy a dejarme que este desgraciado me arruine. No me sirvió. Yo le serví a sus papás que me resultaron unos vivos. Encarnación tenía razón: la cagó a la salida. — Señor patrono, le exijo respeto porque nos encontramos en una oficina pública. — Respeto es el que yo exijo. Ustedes se amangualaron para que este desgraciado se quede con mi negocio. Por las cuentas que me hacen, me toca entregarle el negocio y todavía le quedo debiendo. — Señor Patrono, si sigue con esas expresiones irrespetuosas me veré precisado a ordenar su detención inmediatamente. — Pues, ¿qué espera que no lo hace? Me evitaría matar a este hijueputa que durante dos años me gorrió la comida y le pagué sueldo sin trabajar. Para lo único que servía era para tener un estorbo en la tienda. Cuando las cosas se pusieron en ese tono, otro funcionario se acercó a Hipólito para intentar calmarlo. Llevándolo a un rincón de la oficina le dijo en voz baja: — Paisano: nosotros, mejor que nadie, sabemos que estas cosas ocurren con frecuencia. Pero el problema es que ustedes los tenderos contratan empleados sin asegurarse de una buena asesoría. Es posible que se pueda llegar a un acuerdo y se ahorre dolores de cabeza mayores. Porque aquí solo se le está prestando un servicio que favorezca a las partes. — ¡Vaya! ¡Cipote servicio! Me la están enterrando sin aceitico... — No, paisano. Al contrario. Sino llega a un acuerdo favorable a usted y al empleado, él queda con el derecho de ir a los estrados judiciales a reclamar. Como son procesos demorados, tarde o temprano, la sentencia saldrá a favor del muchacho y en ese momento le cobran lo dejado de pagar hasta el instante de la sentencia, aparte de las multas y decreto de embargo de bienes para asegurar el pago. Yo sé que usted, como comerciante, sabe que pagar hoy es mejor que pagar mañana con intereses y todo. — Sí, pero es que lo que está pidiendo es mucho más que lo que yo tengo. — Usted puede hacer un arreglo. Por ejemplo, que el muchacho acepte que recibía salario en especie. Ya eso baja a la mitad la cuenta. Sólo le quedaría por arreglar los dominicales y festivos y las horas extras. — ¡Ajá...¿y las hernias que dice tener?! Tal vez lo que me salva es que le descubran una hernia en el culo, de tanto estar sentado en la tienda. — Cálmese, paisano. Ahí yo le puedo ayudar, porque el médico forense es amigo mío y con un billetico, el man da un concepto favorable. — ¿Y de cuánto es el billetico? — Bueno, yo hablaría con el man pa' que lo trate suave. Hipólito pensaba en aquel aforisma que decía: "Colombia es un país de leyes-. Descubría por su experiencia que esas leyes eran precisamente la causa generadora de corrupción. Entre más leyes, más se afinaban los métodos para violarlas. Ellas mismas trazan caminos inextricables. Normas para sepultar inocentes, eran las mismas para salvar culpables. Él mismo había sido ajusticiado por el resguardo, por la prefectura de precios, por la inspección del trabajo, por un juzgado penal, por un juzgado civil, por la administración de hacienda municipal. Estaba seguro que faltaban más aplicaciones de la justicia; no sabía cuáles, pero entendía que los tenderos tienen más depredadores que cualquier otro ser de la naturaleza. Regresó nuevamente al escritorio del inspector y éste lo recibe: — Señor Patrono, el empleado acaba de declarar que acepta haber consumido productos de su tienda como parte de pago del salario. Nos queda por resolver lo demás. — ¿Y cuánto es lo demás? -Dijo Hipólito mostrándose derrotado-. El funcionario le pasó una relación de números y conceptos que a Hipólito le pareció imposible que los hubiera hecho en el poco tiempo que habló con el otro funcionario. Se dio cuenta que el paso siguiente

era pedir rebaja y hacer una contra oferta. Así lo hizo y prometió pagarlo en tres partidas. Firmó el acta y le dieron una copia. Al salir, el otro funcionario le hizo una mueca que Hipólito entendió como: "¿Y yo cómo voy ahí? ". Sacó un billete y se lo dio disimuladamente, diciéndole: — Esto me salió muy caro, como para darle al médico legista. Tenga esto por la asesoría. Cuando llegó al negocio lo esperaba una esposa furiosa porque creía que a la fija Hipólito se había dejado tumbar. — ¿Se da cuenta, mijo? A la entrada o a la salida. Me retiré a mi cuarto a buscar los medios para determinar la forma en que debía contratar a los empleados. En el tema de salario veía extremadamente difícil cumplir con lo ordenado por la ley en cuanto a un salario mínimo, extras, dominicales, horas nocturnas, vacaciones, prestaciones, seguro social, uniformes, etc. Los márgenes de utilidad eran cada vez menores en los artículos de la tienda, debido a una competencia cada vez más agresiva que pareciera que no comparaban los márgenes de utilidad con el tiempo de trabajo y los valores de inversión. Pero también veía que tantos intermediarios en la cadena de comercialización, disminuían las posibilidades de ganar suficiente como para pagar empleados según lo ordenado por las leyes. La prueba dé mayor rentabilidad y menor número de intermediarios lo daban la cerveza, la gaseosa, licores y productos de panadería, porque venían directamente de la fábrica a la tienda. Hipólito comenzó entonces a encerrarse en su cuarto a escribir y escribir. Aunque su mujer intentara saber de sus propósitos, nunca la dejó que se enterara. Escribía hojas y hojas y las guardaba en el viejo baúl de madera al que había puesto un par de aldabas y que mantenía con candado. Pasado un tiempo, Encarnación ya no fisgoneaba. En los días en que no lo hacía, ella misma le recordaba que no había escrito nada. Escribir fue la mejor manera para desfogar tantas emociones negativas. Hipólito sentía- mejorar su ánimo cuando escribía sus ,análisis y consejos tenderiles. Guardaba con ellos la esperanza que algún día fueran útiles como testimonio de tantas angustias y sinsabores; que sirvieran como constancia, también de alegrías y mejoras de una actividad profesional aprendida en la universidad de la vida. Salió abruptamente de sus pensamientos cuando sintió un fuerte dolor en el brazo izquierdo. Todo a su alrededor le daba vueltas. No le dolía su pecho, pero esa sensación de dolor cansado de su brazo era una señal que lo alarmaba desde que un tendero en el mercado le dijo que estaba buscando otra clase de negocio porque su médico le había ordenado un electro-cardiograma. No se lo había contado a Encarnación. Pero a la larga no había que contarle nada. Ella lo sabía, porque con tantos años juntos cada vez eran menos las palabras y más la comunicación entre los dos. El reloj de la pared marcaba las 11:30 p. m. Miró a Encarnación: ella lo estaba observando. Sus ojos se opacaron como si una sombra le hubiese cubierto el rostro. — Mijito, dejemos que el empleado surta mañana. Ya es tarde. Hipólito recogió la plata de la caja, le echó el brazo a su mujer y juntos se fueron al cuarto de dormir. Su respiración era dificil, pero él lo disimulaba. Siempre había cedido su turno en el baño a Encarnación, pero en esta noche se lo tomó por asalto. Necesitaba estar solo para auto calmar su pensamiento. Había aprendido a dejar la mente en blanco mientras respiraba profundamente y exhalaba lentamente, manteniendo sus ojos cerrados. Su exaltado corazón recobraba el ritmo. — Mañana vienen los muchachos con los nietos. También Sabrina me llamó y me dijo que ella viene el próximo domingo de Bogotá. -Le comentó Encarnación a Hipólito, quien siguió silencioso en el baño-. Al salir, Encarnación lo notó mejorado. Su ánimo también se le compuso: — A lo mejor, salgo temprano al mercado de granos a comprar unas gallinas criollas. Espero encontrar guacas para que me hagas un buen guiso con huevos. Encarnación dio por hecho que estaba recuperado y que cuando ella saliera, él estaría dormido. Y así fue.

Casiano León, más conocido corno Torombolo, llegó sudoroso y agitado en su bicicleta Humber. Una bicicleta vieja, pero de gran resistencia, que cumplía a satisfacción sus necesidades de transporte de productos diversos, según el mercado. Solitario, había llegado a Barranquilla desde San Vicente de Chucurí en Santander. Su Figura delgada y cuerpo menudo estaban en contraposición con su voz tronante y grave que asustaba a los niños y las mujeres. Por hacer de ciclista por calles destapadas y polvorientas de los barrios subnormales de la ciudad, bajo el intenso sol, su piel se había tornado oscura en brazos, cara y arel lo. Su pecho blanco demostraba el rigor de su trabajo. Bajo temperaturas sofocantes, su acostumbrada forma de combatir la sed con cerveza en cada tienda donde llegaba, hacían de él un beodo permanente y temperamental. Sus clientes le conocían físicamente, pero desconocían su vida privada debido al hermetismo con que protegía su vida familiar y personal. Se le suponía un hombre solo, perdido en una ciudad donde el

único contacto con su tierra era, a veces, distribuir productos santandereanos entre sus paisanos. Hoy, domingo, estaba haciendo el recorrido con las cocadas; los lunes repartía yogures; los martes, bizcochuelos de Zapatoca y quesos de hoja; los miércoles, revuelto; los jueves, dulces y confites; los viernes ayudaba a arreglar las canchas de tejo de Jorge Tejada; los sábados ayudaba a atizar el fogón de Doña Cuncia en su famoso piqueteadero. — Buenos días, Doña Encarna... Y Don Hipo? — Se fue a misa y después iba para el mercado. — ¿Pero hoy domingo? -Preguntó extrañado Torombolo-. — No fue a comprar nada para la tienda, sino para la casa. — ¡Hijuela, que es lo mismo! -Dijo Torombolo canturronamente-. Torombolo, hoy dejemos menos cocadas, porque esta semana estuvo floja la venta. — ¡Hijuepucha! Va tocar que echarle extracto de coca. ¡Así sí se la tragan estos pingos! Torombolo era un hombre muy particular, tanto en su forma de hablar, como de vestir. Aún viviendo en Barranquilla, todavía usaba alpargatas, una especie de zapatos con suela plana de caucho y tela de algodón; sus pantalones los amarraba con una cabuya de fique que él mismo confeccionaba en diversas figuras y colores; usaba un sombrero raído, que alguna vez fuera de los llamados de jipi-japa, los pantalones los tenía más cortos en la bota derecha con el fin de que no se le enredara con la cadena de la bicicleta; por camisa, siempre usaba una gran variedad de camisetas promocionales de productos diversos o de candidatos políticos de distintos partidos o movimientos. De dentro de la casa apareció Piedad de la Concepción acompañada de su hermano Gustavo que al verlos Torombolo les dijo: — ¿Y qué cuentan las dos bellezas? La una con la barriga llena de huesos y el otro de niño bonito que no se unta de tienda porque va para doctor, sabiendo que con esto los crió su taita, — ¡Hola Torombolo! ¡Cuánto tiempo sin verlo! -Dijo Gustavo, mientras piedad torcía sus ojos en señal de desagrado. — Aunque vusté no me haiga visto, yo si he sabido de vusté. Siempre estoy preguntándole a su taita por lo que hacen. ¿Y Sabrina no vino? — No. Ella viene la próxima semana. Me vine adelante porque ya presenté los módulos de Administración de Empresas. Ella tiene que tramitar la solicitud de práctica psiquiátrica. — Y Piedad se especializó en hacer chamuscaditos. Por más que intenta, cada vez le salen más negritos... -dijo Torombolo-. Mejor deme una cervecita antes que ella me saque de aquí a puñalada limpia. — Torombolo, cuénteme de sus amigos del mercado. ¿Qué fue la vida de esa gente...? — ¡Uff! Unos comiendo tierra en el cementerio y otros jartando guarapo como marranos. "Pata'eloro" agora vende bolita después que se le quemaron las patas cuando se le incendió el camioncito. "Ñoño" desapareció la mitad; la otra mitad con el mismo carro viejo. — ¿Cómo así que desapareció la mitad? -Preguntó Gustavo intrigado-. — ¡Pues se enflacó! Lo único que conserva completo es lo honrado. "Silvañeque", ¿se acuerda? ese tendero que uno lo veía y parecía recién llegado de Santander con su habladito y modo de vestir? Pues se murió, Dios lo tenga en su gloria. Otro que se fue pal 'otro lado fue "El Ñato". "El Jecho Alfonso" montó una guarapería puay en Barranquillita. A "Carae'bota" no lo he vuelto a ver. "Icotea" se la pasa mendigando y recogiendo basura por el mercado. Gustavo, al rememorar los apodos de aquellos hombres que había admirado por su capacidad de trabajo y fortaleza física, se le vino a la mente el recuerdo de la anciana a la que llamaban "Mazamorra" y que formaba tremendos escándalos públicos cuando alguien le gritaba su sobrenombre. Como si fuera un acto telepático, Torombolo acertó al decirle a Gustavo: — ¿Y no me pregunta por "Mazamorra "? No me diga que ya se le olvidó el garrotazo que ella le dio. — Ella exactamente no me pegó. Cuando ella pasó por el lado del grupo de pelados que estábamos en la esquina, alguien le gritó: "¡Mazamorra!". Yo no pensé que me fuera a agarrar a mí. Yo lo único que

acaté a decir fue: —"No, señora Mazamorra. Yo no le dije Mazamorra". No sé si ella dudó en golpearme con el garrote porque la llamé señora o porque no me escuchó bien la primera parte de mi defensiva frase. — Gustavo, me imagino que ahora que terminó carrera, se irá a manejar taxi o buseta. eso terminan los "cocos" en Colombia. Los corruptos a trabajar en la administración y los conformes a la empresa privada. -Dijo Torombolo sarcásticamente-. — Todavía no he definido. Espero que no me toque la carrera del buscador: primero, pedir a los políticos, después a la empresa privada y, por último, en un taxi. — Mejor ahórrate esa carrera. Los políticos sólo emplean a sus familiares y lo que quede para los demás, que regularmente son las migajas que no sirven. Si se regala a una empresa privada es porque no se siente con cojones para montar una empresa propia. Y si es a un taxi, con lo gastado en la carrera mejor se hubiera comprado unos tres carros nuevos. — De políticos tenemos uno en la Colonia. — ¡Torombolo, cierre la jeta! -Dijo Torombolo apretando sus labios con la mano en un gesto que causó risa a Piedad que lo miraba al otro lado del mostrador-. — ¡Huy, pero si la niña se ríe! -Dijo Torombolo dirigiéndose a Piedad-. — Es usted tan fastidioso que hasta usted se manda a callar... — Fue que su hermanito me trató un tema que mejor me callo, no sea que en la próxima campaña no consiga ni la camiseta. — Eso si que es raro, Torombolo, porque con lo hablador que es usted... -Dijo Encarnación respaldando a Piedad-. — Es porque apenas se ha tomado una cerveza. Espere que se tome tres y lo vemos cantando como un canario en competencia. -Dijo Gustavo uniéndose a la paliza-. — ¡Hijuetusa! ¿Es que se me van a venir encima? Mejor deme otra cerveza. -Repuso Torombolo-. Hipólito llegó en un taxi cargado con bolsas y cinco gallinas. Gustavo, diligente con su padre, salió presuroso a ayudarlo. — Ole, Don Hipo -Dijo Torombolo- parece que el almuercito es para más de uno. No me han invitado, pero tampoco me han dicho que no me espere... — Mientras no se jarte... -Sentenció Hipólito-. — ¿Vusté también me la va a montar con la cervecita? Parece que es un mal de familia. Torombolo era un personaje de esos que se encuentran sin tan rimbombantes características, pero que inspiran a los que le rodean fuertes deseos de que se vaya pronto. Se les teme por sus insolencias, sus atrevidas observaciones, su lenguaje abierto y sin cuidado. Siempre son inesperados en sus llegadas e impredecibles en su despedida; explosivos en asuntos nimios o aletargados en reaccionar a los desplantes de sus amigos. Todas las actividades propias de la tienda se desarrollaban conjuntamente con las sociales y familiares. A Hipólito le agradaba que la tienda se llenara de clientes cuando habían cobradores o amigos indeseables, porque era la mejor manera de deshacerse de ellos; pero también le molestaba cuando venía un amigo o un familiar con el cual quería desarrollar una conversación interesante y la gente no los dejaba. — Se salió un mico del zoológico! -Dijo Torombolo refiriéndose al hombre que se paró en una de las dos entradas de la tienda-. Calzado con zandalias trespuntá, vistiendo bermuda jean desteñida, camisa de muchos colores, gafas de imitación rayban y gorra de los marlyns, el hombre a que se refería Torombolo era nada menos que Dilberto. — ¡Cállate la jeta, zoquete! -Dijo Hipólito en voz baja-. — Buenos días Dilberto. Menos mal que ayer no vino, porque no lo había podido atender. -Agregó Hipólito en voz alta-. — Según eso, estuvieron buenas las ventas.

—No. Más bien estaba maluco. A ratos el mango se me quiere sindicalizar con la próstata. -Repuso Hipólito, intentando no permitir que Torombolo se entrometiera en la conversación-. — Hoy lo noto contento. ¿A qué se debe? — Fue que vinieron mis dos hijos mayores. Usted ya los conoce de pequeños. — ¡Claro! Hola Gustavito. Hola! Piedad: ya sé el origen de tu bonito nombre. — Papá, ¿Te pusiste a contárselo? Espero que no le haya contado nada más. — No. Es que estamos armando un programa de radio y su papá me contó algunas vivencias familiares para mostrar el entorno social, familiar y profesional de los tenderos en Barranquilla. — ¡Ahhh! Pero, papi, que sea hasta ahí no más. Para Piedad, la historia de su vida había sido la misma de muchas hijas de cachacos. Un permanente cuidado por impedir que se relacionen con adolescentes costeños. En la primaria no existía ninguna prevención de los padres; pero a medida que se acercaban a la pubertad se les iban restringiendo las amistades con los naturales de Barranquilla. Las situaciones empeoraban cuando en las fiestas a las que asistía, conocía muchachos costeños y ningún cachaco, mientras Hipólito aumentaba las visitas a amigos cachacos que tenían hijos de su misma edad. Era una tácita inclinación a repetir lo que contaba de sus padres y abuelos cuando se escogía a sus consortes. Aunque nunca lo dijo directamente, su constante cantaleta de que los costeños eran flojos, mujeriegos, borrachines, habladores, daba claras muestras de sus deseos porque Piedad organizara su vida con un cachaco o, por lo menos, con un hijo de cachaco. Con éstos no lograba una amistad duradera. Eran muchachos con los cuales no había novedades para una conversación debido a la similitud de actividad con la de sus padres y, por eso, le parecía que se comportaban tímidamente, diferente al ambiente jacarandoso de la costa. Entre más le imponían esta clase de amistades, más atracción sentía hacia los costeños. Para ella, la forma de ser de los costeños en sus detalles y demás modismos y costumbres, los hacía ver como el hombre ideal. Sabía que debía obedecer los preceptos de sus padres, pero sus impulsos eran más fuertes. No podía evitarlo. Sus noviazgos habían sido cortos debido a la intemperancia de su padre que husmeaba sus salidas. Era mejor salir con su hermano Gustavo, cuando a éste comenzó a gustarle bailar. Iban a la misma fiesta y él también sentía predilección por las mujeres costeñas. Piedad de la Concepción recibía con sorpresa las sugerencias de sus amigas que siempre le pedían que las relacionara con su hermano, porque curiosamente las virtudes que ella veía en los costeños, ellas las veían en los cachaccos como su hermano. Por eso, los dos se acompañaban con total libertad de sus padres. Ante la imposibilidad de llevar al novio de turno a su casa, prefería pedirle apoyo logístico a Gustavo quien siempre aceptaba acompañarla, invitando él a alguna amiguita. Sabrina, por su edad, no comprendía todas las necesidades juveniles. No podía contar con su apoyo y complicidad por el riesgo que lo contara a sus padres. Cuando se hizo novia con Juaco, un hombre tres años mayor que ella, que estaba terminando su carrera de ingeniería y trabajaba en una empresa internacional, Piedad estimó oportuno darle la noticia a sus padres. Con 18 años, Piedad creyó que sus papás aprobarían la relación amorosa. Cuando oficializó su intención de invitarlo para que lo conocieran, el diálogo que sostuvo con sus papás no fue el esperado: — Ajá, mijita, qué hace el tal Juaco? -Interrogó Hipólito-. —Trabaja y estudia —Se consiguió un pelagato... —Es mayor que yo tres años. —Pero es un estudiantico. -Calificó Hipólito-. — El próximo semestre se gradúa de ingeniero. Cuando acredite sus estudios lo ascienden a jefe de sección.

— Y cuándo lo trae? Era una pregunta que llevaba implícita una primera aceptación. Previo el concepto que tuvieran cuando lo conocieran personalmente. Y por las preferencias conocidas de sus papás, iba a ser la parte más difícil de todo el proceso. Cuando llegó el domingo, también llegó la desgracia para Piedad de la Concepción. Encarnación, su madre, soltó a llorar desconsoladamente, no sabiéndose si era porque su hija seguramente estaba próxima a casarse, o porque Hipólito se hizo tan agresivo con el pretendiente, que se parecía a su padre cuando se enteró que Hipólito era su enamorado. Piedad palideció cuando vio que su padre ni siquiera estrechó la mano de Juaco, quien llegó con un ramo de flores para su suegra. Hipólito rapó de las manos de Encarnación el obsequio y lo tiró a la cara del pretendiente. — ¿Piedad: es con ésta porquería que piensa organizar su vida? -Preguntó furioso-. Y usted, ¿qué se ha creído? ¿Cree que mi hija se va a casar con un zarrapastroso y filipichín como usted? — Yo no he dicho que me vaya a casar todavía. Simplemente le estoy presentando a mi novio. — ¿Y no pudo conseguirse uno más negro que éste pendejo? — ¡Ahhh! El problema es por ser negro. -Sostuvo Piedad con firmeza, y dirigiéndose a Juaco le dijo: — Juaco, tú me has insistido durante meses que quieres vivir conmigo. Delante de mis padres, te digo que acepto. Yo te había dicho que quería hacer felices a mis papás saliendo de mi hogar como mujer casada. Ahora que le han puesto color a nuestro amor, no me importa irme a vivir contigo en unión libre. Juaco se quedó impávido ante el curso de los acontecimientos sin poder decir palabra. Era un hombre que conservaba una gran calma en momentos difíciles. Y ese era un momento crítico en el que intervenir podía tener consecuencias más desagradables. Ya su suegro había sido suficientemente ilustrativo de lo que le significaba tener un yerno negro, pero su hija estaba igualmente dispuesta a asumir las consecuencias. Ambos salieron apresuradamente de la casa. Caminaron hasta llegar a la casa de una amiga de Piedad. La furia de Piedad, combinada con la vergüenza por tan patética escena dada por su padre, hicieron que Juaco le diera un beso en la frente como muestra de apoyo a la decisión que quisiera tomar. Luego de unos días, Piedad decidió que se iría a vivir con Juaco, con o sin consentimiento de sus padres. Encarnación mantuvo en secreto el lugar de residencia de su hija, hasta que Hipólito se lo preguntó. Dos años después, Hipólito asistió a regañadientes -al bautizo de su primer nieto. Desde entonces, comenzó una relación suegro-yerno en las mejores condiciones. Juaco comprendió que para un hombre, como Hipólito, nacido y criado entre gente blanca, sin vínculos familiares con negros, era muy difícil comprender que su hija estuviera unida a un hombre moreno como él. Menos en una relación fuera de la aprobación eclesiástica, costumbre centenaria de su familia, en que hombres y mujeres se casaban por la iglesia católica. Por eso, tal vez, aceptaba ir al bautizo: porque en la misma ceremonia se casaría con Piedad. — ¿Cuántos niños completa con el que viene en camino? -Preguntó Dilberto, haciendo que piedad perdiera el hilo de sus pensamientos-. — Es el tercero, después de un receso de 5 años. -respondió Piedad-. — Vaya! Cómo pasan los años... -dijo Dilberto, continuando él con sus secretos pensamientos-. Sí, cómo pasan los años... desde que la conoció siendo apenas una niña en ciernes de mujer. Su desarrollo físico había sido tan acelerado, que podía jurar que el cambio fue en semanas. En su momento él había lamentado ser demasiado mayor para intentar acercarse con ánimos de flirtearla, ya que ella sabía que tenía hijos con otra mujer. Y conociendo el celo de los padres, era mejor mantenerse a raya en sus pretensiones, no fuera que terminara con una puñalada o un machetazo como era la fama que tienen los cachacos, cuando reaccionaban violentamente. En ese entonces, para él eran épocas de gran actividad amorosa, especialmente a nivel de círculos

cachacos donde conoció mujeres de gran talante. Admiraba de ellas la reciedumbre de su carácter y su gran imaginación en los negocios, su independencia y amor filial. Algunos años después se enteró de la odisea amorosa de Piedad cuando la vio pasar de la mano con un morocho. Ella, en esa ocasión, lo saludó y le presentó al que ya era su marido contándole en resumen la lucha familiar que se había presentado. — Dilberto, ¿comenzamos...? -Dijo Hipólito sacándolo abruptamente de sus reminiscencias-. — Sí, claro Don Hipólito. -Dijo Dilberto mostrándole la grabadora en señal de que no tenía pilas-. — ¿Cómo? ¿Se las acabó? — Es que esas no duran mucho... -Justificó Dilberto-. — Bueno, ni modo...tocará... -dijo en tono conforme Hipólito-. Torombolo, entre tanto estaba recostado al otro extremo del mostrador como un testigo silencioso, que no perdía detalle moviendo los ojos y parando las orejas con mucho disimulo para oír mejor. — Gustavito, regálame otra cervecita. -dijo Torombolo para justificar acercarse un poco más donde estaba Hipólito frente a la grabadora que sostenía Dilberto.— ¿Por dónde empezamos hoy? -Preguntó Hipólito-. — No sé si le parezca lo de Undeco, que es lo que está de moda, por lo de la organización de la fiesta del Tendero y de la feria de tenderos. -Respondió Dilberto-. — Hummm, -dijo Hipólito en actitud pensativa, mientras miraba que Torombolo, silencioso, estaba más cerca. Deseaba que siguiera así callado durante la entrevista, pero Torombolo estaba en otros menesteres mentales-. — Éste hijuelita todavía lo entrevistan para la radio. -Pensaba Torombolo-. Había conocido a Hipólito desde cuando vendía arepas en las tiendas y él trajinaba con su bicicleta llevando bolsas de papel y papel de envolver. También recordó las épocas en que Hipólito compartía con sus amigos en las canchas de bolo y tejo donde unos jugaban bolo criollo otros tejo otro billar y los demás dedicaban su tiempo en el juego a las cartas con la baraja española o el póker, de sus labios dejó entrever una ligera sonrisa al recordar con todos estos juegos siempre estaban acompañados por el licor lo que hacia casi inevitable que quienes participaban de estos eventos salieran todas las tardes con una jumas o borracheras que a veces no se lo soportaba ni el putas. Lo quetenía más presente en su mente fue la tarde en que Hipólito casi se da a muñeca limpia con su compadre más querido, ellos parecían hermanos ambos se buscaban llegaban a la cancha siempre los dos y nunca se iban el uno sin el otro, pero esa tarde que estaban jugando pool o buchacara inició una discusión que al momento se tornó muy violenta que si no es por el dueño del negocio que intervino separándolos estos pingos se hubieran partido los tacos en la cabeza y saber que el origen de semejante gresca fue por una malas. Hipólito salió triste muy avergonzado igual su compadre, pero esta tarde diferente a las demás cada quien tornó ruta diferente hacia su rancho. Al otro día llegué a la tienda de Hipólito con el ánimo de venderle mis dulces y de paso a mamarle gallo por lo sucedido la tarde anterior en la cancha. Pero esta vez Hipólito estaba muy serio me compró los dulces y me despachó rápido. Sorprendido por su actitud le pregunté: — ¿A este pingo que le pasa? Acaso yo pelié con vusté o que es la vaina? ¿por qué está tan arrecho? — No Torombolo yo no estoy bravo con nadie y mucho menos con usted que en parte me ayudó a calmar los ánimos cuando estaba yo discutiendo con mi compadre, estoy disgustado, sí, pero esta vez conmigo mismo porque lo sucedido ayer me avergüenza mucho porque yo no soy un hombre de problemas, tanto que el haber actuado así anoche no me dejó conciliar el sueño, hoy muy temprano llamé a mi compadre y le pedí perdón igual lo hizo el conmigo y eso me hace sentir un poco mejor, pero de todas maneras he estado analizando que esto es una lección que me invita a cambiar; ya me convencí que en el billar la pregunta de quien ganó sobra es mejor preguntar quién perdió menos; la vida debe tener cosas mejores para mí por eso a partir de hoy se inicia un cambio en mi vida le digo

adiós al juego, adiós al licor, adiós al vicio del cigarrillo y bienvenidos los libros. — ¿No me digas que te vas a meter a la escuela? — Si Torombolo voy a validar el bachillerato y después ingreso a la universidad, ¿pero si eso cuesta un jurgo de plata? -ripostó Torombolo— Yo ya analicé eso y al cambiar el ron por los libros gasto más o menos la misma cantidad de dinero; gano salud y sobre todo le doy un mejor ejemplo a mis hijos que es lo que más quiero. Torombolo en su mente se decía: — Será que algún día tendré el valor suficiente para pedirle perdón a Hipólito por las tantas tardes que vinimos con la gallada a rogarle que fuera de nuevo a jugar o también por la forma déspota como lo traté en las tardes que lo encontraba en el parque Almendra leyendo un libro o haciendo un trabajo con su grupo de compañeros de estudio y nada más que de hijueputa me metía de sapo en medio del grupito a hacerle la venia a los pichones de doctor como jocosamente les decíamos, aunque yo todo esto lo hacía a cambio de algunas cervezas que me brindaban mis amigos en la cancha de bolo mientras les contaba la historieta de cada día. En medio de mi inteligencia bruta yo analizo varias jodas, pero este hijuepelona ha hecho todo lo que ha hecho no porque él sea un berraco, sino porque tiene una esposa que es muy buena que lo apoya en todo lo que él pretende hacer, la verdad que yo miro a doña Encarna y no se como lo hará porque todos los días la encuentro atendiendo la tienda y aún así le alcanza el tiempo para ser una buena madre como lo confirman sus hijos y una excelente esposa como lo comenta Hipólito, yo me atrevería a proponerle a este periodista que en vez de entrevistar a Hipólito debería entrevistar a su esposa para que ella le diga al mundo como hacen ellas para hacer tantas cosas juntas y que todo les quede bien. Ojalá algún día Torombolo pudiera ver condecoradas a las esposas de los tenderos. Torombolo suspendió sus pensamientos cuando escuchó la voz de su amigo contestando al periodista. — Bueno Dilberto, -empezó diciendo Hipólito- hablar de Undeco es hablar de política, y hablar de política es remontarnos a épocas de gran persecución contra los cachacos. — Tranquilo, Don Hipólito. Usted empiece por donde quiera- . — Entonces, digamos que por allá en los finales de la década de lo '60s, Virgilio Gutiérrez lideraba Asotemba una asociación que agrupaba a los dueños de tiendas y bares. La anapo obtuvo en 1970 la mayoría en el concejo municipal de Barranquilla. La persecución se arreció con más furor por parte de los funcionarios de la Alcaldía y por el estreno que hicieron de una prefectura de Precios, Pesas y Medidas con funciones policivas y con funcionarios no pagados por la Alcaldía, sino que eran cuotas burocráticas gratuitas para el estado, pero que satisfacía a los necesitados de trabajo. El político entregaba a quienes quedaban por fuera de su capacidad de empleo público una carta para que fuera a donde el Prefecto de Precios y él le pedía una foto y se la devolvía pegada a un carnet que lo acreditaba como visitador, con amplias facultades para hacer comparecer al tendero. De esta manera, se elevó a la condición de legal el boleteo y la extorsión. Conocí a varios de esos Visitadores que no sabían leer ni escribir, pero si tenían un estilo tan amenazador que hasta conseguían policías uniformados para hacerse acompañar a extorsionar al tendero. Cuando el tendero no podía pagar lo exigido o se negaba a ser objeto de extorsión, era retenido y llevado a la Cárcel Municipal con la sola resolución firmada por el Prefecto. Los lunes, las noticias en los periódicos eran páginas enteras de fotografías de tenderos detenidos por especulación, pesos defectuosos, o cualquiera otra supuesta razón. Entre los más sonados cierres de esa época, recuerdo el apresamiento por 30 días de Eliseo Acevedo, propietario de la Tienda El Centavo Menos (la que después fue conocida como Taska, Toska, Tuska). Los huevos estaban a 50 centavos y al comprarlos con un centavo más, Eliseo simplemente le aumentó el centavo, dándolos al público a 51 centavos. El titular en primera página de los periódicos fue: "Tienda Centavo Menos cerrada por vender con un centavo más".

En ese mismo año de 1970, la Alcaldía ordenó el cierre total de bares y cantinas del Paseo Bolívar, y Pompilio Gutiérrez Isaza, un antioqueño de grandes capacidades de liderazgo, le imprimió un sentido político a su tarea defensiva de los comerciantes, aceptando ser suplente al Concejo de Barranquilla, por aporte electoral de la asociación que dirigía llamada ACABA y ASOTEMBA que se fusionaron por el mismo ideal. La persecución contra los bares y cantinas de la ciudad fue resuelta debido a la consecución de la curul, pero las tiendas resultaron huérfanas de ayuda política, por lo que se arreció contra ellas la más despiadada y cruel tarea de extinción. Pompilio Gutiérrez, como le decía, -suplente en el Concejo- libró verdaderas batallas dentro del recinto, intentando defender a los comerciantes, pero el estigma -de ser líder de las cantinas y bares le produjo serios choques con sus adversarios que le repostaban que sus intervenciones eran simples “discursos etílicos con fuerte aliento vaginal” Las directivas de Asotemba y Acaba fusionaron sus entidades en una sola a la que llamaron UNITIENDAS, como un mecanismo defensivo y de aprovechamiento de la tarea política llevada a cabo por Pompilio Gutiérrez. Nombres que me acuerdo en estos momentos, como: Víctor Reyes, Carlos Aragón, Miguel Rueda Suárez, Gilberto Amorocho, Alberto Guarín Macías, William Meza, Pascual Cruz y otros más, intentaban poner freno a las desmedidas persecuciones en contra de los tenderos. Mientras estos hechos ocurrían, Jorge Guarín Otero, reconocido empresario en el ramo del transporte por ser propietario de Brasilia, gozaba de gran popularidad entre sus paisanos. Junto con otros líderes, se dieron a la tarea de organizar un movimiento político al que le dieron el nombre de Movimiento Lucha por el Bien Común. Noel Guarín fue el encargado del diseño del logotipo de esa nueva empresa política. Es así que Jorge Guarín Otero, acompañado del Ingeniero Tito Edmundo Rueda Guarín, propusieron sus nombres para las elecciones de 1972, y debido a la situación caótica y persecutora, el discurso político era conmovedor y se ofrecía como el salvador. Y efectivamente, ganaron las elecciones, aunque -como todo lo político- todas las soluciones no se dieron según lo prometido. Posteriormente idearon la creación de un gremio como táctica electorera para que pudiera servir de alimentador del movimiento político. Así, con la prestación de servicios de trámites de documentos y asesorías legales se podía canalizar las preferencias electorales, naciendo la UNIÓN DE COMERCIANTES —UNDECO—. Fue una maniobra que hizo al gremio muy importante desde su mismo nacimiento, porque tenía su concejal propio. Pompilio Gutiérrez y sus compañeros de directiva, al ver un naciente gremio como Undeco con mejores posibilidades gremiales y políticas, ofrecieron su total apoyo en el trámite de la aprobación gubernamental de la nueva asociación. Consideraron oportuno agregar sus esfuerzos a Undeco mediante la terminación de UNITIENDAS y promovieron el traslado de sus afiliados al nuevo gremio. Al tener UNDECO un concejal propio como Jorge Guarín Otero y con Tito Rueda Guarín como suplente, la imagen política del gremio se fortaleció y comenzaron los afiliados a recibir los beneficios de esa condición. Se mermaron los ataques de los funcionarios. Hablar de la historia de Undeco es tan largo, que daría como para escribir un libro voluminoso. Le podría decir solamente que su primera directiva fue integrada por: Tito E. Rueda Guarín, Miguel Ángel Rodríguez, Alejandro Duarte Rueda, Alberto Guarín Macías, Josué Pinilla, Mario Bohórquez Orejarena, Carlos Galán, Abelardo Calvete, Juan Garrido y Tito Ardila. Pero los problemas no solamente se circunscribían a placas de Industria y Comercio, impuestos municipales o precios. Se extendió a la divulgación de graffittis por toda la ciudad en que se decía: "Haga patria: Mate un Cachaco". "Prohibido matar cachacos: Sociedad Protectora de Animales". Cuando había alguna pelea callejera en la que uno de los contendores fuera cachaco, la frase que gritaban los mirones era: "Dale duro que es cachaco".

Las noticias sobre delincuencia informaban que los delitos eran cometidos por personas de "aspecto Cachaco". Yo atribuía estas calificaciones a que los delincuentes referidos eran personas de buena presentación, de buen vestir, porque así se le dice en Bogotá a una persona elegante. Después entendí que la referencia era tan despectiva como cuando llegaban los clientes a la tienda y gritaban: "¡¡ Cachaco, despácheme...!!" En cuanto a las noticias económicas sobre el costo de vida, se aseguraba que los tenderos estábamos causando severos daños a la canasta familiar. Esos conceptos económicos de costo de vida y canasta familiar habían sido creados durante el gobierno de Lleras Restrepo por la creación del Dane, lo que para los tenderos era un verdadero suplicio. Pero socialmente y por los medios de comunicación, las cosas seguían igual. La xenofobia se trasladó a los micrófonos deportivos. El más recalcitrante perseguidor fue el locutor deportivo Pantaleón Peleas que desde el Estadio Romelio Martínez y desde su programa diario de radio fustigaba a los costeños a despotricar de los cachacos. A sabiendas de las preferencias por el equipo Bumangués y por las esporádicas apariciones del Oro Negro, Pantaleón Peleas blandió contra los cachacos los peores epítetos, incitando a los seguidores del Júnior a agredir verbalmente a cuanto interiorano encontraran. Fueron tan degradantes e incisivas sus aplicaciones verbales que trascendieron las fronteras atlanticenses. El Estadio de Fútbol de Bucaramanga fue escenario de cruentas luchas entre junioristas y bumangueses. Su satírica verborrea contaminó de violencia una actividad que el mundo quiso que fuera el desfogue de los espíritus. Peleas lo convirtió en un tinglado social y político para que desde los aficionados, los jugadores, los árbitros, dirigentes deportivos y colombianos en general, tuvieran en esa hermosa actividad deportiva un nuevo elemento justificativo de violencia. El imperio de su palabra grotesca y altisonante exacerbó sentimientos agresivos contra comerciantes o trabajadores a los cuales el lunes era amargo si el Júnior ganaba. Si perdía, nadie hacía mención del fútbol durante esa semana. Como cosa curiosa, los santandereanos nos convertimos en solidarios y aficionados de todos los equipos interioranos, fuere cual fuere. Por lo menos, tendríamos el aliciente que alguna semana fuera más descansada del temita futbolero agresivo y ofensivo. Se sumó a todo esto la quiebra de muchos tenderos por causa de la violencia que se inició contra ellos: pandillas de barrio procedían a enviar a alguno de sus miembros a hostigar de alguna manera al tendero y cuando éste reaccionaba expulsando al ofensor, caían los demás con el supuesto apoyo a su compañero. Procedían a destruir con piedras y palos sus vitrinas y estanterías. Con la aprobación de sus vecinos, la tienda era totalmente desmantelada, sus habitantes heridos o muertos. Se presentaron muchos casos en que los tenderos denunciantes eran apresados por presunta iniciación de la gresca o por lesiones causadas a los asaltantes. La tienda es para el tendero también su hogar y sitio de trabajo. Para sus vecinos era un sitio tan público como la calle misma; por lo tanto, las autoridades asumían que lo ocurrido dentro era causado por el tendero. Agustín Sarmiento Rondón, un tendero que había sufrido los rigores del salvajismo, se dispuso a crear una especie de policía cívica que consistía en poner su viejo carro a disposición de quienes fueran objeto de ataques de esta naturaleza. Cuando le comunicaban por teléfono de posibles preparativos de ataque a alguna tienda, se iba con su carro recogiendo tenderos armados con machetes y revólveres para prestar apoyo. Esperaban cerca del sitio y cuando se producía el ataque de los pandilleros, los tenderos espantaban a tiros y planazos a los ladrones. Nunca, y fueron las condiciones del apoyo, dispararían contra alguien, ni herirían a nadie. La sorpresa de su ataque era su mejor herramienta. Reconocían que matar a alguno de los atacantes sólo agravaría el problema; pero mostrar a los pandilleros que había apoyo entre nosotros, fortalecía la imagen del tendero como elemento peligroso para las pretensiones de los delincuentes. Se hicieron tan conocidos éstos procedimientos de defensa,

que bastaba con que llegara al lugar un grupo de cachacos, para que los delincuentes salieran en estampida huyendo de la posible paliza. En otros sectores de la ciudad se canalizaron las fuerzas de defensa en la naciente entidad llamada Defensa Civil, que consistía en la invitación que se hacía a los vecinos de uno o varios barrios para que sus más reconocidos líderes prestaran su apoyo personal en la vigilancia del vecindario. Carlos Galán y Miguel Rueda Suárez, entre otros, fueron sus mayores y más entusiastas colaboradores y activistas. Después de los dos años de luna de miel política, vino nuevamente el descalabro: se perdió el escaño en el Concejo Municipal, aunque Alejandro Duarte Rueda ganó la suplencia de la Asamblea Departamental. De todas maneras ese éxito tenía demasiado sabor a fracaso. Nadie se explicaba porqué los afiliados a Undeco se habían mostrado apáticos en las elecciones de 1974, si durante los dos años precedentes el poder político adquirido había traído la calma en las tiendas en lo que tenía que ver con los cierres. Llegaron los tiempos de la bonanza marimbera y la atención de los medios de comunicación y de las autoridades se trasladó a los actos de vandalismo y excesos alcohólicos y de marihuana que los guajiros daban por las calles de Barranquilla y de las principales ciudades de la costa. — Oye, Hipólito. -Interrumpió Dilberto-. Qué tan parecida es tu historia con la de mi gente. Yo también creo que algunos se aprovecharon para pescar en río revuelto y para eso se pusieron a revolver las cosas. — Sí, Dilberto. Se cumple el dicho que “Cada uno cuenta según como le haya ido en la fiesta". — ¡Ole! -intervino Torombolo- ¿Y vusté cree que los guajiros no se tiraron la vaina? A mí, por ejemplo, una noche una camioneta de esas que amaban "ranyer" casi me atropella. Le eché su madrazo y se devolvió en reversa a atropellarme. Sino me quito, me jode. Me metí en una casa. Al día siguiente, cuando volví a pasar, los vecinos me dijeron que los tipos habían vuelto con tres camionetadas de tipos armados y allanaron la casa buscándome. — Y eran guajiros? — ¡Pos, claro! Si andaban en una "ranyer". — Eso fue precisamente. Se volvió moda que el que andara en Ranger era Guajiro. Pero nadie podía asegurarlo. Todos los cachacos, al principio, me parecían iguales. — Como los chinos o japoneses... -terció Hipólito para dar por terminada una discusión que se veía venir-. — Como a los colombianos, ahora en el exterior, que nos miran a todos como narcotraficantes. -apuntó Dilberto para cerrar la conversación-. — ¿Por dónde iba? -se preguntó Hipólito-. — ¡Ah!, ya me acordé. Esa época de moda guajira, respetando su defensa, nos trajo a los cachacos una notoria disminución de los ataques de los medios y de los vecinos. Parecía como si estuvieran comparando lo sanos que éramos como invasión a su tierra a la invasión que hacían personas con claras intenciones violentas. Empezó para la ciudad un crecimiento desmesurado y desordenado. Se produjeron invasiones de predios como resultado de las persecuciones en los campos de Colombia. Eran los efectos secundarios de la violencia guerrillera producida por el E. L. N. que habían sido combatidas por el Ejército en el Magdalena Medio, las F. A. R. C. en el Tolima y los Llanos; el M-19 y el E. P. L. en la costa a finales de los 60's y los 70's. El mercado de tiendas y restaurantes se vio fortalecida. Al estar los santandereanos al frente de ellas, éramos los que mejor conocíamos de las necesidades y capacidad de crear nuevos negocios. Nuestras familias en Santander comenzaron a salir de los campos, de las ciudades y pueblos, llegando en forma masiva, y contando con la asesoría de los estábamos aquí empezaron a trabajar como empleados en tiendas y depósitos, para luego montar sus propias tiendas. Al aumentar la población en la ciudad, las condiciones electorales se hicieron más difíciles; y empeoraban las circunstancias el hecho de que los nuevos tenderos no habían sufrido los rigores de la

persecución de los sesentas y setentas y tampoco tenían una verdadera vocación política. Por el contrario, los efectos del Frente Nacional les había enseñado que igual era votar que no votar, porque previamente se sabía quién era el siguiente Presidente de la República. Participar en elecciones de concejales no lo encontraban necesario a su actividad tenderil, porque seguían siendo tan independientes como en el campo cultivando lo que se les antojara, y aquí vendiendo lo que más les pidieran sus vecinos. Como no hay nada más aburridor que hablar de política, sobre todo cuando no hay verdaderos líderes que nos representen dignamente, digamos que que el resultado exitoso de ese primer experimento político no fue comprendido cabalmente. Ha sido probado hasta la saciedad que la política no se puede mezclar con los gremios, aunque los gremios sí sirven para iniciarse en la política. — Hipólito, pero los cachacos han creado varios movimientos políticos. Yo recuerdo nombres como El Movimiento Cívico Santandereano y de Otras Colonias por Barranquilla, El Movimiento Cívico por el Bien Social, y el último que oí fue El Movimiento Acción Política por Colombia -dijo Dilberto, mostrando conocimientos en historia política local-. — Sí, pero han sido solamente eso: simples nombres rimbombantes, pero tan vacíos como un bolsillo roto. Sin ninguna estructura ideológica propia, sin ningún trabajo comunitario, dirigido en exclusiva a solicitar apoyo electoral a los tenderos en pago de obligaciones gremiales, haciendo sentir a los afiliados moralmente endeudados por los servicios recibidos al pertenecer a la asociación. Se ha dicho que en Barranquilla, si los cachacos nos uniéramos, estaríamos en capacidad de elegir el gobernador, el alcalde, diputados y cuatro o cinco concejales. Numéricamente, sí; pero por el liderazgo tan pobre de quienes se creen los jefes naturales, los resultados son, ni más ni menos los merecidos. Los poquitos que han tenido la oportunidad de estar en el Concejo, le han amarrado conejo a sus electores. Llegan a la Corporación edilicia a escuchar discursos, y luego se van para sus negocios particulares a trabajar como si nada pasara. No logran asumir el encargo político como una nueva profesión, sino que desarrollan la política como una actividad para los ratos libres que les permita sus negocios, o para que su condición de Concejal o de Diputado de los que lo han sido, sirva para la obtención de mejoras comerciales personales. Los políticos nuestros, que los llamaría simplemente como políticomerciantes, no buscan sus electores porque sus ideas falsas les inducen a creerse indispensables; reparten sus beneficios burocráticos entre los de su familia y entre los que mejor los alaben; no reconocen el liderazgo de otros y asumen con su propio peculio el riesgo electoral que, cuando es adverso, los deja mal parados económicamente. Su pensamiento independiente es contrario a la lógica política. Su tiempo está detenido y no se percatan de las novedades ni se interesan por ampliar su cobertura. — Hipólito, lo noto aburrido. Si quiere dejamos por hoy este tema. De pronto, otro día esté más romántico. — Es que me da pesar que se juegue tan olímpicamente con la credibilidad de nuestra gente. La manera corno se dilapidan las oportunidades electorales, va a tener un precio muy alto para nuestra gente. Pero, bueno, a la larga va a ser lo que se merezcan quienes pretendan asumir liderazgos con el carnet de directivos o ex-directivos de Undeco. De pronto, eso les sirva para que se percaten que la condición de líder es dada por un trabajo sincero en bien de la comunidad y no por un título o un premio. Liderazgo significa entrega a la causa, esfuerzo y trabajo. — Don Hipólito, mejor continuamos mañana. Vengo a las dos de la tarde. -Dijo Dilberto— Sí. Es mejor buscar un tema más ameno.

Lunes, después de las dos de la tarde, sentados Hipólito y Dilberto debajo del almendro de La Última Tienda: — Don Hipólito, se enteró del suicidio del tendero? -Preguntó Dilberto-. — Ésta mañana se lo escuché a usted en el noticiero. — ¿Y lo conocía? Claro. Hace unos 15 años que llegó de Santander. Me sorprendió su decisión, pero increíblemente es lo esperado para las personas que tienen mucho dinero o para los que se ven abocados a una emergencia económica inesperada. — ¿Porqué? Usted sabe los pormenores de su decisión? — No..Preferiría contarle un sueño que tuve hace unos cinco años... — Pero, Don Hipólito... ¿eso que me vas a contar tiene que ver con el programa? — Pues, claro! Dilberto no comprendía totalmente la relación que podía existir entre un sueño de Hipólito de hace cinco años con un tendero que se había suicidado ayer y que había sido la noticia del día debido a la gran cantidad de dinero que se decía que dicho comerciante tenía y cuyos motivos para el suicidio eran todavía un misterio, ya que tenía un hogar bien organizado, negocios y propiedades, y no se conocía que sufriera alguna enfermedad grave. Dilberto alistó su grabadora. — Bueno, Dilberto, -empezó diciendo Hipólito-. Resulta que el sueño que le voy a contar es una especie de revelación. Yo era dueño de una tienda de barrio que por la cantidad de mercancía y

capacidad de ventas, competía con los mejores depósitos del mercado. Tenía un gran éxito si se mide el éxito por el número de clientes y volúmenes de venta. Pero igualmente andaba angustiado; no tenía paz ni para desayunar. Cobraba, pagaba, vendía. Pero cada vez las cosas eran más voluminosas: más créditos, más cobros, más me robaban, más perdía, más esperaba ganar. Por lo tanto, tenía que vender más... y así en una cadena interminable. La noche de un sábado, antes de quincena, me acosté bastante preocupado. Soñé que iba en un avión a otro país a una convención invitado por una empresa multinacional a la que le distribuía sus productos. En el asiento contiguo iba un joven que me pareció cordial y con el cual iniciamos una conversación amena y curiosa. Comencé a hacerle preguntas cuyas respuestas me dejaron frío. — Quisiera saber qué opina usted sobre cosas tales como las ganancias, el dinero y la producción. — Creo que es posible vivir felizmente en nuestro planeta sin ganancias ni dinero -me respondió-. Considero que el hecho mismo de trabajar para ganar dinero es auto-destructivo, pues induce a la gente a pensar que las adquisiciones, los logros y las apariencias son las razones del trabajo. Y estas cosas nunca dan lugar a la total satisfacción de la persona. — ¿Porqué cree usted que esas cosas son malas? -Le pregunté-. — Yo no utilicé la palabra malas. Ciertamente, para el ser humano hay pocas cosas más satisfactorias que el trabajo. El trabajo es un medio para sentirse útil y realizado. Representa una estimulante forma de renovarse. Pero el trabajar por dinero, o incluso por lo que puede comprar ese dinero, es un callejón sin salida. En la tierra no se puede alcanzar satisfacción personal por medios exteriores, pues la felicidad es un proceso interior. Si una persona es feliz, es porque lo experimenta dentro de sí misma. — Pero el hecho de tener dinero, ¿no facilita la consecución de la felicidad interior? -Pregunté-. — No, de ningún modo. Esa es una de las ideas falsas que los cerebros orientados hacia el negocio desearían inculcar a todo el mundo. La idea de que el dinero da la felicidad es falsa. Si usted pudiese ver el mundo como yo lo veo, con ojos que perciben sólo la realidad, adoptaría un punto de vista diferente. En nuestro planeta vivimos unos 6 mil millones de almas. Apenas el uno o dos por ciento de esa gente posee dinero en abundancia. El 98% restante carece de medios, y sin embargo los más pobres entre ellos son capaces de ser felices, disfrutan de una puesta de sol, con una reunión familiar y con infinidad de otras cosas. Por el contrario, los más ricos presentan los más altos índices de depresión y suicidio, por el sentimiento de vacío interior a pesar de tener sus estómagos satisfechos y de tener todas las cosas que supuestamente hacen agradable la vida. A usted le convendría que todo el mundo creyese que el dinero hace la felicidad, pero yo debo contradecirle. El dinero no tiene nada que ver con la felicidad verdadera. — Si el dinero no tiene nada que ver con la felicidad, ¿porqué tanta gente lo busca con tanto afán? -Repliqué-. — Porque su pensamiento es erróneo. Se han convencido a sí mismos que acumular poder adquisitivo les dará seguridad y felicidad. O creen que deben acumular dinero a fin de ser personas responsables con su familia. Por eso se sacrifican, hacen cosas que les desagradan, como mantener indefinidamente un trabajo rutinario o vivir en una ciudad que no les gusta, en nombre de la responsabilidad o de la búsqueda de la felicidad. Pero el dinero no tiene nada que ver con ninguna de ambas cosas. — Por favor, continúe -le rogué-. No veo cómo podemos ser personas realmente responsables si no nos esforzamos en mejorar nuestra situación económica y si no trabajamos para conseguir el dinero que nos proporcionará una mejor calidad de vida. — Usted se aferra ciegamente a la doctrina de que el dinero es felicidad y responsabilidad, la misma que impregna tantas culturas de la tierra. Todo ese miedo por ser responsable y el temor a incumplir con las obligaciones hacia los seres queridos, es un mito.

Es sólo el resultado de mirar el mundo con el temor de lo que podría ocurrir. En realidad, los problemas no son sino invenciones de la mente. Cuando aparece una persona que ha sido siempre próspera, que ha cumplido con todas las obligaciones hacia su familia y hacia sí mismo, no se piensa que esa es su realidad y que en ella habría que buscar la base de su pensamiento, de su manera de ver las cosas. Sino que se tiende a creer que su éxito es consecuencia de su clase de negocio, de su trabajo, del dinero, de la suerte, de que no se ha producido una crisis económica, o de algún otro factor externo. En consecuencia, la gente comienza a pensar incorrectamente y a inventar catástrofes que no están basadas en la realidad. Como los humanos son reacios a aceptar el mérito de sus propios éxitos, miran fuera de sí mismos en busca, tanto de méritos y reconocimientos, como de culpas. Si en la tierra dispusiésemos de trabajadores que mirasen a su interior y asumiesen la responsabilidad de sí mismos, esos hombres sabrían que pueden ir a cualquier lugar del planeta y tener éxito allí. Su éxito no guardaría relación con los hechos externos, ni con las circunstancias económicas, ni con la suerte; sería un proceso interior que nunca podría serles arrebatado. Además, muchos no comprenden la ironía que supone trabajar por dinero. — Y en qué consiste esa ironía? -Pregunté— Si una persona persigue sus ideales y disfruta con lo que hace, porque así es como ha decidido pensar, el éxito le llegará de maneras inesperadas, en un grado que nunca había soñado. — ¡Pero usted no creerá que el dinero llega por sí mismo a la gente! -exclamé incrédulo-. — El éxito llegará a la vida de esa persona en la forma en que ella lo necesite. Los genios creativos de la música, el deporte, la arquitectura, los estadistas, escritores, actores, hombres de negocios, gastrónomos, diseñadores, ingenieros, pintores, no hacen por dinero lo que hacen, aunque a usted pueda parecerle lo contrario. ¿Se imagina usted a un gran pintor diciendo: "Voy a pintar un cuadro para venderlo por cien millones". Es imposible. El mismo hecho de hacer lo que se hace, sea esto lo que sea, debería proporcionar satisfacción a la persona, independiente de cualquier recompensa externa. Ni siquiera los atletas mejor pagados se esfuerzan por el dinero propiamente dicho. ¿Cree usted que un jugador de béisbol a quien se paga menos en una temporada se esforzará más el año siguiente, cuando se le retribuya mejor? No, porque el dinero es algo que viene por añadidura. ¿Qué considera usted que le ocurre a una prostituta que vende su cuerpo por el dinero y cuando se enamora de uno de sus clientes, resulta dejando toda su fuente de ingresos por irse con él? Se percata que el dinero no es la fuente de su felicidad. Al casarse, se convierte en la mujer más fiel del mundo. El anterior es un ejemplo extremo, porque la situación planteada es extrema, pero cuyo resultado es la prueba de lo que le estoy diciendo. El dinero y las demás recompensas materiales vienen agregadas cuando uno deja de centrarse en ellas y orienta su mente hacia el disfrute de la vida y de lo que está haciendo. — Así, pues, usted cree que damos demasiada importancia a acumular bienes y a las apariencias, en lugar de concedérselas a la calidad de las vivencias mismas. — Creo que con mayor propensión, ustedes los comerciantes piensan que la acumulación de bienes y las apariencias llevan en sí el germen de la felicidad, y eso es un error. -Dijo él corrigiendo mi conclusión-. — Pero si es un error el acumular dinero para comprar cosas a fin de ser feliz, ¿porqué lo hace tanta gente? -insistí-. — Porque ustedes perpetúan también el mito de la felicidad como proceso externo. No hay nada malo en los conceptos de beneficio o dinero. Yo los juzgo por lo que son, y los apruebo. El mal está en que, según he visto, se confunden estos conceptos con la felicidad y la realización personal. — ¡Ajá! ¿Cuál es la función de las ganancias y del dinero, según usted? — Sirven corno medio de intercambio, para facilitar la circulación de bienes y servicios entre personas

de todos los países y condiciones, y ésta es una función muy importante, y la verdadera finalidad del dinero y del beneficio. — Según eso, ¿usted no incitaría a la gente a trabajar para mejorar su calidad de vida mediante el aumento de sus ingresos y buscando ascensos? -Le pregunté-. — La calidad de vida no está en las cosas, sino en la mente de cada persona. He observado a los habitantes de islas remotas, gentes que no poseían una sola moneda y que hacían el pan en casa. Eran seres contentos y satisfechos que no ambicionaban nada más. Y he observado ejecutivos de grandes empresas en las viviendas más lujosas; hombres que siendo dueños de grandes fortunas, son desgraciados hasta el punto de sufrir grandes depresiones. Sus hijos pensaban en el suicidio porque temían no ser capaces de conservar esos imperios económicos. Yo incitaría a la gente a trabajar por la alegría de lo que hacen, a extraer su orgullo y satisfacción de sus actos, sean éstos los que sean. Sino consiguen eso, yo los invitaría a buscar otras actividades que les procuren satisfacción. Incitaría a los gerentes a pensar con atención en lo que pueden hacer para convertir todo trabajo en motivo de satisfacción para quien lo realiza. La gente de su mundo del comercio debe procurar hallar alegría y serenidad dentro de sí misma, y aplicar esa energía a todo lo que haga. Siguiendo ese camino, pronto le llegarán los atributos del éxito, y le llegarán en cantidades suficientes. Quienes sigan persiguiendo los atributos del éxito descubrirán que éstos se les escapan constantemente y, lo que es más nefasto, sufrirán la extendida enfermedad del MÁS. ¿Me he expresado con bastante claridad? -me preguntó-. — Desde luego. -contesté-. Pero, ¿cuál es la enfermedad del MÁS? — En la tierra, el más es la enfermedad que impide a la gente llegar al ahora. Se vive en un mundo que lucha, cuando podríamos vivir en un mundo de gente que ha conseguido cosas. Cuando trabajan por dinero y por lo que éste puede proporcionarles en el futuro, es ese lo que, puede proporcionar en el futuro se convierte en la razón del trabajo y de la acumulación del dinero. Eso significa que por mucho que acopien y se llenen de dinero y propiedades, nunca llegarán a la meta, pues lo que tienen sólo puede ser visto en función de lo que proporcionará en el futuro. He visto a hombres y mujeres de negocios gravemente afectados por esa enfermedad del más. Han amontonado más de lo que podrían gastar nunca, y a pesar de ello consagran sus facultades a recordarse a sí mismos que deben conseguir todavía más. Persiguen el más y el mejor hasta el punto de destruirse así mismos, y comienzan a adoptar una forma más destructiva de pensamiento erróneo: conciben la falsa idea de que son lo que hacen. — ¿Y porqué eso es tan destructivo? -pregunté-. — Porque constituye otro error. Cuando alguien cree que sus valores proceden de lo que hace, debe seguirse de ello que, cuando no puede hacer nada, cuando no puede lograr nada, carece de valor como persona. Por eso se ve en todo el planeta gentes que caen en depresiones cuando disminuyen sus ganancias, cuando bajan sus ventas, hasta el punto de necesitar tratamiento médico. He observado a personas que se sienten inútiles cuando se jubilan, porque creen que son lo que hacen. He visto a personas temerosas de fracasar, cuando está claro que en la tierra no se puede crecer a menos que se asuma el riesgo de que se presente el fracaso. La verdad, tal como yo la veo, es que el valor de una persona como tal viene de lo que ella decide creer sobre sí misma, y no de ninguna acumulación económica o logro profesional. Y, cuando se confunde esto, se predispone uno para el sufrimiento, al margen de lo bien que se defienda esa creencia. ¿Me comprende? — Sí, pero ¿cuáles son las manifestaciones más habituales de ese sufrimiento? Al fin y al cabo, no todas las personas que se dedican al comercio están al borde del suicidio, ni siquiera están ligeramente deprimidas. -repliqué-. — Los síntomas que he observado se encuentran en casi todos los aspectos de la vida y para quienes

los padecen, y todo nace del pensamiento erróneo a que tantas veces me he referido. Por ejemplo, he oído decir a muchos hombres de negocios que lo más importante de su vida eran las personas a las que amaban, a su familia, y la búsqueda de la seguridad de que esas personas fueran felices. Pero esos hombres no están casi nunca con sus seres queridos. Viven ocupados en acumular dinero que, por lo visto, consideran garantía de la felicidad de aquellas personas. Y, entre tanto, fracasa su matrimonio y se convierten en desconocidos para sus propios hijos. Paradójicamente, no tienen tiempo qué dedicar a los seres que consideran lo más importante de su vida. El pensamiento de estos hombres y mujeres es erróneo. En el fondo saben que no pueden comprar la felicidad y, a pesar de ello, se pasan la vida intentando precisamente eso. — Además, a menudo padecen "la enfermedad de la prisa". Casi siempre van apresurados, incluso cuando no tienen ninguna razón real para ello. Se obsesionan con la perfección, y aplican a su vida personal el mismo enfoque, activo frente a pasivo, que dan a sus negocios. Con frecuencia les he visto pedir a sus familiares cosas imposibles, insistiendo en que se comporten como lo hacen otros y preguntándose porqué los perdían. Además, su propio organismo se veía afligido por úlceras estomacales e hipertensión, por el alcoholismo y la ansiedad. Esas son las consecuencias de situar la felicidad fuera de uno mismo y de perseguir los falsos símbolos del éxito, de los cuales el principal es el signo monetario. Ese ansia de dinero impera en la tierra casi sin freno, y es algo completamente negativo. La gente piensa incorrectamente, y educa a sus hijos para que hagan lo mismo. — Pero no todo es malo. ¿No cree usted que la industrialización ha elevado el nivel de vida de todo el mundo? -Protesté-. — Le repito: yo no he dicho que el trabajo y el dinero fuesen malos. El problema radica en la manera en que el trabajo y el dinero son considerados y utilizados en el mundo. Yo estoy a favor del trabajo, que me parece una buena manera de vivir y de sentir la propia dignidad. Pero su pregunta presupone también una verdad que simplemente no existe realmente: que el mundo industrializado es mejor que el no industrializado. Si mira usted las cosas con realismo, verá que por cada una de las mejoras en el nivel de vida de las que ustedes se enorgullecen, han de pagar un alto precio. Si construyen grandes fábricas, infestan la atmósfera de prodúctos cancerígenos. Si construyen grandes armas, crean la posibilidad de destruir el mundo en una conflagración espantosa. En esos lugares "no civilizados", donde el nivel de vida usted lo supone tan bajo, la gente no lleva pistolas ni muere de cáncer. Aunque no pueden desplazarse de aquí para allá tan rápidamente como otros pueblos, no respiran ni beben desechos industriales. Viven en su tierra y no almacenan en ella armas nucleares. Están cerca de sus seres queridos, y no necesitan beber alcohol para pasar los días. En realidad, la elevación del nivel de vida es la justificación que da el hombre de negocios a todo lo que hace, y sin embargo cuando es sincero consigo mismo, afirma: "Éramos felices en los tiempos en que teníamos muy poco. Nos queríamos y nuestros objetivos eran sólo sueños. El compartir aquellos sueños nos aproximaba más. Los años de escasez nos ofrecían tan poco en cuanto a cosas externas, que teníamos que mirar nuestro interior". Y esa es la naturaleza de la felicidad. Todo el sufrimiento que soportan ustedes los comerciantes viene de sus ansias y deseos. Cuando se detienen y se dedican simplemente a vivir y a disfrutar con su actividad comercial, el sufrimiento disminuye. No se precipite a afirmar que esos pueblos "incivilizados", con sus bajos niveles de vida, tienen el monopolio de la desdicha y carecen de satisfacción personal y de felicidad. Si no pueden ser tan felices trabajando en su jardín como lo son trabajando en un elegante club nocturno, o mientras preparan un negocio, es que aún no han comprendido esa verdad básica de la vida. Me refiero a la verdad siguiente: "NO HAY UN CAMINO HACIA LA FELICIDAD; LA FELICIDAD ES EL CAMINO".

…...... Dilberto no salía de su asombro. Jamás se le hubiera ocurrido que aquel hombre bonachón que estaba frente a él, fuese depositario de un concepto filosófico tan revolucionario. Por momentos pensaba que el cuento del sueño fuera simplemente un mecanismo para mostrarse modesto y humilde. Hipólito le había dado una lección jamás esperada de una persona a la cual consideraba un simple trabajador, de origen humilde y campesino, sin conocimientos universitarios. Encarnación miraba a Dilberto desde dentro de la tienda y se dio cuenta que el periodista no volvería a ser el mismo. La palidez y asombro eran muy notorios en su rostro. Encarnación se daba cuenta que Hipólito le había relatado el sueño. Ella sabía de los resultados que producían los cuentos de Hipólito; varios de sus amigos habían transformado sus vidas cuando él les contaba sus historias, que ejercían los efectos de una parábola; como aquella en la que ponía en el piso una tabla de diez metros de largo por veinte centímetros de ancho y le pedía a su interlocutor que la caminara. El asombrado amigo se reía de la simple de la petición de Hipólito y aceptaba caminarla con burla. Hasta se tapaban los ojos o lo hacían en una sola pierna o hacia atrás para menospreciar lo fácil que era hacerlo. Luego Hipólito tomaba la misma tabla y se iba con el experimentado de turno y le montaba la tabla entre dos paredes a una altura de 20 metros. Le pedía que hiciera lo mismo que había hecho, en el piso y siempre ganaba la apuesta, porque el burlón rechazaba hacer las mismas monerías encima de la tabla. La enseñanza que seguidamente le daba Hipólito era que los problemas eran una invención de la mente y que su solución dependía de la perspectiva que tuviera el sujeto. Como la tabla, el problema había que asumirlo como si estuviera en el piso y nunca pensar que estaba demasiado alto, porque lo alto no era la tabla, sino perspectiva. Encarnación se daba cuenta que Dilberto había sido golpeado en lo más profundo de su ser. Para ella, era seguro que Dilberto comenzaría una aventura rn los negocios en los que el dinero no sería el motivador, sino el placer de dar a conocer todas y cada una de las experiencias que Hipólito había vivido o que sabía que a otros les habla ocurrido. Encarnación también sabía que no todas las veces funcionaba, porque esas ideas de Hipólito eran contrarias al pensamiento de todos, lo que resultaba a veces en duras discusiones intentando romper conceptos paradigmáticos milenarios. Dilberto apagó su grabadora. Su perplejidad llegó a límites extremos. Corno un autómata, se levantó de la silla y se fue a su casa. Decidió no ir a la rueda de prensa que había ofrecido un dirigente político de la ciudad. Al llegar a su casa, rebobinó una y otra vez el cassette y cada vez se convencía más que lo expuesto por aquel modesto tendero contenía verdades de a puño. Esa noche, para Dilberto, prometía ser una noche en blanco. Sus pensamientos y recuerdos obstruían la llegada del sueño. Su vida pasó una y otra vez por su mente y cada detalle era sometido a la comparación de lo dicho por Hipólito. Como cuando empezó a ejercer su profesión de periodista y lo hacía por la delicia de redactar una noticia, hacer una entrevista o simplemente leer una nota social. El dinero que ganaba era suficiente y sentía que le pagaban por hacer algo que para él era un pasatiempo muy agradable. Después, cuando se dispuso a ganar más dinero haciendo periodismo, las oportunidades se esfumaron y la actividad se volvió una carga desagradable, casi todas las puertas que tocaba se cerraban. Revisó cada instante de su vida y cada vez quedaba probado que Hipólito tenía toda la razón. Hasta el mismo programa sobre las vivencias de los tenderos que le había propuesto al dueño de la emisora, resultaba ser otra prueba: muchos colegas habían cursado la solicitud meses antes y no habían obtenido la aprobación. Ese día, después del noticiero, el gerente de la emisora le había preguntado por los preparativos para el programa de Abril.

En su mente, durante los días previos, había vuelto a saborear pensamientos de animosidad por hacer un programa bonito, original y que causara un gran efecto, aunque no dejara ni un peso de ganancias. Esa noche, al afirmar su conformidad de hacerlo por profesionalismo, por el gusto de mostrar al mundo el trabajo esforzado de hombres y mujeres que calladamente habían aportado al desarrollo de la ciudad, su sueño apareció plácido. Fue una madrugada tan deliciosa para su espíritu, que su cuerpo descansó a plenitud. La mañana siguiente tenía un brillo igual al de épocas pretéritas, los pájaros cantaban con más alegría, el ánimo personal le hacía caminar con garbo. Ya había empezado a tener ganancias del negocio con Hipólito: recuperó la conciencia perdida durante estos años buscando la felicidad económica. Caminando por la empinada calle, tomó el bus de Loma Fresca. Hasta el nombre de la ruta se le antojaba con sabor positivo. Pensó en las tantas cosas que se pierden por pensar de manera equivocada... Al llegar a la emisora para iniciar el noticiero, sus compañeros le informaron de su espera la tarde anterior para entregarle una carta. Cuando abrió la misiva, sus ojos y boca también se abrieron. Sus compañeros, perplejos por la reacción de Dilberto, se dijeron mutuamente en voz baja: —Tanta alegría por una invitación a ser locutor central de una campaña pro-damnificados del eje cafetero. ¡Puff! Si fuera que pagaran alguna maricada por las cuatro horas de bla, bla, bla... todavía...

Era un martes caluroso. Dilberto llegó a la hora acordada a las canchas de tejo y bolo ubicadas a un costado de la Vía Circunvalar de Barranquilla. A su llegada le sorprendió que dentro del establecimiento hubiesen tantos clientes. El ambiente lleno de humo denso, producto de los cigarrillos, el tabaco de algunos y, sobre todo, del asadero de carne que se encontraba dentro del negocio. Un ambiente de camaradería, como si todos se conocieran. Voces que gritaban saludando a otros que entraban. La música estridente del viejo traga-níquel contrastaba con el grupo musical que esperaba al fondo del salón para dar comienzo a su tanda musical. Dilberto, antes de entrar, sabía que era martes. Adentro, después de cinco minutos, no podía estar seguro de la fecha. El ambiente borraba su noción de el tiempo. El corrido ranchero de Antonio Aguilar del Caballo Blanco, le entraba a sus oídos corno si fuese una pieza musical tan impactante que lo empujaba a tararearla sin saberla y los vellos de sus brazos se erizaban como si comenzaran a danzar. Caminando a través de aquel salón, vio a lo lejos una mesa de madera, con cuatro sillas también de rústica madera, desocupada. Un joven, patilludo y con la camisa abierta hasta el ombligo con las puntas en nudo sobre la correa, se acercó y le preguntó: — ¿Qué se toma el señor? — ¿Qué tiene bien frío? —Cerveza, aguardiente, ron, guandolo, chicha, refajo... — Una cerveza... Dilberto comenzó a sentir cada vez más el peso de las miradas. Parecía que estaba en el centro de una

reunión social y que no era invitado. De pronto, sintió en sus espaldas un fuerte golpe de una mano: — ¡Quiubo, ñero! ¡Hoy sí vino vestido decentemente! -Saludó Torombolo-. — Hola. ¿Ya vino Don Hipólito? — Está esperándolo en la cancha de tejo. Pensamos que no iba a venir... — Pero yo llegué a las tres como habíamos acordado... — Sí, pero es que llegar puntual es llegar tarde, -dijo Torombolo-. Al fondo se veían que lanzaban círculos aplanados metálicos para el tejo y otros, redondos, para el bolo criollo. Dilberto había visto en otros sitios de la ciudad ésta clase de juegos de exclusiva práctica por parte de los interioranos, especialmente santandereanos, boyacences y cundinamarqueses. Hipólito presentó a Dilberto a sus compañeros de juego y entró a reforzar el equipo de Hipólito que se mostraba exhausto y muy errático en su juego. — Estoy fallando mucho. Tal vez porque hace más de dos años que no vengo a jugar. Dilberto hizo algunos lances que resultaron efectivos reventando las mechas. Sus contrarios le alegaban que eran chiripazos, o suerte de principiante. Pero Dilberto se daba cuenta que la puntería de softbolista que en sus años mozos había tenido no lo había abandonado. Ante tan efectivos lances, Hipólito lo invitó a jugar bolo criollo para evitar molestias a sus paisanos con un reventador de mechas recién llegado. A los pocos momentos de iniciada la partida de bolo criollo, Dilberto comenzó a sentir los rigores de la combinación de chicha, ron y cerveza a que había sido sometido por las ofertas de sus compañeros de equipo. Y los efectos no se hicieron esperar: la bola de madera corría hacia los palos que debía tumbar pero no lograba el objetivo. Se dio cuenta de la diferencia tan grande en las preferencias y métodos de consumo de licor, y admiró la resistencia alcohólica de aquellos hombres. — ¡Vusté está jincho! Mejor jártese una bomba. -le ordenó Torombolo entregándole una totuma pequeña conteniendo un delicioso y caliente caldo de gallina-. Dilberto soplaba y sorbía, soplaba y sorbía. Lo hacía tan desesperadamente que parecía en una carrera por ganarle a los efectos letárgicos del revoltillo etílico. A los pocos minutos Dilberto sintió que el mundo paraba de dar vueltas. Las ganas de vomitar habían desaparecido. Se sorprendió de la velocidad y efectividad del consomé. Las combinaciones de pastillas a las que estaba acostumbrado para estos casos de emergencia alcohólica, no eran tan demoledoras para acabar con las desagradables sensaciones de quien se encuentra al borde de una borrachera de cinco pisos, como decían los cachacos para medir los niveles de beodez en que se encontraban. Recuperado Dilberto de la juma, se le despertó un apetito feroz del cual nunca antes había experimentado en sus parrandas costeñas. — ¿Hambrecita, ñero? -preguntó Torombolo-. Eso es porque la chicha que se jartó es la de "ojito", muy alimenticia que despierta la gana de tragar hasta a un muerto. — Hipólito, este cachaco me la montó con su ñero y me gustaría devolverle su igual. ¿En Santander, cómo se le dice a los corronchos? -le preguntó Dilberto a Hipólito, buscando compensar el epíteto que le había endilgado Torombolo-. — A los campesinos llegados a la ciudad se les dice: "Júchele". — ¡Torombolo, si me sigues diciendo ñero o corroncho, te llamaré júchele! — Hipólito, ya le soltaste la jeta. Está bien, coteño. No me pida que lo llame por el nombre, porque soy bastante desmemoriado. — Costeño es aceptable, porque eso soy. — Coteño, déle muela a ese plato de mute santandereano que está de rechupete. Creyendo que era poco lo servido, Dilberto comenzó a comer y comer, pero el plato de mute parecía inacabable. Entre tanto, Hipólito se comía una deliciosa punta gorda con yuca y ají picante natural. En la tarima se anunciaba la siguiente tanda de música y los presentes lanzaban un grito de alegría acompañado de un surtido aplauso.

Hipólito, después de la intervención musical, solicitó el micrófono para dirigir algunas palabras a los asistentes. Al subir a la tarima, fue recibido con un fuerte y caluroso aplauso. La última vez que había estado en esa tarima fue precisamente durante la campaña electoral de su amigo Ernesto Gómez Guarín. — Me alegra mucho estar hoy con todos ustedes, mis amigos. Les prometo que no voy a hablar mucho, porque no es el momento apropiado para escuchar discursos. Menos, hablaré de política, que por momentos me parece insulsa, falta de sincero liderazgo y verdadera responsabilidad. Mejor quiero anunciarles que un amigo nuestro va a regalamos su profesionalismo como periodista de muchos años. Es un homenaje y reconocimiento a nuestra labor de comerciantes y aportantes al desarrollo de esta ciudad, que a cada uno nos recibió a su manera. Se trata de Dilberto Monterrosa, para quien pido un fuerte aplauso. Él va a dedicar un programa radial durante el mes de abril para contar a toda la costa nuestras vivencias, como personas que llegamos a estas tierras a traer nuestras propuestas de solución y no, como algunos pretendieron endilgarnos, a generar problemas. El programa tendrá una gran difusión y va a ser muy interesante. Por eso invito a los comerciantes que les gusta la publicidad de sus negocios para que aprovechen esta oportunidad. Con nuestra actividad comercial hemos aportado todo lo que ella exige: impuestos, empleo, industrias, servicios públicos e impulso comercial. Pero es muy importante reconocer que estarnos en esta ciudad porque aprendimos a amarla y a confiar su cuidado y educación de nuestros hijos y nietos; Barranquilla nos debe merecer la misma atención que nos merecen nuestras ciudades natales. Para ello, debemos ser más partícipes del desarrollo social y político de ella, ser activos defensores de su destino como ciudad-distrito. Ya no es posible excusamos en el hecho de ser foráneos, porque ya no lo somos. Nuestra vida familiar, social, económica y comercial tiene raíces tan profundas, que los nexos con nuestra cuna se han reducido a una referencia natal o a unos recuerdos de juventud. Pero nuestro presente está henchido de ilusiones por un futuro más promisorio, haciendo amistad, negocios y familia con los naturales de ésta tierra. Por lo tanto, debemos una correspondencia a esta ciudad noble y alegre de la cual hemos aprendido a vivir. Como si fuera mi último deseo, hoy quiero manifestarles mi inconformidad con la nueva estrategia de nuestro gremio y de algunos acostumbrados a aplicar el terrorismo como método para ejercer el poder, sea político, económico o comercial. Me refiero a aquellos que en los últimos años han estado esparciendo por doquier la noticia de que van a llegar a ésta ciudad los hipermercados o los macromercados y, con ellos, el fin definitivo de las tiendas. Yo les digo ahora a ustedes y, por este medio, a todos los traficantes de terror, que si las tiendas no se han acabado en los países más desarrollados del mundo y que ellas existen desde el mismo momento en que se formaron las primeras sociedades humanas, jamás va a ser posible acabarlas. Ellas forman parte de la humanidad como lo forman las religiones o los partidos políticos. Las noticias de la llegada de éstos hipermercados nos debe alegrar mucho, porque precisamente nuestras tiendas se han visto alimentadas por novedades comerciales en cuanto a exhibición de productos, manejo de inventarios, etcétera. Para los que alegan que son nuestra competencia, están equivocados de palmo a palmo. Recordemos cuando llegaron los primeros supermercados y anunciaron nuestra hecatombe. Los supermercados, macromercados y los hipermercados se compiten entre sí. Nuestra competencia no son ellos. Ni más faltaba. Nuestra competencia es la tienda de enfrente y, no porque venda más barato, ni porque tenga más mercancía. Ese vecino de enfrente o el de la otra esquina no está compitiendo con nosotros; es nuestra incompetencia para desarrollar nuestro negocio lo que hace dura la tarea de tendero. Acostumbramos a bañarnos para asear nuestro cuerpo y sentirnos libres de suciedad y gérmenes; pero nuestra mente sigue contaminada del negativismo que le inyectamos con nuestras innecesarias preocupaciones.

Inseguridad, muertes, enfermedades, maldad y otras cosas desagradables han existido y seguirán sucediendo mientras hayan dos personas en el mundo. Pero también seguirán existiendo siempre personas de éxito, siempre habrá gente próspera, siempre encontraremos gente buena, porque siempre existe Dios. Los comerciantes que se quiebran es porque descuidaron sus negocios, o porque no ahorraron en los momentos de abundancia, o porque tienen una mentalidad fatalista o perdedora, ya sea echándose la culpa a sí mismos, a su familia, a la situación del país o simplemente a que las cosas tienen que ponerse malas. La esperanza es la actitud conformista de los perdedores. Dios no nos da ninguna esperanza, porque no la necesitamos. Él nos creó a su imagen y semejanza, lo que significa que tenemos el poder creador necesario para comportarnos dignos hijos de Dios; dignidad que se manifiesta con fuerza en aquellos momentos en que amamos, en que somos solidarios con nuestros semejantes. Igual como cuando les damos las llaves de la casa a nuestros hijos volantones para que no tengamos que trasnochar esperándolos para abrirles la puerta; indignos hijos nuestros, si al llegar tarde de la noche tocaran la puerta, teniendo que interrumpir nuestro descanso porque no se les ocurre que en sus bolsillos está la llave que les permite entrar a la casa. Así, amigos míos, mandemos para el carajo grande a aquellos que pretenden llenar nuestras mentes de terror. Tenemos el poder divino para crear y cambiar. Los que creen solo en lo imposible les toca ser los últimos en aceptar que las cosas sí eran posibles. De ahora en adelante, cuando alguien pretenda asustarlos con esos cuentos chinos de que se va a acabar el mundo para nosotros los tenderos por la llegada de establecimientos más grandes, les recomiendo que piensen en lo que significan las siguientes frases: 1°.- "Según como pienso, así es", que la dijo Henry Ford, y 2°.- "Siempre en la vida se tendrá menos, cuando se necesite más", que no me acuerdo ahora quién la dijo, pero que a las claras explica porqué la mayor de nuestras angustias la produce estar ansiando más, cuando lo que debemos es estar disfrutando y a gusto con lo que tenemos. Y no es conformismo. Es conformidad con lo que se tiene para aprender a disfrutar lo que hemos logrado. Porque cuando ansiamos más, estamos fijando otra meta antes de disfrutar lo que ya tenemos. Así se nos va la vida en un tris. Es posible que muchos de los presentes se encuentren aquí disfrutando de un escape de la realidad que no quieren porque ansían más. Hoy martes lo hemos aceptado, porque sí, como un día de pocas ventas. Lo mismo hemos hecho con el jueves. Eso se volvió cierto para quienes ansiamos vender más, pero no para los que están en estos momentos frente a frente con su mujer y sus hijos disfrutando de un día de buena venta. A cuántos de nosotros nos ha ocurrido que los martes y los jueves los hemos convertido en días de pelea con la mujer y los hijos, con el empleado, con los clientes, con los proveedores y hasta con nosotros mismos, porque venimos a jartarnos como cerdos para olvidar nuestra incompetencia para vivir más plenamente. Desde hacía dos años no venía aquí, no porque no me agrade este sitio. Siempre me ha gustado por su excelente comida y cada vez que alguien me pregunta por un restaurante típico santandereano, le recomiendo este negocio. Pero aprendí que quien menos ha disfrutado de mis bacanales ha sido el ser que más quiero: mi mujer. Y la prueba está en que eso también le ocurre a los presentes, porque ninguno está acompañado de su esposa. Venimos solos y deberíamos venir con ella. He sido cliente de este negocio y de otros de la misma clase durante muchos años. Pero mis excesos en el licor y la comida me tienen ahora bajo innecesarios padecimientos por el colesterol, una enfermedad que debería dar tanta vergüenza como el sida. He hablado pareciendo que estuviera denigrando de esta clase de restaurantes y eso no es verdad. Estoy demostrando con lo dicho, que corno las tiendas, todo va cambiando y deberíamos estar atentos a ese

cambio. Los que estamos aquí presentes, pronto estaremos aceptando ir a comer a sitios donde se ofrezcan comidas con ingredientes saludables. Y sino lo creen, pregunten a sus hijos si prefieren venir a un restaurante tradicional o a uno de comida sin colesterol. Para terminar, quiero darles las gracias por haberme permitido dirigirme a ustedes. Les deseo todo el éxito que se merezcan. Muchas gracias. Los asistentes, en un desbordado arranque de alegría, aplaudieron a Hipólito con furiosa fuerza. Las palabras de su orador favorito, al que tantas veces habían escuchado habían ejercido sobre ellos un conmovedor sentimiento de revaluación personal. Las manos se extendían para felicitarlo por tanto valor y emoción en su discurso. Veían a Hipólito como su hermano mayor y le expresaban sus respetos y agradecimiento. Hipólito levantaba su mano izquierda para rechazar las totumas de chicha o las copas de aguardiente que le ofrecían, mientras con su mano derecha estrechaba las manos que le felicitaban; su rostro pletórico de alegría era su respuesta a tantas manera de felicitación. — Dilberto, vayámonos. Ya es suficiente la diversión. No se le olvide que mañana tenemos que trabajar: usted en lo suyo y yo en lo mío. -le dijo Hipólito-. — Sí, estoy de acuerdo. -le contestó Dilberto-. En la calle, alzaron la mano a un taxi y luego de negociar el valor del servicio, se montaron en el asiento trasero. — Hipólito, gracias por la promoción que me hiciste del programa. Y también quiero felicitarte por ese discurso tan espectacular. Jamás había visto tanta gente siguiendo palabra por palabra un discurso, menos cuando todos estaban afectados por el trago. Realmente ejerces una fuerza de atracción extraordinaria sobre esa gente. — No es ningún secreto. Cuando eres sincero en lo que dices, el mundo entero te escucha, no importa que estés equivocado. — Cuando hablabas, se me ocurrió que si alguien creara un programa de capacitación motivacional para los tenderos, ellos podrían aprender muchas cosas buenas que les hiciera más fácil el desarrollo de una actividad tan agotadora como es la tienda. — En alguna ocasión yo también propuse eso. Afortunadamente, no lo hicieron. — ¿Cómo así que "afortunadamente no lo hicieron? ¿Acaso eso no es bueno? — En esta vida ninguna cosa o acción es buena o mala. La calificáción de buena o mala es subjetiva y depende de la mente que así lo califique. En cuanto a la creación de un programa de enseñanza motivacional para los tenderos, comprendí que nadie puede enseñar a otro. Es el que quiera aprender, quien aprende de otro. Así, pues, el montar ese programa sería montarlo sobre una base falsa. Y cuando algo es montado sobre una base falsa, es porque tiene otro propósito escondido y por la historia de los últimos 5.000 años, el hombre crea cosas originalmente buenas que con el tiempo se convierten en justificadas instituciones para ejercer el poder económico, religioso, político o social de unos pocos sobre otros muchos. Échale un vistazo a la filosofía, a la religión, a la política, al comercio, a las profesiones, a la familia, al Estado, a las organizaciones sociales, a la guerrilla, a los paramilitares, a las auto-defensas, a la universidad, a los gremios, a las escuelas, a la amistad, al matrimonio, a las comunas, etc. Dime una sola institución de las que le acabo de mencionar u otra que se le ocurra para mostrarle mi aplicación. — La Religión... -Dijo Dilberto-. — Si partimos de la base que Dios es Omnipotente, Omnipresente, e infinitamente superior a todo lo que " vemos, incluyéndonos nosotros mismos, significa que nadie ha podido verlo en toda su dimensión. Si aceptarnos que Dios está en todas partes, significa que se encuentra dentro de este taxi, dentro de nosotros y en tu casa y en la mía, en este mismo momento.

Si yo no lo he visto, usted no lo ha visto y nadie lo ha visto, cómo puede alguien enseñarnos algo que no conoce porque no lo ha visto, sino que supone. Las religiones, no una, sino todas las que existen, han existido o existirán, nacen porque alguien comprendió mental o espiritualmente la dimensión de lo que llamamos Dios o ese ser superior que le tenemos tantos nombres, no importa. Al comprender espiritualmente, como algunos lo denominan como Revelación, y llevar a cabo sus deducibles enseñanzas, los que le rodean lo magnifican y exaltan como Enviado de Dios, por la manera en que se expresa de Dios. Sin ser deseo personal del Enviado, los admiradores suyos quieren honrarlo creando una institución que preserve en el tiempo su existencia. Sin excepción, todos la crean después de muerto el llamado Enviado. Nace, entonces, una organización administrativa que necesita dinero para sobrevivir y busca un cada vez mayor número de asociados, afiliados o adeptos para obtener poder político qué permita seguir extendiendo sus enseñanzas y poder demostrar a los demás que por ser una religión de mayor número de adeptos, es una religión verdadera. Con el tiempo, se fracciona en otras vertientes que nacen de su grupo central por discusiones internas en la utilización de los bienes y en la consecución de la presidencia, el pontificado o cualquier otra investidura de mando. Dilberto replicó: — Es durísimo con esos comentarios, pero como se ven las cosas, es necesario que ocurran porque de lo contrario se acabaría el orden social en el mundo... — Orden...? Si usted recuerda la historia de Caín y Abel, verá que ambos forman parte de una institución: son hermanos, hijos de Adán y Eva. Ambos hermanos funcionan perfectamente hasta que Abel considera que sirve mejor a Dios. Caín se siente atacado por su hermano al intentar ejercer dominio sobre él, por la supremacía de sus cultivos. Caín disiente de sus calificaciones y procede a matar a su hermano como último recurso para resultar único en sus ideas sobre lo que significa honrar a Dios. Ambos honran a Dios, cada uno a su manera, pero el disentimiento de ambos nace por la pretensión de los hombres a ser mejores -no sobre sí mismos- sino sobre los demás, a los ojos -no de sí mismos- sino de los demás. Ya casi estamos llegando a nuestras casas. Le voy a contar una historia que sirve de alegoría a nuestra espinosa conversación: A las profundidades del mar llegó una ballena y conoció a otros peces que jamás habían estado en la superficie. Los que quisieron escucharle, se reunían con la ballena cada semana. Ella les decía que la vida de ellos y de ella misma dependía de la existencia del agua que les permitía a todos vivir, desplazarse y alimentarse. Que el agua lo era todo para todos los peces. Que ella conocía el agua desde el día en que se había asomado a la superficie y había visto su magnitud, sus olas y el movimiento de sus corrientes. Los peces que le escuchaban, que regularmente eran los más desprotegidos y que, además, eran sometidos por otros, aceptaban lo que les decía aunque no le comprendieran totalmente, pero le creían totalmente. Los otros peces, más grandes en tamaño que ellos, se mofaron de la ballena por sus ideas locas de que entre ellos hubiese agua y que esa agua fuera lo que les daba vida. Ellos nunca la habían visto por más que afinaran sus poderosos ojos que tenían el poder visual de ver hasta los objetos y seres más lejanos o microscópicos. Cada vez fueron más los asistentes a sus charlas y enseñanzas sobre lo que había fuera del agua. Los más aventajados discípulos le pidieron a la ballena que les mostrara el camino para reconocer el agua que aceptaban era todopoderosa y eterna, aunque realmente no la vieran con sus ojos, pero sentían su presencia. La ballena organizó un viaje a la superficie para que conocieran el agua donde estaban sumergidos.

Pero algunos permitieron que a sus mentes entrara el temor esparcido por los peces más grandes y se devolvieron a mitad de camino. A otros los asustó la cada vez más grande claridad del mar y que les parecía que los enceguecía a medida que subían y subían. Los que resistieron a sus propios temores, lograron su objetivo. Cuando llegaron a la superficie, la ballena les enseñó a saltar sobre el agua y ver maravillosos paisajes jamás soñados. También se dieron cuenta que realmente estaban sumergidos en una materia que los protegía y alimentaba, llevando en sus corrientes los organismos necesarios para sobrevivir. Algunos prefirieron quedarse en los alrededores para aprender más de lo visto. Otros decidieron regresar a las profundidades a contarle la experiencia vivida a todos sus amigos y familiares. La ballena los guió de regreso, pero los tiburones le tenían preparado un atentado contra ella. Como los que regresaron, contaron a todos los demás lo que habían visto, se esparció por todas partes un deseo de ir a mirar la superficie. Los tiburones se pusieron de acuerdo para organizar un paseo, patrocinado y protegido por ellos. Los tiburones consideraron importante liderar esa excursión para retomar el mando perdido por las alocadas ideas de la ballena que habían producido severos daños a la filosofía difundida por ellos, de que habían seres malignos más arriba. Tomando la delantera, los tiburones que fueron comisionados para ir con los peces pueblo decidieron el día que partirían en caravana a la superficie, llevando a los discípulos de la ballena que ya conocían el camino. Luego de varias horas de ir subiendo, los tiburones sintieron hambre y se comieron a los novatos paseantes. Los discípulos de la ballena, que se habían puesto así mismos nombres distintos como sacerdotes, pastores, gurús, guías espirituales, monjes, patriarcas, chamanes, druidas, profetas, maestros, iniciados, ungidos, hermanos, escribas, líderes, diáconos, sabios, filósofos, teólogos, pontífices, discípulos, feligreses, seguidores, iluminados, devotos, santos, idealistas, apóstoles, creyentes, abad, abates, capellanes, eclesiásticos, padres, párrocos, predicadores, presbíteros, vicarios, obispos, papas, brahmanes, curas, mesías, enviados, mártires y otros más, se percataron de las intenciones de los tiburones y se pusieron a la defensiva. — Dilberto, para no ir a ofender sus creencias religiosas, dígame alguno de los nombres que te dí anteriormente para continuar con el cuento. -Dijo Hipólito-. — Me es indiferente cualquiera que escoja. Pero para facilitarte la historia, escojamos... Iluminados. -le respondió Dilberto-. —Pues, bien, sigamos ...-continuó HipólitoLos tiburones, saciados del hambre, les dijeron a los Iluminados que siguieran el camino, pero cuando iban llegando a la superficie, la luz los asustó. Para evitar caer en la trampa que suponían que les habían puesto los Iluminados, solamente dejaron sobresalir la aleta dorsal y esperaron un rato para saber los resultados. El sol incandescente de una tarde de verano les produjo desecamiento en su aleta y optaron por hundirse nuevamente sin salir completamente a la superficie. Reunieron a los iluminados y les propusieron que permitirían que se siguiera divulgando sobre las cosas que ellos decían haber visto afuera. Si pretendían decir algo más, los tiburones se encargarían de engullirlos. Sellado el convenio, regresaron los tiburones y los iluminados y contaron a su pueblo lo visto. Les dijeron que los otros se habían quedado y, como premio a, su fe, el agua les había otorgado la salvación eterna y que los tiburones habían sido elegidos para señalar las condiciones para poder ir a superficie y a los iluminados se les había encargado de preparar espiritualmente a los que quisieran ir a la superficie. En adelante, crearon una organización que establecía las condiciones para merecer ir a la superficie y como era seguro que los que fueran se quedarían en la superficie por los hermosos paisajes y la abundancia de comida, no necesitaban los bienes que tenían y se los podían ceder a las instituciones creadas por los tiburones y que eran administradas por los iluminados.

Los que no tenían bienes era porque el agua no los consideraba bienaventurados y, por lo tanto, ese era el castigo de sus pecados. Cuando los ricos ya no eran tontos y los pobres muchos, cambiaron la ideología diciendo que los ricos no podían ir a la superficie sino entregaban todos sus bienes y los pobres tenían libre ida a la superficie cuando quisieran, porque al nacer pobres era suficiente visa, siempre y cuando pagaran los valores de pasaporte, trajes y atuendos que estaban con precios impagables para los pobres. Algunos que no creían, se fueron por sus propios medios y regresaron a contradecir lo dicho por los tiburones y los iluminados. A varios los mataron, por ser enemigos del establecimiento o por estar poseídos del maligno, ya que se habían ido sin la guía de los autorizados iluminados. Los que lograron escapar crearon otras condiciones más fáciles para ir, aunque consideraban que era necesario crearlas para evitar que se perdiera el respeto por esas cosas tan hermosas que habían visto arriba. Al final, todos se olvidaron del agua y querían perseguir lo que estaba fuera del agua... — Amigos, creo que el cuentico es mejor que lo terminen fuera del taxi. Llevo media hora esperando a que se bajen. Les tengo que cobrar el tiempo... — Caramba, no me di cuenta. -Dijo Hipólito-. — Yo tampoco. A mí llévame dos cuadras más adelante. Yo pago la carrera Hipólito. Gracias por tantas enseñanzas. Hipólito entró a la tienda. Ya estaban por cerrarla. Gustavo y el empleado se dedicaban a completar las tareas rutinarias de cargado de enfriador, revisión de productos faltantes y aseo. Mañana era miércoles de mercado y la verdura se había vendido toda. Realmente había sido un día bueno. Gustavo, al ver a su padre, reconoció que venía con tragos. Lo mejor era dejarle todo listo para que lo recogiera al salir en la madrugada. — Papá, ahí le dejo anotado lo que se necesita para mañana. No sé si quiera que mañana sí lo acompañe al mercado. No me agrada mucho levantarme un poco más tarde, a sabiendas de que podría ayudarle a cargar la compra hasta el carro que lo trae. — ¡Mijo... destápese una cerveza con gaseosa y hablemos un poco! Gustavo hizo lo ordenado por su padre y le sirvió también al empleado. Se le hizo extraño que hiciera tal solicitud, pero recordó que probablemente ya su papá estaba consciente de su adultez y quería acercarse más como amigo, que como padre. Siempre lo había admirado corno un hombre inteligente, con gran sentido del humor y un especial sentido de la solidaridad con las personas, ya fueran clientes, proveedores, amigos o desconocidos. Aunque de carácter fuerte y en ocasiones bastante explosivo, era también un hombre que parecía olvidar con demasiada prontitud sus motivos de ira. Gustavo se imaginó que alguna propuesta le iba a hacer él. — ¿Cómo estuvo la venta hoy? -le preguntó Hipólito-. — Me pareció buena. Como vi algunas verduras y frutas un poco maltratadas y con seguridad se iban a quedar, preferí hacerles a los clientes una promoción y se la llevaron toda. — Eso me gusta, mijo. Lo que haga está bien hecho. Le quería preguntar, ahora que el empleado se fue a dormir, ¿qué ha pensado hacer? — La verdad es que no lo he pensado en forma. Creo que mientras tengo una idea, le puedo ayudar un tiempo y aprovechar para que mande el empleado a vacaciones. También puedo ayudarle a hacer un arreglo al negocio, como pintarlo, mejorar algunos estantes que están un poco deteriorados, hacerle un inventario al negocio para que sepa cómo van las cosas... — Yo sé, mijo, que usted estudió en la universidad fue precisamente para no ser tendero. Es la regla de todos los hijos de tenderos y estoy de acuerdo. Pero probablemente, somos los tenderos y no los hijos que buscan mejores horizontes que no sea la esclavitud a un trabajo tan esforzado. — Los traguitos me lo trajeron filosófico... -Apuntó Encarnación con cariño. Sabía que Hipólito se había acercado a su hijo con algún buen propósito-. — Vea, mija. Yo creo que es mejor que lo vayamos aceptando. Estamos viejos para dedicamos a la

tienda. Gustavo es un muchacho con muchos conocimientos en administración de empresas y necesita un plantecito para desarrollar los proyectos que, estoy seguro, trae de la universidad. Nosotros tenemos la pensión del seguro que por fortuna cotizamos como trabajadores independientes. Tenemos de refuerzo el arriendito de la otra casita con el local. Nos alcanza para nuestros gastos, porque los pelados resultaron muy independientes y no dependen de que les estemos dando para su mantenimiento. Además, ya terminaron sus carreras y están más o menos organizaditos. Gustavito, mijo, si usted quiere quédese con la tienda. No le hago inventario. Hágalo usted mismo. Organice el negocio como le parezca mejor y tenga la seguridad que le va a ir muy bien para que en unos meses tome su decisión profesional. Págueme un arriendito para que no sea tan baratanga la cesión del negocio. Eso que pague, sirve para que su mamá se compre la comida y los pajaritos que le gusta criar y que mi tozudez siempre me opuse a esas pendejadas. Ahora le podemos dar rienda suelta a esa vida que hemos querido tener, aunque seamos viejos de edad, pero jóvenes de espíritu. — Pues, papá, eso si que es una sorpresa. A mi me gusta el negocio de tienda porque creo que es uno de los pocos renglones de la economía en que no ha habido verdadera atención de parte... — Pare, pare, mijo. Ahora no me comience a dar cantaleta como su mamá. Bastante he hecho por hacer que la tienda sea considerada por los tenderos como una empresa tan seria y productiva como cualquier otro negocio. — De pronto habría que empezar por la propia para que cunda el ejemplo... -agregó Gustavo-. — ¡Uff! No sé porqué me siento tan falto de aire y tan cansado... — La bailadita que de seguro le dieron hoy en el bolo... -dijo Encarnación con displicencia-. — Ésta vieja mía... nunca pude convencerla que ella es la única que me baila... Me voy a acostar porque mañana no voy a madrugar... y esto hay que celebrarlo con un sueño muy, muy largo. — ¿Papá, las cuentas del mercado...? -intentó preguntarle Gustavo, pero Encarnación le hizo una seña a su hijo para que dejara para la madrugada, que ella misma le explicaría-. Hipólito se dirigió a su pequeña alcoba matrimonial con notorias muestras de agotamiento. Él lo atribuía a que había sido una tarde de deporte muy exigido, con buenos contendores, redondeada por una comilona que no podía despreciar porque sus amigos lo granjeaban con envíos de distintos suculentos platos. A Encarnación y Gustavo les había traído en una bolsa tamales y morcillas. Había sido un día de grandes emociones para su espíritu y grandes excesos para sus músculos y de especial atiborramiento de grasas para su lento corazón. — Gracias, Dios mío, por todo lo que me has dado hoy. Mañana negociamos lo del pago de los excesos. Perdóneme las necedades que pude decir y ayuda a mis amigos a comprender que tú estás dentro de todos nosotros y que, por nuestra ceguera, no nos percatamos que tú estás al alcance de todos sin excepción y, sobre todo, sin intermediarios... Los ojos de Hipólito se fueron cerrando lentamente. Cuan largo era, quedó acostado «en el lado acostumbrado de su cama, acomodado en el hueco del colchón; era un desnivel que su pesado cuerpo había formado poco a poco durante años. A los pocos minutos entró Encarnación y vio a su esposo acostado con los pantalones, medias y zapatos. Su tarea rutinaria, cada vez que venía de una reunión de junta directiva o de politica en sus épocas de oro, o cuando venía del bolo, Hipólito se quitaba la camisa y se tiraba con el resto de ropa en la cama para que ella se los quitara. Nunca fallaba el sitio, ni la forma de dormir: boca arriba, cogiendo una mano a la otra encima de su cabeza. Así dormía plácidamente sin moverse en toda la noche. Aunque era más corpulento que Encarnación, a ella le tocaba el mayor espacio de la cama, porque Hipólito dormía casi a la orilla del colchón. Encarnación continuó sus preparativos para dormir y le dio un beso a su esposo que ni siquiera se inmutó. Así sabia ella cuán borracho podía estar, aunque esa noche no lo había visto tan traguiado...

seguramente los años no pasan en vano, en asuntos de licor...

A la mañana siguiente sonó el reloj despertador en la pieza de Gustavo. Encarnación no lo necesitaba para despertar todos los días a las tres y media de la madrugada. Con cuidado de no despertar a Hipólito para que pudiera cumplir su promesa de la noche anterior de dormir hasta tarde, Encarnación se fue a la cocina a preparar el tinto para su hijo, mientras él se alistaba para ir al mercado. Tocó suavemente a la puerta para avisarle que el tinto estaba listo. Mientras madre e hijo lo tomaban, ella le puso al tanto de las cuentas pendientes del mercado y la lista de la compra. Gustavo se fue para el mercado en el carro que vino a buscarlo en compañía de otros tenderos del barrio. Mientras tanto, Encarnación siguió en la cocina preparando el desayuno que ese día tendría ingredientes especiales para un menú exquisito: Tamales, morcillas, chocolate y pan ocañero, biscochuelo y queso de hoja. A las cinco y media Encarnación llamó al empleado para que se alistara para abrir la tienda. A las 6:30 a. m. Gustavo llegó con la compra. Por la cantidad y variedad de mercancías, era obvio que le estaba imprimiendo a su negocio una mejor seguridad de obtener lo que soñaba: tener una tienda como ninguna otra. Encarnación le sirvió a su hijo el desayuno, mientras le ayudaba a atender los primeros clientes. El empleado, ya desayunado, ponía en sus sitios los productos traídos por Gustavo. — Mamá, ¿ya salió mi papá? — Sigue durmiendo. — Caramba, sí que se tomó en serio levantarse tarde -comentó Gustavo-.

—Lo voy a llamar para que desayune. No sea que se emberraque porque lo llamo muy tarde. Ya van siendo las ocho. -dijo Encarnación camino a la cocina para calentar el tinto y llevárselo a la alcoba-. Siempre le agradó a Hipólito que su esposa le llevara a la alcoba el tinto bien caliente. Tal vez porque en los amaneceres disfrutaba de su exquisito aroma y lo tomaba mientras se iba vistiendo. Encarnación entró con el tinto humeante. Lo colocó sobre el pequeño escritorio que Hipólito utilizaba para su horas de escritor. Junto a la mesa de noche estaba un baúl que siempre había cumplido la función de archivador de documentos y de las tantas hojas garabateadas de I lipólito. Las llaves del baúl las cargaba en el bolsillo relojero, por lo que Encarnación se extrañó que estuvieran sobre la mesita. Como también le fue muy extraño que las manos de Hipólito no estuvieran encima de la cabeza, sino encima del pecho. Ya eran varias anomalías, pero la más rara de todas era que no estuviera encendido el radio. Era tradición familiar levantarse y encender el radio camino al baño. Un inesperado escalofrío estremeció el cuerpo de Encarnación, cuando asió los pies de su marido para llamarlo. Estaban tan fríos, tan patéticamente fríos, que sintió que sus manos se helaban. Con un movimiento impulsivo volvió a mover sus pies y se percató que todo el cuerpo de Hipólito se movía rígidamente en la misma dirección que daba a sus pies. Saltó inmediatamente sobre la cama para llamarlo con más fuerza. No respondió. Hipólito ya no estaba. Hipólito era un cadáver. Encarnación lo abrazó con fuerza, acostada encima del cuerpo de su marido, con sus dedos delgados le peinaba su pelo canoso, le recorría las cejas, los párpados, la extensión de su nariz, la comisura de sus labios, su mentón, sus orejas. Parecía embelesada mirando el rostro de su difunto esposo. De pronto sus pensamientos accionaron su boca: — ¡Mijo, cuánto te he querido! Llegaste a mi vida en silencioso amor y te marchas de igual forma. Según lo prometido, el que se fuera primero daría consuelo al otro desde la otra vida. Ahora te pido que empieces a hacer lo necesario para que ese consuelo se me dé, o de lo contrario no podré cumplirte la promesa de no llorar en tu funeral. Voy a avisar a todos que has partido. Encarnación salió de la alcoba, no sin antes estamparle sendos y amorosos besos en la frente, mejilla y boca, símbolos de su amor, respeto y amistad que por siempre se habían jurado. Al llegar a la tienda, Gustavo la miró extrañado de su semblante pálido y su mirada sombría. A su mamá le estaba ocurriendo algo grave. — Mamá, ¿qué te pasa? ¿estás enferma? -Preguntó Gustavo alarmado-. Encarnación se acercó a su hijo y abrazándolo fuertemente, le dijo: — Hi...pó...li...to...se fue y me dejó... — ¿Cómo...? ¿Pero...mamá, qué estás diciendo? ¿acaso no está durmiendo? -Preguntó alarmado Gustavo-. Nunca había visto a sus padres peleando; sabía que tenían una técnica tan especial para sus discusiones conyugales. Aunque ambos atendieran la tienda mientras estaban en desacuerdo, jamás se les había visto agrediéndose verbal o físicamente. Gustavo recordó que en una ocasión Hipólito anocheció, pero no amaneció. Encarnación les dijo que su papá se había ido de viaje y que pronto regresaría. Él y sus hermanas sabían que otras razones habían hecho que su padre se fuera de la casa. Cuando Hipólito regresó dos días después, las cosas cambiaron. Ya nunca más Hipólito dejó su casa. Pero el abrazo de su mamá le hizo comprender que decía otra cosa, más grave. Gustavo corrió al cuarto de sus padres y al asomarse lo vio acostado en la cama. Se arrodilló junto a él, y mientras rezaba un padrenuestro apoyó su cabeza sobre su pecho. Las lágrimas se volcaron sobre sus ojos en incontenible caudal.

En la tienda, el empleado viendo los hechos sin comprenderlos, sólo atinó a preguntarle a Encarnación si cerraba el negocio. Ella, con los brazos cruzados, asintió con la cabeza mientras miraba hacia la calle y pensaba: mijo! Me hiciste prometer que no lloraría. Ayúdame a cumplir la promesa. Un potente trueno sonó en el ambiente e hizo saltar del susto al empleado mientras cerraba las puertas de la tienda. De inmediato arreció un aguacero tan copioso e inesperado que el empleado dijo sorprendido, mirando hacia el cielo: — ¡¡Qué raro!! Yo creí que iba a llover por la tarde, como es costumbre en Barranquilla. Parece que se vino un diluvio. Encarnación se estremeció al ver el aguacero y recordó que Hipólito le prometió que si no lloraba, la naturaleza se encargaría de ese menester. Gustavo regresó a la tienda con los ojos enrojecidos por el llanto. Marcó el teléfono de la emisora donde trabajaba Dilberto: — Mi papá se murió. -dijo secamente Gustavo-. Dilberto, al otro lado de la línea, palideció y sólo atinó a preguntar: — ¿A qué hora falleció? Parece que fue durante la noche. — Ahh. ¿Eso significa que nadie se dio cuenta? — Ni él mismo... creo. -Agregó Gustavo-. — Lamento sinceramente esta noticia. Honraré su memoria con un extra. Tenemos 10 minutos de programa. Se los dedicaré todos a su nombre. Cuando salgas del noticiero, me podrías ayudar con... — ¡De una, Gustavo! Ni más faltaba. Estoy allá en 20 minutos. Es lo que me demoro mientras termino el programa y llego allá. Mientras tanto búsquese la cédula, el carné del seguro y si tiene una fórmula médica donde aparezcan remedios para el corazón, también téngala lista. Con eso yo le consigo el certificado médico para ahorrar la autopsia y que nos den el certificado de defunción. Gustavo colgó el teléfono y de inmediato puso a funcionar el radio que ese día no estaba encendido, porque quien lo hacia todos los días era Hipólito. Estaba en la emisora de Dilberto. Una cortina anunciando una noticia extraordinaria interrumpió al locutor de noticias deportivas: EXTRA, EXTRA, EXTRA!! La siguiente es una información de último momento, aquí en nuestro noticiero de la mañana. Dilberto en actitud formal y notoriamente compungido, esperaba que se repitiera la cortina dos veces más para llamar la atención de todos sus oyentes. Al mismo instante, en Barranquillita, en Granabastos, en el Boliche, en miles de tiendas y en miles de hogares, todas las actividades se paralizaron. Todo el mundo esperaba a que el locutor empezara a decir la razón de suspender la sección más refrescante de los noticieros como eran los resultados deportivos. Pero el locutor no empezaba. Unos segundos de silencio que parecieron eternos, hizo que el control repitiera con sonidos de sirena y trompeta la cortina. El locutor no empezaba. Se repitió nuevamente la primera cortina anunciando, otra vez, el extra. Dilberto, imbuido en sus pensamientos, recordó aquella ocasión en que Hipólito le expresó su desacuerdo por la práctica funeraria de anunciar la muerte de las personas mediante carteles pegados en las paredes, en los postes de la energía, en parques infantiles, alrededores de la funeraria, como una acción que ensuciaba la ciudad. Que en su pueblo habían tres sitios específicos para esta clase de carteles: en una esquina de la plaza, en las afueras del cementerio y al lado de la casa cural. Que cada sitio consistía en un gran marco de madera, decorado fúnebremente. En ninguna otra parte era permitido fijar carteles funerarios, para evitar la contaminación visual, la suciedad y el daño de paredes. Dilberto comprendió que ese deseo de Hipólito estaba cumplido cabalmente. Con un severo sentimiento de angustia, porque por primera vez no sabía qué decir para anunciar el fallecimiento de su amigo. Entonces recordó la fórmula de Hipólito: "Hablar con sinceridad". — Debo anunciar a toda la comunidad de comerciantes de Barranquilla, a todos los amigos que nos escuchan en este noticiero, que me acaban de avisar del sensible fallecimiento de HIPÓLITO RUEDA PLATA. Su deceso se produjo en horas de la noche anterior y desde este noticiero enviamos a su

familia nuestras expresiones de pesar y condolencia. La amistad y sabiduría de éste humilde hombre, fue en vida su mejor carta de presentación; como un merecido homenaje póstumo a HIPÓLITO RUEDA PLATA, estamos seguros que todos los estamentos sociales, económicos, políticos, gremiales, comerciales y religiosos, harán presencia en sus honras fúnebres. El director de la emisora me acaba de comunicar que durante el día de hoy y mañana se estarán transmitiendo informes especiales. Dilberto repitió nuevamente la noticia. Solicitó al control de sonido que colocara el disco con el himno de Barranquilla, mientras ayudaba a atender los teléfonos que intempestivamente comenzaron a sonar. Eran oyentes pidiendo mayor información sobre el sitio de velación y hora del sepelio, otros sugiriendo recorridos especiales del féretro; otros llevados por la conmoción pidieron que se hiciera la velación en el Salón de Actos de Undeco o en el Recinto del Concejo Distrital de Barranquilla. Toda la ciudad sintió tristeza. Muchos recordaron al Hipólito tendero, al Hipólito político, al Hipólito filósofo, al Hipólito amigo, al Hipólito orador, al Hipólito dirigente gremial, al Hipólito cliente, al Hipólito entusiasta, al Hipólito crítico... Mientras tanto, Gustavo le preguntó a su madre dónde tenía su papá los papeles pedidos por Dilberto. De inmediato, Encarnación se dio cuenta que Hipólito sí se había despedido la noche anterior cuando entregó la tienda a Gustavo y le dio a ella un abrazo muy fuerte, demasiado fuerte, demasiado expresivo, frente a su hijo cuando le habló de la compra de pajaritos, algo que ella no había hecho desde cuando llegaron a Barranquilla. — Encima de la mesita está una llave que abre el baúl. Adentro guardaba todos sus papeles... -dijo Encarnación en clara muestra de que no deseaba entrar a la alcoba-. Gustavo entró nuevamente sintiendo miedo de encontrarse solo con un cadáver. Al mirar su rostro, comprendió porqué su madre no deseaba volver a verlo. Ya la piel de su cara comenzaba a tomarse de una coloración rojiza oscura. Su madre conservaría el recuerdo de su esposo vivo; Gustavo recordaría el rostro de su padre muerto. Al abrir el baúl, salieron algunas hojas de su sitio. Una, especialmente, con letras grandes como título: "PARA CUANDO MUERA". Ante tan sugestivo título, Gustavo no pudo resistir la tentación de leer el poema: Cuando hablamos de la muerte a muchos nos da temor; porque pensamos en lo bello de la vida y el amor. Nunca dice cuándo llega, tampoco el día ni la hora. Pero cuando ella llega no hay nadie que se le esconda. Para mí la muerte es un viaje rumbo a la eternidad; aunque muchos me acompañen nadie conmigo se va. Yo pido, cuando me lleven rumbo hacia el cementerio, entonen sus alabanzas al Dios eterno del cielo. Yo no le temo a la muerte. Para mí el fin está muy cerca; estoy pensando en la otra vida

y alistando la maleta. No le temas a la muerte, si te encuentras preparado, la muerte a nadie destruye. No más nos cambia de estado. Adiós! Esposa e hijos, Adiós! Hermanos y parientes, Adiós! A todos mis amigos, y ésta vez para siempre. Gustavo dobló la hoja y la echó en el bolsillo de su camisa. Creyó que era mejor consultarle a Dilberto acerca de su contenido. También encontró en el baúl un listado de las cosas que deseaba que se hicieran durante su sepelio: - No llevar músicos. - No pegar carteles en la ciudad - Llamar a un solo familiar y encargarlo de avisar a los demás. - Leer el poema-canción a todos los presentes. - Sepultarlo lo más pronto posible para no causar molestias a los amigos. - Contratar las honras fúnebres más económicas. - Estar atento al estado de ánimo de Encarnación y cuidar de su presión sanguínea. - No llorar su muerte, sino recordar su vida. - No olvidar que pronto todos estarían con él. Gustavo miró el cuerpo de su padre y estremecido le dijo: — Papá, hasta tu sepelio lo tenías organizado... Ojeando rápidamente otros papeles, encontró un fólder o carpeta plástica que contenía varias hojas. La carpeta estaba marcada con el nombre:

LA TIENDA DEL FUTURO Notas sobre su transformación Gustavo quiso leer su contenido, pero consideró que habían otras cosas más urgentes que atender. Cuando salía de aquel lúgubre cuarto, el empleado le avisó que Dilberto había llegado. Dilberto se paró enfrente del cadáver de Hipólito y como si estuviese rindiéndole honores agachó la cabeza y musitó una oración. Al terminar, levantó la mirada y vio en la pared de la alcoba un cuadro que contenía el Himno de Barranquilla transcrito a mano y firmado por Ilipólito. Quedó consternado por tan significativo detalle de un hombre que quiso con pasión a la ciudad de sus nietos. El sepelio se programó para ese mismo día a las 3 de la tarde, cumpliendo lo deseado por Hipólito. El rictus mortis del cadáver indicaba que ya tenía más de 10 horas de fallecido y el no haber sido preparado a tiempo hacía difícil e incómodo dejarlo para sepultarlo al día siguiente. Nunca antes se había visto un funeral tan asistido como aquel. Habían llegado delegaciones de otros gremios de tenderos de ciudades cercanas a Barranquilla: Ciudad de Santa Marta, Ciudad de Cartagena, Ciudad de Soledad, Ciudad de Sabanalarga, Ciudad de Malambo, Ciudad de Ciénaga, Ciudad de Fundación, y otras ciudades. Dilberto, al ver los nombres de las delegaciones de los pueblos circunvecinos se prometió aplicarlo en su noticiero, reconociendo como cierto lo que Hipólito había considerado: que el atraso de la gente empezaba por la manera en que se designaba su sitio de nacimiento. La calificación de Municipio por parte de las Asambleas Departamentales y por los políticos, era igual a los nombres científicos de las plantas: no decían nada. El nombre de pueblo era despectivo y vergonzoso para sus habitantes. Que su diferencia era similar a decir en Colombia: doscientos cincuenta mil pesos y en países avanzados llamar a lo mismo "un cuarto de millón".

Se presentaron con carteles anunciando su presencia delegaciones de asociaciones de todos los ramos de la industria, el comercio, sindicatos patronales, sindicatos de trabajadores, políticos de todos los partidos y vertientes, fondos de empleados, agremiaciones de vendedores ambulantes, gremios de profesionales. Aunque sin carteles, también hicieron presencia en el funeral todos los miembros de esa otra sociedad a la que Caraballo era su consejero y líder emprendedor. Con la biblia debajo del brazo se acercó al féretro y con lágrimas que escurrían por sus mejillas le dedicó una oración y despidiéndose le dijo: — Hipólito, jamás dejé de seguir tus pasos a través de tus intervenciones públicas. Me quedo triste por tu partida, pero muy contento de haberme encontrado contigo en mi camino. Soy miembro directivo de una asociación secreta de delincuentes para prestarles ayuda espiritual. Y siguiendo tu ejemplo de que cambiando la perspectiva, cambia el horizonte, ahora he podido infundir a los miembros de la asociación valores individuales y de grupo. Porque como lo aseguraste, aquel que tiene algo que perder es menos propenso a ejercer daño a otros por temor a perder lo poco o mucho que tenga y como en nuestro caso no son propiedades, lo hemos cambiado por la revalorización de la amistad, la solidaridad, ejemplo, liderazgo y fe en sí mismos y en los demás. Piedad, acompañada de su esposo, miraba silenciosa a todas las personas que se acercaban a mirar y despedirse del cadáver de Hipólito. Los sentimientos de amor de ambos contrastaban con los momentos de ira por su oposición. Antes que exigir perdón, sus mentes se recreaban en recuerdos llenos de comprensión por las actitudes de Hipólito en clara señal de pedir a su alma perdón por no haber entendido en su momento las razones de su proceder. Luego de la misa, el cortejo funerario partió lentamente hacia el cementerio. Sin que hubiese un director, los grupos sociales y los individuos acompañantes se iban organizando automáticamente, en un silencio sepulcral tan conmovedor, que casi podría asegurarse que muchos sentían deseos de llorar y que en sus gargantas el dolor se hacía más agudo. Durante el recorrido nadie medía el tiempo. Como autómatas caminaban o iban en sus vehículos en actitud ceremoniosa. De pronto, un gran griterío rompió el silencio de la marcha funeraria: en contrario a la carroza que llevaba los despojos mortales de Hipólito, venían corriendo cientos de hombres y mujeres llevando en sus manos palos, piedras y bombas. Cientos de jóvenes gritando improperios contra el gobierno, contra las instituciones y contra todo lo que les pareciera malo, corrían despavoridos hacia los acompañantes del funeral. Detrás de ellos, con impresionante decisión guerrera, venía un pelotón de policías armados lanzando gases lacrimógenos y protegidos con cascos y escudos transparentes. Protegiendo sus rostros de los efectos de los gases, los jóvenes gritaban vivas a la universidad, a los derechos humanos, exigían respeto a sus derechos, pedían protección a su integridad personal mientras lanzaban elementos conteniendo metralla que producía estruendosos bombazos. Los ojos enrojecidos por las lágrimas que tenían los miembros de la marcha estudiantil se confundieron con los ojos entristecidos de los acompañantes de la marcha funeraria. Los dirigentes de los revoltosos, al ver tan inmensa cantidad de acompañantes de un sepelio, gritaron a sus seguidores que se refugiaran en medio de la multitud y procedieron a aumentar su fuerza belicosa lanzando más piedras y más bombas contra la policía, seguros como estaban, que la policía no se atrevería a atacarlos. Pero la policía, como si no viera a la angustiada multitud de pacíficos dolientes, respondieron con más furia por la táctica cobarde de los estudiantes, quedando los acompañantes sirviendo de trinchera humana a los alocados manifestantes. Al penetrar el grupo estudiantil en la muchedumbre funeraria, se colapsó en un desenfrenado intento por escapar todos de las posibles lesiones que uno u otro bando les causaran. Todos corrían a todos lados, mientras la carroza funeraria y el vehículo siguiente donde venía la familia lograron salir del impasse.

A toda velocidad enrumbaron hacia el cementerio que se encontraba a unos 600 metros del sitio del encuentro trágico. Llenos de temor por los sucesos inesperados, la familia de Hipólito procedió a sepultarlo rápidamente en la fosa en tierra asignada para él. Temblorosos por el espanto de lo que pudo haber ocurrido y desconociendo el final del cruento encuentro entre policías, estudiantes y los miles y miles de amigos de Hipólito, su familia escribió con un marcador su nombre y apellidos en una tabla, para reconocer el sitio cuando trajeran la placa. Mientras rezaban una rápida oración compartida por su mujer y sus hijos, llegó Torombolo montado en su vieja bicicleta acezando con angustiosa rapidez y trayendo en el bolsillo trasero de su pantalón una flor casi sin pétalos. Sus ojos llenos de lágrimas, producto unas del sentimiento de tristeza por la partida de su amigo y otras por los gases lacrimógenos, al ver que la sepultura de Hipólito ya había sido tapada con tierra formando un pequeño montículo, dijo con notoria furia y tristeza: — Hijueputa! Y yo que quise tirarle el primer terrón a mi Hipólito del alma, junto con esta florecita que le compré desde ésta mañana cuando me enteré por la radio de su muerte. También traía este discursito que hice para leérselo a él en caso de que a nadie se le ocurriera decir unas palabras. -dijo Torombolo sacando del bolsillo de la camisa nueva un papel con frases escritas a mano-. Lleno de ira, tristeza, cansancio y asustado por el esfuerzo intentando escapar en su bicicleta de la gresca entre policías y estudiantes, hacían de la imagen de Torombolo un hombre con sentimientos que ni él mismo se había descubierto antes. — No se preocupe... ese discurso ya lo conocía Hipólito... -dijo Encarnación mientras colocaba su mano en el hombro de Torombolo-. Gustavo se acordó del papel encontrado en el baúl de su padre: "Para mí es un viaje rumbo a la eternidad; aunque muchos me acompañen, nadie conmigo se va". Notó Gustavo que, en sentido figurado, se había cumplido su propia profecía. Silenciosos, compungidos, llorosos... la familia salió del cementerio rumbo a su morada. Para Encarnación, el cuadro se le antojaba igual a aquellos en que salía de la Cárcel Municipal con sus niños, dejando entre rejas a su Hipólito; diferente sólo en que ahora sus hijos eran adultos y que el cuerpo de Hipólito había quedad atrapado por las entrañas de la tierra donde no había poder humano que pudiera liberarlo. Al noveno día, por la tarde, Encarnación se dirigió al cementerio para comenzar la que sería en adelante su sitio de regocijo y conversación. Ni ella ni sus hijos habían vuelto al cementerio porque su casa se convirtió en una romería constante de gentes de todos los sectores, tanto personalidades, como dirigentes, periodistas de radio, prensa y televisión y muchos amigos en vida y después de muerto Hipólito que no permitían ni un momento siquiera para una reunión privada de la familia. Sorprendida por lo que vio, no atinaba a pensar qué había ocurrido en la tumba de su marido. Frente a ella había una majestuosa construcción adosada en mármol, siendo la más alta de todo el cementerio. A la entrada del mausoleo había a cada lado dos imponentes ángeles con sus alas extendidas sosteniendo de punta en el suelo sendas espadas en inconfundible señal de ser los protectores de la tumba. Encarnación, sospechando que algún vecino había invadido los predios de su marido, buscó el nombre del muerto tan homenajeado con tremenda y opulenta ornamentación. Sus ojos no podían creer lo que leía en la placa dentro del saloncito que servía a manera de sala de recepción de visitantes:

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Versión Electrónica o e-Book: Mayo 1 de 2015

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