Psicoanalistas de niños: Orígenes y destinos de su obra

Psicoanalistas de niños: Orígenes y destinos de su obra Clase 8 Bruno Bettelheim “El psicoanálisis de los cuentos de hadas” y “La fortaleza vacía” so

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Psicoanalistas de niños: Orígenes y destinos de su obra Clase 8

Bruno Bettelheim “El psicoanálisis de los cuentos de hadas” y “La fortaleza vacía” son los títulos de los dos grandes temas a los que Bettelheim debe su celebridad: el autismo y los cuentos de hadas. En éstos descubrió y analizó la compleja trama en donde se ponen en juego los conflictos fundamentales de los seres humanos frente a la vida, aquello que se mueve en lo más profundo del psiquismo –como la lucha entre Eros y Thanatos- Tal vez no sea casual que la propia vida de Bettelheim pueda ser abordada como si se tratara de un cuento de hadas. Nina Sutton, una escritora y periodista francesa, escribió un extenso libro sobre Bettelheim en el que hizo una seria y cuidadosa reconstrucción de su vida, desde su infancia en Viena hasta su suicidio en California. Al terminar de leerlo, lo primero que pensé es en “El patito feo”. Este cuento, (que por otra parte no figura entre los que Bettelheim analiza en “El psicoanálisis de los cuentos de hadas”) muestra el recorrido que va desde el primitivo sentimiento de exclusión y desamparo, hasta el triunfo del narcisismo: la “transformación” de un patito feo en un bello y orgulloso cisne. Bettelheim fue en cierto modo un patito feo, muy feo, que se transformó en cisne. . Bruno Bettelheim nació en Viena en el año 1903, y se suicidó en California en 1990, provocándose la muerte por asfixia con una bolsa de plástico. Había sido el más célebre psicólogo de los años 60’ en los Estados Unidos, la autoridad indiscutida en materia de psicología y de autismo infantil. La infancia de Bruno transcurrió en Viena, en el seno de una familia perteneciente a la élite que durante el imperio austro-húngaro disfrutó de un status social que los judíos no tuvieron en otros lados de Europa. En la Viena del emperador Francisco José –la Viena de Freud, de Melanie Klein, de Bettelheim- las condiciones en las que vivían los judíos, eran mucho mejores que en otros lugares de Europa. Mejores no quiere decir óptimas, son términos comparativos. En la vida de Freud, la discriminación existía, –un judío no podía llegar a ser titular de una cátedra de medicina –o había cupos muy limitados- , no podía tener un currículum académico, pero podía ejercer una práctica privada y tener bastante reconocimiento social. En la glamorosa Viena, la capital cultural de Europa a principios de siglo, los judíos no sólo no eran perseguidos como en otros sitios, sino que también tenían muchas posibilidades de ascenso económico y de status social elevado. La familia Bettelheim era una familia numerosa, con muchos primos y tíos, y Bettelheim siempre valoró la importancia de los distintos lazos que un niño puede

hacer cuando pertenece a una gran familia, y no sólo a una familia nuclear. De todos modos, la familia nuclear y las cuestiones que se juegan dentro de ella también marcaron su infancia, como la de todo niño. El no sabía bien qué pasaba, pero había un secreto en torno a la índole de la enfermedad de su padre. El padre de Bettelheim era un hombre enfermo, al que había que cuidar muy especialmente por este motivo, y él no sabía bien cuál era su enfermedad. Ya adolescente, se enterará de que la enfermedad y el secreto estaban ligados a la sexualidad: el padre tenía sífilis. En esa época, la sífilis causaba un enorme deterioro físico y traía consecuencias psíquicas de desmoronamiento y de paranoia. Siendo adolescente Bruno, descubre entonces que el gran secreto era la sífilis, y queda muy afectado por el malestar, silencioso y silenciado de la madre, en relación al padre. Por este motivo, desde muy joven debió hacerse cargo de la empresa familiar, al mismo tiempo que cultivaba su gran pasión por las humanidades y por la cultura clásica. Bruno se vuelve un próspero hombre de negocios, pero también asiste a la Universidad, hace gran cantidad de cursos, obtiene una licenciatura en Historia del arte, se interesa por la filosofía y la literatura. Tenía muchas dificultades para acercarse a las mujeres, pero conoce a Gina y se casa con ella, aunque desde el principio ambos tuvieron grandes problemas de entendimiento sexual y al poco tiempo el matrimonio decidió dormir en cuartos separados. De joven Bettelheim era muy inseguro y temía que ninguna mujer lo fuera a querer debido a su notoria fealdad. Muchos años después, siendo ya famoso, dirá que sus años de juventud estuvieron marcados por su fealdad, y que por eso se vio obligado a desarrollar su inteligencia y su cultura como armas de seducción. La cuestión es que Bettelheim con su matrimonio, su cultura, su empresa, llega a un punto de su vida, cuando ya tiene treinta y dos años, en que decide analizarse. El revoloteaba alrededor de los círculos analíticos, muchos de sus amigos eran analistas, muchos se analizaban y él eligió a Richard Sterba, un prestigioso analista austríaco discípulo de Freud. La duración del análisis fue corta. Y no por decisión propia. Al poco tiempo -¿dos años, tres años?- de haber comenzado a explorar qué le pasaba con la sexualidad, con la paternidad, y con aquellos aspectos de su vida que escapaban a su control, Bettelheim fue detenido y llevado a un campo de concentración de la noche a la mañana. Los judíos ya no gozaban desde hacía algún tiempo de las ventajas que habían conocido durante el imperio de Francisco José. Sus derechos empezaban a ser cercenados, ya no podían hacer negocios con la libertad que hasta ese momento habían tenido, los perseguían con los impuestos, no podían tener auto – a Bettelheim le fue confiscado el suyo- no podían circular libremente por los ambientes no judíos. En una palabra, habían empezado a sentir la presencia del ghetto dentro de la Viena tan libre y glamorosa. Pero lo que no preveían, lo que no imaginaban era que a ellos, que estaban tan integrados a la sociedad austríaca, pudiera ocurrirles algo semejante, que vinieran oficiales de la Gestapo y los hacinaran en un tren junto con miles de otros judíos, sin saber cuál era su destino. Allí se los pateaba, se los golpeaba violentamente, o se los arrojaba del tren, y los sobrevivientes llegaban no se sabe a dónde. Sólo después se enterarán que era un campo de concentración – todavía no es el campo de exterminio, Auschwitz- Estamos en el año 38’. Son apenas los comienzos. Bettelheim fue llevado primero al campo de concentración

de Dachau, y luego al de Buchenwald. El judío intelectual, con gruesísimos anteojos, enclenque, debilucho, especialista en historia del arte, viviendo en uno de los barrios más elegantes de Viena, se encuentra de pronto en un tren de pesadilla, que lo conduce a lo que después sabrá que es un campo de concentración. Bettelheim pasará algo más de seis meses en Dachau y otros seis en Buchenwald. Allí también estuvo Semprún, que en un libro conmovedor, “La escritura o la vida”, cuenta los horrores de Buchenwald, el campo de concentración al cual lo llevaron no por judío sino por comunista a los diecisiete años, y en el cual pasó cuatro largos años. Jorge Semprún fue ministro de cultura del gobierno de España de Felipe Gonzalez, época en la que la sale este libro testimonial y autobiográfico profundamente conmovedor. Gracias a los oficios de su familia y a la intervención de una millonaria americana cuya hijita “autista” había vivido durante un tiempo con el matrimonio Bettelheim por recomendación de Edith Sterba, la esposa de Richard Sterba y a su vez la analista de Gina, la esposa de Bruno, Bettelheim logró salir vivo de Buchenwald y pedir asilo en Estados Unidos. Una vez allí falasificará un curriculum en el que figura su carrera de psicólogo en la Universidad de Viena, su experiencia como terapeuta de niños autistas, su relación con Freud y con el círculo freudiano. Un psicólogo tan importante que hasta el embajador de EEUU, y la propia Eleanor Roosevelt intercedieron para que fuera liberado por los nazis. En realidad él había tenido muy poca ingerencia en el “tratamiento” de Patsy –la hija de la millonaria americana-, era simplemente el marido de Gina. Ellos no tenían hijos, y como Gina había hecho estudios de psicología y trabajaba como asistente social en escuelas inspiradas en el método Montessori, su analista le había enviado a esta niña “autista” –no sabemos si lo era- a la que su mamá quería hacer tratar en Viena mientras ella paseaba por Europa. Todo indica que Bruno sólo ocupó en esta historia el papel de marido complaciente, sin desatender sus negocios y sus cursos de historia del arte. Pero cuando se exila en EEUU, sin un centavo, con la esperanza de hacer una nueva vida , y se encuentra con Gina instalada en la casa de Patsy ya desde hacía un año, lo espera un nuevo golpe. Cuando Bruno recién llegado del campo, pesando 39 kilos, anhela el encuentro con su esposa... Gina le pide el divorcio. Inmediatamente comienza a buscar trabajo e inventa estos antecedentes. Pero no le valen de mucho en el mundo académico americano. Sólo consigue un puesto en la universidad como profesor de alemán, y otro como especialista en historia del arte. En el año 42’ publicará un artículo en el que denuncia los campos de concentración y la crueldad extrema de los nazis, cosas que se sabían a medias pero de las que nadie hablaba demasiado. Probablemente también se le creyó a medias. Pero cuando terminó la guerra –y se supo de Auschwitz y de la política nazi de exterminio, y de los seis millones de judíos asesinados, ya no podían quedar dudas. En ese momento el curriculum de importante psicólogo inventado por Bettelheim adquiere verosilimitud, y en el año 45’ se le ofrece la dirección de la Escuela Ortogénica de Chicago, que dependía de la Universidad.

Y así como de la noche a la mañana Bettelheim se encontró llevado a los campos de la muerte, de la noche a la mañana se encuentra al frente de la dirección de una clínica-escuela para niños gravemente perturbados. Bettelheim acepta por supuesto hacerse cargo de la Escuela, en la que encuentra un enorme desafío para demostrar sus dotes de “famoso” psicólogo a la vez que de hábil empresario y hombre de negocios. La Escuela Ortogénica tenía crónicos problemas de subsistencia, porque si bien dependía de la Universidad, el subsidio era mínimo y no alcanzaba a cubrir los gastos. Al principio, cuando él tomó la dirección, los niños que llegaban allí eran casos “asociales”, marginales, sin familia, con graves perturbaciones de conducta. El tratamiento del autismo por el cual Bettelheim se hará famoso vendrá después. En su primer libro, “Con el amor no alcanza” publicado en 1950, hablará de esos chicos provinientes de hospitales psiquiátricos, de asilos, de la calle, que han sobrevivido en condiciones tan difíciles, que no se puede hablar de un niño “tipo”, o hacer diagnósticos psiquiátricos precisos. El hecho es que para seguir manteniéndose esa clínica necesitaba dinero. Conseguir fondos era muy difícil, y obtenerlos de fundaciones privadas o de donaciones, fue una parte muy importante del emprendimiento del Dr. B. Empieza entonces a hacer circular la idea de que la clínica se especializa en la cura de niños autistas, y no pasará mucho tiempo en cambiar la población de la clínica Ortógénica de Chicago. Ya no serán desprotegidos, desamparados, niños de la calle. Las familias ricas, ilusionadas porque él sostenía que curaba el autismo, comenzaron a enviar allí a sus hijos “autistas”. Era la época en que Leo Kanner había descripto el autismo precoz , y Bruno Bettelheim fue uno de los primeros en reconocer la validez y la importancia de esta categoría diagnóstica. Hasta Leo Kanner, autismo y psicosis, autismo y esquizofrenia eran casi equivalentes. Recién en la década del 40’ se establece la diferenciación psiquiátrica del autismo infantil, -primario y secundariocon respecto a otros cuadros psicóticos. Bettelheim supo lo que tenía que hacer para conseguir dinero. Se dio cuenta de la necesidad de decir que curaba el autismo como una necesidad estratégica -algo similar le ocurrió a Manonni cuando decía que la Escuela Experimental de Bonneuil era el lugar en el que los niños psicóticos podían llegar a insertarse en la sociedad y obtuvo fondos del gobierno francés, mandándoles cartas a los ministros, al presidente Miterrand, a todos los que tenían algún poder para otorgar fondos. En uno y otro lado del océano, la escuela Ortogénica y Bonneuil se constituyeron en lugares prestigiosos, y también en grandes mitos, gracias a la pasión y a la convicción, tanto de Bettelheim como de Mannoni, de que los niños psicóticos, y también los autistas, podían “curarse”. Mitos que, como suele suceder con los mitos encarnados en seres de carne y hueso, sufrirán el destino de los ídolos caídos, defenestrados, pulverizados. Este fue el destino de Bettelheim y en alguna medida también el de Maud Mannoni . Les voy a leer un pequeño fragmento de un poema de Celan y luego el comentario de Bettelheim . El poema está en el libro “la fuga de la muerte” de Paul Celán, que también estuvo en un campo de concentración, y que también se suicidó muchos años después.

“Leche negra de la aurora La bebemos al crepúsculo La bebemos al mediodía La bebemos al nacer el día Y la bebemos en la noche. La bebemos y la bebemos. Leche negra de la aurora la bebemos en el crepúsculo. Dice Bettelheim: “Cuando uno está forzado a beber la leche negra desde la aurora hasta el crepúsculo, tanto sea en los campos de la muerte de la Alemania nazi, como arropado en una cuna de lujo, donde uno está sometido a los deseos de muerte, inconscientes, de una madre que puede tener la apariencia de la “buena conciencia”, en estos dos casos, un alma viviente tiene por amo a la muerte.” Establece así una impactante conexión entre el amo de la muerte que domina en los campos de concentración, y el amo de la muerte que puede dominar al pequeño bebé nacido en cuna de lujo. Bettelheim nunca dejó de escribir sobre el exterminio. Durante toda su vida se ocupó del tema , notas, reportajes, libros, prólogos, prólogos a libros de otras víctimas de los campos, discusiones, debates, conferencias. Desde su primer artículo sostuvo una idea por la que fue muy criticado, sobretodo por los que emiten opiniones sin haber pasado por esa terrible experiencia. También fue duramente criticado –aunque menos- por aquellos que la padecieron. La idea que Bettelheim empieza a perfilar, en el año 42’, y que sostuvo hasta el 87’, la última vez que habló sobre el tema- es que lo que mata más que la muerte, es la culpa, la culpa por haber sobrevivido. Más aún, no se trata sólo del hecho de haber sobrevivido sino de las cosas que se han hecho para sobrevivir, aquello a lo que los humanos se han tenido que rebajar para poder sobrevivir, y esa culpa no se la saca nadie a ningún sobreviviente. Ese secreto en la vida del sobreviviente no tiene cura. También sostuvo que existe un odio de los judíos contra sí mismos, que no sólo proviene de la persecución, o del exterminio, sino que los precede. No es solamente desde un razonamiento socio económico, político, histórico que se puede entender por qué tantos judíos fueron exterminados por los nazis, sino que habría algo del propio antisemitismo que habría llevado a los judíos a no haber podido evitar el exterminio, dice Betteleheim. Todos nos damos cuenta de lo terrible de esta idea, en una cultura que no reconoce la subjetividad, y que si la reconoce es para lo peor –“por algo te pasó”, “por algo será”. Ese supuesto reconocimiento de la subjetividad es espantoso, “algo habrás hecho”, pero Bettelheim no está hablando de esto. Se refiere a cuando no hiciste nada, porque no tiene que ver con algo que hiciste sino con el ser, esto es lo que él aprendió en el campo de concentración, ya no se puede decir “porque hice tal cosa o tal otra”, sino “qué de mi ser está implicado en esto”. Y este “qué de mi ser” es una pregunta insoportable. Insoportable para los que no estuvieron en los campos de concentración y también impensable para la mayor parte de los que sí estuvieron. La postura de Bettelheim va en esta línea, y muchas de las cosas terribles que escribió son muy importantes para el trabajo analítico, cuando éste se encuentra con situaciones extremas en las que está en juego la cuestión del ser y del de-ser. Bettelheim no dejó nunca de testimoniar, fue alguien que siguió hablando y escribiendo sobre los campos de la muerte durante

toda su vida, ya siendo el gran psicólogo confortable o inconfortablemente reconocido, amado y también odiado por multitud de gente. En los Estados Unidos de los años 50’ coexistían dos posturas contrapuestas : la del Dr. Spock y la de Bettelheim. Spock pregonaba la libertad, sostenía que a los niños no había que retarlos, criticaba todas las posturas autoritarias en materia de la educación de los niños, y sus consejos impregnaron la puericultura yanqui durante muchos años, hasta su mea culpa final, en la que se creyó el principal responsable del desquicio de la familia americana. Bettelheim estaba en la vereda opuesta: Sí a los cuentos de hadas, sí a la puesta de límites y al ejercicio de la autoridad. Las suyas fueron posturas nítidamente opuestas: la ausencia de límites, por un lado, y los padres, sobre todo el padre, como autoridad y puesta de límites, por el otro. Por eso Bettelheim no estaba tan cómodamente instalado. Después de la guerra, una vez que Estados Unidos se recupera económicamente, políticamente, socialmente, transformándose en una gran potencia, y en un gran generador de un modelo cultural – el american way of life-, el modelo de “la belleza americana”, del consumo, de que si uno come bien, duerme bien, trabaja bien, ama bien y consume mucho llega al non plus ultra de la existencia, el psicoanálisis empieza a ser temido, y considerado decadente. La decadencia del psicoanálisis coincide con esta imagen de la felicidad que Estados Unidos comienza a construir después de la guerra, y no antes, según mi opinión. Anteriormente la sociedad yanqui incorporaba al psicoanálisis a su modo pragmático de vida, incluso teniendo en cuenta que no es una receta fácil y rápida para la felicidad. Recordemos la legendaria frase de Freud cuando fue invitado a Estados Unidos a dar conferencias, en 1908, en la Clark University, “yo les traigo la peste”. La resistencia de la sociedad americana a la peste del psicoanálisis, sin duda aumentó después de la guerra, cuando Estados Unidos se transforma en “yanquilandia”, cuando se vuelve la principal referencia del hombre nuevo, del hombre que deja atrás su historia, junto a la comida sana, la vida sana, y las fórmulas rápidas y fáciles para lograr la felicidad. Pero Bettelheim nunca dejó de escribir sobre la Shoá y sobre la pulsión de muerte. Entendiendo la pulsión de muerte, no como pulsión de destrucción, de agresividad, sino como Nirvana, como eliminación de las tensiones, como supresión del conflicto. Se trata de la primera idea de Freud, la pulsión de muerte como Nirvana, todo está bien “adentro” y la catástrofe siempre viene de afuera. Pero para el psicoanálisis si no hay conflicto psíquico no hay vida psíquica, la vida es conflicto, es lucha, es pelea contra el propio sadismo que nos aniquila, contra la propia pulsión de muerte que nos habita, y no contra lo malo que irrumpe e interrumpe nuestro maravilloso idilio con la vida y con nosotros mismos. Más allá de sus fraguados títulos académicos, más allá de su “mentira” curricular, Bettelheim sostenía que el conflicto psíquico es poderoso, y nunca se apaga, no hay un momento en que uno pueda decir “ya está”, está todo bien para siempre. El humano, para ser humano, el ser humano para humanizarse, tiene que estar en permanente lucha con las propias fuerzas destructivas, que nos destruyen precisamente porque intentamos hacer como si no existieran, aspirar al Nirvana. Esto lo puso en acto Bettelheim en todos sus testimonios sobre el exterminio en su intento de significar y resignificar, y resignificar más aún... el conflicto y el trauma nunca se terminan de

resignificar. Pulsión de muerte = Nirvana. Cuando el Dr. B define la pulsión de muerte, no la define como destructividad, como agresión, sino como el propio sadismo que se incrementa cada vez más, cuando uno está en las nubes del Nirvana. Esto es muy importante para pasar a otro momento de Bettelheim, que podríamos titular “Bettelheim el ogro” –así como antes hablamos del “patito feo” y de su transformación en cisne psicólogo. La relación de Bettelheim con las instituciones psicoanalíticas, con la American Psychoanalytical Association, fue siempre como el agua y el aceite. No solamente por la convicción con la que sostuvo la existencia de la pulsión de muerte, cuando todo el psicoanálisis americano se adaptaba a las funciones adaptativas del yo, libres de conflicto, y sostenía la existencia de un yo débil y un yo fuerte, bajo el influjo del modelo cultural yanqui de posguerra. Bettelheim no transó, y los psicoanalistas institucionalizados, - algunos provenían de Viena, y sabían que era un impostor, pero esto no se decía en voz alta y a nadie se le ocurrió denunciarlo- lo marginaban. Recién al final de su vida fue reconocido por la Sociedad Analítica Americana como “miembro honorario”. Pero poco a poco Bettelheim fue adquiriendo fama de ogro. Los educadoras, consejeros, acompañantes terapéuticos, que trabajaban en la Escuela Ortogénica de Chicago en su mayoría eran mujeres, pero también había entre ellos algunos jóvenes excombatientes. Todas estas personas tenían una función de acompañamiento, de contención, de tratar de entender qué les pasaba a los chicos a través de la empatía, del sostén. En cambio el que ponía las normas, el que le gritaba a todo el mundo –al personal, a los acompañantes y a los niños- era él. La autoridad era él, y él la representaba. Le tenían miedo. Los que recién abrieron la boca después de la muerte de Bettelheim, afirmaban que en un principio lo suyo eran miradas, que ponía terribles caras de malo, y que incluso solía pegarles a los pacientes. Cuentan que él era o hacía de ogro, pero que también escuchaba atentamente y respondía cuando le preguntaban por qué le había pegado a un chico. Las reuniones diarias del equipo eran un lugar para reflexionar y fundamentar –él incluido- lo que allí se hacía. Uno de sus argumentos era que, en determinados momentos, el propio sadismo es tan terriblemente autodestructivo, que un buen chirlo permite la proyección del sadismo en una figura exterior al niño y lo alivia muchísimo. El personal terapéutico estaba totalmente en contra de los castigos corporales, como una cosa horrible, pasada de moda, de otra época, sádica. Y Bettelheim tampoco estaba de acuerdo con los castigos corporales. El no autorizaba los castigos corporales, salvo si era él el que los ejecutaba. Si un chico le pegaba a otro, y venía un acompañante a separarlos y, a su vez, le pegaba a uno de los chicos, Bettelheim reprendía severamente al miembro del equipo terapéutico. Ellos no tenían derecho a pegarles a los niños, estaban ahí para calmar y contener, no para castigar. Pero él si creía tener ese derecho. Crease o no, el caso es que la Escuela funcionaba. Y todo esto quedó silenciado en vida de Bettelheim tal vez porque la cosa funcionaba o tal vez porque el Dr. B daba las razones de su proceder en las reuniones diarias de equipo. Pero cada vez más fue asumiendo

el papel de ogro, ya sin mayores argumentos, sólo “porque aquí mando yo”, “porque yo soy el amo”. Y punto. Volvamos a la cita de Paul Celán y a la comparación que hace Bettelheim de la “cita” con la psicosis: “cuando está muy bien acunado en una cuna lujosa, cuando está sometido a los deseos de muerte de una madre, que puede tener todo el aire de la complacencia y de la bondad, en los dos casos, un alma viviente tiene por amo a la muerte.” Era fundamental para él que la madre fuera buena, la madre o el sustituto materno, tenía que ser buenísima, pero también tenía que haber un padre malo para imponer el orden. El cuento terapéutico que inventó el Dr. B parece una suerte de caricatura de lo que Lacan describió como el padre “imaginario”, el padre terrible, aunque -creo- nunca llegó a pegarles a sus pacientes. Bettelheim a su vez formaba parte de una cultura donde había una idealización malsana de la bondad y de la felicidad, de un mundo que él veía como terriblemente decadente, la sociedad yanqui con todo su modelo de consumo de drogas mágicas, y es en ese mundo donde él cada vez asume más el disfraz de ogro, asume el papel porque cree que ese papel es necesario. Pero un papel con el que se fue identificando cada vez más, al punto de perder toda distancia con la actuación, y tal como suele decirse, “se la creyó”. También perdieron la noción de límite, tanto los que trabajaron con él, sobretodo en las épocas más tardías, como los expacientes, de quienes provienen las fuertes acusaciones contra el Dr. B, el déspota, el tirano, el amo, el que hacía lo que se le ocurría, el que humillaba a todos de una manera terrible. Hay un testimonio de una ex paciente, entrevistada por Nina Sutton cuarenta años después, donde como si fuera ayer –el trauma es lo que no termina de pasar al pasado, lo que sigue estando presente- recuerda que el Dr. B la sacó de los pelos de la ducha por una travesura tonta que ella había hecho, y la arrastró desnuda al medio de un grupo en donde habían chicos y chicas. Son testimonios muy fuertes, casi una reminiscencia, tanto para los testigos como para los lectores, de los campos de concentración. ¿Qué decía Bettelheim de los campos de concentración? Nada más y nada menos, que para él fue una “ buena experiencia”. Nina Sutton confiesa, “dudé antes de poner esta frase, me inquietó profundamente, pero al final decidí ponerla”. ¿En qué sentido una buena experiencia? Durante su permanencia en Dachau y en Buchenwald, Bettelheim exploró sus propias vivencias y las de sus compañeros de infortunio, y comprobó, por ejemplo, la validez del concepto psicoanalítico de “identificación con el agresor.” Había salido hace poco el libro de Anna Freud, “El yo y los mecanismos de defensa” donde se postula la idea –que por otra parte no era nueva- de la identificación con el agresor, como uno de los mecanismos inconscientes de defensa frente al agresor. ¿En ese sentido una buena experiencia? Tal vez podríamos decir que algo de lo que Bettelheim sostenía que no se elabora, la culpa del sobreviviente, efectivamente no se elabora, y que él mismo terminó haciendo este tipo de identificaciones con su antiguo agresor. ¿Qué aprendió él en el campo, qué aprendió él de la vida y de la muerte que ignoramos los que no hemos pasado por estas situaciones extremas, así como muchas

veces no podemos “entender” a los psicóticos? ¿Aprendió tal vez que no hay “cura” posible por el lado de la bondad, ni por el lado de la utopía, ni mucho menos mediante recetas “adaptativas”, porque la leche incorporada de la madre mortífera, no es sino nuestra destrucción, la puesta en acto de nuestro propio sadismo? Obviamente no pretendo justificarla sino tratar de entender la extraña afirmación de Bettelheim, de que el campo de concetración para él fue una “buena experiencia”. ¿Quiénes fueron en su gran mayoría los que atacaron a Bettelheim luego de su suicidio? Adultos que de niños pasaron por la Escuela Ortogénica, muchas veces mal diagnosticados como autistas, niños que provenían de familias tremendamente perturbadas que los habían aniquilado transformándolos en máquinas, niños robotizados made-in-Usa sin posibilidad de conexión con otros humanos, niños mudos, silenciados, niños que no pueden sino romper para no romperse, pero también niños que de grandes no dijeron que no estaban locos ,sino que no eran...autistas. Nina Sutton entrevistó a muchos de ellos que, con el correr de los años, se habían transformado en escritores, en artistas, en personas productivas. El doctor B –este era el apodo con el cual se lo conocía , para muchos de ellos fue un sádico, un monstruo. Pero Nina Sutton también se hace eco de una pregunta de muchos de esos mismos ex pacientes: “¿qué hubiera sido de mí sin ese monstruo?”. Ella observó que eran personas que lograron “salir” de la psicosis, o que pudieron hacer algo con ella, tal vez en parte gracias a esta tremenda violencia. Es muy importante tenerlo en cuenta. Otra anécdota cuenta que uno de estos chicos, ya grande, ya periodista, decidió escribir sobre la Escuela Ortogénica, llamándola por otro nombre y al Doctor B, Doctor K., y contar su experiencia en un libro. El editor se dio cuenta que se trataba de la Escuela de Bettelheim, y pensó que los lectores también se darían cuenta –Bettelheim todavía vivía- y que esto daría lugar a una fuerte difamación, una suerte de “verdadera historia” del que cura el 85% de los autistas. Decide entonces rechazar el manuscrito. El autor insiste y el editor finalmente acepta publicarlo si le trae una autorización del mismísimo Bettelheim, quien se la da con una sola condición: que su ex paciente admita que de niño estaba loco. Cuando el libro se publica, ambos se encuentran y conversan amistosamente sobre la repercusión y la importancia del testimonio, tan poco favorable a la fama de Bettelheim. Pero el Dr.B no sólo no se opuso, sino que estimuló su publicación, tal vez cansado del gran fraude, tal vez harto de escuchar decir “qué maravilla la Escuela”. Allí acudían profesionales de todo el mundo ávidos de aprender cómo se cura el autismo, pero ninguno de los visitantes participaba de lo que realmente sucedía, ni tenía la menor idea del grado de violencia que había allí. Bettelheim tal vez quiso sacarse de encima la sobrecarga de impostura del “gran doctor Bettelheim” Sin embargo fue necesario esperar a su suicidio para que la opinión pública supiera que, efectivamente, él también era, o podía haber sido, ese monstruo. Bettelheim ha dejado testimonios clínicos intersantísimos sobre el autismo y la psicosis infantil, en los que hay pocos conceptos teóricos fuertes, pero donde se

vislumbran cuestiones sobre las que Lacan ha trabajado mucho. Por ejemplo la suplencia del padre terrible cuando no hay padre, suplencia que quizás él podía asumir “gracias” a haber estado en un campo de concentración. Si no jamás hubiera sido el “ogro”, sólo el cisne “made in USA”. La estadía en el campo le cortó en dos la vida, la vida de antes, en Viena –el patito feo- y en Estados Unidos –el cisne, la transformación- y después el ogro. Esta secuencia no habla de la bondad del campo sino de la necesariedad del campo en la vida de Bettelheim, que influyó en su destino y en el de muchos ex pacientes. “Sabía” lo que otros no pueden sino intuir –o en el caso de Lacan, que además de psicoanalista fue psiquiatra y cuya teoría de la forclusión del nombre del padre y de la suplencia, surgió de su observación de pacientes psicóticos y no sólo del análisis de pacientes neuróticos. Pero, evidentemente, Bettelheim dio cuenta de algo que muy conectado con la forclusión y con la suplencia del nombre del padre de una manera terrible. La pregunta se impone: ¿tan terrible como esa leche que ha mamado el psicótico? Es una pregunta a la que no puedo responder, sólo puedo trasmitirles lo que dice Nuna Sutton, que muchos de sus entrevistados eran personas “un poco” melancólicas o paranoides, con un cierto vacío en su vida. Había un contraste entre el personaje público –el escritor, el autor, el periodista, el artista- y algo así como una carencia y una rigidez estereotipada que surgía durante las entrevistas. Me atrevería a decir que en cierto modo Bettelheim no tuvo padre, tuvo emblemas. Los emblemas del apellido Bettelheim , una próspera familia judía vienesa a la que le había ido muy bien en los negocios. Tuvo emblemas, pero no padre, o en todo caso su padre representó para él una imagen mortífera de la que nunca terminó de reponerse. Podemos suponer que cuando Bettelheim se encuentra frente a frente con el sadismo desencadenado de los amos de la muerte, seguramente el odio al padre - él no quería o no se animaba a ser padre- se anudó con el deseo de vivir. Y sobrevivió. A Estados Unidos llega un ser casi destruido pero “vivo” ¿en el doble sentido de la palabra?- y allí empieza una suerte de carrera de impostura en la que adquirirá éxito y celebridad. Al poco tiempo se casará con Trude, una ex amante suya también exiliada en EE. UU y con ella tendrá tres hijos. En cuanto a su “fraude”, ¿dónde encontrar la ley que lo sancione? ¿Buscando que se haga pública la figura del “ogro”, o al menos de la ambivalencia hacia el Dr.B, la ambivalencia de lo indecidible? Ninguno de los expacientes entrevistados por Nina Sutton, podían decidir si después de todo fue bueno o malo para ellos el haber encontrado en su infancia al Dr. B. ¿Por qué Bettelheim defendió tanto y mostró a través de su “psicoanálisis de los cuentos de hadas” la enorme importancia que estos tienen en la constitución subjetiva? Porque los cuentos de hadas, casi siempre, empiezan con padres muertos, con huérfanos, nunca el padre es el verdadero padre, y casi siempre hay un tirano, un impostor, una lucha, una diferencia radical entre lo bueno y lo malo –él sostenía que esta diferencia no es de índole moral, porque en los cuentos no siempre “los buenos ganan y los malos pierden,” sino una lucha en lo exterior, en

el campo exterior al sujeto, que le ofrece la posibilidad de darse cuenta de su propia lucha, de la lucha dentro de sí mismo. La sexualidad a su vez no está representada en los cuentos de hadas como algo edulcorado y tierno sino como un trayecto sangriento o difícil –la Bella Durmiente se muere durante cien años, hay una muerte de la doncella durante cien años- La riqueza de las metáforas de lo femenino y lo masculino en los cuentos de hadas es enorme comparada con la literatura infantil actual, donde la sexualidad, si la hay, está computarizada y complementarizada. Los psicoanalistas ignoran u olvidan que el bueno de Winnicott reivindicaba algunas canciones infantiles terroríficas como la única manera en que las madres pueden sublimar el odio que sienten hacia el dulce “bebé” al que tantas veces tienen ganas de tirar por la ventana.Y sin embargo en la historia edulcorada del psicoanálisis, el retrato de Winnicott es el de un abuelito bueno que a su vez representaba a una “madre suficientemente buena”. Pero Winnicott, y también Maud Mannoni y Bruno Bettelheim podía ser violentos con los pacientes. Una violencia del ser, no una violencia de la interpretación, que ellos no sostenían en teoría, pero sí en acto, en el tratamiento de la psicosis. Antes de concluir quiero citar otro testimonio sobre Bettelheim escrito por el hermano de un ex paciente. Se trata de un periodista, (otro periodista) cuyo hermano estuvo internado en la clínica Ortogénica de Chicago y a los quince años se suicidó. La familia pensó que el suicidio había sido causado por la rígida postura de Bettelheim, que no dejaba que los familiares vieran al niño. Los dos libros, el de Nina Sutton y el de este periodista llamado Richard Pollak, hablan de la juventud en Viena , del campo de concentración, del fraude, y van reconstruyendo la trayectoria de Bettelheim por los mismos caminos. Lo importante es que no se limitan a decir “qué horror”, cuando se empieza a hablar del monstruo –tal vez como dije antes éste quiso darse a conocer mucho antes de su suicidio, pero la opinión pública suele decidir cuáles son los momentos de auge y de caída de sus ídolos- sino que interrogados por el horror, deciden investigar y escribir la biografía del monstruo. No es difícil imaginarnos el impacto en Estados Unidos del suicidio de Bettelheim, dada su permanente apuesta a favor de la vida, -desde los testimonios sobre los campos hasta los cuentos de hadas- Su pensamiento era bastante marginal en cuanto a lo que era, y es, la ideología oficial del “american way of life”, y sin embargo el Dr.B ocupó un lugar de enorme reconocimiento, tal vez de “extranjero loco”. Cuando se suicida poniéndose una bolsa de plástico en la cabeza, a la semana ya empieza “el escándalo”, las notas periodísticas, el descubrimiento de los cadáveres enterrados en el jardín de la famosa clínica, o las revelaciones de cómo dominaba a sus colaboradores para que guardaran silencio, en fin todo tipo de noticias sensacionalistas típicas de “la perversión” oculta del personaje famoso. Pero algunos – al menos los dos biógrafos- se pusieron a investigar, a reconstruir su itinerario, y nos aportaron muchos elementos para nuestro propio itinerario. Los dos libros salen casi al mismo tiempo, uno en Francia y el otro en Estados Unidos y están basados en una seria investigación sobre la trayectoria de Bettelheim. Aunque el de Pollak haya sido causado por el odio hacia quien consideraba responsable por el suicidio de su hermano, no concluye que sólo se trataba de un sádico, un monstruo, un asesino en serie de niños psicóticos, sino que se

pregunta quién fue este personaje que, después de haber vivido la experiencia terrible y espantosa del campo de concentración hizo esa increíble carrera en Estados Unidos en donde propuso –y actuó- la tremenda relación entre el holocausto y el tratamiento de la psicosis. Ninguno de los dos autores son psicoanalistas, pero Nina Sutton se analizó muchos años. Su libro sobre Bettelheim me lo recomendó su analista. Queda sin responder la pregunta sobre este lugar de “amo” temido, o venerado, que les valió a muchos renombrados analistas-de-niños tantas reverencias y tantas críticas. Tal vez encontremos alguna respuesta en el curso de nuestro próximo seminario, cuyo tema central será el autismo y la psicosis infantil.

Bibliografía: Bruno Bettelheim. La fortaleza vacía. Paidós. Bs. As. 2001 Bruno Bettelheim. Con el amor no alcanza. Ed. Hogar del libro. España Bruno Bettelheim. El peso de una vida. Ed. Grijalbo, 1991 Bruno Bettelheim Fugitivos de la vida. México, FCE Bruno Bettelheim. Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Editorial crítica. Barcelona. 1995 Nina Sutton . Bettelheim. Ed. Folios. Paris 1996 Richard Pollak. The creation of Dr.B Simon and Schuster, 1996

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