RCatT XXV (2000) O Facultat de Teologia de Catalunya. Juan MARTÍN VELASCO

RCatT XXV (2000) 405-415 O Facultat de Teologia de Catalunya Juan MARTÍNVELASCO Dos cosas, independientemente de su elevada calidad teológica, explic

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TEOLOGIA DE LA EXPERIENCIA MISTICA
JÜRGEN MOLTMANN TEOLOGIA DE LA EXPERIENCIA MISTICA Hablar hoy de experiencia mística parece perderse en el túnel del tiempo. Las urgencias de la hora

utoría. Sergio De Velasco Macías
Dirección de Educación Básica Departamento de Fortalecimiento Curricular Coordinación General de la Reforma de la Educación Secundaria uía urricular

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RCatT XXV (2000) 405-415 O Facultat de Teologia de Catalunya

Juan MARTÍNVELASCO Dos cosas, independientemente de su elevada calidad teológica, explican, a mi modo de ver, el atractivo de la obra de José María Rovira y su influjo sobre un círculo de personas mucho más amplio que el de las interesadas profesionalmente por la teología. La primera la expresaba perfectamente Eugenio Trías en el prólogo a uno de sus libros: «... Este libro constituye una aportación cultural de primer orden y se halla todo él en diálogo permanente con las corrientes de pensamiento tradicionales y actuales en y desde las cuales debe repensarse la teología.» Tal afirmación puede hacerse con igual justicia del conjunto de la obra de Rovira Belloso. El fundamento para esa afirmación no está tan sólo en las atinadas y siempre pertinentes referencias a las creaciones artísticas, sobre todo literarias y musicales, que esmaltan sus libros. El valor cultural de su teología estriba, además, en la actitud que transparenta de diálogo permanente con las preguntas, las inquietudes, los logros humanos que manifiestan las creaciones culturales de la historia y el medio en el que ha crecido y se ha desarrollado la actividad del teólogo. Un diálogo que discurre en el terreno, común al teólogo y a otros creadores de cultura, de la preocupación y la sensibilidad por lo más verdaderamente humano. Desde este trasfondo se explica el eco muy vivo que despertó la tematización de esa preocupación por el diálogo entre la fe y la cultura contenida en su libro Fe y cultura en nuestro tiempo. La segunda razón del interés que suscita la teología de Rovira radica en una peculiar forma de hacer teología, que tal vez tenga que ver con la personalidad del autor, y en la que intervienen el lugar desde el que reflexiona, los temas abordados, las opciones epistemológicas y su orientación práctica. Probablemente esa forma de hacer teología pueda expresarse de otras muchas maneras. Yo intento resumirlo en la expresión que sirve de título a esta nota con la que me sumo cordialmente al homenaje de sus colegas y amigos: la humanidad del teólogo y la teología que se deriva de haber intuido y descrito con finura de espíritu la humanidad de Dios.

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1. El peligro de desmesura que comporta el nombre del teólogo Los filósofos han tenido más suerte con el nombre con que se designa su tarea, su función en la sociedad y su vocación personal. Amor a la sabiduría es una profesión de fe y a la vez una declaración de modestia. El nombre de filósofo lleva a la vez la declaración de amor a la verdad: rapimur amore indagandae veritatis, y la confesión de la imposibilidad de poseerla. Se puede ser filósofo -tal vez sea la única forma consecuente de serlo- y confesar que no se sabe nada. El nombre de teólogo, en cambio, comporta una ambición enorme. Nada menos que la de disponer de un saber sobre Dios. La de ser capaz de hacerse una idea sobre Él. El peligro de tal desmesura no es el recurso a un inevitable antropomorfismo -¿cómo podría hablar el hombre de lo supremo si no es recurriendo a las perfecciones que revisten las formas humanas?-, es, más bien, el de representarse a Dios desde criterios tomados del ser humano, atribuyéndole la realización plena de sus aspiraciones, sus deseos, sus imaginaciones. Cuando esto ocurre -y ocurre con más frecuencia de la que cabría pensar- el Dios del teólogo aparece como la suma de omnipotencia, autarquía y omnisciencia que el hombre en sus alocados sueños de grandeza aspira a realizar, y se convierte en una especie de ser perfectamente autosuficiente desde el que se hace muy difícil justificar la existencia de los seres finitos que poblamos el mundo y la historia. Por eso tantas teologías incurren en el defecto denunciado por los ilustrados de haber correspondido a la creación del hombre por Dios de las tradiciones religiosas con la creación de Dios por el hombre, del barro de sus ambiciones alocadas. Con eso el teólogo no hace más que consentir a la tentación de siempre, «Seréis como dioses», de la forma más refinada: representándose a Dios desde uno mismo, convertido en «medida de todas las cosas», y, en primer lugar, de las que están en el cielo. Una de las figuras más ilustres de esta teología desmesurada está representada por el pensamiento ontoteológico que piensa a Dios dentro del marco de una doctrina sobre el ser elaborada por la razón y que lo incluye en ese marco como parte -todo lo eminente que se quiera- de una totalidad definida y delimitada por la razón humana. No es cuestión de definir aquí cuando la teología cae o ha caído en tal desmesura. Baste anotar que lo decisivo no es el contenido de las representaciones con las que la razón humana se refiere a la realidad designada como Dios. Lo decisivo no es que el hombre piense sobre Dios y hable de Él, sino la forma de hacerlo. El nombre de suyo más perfecto, como «ser» o incluso «amor», puede dar lugar a una teología con la que la razón humana se hace cargo de Dios, dispone de Él y lo domina. En cambio, los nombres de suyo más elementales y aparentemente más alejados de poder representar la realidad divina, como «mi roca», «mi baluarte», «mi rey» o «mi pastor», pueden servir de apoyo a una

relación de reconocimiento y dar lugar a una respetuosa teología. Tal vez ese «mi» que precede a los últimos términos aducidos sea el indicio de la conversión de la actitud capaz de salvar la razón y el lenguaje humano sobre Dios. Lo que la realidad de Dios, tal como la vive el sujeto religioso, excluye es una forma objetivadora, que reduzca a Dios a objeto de un acto humano -de dominio, de pensamiento, de amor o de deseo- y pretenda expresar en conceptos elaborados por la razón humana la esencia de Dios, lo que Dios sería y no tendría más remedio que ser en sí mismo. «Mi» antepuesto a cualquier nombre relativo a Dios y a «Dios» mismo es la señal de una inversión de la intencionalidad que reconoce la precedencia absoluta de Dios. Es el indicio de una conversión de la razón que se deja iluminar por la luz de Dios en lugar de convertirlo en objeto de su mirada; de una palabra sobre Dios que, lejos de pretender apresarlo, se hace y se sabe eco de la palabra que, previamente, Dios le ha dirigido. Esto no reduce al hombre religioso, al creyente que es el teólogo, a la mudez en relación con Dios; no lo condena a ninguna forma de irracionalismo. Pero, eso sí, le impone una determinada forma de razón y una muy peculiar forma de palabra. La palabra surgida de una relación instaurada por Dios mismo. Es decir, que toda teología, todo pensamiento y lenguaje humano sobre Dios, surge de un previo hablarle. La teología es un lenguaje segundo sobre Dios que supone el lenguaje primario de la doxología y la invocación suscitadas por la precedencia, la presencia previa de Dios, reconocida por la fe, que transforma todo ejercicio de las facultades humanas en relación padecida con Él. En disposición de ser teólogo estaba el hermano lego, sin letras, a quien fray Juan de la Cruz pregunta: «¿Quién es Dios para ti?», y que le responde de forma admirable: «Dios es lo que él se quiere.» Realizada la conversión de la mirada, que supone y comporta una nueva modalidad de razón y de discurso, no importan los conceptos y los nombres, con que el teólogo se refiere a Dios: «ser», «amor», «belleza», «padre», «madre», «señor», «fuerza», «luz», «vida», etc. Surgidos del reconocimiento de una relación que precede al sujeto que los utiliza, todos tendrán algo de nombres para la invocación y la alabanza. Todos serán «flechas» que apuntan más allá del contenido significativo que comportan; todos -y la multiplicación de esos nombres por todas las tradiciones religiosas es la mejor prueba de elloremitirán a la realidad innombrable cuya presencia-ausencia, cuya presencia elusiva en el hombre los ha suscitado. Anotemos que el reconocimiento de este origen para el discurso teológico tiene consecuencias decisivas sobre el estatuto epistemológico de todas sus aserciones y de las palabras que intervienen en ellas. Las primeras no serán afirmaciones relativas a un objeto, un hecho o un conjunto de hechos connumerables a los objetos mundanos y a los acontecimientos históricos; las segundas no serán representaciones especulares que reflejen la realidad a la que designan o aspectos particulares de la misma, con los que pueda pretenderse

que coincidan con esa forma de adecuación a la que aspira la verdad lógica. Por surgir de una presencia que sólo se manifiesta en el padecimiento de su ausencia, el discurso del teólogo, como el del místico, a cuya familia creyente pertenece, está sellado por un momento de negación insuperable e irrecuperable. Como M. de Certeau dijo del místico, se puede decir del teólogo que es «aquel o aquella que no puede dejar de caminar y que con la certeza de lo que le falta sabe de cada lugar y de cada objeto que no es eso; que no es posible fijar ahí la residencia, que no es posible contentarse con ello», porque remiten a una realidad que sólo se hace presente como «la ausente de la historia». De los conceptos que utiliza, de las palabras de su discurso podrá decir el teólogo -tendrá que decir si está de verdad curado de la pretensión desmesurada que parece contener el nombre mismo de teología- lo que el alma del Cántico espiritual dice de las realidades mundanas que le traen noticias del Amado: «... y todos más me llagan / y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo». Bastaría recordar los textos clásicos presentes en todos los grandes representantes de la teología cristiana sobre el apofatismo, la condición negativa de todos los enunciados humanos sobre Dios, para ver que todos ellos son conscientes, como lo son los místicos, de la originalidad radical de su discurso y su lenguaje sobre Dios, en relación con el discurso y el lenguaje relativos a los seres mundanos.' Ese apofatismo, por otra parte, no se reduce a un momento incidental y superable del discurso humano sobre Dios, por el que se retiraría a los conceptos tomados del mundo humano la condición finita que tales conceptos comportan, sin que esto afectase a un contenido significativo que, privado de la condición finita que conlleva en sus realizaciones mundanas, podría ser atribuido, infinitizado, a Dios. La negatividad afecta más radicalmente al conocimiento humano de Dios; comporta la incapacidad humana de conocer a Dios haciéndose una idea de él e impone una forma de conocimiento en la que, en virtud de la presencia constituyente y, por ello, inobjetiva de Dios en el hombre, éste conoce en todo lo que conoce a Dios, pero lo conoce sólo como imprensible, como Misterio, en la medida en que reconoce la luz que hace posible su pensamiento, consiente al amor que origina el deseo que lo atrae irresistiblemente hacia sí, accede a la profundidad sin suelo de sí mismo, desfondándose sobre el abismo de Dios, del que está surgiendo permanentemente. Para los que se sienten incómodos, inseguros, en este apofatismo de los conceptos sobre Dios, convendrá recordar que sólo cuando se lo reconoce como Misterio se lo conoce de forma inconfundible, como el que no teniendo nada en común con todos los seres, puede ser Él y sólo puede ser Él. «Tienes

1. Baste remitir a la colección de textos aducidos por H. DE LUBACen el cap. V de su obra Por los caminos de Dios, trad. castellana, Madrid: Encuentro 1993, pp. 93-109; 21 1-222.

LA HUMANIDAD DE DIOS Y LA DEL T E ~ L O G O

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que ser Tú -decía G. von Lefort a Dios- porque sólo Tú tienes esa manera insistente y diversa de llamar.»

2. La humanidad de Dios No es cuestión de indagar aquí el origen y la historia del uso por la espiritualidad y la teología de esta expresión tradicional. La traducción de la expresión filantropía de Dios, nuestro salvador, por humanitas, humanidad de Dios en la vulgata puede haber servido de base textual a ese uso. El texto de Tit 3,4 nos orienta, además, hacia su significado fundamental. Éste podría resumirse en la comprensión de la revelación de Dios a lo largo de la historia de salvación que culmina en Cristo como la manifestación de un Dios pro-existente, un Dios cuyo ser consiste en ser-para, en la donación de sí, en la generosidad, en el amor al hombre. La proexistencia de Dios tiene su primera manifestación en la comprensión teológica y espiritual de la acción creadora de Dios. pocas expresiones tan felices de esta realidad como la contenida en la «contemplación para alcanzar amor» de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. En ella se desarrolla de forma admirable ese presente continuo contenido ya en el «principio y fundamento»: «El hombre es criado...» En esa contemplación el santo invita a considerar «cómo Dios trabaja y labora por mí en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra, id est, habet se ad modum laborantis. Así como en los cielos, elementos, plantas, frutos, ganados, etc., dando ser, conservando, vegetando y sensando, etc ...». Invita a «mirar cómo Dios habita en las criaturas, los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender; asimismo haciendo templo de mí seyendo criado a la similitud y imagen de su divina majestad...». Una lectura de la acción creadora que parece desarrollar el texto del evangelio de san Juan en el que la acción sanadora de Jesús en sábado es puesta en relación con el trabajo permanente de la providencia del Padre, a la que hace presente: «Mi Padre sigue trabajando siempre y yo también trabajo» (Jn 5,17). La proexistencia de Dios adquiere los tintes más próximos y familiares de presencia y compañía, a lo largo de la historia de la salvación, con las declaraciones insistentes: «Yo estoy contigo», «yo estaré contigo» dirigidas a los hombres de Dios y a los profetas, que se traducen en la promesa permanente al pueblo: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios», y hacen concebir el final de la historia, el destino de la humanidad, como el día en que Dios «habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos», enjugando las lágrimas, venciendo la muerte, eliminando el dolor (Ap 21,3-5). Este ser-para y este ser-con como forma propia de ser-Dios se concreta en el Anti-

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guo Testamento en que Dios haga suyos los derechos del pobre y asuma como propia la causa del huérfano, la viuda y el extranjero. Así se explica que en Jesucristo, en quien culmina la revelación de Dios para los creyentes del Nuevo Testamento, se haya manifestado la filantropía de Dios, el amor de Dios a los hombres, la humanidad de Dios, hasta el punto de que en él se le haya descubierto como amor originario. Tengo la impresión de que los teólogos cristianos no siempre han conseguido transmitir con sus discursos la maravillosa buena nueva que contiene la comprensión bíblica de Dios. Probablemente la obra de José María Rovira sea, con otras, una honrosa excepción. Los escritos de los místicos sí lo han hecho con los acentos peculiares que caracterizan a cada uno. Por ser menos conocido, me referiré a san Juan Bautista de la Concepción, el reformador de la orden trinitaria, que vivió unos años después de santa Teresa y a cuya obra se refiere con frecuencia. Con todos los grandes místicos comparte el fraile trinitario la aguda conciencia de la trascendencia de Dios: «Sumo y eterno Bien, visto y no conocido, conocido y no visto», «un inmenso piélago», «piélago del infinito ser»; a quien invoca:

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