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ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura CLXXXV 736 marzo-abril (2009) 483-495 ISSN: 0210-1963
LA LECTURA COMO ACTIVIDAD IDEOLÓGICA: APROPIACIÓN Y ENSEÑANZA DE LA LITERATURA (QUÉ LEER Y PARA QUÉ LEER)
READING AS AN IDEOLOGICAL ACTIVITY: APPROPRIATION AND TEACHING OF LITERATURE (WHAT TO READ AND WHAT FOR)
Matías Escalera Cordero Secretario de Redacción de Verba Hispanica Universidad de Ljubljana
ABSTRACT: Reading first is an ideological activity, more intricate than the mass media and the School are determined that it is; and the texts are the results of many and different ideological appropriations. To be aware and to pay attention about this become crucial. Why we are just reading that we are reading? Why we have not chosen to read anything different? Which of our resolutions have been really ours in this course of repeated ideological appropriations? Being conscious about this become actually crucial, especially if we want to lead the way of our reading; if we want to star our own reading experience. Because of listening to some music, observing works of art, reading books –per se, without discerning– are not worth; we can even become worse than we were; as reading –or listening to, or looking at– is not a miraculous –or magical– achievement –behaviour–. It depends of how we read some text, and why –or what for– exactly we are just reading this text and not another one. KEY WORDS: To read, reading, ideology, ideological activity, magical behaviour, school, children’s literature, Middle Age Spanish literature, Gericault.
RESUMEN: Leer es un acto ideológico, mucho más complejo de lo que los medios de comunicación y la Academia pretenden hacernos pensar; y los textos, resultado de múltiples “apropiaciones”. Ser conscientes de ambos hechos: de cuántas de esas decisiones que nos han llevado a leer lo que leemos, son –realmente– nuestras; y de cuál ha sido exactamente la secuencia de “apropiaciones” que ha articulado –finalmente– “aquello que leemos”, nos es capital, especialmente si deseamos ser protagonistas de la experiencia y del acto mismo de leer, y no nos resignamos a ser arrastrados, acaso adonde nunca querríamos llegar, o que, en el mejor de los casos, a que la experiencia de leer resulte irrelevante o frustrada. Leer por leer, mirar un cuadro por mirarlo o escuchar a Wagner por escucharlo, no sólo no nos hace mejores, sino que pueden incluso hacernos peores de lo que somos. Leer no tiene propiedades intrínsecamente maravillosas, es cómo leemos y por qué leemos lo que hace al acto de leer productivo o pernicioso. PALABRAS CLAVE: Leer, lectura, ideología, apropiación, enseñanza, sentido, libro, literatura infantil, literatura juvenil, Gericault, Poema de mio Cid, romancero.
Filisteo, s. Aquel cuya mente es producto de su medio, y cuyos pensamientos y sentimientos están dictados por la moda. A veces, es culto; a menudo, próspero; generalmente, limpio; y, siempre, solemne. Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce.
I.
ALGUNAS
CUESTIONES PREVIAS
A lo largo de los últimos años, se han ido desgranando y esgrimiendo –en los medios de comunicación, y en los foros especializados– varias y muy diversas consideraciones acerca de la naturaleza de la lectura, de sus bondades –a veces, de sus inconvenientes–, y, sobre todo, de la perentoria necesidad de su ejercicio indiscriminado. Una
de las posturas más extendida, especialmente entre el magisterio, es aquella que podríamos denominar visión lírico/hedonista1 del acto de leer. El objetivo de la escuela –y del resto de las instituciones sociales encargadas de la educación de nuestros jóvenes– no debería ser otro que inculcar el “amor a los libros”, estimulando la fantasía de nuestros niños y jóvenes adolescentes, demasiado entretenidos –obnubilados, en realidad– por la televisión y las
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imágenes en general, que merman lastimosamente sus facultades más creativas e imaginativas (no sabemos qué pensaría la Caperucita Azul del relato de Ignacio Viar, al respecto; asesinada por un “lobo” que jamás había visto la televisión). Si les enseñásemos, a nuestros jóvenes, a escribir “con fantasía”, leerían; y justo es ahí donde fracasa la escuela, al convertir en una obligación lo que debe ser puro gozo y placer. Sólo se trataría de arbitrar una serie de trucos –didácticos– para embaucar a los niños y promover en ellos el “gusto por la lectura” desde su más tierna infancia. Pero se deja pendiente la cuestión central: ¿debe leerse cualquier cosa?; dicho de otro modo, ¿leer es una actividad incuestionablemente beneficiosa por sí misma? Al comentar los famosos Aforismos de Georg C. Lichtenberg (1742-1799), especialmente aquellos que tratan de los libros y de la actividad lectora, Víctor Moreno2, trata de responder justamente a esos interrogantes: y, lo primero, es poner en cuarentena gran parte de las ideas y de los tópicos que corren acerca de la imperiosa necesidad de leer. Como Lichtenberg, Víctor Moreno parte de una evidencia que muchas veces no se tiene para nada en cuenta, la lectura no es una actividad milagrosa. “Un libro –nos recuerda: citando al agudo maestro alemán– es como un espejo. Si un mono se asoma a él no puede ver reflejado un apóstol”; pues un libro, incluso el mejor de todos, hace “más ingenuo al ingenuo, más inteligente al inteligente y deja como estaba al resto”. Y eso cuando no sucede lo peor, que “de tanto leer [demos] en una docta barbarie” (algo que, como veremos más adelante, descubrirá –demasiado tarde– Alberto Manguel, y que, mucho antes, durante el pasado siglo, supieron los millones de jóvenes europeos víctimas de las trincheras en las dos guerras mundiales; los habitantes de los campos de exterminio, los civiles aniquilados en Hiroshima y Nagasaki, o los miles de ejecutados en Srebrenica por las hordas del doctor en psiquiatría y laureado poeta Radovan Karadzic, bajo la atenta mirada del muy leído mundo civilizado); y es que “hay mucha gente que sólo lee para no tener que pensar”. De hecho, para R. L. Stevenson, la lectura no dejaba de ser, en última instancia, una mera “sustitución de la vida”, pues la lectura, tomada como “evasión”, no hace otra cosa que robarnos nuestra propia experiencia del mundo (cuando debería constituir una experiencia –más– del mundo). Si
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el acto de leer no responde a una pregunta que nos hemos hecho previamente, si no es meta de una búsqueda personal, no posee el menor valor por sí misma. Cada texto, cada libro, tiene “un objetivo diferente”, es una respuesta diferente, a una, o varias preguntas. Por eso, Georg C. Lichtenberg sólo concibe una forma activa, enriquecedora y personal de leer, un modo precisamente de que no nos dominen a su través: “Una norma de lectura [de mandar sobre ella] es condensar en pocas palabras la intención del autor y sus ideas principales, y adueñarse [¿apropiarse?] de ellas bajo esta figura. Quien lee así, está ocupado y gana mucho”. El fracaso escolar –desde esta perspectiva– no es otro que el fracaso de la lectura pasiva y simulada (hacer “como que se lee”, pero en realidad no leer), pues la primera y fundamental condición de leer es saber que no da igual lo que se lea, que no vale “leer por leer”, que eso es reducir la lectura a una actividad irrelevante, insustancial y banal (tal vez, incluso, nefasta y peligrosa). Sabiendo que finalmente debe prevalecer la propia experiencia –como quería Stevenson–, el propio pensamiento y la propia observación del mundo. Para el editor Constantino Bértolo3, por su parte, que instituciones como la Iglesia, el Estado –a través de la propaganda y de la escuela– o el Capital –la industria y el comercio– promuevan tan “incondicionalmente” (¿?) la lectura, es algo de por sí sospechoso. Aunque, si se tiene en cuenta que el modo de leer que se promueve, desde tales instituciones, está esencialmente “desvinculado” de lo real, se comprende mejor tal ímpetu. Para el autor de Leer, ¿para qué?, hay tres modos de leer: 1. La lectura como puro “entretenimiento”. Lo que supone en realidad un “dejar de hacer” (de experimentar); una “no actividad”: una huida o evasión del mundo real; de modo que, así considerada, la lectura sería una fuente de irresponsabilidad y de autoengaño, más que de enriquecimiento –desarrollo– personal; que, al final, termina ineluctablemente en la aceptación acrítica –e incondicional– de los “valores realmente dominantes”. 2. La lectura como medio de “adquisición de conocimientos útiles”: habilidades instrumentales, rentables e inmediatamente utilizables por el mercado y la industria.
3. La lectura como “acceso a la cultura” (de los que deciden qué es y qué no es cultura, claro): leer es un modo de acumulación de capital simbólico; esto es, de prestigio público y “capacidad relacional”.
Para otros, como es el caso de Félix de Azúa4, sin embargo, la lectura es esencialmente una experiencia mística (apocalíptica, se diría: pues estamos abocados al desastre, por no leer como debemos leer). Leer es un fenómeno meliorativo, de naturaleza moral y cualitativa (en cuanto que aporta cualidades moralmente deseables). La lectura, además, está vinculada sustancialmente con el pasado –en cuanto que el tiempo pasado es el ámbito de la “verdadera sabiduría”–, y con las minorías –selectas– que buscan el saber esencial y puro, “no vinculado con la actualidad” (el presente no es el objeto de la auténtica pulsión lectora), ni con cualquier utilidad práctica, puesto que el “verdadero saber” no tiene nada que ver ni con el presente, ni con el ejercicio del poder (¿?). La tesis de la que parte Félix de Azúa reproduce, como se ve, una vieja conocida ecuación idealista y romántica: la verdad está en la idea; y la idea completa –perfecta– no está en este mundo, por tanto debe andar por el otro mundo –en este caso, el pasado–; de tal manera que sólo lo inactual puede ser depósito de lo verdadero; ya que el pasado es la verdadera realidad, que nada tiene que ver con el presente, ni con lo útil. Y los libros (que nos conectan con el pasado y nos permiten “hablar con los muertos”) son, pues, los “depositarios de la auténtica memoria colectiva”. El problema viene cuando hay que definir qué es eso de la “memoria colectiva”; y, si existiese y la definiésemos, ¿quién la gestiona?, ¿quién establece sus límites y contenidos? Este desfile “hacia la nada” –esta bárbara renuencia lectora– que contemplan –sobrecogidos– los que, como Azúa, convierten la lectura en una experiencia cuasi/mística, no
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De modo que la imposición de la lectura “en abstracto”, desgajada de la realidad real, del marco social e histórico en que se da, y de su finalidad, es fundamentalmente una “imposición ideológica” de las clases –y estamentos– que detentan el poder social, cultural y económico.
es consecuencia del “olvido del pasado” –del lastimoso arrumbamiento de la sabiduría pasada–, sino del “colapso del presente”; en el que sólo es realmente posible –en los medios que nos fabrican la pretendida “memoria colectiva”– leer estas melopeyas melancólicas y quejumbrosas, que salvo la gracia y agudeza del rapapolvo moralizante y sermonario nada aportan al conocimiento y transformación del tiempo real presente y –este, sí– verdadero. Por eso, resulta aún más curioso que habiendo citado –y suponemos que leído– a Hegel: “todo lo que no sea pura aplicación de la fuerza pertenece al pasado”, Félix de Azúa no lo haya entendido. Y es que, como, antes que Hegel, entrevió Spinoza, en el espacio/tiempo de la historia, en que los mortales nos movemos, “todo lo demás” es música celestial (agradable y necesaria para los seres angelicales y muy selectos que deberían poblar la realidad –sí, quizás–, pero que desgraciadamente no la habitan, ni la construyen). Leer es un acto material e ideológico fruto de múltiples decisiones; y los textos que leemos –cada uno de los dispositivos que los constituyen–, lo son de múltiples “apropiaciones”. Ser conscientes de ambos hechos: de cuántas de esas decisiones que nos han llevado a leer lo que leemos, son –realmente– nuestras; y de cuál ha sido exactamente la secuencia de “apropiaciones” que ha articulado –finalmente– “aquello que leemos”, nos es capital, especialmente si deseamos ser protagonistas de la experiencia y del acto mismo de leer, y no nos resignamos a ser arrastrados, acaso adonde nunca hubiésemos querido llegar: al reino de la desesperanza, donde nada puede cambiar, porque las cosas son como son y todo está escrito en un billete verde. O, en el mejor de los casos, para que la lectura no resulte un evento insustancial, malogrado e infecundo. “Siempre supe que era un genio”, dice de sí mismo Harry Mulisch5; “... a los treinta años ya había leído todo lo que se debe leer...” ¿Qué se supone que se debe haber leído a los treinta? Y, si lo supiésemos, porque alguien en quien confiamos, nos lo ha dicho, ¿por qué se debería haber leído eso, y no otra cosa? Pero, sobre todo –y esta es la cuestión capital–, por qué lo habríamos de haber leído, y para qué deberíamos haberlo leído. ¿Por el mero placer de leer?, ¿para ser mejores?, ¿para acumular capital simbólico?, ¿para tomar el poder?, ¿para no dejarnos engañar? Para qué exactamente... Por qué no hacer otras cosas más útiles o placenteras: ir al cine, tumbarnos a tomar el sol, hacer el ARBOR CLXXXV
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amor, rebelarnos, hacer la revolución, o, en su caso, manifestarnos contra el hambre en África, o por el carril-bici en nuestro barrio, o contra el calentamiento global. Aceptemos que un tal canon así, lo que se tiene que haber leído a los treinta, pudiera ser establecido (y ya sabemos cómo se aprovecha la factoría Bloom –y sus adláteres locales– de tal suposición); ¿equivaldría ese leer de esa manera, a comprender lo que se ha leído y por qué se ha leído? ¿No es, acaso, leer, interpretar lo leído; inferir lo presupuesto, hacer explícito lo que está implícito mediante una reflexiva interiorización de lo leído? Y ¿no resulta, acaso, la interpretación el acto ideológico fundamental? En efecto, leer, antes que nada, es un acto material e ideológico; de hecho, es pura materialidad e ideología; por eso, un acceso neutral –reglamentado– y aséptico a la lectura como habitualmente las instituciones –la escuela, el estado y los medios– pretenden, además de una impostura imposible, es una actividad estúpida e inútil. Es como moverse al tuntún, deambular, de un lado a otro, sin saber exactamente a dónde queremos ir, o si llegaremos por fin a alguna parte. Aunque, pensándolo bien, ¿no será eso lo que quieren exactamente de nosotros? Sea como sea, para los mandarines de la lectura –se llamen, Harold Bloom, o Alberto Manguel–; para las instituciones públicas, y para la industria editorial, estas cuestiones poco importan, pues, como afirma el mismo Manguel, en una entrevista concedida a Javier Rodríguez Marcos, en el suplemento cultural Babelia6, del diario El País, todo se reduce finalmente a la suerte (sic). La lectura –cual relicario dilecto y milagroso de eso que llamamos todos, la cultura: hay hasta un ministerio dedicado a ella– nos debería “hacer mejores”, y enriquecer nuestros horizontes personales y mentales, por su sola inherente virtud; el mero hecho de leer (o de escuchar música culta, por ejemplo) nos debería, por su efecto taumatúrgico, mejorar espontánea y prodigiosamente; pero lo cierto es que no sucede así. Y hasta un apóstol de la lectura, como Manguel, tiene que reconocerlo, cuando se enfrenta al (¿inconcebible?) hecho de que uno de sus más respetados y admirados profesores colaborase (a pesar de haber leído, antes de los treinta años todo lo que se tenía que leer) con los militares asesinos de su patria, la vapuleada Argentina... ARBOR CLXXXV
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Javier R. Márquez: ¿La cultura no nos hace mejores? Usted dice que la lectura nos mejora, pero a renglón seguido habla de un profesor decisivo para usted que terminó colaborando con la dictadura argentina. Alberto Manguel: ... a veces los esfuerzos no son válidos si no se da un estado de gracia [¿?]. Estoy derivando hacia la mística, lo sé, pero es que no tengo una explicación. Es una cuestión de suerte [¿?], finalmente. Algunos lectores, a veces, se iluminan [¿?] con una lectura. Eso es todo lo que podemos decir.
¿Eso es todo lo que podemos decir realmente? Si eso fuese todo, ¿para qué nos sirve leer, gastar tanto tiempo y energía en una actividad que, al cabo, no nos aportará gran cosa a la hora de entender los acontecimientos cruciales que determinan nuestro estar en el mundo?; al señor Manguel, parece que no le ha servido de mucho. ¿No será que a la hora de leer, como a la hora de escuchar música, nuestra posición –objetiva– y los compromisos de clase, así como la ideología –la posición subjetiva– que encauza nuestra visión del mundo, y determina nuestras respuestas ante los hechos –también los de carácter social y político–, son realidades tan determinantes como saber qué se lee, por qué se lee, y para qué se lee? Leer por leer –como escuchar a Wagner por escuchar a Wagner (y ahora esto empieza a ser más que una sospecha)– no sólo no nos hace mejores automáticamente: en realidad, leer puede llegar a hacernos peores, según qué leamos o si ignoramos por qué y para qué leemos; y si mirásemos con atención a nuestro alrededor, y considerásemos en serio lo que vemos y oímos cada día, “leer por leer” no nos hace siquiera más listos. Lectura, enseñanza y desconcierto Si esto es así, si leer por leer –esto es, “sin cálculo ni reflexión, o sin conocimiento del asunto”; que es lo que significa, según el diccionario de la RAEL, exactamente, “al buen tuntún”– resulta un acto infecundo y aun potencialmente peligroso, ¿qué decir de la lectura escolar obligatoria?; o ¿qué decir de conceptos tan caros y tan manoseados por nuestros especialistas, como los de situación, contexto e intertextualidad, o el más polivalente de (trans / inter / multi)culturalidad, si los aplicásemos, en toda su extensión, a la enseñanza de la literatura y a la lectura
Si recordamos el espantoso guirigay comercial, politiquero y papanato/mediático organizado alrededor del último centenario cervantino –a lo largo de todo el 2005–; el que se monta, a diario, dentro de las aulas, es aún más lamentable, absurdo y grotesco; profesores perorando –medio– entusiasmados la Canción del pirata, o el último premio de literatura infantil y juvenil –henchidos de “fe misionera”–, mientras sus alumnos, los jóvenes infieles, que deberían quedar tocados por la gracia de la verdad y de la belleza (que, al final, son la misma cosa, como se sabe), comentan despreocupados el último resultado Madrid/Barça, o escuchan –completamente aislados del entorno– su Mp-3, o consultan sus mensajes SMS, sin ninguna consideración siquiera para esa espada de Damocles que pende sobre sus cabecitas, única esperanza ya de sus maestros –los decepcionados portadores de la buena nueva de la lectura–, ¡el examen!; esa vergonzante constatación –inconfesa– de su fracaso pastoral. Si esto nos parece demasiado triste –o simplemente risible–, veámoslo desde otra perspectiva... ¿Cuál es el umbral real de lectura –de recepción– de un texto literario español para un lector japonés, o un lector noruego, pongamos por caso? ¿Cómo medir el impacto, la acción mediadora –celestinesca y torticera– de los tópicos y lugares comunes que afectan a lo español en el mundo? ¿Hay que beneficiarse de ellos (que se lo digan a los gestores del ínclito Instituto Cervantes); o hay que empeñarse en romperlos? ¿Vale la pena intentarlo? ¿Quién debería hacerlo y en qué dirección? ¿Se haría desde una perspectiva castiza, o desde una visión crítica, que pusiera incluso en tela de juicio la existencia misma de lo español? Los textos literarios catalanes, gallegos y vascos, ¿entrarían, o no, a formar parte de ese horizonte de expectativas? ¿Qué tipo y qué cantidad de información debería manejar como mínimo ese lector? Y ¿un lector medio español, con respecto a la
obra de un autor o un texto provenientes de las literaturas japonesa o noruega: Mishima o La trompeta de Norland de Petter Dass? ¿Qué información resulta más pertinente a los lectores japoneses y noruegos de Luces de bohemia, saber si es, o no, Alejandro Sawa quien se esconde detrás de Max Estrella; comprender el exacto significado del concepto enunciado a la vera de los espejos del callejón del Gato; localizar correctamente el famoso callejón en un plano del Madrid; estar al corriente de quién era ese tal Álvarez Gato, al cual va dedicada la placa; adivinar por qué se le asigna a la guardia civil el papel de guardia pretoriana de los señoritos españoles; tener claro qué y quiénes son esos señoritos; o entrever por qué el trabajador al que se le aplica la ley de fugas es precisamente catalán?
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obligada, en nuestros aparcaderos escolares? En realidad, poco se puede decir, al respecto, que no sea tomar nota, bien de una pedestre –y ceporra– expropiación general del sentido –cuando no, del mismísimo significado literal7, por monda ignorancia–; bien de la despótica dominación –simbólica– ejercida por las clases –y etnias– dominantes –mediante sus instituciones y órganos–, en unos establecimientos en donde la geopolítica y el dominio de clase –de los órganos e instituciones– se aplica, sin medida –ni contrapeso alguno–, al acto de leer.
Frente a la innegable complejidad del acto de leer –y a las innumerables encrucijadas a las que nos aboca–, la opción que ha tomado el Mercado (¿?) es obviar todas y cada una de las bifurcaciones y sinuosas ramificaciones que lo componen, e inventarse un espacio de lectura desmaterializado –des/realizado–, plano y rectilíneo, construido a base de abstracciones pseudo/humanistas, empedrado con “temas universales” de gran “interés humano” –y de “eterno calado”–, en una pseudo/realidad indeterminada, sin coordenadas claras, ni sociales –de clase–, ni espacio/temporales –históricas–, y –preferiblemente– sin nombres propios; que valga lo mismo para un roto que para un descosido: para el fin de semana en la playa, para las largas horas de tedio en el metro, para un examen final o para la sala de espera de un hospital8. No debe extrañarnos, pues, el desconcierto y la confusión de nuestros maestros, en nuestros establecimientos escolares, cuando sus jóvenes alumnos no caen rendidos inmediatamente ante la “profundidad humana” del libro de los libros universales –del que se han “apropiado”, y reducido a descarnada pitanza didáctica–, o ante la belleza de un soneto petrarquista... (¡Cómo es posible tamaña ignorancia!... Exclaman y se lamentan, desconcertados, ante la general displicente respuesta de sus alumnos a la ritual lectura –en realidad, auténtica desarticulación– de las aventuras del hidalgo manchego, o del soneto catorce de Garcilaso) Confusión y desconcierto que provienen, en buena medida, de la inexistencia de un “hilo conductor” (sea cual sea: la secuencia de un mito clásico o la constitución y crisis del ARBOR CLXXXV
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“yo burgués” en las literaturas europeas) que estructure –y dote de algún sentido– a la actividad lectora. Es la fe del carbonero en las bondades inherentes al acto –mágico– de leer –por leer–, la que quita sentido a la lectura misma. Unas cuantas secuencias fragmentarias y desarticuladas: acompañadas de cuatro datos des/historizados referidos –paradójicamente– al marco histórico (unas cuantas anécdotas irrelevantes, en la mayoría de los casos), seguidas de un montón de datos inútiles y deslavazados acerca de los géneros literarios, y tres chascarrillos sobre la biografía de los autores de esos incomprensibles fragmentos; adobado todo –este remedo de lectura– con una lamentable falta de coraje interpretativo, que es sustituido, habitualmente, por un estéril enfoque lingüístico, en el que el texto literario queda reducido a mero pretexto comunicativo9, o a pasto de especiosos comentarios escolares –y personales–, tan improductivos, como aburridos y fastidiosos, es todo lo que hay. Desintegración, irrelevancia, descontextualización, abstracción pseudo/humanista, etnocentrismo y dominio de clase, esas serían las coordenadas para levantar un buen mapa de la situación. El establecimiento de un auténtico contexto histórico –no des/historizado–, y un adecuado marco de interpretación sociocultural –en los dos ejes: el diacrónico y el sincrónico–, en la enseñanza de la literatura –y en la lectura, en general– no puede ser obviada por más tiempo. A la barrera del tiempo se suman otras barreras culturales, sociales, ideológicas e idiomáticas que invalidan e inutilizan cualquier acto de lectura. Sin contexto e instrumentos críticos que tiendan puentes, esas barreras jamás serán traspasadas. El prejuicio de la autonomía de la realidad literaria, la postulación del dominio absoluto –“absolutamente subjetivo”– del lector en el acto de leer, y el desconocimiento de los contextos de referencia –sin los mínimos anclajes necesarios en la realidad del lector–, así como el énfasis del carácter excepcional –cuasi sagrado– de la lengua literaria, no hacen más que entorpecer la comprensión del acto lector; que, en lo fundamental, no deja de ser un acto eminentemente práctico, relacionado más con el conocimiento, que con el goce inmediato de los sentidos. Veamos en tres sencillos ejemplos qué sucede cuando se lee por leer o se mira por mirar. Seguramente, todos conocemos –o, al menos, nos suena– el famoso cuadro de
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Gericault La balsa de la Medusa; pues bien, quien haya respondido afirmativamente es que sólo le suena, o no lo ha visto realmente, quizás lo haya mirado un poco por encima, pero en realidad no lo ha visto, pues, para empezar, en realidad se trata de La balsa del Medusa, un mercante naufragado frente a las costas africanas (¡ah!, que esto sí lo sabían, pues aun sabiendo esto, tampoco lo han visto, pero al menos no perderán el tiempo buscando, como locos, una medusa por la superficie del cuadro). Si no se tienen en cuenta las razones por las que Gericault pintó –representó intencionadamente– esa escena desesperada; si no se percibe el grito de denuncia contra el egoísmo de clase, la conducta rastrera y homicida de los burgueses, aristócratas y oficiales del barco naufragado, que dejaron a los pobres, al común de la gente, a merced del oleaje y de la inmensidad del mar océano, en una balsa, mientras ellos ocupaban cómodamente los botes salvavidas, y se dirigían a la costa; si no traspasamos todos los filtros de ocultamiento y descontextualización, la serie de “apropiaciones” que han llevado, desde la astuta y elusiva falsedad del título, al secuestro del sentido entero de ese cuadro (consulten, por curiosidad, lo que dice de él la Enciclopedia electrónica Encarta, de Microsoft) no veremos realmente ese cuadro. Algo parecido ocurre con una de las cumbres de la literatura castellana, La Celestina, de Fernando de Rojas. Quién no conoce la Tragicomedia de Calisto y Melibea, y quién no ha tratado de establecer un paralelismo entre ésta y la tragedia de Romeo y Julieta... Y eso que cualquier parecido, aun lejanísimo, entre la obra de Rojas y la tragedia de Shakespeare es pura casualidad; no ya por la distancia mental y cronológica que las separa, o por el muy diverso sentido –y significado– de ambos relatos, sino esencialmente por el abismo que separa a los mundos y las realidades históricas a las que ambas obras responden, aunque los versionadores teatrales y cinematográficos –a menudo– no lo tengan muy claro. ¿Tiene el mismo sentido –la misma lectura– el cuento de Caperucita Roja con su final original, que con su final infantil, ya apropiado? Los modos de leer y de escuchar, como los de mirar un cuadro –o ver una película, o escuchar música–, no son ni variados ni equipolentes. Tampoco es asunto baladí decidir –en la escuela, por ejemplo– cuánto leer, qué leer o cómo leer; exige, al menos, tener un enfoque estructurante –compartido, si es posible– y unos
objetivos claros, que aporten coherencia –ideológica– a la selección realizada.
II. LAS –SUCESIVAS– APROPIACIONES DE UN HÉROE MEDIEVAL CASTELLANO: EL CID DEL ROMANCERO VERSUS EL CID DEL POEMA DE MIO CID HASTA EL CID DEMOCRÁTICO –Y POPULAR– DE MENÉNDEZ PIDAL Todos tenemos una cierta idea (proveniente de los relatos –orales– escolares, y cinematográficos, principalmente) de la mítica figura del Cid; pero muy pocos saben algo de relacionado de verdad con el capitán castellano, llamado Ruy Díaz, del solar de Vivar, que fue guardaespaldas personal de Sancho II de Castilla y, luego, mercenario al servicio de quien le pagase, que conquistó un pequeño reino taifa, que murió en 1099, y que originó, sólo unos años después de su muerte, una saga de relatos en lengua latina –Carmen Campidoctoris y la Historia Roderici, por ejemplo– dirigidos a las élites dominantes, que dio finalmente en una versión en lengua vernácula, el Poema de Mio Cid, seguramente de principios del siglo XIII, dirigida también a esas mismas élites –que ya no sabían latín–, y que nada tiene que ver con
El Cid del Poema es el símbolo político –hecho símbolo literario– de una clase, la de los caballeros –los infanzones: la milicia profesional–, utilizado para lanzar una llamada a un nuevo orden feudal sometido a los monarcas absolutos, en el que la aceptación de la legalidad vigente10, la de los monarcas absolutos (en este caso, la del rey Alfonso), que cimienta –y obliga, sin posibilidad de escape– las nuevas relaciones individuales y colectivas.
MATÍAS ESCALERA CORDERO
Aunque, si, como quiere Foucault, el poder es una relación sinérgica –está en todas partes– y no sólo reprime, sino que también produce saber –establece la verdad social–; y que, más allá del biopoder, físicamente coercitivo, hay una forma subjetiva aún más contundente y eficaz, el poder pastoral, que procura nuestra salvación –aun contra nuestra voluntad– guiando nuestras almas y conciencias: indicándonos no sólo cómo somos, sino cómo debemos ser, y cómo nos sentiremos seguros, frente a las irresoluciones y fluctuaciones de la vida; y si los encargados del mantenimiento de este orden, los funcionarios del sistema: policías, maestros, médicos, padres, psiquiatras (en realidad, la totalidad del cuerpo social, dueña y productora de una subjetividad materializada en discursos que usurpan el sentido, infinitamente más potente que los viejos aparatos represivos); si todos ellos convienen en la bondad de la lectura –por la lectura misma–, no hay más que hacer. Habrá que leer (si queremos salvarnos; si no queremos señalarnos como seres insociables, bárbaros groseros e indeseables, o ser considerados como esa grasa molesta y repulsiva que hay que eliminar –quemar, mejor, a toda costa–, antes de que llegue el verano).
la figura legendaria –y mítica– que aparece dos siglo más tarde, en el romancero tradicional del siglo XV, arranque de la idea popular acerca de su figura.
El joven Rodrigo del Romancero tradicional, se constituye, sin embargo, como símbolo nihilista de una pura rebeldía individual; como abstracción lírica de los que reaccionan contra el mundo de la ciega fidelidad a los monarcas/estados absolutos, ya plenamente constituidos y triunfantes. Símbolo poético, en última instancia, de las viejas castas guerreras señoriales –feudales– que se ven abocadas a una sumisión cortesana –como piezas subsidiarias, en la gestión administrativa y burocrática de los nuevos reinos/estados centralizados–, que, íntima y emocionalmente, rechazan. Hay, pues, todo un mundo –entre ellos– de lecturas e interpretaciones –de “apropiaciones”–, ya que ambos Cides no tienen nada que ver, y llevan a mundos simbólicos y literarios, no sólo diferentes, sino totalmente contrapuestos, como vemos. El Poema de Mio Cid es un libro esencialmente político, en el que la edad del héroe –representado en su plena madurez–, su representación mayestática; la absoluta conciencia del lugar que ocupa en las escalas estamentales, y su aceptación incondicional de los límites cívicos y personales que de tal lugar se desprenden; o la ausencia de una “trama amorosa” en el desarrollo argumental de la historia –más allá de algunas puntuales referencias a los castos ritos maritales del héroe–, en el que hasta el estupro cometido contra sus hijas, es –en realidad– una forma de “respuesta política”, dirigida contra el mismo Cid, por sus “enemigos de clase”; nos darían unos buenos índices interpretativos. El Cid del Poema es un héroe social y político y el mensaje que porta es de orden interno –a la monarquía castellana–; sus enemigos no son “los moros” (uno de sus mejores amigos y aliados es Abengalbón, un moro, y cuando guerrea ARBOR CLXXXV
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contra las fortalezas musulmanas, o cerca Valencia, lo hace “por necesidad”, y así se lo hace ver a los suyos, y, de paso, a los lectores a quienes va dirigido el poema, que no son el pueblo)
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En sus tierras somos e femos les todo mal, bevemos su vino e comemos su pan; si nos çercar vienen con derecho lo fazen (vv. 1103-1105).
Ellos están en su derecho, nosotros somos los usurpadores, les recalca a sus hombres, el Cid del Poema, justo antes de tomar Valencia; porque sus auténticos enemigos no son los habitantes de la ciudad que van a conquistar; él y sus hombres están allí movidos por las circunstancias, por pura supervivencia, son, en efecto, los usurpadores, y no tienen ninguna misión sagrada que cumplir. Sus auténticos enemigos son cristianos y están dentro del sistema del que ha sido expulsado; son “enemigos de clase”, exactamente aquellos que han promovido su destierro –los “falsos mestureros” de la corte de Alfonso, el rey leonés, o los infantes de Carrión, o el conde de Barcelona: de la misma clase que los de Carrión–; este Cid, se mire por donde se mire, no es el héroe de ninguna batalla o causa popular ni nacional; este Cid no se enfrenta a ningún enemigo foráneo, y menos étnico –los moros–, tocado por la mano de Dios y de la patria. El Poema de Mio Cid no es el resultado del fervor popular nacionalista, como la crítica tradicionalista quiso hacernos creer (interpretación dominante aún en las escuelas), sino un caso de literatura de propaganda política –de consumo interno–, un ejemplo de “literatura comprometida”, en este caso, con el orden –constituyente– de los monarcas absolutos. El Cid del Romancero tradicional tampoco tiene que ver nada con causas nacionales ni populares; en realidad, es un héroe existencial y nihilista, concebido sobre la ilusión de un ámbito de decisión personal –frente al sistema/mundo constituido–; es un héroe problemático11, que no tiene nada que ver con el héroe, momentáneamente desplazado, pero seguro de su posición en el sistema/mundo, del Poema. No nos debe extrañar que el joven Cid del romancero sea un héroe –esencialmente– feudal; que su enemigo sea –aquí, sí– el rey Alfonso, el monarca absoluto, pues es contra la monarquía absoluta, y contra la decadencia
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de los clanes feudales –de su propio clan y de su propio padre (“porque la besó mi padre –la mano de Alfonso– me tengo por afrentado”), que se han sometido–, contra las que se rebela este héroe, tan distinto, por su significado y su sentido, del otro, el Cid del Poema, maduro, paciente y sumiso a un monarca absoluto que lo ha “des/terrado”, infligiéndole la más temible de las penas en un mundo en que la dignidad va ligada precisamente a la tierra. La originalidad (¿?) del Romancero tradicional reside, en gran medida, en la suma –¿imposible?– de “materiales de desecho” medievales, en plena modernidad –en pleno quattrocento–: pues una buena parte de los romances más significativos –y los del ciclo cidiano son un excelente muestra– expresan los conflictos existenciales de unos individuos –una clase– anclados en lo viejo –el sistema de los señoríos feudales–, frente a la realidad de los nuevos estados centralizados –reinos de monarcas absolutos, en los que reside absolutamente la soberanía– emergentes. Leyendo atentamente, tanto el Poema, como los romances cidianos –el conocidísimo de La jura en santa Gadea, por ejemplo, del que acabamos de citar el reproche del joven Cid al monarca–, en donde nos encontramos a un héroe pletórico, que no acepta en absoluto su lugar en el sistema/mundo que le ha sido asignado, que se siente arrebatado por las pasiones –hasta dar muerte al padre de su amante–, las emociones y el amor –que vence contra toda adversidad–, y que se ve abocado a la pura incertidumbre –pues ¿adónde van esos trescientos jóvenes caballeros, en pie de guerra, que le siguen en su decisión de rebelarse contra su rey y su propio clan?–; y comparando ambos héroes, se puede comprobar cómo una misma tradición oral en torno a una misma figura legendaria, la de aquel capitán castellano, mercenario invicto, que luchó en todos los bandos, conocido como el Cid –el señor–, el Ruy Díaz histórico –del solar de Vivar–, se literaturiza; su leyenda es “apropiada” con fines –didácticos– propagandísticos, y convertida en instrumento de “transmisión ideológica”, en dos direcciones diametralmente opuestas; y cómo esa “apropiación” –reinterpretación literaria– se dio en dos momentos –contextos– distintos del devenir histórico de Castilla, por dos estamentos –sectores de clase–, además, contrapuestos. Es decir que, por una parte, Ruy Díaz de Vivar, es el héroe y el símbolo político de una clase social emergente, la de
Sin el contexto histórico pertinente, no es posible leer al Cid, ni como personaje legendario, ni como protagonista de unas gestas literarias de muy escasa repercusión –como demostró Keith Whinnom13, respecto del Poema de Mio Cid–, pero con un marcado cariz político y propagandístico. Si no sabemos, al menos, que en los grandes reinos peninsulares, Castilla y Aragón, durante los siglos XII y XIII, la realeza y los estamentos intermedios disputan el control de la soberanía efectiva de los reinos a los grandes clanes feudales, leeremos sin leer; miraremos, como sucede con el cuadro de Gericault, pero no veremos. En el campo de la serie literaria –culta– se da la misma pugna, pues, que en los campos jurídico y político, aquella que vienen librando los reyes castellanos con éxito tornadizo, hasta que Alfonso X el Sabio la culmina con la promulgación de las Partidas14, en realidad, los primeros estatutos que sancionan la victoria final de monarquía absoluta castellana. Mientras que, en el campo catalano–aragonés, Pedro III el Grande de Aragón, a causa de la conquista y disputa de Sicilia y de su política de expansión mediterránea, en las Cortes de Tarazona de 1283, se rinde a las noblezas aragonesa y catalana firmando el privilegio de la Unión o Hermandad de nobles aragoneses y catalanes; por el que, “de hecho, el monarca reconocía la superioridad de la costumbre y renunciaba a continuar
la política de fortalecimiento del poder monárquico y a la recuperación de los bienes usurpados a la Corona”, durante el conflictivo período de Jaime I15. Lo que explica, en parte, la diversa suerte histórica que correrán Aragón y Castilla en los siglos siguientes. La originalidad realista (¿?) del Poema de Mio Cid, por tanto, con respecto, tanto a la propia tradición épica castellana, como con respecto a la francesa, objeto de tantas discusiones desde que Menéndez Pidal –en 1913, con la primera edición del Poema– la puso sobre la mesa, adquiere una nueva perspectiva, así como el peso de la búsqueda, uso y posesión de dinero, la importancia del lenguaje jurídico y de los marcos legales de relaciones, o la fecha misma del manuscrito: por qué se escribe en ese preciso momento, y para quién, y a qué lectores va dirigido.
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los denominados ministeriales, o más específicamente la caballería12, que, en Castilla, son los infanzones, pequeña nobleza militar, que avisa de su papel imprescindible en el orden monárquico que se está construyendo –la cimentación del estado absoluto castellano–, como garantes del predominio de la realeza, con la que no compiten y de cuya comitiva proceden en gran parte, frente a las grandes casas feudales (la de los Mendoza, por ejemplo). Mientras que el joven Rodrigo es el símbolo de la “resistencia heroica” y final a esos cambios de la clase derrotada; de individuos que se manifiestan como “entidades ilusorias” y fragmentadas (Rodríguez Puértolas, J.: 1972 y 1976. Cf. nota 11), en conflicto irresoluble con el mundo tal como ha quedado construido. El joven Cid se parece, en este sentido, al héroe solitario del Western norteamericano: que es al mismo tiempo poetización de un conflicto –irresoluble también en el marco histórico– y señuelo que desvía la atención justamente de ese mismo marco histórico, circunscribiendo al terreno “estrictamente individual” y existencial su insatisfacción.
El Poema de Mio Cid, es la obra de un ministerial, de un hombre culto –tal como estableció, en su ya mítica edición del Poema, Colin Smith (cf. nota 10)– que no se dirige en ningún momento al pueblo –por la simple razón de que el pueblo no sabe leer, ni tiene acceso a los textos escritos, pero sobre todo porque el pueblo carece de relevancia política–. El significado y el sentido –ideológico y político– de las obras literarias y artísticas están en relación con el tipo de respuestas que dan a los contextos en que surgen, ésta es la cuestión básica y lo que verdaderamente importa. ¿Quiénes son, pues, los receptores potenciales del poema; a quiénes va dirigido? ¿Con qué intenciones se ha codificado? Si todo enunciado es una respuesta motivada a los estímulos que provienen de la situación en la que se insertan16, en la que cristalizan todas las voces que le han precedido y con las que convive y entra en relación dialógica17, lo verdaderamente relevante sería saber a qué condiciones y a qué clases de estímulos respondió, el Poema de Mio Cid en su momento. Como en toda literatura comprometida: el realismo (¿?) y el dramatismo novelescos, tan característicos del poema, deben ser considerados como mecanismos que inducen y persuaden a la “identificación emocional” del receptor con los valores ideológicos que porta el héroe. Por su parte, la “verdadera originalidad” del tratamiento de la figura del Cid en el Romancero tradicional castellano durante el complejo y contradictorio proceso de constituARBOR CLXXXV
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ción del “nuevo orden” en Castilla, consistiría fundamentalmente en esa “paradójica suma”, que mencionábamos más arriba, en su eficaz patetismo, proveniente de esa naturaleza mixta “épico-lírica” del género y del personaje, en relación con un contexto histórico literario en el que los géneros narrativos y la poesía lírica han delimitado y marcado ya firmemente sus fronteras técnicas y significativas (desde Petrarca y Boccaccio, al menos). Es sólo así como la fragmentación típica del género se puede convertir en “índice interpretativo” de los romances –novelescos– tradicionales castellanos del siglo XV. No hay más que analizar de modo comparado el episodio del encuentro con el rey en el Poema (v. 2019 y ss.) y los romances de la Jura en Santa Gadea y de la Coronación del romancero cidiano, para entenderlo. De un modo que puede resultar paradójico, el Cid literario más antiguo (siglos doce y trece), el del Poema, apuesta por las clases emergentes e históricamente triunfadoras, mientras que el Cid más moderno (siglo quince), el del Romancero, lo hace por las clases decadentes y perdedoras.
[Los] “Viajes a varios lugares remotos del planeta, titulada popularmente Los viajes de Gulliver, fue publicada como anónimo en 1726 y obtuvo un éxito inmediato. A pesar de que fue concebida originalmente como una sátira, un ataque ácido y alegórico contra la vanidad y la hipocresía de las cortes, los hombres de estado y los partidos políticos de su tiempo, el autor fue añadiendo, durante los seis años que tardó en escribirla, desgarradas reflexiones acerca de la naturaleza humana. Los viajes de Gulliver es, por tanto, una obra salvajemente amarga y, en ocasiones, desenfadada, una desabrida burla a la sociedad inglesa de su tiempo y por extensión al género humano. Al mismo tiempo, siendo una narración imaginativa, ingeniosa y sencilla de leer, el primer libro de los Viajes ha permanecido como un clásico de la literatura infantil. El cuarto libro, Gulliver en el país de los huim, suele eliminarse de muchas ediciones juveniles por su excesiva mordacidad, ya que en el fondo lo que está planteando Swift es que la compañía de los animales –de los caballos, concretamente– es preferible y más estimulante que la de muchos humanos” (Encarta 2004. Microsoft Corporation)
La “apropiación populista” –democrática, sui generis– que hace Menéndez Pidal en su Introducción al Poema (al que ve “lleno de espíritu democrático castellano”), tendría, así, su origen en una –¿intencionada?– confusión, y “mezcla novelada”, de ambos Cides (descontextualizados –extraídos– de sus respectivos tiempos y situaciones) por la necesidad de los sectores liberales –institucionistas– españoles de la época –los finales del diecinueve y principios del siglo de veinte– de cimentar ideológica y simbólicamente un nacionalismo español –laico y liberal– superador de la crisis histórica en la que el país se veía inmerso; especialmente, tras los acontecimientos del noventa y ocho. Un Cid, “héroe del pueblo” y quintaesencia de las virtudes –populares– españolas, que hasta el mismo Machado utilizará en varias ocasiones –en plena Guerra Civil, en 1937, por ejemplo, ante los intelectuales antifascistas reunidos en las sesiones del congreso de Valencia– con un claro fin inspirador y provocativo.
En los últimos meses han aparecido, al menos, media docena de versiones infantiles del Poema de Mío Cid, en una de ellas, el Cid, nuestro héroe, resulta ser un personaje galáctico perdido en el ciberespacio. Esto, con todo, no es lo más significativo del asunto, lo más revelador es que tal engendro se corresponde con todo un programa de apropiaciones didácticas –ideológicas– de los clásicos diseñado y dirigido por una cadena editorial, en el que participan –voluntariamente, supongo– más de una veintena de escritores actuales, que por lo visto no tienen nada que decir acerca de su tiempo, del “presente histórico” (se ve que no han leído a Galdós) en que viven y –se supone– escriben, en el que se construye el –inmediato– incierto futuro al que no vemos abocados. En un acto de apropiación ideológica, así, pues, todo está permitido, incluso el saqueo, la mutilación, la manipulación –y la consiguiente des/historización– del sentido de la obra “apropiada” –desarticulada–, su reducción a la irrelevancia más absoluta, la banalización y desactivación de cada uno de sus componentes formales o significativos, el engaño, la estafa de los aprovechados; en fin, en un expolio, todo vale.
De cualquier forma, por si no ha quedado suficientemente claro que toda (re)lectura es, antes que nada, una apropiación ideológica, que posee un fin “práctico y material”, sólo hay que irse –una vez más– al artículo que la Enciclopedia electrónica Encarta, de Microsoft (fuente nada sospechosa de extremismo crítico y radical), dedica a la obra maestra de Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver: 492
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Considerado así el asunto, en sus auténticas dimensiones, y trazadas sus correctas coordenadas, la lectura, en efecto, resulta un acto problemático, lleno de recovecos y primordialmente ideológico, que requiere del esfuerzo por
Si no logramos articular la lectura a partir del desentrañamiento consciente y aplicado del acto mismo de leer, más allá de los enfoques comunicativos y lúdicos, que subyacen al currículo escolar, por los que el acto de leer y el estudio de la serie literaria se vinculan al desarrollo –en realidad, amaestramiento y desactivación crítica– de la competencia lingüística y comunicativa de los alumnos, o al mero “placer de leer por leer”; hacerlo –leer– no sólo resultará una actividad inútil, sino incluso perjudicial. En la presentación de la campaña Leer ayuda a comprender, por lo del año internacional –otro más– dedicado a la tolerancia –otra “buena causa” más–, María José Gómez-Navarro, responsable –entonces, en el año 1995–, de las colecciones infantiles y juveniles de Alfaguara, aseguraba: “no pretendemos sacar la literatura del ámbito lúdico, pero sí usarla para fomentar el debate”; como excusa para vender libros a las escuelas, o para presentar una colección –otra más– juvenil, puede que este pío –y bien intencionado –otro más– planteamiento del tema resulte conmovedor y hasta rentable, pero resulta que el problema es otro, y que el debate en la escuela no interesa a nadie (perdón, la generalización siempre es injusta, seguro que habrá alguien a quien le interese de verdad debatir con sus alumnos, y alumnos dispuestos a hacerlo; pero a juzgar por los resultados de aquella campaña en nuestras escuelas son, más bien, pocos). Si hay un ámbito en el que la “apropiación didáctica” –ideológica– de los textos y de los discursos artísticos y literarios, el amaestramiento y la desactivación crítica –mediante la repetición ad nauseam de lo ya conocido–, campean por sus respetos, es el de la literatura infantil y juvenil; baste recordar la manipulación sumaria –sin juicio previo– de los clásicos adaptados –infantilizados– por las colecciones al uso; el viejo caso sangrante del pobre Lázaro de Tormes, o de vuelta, una vez más, al “cuarto centenario”,
la que se le vino encima –sin comerlo ni beberlo– al pobre Alonso Quijano. Y no digamos nada de la acción deletérea –grosera e impune– ejercida sobre personajes y textos de toda laya, de las tradiciones popular y culta, por la factoría Disney. O la más sutil, pero igualmente perniciosa, de aquellas historias en las que los jóvenes –como sospechaba José Donoso18– se encuentran a sí mismos reflejados, sus mismas palabras, idénticas experiencias, sin alternativas factibles a la vista, sin pistas o alumbres que anuncien o apuesten por cambios reales, nada, en fin, que no sea resignación, finales imposibles –y mentirosos– o la simple constatación de que el mundo que viven es inmutable.
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comprender el contexto –las situaciones– al que los textos responden (si queremos comprenderlos, claro; e integrarlos en la suma de experiencias que constituyen nuestro conocimiento del mundo); sea como sea, en ningún caso, leer es un acto neutral –o aleatorio–; y menos aún, una experiencia demiúrgica o mágica. La lectura no nos va a hacer mejores por el mero hecho de leer. Sería maravilloso que así fuese –acaso, deseable–, pero no ocurren así las cosas.
¿De verdad creen los responsables de las colecciones juveniles que nuestros jóvenes estudiantes se van a hacer más tolerantes leyendo la historia de Lobo negro, o de ver Las cartas de Alou, así, por las buenas, sin modificar nada del mundo que viven –vivimos– y experimentan –experimentamos–; ninguna de las injusticias, ninguna de las desigualdades, de los valores y prejuicios asumidos socialmente, o ninguna de las realidades materiales que hacen que el mundo sea tal como es, y que un “lobo” que jamás ha visto la televisión quiera asesinar, una y otra vez, a Caperucita Azul? No creo que seamos tan estúpidos; pues sería como esperar que el sermón dominical cambie –por su bondadosa intención– el alma de los feligreses, cada domingo. Sabemos perfectamente que las cosas no funcionan así. De ahí que resulte muy conveniente –y lógico–, antes de empezar a leer en la escuela primaria y secundaria (en realidad, a cualquier edad, y en cualquier tramo de la enseñanza), preguntarse por qué leer y cómo leer (antes que cuánto leer o en qué momento leer, o si lo hacemos de modo voluntario u obligado); ya que dependerá de las respuestas que demos a las preguntas iniciales, la decisión que tomemos sobre qué leer. ¿Se imaginan ustedes cuántas tesis doctorales y cuántos cursos masters nos ahorraríamos, si se hiciesen regularmente y en ese orden esas preguntas? Víctor Moreno nos puso en la pista sobre los peligros de la imposición de la lectura como fenómeno bondadoso en sí mismo. La lectura no es una experiencia mística, por mucho que los románticos de la lectura consideren ésta una “necesidad existencial”, o un “diálogo con los ARBOR CLXXXV
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muertos” ineludible, como quiere Félix de Azúa. No nos hagamos los estupendos con el tema de la lectura, leer es siempre un acto relacionado con el presente real, y se vincula a las operaciones de acceso y conocimiento
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NOTAS
Recibido: 27 de julio de 2007 Aceptado: 28 de septiembre de 2007 494
práctico de la realidad; aunque, como cualquier acto, a priori, no lleve implícita ninguna garantía de éxito asegurado. Y, además, pensándolo bien, ¿tenemos realmente tiempo para leer?
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1 Es la que sostiene, por ejemplo, María Menéndez-Ponte en su breve artículo “La lectura: obligación o placer”, cuyas ideas básicas se exponen en este y el siguiente párrafo. Menéndez-Ponte, María (1996): “La lectura, obligación o placer”, en Padres y Maestros, n.º 217, La Coruña, 20-22. 2 Moreno, Víctor (1992): “Del horrible peligro de la lectura”, en Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil, n.º 43, Barcelona, 13-20. 3 Bértolo, Constantino (1997): “Leer, ¿para qué?”, en El País, Madrid, 27/05, 42. 4 Azúa, Félix de (1993): “¿Para qué leer?”, en Cuadernos de Pedagogía, n.º 216, Barcelona, 10-11. 5 Robla, Sonia (2001): “Entrevista con motivo de la 60.ª Feria del Libro, al escritor Harry Mulisch”, en El País, Madrid, 28/05. 6 Rodríguez Marcos, Javier (2002): “En el bosque de la lectura”, entrevista a Alberto Manguel, en Babelia, suplemento de el diario El País, Madrid, 12/01. 7 ¿Quién repara en el significado del adjetivo “ingenioso” aplicado al hidalgo manchego, o en que los molinos de viento fuesen una sorprendente novedad tecnológica en el paisaje manchego de la época; que Las almas muertas, de Gogol, sea, en realidad, Los siervos muertos, en el original. ISSN: 0210-1963
8 Si quieren leer un testimonio útil, gracioso e iluminador sobre el asunto, lean Gracias por no leer, de la croata Dubravka Ugresic (La Fábrica, Madrid, 2004); merece la pena. 9 Para hacerse una idea exacta de los principios comunicativos y funcionales que informan el actual sistema educativo, referidos al área de la lengua y de la literatura, sobre la que gravita casi exclusivamente la responsabilidad de la competencia lectora de los alumnos, véanse: Lomas, Carlos y Osoro, Andrés (1992): “Modelos teóricos y enfoques didácticos en el currículo de lengua”, en Cuadernos de Pedagogía, n.º 203, Barcelona, 64-67. González Nieto, Luis (1994): “Lengua y literatura en la Educación Secundaria: una fundamentación disciplinar y teórica”, en Aspectos Didácticos de Lengua y Literatura, n.º 110, Barcelona (ICE), 1-12. 10 No deja de ser significativa la importancia que, en el Poema, adquiere el lenguaje legal y jurídico, como puso de relieve Colin Smith en su extraordinaria edición del mismo (Poema de Mio Cid, Cátedra, Madrid, 1976). 11 Rodríguez Puértolas, Julio (1972 y 1976): “De la Edad Media a la Edad conflictiva”, Madrid, Gredos, y “El Romancero, historia de una frustración”, en Literatura, Historia, Alienación, Barcelona, Labor, 105-146. 12 Hauser, Arnold (1979): Historia Social de la Literatura y del Arte, Barcelona, Guadarrama, 15.ª ed., 253-258.
16 Grice, H. P. (1957): “Meaning”, en The Philosophical Review, vol. 66, n.º 3, 377-388. 17 Bajtin, M. (1981): The Dialogic Imagination, Austin, University of Texas Press. 18 Significativas, aunque a algunos quizás les parezcan muy extremas, son
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las palabras que Pedro Sorela pone en boca de José Donoso, en el diario El País del 3 de octubre de 1995: “leer lo que a uno le refleja sólo conduce al narcisismo... Y los profesores que hacen que los niños lean esa literatura son unos canallas” (p. 40).
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13 Whinnom, Keith (1967): Spanish Literary Historiography: Three Forms of Distorsion, Exeter U. Press. 14 Martín, José Luis et alii (1992): Historia de España (II), Barcelona, Plaza y Janés, 197-199. 15 Ibid., p. 210.
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