REFLEXIONES SOBRE LA IMAGEN EN ÉPOCA DE TITANES

REFLEXIONES SOBRE LA IMAGEN EN ÉPOCA DE TITANES VÍCTOR KREBS Introducción Vivimos, nos dicen, en la época de la imagen. Pero si observamos a nuestro a

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REFLEXIONES SOBRE LA IMAGEN EN ÉPOCA DE TITANES VÍCTOR KREBS Introducción Vivimos, nos dicen, en la época de la imagen. Pero si observamos a nuestro alrededor con detenimiento, deberíamos escuchar el sentido radicalmente ambiguo de esta afirmación, pues ella revela tanto el espíritu triunfalista e incluso titánico, como el profundo y desconcertante pathos de nuestra época. Y me parece que esto se explica porque –a pesar de (o incluso quizás precisamente en) sus brillantes alcances, sus asombrosas innovaciones, y sus vertiginosas velocidades– la notable proliferación de lo que llamamos “la imagen” en esta época es acompañada de una pobreza psíquica en nuestra cultura que hace pensar más bien en una pérdida. Como si al haber conquistado la imagen, –o mejor: al haber pretendido conquistar el mundo a través de la imagen– hubiésemos perdido no solo al mundo, sino además nuestro propio lugar dentro de él. Lo que estoy sugiriendo no es, sin embargo, que esta pérdida sea el producto de nuestra dependencia en la imagen, sino todo lo contrario: que detrás de esta crisis se encuentra más bien la pérdida de la imagen misma y de su potencia natural. En otras palabras, que las imágenes tecnológicas que abundan a nuestro alrededor, tanto como nuestra propia relación con las imágenes en general testifican esta pérdida. Basta considerar por un momento nuestra concepción común de la imagen para ilustrar lo que quiero decir con su pérdida. Al hablar de imágenes estamos pensando usualmente en la representación visual o mental como el paradigma de la imagen. Pero la riqueza de la imagen radica en que es mucho más –pero, sobre todo, que es al mismo tiempo mucho menos– que esto. Me explico: Por ejemplo, si en este momento atendemos intencionalmente a la palma de nuestra mano y a la sensación que de ella recibimos, en el momento en que nos percatamos recién de ella, antes de conceptualizarla incluso, en ese momento ya nos encontramos frente a una imagen; Si estamos ocupados en alguna actividad y súbitamente oímos un ruido, aun antes de identificarlo ya tenemos una imagen; Si degustamos algún manjar exótico por primera vez, aun antes de poder decir si nos gusta o no, ya tenemos una imagen. La imagen es en este sentido la emergencia de la conciencia en cualquiera de las diversas formas que son capaces de darle nuestros sentidos. Y esto quiere decir que la imagen pasa por muchos niveles antes de convertirse en representación mental, e inclusive ni siquiera necesita llegar a ese nivel en muchos casos. El asco que me produjo un olor, por ejemplo, es una imagen que retengo en la memoria. Pero entonces esta imagen no sólo no es una representación mental sino que además y a pesar de ello es parte de mi experiencia, y marca un lugar en mi saber. Nuestra concepción común de la imagen, sin embargo, ignora estos niveles

de conciencia que constituyen la potencia natural de la imagen y en este sentido me parece que podemos hablar de una pérdida. Ahora bien, es posible que nos extrañe incluso ahora el calificar esto como una pérdida. Pero esto no sería de sorprender, pues la limitación en nuestra concepción común de la imagen no es ninguna casualidad. Es más bien el resultado de lo que quisiera llamar un prejuicio epistemológico que cargamos con nosotros desde mucho antes de la época moderna. Podemos en realidad rastrearlo hasta Sócrates. Es sobre esto que ofrezco algunas reflexiones en lo que sigue, pero antes quisiera señalar lo que me parece la gran ironía de esta situación. En principio los criterios epistemológicos que hemos heredado de Sócrates a través de su elaboración en los diálogos platónicos tenían como propósito el garantizar nuestro contacto auténtico con lo Real, contrarrestando lo que era la inevitable –y según ellos lamentable– mediación de la imagen en nuestra percepción del mundo. Lo irónico es que Platón pretendía preservar a la Realidad de la distorsión que causaba el conocimiento mediado por la imagen, pero nosotros, siguiendo sus propios criterios epistemológicos, hemos terminado perdiendo la realidad, y esto, si estoy en lo cierto, precisamente no a causa de la mediación sino por la pérdida del poder de la imagen. Y la ironía va incluso más allá de este empobrecimiento metafísico en nuestra visión de la realidad, pues mientras el interés de fondo detrás de la preocupación epistemológica de Platón era “la salud del alma”, para nosotros –y esto es lo irónico– a consecuencia también de su legado epistemológico, este tema se ha vuelto, si no ajeno, por lo menos periférico a lo que consideramos propiamente la reflexión filosófica. Esta extrañeza que sentimos al considerar el alma y la salud psíquica como temas centrales de nuestro campo en nuestros días me parece también materia de reflexión. De cualquier modo, son tres las preguntas que propongo explorar en esta ocasión. En primer lugar ¿cuál exactamente es el prejuicio epistemológico que manifiesta nuestra concepción de la imagen? En segundo lugar, ¿cuáles son las consecuencias críticas de este prejuicio en nuestra época a las que me estoy refiriendo? Y en último lugar, ¿qué nos aporta esta reflexión acerca de la imagen en relación a nuestro mundo, y a la salud del alma? I Es suficiente considerar este pasaje de la Apología de Sócrates, para encontrar el origen de nuestro prejuicio. Sócrates ha estado cuestionando a todas las personas importantes de Atenas, intentando descifrar el oráculo de Delfi, según el cual él era el más sabio de todos los hombres. Aquí relata su encuentro con los poetas, y articula claramente el criterio epistemológico que perdurará hasta nuestro días. Estas son sus palabras: Y así me dirigi a los poetas...seguro de descubrir mi ignorancia respecto a ellos y tomé de sus poesías las que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté qué es lo que habían querido decir, pues deseaba instruirme.....Me da vergüenza, atenienses, el deciros la verdad; pero no tengo más remedio que decírosla: de todos los allí presentes apenas si había uno que no fuera capaz de explicar estas poesías mejor que los mismos autores. Decidí entonces que no es la sabiduría la que dirige al poeta, sino una inspiración natural, un entusiasmo semejante al que transporta a los adivinos y a los que predicen lo

porvenir; todos ellos dicen cosas muy bellas, pero no comprenden nada de lo que dicen... (Apología, 22b-c)

Es obvio que Sócrates no era ni tan inocente ni tan ignorante como pretendía serlo, pues parece que antes de hablar con nadie, ya sabía cómo medir la sabiduría de sus interlocutores. Así los poetas debían ser capaces de explicar sus poemas, en otras palabras, debían ser capaces de traducir sus imágenes en definiciones racionales antes de podérseles atribuir ninguna sabiduría. Como fueron incapaces de cumplir con esta exigencia, Sócrates concluyó que simplemente no sabían de lo que estaban hablando. Lo importante para nuestro propósito, sin embargo, es la obvia subordinación de la imagen poética a la explicación racional. Y este mismo criterio de validez lo vemos funcionar en cada una de las múltiples ocasiones en que Sócrates rechaza los intentos por parte de sus interlocutores de responder a sus preguntas por medio de ejemplos concretos. De esta manera, ocurre lo mismo que hemos observado con los poetas: la imagen se descalifica sistemáticamente como medio de saber, en favor siempre de una definición general o una explicación conceptual. El corolario es entonces inmediato: Sólo en la medida en que la imagen –ya sea la imagen poética articulada en palabras, o la imagen sensible ofrecida en ejemplos concretos– pueda ser validada por su equivalente teórico o conceptual podrá otorgársele valor epistémico. Es decir, su valor como medio de conocimiento o saber dependerá de la posibilidad de esta traducción. Es bien sabido que la motivación de Sócrates era la de encontrar un fundamento moral objetivo, y en la argumentación racional y la teoría creyó haberlo encontrado. Aún más allá de esto, la subordinación de la experiencia de los sentidos a los criterios del pensamiento lógico y racional le permitía escapar del flujo permanente y aparentemente indomable de lo sensible. Pero mientras Sócrates había dejado abierta la posibilidad de que las “bellas” imágenes poéticas pudiesen darnos acceso a lo Real en virtud de alguna inspiración divina, independientemente de la destreza intelectual de sus autores, Platón descalifica definitivamente a las imágenes no precisamente por no ser productos de la visión racional, sino por apelar directamente a la parte más baja del alma. Los sentimientos y las pasiones, insiste, distorsionan siempre la visión racional, y nos alejan de los verdaderos objetos de conocimiento. Platón, le da además un fundamento metafísico a este criterio epistemológico al aseverar que toda imagen, tanto las naturales como las artificiales, son meras copias de modelos puramente inteligibles y perfectos. Ahora bien, como las Formas son en realidad inaccesibles a nosotros en nuestro estado carnal, la labor de la filosofía consistirá en prepararnos para la muerte, es decir nos entrenará para efectuar la “depuración” sistemática de las imágenes de su contenido sensible transformándolas en contenidos conceptuales. Así, están descalificados, no sólo la imagen sino también los sentidos, de cualquier función en la búsqueda de la sabiduría y de la salud del alma. II El mismo prejuicio en contra de las pasiones y del cuerpo, así como el lugar privilegiado que se le da a la razón en los diálogos platónicos se manifiestan, me parece, en nuestra identificación automática de la imagen con la representación (visual o mental), y en nuestra exclusión implícita y usual del resto del ámbito de la imagen como tema legítimo de reflexión filosófica.

Sin embargo, esos prejuicios epistemológicos se originan en dos presupuestos que nosotros ya no compartimos, pues nosotros no creemos ni en un mundo de Formas trascendentes ni mucho menos en su contemplación inmediata después de la muerte, o, más bien debería decir: no es esta la visión metafísica dominante de nuestra época. Sin embargo, me parece que a pesar de las obvias diferencias metafísicas, sí hay una comunidad más profunda entre nuestra visión y la platónica que explica esta continuidad epistemológica. Cuando Platón habla de la percepción directa de las Formas a través del Intelecto como ideal de conocimiento, no está hablando de una percepción conceptual sino de una percepción directa de naturaleza mística. Es el alma en su estado puro e inteligible que es capaz de contemplar las formas directamente, no la razón en su estado carnal. Sin embargo, al hacer del discurso teórico (el logos) un criterio para validar la imagen Sócrates está sembrando ya las semillas de esta tergiversación, porque pareciera estar sugiriendo un camino desde la imagen sensible a su modelo inteligible a través de la conceptualización. Ahora bien, es cierto que Sócrates afirma que por el examen teórico nos acercamos a la percepción de las verdades últimas –en ultima instancia al Bien en sí (Fedón )– pero no deberíamos tomar esto como más que una metáfora. [De cualquier modo, esta es la cuestión detrás del espinoso problema de la “participación” en los diálogos tardíos]. Pero lo que se muestra aquí es una tensión esencial en la filosofía platónica que me parece de suma importancia para nuestra reflexión presente, pues revela que el prejuicio de Platón en contra de los sentidos se funda en una visión mística o religiosa. Y esta, en última instancia, si no es una apelación indirecta a la intuición o al sentimiento, está por lo menos en conflicto con su racionalismo. No es de sorprender entonces que en la época moderna podamos haber asumido como criterio epistemológico ese mismo racionalismo, pero sin la metafísica o teleología que la acompañaban. En realidad se podría decir que desde esta óptica la edad moderna fue más consecuente con el espíritu profeso de Platón, aun cuando no con su intuición más profunda, pues lo que se hizo fue depurar el racionalismo platónico de su componente irracional. Al desechar el irracionalismo que subyacía a la visión platónica la razón –que en Platón y Sócrates nos aseguraba contacto con un mundo inteligible y un orden trascendente, subordinándose a la creencia en una teleología divina– se literaliza transformándose así en una función autónoma, que habría de guiar al hombre en pos de una nueva y más plena realidad creada por él mismo. Así escribe Newton en sus Principia, por ejemplo: la razón...no debe dejarse llevar, por así decirlo, de las riendas de la naturaleza, sino que debe ella misma mostrarle el camino con principios de juicio basados sobre leyes fijas, constriñendo a la naturaleza a responder las preguntas determinadas por la razón misma....No debe...acercarse a la naturaleza como un pupilo que escucha todo lo que el maestro decide decirle, sino como quien obliga al testigo a responder a preguntas que como juez le formula el mismo.

Lo que nos ha quedado entonces es el racionalismo platónico sin su fundamento metafísico. Y es así efectivamente que la ciencia moderna encontró en la racionalización de la experiencia un medio útil y eficiente de controlar el mundo, de transformar la realidad de acuerdo a sus propios planes y expectativas. La situación crítica en que nos encontramos parece ser simplemente la culminación de una lógica interna al ímpetu del sistema platónico.

III ¿Cuáles son entonces las consecuencias críticas de este prejuicio en nuestra época a las que me estoy refiriendo? Es indudable que este prejuicio intelectualista ha hecho posible los grandes logros de la ciencia y de la tecnología que disfrutamos en nuestra época. Gracias a la “objetificación” del mundo – como llama Charles Taylor a este proceso de depuración de la experiencia de su elemento sensual– hemos sido capaces de transformar nuestra realidad de maneras antes insospechadas. Pero esto también quiere decir que en la producción de imágenes tecnológicas tanto como en nuestra relación con la imagen en general, no es relevante, es decir no le prestamos atención, a otra cosa que no sea su nivel conceptual e intelectualizable. Una de las consecuencias más inmediatas de este fenómeno es que afecta directamente la calidad estética y el valor psíquico de los ambientes que construimos alrededor nuestro. Al concebir la imagen solamente en su nivel representacional perdemos inmediatamente todo un ámbito de nuestra experiencia. De pronto el mundo pierde sentido, y nuestras imágenes son incapaces de alimentar nuestras necesidades más elementales. El siguiente comentario de Arthur Kroker se refiere específicamente a lo que se llama la realidad virtual, pero creo que no es difícil extender la descripción a la transformación tecnológica de nuestra realidad cotidiana. El escribe: [Este es u]n mundo frío y antiséptico, de gran poderío tecnológico, donde la experiencia virtual significa la súbita suspensión de todo un orden de experiencias humanas. En realidad no es un nuevo mundo virtual, sino el cumplimiento del más antiguo sueño falocéntrico de re-codificar la experiencia con tal intensidad que el cuerpo flota ya fuera de sí mismo, y finalmente se aliena de sus propias funciones vitales en un universo de impulsos digitales. (Extracto de Spasm, en: La Muerte del Alma: de Platón a la Realidad Virtual, ed.V.J. Krebs, USB, 1996, §14, p. 8)

En el mismo espíritu, refiriéndose a una exposición de arte hiperrealista, Baudrillard observaba que las esculturas de cuerpos desnudos estaban tan perfectamente bien logradas que estas imágenes tecnológicamente logradas ya no parecían tener relación alguna con lo emocional, sino que se referían y excitaban solo una curiosidad puramente cerebral. Este es parte de su comentario: Ahí [no había] nada, salvo la extraordinaria técnica mediante la cual el artista consigue apagar todas las señales de la adivinación...Nada que ver: por ello la gente se agacha, se acerca y huele este hiper parecido alucinante, espectral en su simplicidad. Se agachan para comprobar algo asombroso: una imagen en la cual no hay nada que ver.

Estas imágenes no solo se han hecho transparentes, han perdido su capacidad natural de conmovernos, de despertar en nosotros una atracción erótica, más allá de la pura curiosidad cerebral. En esta actitud o estado anímico, que Baudrillard califica como la obscenidad de nuestra cultura, terminamos desconectados de nosotros mismos, y desconocemos nuestros propios deseos, ya tan oscuros e irreconocibles detrás de la intelectualización radical de nuestro mundo

como son insatisfactorias las imágenes por las cuales intentamos satisfacerlos. Baudrillard otra vez: la obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen...Y en esta confusión de deseo y equivalente materializado en la imagen –no sólo deseo sexual, sino también deseo de saber y equivalente materializado en “información”, deseo de sueño y equivalente materializado en todos los Disneylandia del mundo, deseo de espacio y equivalente programado en el tránsito de las vacaciones turísticas, deseo de juego y equivalente programado en la telemática privada, etc.,– reside la obscenidad de nuestra cultura.( El Otro por sí mismo, p. 30)

Este adormecimiento de funciones vitales de la conciencia, acarrea consecuentemente un progresivo empobrecimiento de nuestra realidad, iniciando así un círculo vicioso que podría decirse es la característica de esta época de la imagen. Y aquí vale quizás una reflexión acerca de la diferencia entre nuestra visión intelectualista y la de Platón. En su sistema filosófico había, a pesar de su prejuicio explícito en contra de lo sensible, un fondo místico que introduciendo subrepticiamente una dimensión emocional en su actitud hacia el mundo mantenía de esa manera, aun cuando precariamente, un equilibrio entre lo racional y lo irracional, ambos polos que parecen ser necesarios y fundamentales para la conciencia humana. Y así su racionalismo derivaba su sentido, su significación psíquica, de esta referencia a una realidad y un orden trascendente. Pero como hemos visto lo irracional queda efectivamente eliminado de nuestra metafísica y conduce así a una visión del mundo controlada y definida intencionalmente por lo puramente conciente y racional. Nuestra conciencia de la imagen se reduce entonces a su contenido intelectual, desconociéndose el lugar de los sentidos y del sentimiento (excepto en situaciones donde pueda ser de utilidad, como en la propaganda subliminal, por ejemplo) Y esto crea una realidad de imágenes que carecen ya del poder natural de la imagen. IV Bueno, finalmente entonces, ¿qué nos aporta esta reflexión acerca de la imagen en relación a nuestro mundo, y a la salud del alma? Si esta literalización de la visión platónica ha perdido el equilibrio por la eliminación total de lo irracional, tal vez sea necesario intentar nuevamente encontrar un balance. Lo que esto implica, me parece, es la exploración del ámbito de los sentidos y del conocimiento sensible, sin prejuicios ni expectativas ya formadas, pues una vez que se ha rechazado un ámbito trascendente como fundamento de nuestra epistemología se trataría, como punto de partida, de reconocerles a los sentidos y a la imagen sensible toda su amplitud como medios de saber. La esperanza estaría en que de esta forma podamos recuperar el sentido que se le ha perdido a la razón autónoma. Lo que esto implica es la necesidad de explorar del ámbito de la imagen más allá de su valencia conceptual, y esto quiere decir ingresar al campo de la imaginación y de la conciencia estética, no de manera marginal como acostumbramos en nuestra disciplina, sino como una prioridad esencial.

En esta área nos pueden servir de guía los estudios de Bachelard en torno a la imaginación poética, los descubrimientos gracias al método de imaginación activa desarrollados a partir de la obra de Carl Jung, e incluso las investigaciones gramaticales de Wittgenstein. Todas comparten la búsqueda de una comprensión del pensamiento capaz de incluir ámbitos de la experiencia humana que han sido excluidos de la consideración filosófica. Pero la tarea además de lo extraña que pueda parecer como cuestión de la filosofía es también difícil, pues es necesario dejar atrás nuestros criterios usuales de investigación, y estar abiertos a encontrar frente a nosotros una nueva y muy distinta lógica que la racional. Como escribe Gaston Bachelard: Para un filósofo que ha desarrollado todo su pensamiento –siguiendo tan cerca como le era posible la tendencia principal del creciente racionalismo de la ciencia contemporánea, es necesario olvidar su aprendizaje y romper con todos sus hábitos de investigación filosófica si quiere estudiar los problemas propuestos por la imaginación poética.[....] Para un racionalista esto constituye una crisis diaria, una especie de disociación en el propio pensamiento, que aun cuando su objeto sea parcial –una mera imagen– tiene sin embargo importantes repercusiones psíquicas. (The Poetics of Space, pp. xv, xviii)

La imagen, ya no concebida dentro de la visión intelectualista ni con los prejuicios que esta conlleva en contra de la experiencia sensible, sería tal vez capaz de enriquecer nuestra realidad, proporcionándonos nuevos recursos para el bienestar psíquico y la conciencia cultural.

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