RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA IGLESIA PODER TEMPORAL Y ESPIRITUAL

RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA IGLESIA PODER TEMPORAL Y ESPIRITUAL Advertencia El modernismo político (o error liberal) postula, según parece, la sep

1 downloads 146 Views 357KB Size

Recommend Stories


AUTORIDAD ESPIRITUAL Y PODER TEMPORAL
René Guénon (Abd al-Wahid Yahia) AUTORIDAD ESPIRITUAL Y PODER TEMPORAL 1 TABLA DE MATERIAS Prólogo Capítulo I.- Autoridad y jerarquía Capítulo

LAS RELACIONES ENTRE EL PODER LEGISLATIVO Y EL PODER JUDICIAL
LAS RELACIONES ENTRE EL PODER LEGISLATIVO Y EL PODER JUDICIAL. Abordar las relaciones entre el Poder Legislativo y el Poder Judicial no es tarea fáci

Las mujeres en la historia de Nicaragua y sus relaciones con el poder y el Estado
XII Congreso Latinoamericano de Medicina Social y Salud Colectiva XVIII Congreso Internacional de Políticas de Salud VI Congreso de la Red Américas de

EL ESTADO DE HONDURAS Y LA IGLESIA-
EL ESTADO DE HONDURAS Y LA IGLESIA- Cabildo de Comayagua. "Quitemos de la iglesia lo milagroso, lo sobrenatural, lo incomprensible, lo irrazonable,

La Iglesia y el Estado. (Archivo coleccionable)
En esta ocasión hemos seleccionado como documento coleccionable, dos capítulos del libro colectivo México, 50 años de Revolución, tomo III, La Polític

Story Transcript

RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA IGLESIA PODER TEMPORAL Y ESPIRITUAL Advertencia El modernismo político (o error liberal) postula, según parece, la separación entre el Estado y la Iglesia. Veremos en este artículo que la enseñanza tradicional católica afirma exactamente lo contrario. Pero, por desgracia, la doctrina liberal-modernista penetró hasta la cúspide del mundo católico en virtud del concilio Vaticano II (Dignitatis Humanae, 8-XII-1965). Tampoco Benedicto XVI se ha distanciado de este error político-social, sino que, por el contrario, se ha convertido en abanderado suyo, sobre todo durante su pasado viaje a los EE.UU. de América (abril del 2008), en el que presentó como modelo a seguir la separación entre la Iglesia y el Estado (1). Veremos en este estudio, que se divide en tres partes, la historia de la Iglesia y sus enseñanzas hasta Pío XII, y comprobaremos la oposición de contradicción que media entre la doctrina católica tradicional y la modernista. El presente estudio completa el artículo relativo a la realeza social de Jesucristo. Los fieles de la Iglesia son también súbditos de un Estado. Lo sobrenatural no está separado de la naturaleza, y lo espiritual se halla siempre mezclado con lo temporal. De ahí que la Iglesia, mientras representa a Dios, que ni se muda ni, aún menos, pasa y desaparece (stat beata Trinitas, dum volvitur orbis: “Permanece la santa Trinidad mientras el mundo no deja de dar vueltas), tenga que tratar con sociedades transeúntes y pasajeras en el desempeño de su misión divina de enseñar, santificar y llevar las almas al cielo. Los problemas que han de resolverse son de dos órdenes: a) Doctrinal: qué tipo de poder tienen el Papa y la Iglesia in temporalibus, en los asuntos temporales b) Histórico: cómo se realizó en concreto este poder de los Papas en el curso de la historia. Los problemas doctrinales e históricos han de plantearse y resolverse juntos; los principios nos permiten enfocar mejor una época histórica y comprender su espíritu, al paso que la historia nos ayuda a profundizar en el significado de los principios al mostrar cómo nacieron, cómo se desarrollaron y qué consecuencias tuvieron en los individuos y en la sociedad. 1ª PARTE I - LA IGLESIA PRECONSTANTINIANA La doctrina político-social de la Iglesia de los tres primeros siglos está constituida por las enseñanzas del propio Cristo y de sus Apóstoles. Estas enseñanzas son la base evangélica en que se funda toda la doctrina de la Iglesia desde Constantino hasta nuestros días. La enseñanza del Nuevo Testamento completa la del Antiguo. Así, pues, presupone la vasta doctrina político-social que se contiene en el Antiguo Testamento, la cual es buena, pero imperfecta, y debe completarse por el Evangelio. Además, la enseñanza evangélica es práctica: “Jesús comenzó a obrar y a enseñar”, dice el Evangelio, por lo que bastará con estudiar los ejemplos de la vida de Cristo, las parábolas, los aforismos, para hallar en ellos una doctrina práctica y concreta de la vida política y social cristiana. LA VIDA POLÍTICA DEL JUDAÍSMO CONTEMPORÁNEO DE CRISTO Las facciones políticas entre los judíos Israel se dividía en las siguientes facciones en el tiempo de la venida de Jesús: 1º) La derecha conservadora: los fariseos (2). 2°) Los saduceos. 3º) El partido de los píos o espirituales: los esenios. 1º) Los fariseos El fariseísmo «era la intransigencia religiosa del israelita que no quiere infiltraciones paganas en la vida social e individual del pueblo elegido. Pero como esta intransigencia religiosa era al mismo tiempo una

expresión de nacionalismo, el movimiento cayó pronto en manos de los políticos debido a la natural evolución de todo programa ideal, que nace en el corazón de los entusiastas y termina en manos de los maniobreros» (3). El fariseísmo perdió así su espíritu religioso, mantuvo sólo el político, racista y supernacionalista y cayó en la hipocresía sistemática, en la hipocresía por principio. Su Mesías era un Mesías militante, guerrero, nacionalista y xenófobo, que expulsaría a los romanos y devolvería el reino de Israel al pueblo elegido. El fariseísmo se subdividía en dos categorías: a) Los fariseos prudentes o bienpensantes, que consideraban que aún no había llegado el momento de la revancha nacional antirromana, sobre todo mientras ellos aún siguieran vivos. b) Los fariseos audaces o “rabiosos”, que pensaban de otra manera. Era la suya una facción integrada por gente de baja estofa y que se hallaba en continua rebeldía; de ellos surgieron poco a poco los „zelotas‟, que se consolidaron y acabaron provocando la ruina de Israel con la destrucción de Jerusalén y del Templo en el año 70 d. C. (“Quien todo lo quiere, todo lo pierde”, dice el refrán... y la historia se repite...). 2º) Los saduceos Eran la izquierda liberal y helenizante constituida por los que no sólo habían perdido la fe, sino hasta su mera apariencia; juzgaban imposible cualquier desquite respecto de Roma, se adaptaban al nuevo estado de cosas y absorbían la cultura helénico-romana. «Los saduceos profesaban el materialismo junto con doctrinas antiinsurreccionistas más o menos larvadas ... Los saduceos no querían meterse en líos, y si aceptaban al extranjero, no era por amor, sino por conveniencia» (4). 3º) Los esenios «Eran un partido de secesionistas de la vida política [...] que se refugiaban en el ideal de un Mesías espiritual que vencería al mundo no con las armas, sino con la virtud [...] Había que preparar, entretanto, los caminos del Señor mediante el desapego del mundo y una ascesis superior» (5). Así lograban soportar mejor la dominación romana, a la que oponían una resistencia pasiva y no violenta. La enseñanza de Jesús La enseñanza de Jesús es esencialmente religiosa, y también lo son sus conclusiones político-sociales: «El cristianismo no es una religión meramente ceremonial»; es, «sobre todo, una religión moral, que penetra todas las acciones humanas, por lo que el cristiano tiene una regla cristiana no sólo para su vida individual, familiar y social, sino, además, para su vida de ciudadano, porque también ésta deber ser [...] moral en sentido cristiano» (6). He aquí los puntos fundamentales de la doctrina social de Jesucristo: a) Relaciones entre el poder espiritual y el poder político. Jesús responde a sus adversarios cuando le preguntan si es lícito o no pagar tributo al César (Mt 22, 21; Mc 12, 13-17; Lc 20, 20-26): «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», con lo que distingue el poder espiritual del poder político; se trata de una distinción, no de una separación, mal que les pese a los modernistas, al estar los derechos de Dios por encima de los del César, que se subordinan a aquéllos y los tienen por fundamento. b) La propiedad privada. Jesús no condenó la riqueza en sí, sino el apego desordenado del hombre a ella. Jesús contesta al joven que le pregunta qué debe hacer para salvarse: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres». El joven, que tenía muchos bienes, se fue “triste”, renunciando a la perfección, pero no a la salvación, porque el Evangelio nos dice que observaba los mandamientos desde que era niño (Mt 19, 1330; Mc 10, 13-31; Lc 18, 18-27). Además, al corroborar el séptimo mandamiento (“no robarás”) y al reforzarlo o perfeccionarlo prohibiendo hasta el deseo de robar (“no desearás los bienes ajenos”: décimo mandamiento), Jesús estableció la licitud de la propiedad privada y nos puso en guardia contra los errores por exceso (la codicia) y por defecto (el socialismo pauperista). c) El trabajo.

El Hijo de Dios hecho hombre consagró el trabajo al ejercer con sus propias manos el duro oficio de carpintero, e inculcó en su enseñanza el deber de trabajar; p. ej., en la parábola de los obreros de última hora, el dueño de la viña, que los encuentra ociosos, les pregunta: «¿Cómo estáis aquí sin hacer labor en todo el día? Dijéronle ellos: Porque nadie nos ha contratado. El les dijo: Id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 3). d) El socorro. «La obligación de ejercer la caridad fraterna con todos los necesitados es la esencia de la moral social del cristianismo [...]. En la descripción del juicio universal no se mencionan más culpas que la falta de asistencia al prójimo [...]. Se sobreentiende en dicho marco la condena también de los demás pecadores, pero los malvados que no han prestado socorro son fieles cuya única culpa estriba en la falta de caridad para con el prójimo [...] y son condenados con penas eternas por no haber realizado obras de misericordia» (7). Lo que el Evangelio nos ha transmitido nos permite comprobar que la enseñanza social de Cristo es el fundamento de la doctrina social de la Iglesia constantiniana, medieval y contrarreformista. La enseñanza de los apóstoles La enseñanza de los Apóstoles es la confirmación, la explicación y el cumplimiento de la de Cristo. a) La obediencia a la autoridad legítima. San Pablo escribe: «Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios [...] de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios [...]. Pero si haces el mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para el castigo del que obra mal» (8). b) La obediencia a las leyes justas. La ley eterna y divina es la base y el fundamento de la obediencia a la autoridad política y a sus leyes. Pero ¿hay un límite para esta obediencia? ¿Cuál es? Los Apóstoles responden: la misma base y fundamento de dicha obediencia, a saber, la ley eterna, que nos veda hacer nada contrario a la ley y voluntad divinas; en tal caso, el cristiano que obedece (p. ej., quemando incienso a los ídolos) desobedece a Dios. Cuando el Sinedrio (la autoridad espiritual suprema del Antiguo Testamento) ordenó a los Apóstoles que no predicaran a Jesús, le respondieron: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (9). c) Los pleitos. Jesús y los Apóstoles nos recomiendan evitar los pleitos; en caso de conflicto, ha de recurrirse al juicio de la Iglesia, no a un tribunal pagano (10). d) La participación en la vida política y pública. Los Apóstoles consideraban plenamente lícitos, para los cristianos, los cargos públicos, tanto civiles cuanto militares. Pedro acogió como buen cristiano al centurión Cornelio, sin obligarlo a dejar el ejército (11). Felipe, protodiácono y ayudante de los Apóstoles, bautiza al ministro de finanzas de una reina de Etiopía, sin imponerle la dimisión de su cargo de ministro, pero exhortándolo a desempeñar bien su cargo y a hacerlo cristianamente, es decir, de una manera honesta (12). e) El matrimonio, la familia y la mujer. El matrimonio es bueno, aunque la virginidad es superior (13). El hombre es jefe de su casa y de su mujer, como Cristo lo es de la Iglesia. De ahí que la mujer deba estar sometida al hombre, no como sierva o esclava, sino como compañera. El divorcio está prohibido (14). Los hijos han de obedecer a los padres (15). Que los esclavos se sometan libremente a sus amos, y que éstos sean caritativos con ellos (16). f) Los contactos sociales; cristianos y paganos. Somos todos hermanos en Dios y debemos ayudarnos los unos a los otros. Eso vale no sólo para los individuos, sino también para las clases sociales (17). Luego, tocante al caso especial del contacto con los paganos, San Pablo recomienda abstenerse prudentemente de él para evitar peligros; pero manda que se dé buen ejemplo a los paganos con el ejercicio de las virtudes, pues así crecerá la estima hacia el nombre cristiano, y que se haga el bien a todos sin distinción (18).

En conclusión, «Dios, creador y regidor del mundo, dispuso que la sociedad humana [...] tuviese una ordenación basada en la autoridad y en la fraternidad. Esto es la consecuencia de ser todos los hombres iguales ante Dios. La primera [la autoridad] dispone que haya algunos individuos investidos de un poder social, superior, que regule la vida social; un poder que no les viene, a quienes lo poseen, de ningún privilegio o superioridad natural (al ser todos los hombres sustancialmente iguales), sino que proviene de Dios, auténtico señor de todo y de todos, el cual asentó el principio de autoridad en beneficio de la sociedad. A tal autoridad le debemos reverencia, obediencia, fidelidad [...]. La autoridad que mandara cosas contrarias a la ley perdería su fundamento, por lo que sus órdenes serían nulas [...]. La familia es una sociedad natural [...]. El marido es el jefe de la casa, por lo que la mujer debe estarle sometida, no como una esclava, sino como una ayuda a la que debe respetar y amar [...]. Todas las profesiones honestas están abiertas para el cristiano [...]. Es menester guardarse del lujo, de la mundanidad, de la soberbia de la vana ciencia [...] lo cual no es óbice para que el hombre pueda gozar honestamente de los bienes y de los placeres lícitos de la vida, además de la ciencia y de la erudición, así como de la belleza intelectual y moral [...]. Se admite la propiedad privada porque es natural, no es contraria a la voluntad de Dios, que quiere que todos vivan de los bienes de la tierra [...]. El trabajo, el manual inclusive, no es despreciable con tal que permita ganarse el pan honradamente. Si quien no quiere trabajar no tiene derecho a la subsistencia, quien trabaja tiene derecho a ella, por lo que el obrero es acreedor a su salario. [...]. He aquí el punto de partida de la vida social de la Iglesia católica, la dirección de su caminar benéfico por entre la sociedad desde el día en que los Apóstoles dispersos por el mundo fundaron las primeras iglesias [...]. Este caminar benéfico de la civilización cristiana, que dura ya veinte siglos en medio de las luchas más feroces, continuará por el bien no sólo espiritual, sino también político y social de la sociedad humana; de ahí que el triunfo de la cruz sea una cuestión vital para la civilización» (19).

II - DE CONSTANTINO AL MEDIOEVO Resumo breve y esquemáticamente, con perdón del lector, la doctrina de los Padres de la Iglesia y de los grandes Papas sobre el asunto de las relaciones entre el Estado y la Iglesia. San Ambrosio (+397) Examinó a fondo la distinción de los dos poderes: la religio (poder espiritual) y la res publica (poder temporal). Hasta Constantino, el derecho público romano encerraba la religio en la res publica y la sometía al César, que era imperator y pontifex maximus. Después de Constantino la religión se vuelve (relativamente) autónoma respecto del poder político. El emperador tiene poder propio, pero “las cosas divinas no están sometidas a la autoridad del emperador” (ea quae sunt divina, potestate imperatoriae non esse subiecta). Además, el emperador es un fiel como todos los demás: imperator intra Ecclesiam, non supra Ecclesiam: el emperador está en la Iglesia, no sobre ella, escribe Ambrosio, obispo de Milán. En las cuestiones de fe el emperador puede ser juzgado por los obispos, mientras que éstos sólo pueden serlo por el Papa (véase la excomunión con que San Ambrosio amenazó al emperador Teodosio, que tendrá un peso considerable en toda las controversias medievales) (20). San Agustín (+430) Desarrolló notablemente, en la obra De civitate Dei, la cuestión de las relaciones Iglesia-Estado. Enseñó que sin justicia reina el bandolerismo en los Estados, y que en el paganismo no hay verdadera justicia porque éste no adora ni sirve al verdadero Dios, sino a dioses falsos. Ahora bien, la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo. Por tanto, a Dios debe dársele honor y gloria; a los dioses “falsos y embusteros”, desprecio y

deshonor. «Hurtarle el hombre al Dios verdadero para someterlo a los demonios impuros, como hace el Estado pagano, equivale a no darle a Dios lo suyo, es decir, equivale a cometer la peor de las injusticias [...]. El Estado: digno de ese nombre, el Estado que pretende durar en el tiempo, debe satisfacer cierto número de requisitos, o sea, de exigencias de la justicia [...] aun cuando no logre inspirarse en la justicia verdadera y completa, que es de la ciudad de Dios. Pero precisamente por esto un Estado pagano encuentra dificultades enormes, por no decir obstáculos insuperables, para alzarse al nivel de una auténtica res publica, esto es, de una res populi; y eso porque en él se hace caso omiso, debido a su misma naturaleza de Estado pagano, de los derechos del Dios verdadero» (21). La autoridad viene de Dios, puesto que «como es el creador de todas las naturalezas, así también es el autor de todo poder» (22). El doctor de Hipona reconoce que el Estado tiene una autoridad y jurisdicción propias, que le vienen de Dios, por lo que la “ciudad celestial” no vacila en obedecer las leyes justas de la “ciudad terrenal”. La salvación y la prosperidad del Estado se fundan en la caridad para con Dios y para con el prójimo, así como en la fe y en la unión de voluntades con vistas a la consecución del bien común, ordenado a Dios, que es el fin último. En cuanto hombres, hechos de cuerpo y alma, los cristianos deben ser ciudadanos leales al Estado, que se interesa por su bienestar común temporal, pero, al tener un alma inmortal, no pueden negarse a dársela a Dios, por lo que no pueden obedecer las leyes estatales que sean contrarias a la ley divina; la autoridad política carece de poder sobre las cosas espirituales. El Papa San Gelasio Iº (+496) Puso de manifiesto que los emperadores romanos habían reunido en su persona, que no contrapuesto, la corona de César y el hábito pontificio, pero que Cristo había distinguido los cometidos y funciones del poder espiritual de los del poder temporal. Por eso no podía el emperador, a partir de Cristo, arrogarse la autoridad pontificia. Los dos poderes son distintos, mas no están separados, sino que, por el contrario, uno de ellos, el temporal, se subordina al otro, el espiritual, en razón de la superioridad del fin de este último. «Hasta los príncipes debían recibir del clero, que se encargaba de las cosas divinas y tenía la función de administrar los misterios divinos, los medios que necesitaban para conseguir la propia salvación espiritual, por lo que debían inclinarse ante los sacerdotes y bajar la cabeza con respeto» (23). San Gregorio Magno (+604) Se opuso al emperador bizantino Mauricio, cerca de cien años después de Gelasio, pues aquel quería deponer a un obispo, y le dijo: «ocúpese el príncipe de las cosas temporales, y no se inmiscuya en la deposición de este obispo» (24). La soberanía se da a los reyes para que sirvan al reino de los cielos: ut terrestre regnum coelesti regno famuletur (“para que el reino terrenal sirva al celestial”). III – EL SIGLO DE HIERRO (siglos IX-X) Durante los siglos IX y X, el papado, casi a merced de las facciones aristocráticas romanas, atravesó un periodo de crisis denominado “el siglo de hierro”, del cual salió gracias a Hildebrando de Soana, Papa con el nombre de Gregorio VII. Refiero aquí brevemente los rasgos más significativos de algunos pontífices de esa era. Formoso (816-896) Obispo de Porto, fue acusado en el año 876 de haber participado en una conspiración para expulsar de Roma a Juan VIII, por lo que éste lo redujo al estado laical. Adriano IIIº lo repuso más tarde en su sede de Porto, y fue elegido Sumo Pontífice a la muerte de Esteban IV. En Roma encontró una acerba oposición y sufrió prisión en el castillo de Sant‟Angelo. No conoció el reposo ni después de muerto. Su sepulcro fue «violado sacrílegamente por la facción „espoletana‟, la cual desenterró su cadáver en el año 897 y lo juzgó en el curso de un macabro proceso post mortem presidido por el Papa Esteban VI. Formoso fue juzgado ilegítimo por el Papa reinante a la sazón, y depuesto. Se declararon nulos todos los actos que

había realizado durante su pontificado. Su cadáver... fue arrojado al Tíber. Más tarde lo rehabilitó el Papa Juan IX» (25). Esteban VIº (896-897) Hijo de un sacerdote, «manchó su nombre al autorizar el famoso “concilio cadavérico”, en el cual se desenterró al difunto Papa Formoso» (26). Esteban VIº fue arrojado a prisión y estrangulado. Sergio IIIº (904-911) Fue elegido pontífice después de una vida azarosa y poco ejemplar; también él había tomado parte activa en el proceso contra Formoso. Se le opuso un antipapa, y sólo después de siete años pudo volver al solio pontificio. «Su pontificado inicia aquel oscuro periodo que algunos historiadores han denominado “pornocracia papal”. Lo cierto es que en Roma dominaban Teodora y Marozia [...], y algunos piensan que Sergio mantuvo una relación con Marozia de la que nació el futuro Juan XI» (27). Anuló la rehabilitación de Formoso que había hecho Juan IX así como todas las disposiciones eclesiásticas que éste había tomado. Ello nos demuestra cuán peligrosa es la teoría de la “sede vacante” y a qué consecuencias lleva, más graves que el mal que pretende combatir. Juan XII (955-964) Subió al solio a la edad de dieciocho años. «Fue más príncipe temporal que Papa, porque llevó a la Santa Sede la frivolidad de un señor mundano» (28). Un concilio en San Pedro lo condenó y lo depuso. Debieron pasar unos diecisiete años más de esta época oscura para llegar a San Gregorio VII. Entonces la Iglesia salió una vez más, a Dios gracias, pues no en balde está divinamente asistida “todos los días hasta el fin del mundo”, de uno de los periodos más tenebrosos de su historia, a despecho de las persecuciones de sus enemigos y de las deficiencias de sus ministros.

2ª PARTE Contra el modernismo (o error liberal), que hoy proclama una separación tajante entre la Iglesia y el Estado, estamos ilustrando los principios católicos relativos al poder de que gozan el Papa y la Iglesia incluso in temporalibus y cómo dicho poder se ha ejercido en concreto en el curso de la historia. Recordamos en la primera parte la enseñanza de Jesús y de los Apóstoles en el campo socio-político, así como la doctrina que los Padres de la Iglesia y los grandes Papas dedujeron, ya antes del Medievo, de los principios de dicha enseñanza. Después del denominado “siglo de hierro” (siglos IX-X), la Iglesia sale, con San Gregorio VII, de uno de los periodos más tenebrosos de su historia y vuelve a profundizar en la doctrina de “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” poniéndola por obra.

IV - EL MEDIEVO Y LA CRISTIANDAD (siglos XI-XII)

San Gregorio VII (1073-1085) Combatió contra la simonía y el „nicolaísmo‟ (es decir, el concubinato de los sacerdotes) para reformar la Iglesia. La lucha sobre las investiduras, en las que tuvo como acérrimo enemigo al emperador Enrique IV, le brindó al Papa la ocasión de continuar deduciendo, de los principios cristianos, la doctrina de las relaciones que debían darse entre. la Iglesia y el Estado. El emperador es excomulgado en el año 1076. «La sentencia atañe directamente al orden temporal y político; los anatemas espirituales vienen en último lugar» (29): se declara depuesto al príncipe indigno y se exonera a sus súbditos del deber de obedecerle; el veredicto se pronuncia en nombre de la autoridad espiritual del pontífice romano y en virtud del poder de “atar y desatar” que ha recibido de Cristo.

«Gregorio estaba convencido de ser responsable, desde el punto de vista espiritual, de la salvación del mundo, porque era sucesor de Pedro, es decir, del príncipe de los Apóstoles» (30). Jesús le había dicho a Pedro: “apacienta mis corderos”; en opinión de Gregorio, y del sentido común, también los reyes forman parte del rebaño de Cristo, que Éste confió a Pedro y a sus sucesores. De ahí que el poder de atar y desatar concierna a todos, a los reyes inclusive: «el poder del Papa es de origen divino, igual que el de Pedro» (31). En el Dictatus Papae (1075) sobre el poder de los pontífices, San Gregorio VII había condensado en 27 proposiciones su doctrina sobre el poder papal; 22 de éstas eran de naturaleza teológica y afirmaban el primado de la Iglesia romana y del obispo de Roma; las otras cinco (81, 91, 121, 191 y 271), que se referían a las relaciones entre el Papa y el emperador eran la expresión concreta de la teología „hierocrática‟ gregoriana: 8ª) Sólo el Papa puede usar de insignias imperiales. 9ª) Todos los príncipes deben besar los pies sólo al Papa. 12ª) El Papa puede deponer al emperador. 19ª) Ningún hombre puede juzgar al Papa. 27ª) El Papa puede desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los príncipes inicuos. En la primera epístola a Herman, obispo de Metz (25-VIII-1076), San Gregorio asienta claramente las bases en que se funda la supremacía del papado sobre el imperio. Su fuente principal es San Ambrosio, según el cual hay tanta diferencia entre el sacerdocio y el poder temporal cuanta media entre el oro y el plomo; el emperador está en la Iglesia, no sobre ella, por lo que sus malas acciones pueden y deben ser censuradas por ésta. San Gregorio habla asimismo de la deposición del rey por parte del Papa, y pasa así de la supremacía teórica a la práctica. San Gregorio se dirige a San Pedro en la primera excomunión y deposición de Enrique IV (22-11-1076) y dice: «por tu gracia me ha dado Dios la facultad de atar y desatar en el cielo y la tierra. Basándome en esta certeza [...], en nombre de Dios omnipotente, [...] despojo a Enrique [...] del poder sobre toda Italia y Alemania, y libero a todos los cristianos del vínculo creado por el juramento de lealtad prestado a su persona [...], y prohíbo que nadie le sirva como a rey. Haciendo yo tus veces lo excomulgo [...] para que las gentes sepan y vean que tú eres Pedro y que sobre esta piedra edificó su Iglesia el Hijo de Dios [...]». La sentencia pontificia se vuelve definitiva en el año 1080. El texto afirma claramente que la autoridad espiritual del Papa entraña un auténtico poder en el orden temporal, como se echa de ver por lo que afirma Gregorio VII dirigiéndose otra vez a San Pedro: «Lo despojo de todo poder y dignidad real... Que entiendan todos que si „podéis atar y desatar en el cielo‟, con mayor razón podéis conceder o quitar, en la tierra, con base en los méritos, los poderes, los reinos, los imperios» (32). Por otra parte, esta doctrina ya la había formulado Gregorio VII cinco años antes, en las proposiciones 121 y 279 del Dictatus Papae: “El Papa puede deponer al emperador” y “puede desligar a los súbditos del juramento de fidelidad prestado a los príncipes inicuos”. Tal tesis, «lejos de ser nueva [...] es la conclusión normal de los principios cristianos tradicionales: Gregorio se remite a los dichos y hechos de los santos Padres; sus referencias son, sobre todo, San Ambrosio, San Agustín, Gelasio Iº, Nicolás Iº. [...] Se remite principalmente al Tu es Petrus y a las consecuencias lógicas que derivan de él para la jurisdicción espiritual del Papa: nadie, sin excepción, puede sustraerse a su jurisdicción. Más aún, argumenta así a fortiori: Si la Sede Apostólica... juzga las cosas espirituales, ¿por qué no había de poder juzgar también las temporales? ¿Quién puede dudar de que a los sacerdotes de Cristo haya que considerarlos padres y maestros de los reyes, de los príncipes y de todos los fieles? Si el exorcista manda a los diablos, ¡con mayor razón es el Papa juez de los pecados de los reyes! (primera epístola al obispo Herman de Metz)» (33). El Papa le recuerda los mismos principios a Sancho de Aragón, y afirma que Cristo constituyó a Pedro en príncipe sobre todos los reinos de la tierra (34). San Gregorio expone «toda una teología sobre la relaciones entre el Estado y la Iglesia» en la segunda epístola al obispo de Metz (15 de marzo de 1081). El poder de las llaves que le dio Cristo a Pedro está en la base de toda la teoría y la praxis gregorianas. El poder espiritual y el temporal son entre sí como el sol y la luna: «El santísimo Apóstol Pablo dijo: “¿No sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? ¿Cuánto más a las cosas del siglo?” [...]. ¿Con quién pueden parangonarse mejor los que quieren plegar a los sacerdotes de Dios a sus maneras de proceder que con aquel que es el primero de todos los hijos de la

soberbia, con aquel que, al tentar al propio Cristo, Sumo Pontífice, le dijo: “Todo esto será tuyo si postrado me adorares”? [...]. Tanto es más noble la dignidad sacerdotal que la regia cuanto el oro es más precioso que el plomo [...]. Nada se halla en el mundo más digno sacerdotes, nada más sublime que los obispos [...]» (35). Los hermanos Robert y Alexander Carlyle ponen de relieve que Gregorio VII espera que «el sacerdocio y el imperio anden unidos en la concordia para que, así como el cuerpo humano es guiado por los dos ojos, así y por igual manera el cuerpo de la Iglesia sea guiado e iluminado por los dos poderes cuando concuerden en la religión verdadera [...]; le aconseja a Enrique IV que recuerde que ostenta legítimamente el poder regio si obedece al rey de reyes, a Cristo, y defiende y refuerza a la Iglesia [...]. La autoridad secular, al decir de Gregorio, halla su verdadero fundamento en la defensa y el mantenimiento de la justicia; espera el Papa que se dé una auténtica concordia y entendimiento entre el sacerdocio y el imperio, es decir, entre las dos autoridades establecidas por Dios para gobernar el mundo» (36). PROFUNDIZACIONES TEOLÓGICAS Hugo de san Víctor (1096-1141) La creación es una, Dios es uno, y «si existen dos poderes, dos funciones, la dualidad no es más que aparente» (37). Los dos poderes se componen y se unifican en la unidad de Dios y de su Iglesia, por lo cual la sociedad humana es la cristiandad, y la cristiandad es la Iglesia. Todo poder depende de un poder único, el divino. De ahí que el poder secular tenga una sola fuente, la Iglesia: «Es el clero, o sea, el poder espiritual, el que por orden de Dios pone en la existencia al poder secular; es el poder espiritual el que instituye al temporal y [...] lo consagra y lo bendice, el que le confiere legitimidad, en resumidas cuentas [...]. Se trata de una proposición de significado inequívoco que, si bien deja intacta la distinción entre ambos poderes [....] afirma, sin embargo, tanto la dependencia del poder temporal respecto del espiritual al ser éste el origen de aquél, cuanto la superioridad de jurisdicción del poder espiritual» (38). Juan de Salisbury (+1180) Se ocupa de las relaciones entre el poder espiritual y el temporal en el Policraticus, obra escrita entre el 1155 y el 1159. «Juan sostiene posiciones eclesiásticas muy avanzadas: no sólo condena cualquier intromisión del poder temporal en la esfera de la Iglesia [...] sino que sostiene a boca llena la superioridad del poder espiritual [...] sobre el temporal [...] todas las leyes de los príncipes son vanas y nulas si no están en armonía con la ley divina y con las enseñanzas de la Iglesia» (39). Juan se sirve de la imagen de las dos espadas, inspirándose con toda probabilidad en San Bernardo, y escribe que «el príncipe recibe la espada material de manos de la Iglesia, a quien pertenecen ambas espadas, aunque ésta se sirva de la material sólo por conducto del príncipe; éste es, por tanto, el ministro del sacerdocio y lleva a cabo la parte menos alta de las funciones sagradas, la que no es digna de ser desempeñada por el sacerdote (Policraticus, IV, 3)» (40). San Bernardo de Claraval (+1173) Es la figura dominante del siglo. Su teoría es la de las dos espadas, que tomó del pasaje evangélico en que los Apóstoles le dicen a Jesús: «tenemos dos espadas», y Éste les responde: «bastan». Por eso mismo hay dos espadas para San Bernardo, símbolos de los dos poderes, el espiritual y el temporal. Las dos espadas las poseen los Apóstoles y Pedro, que es su jefe y el jefe de la Iglesia. Sin embargo, ni Pedro ni la Iglesia deben usar directamente la espada temporal. Ésta es de Pedro y de la Iglesia, pero debe ser desenvainada para Pedro y para la Iglesia, no por Pedro ni por la Iglesia. «Vuelve la espada a la vaina», le dijo Jesús a Pedro, que la había usado directamente y cortado con ella una oreja a un siervo que había venido a arrestar a su maestro. Al Papa Eugenio III, hijo espiritual suyo, escribe San Bernardo: «La espada temporal debe ser desenvainada para la iglesia, mientras que la espiritual debe serlo por ésta. Una está en manos del sacerdote, la otra en las del soldado, pero ha de usarse a una señal (ad nutum) de aquél».

San Bernardo no anula la distinción entre los cometidos del poder temporal y los del espiritual, pero subordina clarísimamente aquél a éste y afirma que la Iglesia posee el poder temporal, bien que no lo utilice directamente, pues se lo deja a los príncipes, los cuales habrán de utilizarlo ad nutum sacerdotis. Inocencio IIIº (1198-1216) Se considera a sí mismo, en cuanto vicario de Cristo, como el representante supremo de Dios en la tierra, superior al rey y a los emperadores; es el plenipotenciario de Dios, por cuya voluntad reinan los reyes y gobiernan los príncipes (per Me reges regnant: “por Mí reinan los reyes”). «El concepto de vicario de Cristo se vuelve para él una idea central [...]; le confería la autoridad universal propia de una posición situada “entre Dios y el hombre, bajo Dios y sobre el hombre, menor que Dios y mayor que el hombre, juez de todos y no juzgable por nadie, a no ser por Dios”» (41). Inocencio III reivindica para sí la plenitudo potestatis que el César [o sea, el emperador] no tiene y que comprende en su «ámbito no sólo a la Iglesia universal, sino a toda la realidad temporal» (42). Además, el poder regio recibe de la autoridad pontificia todo su esplendor y dignidad, «igual que la luna recibe su luz del sol» (43). Inocencio III reconocía la autonomía (que no es lo mismo que la independencia) de lo temporal respecto de lo espiritual, «pero, con todo, no dejaba de reservarle al papado un derecho de preeminencia que era inherente y connatural al vicariato de Cristo [...]. Ahora bien, Cristo [...] es, en cuanto Dios, soberano de los cuerpos y de las almas; es el sumo sacerdote y el rey supremo, y goza de una realeza espiritual y temporal; de ahí que también el Papa la tenga» (44). Aunque el Papa posea este derecho, no quiere ejercerlo habitualmente, sino que sólo lo ejerce en casos excepcionales, cuando lo exige una causa grave y urgente, p. ej., ratione peccati [es decir, para salvaguardar el orden moral]. Según el Dictionnaire de Théologie catholique, el pontificado de Inocencio III constituye el perfeccionamiento definitivo de la doctrina del poder directo in temporalibus poseído por el Papa, bien que no ejercido habitualmente. El Papa asevera que el rey «recibe de Dios el uso de la espada temporal» (45), y el 16 de Noviembre de 1209 declara al emperador Otón IVº lo siguiente: «Nos poseemos la autoridad papal y el poder real, ambos en su plenitud» (46). Según Ehier y Norrall, al «pontificado de Inocencio III se le considera [...] por muchas razones como el periodo medieval de mayor grandeza del papado. Dicho Papa [...] era un teólogo y jurista eminente: bajo su pontificado se promulgaron un gran número de decretos papales con los que se definió en sus diferentes aspectos la plenitudo potestatis Papae, una expresión que Inocencio III contribuyó muchísimo a divulgar. Cuatro de tales decretales son particularmente importantes: 1) Per venerabilem, en la que el Papa afirma la autoridad de la Santa Sede en materias que se refieren tanto al derecho canónico cuanto al civil. 2) Novit Ille, donde se asevera que el Papa goza de la facultad de intervenir en los asuntos de la política internacional ratione peccati. 3) Venerabilem fratrem, en la que se definen los derechos del Papa tocante a la corona de Alemania [...]. 4) Sicut universitatis, donde el pontífice expresa su juicio sobre las relaciones entre el poder espiritual y el imperial» (47). \ Giuseppe Corradi escribe que Inocencio III «sistematizó la doctrina del dominio universal del papado en materia espiritual y temporal y llevó a efecto su ejecución práctica. En cuanto vicario de Cristo, Rex regum et Dominus dominantium [“Rey de Reyes y Señor de los que dominan”], el Papa constituye la mayor autoridad terrenal. La Iglesia, a la que corresponde un poder pleno en la dirección de las almas, debe ser superior al imperio. Al Pontífice romano le compete el derecho de intervenir en cualquier cuestión política y temporal. [...]. Estos objetivos, esencialmente religiosos, constituyeron los móviles de toda su política, que se consagraba a poner por obra el principio que está en la base de la concepción cristiana del Medioevo: la subordinación de los intereses de la ciudad del siglo a los de la ciudad de Dios» (48). Un investigador eminente, el profesor Oscar Nuccio, de la Universidad La Sapienza, de Roma, en una obra monumental de más de cinco mil páginas (Il pensiero economico italiano, Sásari, ed. Gallizzi, 19842002, 7 tomos que abarcan el periodo comprendido entre la Edad Media y el siglo XVIII), estudió también, con maestría y competencia, el tema de que nos ocupamos. Enseña dicho autor que el sacerdocio desarrolló, desde la época de San Gregorio VII, una doctrina del poder pontificio que se remitía a San

León Magno y que fue completada por Inocencio III: el Papa no es sólo el vicario de Pedro, sino, además, de Cristo y de Dios. Es inferior a Dios, pero participa de su poder y es superior al hombre. Como es el vicario de Cristo, y como el vicariato de Cristo es de naturaleza jurídica, el gobierno que se funda en tal vicariato se extiende a todo el mundo, el cual se halla confiado, por lo mismo, al gobierno espiritual y temporal del Papa. La plenitudo potestatis asume con Inocencio III una dimensión no sólo eclesiástica, sino también política. La motivación ratione peccati le permite a Inocencio III abrir un pasaje a través del cual el poder sacerdotal se extiende a todas las materias en que es posible pecar; y, de hecho, dado que no existen actos humanos neutros, en cuanto que las circunstancias los hacen moralmente buenos o malos (p. ej., camino para robar... o mientras rezo el rosario), el poder sacerdotal se extiende a la totalidad de los asuntos temporales. Se concentran en el Papa las dos potestades supremas, la espiritual y la temporal; la potestas gladii (el poder de la espada) concedida al emperador deriva del Papa en el acto de la coronación. Tal principio, al decir de Oscar Nuccio, lo reformuló Santo Tomás en la Summa contra Gentiles (IV, q. 76) y lo corroboró Giacomo da Viterbo en el De regimine christiano (1301). Quienes le niegan al Papa la doble potestad directa in spiritualibus et in temporalibus son los que afirman que «los Papas son los dioses de los montes, o sea, de las cosas espirituales, pero no los dioses de los valles, puesto que no tienen ningún poder sobre los bienes temporales». Para Inocencio, en cambio, el Papa tiene poder sobre los montes y sobre los valles, es decir, in spiritualibus et in temporalibus, por lo cual la jurisdicción del Papa, concluye Nuccio, es la más perfecta de todas, y por eso no tiene sentido distinguir entre poder indirecto in temporalibus y directo in spiritualibus (49). Véase, asimismo, la epístola de Inocencio III al patriarca de Constantinopla (1159): Dominus Petro non solum universam Ecclesiam, sed totum reliquit saeculum gubernandum (“El Señor dio a Pedro no sólo la Iglesia para que la gobernara, sino el mundo entero”) (50). El siglo XIII será testigo de la consolidación cada vez mayor de la teoría del poder papal directo in temporalibus. Inocencio IVº (1243-1254) Nos interesa de Inocencio IV el decreto Aeger cui levia o lenia (1245), en el cual, «con una amplitud y un vigor que no serán superados jamás, [...] establece que el Papa ejerce en la tierra una delegación general de Dios, el rey de reyes, que le da la plenitud del poder de atar y desatar [...] incluso en relación con el emperador» (51). Algunos autores, en cuyo número se cuenta Giovanni Battista Lo Grasso, S.I. (52), dicen que es una cuestión disputada la de si dicho decreto es de Inocencio IV o de un discípulo suyo. Pienso, no obstante, que el hecho de pertenecer Lo Grasso a la Compañía de Jesús, que se caracteriza por su adhesión a la tesis del poder indirecto del Papa in temporalibus, lo lleva a dudar de la autenticidad de un documento del magisterio que afirma explícitamente que el Papa tiene un poder directo in temporalibus, pero que no quiere ejercerlo y se lo deja a los seglares. Agostino Paravicini Bagliani y la mayor parte de los historiadores contemporáneos afirman, en cambio, que el decreto es de Inocencio IV, aunque «algunos se preguntan si no ha de buscarse su redactor material en el seno del colegio de los capellanes del cardenal Raniero Capocci da Viterbo» (53). Esta última opinión, sin embargo, no es hoy la más común, por lo que la autoría del documento se adjudica ya, sin oposición, a Inocencio IV. Augustin Fliché y Victor Martin, p. ej., sostienen, en su famosa Historia de la Iglesia, que a Inocencio IV, «doctísimo, antiguo estudiante y ex profesor de la Universidad de Bolonia [...], se le consideraba un canonista eminente y un diplomático habilísimo [...]. No sólo compartía con su predecesor Inocencio III sus ideas sobre la „omnipotencia‟ romana, sino que iba más allá; con él [...] el principio teocrático se consolidó de la manera más evidente [...]. Inocencio se consideraba en posesión, a semejanza de Cristo, de la espada temporal, cuyo uso confiaba al emperador y a los reyes mientras se reservaba para sí solamente el uso de la espada espiritual. Basta leer la bula Aeger cui levia, con la que respondía a los ataques de Federico II que siguieron [...] al concilio de Lyon de 1245, para darse cuenta... de que las reivindicaciones de la Santa Sede nunca se habían realizado hasta entonces de una manera tan categórica [...]. La muerte de Federico II coronaba la victoria del papado [...] y subrayaba la caída de los Hohenstaufen [...]; el cesaropapismo no conocería ya sino resurrecciones efímeras. El concilio de Lyon fue una prueba luminosa de la unidad de la Iglesia, aunada en torno a la Santa Sede, y una afirmación clara del poder pontificio, es decir, de la plenitudo potestatis

[...]. Según Inocencio III, el Papa no podía coronar emperador sino al que designaran los príncipes electores, por lo que su facultad de elección tenía límites; pero, después de la victoria de la Sede Apostólica con Inocencio IV sobre Federico II, toda restricción desaparece, al menos desde el punto de vista jurídico: nunca antes la autoridad de Roma había alcanzado una cumbre tan elevada» (54). Está claro, pues, que también para Fliché y Martin la bula Aeger cui levia pertenece formalmente a Inocencio IV. Federico II, añade Silvio Solero, «había publicado el famoso manifiesto a los príncipes cristianos en el que denunciaba los vicios, la codicia y la corrupción de los prelados. Inocencio IV respondía con la bula Aeger cui levia, que contenía la fórmula de la teocracia papal; afirmaba en ella el primado pontificio como algo querido por Cristo, quien había conferido a Pedro y a sus sucesores el imperio universal del cielo y de la tierra» (55).Veamos el contenido del documento pontificio: «[...] representamos sobre la tierra al rey de reyes, de cuyo poder se sabe que no está excluido hombre alguno [...]. Dios [...] atribuyó al príncipe de los Apóstoles, y a Nos por conducto suyo, el poder pleno de atar y desatar cualquier cosa en la tierra [...]. Cristo le confirió a Pedro poder no sólo sobre las gentes, sino también sobre los reinos [...]. Se sigue de ahí que el Romano Pontífice puede ejercer, al menos causaliter no habitualmente, sino a título excepcional, su poder pontificio en relación con cualquier cristiano [...], especialmente ratione peccati, y mandar, en consecuencia, que cualquier pecador [...] sea tenido por gentil y publicano [...] y que, por ende, sea privado del poder temporal, si es que tiene alguno [...]. Así, pues, examinan las cosas con poca agudeza [...] los que afirman que la Sede Apostólica recibió el poder por vez primera del emperador Constantino, pues se sabe que dicho poder estaba en ella antes, de manera natural y en potencia. Jesucristo [...] verdadero rey y sacerdote [...] estableció en la Sede Apostólica no sólo una monarquía pontifical, sino también una regia al confiar al bienaventurado Pedro y a sus sucesores las riendas tanto del poder celestial cuanto del terrenal. Este hecho se evidencia en la pluralidad de las llaves para que se entienda que por medio de una hemos recibido el poder para las cosas temporales, y por medio de la otra el relativo a las cosas espirituales en el cielo. [...]. En el seno de la Iglesia están puestas las dos espadas correspondientes a ambos poderes... Tanto el uno como el otro le pertenecen de derecho visto que el Señor no le dijo a Pedro „arroja la espada‟, sino “vuelve la espada a su vaina”, para que no fuera usada la espada por él mismo sino para él, ad nutum sacerdotis... Así, pues, Pedro no tenía permiso, por disposición divina, para usar directamente la espada, pero, con todo y eso, poseía la autoridad de ordenar su uso por parte del príncipe, en defensa de la Iglesia) . Se sigue de ahí que el poder de esta espada se halla en la Iglesia, pero lo ejerce el emperador, quien lo recibe de ella. Dicho poder, que se encuentra en el seno de la Iglesia, es sólo potencial, y se reduce al acto cuando se transfiere del sacerdote al príncipe» (Aeger cui levia, en LO GRASSo, S. I., Ecclesia et Status. Fontes selecti. Historiae Juris Publici Ecclesiastici Iglesia y Estado. Selección de fuentes para la historia del Derecho Público Eclesiástic , Roma: Gregoriana, 1 952, 2á edición, n2 446-455, págs. 194-198). Inocencio III, escriben los hermanos Carlyle, «usó siempre de la mayor cautela y se abstuvo de inferir conclusiones extremas. Quien las sacó, en cambio, fue Inocencio IV [...], y a él se deben hacer remontar los principios que expusieron los grandes canonistas del siglo XIII, como el Ostiense y Guillermo Durando [...]. Inocencio IV afirma que el Papa recibe de Cristo en persona el poder de redactar los cánones, mientras que el emperador recibe del pueblo romano su autoridad de legislador [...]; además, así como cuando Cristo estaba en esta tierra era Señor natural del mundo desde toda la eternidad y disponía, por ley natural, de la capacidad de deponer a reyes y emperadores, así también sus vicarios esto es, Pedro y sus sucesores- gozan del mismo poder [...]. Inocencio IV quiere llegar a la conclusión de que incluso en los asuntos temporales [...] su autoridad es superior a la de todos los demás poderes seculares [...]. Existe una relación especial entre el Papa y el emperador; el segundo es advocatus del primero, le presta juramento, recibe el imperio de sus manos [...]. Inocencio IV [...] parece querer sugerir implícitamente que el emperador es vasallo del Papa [...] y sostiene que éste tiene el derecho de rechazar a un candidato no apto para el trono imperial [...]; por último, proclama sin vacilar que el emperador le debe el trono imperial [...]. Por tanto, no nos parece aventurado concluir que, según Inocencio IV, le pertenecían, en principio, ambos poderes, el espiritual y el temporal» (56). Santo Tomás de Aquino (+1274)

El doctor angélico recoge la doctrina transmitida y ahonda en ella. Escribe, en efecto: «La santa Iglesia [...] tiene sólo la espada espiritual, en el sentido de que ésta ha de usarla ella directamente; pero tiene asimismo la espada temporal en cuanto a la orden de emplearla, porque debe ser desenvainada a su señal, como dice Bernardo» (57). Y prosigue diciendo: «En las cosas que atañen al bien civil hay que obedecer al poder secular antes que al espiritual... a menos que el poder espiritual esté unido al poder secular, como pasa con la Iglesia o con el Papa, quien, en virtud de una disposición de Dios, es rey y sacerdote [...]» (58). Algunos autores han procurado interpretar este pasaje como si se refiriera únicamente al Estado pontificio, el único en el que el Papa es rey y sacerdote en acto; no obstante, parece tratarse de una interpretación forzada, porque si Santo Tomás hubiese hablado de un caso específico, el del Estado pontificio precisamente, lo habría dicho, mientras que, por el contrario, habla en general de cosas que atañen al bien civil y dice que, cuando se trata de la Iglesia o del Papa, entonces hay que obedecer al poder espiritual, que por disposición divina encierra en sí también el poder temporal. En caso contrario, es menester obedecer al poder civil. De hecho, la mayor parte de los intérpretes ve en el pasaje transcrito del Aquinate la afirmación del poder directo del Papa in spiritualibus et in temporalibus. Además, el Angélico sostiene en las Quaestiones quodlibetales que ahora los reyes son vasallos de la Iglesia porque la situación cambió con la llegada del cristianismo y Cristo tiene derecho a reinar sobre la conciencia de los príncipes (59); por eso «el Papa ostenta la autoridad suprema tanto en las cuestiones espirituales como en las temporales» (Comentario a las „Sentencias‟ de Pedro Lombardo, II, dist. 44, q. 2, a. 3) (60). En la Summa Teologica, por último, Santo Tomás se plantea la cuestión de si el poder temporal está sometido al espiritual como el cuerpo lo está al alma y responde que sí (61). Según la filosofía política del Angélico, el hombre tiene un único fin último, que es el sobrenatural (la visión beatífica); el bienestar temporal no pasa de ser un fin próximo; por tanto, la autoridad temporal debe estar sometida a la espiritual como el fin próximo se ordena y está sometido al fin último. Etienne Gilson escribe: «La moral de Santo Tomás tiene objetivos más altos que el de adaptar el hombre al bien común de la ciudad; se los impone la propia metafísica, de la cual la moral recibe sus principios: el hombre de Aristóteles no era una criatura, mientras que sí lo es, por el contrario, el hombre de Santo Tomás» (62). Es menester observar que el Aquinate «está muy lejos de reducir la legítima intervención pontificia en la esfera temporal a lo que le compete al Papa ratione peccati. Al atribuir al jefe de la Iglesia el deber de procurar el fin último [...] le reconoce, por vía de eminencia y en razón de su suprema autoridad espiritual, una autoridad temporal sobre los príncipes de la tierra, que, de hecho, se extiende a toda acción de los príncipes mismos con tal que [...] guarde relación con el fin último [...]. Por eso le corresponde al Papa y sólo a él juzgar lo que debe decir o no decir [...] en función de su cargo sobrenatural y cuándo, cómo y hasta qué punto hay que necesidad de una intervención suya en la esfera temporal» (63). En pocas palabras, el Angélico distingue el orden natural del sobrenatural, el Estado de la Iglesia. No los separa ni los confunde, sino que subordina lo natural a lo sobrenatural, el Estado a la Iglesia: «El poder temporal está sujeto al espiritual como el cuerpo lo está al alma» (De regimine principum, libro I, cap. 10; cf. R. Spiazzi, O.P., Enciclopedia del pensiero sociale cristiano, Bolonia: ESD, 1992, pp. 188-194, 212-215). Bonifacio VIIIº (1294-1303) La teoría de la plenitudo potestatis alcanza su apogeo con Bonifacio VIII; éste «encarnaba, en un temperamento fogoso, las doctrinas más intransigentes sobre la supremacía pontificia. Gran canonista [...] no sobrepasó ninguna de las fórmulas de Inocencio IV [...]. Bonifacio reivindica la suprema jurisdicción en el dominio temporal y espiritual, y distingue entre „posesión‟ y „ejercicio‟ [...]. Distingue los dos poderes, pero reivindica su posesión y la separa del ejercicio habitual» (64). La bula Unam sanctam atañe a la plenitud del poder papal (1302). El pontífice “expresó” en ella «las tesis extremas de la doctrina teocrática sobre el imperio [...]. Le repitió lo siguiente a Alberto de Austria en la primavera de 1303: Omnes potestates sunt a Christo et a nobis, tamquam a vicario Iesu Christi [“Todo poder viene de Cristo y de Nos en cuanto vicario de Jesucristo”]» (65). Bonifacio había dicho en la Unam Sanctam que «todo poder, tanto el espiritual cuanto el temporal, viene de Dios y fue confiado por Éste a la Iglesia...; ésta deja el ejercicio del poder secular a los príncipes,

pero conserva el derecho de controlarlos... la bula es un compendio vigoroso del pensamiento de la Iglesia en la cumbre del periodo medieval» (66). Massimo Montanari escribe que «Bonifacio propugnaba solemnemente», en la Unam Sanctam, «una teoría integrista de la sociedad cristiana, entendida como un cuerpo único cuya cabeza es Cristo, el vicario del cual es el Pontífice. Así que al Papa le corresponden ambas espadas, la temporal y la espiritual; él ostenta el primado sobre los soberanos de la tierra y tiene la potestad de intervenir en todo y sobre todos. Bonifacio llevaba la idea teocrática a sus últimas consecuencias y a la plenitud de su formulación doctrinal. Tal idea se había formado en los siglos precedentes mediante las posiciones que habían asumido, poco a poco, [...] Gregorio VII e Inocencio III» (67). Pero veamos el contenido de la propia Bula: «Nos estamos obligado a creer y a profesar que hay una sola Iglesia, santa, católica y apostólica [...] que constituye un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo [...]. Nos sabemos por el Evangelio que hay dos espadas en esta Iglesia y en poder de la misma, una espiritual y otra temporal [...]. Y quien niegue que la espada temporal pertenezca a Pedro ha interpretado mal las palabras del Señor cuando dice: “Vuelve tu espada a la vaina”. Así, pues, ambas espadas están en manos de la Iglesia, la espada material y la espiritual. Una debe ser empuñada para la Iglesia, la otra por la Iglesia; la espiritual ha de serlo por el clero, la segunda por la mano de los reyes, pero conforme a la orden del sacerdote y a una señal de éste, porque es necesario que una espada dependa de la otra y que la autoridad temporal esté sujeta a la espiritual [...]. Por eso, si el poder terrenal yerra, será juzgado por el espiritual; si el poder espiritual inferior se equivoca, será juzgado por el superior; pero si yerra el poder espiritual supremo, este poder podrá ser juzgado sólo por Dios, no por los hombres (prima Sedes a nemine iudicetur) [...]. Por ello, quien se opone a este poder instituido por Dios se opone a los mandamientos de Dios a menos que pretenda, como los maniqueos, que hay dos principios [...]. Declaramos, en consecuencia, que es absolutamente necesario para la salvación de toda humana criatura que se someta al romano Pontífice». Según los hermanos Carlyle, «Bonifacio... proclama, [en Ausculta, fili] que Dios lo ha colocado por encima de todos los reyes y de todos los reinos, y que lo ha dotado del poder de construir y de destruir [...] mientras que Felipe el Hermoso pretende que [...] los reyes franceses nunca han estado sometidos a Dios en los asuntos temporales» (68). LA ESCUELA BONIFACIANA Dos teólogos canonistas bonifacianos a) Egidio Romano (+1316) Fue discípulo de Santo Tomás en París, aunque pertenecía a la orden agustiniana, y llegó a ser arzobispo de Bourges en 1295. Escribió De ecclesiastica potestate, que trata del poder supremo (plenitudo potestatis) de la Iglesia y del Papa. Corrobora en dicha obra la subordinación jerárquica del poder temporal al poder espiritual y distingue sus competencias respectivas, por lo que al poder temporal «se le reconoce el derecho de gobernar [...] en condiciones de relativa autonomía a efectos de obtener un buen funcionamiento de la sociedad civil. Con todo, el poder temporal siempre está sometido al control y al juicio final de la Iglesia, que fija por sí sola los límites de sus intervenciones, plenamente consciente de la superioridad de su función propia» (Egidio Romano, Il potere della Chiesa, Roma, 2000, Introducción, pág. 11), La obra de Egidio se divide en tres partes: analiza en la primera las relaciones entre el poder temporal y el espiritual; en la segunda, el derecho de propiedad por parte de la Iglesia; refuta en la tercera las objeciones a la plenitudo potestatis Papae. El hilo conductor de la obra egidiana es «la eminencia del poder espiritual ejercido por el Papa [...], que constituye el grado de poder más elevado, y del que deriva el poder temporal» (op. cit., p. 14). «El Papa ostenta los dos poderes (el temporal y el espiritual), mas se reserva para sí la autoridad espiritual ad usum, mientras que puede conceder ad nutum la autoridad temporal a los soberanos para que la ejerzan bajo el control y la superior visión de la Iglesia» (op. cit., p. 15). Los autores más citados por Egidio son San Agustín (unas cincuenta veces), Aristóteles y su maestro Santo Tomás (unas treinta veces cada uno).

Egidio, pues, repite los argumentos clásicos de la primacía del alma sobre el cuerpo y de las dos espadas (formulado por San Bernardo) y añade nuevas consideraciones: la Iglesia consagra a los reyes porque el sacerdocio precede ontológicamente a todo poder regio humano, dado que el acto precede ontológicamente a la potencia y lo perfecto precede a lo imperfecto (69); todo poder viene de Dios, tanto el pontificio cuanto el regio, pero «no de igual manera ni inmediatamente, como que el poder regio se recibe por conducto del pontificio» (70). «Se puede considerar que el tratado de Egidio Romano es la expresión más formal de la doctrina teocrática del poder directo del Papa in temporalibus» (71). «Con todo, niega que quiera perturbar el funcionamiento del poder civil. Éste tiene, en efecto, su razón de ser, pero no deja de tratarse de un poder secundario, o mejor dicho, auxiliar del de la Iglesia. En efecto: la Iglesia no gestiona directamente el dominio temporal [...]. Tiene cosas mejores que hacer que enredarse en asuntos de este tipo dado que, ante todo y a título normal y ordinario, debe preocuparse de la esfera espiritual. No obstante, son infinitos los casos en que se halla justificada la intervención de la Iglesia en el dominio temporal, es decir, cada vez que se encuentre también implicada en él la esfera espiritual» (72). b) Giacomo da Viterbo (+1308) Afirma en su De regimine christiano (1301-1302) que la Iglesia goza de una supremacía real sobre el Estado (73). A tal teoría se la denomina teocracia, o mejor aún, hierocracia: el Papa posee la soberanía absoluta directa civil y eclesiástica, in temporalibus así como in spiritualibus, pero se reserva para sí la segunda y transmite la primera al príncipe; tal delegación se expresa por conducto de la ceremonia de coronación del soberano. Giacomo da Viterbo repite la teoría de las dos espadas y la del alma y el cuerpo, y las explicita y elabora ahondando en la teología de la Unam Sanctam de Bonifacio VIII; como es natural, se basa también y sobre todo en los escritos de Egidio Romano, miembro, al igual que él, de la orden agustiniana, y procura conciliar el tomismo político con el agustinismo. Giacomo da Viterbo habla, en la 2ª parte de su tratado, del pontífice romano, vicario de Cristo, partícipe de las prerrogativas de Aquel cuyas veces hace. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, tiene un poder doble: divino y humano. El poder divino lo puede todo. Él manifiesta su omnipotencia creando de la nada y también mediante el ejercicio de su providencia, que conduce a su fin a las cosas creadas, instante tras instante. Cristo, en cuanto Dios creador y providente, es rey (de regere, o sea, conducir a las almas hacia su fin), y su humanidad participa, en virtud de la unión hipostática, de los privilegios de su divinidad. Por eso su vicario tiene la plenitudo potestatis tanto en el orden temporal cuanto en el espiritual; pero, al igual que Cristo, quiere ejercer sólo la segunda. Sin embargo, la plenitud de poder en Cristo no es idéntica a la del Papa, pues en éste se halla aquélla nada más que participada; además, mientras en Cristo la plenitud de poder se da en grado eminente, en el Papa figura tan sólo en grado suficiente. Ocurre con ella como con las perfecciones puras, que no tienen mezcla de imperfección alguna (el ser, la verdad, el bien...), por lo cual se hallan en Dios formaliter et eminenter (“formal y eminentemente) mientras que en las criaturas, en cambio, aunque se encuentran formalmente, no se hallan en modo eminente, sino tan sólo en estado creado, finito y limitado. El poder real y el sacerdotal son distintos, mas no incompatibles, de suerte que la misma persona puede gozar de ambos o decidir transferir a los laicos el poder regio y mantener para sí el espiritual, como sucede en el caso del Papa. Las formas de poder derivan ambas de Dios como de su causa eficiente, pero se diferencian porque el poder espiritual deriva directamente de Dios al pontífice, mientras que el temporal deriva de Dios al rey indirectamente, o sea, por conducto del Papa. Además, el fin del poder temporal es la felicidad terrena, que constituye el fin próximo del hombre y es un medio para que pueda alcanzar su fin último sobrenatural: la visión beatífica. Así que, ontológicamente, el poder espiritual goza de primacía sobre el temporal, y como se orienta al fin último del hombre, tiene derecho a juzgar al poder temporal, que se ordena sólo al fin próximo del hombre. El poder temporal dice relación al espiritual como lo inferior a lo superior, por lo cual es lógico afirmar que Cristo dio a Pedro y a sus sucesores las dos formas de poder que Él mismo tenía, aunque Pedro no quiera, a semejanza de Cristo, ejercer el poder temporal directamente, sino que se lo confiera al príncipe para no verse abrumado ni distraído de su cometido principal y específico, que es el de guiar a los hombres a su fin último sobrenatural: el cielo. No obstante, el Papa tiene también un cometido secundario, que es el de velar sobre el príncipe para que use bien del poder temporal; si éste usa mal de dicho poder, entonces interviene el Papa y corrige al rey: se

trata de un uso directo del poder temporal por parte del Papa, aunque constituye una intervención del mismo a título excepcional y ratione peccati, no de algo regular, habitual, constante y universal; el Papa posee directamente el poder temporal, pero no lo quiere utilizar de ordinario ni habitualmente. Los opositores La doctrina hierocrática fue ásperamente impugnada, durante los siglos XIII y XIV, por Felipe el Hermoso, Dante Alighieri, Marsilio de Padua (74), Juan de París, O.P., y, finalmente. por Guillermo de Occam (+ 1350). No es el caso de alargarme exponiendo y refutando sus errores; quien quiera conocerlos puede leer con provecho a J. J. Chevalier, Storia del pensiero politico, Bolonia: ed. Il Mulino, 1989, vol. 7, pp. 322-354). Me limito aquí a resumir brevemente los errores de Marsilio y de Occam. Marsilio de Padua Quiere absorber en la sociedad civil a la Iglesia jerárquica y al papado; se erige así en teórico de la “laicocracia”, es decir, del monismo del poder temporal: el sacerdocio está englobado en el reino, en el cual hay una sola autoridad, que es la del príncipe. Para Marsilio la verdadera Iglesia de Cristo no es la jerárquica romana, sino el conjunto de los fieles que se inspiran en Cristo; de ahí que todos los cristianos, seglares y eclesiásticos, sean “hombres de Iglesia”. Por eso la Iglesia no es una sociedad perfecta distinta del Estado, ni goza de una autoridad propia: el Papa y el sacerdocio sacramental; la autoridad es una sola: la del príncipe. El sistema de Marsilio desemboca en la subordinación de la Iglesia al Estado y en la absorción de la Iglesia por parte del Estado en la “laicocracia totalitaria”. Guillermo de Occam Fue aún más radical que Marsilio. No era sólo un jurista y un polemista, sino, además, un filósofo y un teólogo franciscano de Oxford. A diferencia de Marsilio, no toleró ningún totalitarismo monista, ni eclesiástico, ni menos aún, laico, porque sentía horror por toda autoridad. Además, aunque para Marsilio el concilio era superior al Papa, para Occam, en cambio, ni siquiera el concilio era fuente de un magisterio infalible. Las únicas normas que contaban para él eran la Sagrada Escritura y la razón. El poder del emperador derivaba del pueblo, al decir de Occam, no del Papa, ni tampoco de Dios.

3ª PARTE El modernismo político o catoliberalismo quiere que la Iglesia y el Estado estén separados y sean independientes. La doctrina católica constante y tradicional, en cambio, ha afirmado siempre que, por disposición divina, los dos poderes deben ser distintos aunque no han de estar separados, y que si bien son autónomos en la esfera de su específica competencia, no son independientes entre sí, sino que se da una subordinación entre ellos en razón del fin: temporal el del Estado, eterno el de la Iglesia, lo que hace a la Iglesia superior al Estado “tanto cuanto el cielo sobrepuja a la tierra” (San Juan Crisóstomo). Esta doctrina de Nuestro Señor Jesucristo y de sus Apóstoles la hemos seguido, en las dos primeras partes de este estudio, hasta el Medievo, cuando, gracias a la constitución de naciones cristianas y a su colaboración subordinada, la Iglesia pudo poner por obra sus enseñanzas e hizo que los principios cristianos penetraran en todas las instituciones políticas y sociales. Floreció así la Cristiandad, o sea, la realización concreta de la forma cristiana de la sociedad civil, cuyo código, «violado demasiado a menudo en la práctica [...] permaneció, sin embargo, como un reclamo y como una norma según la cual juzgar los actos de las naciones» (Pío XI, Urbi Arcano).

V - LOS TEÓLOGOS CATÓLICOS DEL SIGLO XVI

Después de los ataques protestantes de Lutero y Calvino (siglo XVI), asistimos a una vigorosa recuperación del pensamiento católico protagonizada por los grandes teólogos dominicos y jesuitas de la segunda escolástica italiana y, sobre todo, española, quienes, sin embargo, como debían tener en cuenta la mudanza de los tiempos, procuraron presentar la doctrina católica de manera más suave: “indirecta”, según su propia terminología. Los dominicos a) Tomás de Vío o “El Cayetano”, O.P. (+1534) Según este cardenal, denominado “el Cayetano” por ser natural de Gaeta, el poder del Papa concierne directamente a las cosas espirituales, pero no es un poder directo en orden a las cosas temporales, sino que alcanza a lo temporal sólo en vista de lo espiritual, o sea, indirectamente. De ahí que el Papa posea un poder supremo en lo temporal, pero lo posee en orden a las cosas espirituales (in ordine ad spiritualibus), no directamente en lo concerniente a lo temporal en sí, seu secundum seipsa temporalia (75). b) Francisco de Vitoria, O.P. (+1546) Se remite al Cayetano y a Torquemada, niega el argumento de las dos espadas, establece la teoría del poder pontificio indirecto en las cosas temporales y escribe: Papa non est dominus civilis totius orbis [...] habet potestatem temporalem in ordine ad spiritualia (“El Papa no es el señor civil de todo el mundo (...) tiene poder temporal en orden a las cosas espirituales”) (76). c) Domingo de Soto, O.P. (+1560) Afirma la distinción de los dos poderes y el primado del poder espiritual, pero el Papa no es «el señor de toda la tierra en el orden temporal» (dominus totius terrae in temporalibus); mejor dicho: ni siquiera es tan superior como para poder instituir reyes; con todo, puede destituir a los reyes cristianos ratione peccati en virtud de su poder espiritual, que se sirve del temporal como de un instrumento. Se aleja tanto de Vitoria cuanto de Torquemada (77). La escuela dominicana, y también Juan de Santo Tomás, O.P. (+1664), sigue las fórmulas más suaves de Vitoria y Torquemada. Los jesuitas a) San Roberto Belarmino, S.I. (+1621) Este santo doctor de la Iglesia se halla ante una Europa arruinada por el protestantismo. Distingue los dos poderes y le confiere el primado al espiritual; considera que directamente, por derecho divino, el Papa no goza de ningún poder temporal, sino que lo ostenta indirectamente porque tiene el poder soberano de disponer, en aras de los fines espirituales, de los bienes de todos los cristianos. El poder espiritual no debe inmiscuirse en las cosas temporales excepto ratione peccati, y en tal caso puede llegar hasta la excomunión. Tocante a las dos espadas, afirma que la interpretación de San Bernardo y de Bonifacio VIII es mística, no literal; para Belarmino es teológicamente cierta la teoría del poder indirecto del Papa in temporalibus. b) Francisco Suárez, S.I. (+1617) Su teoría es muy parecida, si no idéntica, a la de Belarmino. Escribió en 1613 la Defensio fidei catholicae et apostolicae adversus anglicanae sectae errores (“Defensa de la fe católica y apostólica contra los errores de la secta anglicana”), para refutar a Jacobo Iº de Inglaterra. La Iglesia universal es superior, para Suárez, a los Estados particulares: «La dependencia de un poder respecto de otro puede ser directa o indirecta. Es indirecta cuando deriva sólo del hecho de que la autoridad de la que depende un poder determinado tiene un fin más noble que éste y es en sí misma superior y digna de mayor veneración. He aquí por qué la soberanía de la Iglesia sobre los príncipes temporales es de tal naturaleza como para justificar la intervención de su jefe, el Papa, en la esfera temporal sólo de manera indirecta y nada más que cuando esté en juego el orden espiritual. Tal potestas indirecta le permite impedir al poder civil que ponga en peligro, con sus leyes, la salvación de las almas y obstaculice el funcionamiento de las instituciones eclesiásticas. Es una potestas... incluso coactiva, es

decir... que puede constreñir con sus sanciones a los príncipes cristianos y llegar, si fuera necesario, hasta la deposición de los mismos» (78). En pocas palabras, Suárez reivindica para el Romano Pontífice una auténtica jurisdicción sobre el Estado, pero ha de usarla sólo indirectamente, o sea, en casos excepcionales, ratione peccati, cuando el Estado haga peligrar la salus animarum (la salvación de las almas); por tanto, lo que tiene el Papa no es un poder directo in temporalibus, un poder que no quiere usar habitualmente, sino un poder de intervenir indirectamente sólo por motivos espirituales. La tesis de Belarmino estuvo a punto de ser condenada por Sixto V, pero murió antes de hacerlo. Su sucesor, Clemente VIII, considerando que la cuestión seguía abierta, prefirió dejar la libertad de seguir sea la tesis del poder directo pero no ejercido, sea la del poder sólo indirecto (ratione peccati) in temporalibus. Poco a poco se fue imponiendo la tesis de Belarmino, y de tolerada que era se volvió común en las escuelas católicas; los autores de la tercera escolástica, expertos en derecho público eclesiástico (Zigliana, Zubizarreta, Garrigou-Lagrange, Liberatore, Ottaviani, Cappello) (79), siguen comúnmente la tesis de Belarmino-Suárez; algunos se decantan por la tesis de la segunda escolástica (p. ej., Maritain, antes del viraje liberal-democrático de su obra Humanismo integral de 1936) (80). Una figura contracorriente: Celso Mancini Nació en Rávena, no se sabe en qué año, y murió en Alessano en 1612. Mancini enseñó durante 17 años, a partir de 1555, en los institutos de la Congregación de los Canónigos Lateranenses. En 1596 se dio a la estampa su De iuribus principatum, en el que, „revisitando‟ la teología y el magisterio eclesiásticos, defendía la teoría del poder directo del Papa in temporalibus; Clemente VIII lo nombró, en 1597, obispo de Alessano, en Puglia (una región de la Italia meridional), donde murió en 1612 (81). «La posición de Mancini es favorable, sin reservas, a la teoría tradicional de la doble potestad papal [...] Para Celso Mancini, si los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento gozaron del poder regio [...] tanto más gozará de él el vicario de Cristo [...] por lo que carece de base la distinción entre potestad directa e indirecta que había sido postulada por muchos teólogos [de la segunda escolástica, inclusive Belarmino y Suárez; n. del a.]» (82). En realidad, Celso Mancini tuvo el valor de volver a enseñar una doctrina incómoda en una época difícil. Y aunque Clemente VIII dejó en libertad de seguir la tesis del poder sólo indirecto en las cosas temporales ratione peccati, y no condenó la tesis belarminiana, sin embargo, elogió a Celso Mancini, que había vuelto a hablar del poder directo del Papa in temporalibus, y lo promovió al episcopado. Hoy a los autores católicos, especialmente si son eclesiásticos, les da algo de vergüenza reconocer que la Iglesia enseñó que tenía un poder directo incluso in temporalibus. Léase, p. ej., lo que dice el padre Cappello: «El sistema del poder directo o hierocracia que fue propuesto primeramente por Juan de Salisbury (+ 1180)... y por Agostino Trionfo (+ 1328)... es falso» (83). La misma negación se halla en los manuales del cardenal Alfredo Ottaviani, que escribe: «la Iglesia no ha reivindicado nunca el poder directo en las cosas temporales [...] Algunos doctos afirmaron en el Medioevo, con argumentos muy débiles, la doctrina del poder directo de la Iglesia en las cosas temporales: Egidio Romano, Giacomo da Viterbo, Agostino Trionfo y Juan de Salisbury [...]; pero a la Iglesia no le pertenece el poder directo in temporalibus» (84). Como hemos visto, las cosas no son así. Si bien es lícito no compartir la tesis del poder directo in temporalibus al haber dejado la Iglesia a los teólogos en libertad sobre ese asunto, no es exacto, sin embargo, afirmar que la tesis hierocrática no pertenece a la Iglesia, sino tan sólo a algunos eruditos medievales. Se sigue de ahí que para hallar la verdad sobre ese asunto es menester recurrir a los textos de filosofía política escritos por seglares y acudir a las fuentes. Es lo que hizo Oscar Nuccio en su Storia del pensiero economico italiano (Sásari, ed. Gallizzi, 1984-1992, 7 tomos), y es lo que hizo asimismo Celso Mancini en plena Reforma, pues refutó las teorías “mitigadas” de Suárez y Belarmino basándose en los textos de los Papas. Una “atenuación” inútil

«Algunos escritores católicos como Belarmino -escribe Sidney Ehler- suministraron... una interpretación de la plenitudo potestatis papal parcialmente modificada respecto de las opiniones medievales. La teoría de Belarmino se conoce como la teoría del poder indirecto del Papa, o de la potestas indirecta. Para Bonifacio VIII, en cambio: 1) todo poder, tanto espiritual como temporal, pertenece en principio a la Iglesia; 2) ésta se reserva el ejercicio del primero y deja el segundo a los soberanos; 3) el Papa goza de un derecho general de control, de jurisdicción y de penalización sobre el poder secular que comporta la facultad de deponer a los soberanos. El cardenal Belarmino distinguía, en el ámbito de este sistema, entre el poder directo del Papa sobre la Iglesia [...] y un poder indirecto sobre los reyes en la esfera temporal [...]. Si se coteja esta teoría con la doctrina medieval, se echa de ver que constituye, sin duda, una notable atenuación de la intransigencia de la Unam Sanctam. [...]. Pero hasta esta versión templada de la jurisdicción romana le parecía absolutamente inaceptable a Jacobo Iº de Inglaterra, que había sido el teórico de la monarquía de derecho divino [...] que fue realizada sólo por Luis XIV en Francia [...]. Luis XIV se sirvió de la Iglesia como de un instrumento importante, útil para asegurar la estabilidad del régimen» (85). En realidad, Suárez quiso templar la doctrina católica frente a las pretensiones regalistas de su soberano Felipe II, y San Roberto Belarmino, gran adversario del protestantismo, siguió la senda trazada por Suárez, pienso que a causa del espíritu de la orden religiosa a la que pertenecían ambos (la Compañía de Jesús), y también para no perder el apoyo de los soberanos católicos que aún no habían sido engullidos por el luteranismo. Pero fue en vano, pues ya los monarcas absolutos, aunque fueran católicos, habían tomado un camino que no toleraba ni siquiera la teoría del poder indirecto de la Iglesia en las cosas temporales y no querían someterse, ni aun indirectamente, a Cristo y a su vicario en la tierra. El presbítero francés Maurel nos ofrece en pocas páginas un cuadro de la evolución histórica de las relaciones Iglesia-Estado: «1°) En los primeros tres siglos (o sea, en la época del nacimiento de la Iglesia), los dos poderes eran independientes, puesto que el imperio romano perseguía a la Iglesia. 2º) De San Agapito a San Gregorio VII (siglos IV-XI: la adolescencia de la Iglesia), el poder indirecto de la Iglesia procura penetrar cada vez más en la sociedad civil. 3º) De San Gregorio VII a San Pío V (siglo XI - comienzos del siglo XVI: la edad madura y el apogeo de la Iglesia), brota el poder directo in temporalibus y da lugar a la cristiandad medieval. 4º) Con la llegada de la herejía protestante a gran parte de Europa (segunda mitad del siglo XVI) se verifica la decadencia de la Iglesia [en realidad, sus pródromos se remontan ya a Marsilio Ficino, Occam y al humanismo (finales del siglo XIV - siglo XV; n. del a.], y se vuelve al poder indirecto (Belarmino y Suárez). 5º) Con la Revolución Francesa (siglo XVIII) comienza la persecución asesina (si fieri potest) , y el poder de la Iglesia sobre el Estado casi se anula, como en los tres primeros siglos» (86). La Iglesia no ha renunciado a su doctrina tradicional sobre las relaciones Iglesia-Estado ante esta vuelta al paganismo. Puesto que la descristianización de Europa y la indiferencia de los Estados hacen imposible la existencia de sociedades cristianas normalmente constituidas, la Iglesia ejerce su poder in temporalibus en la única forma que le sigue siendo posible, es decir, apelando directamente a los fieles para recordarles sus deberes en la vida política y social; pero su doctrina no cambia, como no cambia, pese a las desviaciones humanas, el plan divino sobre la ordenación de la sociedad. La inutilidad de la atenuación que practicaron los dominicos y los jesuitas después de la pseudorreforma protestante se evidencia aún más al considerar que la tesis del poder indirecto concede al poder espiritual casi las mismas prerrogativas que la tesis de la plenitudo potestatis, esto es, la del poder directo in temporalibus poseído por Cristo y por el Papa, aunque no ejercido por ellos, sino delegado en los príncipes seglares. El Padre Felice Maria Cappello, S. I., que sigue la tesis de Belarmino, demuestra que el poder indirecto se extiende a todas las cosas que tienen relación con la salus animarum; si en los asuntos temporales se halla algo que guarda relación con lo espiritual, y así ocurre casi siempre o muy a menudo, entonces siempre y necesariamente entra en juego la jurisdicción de la Iglesia. Además, el poder indirecto es una auténtica jurisdicción, por lo que goza de la triple potestad legislativa, judicial y ejecutiva. El Papa puede, en uso de dicho poder indirecto, corregir, abrogar y cambiar las leyes civiles; puede desligar a los súbditos del deber de obedecer al príncipe inicuo; puede deponer a los malos príncipes: «El Papa puede abrogar, corregir y

cambiar las leyes civiles en el ejercicio de su poder indirecto en las cosas temporales; puede hacer leyes civiles él mismo si el príncipe no las hace buenas y se niega a hacerlas aun después de haber sido reprendido por la Iglesia; si el Estado no dicta sentencias civiles rectas, la Iglesia puede apremiarlo para que las dicte, y si aquél hace caso omiso de los requerimientos de ésta, puede ella reformar sus sentencias, anular sus juicios y pronunciar otros fallos que reemplacen a los anulados; el Papa puede desligar a los súbditos del deber de obedecer al príncipe; puede deponer a los príncipes a causa de sus escándalos o porque perjudican a la salvación de las almas» (87). El cardenal Ottaviani especifica a su vez que «la legislación civil debe formarse de manera que no contradiga a la canónica; en caso de conflicto entre la ley civil y la eclesiástica, es esta última la que prevalece; el Estado está obligado a ayudar a la Iglesia, por lo que debe poner a disposición de ésta los medios temporales de que dispone, sin excluir el auxilio de la fuerza armada o del brazo secular; por último, la protección del Estado no comporta jurisdicción alguna sobre la Iglesia» (88). Y concluye así. «La Iglesia es superior al Estado debido a la superioridad de su fin. En efecto, los fines de las sociedades especifican su grado y valor, de suerte que la sociedad que persigue el fin supremo y último es la más noble y no está ordenada a ningún otro fin; ésta es la Iglesia, cuyo fin, nobilísimo y supremo, es la felicidad eterna. Por eso la Iglesia es tan superior al Estado cuanto el cielo a la tierra» (89).

CONCLUSIÓN

Por desgracia, y como puede fácilmente comprobarse, la enseñanza del concilio Vaticano II y del postconcilio es la negación de la doctrina católica, aún en su modalidad más mitigada, que la Iglesia profesó siempre. El modernismo social, no menos que el dogmático, ha penetrado casi en todas partes y ha invadido “incluso el santuario”. ¿Qué hay que hacer, entonces?. Permanecer fieles a lo que la Iglesia ha dicho y hecho siempre (San Vicente de Lérins, Commonitorium, III) y repudiar toda forma de “demo(nio)cristiandad” para tender al ideal de la “cristiandad integral”. Alberico

Notas: (1) ¿Existe una “laicidad buena”? Sí, responde Pío XII. En efecto, laico: laòs, pueblo, no clérigo. Laicado o laicidad es la condición de quien es laico, no clérigo (Nuovo Zingarelli). El laicismo reprobable, en cambio, estriba en la plena independencia del Estado respecto de la religión. (2) Cf. P. L. Baim Bollone, Gli ultimi giorni di Gesú, Milán: ed. Mondadori, 1999. (3) U. Benigni, Storia sociale della Chiesa, Milán, ed. Vallardi , 1906, vol. I, pp. 6-7. (4) Ibidem, pp. 9-10. (5) Ibidem, p. 10. (6) Ibidem, p. 12. (7) Ibidem, pp. 36-37. (8) Rom 13, 1-7 (9) Act 5, 29. (10) I Cor 6, 6. (11) Act 10, 1. (12) Act 7, 27. (13) I Cor 7, 1-3. (14) Ef 5, 22-23; Col 3, 18-19. (15) Col 3, 20. (16) Ef 6, 5-9. (17) I Cor 12, 14-22. (18) Col 4, 6. (19) U. Benigni, op. cit., pp. 58-61. (20) Cf. D.T.C. (Dictionnaire de Théologie Catholique), vol. 23, col. 2707-2708. (21) J. J. Chevalier, Storia del pensiero politico. Antichitá e Medioevo, Bolonia: ed. Il Mulino, 1981, vol. I, pp. 249 y 251. (22) De civitate Dei, V, IX, t. XLI, col. 151 sg. (23) J. J. Chevalier, op. cit., vol. I, pp. 257-258. (24) Regesta, nº 1819. (25) AA.VV., I Papi e gli antipapi, Milán: ed. TEA, 1993, p. 49. (26) Ibidem, p. 49. (27) Ibidem, p. 51. (28) Ibidem, p. 53. (29) D.T.C. cit., vol. 23, col. 2714. (30) J. Chevalier, Storia del pensiero politico, vol. I, Antichitá e Medioevo, op. cit., p. 266. (31) Ibidem, p. 267. (32) P. L. (Patrología latina de Migne), t. CXLVIII, col. 818. (33) D.T.C., vol. 23, col. 2.715. (34) P. L. cit., ibidem, col. 790. (35) J. J. Chevalier, op. cit., p. 270. (36) Robert W. y Alexander J. Carlyle, Il pensiero politico medievale, 1ª parte del vol. II, Bari, ed. Laterza, 1959, pp. 111 y 113. (37) J. J. Chevalier, op. cit., p. 272. (38) loc. cit. (39) Robert W. y Alexander J. Carlyle, op. cit., 2ª parte del vol. II, pp. 540-541 y 543. (40) Ibidem, p. 543. (41) M. Greschat- E. Guerriero (curantes), I1 grande libro dei Papi, Milán, ed. San Pablo, 2000, 3ª edición, vol. I, p. 258. (42) J. J. Chevalier, op. cit., p. 275. (43) Ibidem, p. 276. (44) loc. cit. (45) Lettera al re d'Ungheria (“Carta al rey de Hungría”), P.L., t. CCXIV, col. 871. (46) P.L., t. CCVI, col. 1162. (47) Sidney Z. Ehler- John B. Morrall, Chiesa e Stato attraverso i secoli, Milán, ed. Vita e Pensiero, 1958, pp. 96-98. (48) AA.VV., I Papi e gli antipapi, Milán, ed. TEA, 1993, pp. 73-74. Se trata de una obra que recoge los perfiles biográficos de todos los pontífices y antipapas. Sus voces se han tomado del Grande Dizionario Enciclopedico, Turín, ed. UTET, 4ª edición, 1984-1991. (49) Cf. O. Nuccio, I1 pensiero economico italiano, Sásari, ed. Gallizzi, 1984-1992, vol. I, tomo I, pp. 821-834; vol. I, tomo II, pp. 1143-1178, 1187-1206, 1951-1962, 1963-1990, 1409-1540, 1463-1468, 1439-1468, 1697-1711. Cf. también R. Spiazzi, O.P., Enciclopedia del pensiero sociale cristiano, Bolonia: ed. ESD, 1992, pp. 190-192. (50) Potthast Regesta, nº 862. Juan XXII escribía en el 1317: Cui (Pontifici) in persona B. Petri, terreni simul et coelestis imperii jura, Deus ipse commisit (“Al cual (al pontífice supremo) entregó el propio Dios, en la persona del bienaventurado Pedro, tanto la autoridad del mando supremo terrenal cuanto la del celestial”). (Extravagantes Jo. XXII, tit. 5). (51) D.T.C., vol. 23, col. 2727. (52) J. B. Lo Grasso, S. J., Ecclesia et Status. Fontes selecti. Historiae Iuris Publici Ecclesiastici, Roma, ed. Gregoriana, 1952, p. 194. (53) A. Paravicini Bagliani, Enciclopedia dei Papi, Roma: ed. Instituto della Enciclopedia Italiana, 2000, p. 390. (54) A. Fliche-V. Martin, Storia della Chiesa op. cit., vol. X, pp. 310-311 y 319-320.

(55) AA. VV., I Papi e gli antipapi, Milán, ed. TEA, 1993, p. 82. (56) Robert W. y Alexander J. Carlyle, op. cit., vol. III, 1967, pp. 338-345. (57) In IVum Sent., dist. XXXVII. (58) Ibid., ad IVum. (59) Quaestiones quodlib., XII, a. 19: in isto tempore reges sunt vassalli Ecclesiae (“En este tiempo los reyes son vasallos de la Iglesia”) . (60) Robert W. y Alexander J. Carlyle, op. cit., vol. III, 1967, p. 373. (61) Suma Teológica, II-II, q. 40, a. 6, ad tertium. (62) E. Gilson, Le Thomisme. Introduction á la philosophie de Saint Thomas d'Aquin, , París, 1965, 6ª edición, p. 405. (63) J. J. Chevalier, Storia del pensiero politico, vol. I, Antichitá e Medioevo, op. cit., p. 297. (64) D.T.C., vol. 23, columnas 2736-2737. (65) A. Fliché-V. Martin, Storia della Chiesa, op. cit., vol. XI, pp. 151 y 169. (66) Sidney Z. Eheler – John B. Morrall, op. cit., p. 123. (67) AA.VV., I Papi e gli antipapi, Milán: ed. Tea, 1993, p. 89. (68) Robert W. y Alexander J. Carlyle, op. cit., vol. III, 1967, pp. 396-464, passim. Cf. también G. Boffitto- G.U.Oxilia, Un trattato inedito di Egidio Colonna: De ecclesiastica potestate, Florencia, Libreria Internazionale, 1908. (69) Cf. Egidio Romano, De ecclesiastica potestate, 1, 5, edición de Florencia, 1908, pp. 18-20. Cf. M. Delle Piane, La disputa tra Filippo il Bello e Bonifacio VIII (“La disputa entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII”, en Storia delle idee politiche, economiche e sociali, dirigida por L. Firpo, Turín: ed. Utet, 1983, vol. 2, tomo II, cap. Il Medioevo, pp. 500-541. (70) Ibidem, II, 5, p. 46. (71) D.T.C., vol. 23, col. 2.734. (72) J. J. Chevalier, op. cit., vol. I, p. 318. (73) Del cual poseemos desde hace poco una edición en lengua italiana: Giacomo da Viterbo, Il governo della Chiesa, curantes A. Rizzacasa y G. Marcoaldi, Florencia: ed. Nardini. (74) Poseemos de él ahora una edición latino-italiana de su obra Defensor pacis, Milán: ed. Bur, 2001, 2 volúmenes. Cf. asimismo C. Giacon: Occam, Brescia: La Scuola, 1945. (75) Caietanus, Apologia tractatus de comparata auctoritate Papae et concilii (“Apología. Tratado sobre la autoridad comparada del Papa y del concilio”), tratado II, part. 2ª, cap. XIII, Lyon, 1541. (76) F. de Vitoria, O.P., De Indis recenter iuventis (“Sobre los indios encontrados recientemente”), Salamanca, 1565, sección 1, 7, p. 226. (77) Cf. Dogo de Soto, O.P., In IVum Sent., dist. XXV, q. II, Venecia, 1584, pp. 66-74. (78) J. J. Chevalier, op. cit., vol. II, pp. 140-141. (79) Cf. Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., De Revelatione, vol. II, Roma-París: ed. Ferrari-Gabalda, 1918, pp. 415-454. F. M. Cappello, S.I., Summa Iuris Publici Ecclesiastici (“Suma de derecho público eclesiástico”), op. cit., pp. 164-291. Alfredo Ottaviani, Institutiones Iuris Publici Ecclesiastici (“Instituciones de derecho público eclesiástico”), vol. II. ed. Ciudad del Vaticano, ed. Typis Polyglottis Vaticanis, 4ª edición, 1940, pp. 77-235. A. Ottaviani, Compendium Iuris Publici Ecclesiastici, 4ª edición, Typis Polyglottis Vaticanis, 1954, pp. 259-405. M. Liberatore, S.J., La Chiesa e lo Stato, Nápoles: ed. Giannini, 1872. M. Liberatore, S.J., Il Diritto Pubblico Ecclesiastico, Prato: ed. Giachetti, 1887. F. M. Cappello, S.J., Chiesa e Stato, Roma: ed. Ferrari, 1910. V. Zubizarreta, Theologia dogmatico-scholastica ad mentem Sancti Thomae Aquinatis (“Teología dogmático-escolástica según Sto. Tomás de Aquino”), Vitoria, 1948, vol. III, n° 873-874. M. Zigliara, O.P., Summa Philosophica, vol. III: Ethica, Roma: ed. Propaganda Fide, 1856, pp. 247-267. J. Maritain, Primauté du Spirituel, París: ed. Plon, 1927, pp. 11-205. A. Ottaviani, Doveri dello Stato cattolico verso la Religione, 2-III-1953, ed. Libreria del Pontificio Ateneo Lateranense. A. de Castro Mayer, Carta Pastorale sulla Regalitá di N. S. G. C. (“Carta pastoral sobre la realeza de Ntro. Sr. Jesucristo”), 8XII-1976, en Catolicismo nº 314, febrero de 1977, Sao Paulo: ed. Vera Cruz, 1977. R. F. Rorbacher, Storia universale della Chiesa cattolica, Turín: ed. Marietti, 4ª edición, 1872-1873. Cf. vol. VII, pp. 579-737 (Gregorio VII); vol. IX, pp. 111-333 (Inocencio III); vol. IX, pp. 759-831 y vol. X. pp. 121-210 (Inocencio IV); vol. X, pp. 486-574 (Bonifacio VIII). A. Fliché - V. Martin, Storia della Chiesa, Turín: ed. Sale, 3ª edición, 1972-1976. Cf. vol. VIII, pp. 77-227 (Gregorio VII); vol. X, pp. 17-275 (Inocencio III); vol. X, pp. 557-568 (Inocencio IV); vol. XI, pp. 130-173 (Bonifacio VIII). AA.VV., Enciclopedia dei Papi, dos volúmenes, Roma: ed. Istituto dell‟ Enciclopedia Italiana, 2000. Cf. pp. 204-209 (Gregorio VII); pp. 330-348 (Inocencio III); pp. 390-393 (Inocencio IV); pp. 478-491 (Bonifacio VIII). H. Jedin, Storia della Chiesa, Milán: ed. Jaca Book, 1980. Cf. vol. IV, pp. 479-500 (Gregorio VII); vol V/1, pp. 194-215 (Inocencio III); pp. 390-404 (Bonifacio VIII). (80) J. Maritain, Primauté du Spirituel, París: ed. Plon, 1927. Cf. F. Riffini, Relazioni tra Stato e Chiesa, Bolonia: ed. Il Mulino, 1974, pp. 125-137.; J. B. Lo Grasso, S.J., Ecclesia et Status. Fontes selecti. Historiae Juris Publici Ecclesiastici (“Iglesia y Estado. Selección de fuentes para la historia del derecho público cristiano”), 2ª edición, Roma: Gregoriana, 1952. El Umanesimo integrale (“Humanismo integral”) de Maritain influyó grandemente en Charles Journet, quien, en L'Eglise du Verbe incarné, vol. I, La hiérarchie apostolique, reimpresión de la 3ª edición de 1962, Saint-Agustin, Chirat, St. Just-La-Pendue, 1998, afronta el problema de las relaciones entre el Estado y la Iglesia desde la página 398 a la 618, de una manera prolija y soporífera, con una terminología que no es estrictamente escolástica, que se esconde tras muchas citas de Santo Tomás y que denota un pensamiento que no es el católico tradicional, sino el catoliberal.

De hecho no acepta siquiera, aunque no lo diga con mucha claridad, la doctrina de Belarmino sobre el poder indirecto, sino que se inspira en la „Nueva Cristiandad‟ de Maritain. (81) Enciclopedia Italiana, vol. XXII, col. 85, Roma, 1949. (82) O. Nuccio, Celso Mancini interprete del riformismo cattolico: aspetti del pensiero politico sociale, en La seconda chiesa matrice di Tricase en el Sei-Settecento, Convención de estudios celebrada en Tricase el 19 de junio de 1999, Mario Congedo editor, pp. 49-74, passim. (83) F. M. Cappello, Summa iuris publici ecclesiastici, op. cit., pp. 166-167 y 170-174. (84) A. Ottaviani, Compendium iuris publici ecclesiastici, op. cit., pp. 335-342. (85) Sidney Z. Ehler, Breve storia dei rapporti tra Chiesa e Stato, Milán: ed. Vita e Pensiero, 1961, pp. 81-84. (86) J. Maurel, Somme contre le Catholicisme libéral, París-Bruselas, 1876, tomo II, p. 588 (Du pouvoir direct des Papes) . (87) Cf. F. M. Cappello, S.J., Summa Iuris Publici Ecclesiastici, op. cit., pp. 190-201, passim (De extensione potestatis indirectae). (88) A. Ottaviani, Compendium iuris publici ecclesiastici. (89) Ibidem, pp. 103-104.

ARTE RELIGIOSO Y VATICANO II La instrucción del Santo Oficio del 30 de junio de 1952 suministró unas reglas concernientes a la recta concepción del arte eclesiástico o sagrado para que se excluyera de las iglesias católicas, tanto tocante a su arquitectura como en relación con sus imágenes y decoraciones, todo lo que no fuera conciliable con el espíritu de la cultura católica y de la divina liturgia. El profesor Hans Sedlmayr, alemán, fue uno de los mayores historiadores del arte del siglo XX. Nació en Hornstein en 1896 y murió en Salzburgo en 1984. Impartió clases primero en la Universidad de Viena (1934-1950) y luego en la de Munich. Criticó con severidad el arte moderno en cuanto que no correspondía a la noción objetiva de la belleza, que fue expuesta a la perfección por Aristóteles y Santo Tomás. Envió al concilio Vaticano II, en 1962, un “Memorandum sobre el arte eclesiástico católico” en el que hacía referencia a la susodicha instrucción del 30-VI-1952 para poner en guardia contra el peligro de que se introdujera también el arte moderno en los edificios sagrados. Mas en vano. La ruina arquitectónica que tenemos hoy ante nuestros ojos debe hacernos reflexionar (cf., p.ej., la nueva “iglesia” de San Giovanni Rotondo [o la nueva “basílica” de Fátima; n. del e.]), pues no es casual, sino que constituye la aplicación práctica de los principios de la “neoteología” antropocéntrica del Vaticano II al arte sagrado, el cual, en consecuencia, se ha vuelto horizontal, inmanente y secularizador. El estudio de Sedlmayr nos ayudará a entender mejor, contra los principios de la razón enloquecida y de la teología desviada de la modernidad y de la postmodernidad, que derivan del modernismo, del neomodernismo y del postmodernismo, cuáles son los principios de la recta razón y de la sana teología atinentes a la belleza y al arte sagrado. El autor escribió en 1962 al Concilio diciendo que «estas reglas [las que brindó el santo Oficio en 1952] no entrañan ni una aceptación tímida de lo que es mediocre, ni voluntad alguna de permitir que el arte sagrado se estanque sin renovare» (Sedlmayr, La rivoluzione dell‟ arte moderno. Memorandum sull‟ arte ecclesiastica cattolica, Siena: ed. Cantagalli, 2006, pág. 167). Cita también a Pío XII (Discurso a los artistas italianos, 8-IV-1952): «La función de todo arte consiste en romper el recinto angosto y angustioso de lo finito (...). Se sigue de ahí que todo esfuerzo encaminado a negar cualquier relación entre la religión y el arte redundaría en menoscabo del propio arte, puesto que ninguna belleza artística (...) puede prescindir de Dios (...). Así, pues, en el arte igual que en la vida, no se da (...) lo exclusivamente „humano‟, lo exclusivamente „natural‟ o inmanente. (...) El arte refleja lo infinito». Sedlmayr añade: «El talento artístico [...] no puede dar buenos frutos cuando no se rige hacia el sol divino. [...] La belleza artística no reside en la superficie de las cosas» (La rivoluzione dell‟ arte moderna..., cit., pág. 169). El arte que, negando la trascendencia, quiere representar la pura inmanencia, es un arte falso, como que no se conforma con la realidad creada, la cual dice orden esencial y necesario a la trascendencia increada. Todo sensismo filosófico, aunque no sea explícitamente ateo, que se niegue a ir más allá de las apariencias, de los fenómenos o de los accidentes para aprehender la realidad, el ser, las esencias, es radicalmente antimetafísico y, por ende, irreal y falso; de ahí que no pueda derivar de él otra cosa que una concepción falsa y errónea del arte en cuanto negadora del principio de causalidad: “todo efecto presupone una causa”. En los siglos XVIII y XIX, prosigue el autor, «el arte cristiano europeo se contrapuso al arte secularizado del mundo moderno, que se había apartado de la fe» (ibidem, pág. 170). Los movimientos artísticos contemporáneos no sólo son acristianos, sino desembozadamente anticristianos; de ahí que sean asimismo arreales y antirreales. Sedlmayr cita el surrealismo como ejemplo de arte anticristiano: «Se origina en una visión del mundo hostil al cristianismo» (loc. cit.). Al ser surreal, es decir, al negar la realidad creada por Dios, es irreal. Así como «la gracia presupone la naturaleza, no la destruye, sino que la perfecciona» (Santo Tomás), así y por igual manera un arte arreal o irreal es, por fuerza, asobrenatural y antisobrenatural: al presuponer que la realidad la crea el hombre, la reproducción artística de dicha realidad resultará falseada tanto en el orden natural cuanto en el sobrenatural. También el esteticismo puro (lo bello separado del ser, de lo real, de la verdad y del bien) eleva la belleza irreal al rango de ídolo, que impresiona aun cuando esté desgajado de la realidad. Es una especie de narcisismo o de idolatría de la belleza exterior, finita y contingente, a la que se coloca en el lugar de la belleza misma subsistente, que es el ser mismo subsistente o acto puro.

El tercer peligro es la deificación del “espíritu de los tiempos”, que ha usurpado el puesto que ocupaba el Espíritu Santo en la vida de los cristianos (eterno e immotus in se permanens hodie, heri et in saecula). Por eso, un arte que quiere reemplazar al Espíritu Santo por la moda actual es prometeico, titánico o luciférico en cuanto que pone el “espíritu de los tiempos”, o sea, la moda, en el sitio de Dios, creador y señor del cielo y de la tierra. Es lo que se ha verificado en el arte desacralizado y desacralizador nacido del “espíritu del concilio” que, con el viraje antropológico de la nouvelle théologie, ha puesto al hombre o a la naturaleza en el puesto de Dios. Este “contra-arte” (hijo de la “contra-iglesia”) lo define Sedlmayr como «avidez por todo lo que es nuevo», «conformarse a toda costa con los cambios del estilo de vida y de la moda» (según la nueva definición de verdad que dio Blondel: adaequatio mentis et vitae: adaptación del espíritu a la vida que fluye), pensar que lo esencial es “estar pendiente de la expresión del tiempo actual y amarrarse a ella”. Pero la verdad es que estar encadenado a la última moda significa ser su esclavo. El arte, en cuanto verdadero, nos hace libres, nos coloca fuera de los tiempos (mejor dicho: por encima de ellos) en tanto que manifestación y reproducción de lo eterno, de lo atemporal, en el espacio de tiempo que nos ha tocado vivir. Jesús nos enseñó que debemos estar “en este mundo, pero no ser de este mundo”, o sea, que no debemos tener su espíritu o mentalidad (que es la de las tres concupiscencias: placeres, riquezas y honores) aunque vivamos en él como hombres de carne y hueso que moran en un deter minado lugar y durante un tiempo determinado, pero según el espíritu o la filosofía del evangelio (que es la de los tres consejos: mortificación, desprendimiento y humildad). El “espíritu de los tiempos” o de la modernidad es el que emancipó filosóficamente al hombre de Dios, por lo que el arte religioso que quisiera adaptarse al “espíritu de los tiempos” sería un arte empobrecido, «aislado de lo trascendente, en un mundo completamente „creado‟ por él solo» (pág. 172). Esto explica la «enemistad hacia la naturaleza» del arte moderno (loc. cit). También el subjetivismo artístico es inconciliable con el arte religioso, puesto que quiere volver al sujeto, según parece, “creador” de la realidad, siguiendo el sendero abierto por Descartes en la filosofía, por Lutero en la religión y por el liberalismo en la política, que confunde la libertad verdadera, que es la libertad de hacer el bien, con el capricho de poder hacer todo lo que se le antoje a uno. De ahí que el arte subjetivista propugne la «sumisión a las „visiones privadas‟ de artistas que rechazan toda responsabilidad» (op. cit.), o sea, que rechazan la naturaleza libre y racional del hombre, que está hecho para conocer la realidad extramental y adecuarse a ella, no para refugiarse en una especie de “sueño con los ojos abiertos” semejante al mundo ilusorio del drogado que ha renunciado a su racionalidad y a la libertad responsable de sus actos. Estas corrientes pseudoartísticas, al romper con la realidad, rompen asimismo con la gracia, que «presupone la naturaleza y la perfecciona sin destruirla» (Santo Tomás de Aquino), y desembocan o en un naturalismo radical, o en un sobrenaturalismo falso y exagerado que puede definirse como “aparicionismo artístico”. Lo bello, en cambio, no es algo puramente subjetivo. Santo Tomás lo define como “lo que place a la vista”, esto es, lo que “agrada al conocimiento”. Los elementos de lo bello son esencialmente tres: a) La integridad. En efecto, las cosas mutiladas, en cuanto incompletas o privadas de integridad, son deformes y no placen a la recta razón, que se ordena a conocer la realidad en su integridad, como, p. ej., una estatua a la cual un bárbaro le ha arrancado un brazo, o cuya cabeza es fea, por lo que ha de ser restaurada; o también como un hombre sin piernas (o como una mujer “sin seso”, hablando en sentido figurado). b) La proporción o armonía: las partes de un todo deben estar armonizadas y ser armónicas entre sí; v. gr.: sería monstruosa una cabeza mayor que el busto; idem si las piernas fueran más cortas que los brazos; un cuadro de Picasso con el ojo en el lugar del pie, y con la mano más grande que el cuerpo, es objetivamente feo puesto que la figura está desproporcionada y carece de armonía. c) El esplendo o claritas: lo que tiene colores nítidos, claros y esplendentes es bello (como el sol); lo que es gris, desteñido y oscuro es feo (como la niebla, dicho sea con perdón del Valle del Po). Sólo si se combina lo oscuro con lo claro, que así resalta más gracias al contraste deseado y equilibrado, nace lo bello (p. ej., Caravaggio). Esto supuesto, se comprende por qué el arte “religioso” conciliar es objetivamente feo, en cuanto deriva de una filosofía falsa, de una teología sin “Dios como centro” y, por ende, de una “fe” falsa, ya que sine Fide non remanet Theologia (“sin fe no queda nada de la teología”). Bruto Bellini

Get in touch

Social

© Copyright 2013 - 2024 MYDOKUMENT.COM - All rights reserved.