REPENSAR EL EMPLEO, REPENSAR LA VIDA

REPENSAR EL EMPLEO, REPENSAR LA VIDA ∗ Imanol Zubero Noticias Obreras, nº 1273, 2000 El tiempo es oro Nos despertamos cuando suena el despertador y n

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REPENSAR EL EMPLEO, REPENSAR LA VIDA ∗ Imanol Zubero Noticias Obreras, nº 1273, 2000

El tiempo es oro Nos despertamos cuando suena el despertador y nos disponemos a iniciar un nuevo día de trabajo. Organizamos todo nuestro tiempo, personal y social, en torno al trabajo. Si nos preguntan “¿qué eres?” no respondemos “soy una buena persona” o “soy muy aficionado a la montaña” sino “soy profesor” o “soy albañil”. Consideramos población activa tan sólo a aquella en disposición de trabajar y población ocupada tan sólo a aquellas personas que tienen un empleo. Es muy común escuchar cosas como esta: ¿tu mujer trabaja? Confundimos trabajo con empleo. Y todo esto nos parece lo más natural; al fin y al cabo, ¿no es así como hemos vivido siempre? Pues no. En realidad, no será hasta el siglo XVIII cuando nazca la idea contemporánea de trabajo. Lo que llamamos "trabajo" es una invención de la modernidad que no puede confundirse con las tareas indispensables para el mantenimiento de la vida de cada uno, ni con las labores de cuyo resultado somos directos beneficiarios, ni con aquellas tareas que realizamos libremente con un fin que fundamentalmente tiene importancia para nosotros y que nadie podría realizar en nuestro lugar. Las características esenciales de este trabajo son las de ser una actividad desarrollada en la esfera pública, demandada, definida y reconocida como útil por otros y remunerada por aquellos que la demandan al considerarla útil. El trabajo, en su sentido moderno, nace como tiempo de trabajo. En el capitalismo el tiempo es oro. Y la lucha por el control del tiempo -o la utilización del tiempo como arma de combate- hizo su aparición: “El ahorro de tiempo –explica Munford- se convirtió en una parte importante del ahorro de mano de



obra. Los primeros patronos hasta robaron tiempo a sus obreros haciendo tocar la sirena de la fábrica un cuarto de hora más temprano por la mañana, o moviendo las manecillas del reloj más deprisa a la hora de la comida: donde la ocupación lo permitía, el obrero a menudo estaba a la recíproca cuando el patrón había vuelto la espalda”. Lo que estaba en juego era mucho más importante que dinero; lo que estaba en juego era vida. Entre la reivindicación de las ocho horas de trabajo-ocho horas de reposoocho horas de educación enarbolada por primera vez el 1º de Mayo de 1886 en Estados Unidos y el actual debate sobre las 35 horas hay un poderoso hilo conductor: la convicción de que por la puerta del control sobre el tiempo de trabajo se estaba introduciendo en las sociedades modernas el control de la totalidad de la vida de los individuos. La historia de las luchas obreras por la reducción de la jornada de trabajo ha sido y es manifestación de una más profunda “guerrilla cotidiana por la ocupación del tiempo” (Gaudemar) en la que se enfrentan el objetivo empresarial de convertir el tiempo en capital y el objetivo obrero de rescatar tiempo para la libertad. La guerra del tiempo continúa hoy abierta. El empleo como vínculo social El siglo XVIII fue el siglo de las grandes revoluciones que van a dar lugar al mundo, tal como lo conocemos en la actualidad. Es el momento en el que nacerán la democracia y el capitalismo. La Revolución francesa y su ambiciosa declaración de los derechos del ciudadano se convertirá en símbolo de un novedoso proyecto de vinculación social mediante el reconocimiento político: las sociedades modernas son concebidas como constituidas por la asociación de todos los ciudadanos que componen la nación, todos iguales,

Para ampliar estas cuestiones: Imanol Zubero, El derecho a vivir con dignidad. Del pleno empleo al empleo pleno, HOAC, Madrid 2000.

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libres y fraternos. La Revolución industrial y la generalización de las relaciones sociales capitalistas va a proponer una forma de vinculación social mucho más prosaica y, tal vez por eso, más exitosa: la asociación de individuos que persiguen su propio interés, que necesitan a otros y son necesitados por otros. De este modo se desarrolla una ética del trabajo que, con el paso del tiempo, va a teñir con sus principios la cultura moral de Occidente, sin distinción ideológica alguna, constituyendo una norma de vida basada en un principio fundamental: el trabajo es la vía normalizada para participar en esta sociedad basada en el quid pro quo. A través de nuestro trabajo nos mostramos útiles a los demás, conquistando así nuestro derecho a recibir de los demás aquello que necesitamos pero de lo que no podemos proveernos por nosotros mismos. El trabajo nos incorpora a esta inmensa red de intercambios que es la sociedad moderna. Eso sí: “Sólo el trabajo cuyo valor es reconocido por los demás (trabajo por el que hay que pagar salarios o jornales, que puede venderse y está en condiciones de ser comprado) tiene el valor moral consagrado por la ética del trabajo” (Bauman). Esto implica que el trabajo realmente importante se ve reducido a lo que llamamos empleo. El vínculo ciudadano, el vínculo de los derechos y las responsabilidades desarrollado entre todos los miembros de una comunidad moral, fue sustituido por el vínculo de las actividades productivas, por el trabajo para el mercado. El empleo se ha convertido así en el principal mecanismo de inclusión en las sociedades de mercado. La inmensa mayoría de los ciudadanos somos lo que trabajamos; más aún, somos porque trabajamos. De ahí el miedo que provoca la posibilidad de perderlo o, sencillamente, de no encontrarlo. Junto con el empleo no sólo se nos va la fuente socialmente normalizada para participar en la riqueza. Cuando el paro entra por la puerta, la ciudadanía sale por la ventana. Cuando el vínculo se rompe “La situación actual –escribe Castel- está marcada por una conmoción que recientemente ha afectado a la condición salarial: el desempleo masivo y la precarización de las situaciones de trabajo, la inadecuación de los sistemas clásicos de protección para cubrir estos estados, la multiplicación de los indivi-

duos que ocupan en la sociedad una posición de supernumerarios, “inempleables”, desempleados o empleados de manera precaria, intermitente. Para muchos, el futuro tiene el sello de lo aleatorio”. La crisis de la sociedad salarial ha convertido en realidad cotidiana aquella que Hannah Arendt considerara la peor de las situaciones que cabría imaginar: la perspectiva de una sociedad de trabajo sin trabajo. Los trabajadores sin trabajo se convierten así en ciudadanos sin ciudadanía, en “inútiles para el mundo”. La paradoja de la exclusión es que una sociedad que sólo puede entenderse a sí misma como orden e integración está generando sistemáticamente colectivos incapaces de seguir el ritmo trepidante que marca un mundo cada día más competitivo. ¿Hasta dónde puede una sociedad soportar esta tensión entre la fuerza centrípeta de la integración y la centrífuga de la exclusión? “Ahora bien –plantea Offe-, la idea según la cual sólo debería tenerse acceso a los bienes y valores de la vida si previamente se ha sido capaz de colocar con éxito la propia fuerza de trabajo en el mercado, es moralmente muy poco plausible. Pues ¿por qué razón deberían enhebrarse todas las actividades útiles que los seres humanos son capaces de hacer a través del agujero de la aguja de un contrato laboral? O ¿por qué razón se supone que es justo reservar las posibilidades de consumo, la seguridad social y el reconocimiento social a aquellos que se han hecho valer en el mercado de trabajo?”. Esta es la cuestión. No hay ninguna posibilidad de justificar moralmente, al menos desde la ética que emana de la lógica democrática de los derechos humanos, que la única puerta de acceso a la seguridad, la estima y el bienestar sea el empleo cuando esta puerta está cerrada con llave y no todo el mundo posee una llave que la abra. ¿Hay que merecer el derecho a vivir? Es la pregunta que hemos de hacernos como sociedad, sin olvidar que la ética del trabajo que constituye el eje de las sociedades modernas no fue concebida pensando en el trabajo como obligación, sino en el trabajo como oportunidad: oportunidad para la autonomía, para la construcción del propio itinerario vital, para la inserción en un entramado de derechos y obligaciones, etc. Como desvela Gorz, aunque el capitalismo ha asociado a través de una concepción re-

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duccionista de trabajo la necesidad de un ingreso suficiente y estable con la necesidad de medirse con otros y de ser útil para otros, cuando ambas cosas son claramente distintas: la necesidad imperiosa de un ingreso suficiente sirve de vehículo para hacer pasar de contrabando la necesidad imperiosa de trabajar. El contrabandista es experto en la transgresión de las fronteras sirviéndose de su capacidad para introducir en un territorio productos prohibidos o, cuando menos, introduciendo productos sin el correspondiente control de los mismos. La calificación de contrabandista que Gorz aplica al capitalismo es totalmente adecuada. Mediante la asociación entre ingreso y empleo, el capitalismo ha transgredido una delicada frontera: la frontera de los derechos humanos, la frontera de la ciudadanía, y ha introducido en la esfera de los derechos el requisito de la utilidad. Se introduce así una ruptura en nuestra retórica sobre la ciudadanía moderna y los derechos humanos. Una profunda ruptura en el contrato social moderno. Vivianne Forrester ha expuesto con enérgica indignación las consecuencias de esta ruptura: ¿Es necesario merecer el derecho a vivir? Para “merecer” el derecho a vivir, debemos demostrar que somos “útiles” para la sociedad, es decir, para aquello que la rige y la domina: la economía. Para ella, “útil” significa “rentable”, y es rentable sólo quien es “empleable”, de manera que el derecho a vivir pasa por el deber de trabajar, de estar empleado. “¿Pero qué sucede con el derecho de vivir cuando éste ya no funciona, cuando se prohibe cumplir con el deber que da acceso al derecho, cuando se vuelve imposible cumplir con la obligación?”, concluye Forrester. El sistema actual no puede asegurar un empleo decente a todas las personas que concurren al mercado de trabajo. Como mucho, se nos promete todo tipo de ayudas para situarnos mejor en la competencia por el empleo, lo que es ya una manera de reconocer la imposibilidad estructural de que todas las personas accedan a un empleo con derechos. Pero al asociar ingresos y empleo está reduciendo en la práctica el derecho humano fundamental a llevar una vida digna, sin humillaciones, sólo a aquellas personas que pueden contar con un empleo que les reporte ingresos suficientes y estables.

Disociar ingresos y empleo En el Informe al Club de Roma titulado Factor 4 podemos leer: “No se pueden esperar rápidos progresos [en el desarrollo de estilos de vida alternativos] en un mundo en que tanto la base material de la vida como también el prestigio social están ligados de manera inseparable al puesto de trabajo y en que prácticamente todo se puede comprar con dinero. Debemos intentar separar en cierta medida la base material de la actividad profesional. Hay que redescubrir el valor propio –enterrado por la economía- del trabajo realizado en un contexto vecinal, doméstico o social”. Los autores del informe apelan a la necesidad de reconocer el valor de actividades no mercantiles. Si lo pensamos bien, estas son las que realmente importan. No podemos vivir sin afecto, sin humor, sin poesía, sin solidaridad. Es preciso, por tanto, reconocer a las personas que son capaces de tales producciones no mercantiles, no por el valor mercantil de sus producciones, sino porque son producciones socialmente valiosas que sólo esas personas pueden hacer. Y valorarlas porque pueden hacerlas, para que puedan hacerlas, no porque las hagan. Así pues, aunque estamos hablando de un reconocimiento que se concreta también económicamente, no estamos hablando de un “salario” por hijo parido, o por poema escrito, o por canción cantada, o por árbol plantado, o por anciano acompañado... No es posible hacer depender los derechos asociados a la ciudadanía del funcionamiento libre del mercado. Hay que recuperar el contenido político de la ciudadanía. Pero hay que recuperarlo en la práctica. Y en la práctica, el ejercicio de la ciudadanía pasa por el acceso a los recursos necesarios para poder vivir con la mayor libertad posible. De ahí la reivindicación de disociar del empleo aquella renta básica considerada como mínimo vital para llevar una existencia digna mediante la instauración de un salario universal garantizado (SUG). Sus características serían las siguientes: se trata de un ingreso pagado por el gobierno a cada miembro pleno de la sociedad, a) incluso si no quiere trabajar, b) sin tener en cuenta si es rico o pobre, c) sin importar con quién vive, y d) con independencia de la parte del país en la que viva. Este salario social no se asienta sobre el valor del trabajo ni puede ser concebido como una remuneración del esfuerzo individual, sino que tiene como función esencial distribuir entre todos los miembros de la sociedad una

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riqueza que es el resultado de las fuerzas productivas de la sociedad en su conjunto y no de una simple suma de trabajos individuales. Se trata de un ingreso no condicional, lo que lo diferenciaría de los ingresos mínimos de inserción. Al contrario que estos, no es el salario de la marginalidad, sino el salario de la ciudadanía. No es concebido como una provisión (es decir, como una simple cantidad de dinero que el Estado otorga magnánimamente, siempre revisable según la coyuntura) sino como una titularidad, es decir, como un derecho exactamente igual al conjunto de derechos sociales asociados al desarrollo del Estado Social: derecho a la salud, derecho a la educación, etc. Esta es la única forma de que cualquier propuesta de generar empleo con derechos tenga éxito: ya sea el reparto del empleo como el fomento del empleo a tiempo parcial, la flexibilidad, la polivalencia, la movilidad geográfica, el autoempleo o la formación continua, lo mismo que el trabajo fuera del mercado. Sin un ingreso suficiente y estable garantizado como derecho de ciudadanía, al margen de nuestra relación con el mercado en cada momento, todas esas propuestas tendrán como consecuencia para muchas personas la precariedad vital. Lo considero, por tanto, el eje de cualquier estrategia de lucha contra el paro y la degradación del trabajo o, más en general, de cualquier propuesta destinada a extender y fortalecer los derechos de ciudadanía. Muchas críticas al SUG se fundamentan en una visión sumamente negativa de la naturaleza humana: las personas somos menores de edad que no sabemos qué hacer con el tiempo libre, gorrones que sólo esperamos una oportunidad para aprovecharnos del esfuerzo de los demás, vagos que de no tener una obligación nos pasaríamos todo el día mano sobre mano. ¿Que puede haber personas que no desarrollen actividad ninguna o que no sepan qué hacer con el tiempo libre? Eso ya ocurre ahora, incluso entre personas pagadas para trabajar. Gorrones, vagos y aburridos los hay entre los parados que reciben prestaciones por desempleo y entre los beneficiarios de ingresos mínimos de inserción, pero también entre los trabajadores de la construcción a tiempo completo, los profesores de Universidad o los Diputados del Congreso. Por otro lado, al contrario de lo que se suele afirmar, la percepción del SUG podría permitir que muchas personas desarrollarán actividades socialmente valiosas,

tanto en el ámbito voluntario como en el doméstico: son muchas, cada vez más, las personas jubiladas y prejubiladas que se acercan a las organizaciones de voluntariado para participar en ellas. Suponer que el SUG estimularía la pereza y el parasitismo es dar por sentada una psicología humana sin necesidades de estímulo, lo que es inexacto: es precisamente la gente que tiene sus necesidades cubiertas la que dedica tiempo al trabajo de formación, de solidaridad y de cuidado de los suyos. Para comprobarlo no tenemos más que darnos una vuelta por los movimientos sociales, las ONGs y los grupos de voluntariado de nuestro entorno. Las críticas del SUG que se deshacen en loas a las virtudes del trabajo asalariado deberían ser igualmente matizadas. Lo diré con rotundidad: cada vez son menos los empleos en los que, realmente, podemos decir que la persona que los ocupa se desarrolla y se realiza como tal. La mayor parte de los empleos son valorados fundamental, cuando no exclusivamente, por los ingresos que proporcionan y por la seguridad vital que permiten. En cuanto a la posibilidad de que determinados trabajos quedaran sin realizar, existen distintas maneras de evitarlo. Una de estas sería el incentivo económico o profesional: pagar más por hacer aquellos trabajos menos agradables pero muy necesarios para la sociedad, convertirlos en puerta de acceso para otras actividades. Otra manera sería su conversión en un servicio comunitario obligatorio, igual que se hace con la participación como miembro de un jurado, en una mesa electoral o en la administración de una comunidad de vecinos. Por último, no hay que olvidar la oportunidad de revisar a fondo algunos comportamientos sociales asociados a tales trabajos poco deseados; es el caso de la recogida de las basuras: tal vez si nadie se viera obligado a hacerlo por nosotros nos plantearíamos más en serio la necesidad de reducir, reciclar y reutilizar nuestros desechos. En todo caso, la existencia del SUG permitiría hablar, realmente, de libertad para elegir. En cuanto a las críticas técnicas, la más importante es la que cuestiona la viabilidad económica del SUG. Como señala Raventós, es imposible contestar a esta crítica de forma concluyente ya que no ha habido ninguna experiencia práctica de este tipo de salario ciudadano. Bien es verdad que la imposibilidad de demostrar la viabilidad de una pro-

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puesta no implica necesariamente que la misma sea inviable. Si así fuera nos cargaríamos el elemento fundamental de la investigación científica, cual es el ensayo y el error (eso sí, no a tontas y a locas sino sometidos ambos, ensayo y error, a la rigurosa lógica científica). Jordi Sevilla ha propuesto una interesante manera de financiar este tipo de salario ciudadano en España mediante lo que denomina una renta fiscal universal. Parte Sevilla de constatar una vergonzosa contradicción en nuestro sistema fiscal: a pesar de que en el IRPF se define un mínimo personal y familiar exento de tributación por ser la parte de la renta dedicada a cubrir las necesidades vitales básicas, la mayoría de las ayudas que el Estado concede en forma de pensiones no contributivas, subsidios de desempleo o ingresos mínimos de inserción están muy por debajo de ese mínimo exento. En otras palabras: el Estado define un mínimo vital exento de tributación, pero concede ayudas inferiores a ese mínimo vital por él definido. Para superar esta contradicción, Sevilla propone aceptar como mínimo vital personal y familiar las cantidades definidas en el IRPF, mínimo que configuraría así el embrión de una renta mínima garantizada para todos y hacia el que tenderían progresivamente todo el resto de prestaciones. Algunos autores consideran que el SUG podría suponer un ahorro antes que un gasto adicional para las finanzas públicas. Según esta perspectiva, el SUG vendría a sustituir todo el conjunto de prestaciones por desempleo, pensiones contributivas y no contributivas, ingresos mínimos, determinadas ayudas familiares, etc. Ayudas todas ellas que, al ser condicionadas, exigen un aparatoso sistema de burocracia y control. Aunque el coste del SUG no podría cubrirse sólo mediante la sustitución de todas esas prestaciones condicionadas, supondría una buena parte del mismo. No hay que ocultar, sin embargo, que todo apunta a que un salario ciudadano de este tipo exigiría un esfuerzo de solidaridad que repercutiría sobre la carga fiscal de los contribuyentes. Pero esta ha sido siempre la clave de la sociabilidad, mal que le pese a la ideología neoliberal. Son muchas las cuestiones que habrán de discutirse y perfilarse en relación a estas ideas: si es posible el SUG en un solo país o si sería necesario proponerlo en un marco más amplio, como por ejemplo la Unión Eu-

ropea; cómo universalizarlo, con el fin de no limitarlo a las sociedades más ricas; cómo lograr su aceptación en contra de la cultura de la satisfacción dominante; etc. En todo caso, bienvenidas sean todas las matizaciones y las discusiones, bienvenidas todas las discusiones sobre cómo hacerlo, pues ello significaría que ya estamos de acuerdo en el qué hacer. Una nueva centralidad del trabajo ¿Y qué pasa, después de todo, con el empleo? La propuesta de disociar ingresos básicos y empleo va en contra de cualquier forma de trivialización del sentido y los contenidos del trabajo en la actualidad. El empleo sigue siendo importante. Precisamente porque es importante es preciso liberarlo de aquello que permite su actual degradación: el miedo a la inseguridad vital. Cualquier propuesta de lucha contra el paro –reorganización flexible del empleo, reparto, impulso a la formación, desarrollo de nuevas iniciativas, etc.- se ve confrontada con este terrible miedo, de manera que resulta imposible plantear su discusión, y mucho menos su aplicación, desde la libertad. Sólo en condiciones de libertad será posible abordar el problema del empleo sin vernos obligados a optar entre empleo y dignidad. Trabajo y vida forman un paquete indisociable. Nunca deberíamos vernos ante la elección de perder el trabajo para ganar vida, mucho menos de perder la vida para obtener un trabajo. Escribe Juan José Castillo: “Las Ciencias Sociales del Trabajo tienen que ser capaces de mostrar, contra todas las ideas hechas, contra la sociología de periódico o de tertulia radiofónica o televisiva, que las posibilidades de organizar el trabajo y la vida, el «tiempo disponible» que decía Marx, son hoy más ricas que nunca. Todo lo contrario de lo que las políticas empresariales quieren hacernos creer justificando un trabajo degradado, preámbulo de biografías rotas por doquier, como una imposición del mercado y de su supervivencia (la de las empresas)”. Lo importante es tener en cuenta más dimensiones que la estrictamente mercantil. Como indica Alonso, no podemos reclamar centralidad sólo para un determinado estamento del trabajo (el trabajo para el mercado), sino para la idea del trabajo como contribución social, ampliándolo así hasta englobar el trabajo comunitario, el trabajo extramercantil, el trabajo autónomo; considerando, en definiti-

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va, “que el trabajo es un elemento sociohumano además de un elemento económico”. Mitificar el trabajo es mistificarlo, es decir, falsearlo, deformarlo y engañarnos. Rechazar la propuesta de una renta básica en nombre del valor del trabajo es desconocer la cara oculta del trabajo. Y esto, que ya sería grave si de autoengaño se tratara (es decir, si apostamos por el valor del trabajo incluso cuando lo que hacemos cada día es un trabajo sin ningún valor) se torna inaceptable si quienes lo hacemos somos personas que desarrollamos actividades intelectualmente ricas, socialmente reconocidas, seguras y bien retribuidas: en este segundo caso, cuestionar las rentas básicas porque sus perceptores tal vez decidan no acceder al mercado de trabajo para ocupar alguno de los muchos empleos precarios, peligrosos y/o mal pagados es, en la práctica, dar el visto bueno a una forma de esclavitud moderna según la cual hay personas que, careciendo de toda posibilidad de elegir, se ven obligadas a trabajar en condiciones indignas. Esta perspectiva reduce la libertad de las personas ante el empleo a la libertad de trabajar, despreocupándose de las condiciones del trabajo y de la libertad para influir sobre las mismas. Pero tampoco vamos a reducir el trabajo a un simple medio para la obtención de recursos económicos, despojándolo de todo valor no económico. Esta perspectiva, consecuencia de las malas condiciones actuales del trabajo realmente existente, refuerza los aspectos más negativos de la perspectiva anterior, contemporizando en la práctica con cualquier contenido en el trabajo, por más cuestionable que sea, siempre que exista una contraprestación económica. “Para eso te pagan”… “Eso va incluido en el sueldo”… Son expresiones familiares que están indicando una reducción del empleo a una actividad mercenaria, cuando es, puede ser, debe ser, algo más que eso.

nal y para la construcción de un orden social sano: el trabajo para el mercado, el trabajo social, la autoproducción, la formación, el activismo social y político, etc. Y permitiría, sobre todo, descubrir que nuestra obligación fundamental no es la de crear riqueza, sino la de crear sociedad. ¿O hemos olvidado la leyenda del rey Midas, de su capacidad inmensa para generar riqueza y de cómo esta misma capacidad amenazaba mortalmente su existencia humana? “Estamos en una sociedad –escribe Godelier- cuyo funcionamiento mismo separa a los individuos unos de otros, los aísla incluso en su propia familia, y sólo los promueve oponiéndolos entre sí. Nuestra sociedad sólo vive y prospera pagando el precio de un déficit permanente de solidaridad. Y no imagina nuevas solidaridades distintas a las que pueden negociarse en forma de contrato. Sin embargo, no todo es negociable en lo que crea vínculos entre los individuos, en lo que compone sus relaciones, públicas y privadas, sociales e íntimas, en lo que hace que vivan en sociedad y deban también producir sociedad para vivir”. El SUG es una de esas nuevas solidaridades necesarias para producir sociedad, producción sin la cual ninguna otra producción tiene sentido.

Frente a estas dos posiciones, ambas igualmente desvalorizadoras del trabajo y de la persona trabajadora, la defensa de alguna forma de SUG es reivindicar la dignidad y el valor del trabajo y de la vida de unas personas que, antes que trabajadoras, son ciudadanas. El SUG otorgaría libertad real a las personas para acceder al mercado de trabajo, sin verse forzadas a hacerlo en cualquier condición. Permitiría también compatibilizar a lo largo del tiempo actividades diversas, todas ellas necesarias para el desarrollo perso-

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