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Responsabilidad social e individual frente a pobres y excluidos 1
Hugo Beck
1- Sociedad injusta, egoísta e irresponsable En Argentina, el triunfo ideológico del neoconservadurismo y la implementación de las políticas de ajuste para superar la recesión económica, produjo elevados y atípicos niveles de pobreza y profundización del estancamiento económico. Los que eran pobres continúan siéndolo, pero con mayores carencias; los sectores medios se dispersan, algunos descienden en forma desordenada, otros tratan de mantenerse, resistiendo para no seguir resbalando. Es una sociedad más inequitativa y polarizada, donde la pobreza se ha transformado muchas veces en exclusión social. El concepto de exclusión se refiere a aquellas condiciones que permiten, facilitan o promueven que algunos miembros de la sociedad sean apartados, rechazados o se les niegue la posibilidad de acceder a los beneficios institucionales. Los métodos tradicionales y más frecuentes para producir mediciones de población en estado de pobreza son: el método de las Necesidades Básicas Insatisfechas y el de la Línea de Pobreza. Las Necesidades Básicas Insatisfechas se expresan en: vivienda precaria, hacinamiento, ausencia de saneamiento básico, deserción escolar y falta de capacidad de subsistencia. Un hogar "pobre por ingreso" es aquel en que la suma de los ingresos, dividida por el número de integrantes, lo ubica por debajo de la línea de pobreza. La misma se establece según el valor de una canasta básica de bienes y servicios, que permite un mínimo de necesidades alimentarias, vestido, transporte, vivienda, salud y educación, y que se construye respetando las pautas culturales de consumo de una sociedad en un determinado momento histórico De acuerdo con tales mediciones, un tercio de la población argentina vive, o mejor dicho malvive, por debajo de la línea de pobreza. Otro 10% de la población pasa raspando, porque tiene ingresos que no superan en más del 25% lo que se necesita para dejar de ser pobre, y un 20% adicional sigue en una situación muy frágil, porque tiene ingresos que no superan en más del 50%
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Presentación que realizara el autor en el Seminario/taller Nuevas Fronteras,de la Región NEA, en Resistencia, el día 3 de agosto de 2012.
lo necesario. Es decir que un 30% de argentinos que según la estadística ya no son pobres, en realidad lo sigue siendo. Esta realidad social, desesperante por donde se la mire, ayuda a entender cómo es posible que cayera un 60% de los argentinos por bajo de la línea estadística de la pobreza con la recesión que marcó el final la convertibilidad y especialmente con la depresión del 2002, en medio de un colapso definitivo que trajo consigo el ajuste devaluatorio. Son tantos los que viven con lo puesto, en condiciones de extrema vulnerabilidad social, que con un aumento del desempleo, o con un aumento de la inflación, terminan rápidamente de nuevo bajo la línea de la pobreza. Para colmo, el 30 % de los argentinos que vive por debajo la línea estadística lo hace desde mediados de los noventa con un promedio de ingresos que está bastante lejos de superarla, que más bien está cerca de la línea de indigencia, porque es un 40% menor de lo necesario para dejar de ser pobre. De ahí que el “modelo de crecimiento económico con inclusión social”, cuando se lo examina más allá de la retórica, y más aún desde que muestra ribetes inflacionarios, encuentre tantas dificultades para incluir a quienes componen este 30%: se está enfrentando a la pobreza verdaderamente estructural. Para combatirla no basta con una economía acelerada –y menos aún si ésta genera semejantes niveles de inflación. Además del crecimiento económico son necesarias políticas sociales ambiciosas y complejas que el actual gobierno, por una mezcla de incapacidad y falta de voluntad política, ni diseña ni implementa ni parece dispuesto a financiar. Sin lugar a dudas, este es el principal problema de la Argentina. Para empezar es un problema moral, porque debería darnos vergüenza que en un país que es de todos, es decir, en un país donde todos somos responsables, y no solamente Menem, los militares, los Kirchner, o quien sea, haya tantos pobres. Debería darnos vergüenza a todos. También es un problema económico. Ante todo, para los que no tienen trabajo, o para los que lo tienen y no ganan siquiera lo suficiente para alimentarse dignamente. Pero además es un problema para los ricos que quieren hacer negocios, porque un país lleno de pobres es un país con un mercado muy reducido. Y por supuesto es un problema social, porque una sociedad en la que sólo les va bien a algunos y les va mal a tantos, de sociedad no tiene más que el nombre. Sólo puede haber sociedad entre personas que como mínimo viven como socios. Mejor aún sería que los argentinos viviéramos fraternalmente, para que entre nosotros hubiera más que sociedad, para que entre nosotros hubiera comunidad. Pero por lo pronto no somos ni siquiera una sociedad. Para entendernos con ejemplos, digamos que un caso arquetípico de sociedad sería un club, y que un caso arquetípico de comunidad sería una familia. Obviamente, debido a la fractura socioeconómica en la que vivimos, en la Argentina estamos lejos, muy lejos de ser algo así como
una gran familia o de tener lazos comunitarios significativos. Pero es que ni siquiera nos da para ser un club. Porque si la Argentina fuera un club, sería un club lleno de socios excluidos, expulsados y abandonados a su suerte. Un club donde por lo menos el 60% de los socios (sumemos al 30% de pobres estructurales ese otro 10% que pasa raspando y el 20% añadido que sigue en situación de vulnerabilidad) no entra a la cancha ni participa, por lo tanto, de los beneficios de la vida social. ¿Quién quiere ser socio de un club así? A pesar de que tengamos bandera, himno y selección de fútbol, con semejante proporción de pobres obviamente tampoco somos una nación. Una sociedad sólo puede convertirse en nación si entre sus miembros existe un grado suficiente de comunidad: si entre ellos hay, por ejemplo, vínculos de apego o afecto, además de un sentido de pertenencia a una historia común o al menos a un destino compartido. ¿Qué hay de comunidad entre un porteño de Zona Norte y un cartonero? ¿O entre un vecino de Vicente López y el que vive en una villa? ¿Acaso se guardan afecto? ¿Comparten un destino? ¿Tienen una historia común? Tienen una historia de vidas que se cruzan, sí, pero esto no basta para decir que tienen una historia común. En el mejor de los casos, sus historias se cruzaron alguna vez en la calle, mientras uno salía del shopping y el otro revolvía entre la basura; en el peor de los casos, sus historias se cruzaron en casos de explotación y abuso, o en casos de crimen y violencia: en experiencias que acrecientan todavía más la brecha que nos separa. Por eso no somos una nación. Somos, a lo sumo, un club de “garcas” donde las puertas están cerradas para la mitad de los socios y donde lo único que tenemos en común, puertas adentro y puertas afuera, son actitudes que pasan del prejuicio al rechazo, del resentimiento al odio. Y lo peor es que en el futuro es probable que este problema, que es el principal problema de la Argentina, no sólo no se resuelva, sino que siga empeorando. Lamentablemente, a pesar de la retórica propagandística del gobierno, la pobreza estructural no baja: salvo que creamos en las estadísticas grotescamente manipuladas que desde hace ya un año nos ofrece el Indec en materia de inflación y pobreza, estamos obligados a reconocer que imperdonablemente, tras cinco años de crecimiento sostenido, el porcentaje de pobres es igual o incluso más elevado que a finales de los noventa. Para colmo, la proporción de menores viviendo bajo la línea de pobreza es todavía mayor que la de adultos. Porque el 40% de los chicos, el 40% de los futuros habitantes de la Argentina, ya vive bajo la línea de la pobreza. En muchos casos sus padres, o en todo caso sus abuelos, no nacieron siendo estadísticamente pobres. O si nacieron pobres, al menos no nacieron en condiciones de pobreza tan perversas como las de ahora. Quienes trabajan ayudando pobres saben bien que estos chicos probablemente van a tener una vida todavía peor que la de sus padres, y también pueden comprobar
que los padres de estos chicos tienen una vida todavía peor que la que han tenido sus abuelos. Porque antes, naciendo en la pobreza, la probabilidad de vivir en un entorno social culturalmente descompuesto por la inseguridad, la droga, la falta de oportunidades educativas y la ausencia absoluta de perspectivas era menor que ahora. En comparación con sus padres, por no hablar de sus abuelos, ha crecido alarmantemente la probabilidad de que estos chicos sean analfabetos, o de que nunca tengan un trabajo, o de que crezcan en una familia absolutamente desestructurada, o de que sean víctimas de la violencia, o de la droga, o de que caigan en el crimen. Con todo esto quiero decir lo siguiente: además de que nunca hubo tantos argentinos naciendo pobres, la dificultad para salir eventualmente de la pobreza nunca fue tan grande como ahora. Mientras esta realidad angustiante se reproduce por debajo de la infame línea estadística, los argentinos que estamos del otro lado de la brecha seguimos instalados en nuestra burbuja de consumo y algunos, para maquillar su buena conciencia, hasta somos capaces de creer que vivimos efectivamente bajo un “modelo de crecimiento económico con inclusión social”. Más allá de la retórica oficial sobre "una Argentina que nos contenga a todos", la triste realidad es que las perspectivas actuales de quienes viven en condiciones de pobreza estructural no mejoran. En el futuro, con una proporción de chicos pobres todavía mayor que la de adultos, y creciendo para colmo en condiciones desde las que resulta cada vez más difícil salir de la pobreza, estas perspectivas podrían ser incluso más sombrías. Si queremos merecer el nombre de nación, los argentinos tenemos que levantar esta hipoteca cuanto antes para demostrar que nuestros compatriotas realmente nos importan. Tenemos que convertirnos en una sociedad menos injusta y más integrada. Para ello, sin embargo, es necesario que superemos la cultura de la pobreza. Especialmente los que estamos del otro lado de la brecha.
2- Cultura de la pobreza
Aunque se ha escrito muchísimo sobre la pobreza y los pobres, es relativamente nuevo el concepto de una cultura de la pobreza. El antropólogo norteamericano Oscar Lewis fue el primero en exponerlo en su libro Antropología de la pobreza, mientras estudiaba los problemas de la gente que vive en barrios urbanos. Lo amplió y desarrolló en posteriores publicaciones. La frase ha sido ampliamente interpretada y tergiversada. La población más propensa a desarrollar la cultura de la pobreza es la que proviene de los estratos inferiores de una sociedad de cambios rápidos. Puede surgir tanto en barriadas urbanas
como rurales, pero es más difícil de encontrar en lugares primitivos, ya que aparece como consecuencia del capitalismo. Al parecer, sólo un 20 por ciento de los pobres urbanos tienen en realidad la cultura de la pobreza; el 80 por ciento restante viven bajo condiciones infraestructurales sin estar condicionados por los factores psicológicos que encierra la cultura de la pobreza. El modelo interpretativo de la cultura que presenta este investigador se compone de unos setenta rasgos psicológicos, sociales y económicos relacionados entre sí, que tienden a perpetuarse, especialmente en lo que atañe a la visión del mundo, las aspiraciones y el carácter de las personas que crecen en ella. Esta forma de vida, sin diferencias entre los contextos urbanos y rurales, regionales o nacionales, se manifiesta en tres niveles que se asemejan a la "pobreza indigna": relaciones comunitarias en estructura familiar y características individuales. Entre ellas se destacan los siguientes rasgos: 1) Falta de participación e integración de los pobres en las principales instituciones de la sociedad mayor. 2) Condiciones habitacionales precarias, de hacinamiento y un mínimo de organización que no trasciende el nivel de la familia nuclear y extensa. 3) A nivel de la familia hay ausencia de la infancia como aprendizaje prolongado y protegido del ciclo de vida, iniciación sexual precoz, uniones libres o casamientos consensuales, incidencia relativamente elevada de abandono de esposas e hijos, falta de privacidad, énfasis en la solidaridad familiar, etc. 4) Un fuerte sentimiento de marginalidad, desamparo, dependencia e inferioridad, en el plano individual.
La lista de los rasgos negativos característicos de la cultura de la pobreza ayuda a conformar un modelo conceptual de esas culturas marginadas:
a) Características demográficas - Tasa de mortalidad relativamente alta - Expectativa de vida menor - Proporción mayor de individuos en los grupos de edad más jóvenes - Proporción más alta en la fuerza trabajadora debida al trabajo infantil y femenino
b) Características económicas - lucha constante por la vida - Períodos de desocupación y de subocupación - bajos salarios - diversidad de ocupaciones no calificadas - trabajo infantil - ausencia de ahorros - escasez crónica de dinero en efectivo - ausencia de reservas de alimentos en casa - sistema de compras frecuentes en pequeñas cantidades, muchas veces al día a medida que se necesitan - empeño de prendas personales -pedido de préstamos a prestamistas locales a tasas usurarias de interés - servicios crediticios espontáneos e informales organizados por vecinos - uso de ropas y muebles de segunda mano
c) Características sicológicas - fuerte orientación hacia el tiempo presente con relativamente poca capacidad de posponer sus deseos y de planear para el futuro - sentimiento de resignación y de fatalismo basado en las realidades de la difícil situación de su vida - Creencia en la superioridad masculina, cristalizada en el machismo - gran tolerancia hacia la patología sicológica de todas las clases
d) Características sociales (a nivel familiar) - vida incómoda y apretada - falta de vida privada - sentido gregario - alta incidencia de alcoholismo - recurso frecuente a la violencia al zanjar dificultades - uso frecuente de la violencia física en la formación de los niños - mal trato y golpes a la esposa - temprana iniciación en la vida sexual - uniones libres o matrimonios no legalizados
- incidencia relativamente alta de abandono de madres e hijos - tendencia hacia las familias centradas en la madre y un conocimiento más amplio de los parientes maternales - predominio de la familia nuclear - fuerte predisposición al autoritarismo - gran insistencia en la solidaridad familiar, ideal que raras veces se alcanza
e) Características sicosociales (frente a las instituciones) - concurrencia a curanderos por incapacidad de pagar un doctor, a quien recurre sólo en emergencias lamentables - recelo de los hospitales, adonde se va para morir - crítica a los sacerdotes considerados tan pecadores como todos - actitud crítica hacia algunos de los valores y de las instituciones de las clases dominantes - odio a la policía, conocida más bien por sus medidas punitivas que profilácticas - desconfianza en el gobierno y en los que ocupan un puesto alto - sentido de marginalidad, de abandono, de dependencia, de no pertenecer a nada, como extranjeros en su propio país - convencimiento de que las instituciones existentes no sirven a sus intereses y necesidades - sentimiento de inferioridad y de desvalorización personal -falta de consciencia de clase, aunque son muy sensibles a las distinciones de posición social -escaso sentido de la historia: sólo conocen sus problemas, no tienen la visión para advertir las semejanzas entre sus problemas y los de sus equivalentes en otras partes del mundo
Hasta cierto punto, la cultura de la pobreza constituye una respuesta racional a condiciones objetivas de impotencia y pobreza. Pero una vez que surge la cultura de la pobreza suele perpetuarse pasando de padres a hijos, con lo cual las nuevas generaciones no están psicológicamente preparadas para aprovechar todas las oportunidades de progreso que puedan aparecer en el transcurso de sus vidas. El concepto de cultura de la pobreza expuesto por Lewis, ha sido –quizá injustamente– objeto fuertes críticas por parte de otros antropólogos. Cuestionaron que Lewis al asumir que el estado de pobreza se constituye como cultural, inmanente a los ciudadanos, implica eximir al entorno de cualquier influencia, por lo que no tiene sentido invertir en proyectos sociales orientados en ese sentido, ya que el pobre sería la causa de su pobreza. Reconocer la existencia de la “cultura
de la pobreza” plantea el problema de que se puede intentar eliminar la pobreza, pero no su cultura, ya que se trata de un modo de vida. Sus críticos afirmaron que, socialmente, atribuir la pobreza a valores de los que cabe responsabilizar a los mismos pobres es una manera de tranquilizar la conciencia de los sectores sociales más favorecidos. Además, la tendencia a culpar a los mismos pobres de su situación no es una idea privativa de los miembros de las clases medias y altas. Los mismos pobres son a menudo defensores del punto de vista de que si una persona realmente quiere trabajar, siempre encontrará empleo. Para el antropólogo Marvin Harris, esta forma de entender el mundo demuestra escasa comprensión de las condiciones político-económicas que hacen la pobreza inevitable para algunos. Lo que hay que ver como un sistema, se aprecia como fallos, motivos y opciones personales.
3- Cultura dominante y cultura popular Los pobres y excluidos, llevados por la necesidad y por sus penosas condiciones de vida, desarrollan valores, sistemas axiológicos, sistemas de conducta, prácticas (educativas, de lectura, de apropiación de objetos culturales) completamente distintas a las de la alta cultura. En general, estas prácticas tienen por finalidad la supervivencia. El universo de lo popular está constituido por los saberes y las prácticas tradicionales. Sin embargo, es posible reconocer aspectos positivos en esta cultura. Por ejemplo, el hecho de vivir el presente implica una capacidad de gozo y aceptación de los impulsos muchas veces reprimida en otros sectores sociales. También el uso de la violencia es una salida frente a la hostilidad del medio, e implica menores niveles de represión que otros grupos sociales. En la cultura dominante es generalizada la tendencia a desvalorizar la cultura de estos sectores. Debido a que la noción de pobreza remite a una situación de escasez o carencia, muchas veces se comete el error de suponer que la cultura de los pobres es una derivación de tal carencia, es decir, es una cultura pobre. Así, sus representaciones y prácticas son vistas “como la sustitución ingeniosa pero deficiente de los verdaderos bienes: los nuestros”. En este sentido, el curandero aparecería como un sustituto del médico, el pastor del psicoanalista, los yuyos de los remedios. El habla popular es vista como un dialecto, las costumbres populares son paradigma de la vulgaridad, todo desde una posición de condescendencia. Esto implica olvidar que la cultura de los pobres es sobre todo una cultura, “un sistema de representaciones, de símbolos y valores que exige ser reconocido antes que evaluado”. Esto está relacionado con el concepto de “cultura de la pobreza”.
En primer lugar, todo grupo dominante tiene una mirada “etnocentrista de clase”. Ella en general ha involucrado “horror hacia la incultura de las masas” o “desprecio hacia la irracionalidad de las conductas populares”. Al denegarles cultura a los sectores populares están, en el fondo, denegándoles humanidad. No se trata de una postura superada. El racismo de clase se encuentra todavía hoy en amplios sectores de las clases dominantes. Se sigue asociando a las clases populares con la barbarie, la naturaleza o la incultura. Se los considera “humanos”, pero no tanto como los miembros de las clases dominantes. Dolorosamente se asiste a una actitud egoísta, casi perversa, por parte de las clases dominantes de mantener ese estado de cosas. Es sabido que la educación es la vía directa por la cual las clases populares pueden apropiarse de una cultura superior. Sin embargo, la burguesía usa el sistema escolar para ejercer el monopolio y control de los bienes simbólicos que la sociedad ha producido. Las clases dominantes monopolizan tanto el capital económico como el capital simbólico. Por ello, a ellas les corresponde prever los mecanismos por los cuales las clases populares recibirán parte de ese capital, pero sólo una vez que demostró su inocuidad para el orden social. Esto se confía al sistema educativo, a la prensa, a las políticas culturales. Sería justamente esta posibilidad de manipular, de modificar el habitus, la que marca la distinción entre clases altas y populares. En pocas palabras, la cultura popular tiene sus propios mecanismos que la diferencian de la alta cultura, pero siempre estará inserta en una relación de dominación.
4- Construcción de una sociedad justa y solidaria Los argentinos de sectores privilegiados insisten en que los pobres tienen un problema cultural. Obviamente dicen esto porque no quieren que se les toque el bolsillo para combatir la pobreza. Pero si dejamos de lado por un momento el problema cultural que tienen quienes tanto insisten en este diagnóstico para evitar sus obligaciones como ciudadanos, no deja de ser cierto que los pobres tienen actitudes culturales que contribuyen a reproducir y profundizar la pobreza en la que viven. La manipulación ideológica, sin embargo, consiste en olvidar que estos problemas culturales de los pobres son ante todo un efecto de su pobreza material, y que no van a resolverse si antes no los ayudamos a superarla. A los ojos de quienes viven económica y socialmente excluidos, la idea de que los seres humanos tenemos derechos y de que somos libres es una mera abstracción. De ahí que los pobres
vean la cultura de la sociedad que los excluye como la cultura falsa de una sociedad que por un lado predica la dignidad de cada ser humano, pero que por otro no reconoce ni protege la de ellos. Al no ver respetada su dignidad, los excluidos naturalmente se indignan y desarrollan actitudes de rechazo hacia los valores de esa sociedad. Paradójicamente, la contracultura de los excluidos encuentra entonces su germen en una indignación que se fundamenta en los valores de la misma sociedad que hipócritamente les da la espalda. A pesar de este impulso que la origina, sin embargo, la contracultura resultante no busca una realización transparente de esos valores. Todo lo contrario: al percibirse socialmente marginados, los excluidos ven debilitado su sentido de la dignidad, del honor, de su propia valía como seres humanos, y terminan por incurrir en actitudes de abandono, desesperanza, rebeldía y autodestrucción que los alejan de los valores sociales y dificultan aún más la probabilidad de que puedan integrarse y superar las condiciones estructurales en las que están anclados. Por todo esto, la separación de los que están excluidos estructuralmente no es una separación meramente socioeconómica: termina siendo una separación más profunda, de orden cultural. Una expresión indicativa de contracultura en nuestro país puede hallarse en las letras de cumbia villera. El que alguna vez escuchó desde el otro lado de la brecha las letras de ciertos grupos, acabó turbado por sus contenidos, que llegan a extremos tales como la exaltación del robo, el alcoholismo, la droga, y la promiscuidad. Seguramente, los argentinos que se sienten vinculados con estas letras han caído en actitudes culturales que los hunden todavía más en los problemas estructurales que tienen. Pero están incurriendo en una reacción comprensible ante los valores de la sociedad hipócrita que los margina. Cumpliendo con sus deberes no llegaron demasiado lejos. Ahora, obviamente, ya no van a llegar a ninguna parte. Pero esta es una aspiración que de todas formas terminaron abandonando ante la falta de perspectivas. Si para ellos no hay forma de entrar al club, aunque hagan cola laboriosa y pacientemente durante toda su vida, es comprensible que tomen distancia de las reglas del club y terminen tirando piedras contra la puerta. La sociedad que los excluye les habla de deberes. Pero es una sociedad que no les dio derechos. ¿Con qué legitimidad puede hablarles entonces de deberes? Es típico, por ejemplo, que los caraduras que están del otro lado de la brecha, muchos de los cuales no han hecho otra cosa en su vida que heredar fortuna, o que en todo caso han tenido contactos y oportunidades educativas que les permitieron optar a un trabajo digno y bien remunerado, repitan hasta el cansancio que el problema de los pobres es que no tienen "cultura del trabajo". ¿Estarían dispuestos ellos mismos a realizar el trabajo indigno y míseramente pagado al que se ven abocados los pobres? Si esto les ocurriera, lo más probable es que terminarían exponencialmente más díscolos que cualquiera de los
excluidos a los que critican: rayando autos, pateando vidrieras, robando carteras y presidiendo el club de fans algún grupo de cumbia villera. En vez de esperar que los excluidos compartan una cultura que los deja afuera, los ricos deberían preocuparse de cambiar su propia cultura. Porque la cultura de la pobreza tiene sus manifestaciones a ambos lados de la brecha. Es un error verla únicamente en las actitudes de abandono, desesperanza, rebeldía y autodestrucción que terminan adoptando tantos pobres en situaciones de marginalidad social. La cultura de la pobreza también tiene sus manifestaciones en las actitudes de indiferencia hipócrita de los que no son materialmente pobres. Y en el caso de estos, además, las manifestaciones de la cultura de la pobreza adquieren una fuerza causal para reproducir condiciones de pobreza estructural muchísimo más perversa que las manifestaciones de esta cultura existentes del lado de los excluidos. Porque si los que estamos del lado privilegiado de la brecha nos preocupáramos por cambiar culturalmente, abandonando nuestra hipocresía y defendiendo la dignidad humana que tanto nos preocupa de la boca para afuera, seguramente dejaríamos de mostrarnos indiferentes ante una realidad estructural en la que muchos de nuestros conciudadanos carecen de derechos básicos a la educación, a la salud, al trabajo, y a la vivienda. En lugar de decir que tienen un problema cultural y que no cumplen con sus deberes lucharíamos por sus derechos y los ayudaríamos de esta forma a salir de las condiciones estructurales en las que viven. Nacer de un lado u otro de la brecha es una cuestión de suerte. Pero no es una suerte humanamente inevitable, como la suerte de que llueva en un lado y haya sequía en otro; es una suerte generada por mecanismos económicos, sociales y políticos de los que somos humanamente responsables. Por eso es moralmente inadmisible que los que hemos caído del lado estructuralmente privilegiado, disponiendo para colmo de mayores recursos económicos, sociales y educativos como para generar cambios sociales efectivos, no nos hagamos cargo de la inmensa responsabilidad que nos cabe. Si modificáramos esa parte de la cultura de la pobreza que nos toca, si nos preocupáramos con un poco de coherencia y compromiso por construir una sociedad que no esté tan alejada de nuestros valores y que enfrente, por lo tanto, los problemas estructurales de los pobres a los que actualmente margina, la otra parte de la cultura de la pobreza, la de ellos, la única que vemos para no tener que reconocer la pobreza de nuestra hipocresía moral, también empezaría a modificarse. La cultura de la pobreza, en sus dos dimensiones, contribuye a reforzar la brecha estructural que la alimenta, alentando la probabilidad de que los excluidos caigan en actitudes que los marginan cada vez más mientras que los privilegiados desarrollan actitudes cada vez más alejadas de cualquier solución al problema. Para peor, las manifestaciones cívicas de la cultura de la pobreza
son especialmente perversas si se busca romper este círculo vicioso y activar una dinámica de cambio. La distancia social en la que viven los argentinos a ambos lados de la brecha niega un sentido compartido de la ciudadanía. Por un lado, hace que los ciudadanos pobres no puedan tener identificación alguna con quienes viven bien e indiferentes a su mala suerte, llegando en muchos casos a la desvergüenza de pontificar sobre dignidad y cultura del trabajo mientras los explotan. Por otro lado, hace que los ciudadanos de sectores altos y medios, que viven más preocupados por aislarse y protegerse de los pobres que por conocer sus problemas y ayudarlos, no desarrollen empatía ni compromiso de cambio alguno frente a la situación en la que estos se encuentran. Si los que estamos en este último grupo, teniendo más herramientas para generar cambios efectivos y la responsabilidad indelegable de hacerlo, no desarrollamos las actitudes culturales necesarias para contribuir a la construcción de una argentina estructuralmente menos injusta, continuaremos viviendo en condiciones de fragmentación social extrema y no superaremos nunca la cultura de la pobreza que, lamentablemente, más allá de sus manifestaciones diferenciadas según el lado de la brecha en que nos encontremos, es la única cultura que compartimos los argentinos. Ojalá reconozcamos pronto la cuota causalmente siniestra que nos toca en la pobreza cultural que compartimos y empecemos a cambiar las actitudes que nos impiden contrarrestar las injusticias estructurales que sufren nuestros conciudadanos más pobres. Para que algún día los argentinos no compartamos más la cultura de la pobreza que nos separa, sino la cultura común de una nación verdadera, basada en actitudes de respeto y fraternidad. Una nación en la que nadie se vea excluido y a la que pertenezcan, por lo tanto, todos los que deberían integrarla pero que ahora se quedan afuera
Bibliografía Golovanevsky, Laura. “Cultura de la pobreza, cultura de la caída (los nuevos pobres)”. En: Cuadernos, Nro. 24 Facultad de Ciencias Económicas – Universidad Nacional de Jujuy, Jujuy, 2004 Harris, Marvin. Introducción a la Antropología General, Alianza Universidad; Madrid, 1971 Lewis, Oscar. Antropología de la pobreza. Cinco familias. México - Buenos Aires, FCE, 1961. Lewis, Oscar. “La cultura de la pobreza”. En: Pensamiento Crítico, Habana, nº 7, agosto de 1967. www.filosofia.org Monreal, Patricia. Antropología y Pobreza Urbana. Madrid, Los libros de la Catarata, 1996. Nivón, Eduardo y Mantecón, Rosa. "Oscar Lewis revisitado". En: Alteridades Año 4; N° 7; UNAM; Méjico; 1994. Valentine, Charles. La Cultura de la Pobreza. Amorrortu Editores. Bs As, 1972.