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Revista destiempos N°45
EL ÚLTIMO VUELO DE UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES.
LA DECADENCIA DE AMÉRICA LATINA SEGÚN GARCÍA MÁRQUEZ Salomé Guadalupe Ingelmo Universidad Autónoma de Madrid
Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en los que volaba sin esfuerzo. Ernest Hemingway, París era una fiesta Engarza en oro las alas del pájaro y nunca más volará al cielo. Rabindranath Tagore
Sin duda uno de los argumentos más discutidos respecto a Un señor muy viejo con unas alas enormes atañe a la propia naturaleza del ser alado protagonista del relato. Desde la perspectiva occidental actual, ampliamente influenciada por la iconografía de tradición cristiana, en efecto parecería natural identificar sus alas con las de un ángel. No obstante, al tiempo, la forma en la que se le describe parece ajustarse
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poco a la estampa tradicional de estas criaturas: la decrepitud no se diría propia de un ser eterno. El colmo del absurdo se alcanza cuando constatamos que una entidad presuntamente celeste es incapaz de alzar el vuelo. Ciertamente nada nos asegura que el desafortunado protagonista del texto sea un ángel. En efecto no sólo las huestes del Señor tienen alas; también sus oponentes, los ángeles caídos, se representan como seres alados. De hecho, si pensamos en la tormenta con que da comienzo al relato, el desastrado protagonista casi se diría un pájaro de mal agüero, portador si acaso de funestas nuevas. Y tampoco podemos pasar por alto que la vecina considerada más sabia en el pueblo, a pesar de no poner en duda la naturaleza angélica del extraño, sospecha que su propósito es llevarse al niño de la familia que lo hospeda. Desde un punto de vista puramente formal, los ángeles, figuras híbridas, se revelan herederos de la iconografía mesopotámica. En la antigua Mesopotamia las alas caracterizan a figuras sobrenaturales benéficas que después servirán de modelo para la tradición cristiana. Ejemplos bien conocidos son los lamassu, toros androcéfalos y alados que flanqueaban las puertas como símbolo de protección1, o los genios polinizadores de los relieves neoasirios, que a menudo aparecen también purificando al soberano para concederle un reinado próspero (Guadalupe, “Las yemas de Dios”, 146). No obstante, la edificante iconografía medieval comprende seres infernales alados. Lo cierto es que la tradición consistente en imaginar a los seres del inframundo como entidades provistas de alas 1 En muchísimas culturas la puerta se concibe como punto de separación entre dos mundos ‒sacro y profano para los templos, ordenado y caótico para las construcciones laicas‒. Así, atravesarla implica un rito de paso que deja momentáneamente expuesto, por lo que se busca el auxilio de dioses guardianes que a veces se representan mediante estatuas, símbolo del tabú de penetración. Por el mismo motivo también se entierran amuletos bajo los umbrales (van Gennep, Los ritos de paso, 26-35).
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se retrotrae, de nuevo, hasta la antigua Mesopotamia, y parece posible rastrearla incluso en la Prehis-toria. El demonio Pazuzu, cuya imagen popularizó la película El exorcista, tiene grandes alas, cuerpo humano, cabeza de león y cola de escorpión. Sus extremidades inferiores aca-ban en garras de rapaz, como las de otra divinidad femenina alada que se representa frontalmente en diversos relie-ves de los cuales el más conocido es el Relieve Burney. Los animales y otros atributos que suelen acompañar a esta figura, así como su propia desnudez, hacen suponer que se trate de una representación de Ishtar (Jacobsen, “Pictures and pictorial language”, 1-11), quizá en una faceta ctónica: recordemos el poema El descenso de Ishtar al infierno, por ejemplo, o su relación con la muerte de Enkidu en el Poema de Gilgamesh. Aunque otros estudiosos prefieren identificarla con la lilitu mencionada en el poema sumerio Gilgamesh, Enkidu y los Infiernos (línea 44; trad. en Pettinato, La Saga di Gilgamesh, 330), un demonio nocturno que quizá tomase la forma de un búho y que posteriormente se identificó con la Lilith hebrea y con la Lamía griega. Sea como fuere, incluso quienes se muestran más cautos y prefieren no mencionar un nombre concreto están de acuerdo en considerar esa figura femenina alada como un representante del reino de los muertos (Frankfort, “The Burney Relief”, 134-45). En realidad parecen ser numerosos los demonios de segundo orden y poco conocidos que en Mesopotamia se imaginaron con alas. Un ejemplo es Tiruru, figura femenina provista de alas, con cabeza y garras de ave de presa, que también habría de identificarse con una faceta de Ishtar ligada a su descenso a los infiernos (Schwemer, “Protecting the King”, 218). Las fuentes textuales mesopotámicas indican claramente que las almas de los muertos están recubiertas de plumas: Enkidu yacía, su cuerpo estaba enfermo. Él yacía solo. Contó a su amigo lo que oprimía su corazón: “Escucha, amigo, esta noche he tenido un sueño: el cielo habló, la tierra respondió; y yo me encontraba entre ellos. Había un joven cuya cara estaba oscura, su aspecto era parecido al del Anzu; tenía patas de león, tenía garras de águila. Me agarró por el cabello y me sometió. [...] Me transformó en una paloma; recubrió mis brazos con plumas de ave.
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Me capturó y me condujo a la Casa Oscura, a la Mansión Irkallu, la casa que tiene entrada pero no salida, por el camino del que no se puede volver. En la casa en la que los habitantes están privados de luz, donde el alimento es polvo y el pan es barro, ellos van vestidos como pájaros, cubiertos de plumas. Ellos no ven la luz, moran entre tinieblas…” (Poema de Gilgamesh VII 161-190; trad. en Pettinato, La Saga di Gilgamesh, 185-86) A la Tierra sin Regreso, el reino de Ereshkigal, Ishtar, hija de Sin , decidió ir. Decidió ir la hija de Sin a la casa sombría, la morada de Irkalla, a la casa de la que nunca salen quienes han entrado, por el camino que carece de retorno; a la casa en la que quienes entran son privados de la luz, donde su sustento es el polvo y su alimento el lodo, sumidos en la tiniebla, sin ver nunca el día, revestidos, como aves, por un manto de plumas, mientras sobre la puerta y el cerrojo se acumula el polvo. (Descenso de Ishtar a los infiernos 1-11; trad. en Bottéro y Kramer, Uomini e dei, 335)
El mesopotámico no es un caso aislado, ya que en muchas culturas las almas de los muertos y las divinidades infernales tienen rasgos propios de aves o se identifican con estos animales. Los antiguos egipcios, por ejemplo, representaban el Akh, es decir el alma del difunto o su fantasma, mediante el ibis, y el Ba, la parte del individuo que según ellos sobrevivía a la muerte del cuerpo y que perfilaba la personalidad, mediante un pájaro con cabeza humana. Como decíamos, esa relación entre las aves y el más allá se detecta en Mesopotamia mucho antes de la aparición de fuentes textuales, aproximadamente hacia el 11.000 a. C, en el yacimiento iraquí de Shanidar. Allí aparecieron los esqueletos de las alas de enormes aves de presa, conservados junto a cráneos de cápridos. Dado que las alas fueron desolladas con sumo cuidado, se considera probado que no se las usó para consumo de carne, sino probablemente con algún fin cultual. Porada, entre otros, propone que se empleasen, en asociación con los cráneos caprinos, para fabricar trajes rituales que quizá habría que asociar con prácticas chamánicas (Porada, Man and Images, 21-75). En efecto en el chamanismo el viaje extático, identificado con el vuelo y el viaje astral, resulta esencial
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porque permite al chamán ponerse en contacto con el mundo de los muertos y buscar allí remedio a los males de su comunidad. Por eso muy a menudo los chamanes intentan asemejarse a las aves con las que se identifica a los espíritus, y para ello emplean plumas en sus trajes o incluso procuran que estos reproduzcan la forma del animal (Eliade, El chamanismo, 135ss). Así disfrazado, el profesional puede volar hacia el otro mundo aun estando vivo2. Por otro lado, el culto que parece evidenciar Shanidar quizá haya de relacionarse con las pinturas aparecidas en Çatal Hüyük, Anatolia, que datan de 6.500 a. C. - 5.700 a. C. Grandes aves carroñeras parecen haber sido representadas allí en el acto de descarnar los cadáveres, liberando así las almas de los difuntos. Queda suficientemente argumentado, pues, que si bien las alas son atributos de determinados seres celestes, también lo son otras veces de entidades infernales, es decir habitantes de un reino de los muertos que no ha de identificarse necesariamente con la representación católica del inframundo. En concreto, el hecho de que el protagonista de Un señor muy viejo con unas las enormes se precipite desde el cielo, hace sospechar que el texto aluda a los ángeles desterrados o demonios. Quizá la obra sugiera su condición de proscrito a través de un comentario de la vecina más avispada, para la que “los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial”; por lo que pretendía que lo matasen a palos. El accidente del protagonista evocaría entonces el infortunio de Lucifer, que no sería un prototipo del mal sino sencillamente una criatura caída en desgracia, También para Rincón la caída de los ángeles, alegoría de la pérdida de la grandeza y estima, constituye un argumento central en este relato, que precisamente pretendería desmitificarlo (Rincón, “Imagen y palabra, 18). Efectivamente otros autores se inspiraron antes en el mismo tema, aunque creo que una obra en concreto, El ángel caído de Amado Nervo, podría ayudarnos a comprender mejor la naturaleza del protagonista de García Márquez. Ciertamente el ángel de Nervo responde a los cánones cristianos tradicionales, y en este sentido se puede considerar la antítesis del nuestro. La circunstancia narrada en Un señor muy viejo con unas las enormes se aborda en clave materialista y racional hasta el punto de trivializar e incluso ridiculizar lo supuestamente divino, mientras el relato de Nervo parece disfrutar ahondando en lo trascendental y místico. Y sin embargo algo podrían 2 Por eso no es raro que la consagración de los chamanes a menudo exija un rito que comprende la subida a un
árbol o poste. Así el nuevo profesional demuestra que está preparado (Guadalupe, “Las prácticas chamánicas”, 110).
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tener en común ambas obras, pues la de Nervo parece una alegoría de la muerte, y ésta podría revelarse también una de las múltiples lecturas de la de García Márquez. Resulta verosímil suponer que tras el convencimiento de la vecina de que la misión de la criatura alada habría sido llevarse al niño, subyace la creencia popular de que los ángeles son enviados de Dios cuya función consiste en conducir hasta el cielo a los pequeños que mueren sin ser bautizados. Infinitamente más explícito se muestra el escritor nicaragüense Joaquín Pasos en su relato El ángel pobre, de 1941. El protagonista sobrenatural del El ángel pobre finalmente resulta ser un mensajero de la muerte que acaba llevándose al hijo de su anfitrión y, mientras abandona el pueblo del cual ha sido desterrado, a otros muchos muchachos ‒los únicos que sí muestran piedad por sus heridas‒, hijos de esos mismos vecinos que se habían hecho escarnio de él y lo habían maltratado. Este relato guarda además otras similitudes con Un señor muy viejo con unas las enormes, ya que su ángel harapiento y desaseado, en apariencia desprotegido, en efecto nos recuerda vagamente al protagonista de García Márquez. Pero volviendo a El ángel caído de Amado Nervo, no podemos obviar que algunos estudiosos han creído advertir en su protagonista una naturaleza demoníaca. Plantea Chirinos la sospecha de que el ángel sea “un disfrazado Satán que seduce hábilmente a los niños para luego llevárselos”. Y añade: “Sin que el autor se lo proponga nos invita a una lectura opuesta a la que aparece en la superficie del relato; en nombre de esa posibilidad (y de la salud literaria) nos gustaría decir de Nervo lo mismo que dijera William Blake de John Milton: «He was a true Poet and of the Devil's party without knowing it»” (Chirinos, “Del Quetzal al Gallinazo”, 226). Parece que el propio padre Gonzaga alberga la misma sospecha cuando previene a los lugareños contra la ingenuidad: “Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles”. García Márquez insiste mucho en el ostracismo del extraño alado, en su mutismo y en el uso de una lengua del todo desconocida las pocas veces que el ser se ve obligado a reaccionar ante los humanos. Si bien se advierte la ironía cuando ese detalle hace pensar a sus anfitriones que pueda tratarse sencillamente un noruego con alas, parece bastante obvio que con el dialecto incomprensible se evocan las tradiciones populares según las cuales los seres demoniacos hablan arameo. De hecho el padre Gonzaga se afana en investigar si el dialecto de la criatura tiene algo que ver con esta lengua.
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El Talmud considera que la lengua sagrada es el hebreo. A los eruditos hebreos, que habían preservado su idioma durante el cautiverio en Babilonia, donde los judíos adoptaron el arameo ─lengua diplomática en todo el Oriente antiguo─, éste les merecía una pésima opinión, y quizá de ahí la convicción de que los demonios hablan en arameo. El arameo, que había reemplazado al hebreo, mantenido sólo por los estudiosos de la literatura religiosa, era visto como el enemigo. Los ángeles entienden, por tanto, sólo el hebreo: “Quienquiera que haga peticiones en arameo, los ángeles ministradores no le prestarán atención, puesto que los ángeles no entienden arameo” (Sotah 33a). Aunque concretamente el Arcángel Gabriel sabe setenta idiomas entre los cuales se encuentra también el arameo (Sotah 36b). Hable lo que hable el extraño alado, el que su lengua resulte incomprensible lo reviste de una cierta sacralidad. En la antigua Grecia se interpretaba la glosolalia, es decir el uso de un lenguaje que no sólo es ininteligible sino que además es inventado, como signo de que las divinidades hablaban por boca del afectado. Así sucedía en oráculos como el de Delfos, donde esa glosolalia puede ser explicada mediante el trance o la intoxicación provocada para alcanzarlo. Sin embargo en la tradición cristiana parece suceder todo lo contrario: el don de lenguas, la capacidad de comunicar con otros en lenguas no aprendidas, es un regalo divino ―que el Espíritu Santo, bajo la forma de lenguas de fuego, concede por primera vez a sus doce apóstoles en Pentecostés (Hechos de los Apóstoles 2:1-11)―. Así, en su primera Carta a los Corintios (14:22), el Apóstol Pablo defiende que ese don es marca para los cristianos elegidos y señal para los incrédulos de que ellos contaban con el respaldo divino. Pero efectivamente el don de las lenguas tenía también una enorme utilidad práctica: la de permitir que los discípulos de Jesús predicasen por todo el mundo, es decir la de facilitar la comunicación. Se deduce que la incomunicación entre el los ángeles y los hombres ―y también la de los hombres entre sí― sella la separación entre sagrado y profano, la definitiva desacralización del hombre o lo que es lo mismo su expulsión definitiva. Recordemos que originariamente los ángeles y los hombres llegaron a convivir y se presume que hablaban la misma lengua ―a denominada enoquiana, que se propuso descubrir John Dee en la segunda mitad del siglo XVI―. Así se convivió en armonía hasta que los hombres, en su infinita soberbia, intentaron construir la Torre de Babel y Dios decidió confundirles multiplicando las lenguas. Desde entonces la humanidad sufre una progresiva degradación de la que son conscientes los propios cristianos cuando sostienen que el don de las lenguas, así como otros dones
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milagrosos, desaparecieron con la muerte de los apóstoles en el siglo I. Si la aparición del señor muy viejo con unas alas enormes en efecto ha de ser considerada una hierofanía, cosa que parece bastante verosímil, el que el ángel y los humanos tengan tan poco que decirse demuestra hasta qué punto ambas naturalezas se han alejado la una de la otra. O lo que es lo mismo, en qué medida el hombre ha dado la espalda al soplo divino que lo animó en sus orígenes. Como mencionábamos antes, en un periodo remoto los hombres aún compartían espacio con los ángeles. De hecho el Génesis da a entender que incluso llego a generarse una raza híbrida: “Al ver los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas. […]. Los nephilim habitaban en la tierra en aquellos días, y también después que se llegaron los hijos de Dios a las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Éstos fueron los héroes que desde la antigüedad alcanzaron renombre” (Génesis 6:2-4). A este incidente parece aludir también Un señor muy viejo con unas alas enormes: “Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo”. Los nephilim, literalmente “los caídos”, son una raza superior de híbridos descrita con gran estatura, fuerza y longevidad. Curiosamente, en el apócrifo Libro de Enoc (10:9), Dios ordena a Gabriel que haga entrar a los nephilim en una guerra de destrucción. Según esta fuente habrían sido ellos y su actitud lasciva con las hijas de los hombres, a quienes habrían pervertido (Libro de Enoc 10:15), la causa del Diluvio. A esta misión belicosa encomendada a un arcángel que por lo general actúa como emisario podría referirse otro fragmento de nuestro relato: “Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras”. En cualquier caso, incluso si el protagonista de Un señor muy viejo con unas alas enormes hubiese de ser considerado un miembro de la corte de expulsados del cielo, conviene recalcar que, como también concluía Jiwon Park (Park, “Semejanzas y diferencias”), en el relato de García Márquez el ángel caído no se corresponde exactamente con el prototipo del mal y también rompe con el arquetipo clásico del ángel protector de la humanidad. De hecho, en este caso, es el ángel el que queda en manos de unos humanos egoístas y violentos. El ángel de García Márquez se encuentra
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totalmente desprotegido ante ellos, de tal forma que se subvierten los papeles tradicionales. COEXISTENCIA DEL ANCIANO ALADO Y SUS ANFITRIONES HUMANOS Que el mundo anda revuelto lo pone ya de manifiesto el propio comienzo del relato, cuando contemplamos cómo los cangrejos, animales marinos, invaden la tierra. La imagen es al tiempo anuncio de caos y signo de que las aguas se han tornado amenazadoras. Ciertamente Dios, viendo a su creación tan corrompida, no puede tener muchos motivos de orgullo. De hecho la tormenta inicial evoca el castigo que la humanidad recibe a través del Diluvio. Se diría, en efecto, que el Señor vuelve a estar enojado con sus criaturas. Desde luego la actitud posterior de los hombres, que tan poco respetan al que podría ser un heraldo del cielo, justificará con creces el descontento divino. Como en el Génesis, el castigo llega de manos de unas aguas desbocadas que anuncian la impía actitud humana. La lluvia nos coloca en un escenario melancólico que no vaticina nada bueno. El ángel se precipita bajo la tormenta, probablemente producto de la ira divina. El aguacero, que no pocas veces ha de ser interpretado como una alegoría del Diluvio, es un elemento frecuente en la obra del autor (Valcárcel, “Símbolos de construcción y destrucción”). El paradigma lo constituye Cien años de soledad ‒y la apocalíptica lluvia de pájaros muertos mencionada en Los funerales de la Mamá Grande‒, pero también lo encontramos en El coronel no tiene quien le escriba, en La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira, en Isabel viendo llover en Macondo, en La mala hora, en El general en su laberinto… Discrepo por tanto de Rincón, quien interpreta esta introducción de la historia no en clave “apocalíptica”, sino como una descripción del caos que acompaña a la creación en sus comienzos (Rincón, “Imagen y palabra”, 31)3. Los cangrejos que invaden la casa hacen pensar en una plaga bíblica como aquellas que Dios emplease para castigar a los pecadores. Así el desorden invade el espacio aparentemente seguro del hogar, donde el hombre ya no puede esconder sus iniquidades ni eludir las consecuencias de sus actos. Analizada en su conjunto, la historia que se desarrolla en Un señor muy viejo con unas alas enormes se me antoja una antítesis de la narración que describe la destrucción de Sodoma. Cuenta el Génesis (19:1-26) que Dios envió unos ángeles disfrazados de Rincón únicamente sustenta esta idea en dos breves expresiones, “el cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza” y “la luz era tan mansa al medio día”, que aluden sencillamente al ambiente gris propio de la tormenta y se justifican debido a las condiciones meteorológicas, sin necesidad de ver en ellas una cosmogonía.
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peregrinos para descubrir si aún quedaba algún hombre justo en la ciudad corrompida, y al ver que Lot arriesgaba su vida e incluso ofrecía sus propias hijas a la turba para preservar la seguridad de sus huéspedes, decidió salvarle de la destrucción. Obviamente nos encontramos ante una parábola sobre el buen anfitrión, sobre la hospitalidad y el amparo debidos al caminante. Y en el fondo lo mismo sucede en Un señor muy viejo con unas alas enormes, sólo que con un resultado totalmente contrario. Pues lejos de ofrecer acogida y protección, los humanos de García Márquez esclavizan y maltratan a su invitado. El ángel, que representa al otro, al diverso, se identifica con el extranjero. Por eso, al margen de la posible influencia bíblica, el relato no deja de ejercer también una crítica contra las sociedades cargadas de prejuicios, cerradas e incapaces de ofrecer tolerancia e integración a los forasteros. En este sentido quizá se pueda suponer una huella de la Aracataca natal de García Márquez, una ciudad en efecto pequeña. Curiosamente advierto otro elemento en común con el relato bíblico: la destrucción de Sodoma se cierra con un episodio de desobediencia que es castigado mediante la conversión en estatua de sal de la mujer de Lot, mientras en Un señor muy viejo con unas alas enormes es la desobediencia la que justifica la conversión de una muchacha en un monstruo mitad humano y mitad araña. Esta pobre criatura es exhibida como atracción de feria en el pueblo y en poco tiempo le roba todo el protagonismo al presunto ángel. Los vecinos dejan de visitar el gallinero donde éste, apático y huraño, permanece encerrado y optan por la locuaz muchacha araña que cuenta su desgracia a cuantos la quieren escuchar. Para Elisenda el ángel, a quien persigue escoba en ristre, supone un infierno. Y es que, en el fondo, constituye un estorbo para la población en su conjunto ―incluidas las autoridades eclesiásticas, de las que se requiere un fallo que en realidad nunca llega debido a una burocracia que exige tiempos bíblicos―, porque les obliga a reflexionar sobre la existencia de lo sobrenatural y hace que su noción convencional de la realidad se tambalee. La experiencia con el ángel nada tiene que ver, como cabría esperar, con una religiosidad íntima, sino que se revela un incómodo fenómeno social respecto al que todos tienen su particular opinión o sus propios mezquinos intereses. Por eso, apenas se les ofrece la oportunidad, cambian al ser presumiblemente divino por un “vulgar” monstruo de feria, en apariencia mucho más comprensible para ellos. Aunque la araña cobra una relevancia especial en el Caribe por influencia de las culturas africanas e indígenas, su papel en la mitología tampoco resulta ajeno a las culturas occidentales, que
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heredan de la antigua Mesopotamia una iconografía con ella relacionada. La araña aparece en los sellos mesopotámicos del Periodo Uruk y Jemdet Nasr sola o combinada con figuras femeninas que tejen (Collon, First impressions, 16a), ya que una Diosa sumeria, Uttu, nieta de Ninhursaga, se identifica con este artrópodo. Hay pocas dudas al respecto, pues el nombre de la diosa se escribe mediante un logograma compuesto por los signos cuneiformes que leídos independientemente significan: “dios” + “lanzadera de telar” + “tejido” (dTAG+TÚG). Y además este logograma es empleado también a veces para escribir el nombre común “araña” (Black y Green, Gods, Demons and Symbols, 182). Igualmente, en la antigua Grecia encontramos un mito etiológico, el de Aracne, que explica el fenómeno del hilado de sus telas por parte de las arañas. También Aracne, que parece provenir de la costa Anatolia, zona que a menudo permitió el tránsito de mitemas y elementos iconográficos entre el mundo próximo oriental y el griego, se convierte en araña como castigo por su rebeldía, pues se atreve a alardear de ser más habilidosa que la propia Minerva. Estas hilanderas divinas representan el ideal de la esposa, de la mujer hacendosa que se encarga del buen funcionamiento del hogar. Como la fiel Penélope, que aguarda a su marido tejiendo. Pero a una buena esposa, al menos en una sociedad patriarcal, se le exige también que sea humilde y sumisa. Por ello la rebeldía o el orgullo conduce, como advertencia para el resto de mujeres, al castigo de convertirse en una araña. Los seres híbridos y compuestos, generalmente grotescos y parcialmente zoomórficos, los denominados gryllas ‒del latín y griego‒ o“grillos” por Baltrušaitis, son monstruos muy comunes en el arte medieval de los siglos XIV y XV, donde proliferaron especialmente en la miniatura, y pasan a la posteridad gracias a las obras de El Bosco, que les concede una nueva dimensión. Como ya Baltrušaitis pusiese de manifiesto, estos seres proceden de la iconografía greco-romana, que a su vez recogió la herencia del Próximo Oriente antiguo (Baltrusaitis, Il Medioevo fantastico). A menudo la parte animal de estas criaturas fantásticas está tomada de pájaros o insectos. Así, por ejemplo, resulta bastante común el motivo del insecto con rostro humano en el tórax, aparentemente heredero de las moscas con rostros humanos en el cuerpo que se representaban en las joyas antiguas (Baltrusaitis, Il Medioevo fantastico, 77), y que sin duda sirvió de inspiración para crear monstruos como la muchacha araña de Un señor muy viejo con unas alas enormes. Este híbrido monstruoso infringe un tabú sobre la rebeldía ‒la muchacha es convertida en araña por no obedecer a sus padres‒ que
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reaparece en otras obras de García Márquez (Palencia-Roth, Gabriel García Márquez, 134-135). En Cien años de soledad un hombre se convierte en víbora también por desobedecer a sus padres. Y en El otoño del patriarca una mujer se convertirá en alacrán por el mismo motivo. La rebeldía contra la autoridad, ya sea ésta encarnada por los dioses ‒sucede no sólo en el mito griego sino también, por ejemplo, en un mito de los bubis de Guinea Ecuatorial que explica la aparición de la araña como fruto del castigo aplicado por Dios sobre un insensato que se atreve a recriminarle que haya cojos, sordos, ciegos y otro género de desgraciados (Pedrosa, “El mito de Aracne”, 134)‒ o, en una sociedad más secularizada, por los padres, es castigada duramente porque quien rompe ese tabú, quien no cumple las normas de la comunidad, no merece el apelativo de humano, y acaba siendo objeto del ostracismo que se reserva para el monstruo. Por otro lado, el argumento de la muchacha araña, castigada por ser díscola y desobediente, quizá adquiera, introducido en nuestro relato, un sentido de amenaza velada o advertencia encubierta contra la impía humanidad que, como la antigua Sodoma, ya ni siquiera acoge a los ángeles. En realidad los seres humanos de Un señor muy viejo con unas alas enormes no se encuentran tan lejos del extraño alado al que no comprenden y que tanto les turba, pues también ellos, con su degradación moral, han sufrido una caída. La muchacha araña puede ser comprendida porque responde a la lógica de la superstición popular. Sin embargo el ángel, que no se comunica ni aclara su naturaleza ―una naturaleza que de ser divina podría distar mucho de resultar comprensible para el escéptico hombre―, no merece piedad; sólo crea desconcierto y provoca rechazo. Esa incapacidad de ser comprendido lo convierte en un ser transgresor (Rodero, “Sobre los ángeles”, 93), que por ello se ve condenado al ostracismo y finalmente al olvido y la desaparición. Lo extraño, lo que no se puede clasificar según la inflexible lógica humana, en breve, para evitar que haga peligrar nuestras mezquinas seguridades, pierde interés y se ignora, fingiendo sin más que no existe. Eso explica en parte la indiferencia que todos parecen nutrir hacia el prodigio alado. De tal forma que cuado el ángel recupera sus plumas y finalmente escapa volado, supone un alivio para sus captores. Elisenda lo despide desde la cocina con lágrimas pasajeras y artificiales provocadas por la cebolla, es decir sin pena alguna. El fenómeno pronto caerá en el olvido, porque el hombre es ya incapaz de valorar ni percibir siquiera las manifestaciones de lo sacro que aún permean el universo.
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Algo similar sucedía en Cien años de soledad, donde los hombres lanceaban a un ser alado en el que podemos reconocer un precedente del protagonista de Un señor muy viejo con unas alas enormes, un ser alado que se describe más como un monstruo enfermo y maltratado que como una entidad divina: …un grupo de hombres estaba desensartando al monstruo de las afiladas varas que habían parado en el fondo de una fosa cubierta con hojas secas, […] de sus heridas manaba una sangre verde y untuosa. […] Al contrario de la descripción del párroco, sus partes humanas eran más de ángel valetudinario que de hombre, porque […] tenía en los omoplatos los muñones cicatrizados y callosos de unas alas potentes, que debieron ser desbastadas con hachas de labrador.
HERENCIA DEL PENSAMIENTO RELIGIOSO PRECOLONIAL EN UN SEÑOR MUY VIEJO CON
UNAS ALAS ENORMES En efecto, al enfrentarnos a Un señor muy viejo con unas alas enormes, nos desconcierta la humanidad e incluso la sordidez que reviste y rodea respectivamente al protagonista de García Márquez. Pero lo cierto es que en el pensamiento indígena lo sagrado ―por otra parte un concepto bastante más vago y amplio para la población autóctona que para los colonizadores europeos (Astvaldsson, “El flujo de la vida humana”)― y lo profano nunca estuvieron totalmente desligados y mucho menos fueron considerados diametralmente opuestos, como sí sucedió entre los colonizadores llegados desde Europa. Esto no sólo desconcierta hoy en día, sino que resultó muy difícil de comprender para los primeros españoles que pisaron América. Asegura MacCormack que Garcilaso de la Vega fue “la primera, y durante siglos la única, persona [para ser exacto, escritor] que se dio cuenta de que el concepto andino de lo sagrado se apartaba radicalmente del europeo y del cristiano” (McCormack, Religion in the Andes, 337-338). Lo humano y lo divino se concilian perfectamente en las religiones indígenas sin que ello turbe en absoluto a los creyentes. Y es así porque sus divinidades comparten muchos rasgos con la condición humana. Además los planos humano y divino se cruzan y entrelazan con una notable frecuencia y naturalidad (Astvaldsson, “El flujo de la vida humana”, 96). De hecho esta circunstancia tampoco es ajena a otras religiones antiguas: pensemos, por ejemplo, en los héroes griegos, fruto de las relaciones entre dioses y mortales.
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Es decir que no siempre se verifica la tesis de Durkheim según la cual “todas las creencias religiosas, ya sean simples o complejas, presentan un rasgo común: implican una clasificación humana de las cosas ―reales e ideales– en dos categorías o grupos opuestos, habitualmente designadas por dos términos diferentes, que encuentran su fiel expresión en las palabras profano y sagrado” (Durkheim, The Elementary Forms, 37). Como tampoco acertaba el autor al sostener que “el espíritu humano ha considerado siempre y por doquier lo sagrado y lo profano como géneros separados, como dos mundos que no tienen nada en común”, es decir que la única forma de definir lo sagrado frente a lo profano era mediante su heterogeneidad (Durkheim, The Elementary Forms, 38-39). En efecto, como pone de manifiesto Astvaldsson, la rígida dicotomía entre lo sagrado y lo profano sostenida por Durkheim, fruto en realidad de la influencia ejercida en sus estudios por su propio bagaje cultural, ha sido ampliamente criticada por los antropólogos que han trabajado en Asia, Australia y África (Astvaldsson, “El flujo de la vida humana”, 97 nota 9). Por eso, habida cuenta de que en el contexto indígena las divinidades forman parte de la sociedad y de hecho su propia existencia depende de que la sociedad cumpla sus obligaciones para con ellas –al tiempo que, como contrapartida, dicha sociedad espera obtener los favores divinos–, en este ámbito la religión ha de ser estudiada como un fenómeno marcadamente social (Astvaldsson, “El flujo de la vida humana”, 99). En este sentido el relato de García Márquez se revela fiel reflejo de una forma de religiosidad autóctona y característica de una idiosincrasia propia. De hecho observamos que la criatura alada se convierte inmediatamente en un problema de toda la comunidad, y cada vecino se permite dar su opinión e incluso se siente obligado a hacerlo. En general, el peso de lo colectivo es un rasgo que diferencia a las poblaciones indígenas de los colonizadores occidentales: frente al hombre “primitivo”, el “moderno” se revela cada vez más individualista, fracturando la antigua cohesión social. Por otro lado, como apuntábamos, en el pensamiento indígena ni siquiera el bien y el mal se enfrentan necesariamente entre sí. Las divinidades son sencillamente seres sagrados, entidades provistas de poderes sobrenaturales. El bien y el mal no están representados por dioses opuestos, sino que son entendidos como atributos relativos de cada divinidad, que pueden aparecer puntual y temporalmente en cada una de ellas. Para el indígena hay buenos y malos tanto en el cielo como en el infierno. O dicho de otra forma, divinidades celestes pueden tener malos comportamientos a veces, igual que divinidades infernales pueden tenerlos buenos. Luego la bondad y la maldad no constituyen tanto una naturaleza permanente como un estado circunstancial. Por
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el contrario, para el español los buenos habitan el cielo y los malos el infierno; los primeros forman parte de las filas de Cristo y los segundos de las del Demonio. No sólo, para el español los ángeles y los santos se identifican con el ejército colonizador, a quienes protegen, y los demonios con los indígenas colonizados. Las propias divinidades indígenas son consideradas entidades demoníacas, y como tales se las representa a menudo. Sin embargo la población indígena no se niega a adoptar las representaciones del mundo occidental importado por los colonizadores, sujetándolas a su propia interpretación. Así si una imagen se ajusta a su forma de experimentar el mundo, se admite sin oponer resistencia. Precisamente este mecanismo facilitó el proceso de aculturación en el que se enmarca la evangelización. La figura del ángel cristiano fue bien acogida en el mundo andino, por ejemplo, porque podía ser identificada con los Huamincas, guerreros alados cuya figura tiene origen en el mito fundacional de los hermanos Ayar, ancestros de los incas, de los cuales Ayar Cachi, después de muerto, se convierte en protector del imperio (Mujica, Ángeles apócrifos, 275; Chirinos, “Del Quetzal al Gallinazo”, 221). Es decir que tanto el europeo como el indio interpretaban las figuras aladas –fuesen éstas ángeles o no– como fuerzas dispensadoras de amparo. En un contexto de colonización y conquista violenta, esa protección a menudo se traducía en la lucha a favor de las tropas. Es así como se desarrolla en América la iconografía del ángel arcabucero, que en realidad es directo heredero del motivo del ángel guerrero de origen europeo (Mujica, Ángeles apócrifos, 257). La decrepitud y el desamparo de la criatura alada aparentemente facilitan la humanización de lo divino en el texto de García Márquez. Y al tiempo convierten en ordinario lo maravilloso, es decir que permiten la convivencia de los opuestos, algo típico de las culturas precoloniales. Opuestos que se hacen patentes incluso en la incertidumbre que se alimenta sobre la verdadera naturaleza del ser: si ángel o demonio, si protector o amenaza. En este sentido la original descripción de lo que en definitiva parecería un ángel, al margen de la evidente mordacidad con propósitos críticos, se revela heredera de una forma de religiosidad patria. Innegablemente, Un señor muy viejo con unas alas enormes desafía la severa y angustiosa experiencia de lo religioso impuesta por los colonizadores. En efecto, en el relato advertimos una transgresión o incluso inversión de los modelos culturales occidentales (Rodero, “Sobre los ángeles”, 91). Frente a una evangelización apologética y circunspecta, asistimos a la reivindicación de una religiosidad más relajada y jubilosa ―que seguramente responde también a la
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idiosincrasia de un pueblo― mediante una desacralización de los símbolos que a veces no se priva de caer incluso en el esperpento. Esta circunstancia, curiosamente, me trae a la memoria el enfrentamiento que se produce en El nombre de la rosa entre el fanatismo religioso de Jorge de Burgos, obsesionado por borrar toda huella del segundo libro de la Poética de Aristóteles con el fin de hacer desaparecer la única fuente que podría poner en peligro la drástica tesis de que la risa es contraria a la fe, y la tolerancia del racional Guillermo de Baskerville. En una contienda de este género, está muy claro de qué parte se encuentra García Márquez. Porque, como defendía Guillermo de Baskerville presuntamente siguiendo a Aristóteles, la risa nos diferencia de los animales. Según algunos investigadores, el elemento lúdico es precisamente rasgo distintivo del realismo mágico, que explota al máximo las posibilidades del humor y la parodia a través de García Márquez, cuya obra contrasta poderosamente con la seriedad de Carpentier o Rulfo (Camayd-Freixas, Realismo mágico y primitivismo, 73). Ese elemento lúdico se identifica como un rasgo típico de las poblaciones precoloniales, como parte de la idiosincrasia del indio frente al conquistador occidental. A medida que se va complicando el material de la cultura y se hace más abigarrado y complejo, a medida que la técnica adquisitiva y de la vida social, tanto individual como colectiva, se organiza de manera más firme, crece, sobre el suelo primario de la cultura y, poco a poco, una capa de ideas, sistemas, conceptos, doctrinas y normas, conocimientos y costumbres, que parece haber perdido todo contacto con el juego. La cultura se va haciendo cada vez más seria, relegando el juego a un papel secundario. (Huizinga, Homo Ludens, 101).
ASPECTOS SATÍRICOS DEL RELATO En efecto Rodero sostiene incluso que, si bien lo fantástico no siempre implica una faceta lúdica y transgresora, sí se advierte que ésta suele ser rasgo común en la literatura latinoamericana fantástica del siglo XX (Rodero, “Sobre los ángeles”, 88). Así lo transgresor y subversivo entronca con lo carnavalesco. Y ese juego transgresor sirve en Latinoamérica para cuestionar los valores culturales impuestos. Este género fantástico en concreto se caracteriza, pues, por “la irrupción en lo cotidiano de elementos sobrenaturales o inverosímiles que cuestionan la validez exclusiva de nuestra lógica occidental” (Rodero, “Sobre los ángeles”, 87). Lo fantástico, al hacer uso de la recusación mutua entre
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lo sobrenatural y lo real, genera un tercer ámbito que no se identifica ni con uno ni con el otro, y que por ello ayuda a combatir prejuicios. Pero, como Rodero concluye, el cuestionamiento de valores culturales provocado por la yuxtaposición de lo real y lo irreal no es unidireccional; no provoca la transgresión únicamente de los valores occidentales impuestos por los colonizadores, sino que afecta a la cultura sincrética latinoamericana en su conjunto. Es decir que el realismo mágico persigue la subversión de los criterios culturales dominantes independientemente de su origen étnico (Rodero, “Sobre los ángeles”, 94). Mediante el ángel grotesco García Márquez, en efecto, satiriza contra las instituciones: la moral cristiana, la burocracia ‒en concreto la de la Iglesia‒ y el capitalismo, tan arraigado incluso entre los más pobres, que no dudan en explotar al ángel convirtiéndolo en una atracción de feria. Pero Un señor muy viejo con unas alas enormes arremete igualmente contra el pueblo, contra sus supersticiones, su suficiencia y su ignorancia; contra lo que les empuja a peregrinar al gallinero donde se encuentra la criatura alada para aportar las teorías más disparatadas sin ningún pudor pero con enorme autoridad. El relato va más allá de una crítica a la oficialidad religiosa para adentrarse también en una crítica la religiosidad más popular y supersticiosa (Jesús Rodero, p. 93). Porque lo cierto es que los ángeles gozan de un fuerte arraigo en el acervo popular y están muy presentes en sus leyendas. Por el mismo motivo el autor, aportando una visión crítica de algunos relatos bíblicos (Boekhoudt, “Carnavalización y presencia bíblica”), reinterpreta en clave de humor los milagros ―tan del gusto del pueblo― realizados por Jesús en el Nuevo Testamento, que se convierten en absurdos “milagros de consolación” como el del ciego que en lugar de ver pasa a tener tres dientes nuevos. Sin duda Un señor muy viejo con unas alas enormes goza de una naturaleza trasgresora y subversiva. Pero seguramente este relato refleja también, mediante un lenguaje simbólico, la progresiva laicización de la población caribeña, su creciente escepticismo frente a las manifestaciones de lo divino. De alguna forma la religión se ha convertido en una tradición, una liturgia y una serie de relatos a los que en realidad ya no se concede ninguna verosimilitud. Está claro que las gentes desconfían del ángel y por tanto de lo sobrenatural e incluso de lo divino. El ser humano se ha vuelto racionalista y materialista, en todos los sentidos: sólo cree aquello que puede tocar, y además su intención es sacar provecho incluso de lo más sagrado. Es decir que, en un mundo cada día más secularizado, los personajes consideran a la criatura alada un fenómeno maravilloso, pero no por ello necesariamente sobrenatural y mucho menos celestial.
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Curiosamente conviven con él con una naturalidad que raya en la insolencia cuando no en el puro sacrilegio ―y que nos recuerda la naturalidad con la que los humanos aceptan lo sobrenatural en el relato El ángel caído, de Cristina Peri Rossi―. Asistimos a una progresiva racionalización, y por ello humanización, de lo sobrenatural. La comunidad acepta con naturalidad la aparición de lo maravilloso, y esto se ajusta a la lógica del realismo mágico, que opta por un acercamiento al mundo desde una perspectiva ideológica “primitiva” y precientífica (Camayd-Freixas, Realismo mágico y primitivismo, 53). Sin embargo, al tiempo, esas mismas gentes ponen en duda el carácter sobrenatural del extraño, y esto resulta contradictorio. Entiendo que esa contradicción pretende poner de manifiesto la aculturación de la que se están dejando hacer objeto los caribeños contemporáneos. Que, entre otras cosas, prefieren cambiar por vil metal el incalculable tesoro de acercarse a la realidad con una óptica aún trascendente. Subyace una parodia de la historia de América bajo esa caricatura de un pueblo. En el fondo, el espíritu carnavalesco que caracteriza a Un señor muy viejo con unas alas enormes oculta una visión amarga del destino americano, un sentimiento de decepción hacia esas gentes que han preferido adoptar los vicios del colonizador a mantener sus propias virtudes. Es decir que han cambiado su sistema de valores por el de los invasores. En efecto, para Mircea Eliade lo sagrado y lo profano suponen dos formas de estar en el mundo. El hombre de las sociedades tradicionales habitaría un cosmos sacralizado, es decir que su actitud frente al mundo sería esencialmente sacralizada. Por el contrario el hombre moderno vive un mundo desacralizado porque su actitud frente al mismo es profana. El hombre religioso advierte manifestaciones de lo sagrado en el mundo, mientras el hombre irreligioso rechaza la trascendencia y se reconoce como único agente de la historia. Por este mismo motivo, la naturaleza tal y como la entiende el hombre moderno es el producto de la secularización del cosmos obra de Dios. Porque el hombre moderno se revela un ser esencialmente racional o que intenta ser fundamentalmente racional (Eliade, Lo sagrado y lo profano, 10-14; 124-131). Por eso el espíritu subversivo propio del realismo mágico va más allá del ámbito puramente religioso, poniendo en tela de juicio todo género de instituciones, a las que priva de una autoridad que ya no considera indiscutible. Pues la propia realidad pasa a ser objeto de debate.
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CONCLUSIONES Como hemos puesto de manifiesto, en Un señor muy viejo con unas alas enormes parece reclamar una cierta secularización de determinados símbolos sacros. La descripción que del ángel se hace, supuesto que en efecto lo sea, le priva de todo esplendor y lo convierte en un ser ordinario e incluso vulgar, digno de lástima. Lo cierto es que la criatura alada no encaja ni en el concepto oficial de lo mítico-religioso ni en el concepto popular, más folclórico y supersticioso, de lo mismo. El presunto ángel es un inadaptado en todos los sentidos y, como todos los ángeles, goza de una naturaleza híbrida, dual e intermedia, parcialmente terrestre y parcialmente celeste. Por el mismo motivo, dolorosamente apátrida. Repudiado por todos, expulsado del cielo y rechazado por la tierra, donde los hombres tampoco lo ven como un semejante y lo tratan como a un animal, se le aísla del grupo en el gallinero, lo que supone negarle su humanidad cuanto menos parcial. En definitiva, se le considera un monstruo. Este ángel paria de García Márquez de alguna forma trae a la memoria a los ángeles destronados que Rafael Alberti pinta en Sobre los ángeles: seres desafortunados y solitarios, desengañados y cenicientos, mentirosos, envidiosos, bélicos, vengativos e incluso crueles; en absoluto acordes con el modelo convencional. Todos ellos son, de una forma u otra, ángeles caídos en tanto que fracasados por alejados de un canon ejemplar. De hecho en el relato de García Márquez la degradación moral encuentra un reflejo evidente en la degradación más patente y física, tanto por la decrepitud del ser como por la incipiente descomposición que parecieran manifestar los parásitos de sus alas. Que su naturaleza resulta mucho más humana que divina es una idea en la que abunda todo el texto: está viejo, sin dientes, sin plumas… Parece como si el mismo ángel hubiese transgredido las normas divinas y por ello hubiese sido castigado y expulsado temporalmente del aire. Lo cierto es que el ángel de García Márquez se diría muy terrenal en todos los sentidos; nada parece haber en él de espiritual. Asistimos, por tanto, a una desacralización de la figura divina. Algo similar hicieron Velázquez o Caravaggio en el campo de la pintura, revistiendo lo extraordinario o incluso lo sacro de una pátina de cotidianidad que alcanza la manifiesta sordidez en el caso del segundo, infinitamente más desmesurado e imprudente. Esto desconcertó mucho a sus coetáneos, valiéndole la caída en desgracia al italiano. Pero Caravaggio fue adorado por esas clases bajas que utilizó como modelos, inmortalizando a los habitantes de los suburbios romanos como dioses clásicos o incluso santos católicos. Y
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Velázquez, con obras tan revolucionarias como El dios Marte, La fragua de Vulcano o Los borrachos, se convirtió en ejemplo para todos los pintores hasta nuestros días. En efecto, el ángel de Un señor muy viejo con unas alas enormes es un ser en franca decadencia física, que corre paralela a la decadencia moral del hombre que lo esclaviza, convirtiendo el misterio en simple atracción de feria. Porque la humanidad ya no es capaz de advertir lo trascendente. En esta mezcla tan iconoclasta e irreverente entre el mundo divino y el humano podemos citar otros ejemplos. Me resulta especialmente interesante el relato El ángel custodio de Visitación Montera, del español José Ferrer-Bermejo, donde un ángel de la guarda se enamora de la muchacha sobre la que debe velar. También ésta obra, como Un señor muy viejo con unas alas enormes, se revela subversiva al refutar la creencia oficialmente aceptada de que los ángeles son seres asexuados. Optando además, de nuevo, por lo carnavalesco y humorístico. Por su interpretación de la caída como un incidente de naturaleza carnal, el relato recuerda a Moraleja para ángeles, de la chilena Sonia González Valdenegro, donde un ángel hembra se hace completamente humano ―y desciende del perfecto mundo celeste al ordinario y vulgar humano―, perdiendo su esplendor y su misterio, al iniciarse en el sexo. Si el protagonista de García Márquez en efecto fuese un ángel, quizá nos encontrásemos ante el propio arcángel Gabriel ―mencionado en El mar del tiempo perdido, donde curiosamente también los cangrejos parecen querer apoderarse de la tierra―, que se describe a veces como un ángel de la muerte, pero es sobre todo el mensajero de Dios. Y sin embargo lo más curioso es que este ángel, éste “mensajero”, no tiene nada que decir. Contraviene por tanto su propia naturaleza, o cuanto menos todo lo que los humanos creen saber sobre su raza. Nos encontramos ante una evidente paradoja: el ángel es, etimológicamente, el “mensajero”, pero el ángel de García Márquez no parece portador de ningún mensaje sino que, por el contrario, se obstina en el mutismo. Por otro lado, como ya se ha puesto de manifiesto en alguna ocasión (Martínez, “De ángeles y demonios”, 25), ese silencio parece indicar que el ámbito celeste tampoco reserva respuestas satisfactorias para todas las preguntas que acucian al hombre, para sus dudas existenciales. Por fin, la partida del ángel sella el definitivo desencuentro del hombre con Dios, confirmando la ruptura que hacía presagiar el comienzo del relato. Interpretado de este modo, el texto también tendría, como Cien años de soledad, estructura circular y segura-
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mente respondería a una interpretación de la Historia que deja su huella en buena parte de la obra de García Márquez. Al tiempo, Un señor muy viejo con unas alas enormes introduce el argumento de la casualidad. En efecto el ángel que lo protagoniza no tiene una misión precisa: ha acabado entre los humanos que lo acogen por accidente, y se marcha de igual forma que llegó, es decir sin aportar nada más que desconcierto. Quizá esto sugiera que el mundo divino es impredecible e incomprensible. O quizá, también, que lo que a menudo interpretamos como intervenciones o manifestaciones divinas pueden resultar mero fruto del azar. Sin duda nos encontramos ante un relato rico y polisémico. Tanto que, al margen de las múltiples interpretaciones consideradas, me pregunto si, en un distinto plano de lectura, no estaremos también ante una alegoría del abandono del hogar por parte de los hijos cuando se hacen adultos y “vuelan” del nido. La criatura alada ha compartido el gallinero con el niño, pero cuando el tiempo destroza el recinto y le nacen plumas nuevas, parte. Y es que el tiempo cambia las circunstancias. Así visto, también podría interpretarse Un señor muy viejo con unas alas enormes como una parábola sobre la existencia humana: de la cuna a la tumba. Y esa partida del señor muy viejo de alas enormes podría convertirse en una metáfora de la muerte, al tiempo liberación del alma para los creyentes.
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