RODAR LAS PALABRAS AL BORDE DE UN FILME

JACQUES DERRIDA SAFAA FATHY RODAR LAS PALABRAS AL BORDE DE UN FILME 1 PRESENTACIÓN Escrito a destiempo, es decir, después de un rodaje, un monta

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Story Transcript

JACQUES DERRIDA

SAFAA FATHY

RODAR LAS PALABRAS AL BORDE DE UN FILME

1

PRESENTACIÓN

Escrito a destiempo, es decir, después de un rodaje, un montaje y una primera proyección pública (Scam, Forum de las Imágenes, el 14 de diciembre de 1999), esta obra permanece por tanto adrede sobre el borde de un filme (Por otra parte, Derrida). La integran varios textos. El primero, Contraluz, fue escrito en colaboración por Jacques Derrida y Safaa Fathy, escribiendo cada autor por separado los textos restantes. Nos contentaremos aquí con recordar las fechas y lugares del rodaje (París, los días 1, 2, 14 y 18 de diciembre de 1998; Argelia, del 30 de enero al 7 de febrero de 1999; España —Toledo y Almería—, del 22 al 28 de febrero de 1999; California del Sur —Irvine, Laguna Beach, Los Ángeles—, del 4 al 12 de mayo de 1999; París de nuevo, el 28 de mayo de 1999), y con reproducir los títulos de crédito del filme.

Con Jacques Derrida Jean-Luc Nancy

Encargado de producción Diane Thin Con la ayuda de Carole Reinhard

Un filme escrito y realizado por Safaa Fathy

Por Gloria Films Aurélie Tyszblat

Producido por Laurent Lavolé e Isabelle Pragier

Regidores Sylvain Garenne Mónica Albacete Mario Méndez Domínguez Michael Pfeil

Imagen Éric Guichard Martial Barrault Marie Spencer

Producción ejecutiva en Argelia Malika Laichour Operador jefe en Argelia Mustapha Belmihoub

Sonido Jean-François Mabire Stéphane Thiébaut

Electricista Christian Vicq

Montaje Marielle Issartel Véronique Bruque

Asistentes de imagen Margaux Bonhomme Rosario Romagnosi

Ayudante de realización Sylvie Peyre

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Transcripción Bénédicte Villain

La Sept Arte Unidad de programas Thierry Garrel

Asistentes de montaje Albertine Lastera Frédéric Barras Cécile Keliar

Encargada de programas Delphine Coulin

Efectos de sonido Bruno Langiano

Productor asociado Kinotar Oy Lasse Saarinen

Conformación Philippe Morisset

Con la participación de YLE 1 Le CNC y el apoyo de La Procirep Le ministère des Affaires étrangères

Mediciones Emmanuel Casenave Una coproducción Gloria Films Production

Expresamos nuestro agradecimiento muy particularmente a:

Marguerite Aucouturier, Hélène Cixous, Geoffrey Bennington, Patrica Dailey, Patrick Love, Marie-Louise Mallet, Outi Pasanen, Susanna Virtaun-Pascal, Michel Delorme, Jordi Esteva, Isabel Esteva, Ramòn Puigmarti, J. Hillis Miller, Peggy Kamuf, Sam Weber, Élisabeth Weber, Richard Rand, Barbara Cohen, Jackie M. Dooley, Eddie Yeghian, Jessica Haile, Frédéric André, Michel Petit, Colette Gervais, Silvia Laj, Marie Bonnel, Pierrette Ominetti, Muriel Piqart, Mustapha El Khotabi.

© Gloria Films Production / La Sept Arte — Francia 1999

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CONTRALUZ Por Jacques Derrida y Safaa Fathy

—[...]

—A partir de aquí, encadenaré para decir algo como: henos aquí ambos de vuelta a los lugares del filme...

—¿«Volver a los lugares del...»? En sí, la expresión substituye ya, de manera subliminal, «crimen» por «filme». El filme, la palabra «filme» borraría las huellas de un crimen inconfesable. A menos que no confiese o no traicione lo imperdonable. Ambos cómplices, criminales encarnizados (es decir, en buen francés, atraídos aún, seducida la memoria por la carne que habría servido de cebo), helos aquí de regreso a los lugares. No para comenzar de nuevo, sino más bien para añadir otras huellas —con vistas a embrollar las pistas. Tratan de desviar las pesquisas multiplicando los indicios. Ninguno de los dos tendrá nunca la conciencia tranquila. Regresan a los lugares, pero no quieren llegar a los mismos. Ni por otra parte conducir hasta ellos. Los lugares deben permanecer en otra parte1, inaccesibles al regreso, y sobre todo fuera del alcance de todos los discursos que, a destiempo, tratarían de medirse con ellos.

—Sería entonces como si contáramos estas cosas al margen, como si las mantuviéramos o las contuviéramos allí, como si nos ocupásemos en mantenernos a nosotros mismos al borde de un filme que nunca necesitará de nuestros discursos.

—Pero como si nos ocupáramos a destiempo, y de memoria, en mantener una 1

El libro entero juega con este peculiar adverbio francés, «ailleurs», que solemos traducir literalmente por la expresión «en otra parte», en un sentido que incluiría la alusión a un exterior geográfico indeterminado, una especie de «en el extranjero». Precedido por una preposición forma una locución como la que da título a la película de Safaa Fathy, pie a su vez del libro: D’ailleurs Derrida, equivaliendo entonces tal «d’ailleurs» al castellano «por otra parte», «por lo demás», «además». (N. del T.)

1

especie de diario antifechado, en el margen de un filme...

—Yo llamaría a eso un contra-diario...

—... un codicilo opuscular, crepuscular, una especie de cortometraje a destiempo...

—Preciso: un cortometraje a dos voces.

—Cierto. Pero cada una de ambas voces actúa sola. Cada una habla por sí misma, antes de cualquier concierto, más allá de todo consenso. Las dos que firman...

—... que firmamos.

—Sí, que firmamos el cortometraje, sin hablar en ningún momento con una sola voz, sin darse nunca la mano, se les verá, a ambas, ponerse al menos de acuerdo sobre un punto: su co-operación nunca fue eufórica ni sinfónica.

—Lejos de ello, lo confirmo. Nosotros (¿pero qué «nosotros»?, la pregunta se formuló literalmente, recuérdelo, en el filme donde la misma ocupa una secuencia entera), nosotros dos habríamos tratado de esbozar así, o más bien de remedar, un gesto que volvería —si llegara hasta el extremo de sí mismo, lo que ni podría ni debería hacer— a filmar el filme, en suma, y a rodar el rodaje.

—Más bien a recordar el rodaje, y ante todo a aparentar que se vuelve a los lugares del rodaje. A tomarlos como a contraluz, como se acaba de sugerir con la palabra contra-diario2.

—Por otra parte, la escena del contraluz mismo, si se puede decir, y algunos la llaman también puesta en abismo, fue a menudo representada en el filme. Representada

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Juego de palabras en francés entre el término que da título al capítulo, «contre-jour» (contraluz), y la

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mientras era representada. En efecto, desde el primer minuto puede vérsela filmada en el filme: desde el lugar que se le asigna, el «Actor» («alias yo, Jacques Derrida») toma vistas, aparato en mano, y la «Autora»3 del filme («alias yo, Safaa Fathy») y todo el equipo del rodaje ocupado, sobre la terraza de una villa californiana, al borde del océano, en poner a punto su propia tecnología. Esto hubiera debido bastar, de una vez por todas, para descentrar la fuente del filme, la palabra dada por el Actor y la autoridad de la Autora. La emanación de esta fuente permanece para siempre ilocalizable. En otra parte, también de forma muy furtiva, se percibe el rostro de la Autora a través de un cristal que parece un espejo. En otra parte aún, se escucha su voz, se reconoce su acento imperceptiblemente extranjero, venido, también él, de otra parte.

—De otra parte, justo lo que se buscaba: un filme sin autoridad, una obra que para nada ejerza autoridad. No descansa ni en la Verdad o en la Realidad (como un puro Documental con testigos oculares), ni en la libre Soberanía de una Ficción. Abre entre ambos un pasaje sin modelo y sin mapa. Incluso si ese instante no dura, desde el instante en que el Actor filmado filma él mismo, desde que es filmado filmando, marca ciertamente las fronteras de su punto de vista así sujeto, y los límites de una perspectiva, pero, sujeto sujetado del filme, describe también lo que tiene lugar —el acontecimiento imprevisto, imprevisible e irreversible a la vez. Para él y para todos los demás, para los testigos u operadores efectivos, para los espectadores virtuales. Delimita el espacio, el tener-lugar y la ocurrencia. Los describe a la Autora. Con la loca pretensión de ser a la vez Actor y Testigo, se los muestra con el dedo o con la cámara, tal y como se le aparecen a él, al Actor.

—Tal como él quisiera creer que se le aparecen, ingenuidad por tanto, por situación, nunca desistirá. En verdad, nunca ve nada, nada ve venir de lo que verdaderamente sucede, nada de lo que sucede también con él, nada de lo que se prepara, en el presente, en el futuro anterior, a la vista por tanto del filme por venir, del expresión del texto, «contre-journal» (contra-diario). (N. del T.) 3 A diferencia de la voz «acteur», cuyo femenino sería «actrice», el término francés «auteur» con el que juega el texto sirve para designar tanto al «autor» como a la «autora». Contando con tal ambivalencia, en adelante optamos por traducirlo siempre en femenino, por la directora del filme y coautora de este libro. (N. del T.)

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filme en adelante pasado y sobre el que conversamos.

—Por otra parte, no lo olvidemos, no toma la cámara en mano (otra cámara, pequeña y manejable) más que por haber antes recibido la sugerencia o aceptado las instrucciones de la Autora. Por otra parte, siempre aceptó las consignas de la Autora. Con una docilidad tanto más increíble cuanto que disimulaba una rebelión o una contestación a cada instante. Pero no ha eludido reconocer todas sus equivocaciones, su falta de oficio, su inexperiencia incluso, una vez pasada la experiencia. Ha aprendido más del cine —y de la televisión—, más o de otro modo a través de la experiencia de este filme que viendo como espectador miles de películas. Ha sido para él una iniciación, es decir, una experiencia iniciática.

—De este cambio de mano, y de «punto de vista», y de «toma de vista», queda algo, muy al comienzo, en el momento en que el Actor describe (esta vez espontáneamente, sin instrucciones) lo que sucede. Se presenta entonces como el simple instrumento, es decir, como la materia bruta entre las manos de la Autora que forma, calcula, escribe y firma el filme. Interrogado sobre lo que significa la escritura con la que ha ligado toda su vida, el Actor menciona la finitud de toda grafía, en particular la cinematográfica. Ésta no procede, en el montaje, más que a seleccionar, descontar, arrancar, destruir, excluir, circunscribir, casi se diría que circuncidar (él piensa visiblemente en ello) si se quiere (sería preciso) recoser este momento con todos los pasajes sobre la circuncisión y la extirpación, en el corazón del filme.

—En las tomas previas al montaje se encontraría otros giros análogos: el Actor vuelto Operador, si no Autor, etc. Han quedado sin uso, por razones de economía de algún modo. Había que contar con las restricciones de tiempo, con las «coacciones» aparentemente exteriores de un programa, de una cadena de Televisión, Arte, de una coproducción, etc. Había también que reconocer su derecho, de manera más interior, a la necesidad de una composición más discreta, sobria, elíptica: mostrar sin mostrar, nunca insistir, deslizar, saltar...

—Rodar las palabras sería entonces tratar de encontrar las palabras, como suele

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decirse, buscar los giros adecuados, hacer frases, inventar o apropiar las expresiones verbales, sin buscarle los cinco pies al gato, no obstante, para hablar de lo que fue un filme, sobre todo su cuerpo de silencio, y desde el prefacio de un rodaje.

—Sí, pero para hablar del mismo en pasado. El filme está hecho, es un hecho. Sea cual sea, se ha vuelto irreversible y público. Se nos escapa para siempre. De lo que aquí tratamos sería entonces, a destiempo, de ajustar sólo algunas frases, de redondear bien algunas palabras para decir lo que, al pasar ya por palabras, rebasaría inmediatamente las palabras, atravesaría o excedería a cada instante el discurso. Como en una carrera, la palabra permanecería en su sitio, si podemos decirlo así, inmovilizada, clavada, detenida en el punto de partida. Se deja hacer y sobrepasar por la velocidad inconmensurable de las imágenes. Aceleración sin medida común, porque dichas imágenes precipitan resúmenes retóricos que van infinitamente más rápidos que todo lo que podría decir un metalenguaje. El simple paso de un gato siamés (dos segundos), por ejemplo, «dice» mucho más (y más rápido) que cualquier tratado erudito sobre el papel de los animales en este filme (pez y gato), sobre la fuerza de espectralidad anamnésica que despliega este gato singular. Recuerda en efecto, sin demora, a otro gato muerto del Actor cuya tumba se ve en un jardín, pero también a todos los muertos, aparecidos y resucitados del filme (la madre, el hermano menor cuya tumba también se ve en el cementerio de Saint-Eugène, en Argel, el compañero de prisión en Praga, etc.).

—Sí, las palabras están como paralizadas, tocadas de mutismo, empobrecidas y destinadas a un lugar; pero entonces se dejan desplazar así, desalojar por los iconos mudos de un filme, siluetas más fuertes que la lengua, imágenes prometidas, imágenes tomadas, imágenes incluso virtuales, imágenes guardadas, imágenes excluidas. ¿Cómo podríamos hablar aquí de todas las duraciones entremezcladas de estos posibles? ¿Cómo hablar de nuestras respectivas experiencias, tan diferentes, tan intraducibles entre sí? ¿Cómo conciliar nuestros distintos aguantes ante lo que fue un rodaje —su víspera, sus lugares, los papeles que nos asigna, su tiempo y su labor propios, también su día siguiente, la escritura del montaje, y luego el retorno a la pantalla?

—¡Qué palabra, la pantalla! ¿Y cómo luchar contra las palabras, cómo rodar las

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palabras cuando hacen de pantalla en la escritura cinematográfica? ¿Y cuando se arriesgan a usurpar el poder para volver en su provecho la fuerza silenciosa de la memoria? El vocablo más inocente corre el riesgo de volverse a su vez un recuerdopantalla, una fuerza opaca opuesta al filme, a la energía inconsciente de su más propia verdad...

—Si al menos podemos hablar de tal «verdad», y «la más propia» del cine, que no debiera nada a las palabras... pero dejémoslo. Por otra parte, desde el primer instante, ambos lo sabíamos, estábamos de acuerdo en ello, pese a todas nuestras disputas, sin duda el rodaje también debía, a su manera, rodar las palabras. En dos sentidos por lo menos. Por una parte, debía rodearlas, sí, rodear estas palabras, dándoles la vuelta, rebasándolas, alzándolas, arrastrándolas a otra parte, a veces evitándolas: por tanto, intentándolo todo para que las palabras no aniquilen la imagen al pretender imponerle su dominio. Había que rodar la soberanía de un discurso elaborado, sorprender la palabra al despertar y después entregarla, completamente desnuda, a la improvisación: a lo imprevisto. Calcular la imagen, tanto como fuera posible, pero improvisar las palabras, tanto como fuera posible. Rodar las palabras, en compensación, sería hoy calcularlas también, a destiempo, allí donde, en el rodaje, se hubieran entregado sin defensa, antes al contrario: de improviso.

—¡De improviso! ¡Vaya otra expresión! Creo que intraducible. Para siempre francesa, aunque proceda del italiano (improvviso). À l’impourvu, la única expresión de origen francés para decir «improvisando», es sabido que desapareció, inhumada en el cementerio de la lengua, por lo menos desde el siglo XVII. No hay nombre, no hay ningún uso nominal de «imprevisto». Aunque comprenda un nombre, la expresión de improviso nunca puede volverse un nombre. Como por otra parte tampoco puede la expresión por/en otra parte, en el título del filme. No sé bien por qué, pero siempre presiento, en la fuerza que resiste al nombre, a la nominación, una secreta afinidad con el cine, como con la virtud, quiero decir con la energía de todas las artes no discursivas. Lo intraducible, sobre todo cuando se produce en un título, es como un nombre propio. Un nombre propio siempre permanece intraducible. Pero un nombre propio no pertenece a la lengua ni al discurso de la misma forma que los restantes nombres. En

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D’ailleurs, Derrida, todas las palabras son intraducibles. Nos será necesario entonces, a uno u a otra, precisar en qué este filme fue un filme intraduciblemente «francés», cierto, perteneciente a la lengua francesa, y sin embargo tan poco francés como es posible, venido verdaderamente por/de otra parte y llamado a/en otra parte. Por ambas razones estaría llamado a pasar las fronteras, si se pasa, conociendo siempre su intraducibilidad, como una especie de castidad que se exhibe sin entregarse —y se da sin traicionarse. Nunca despeja su secreto, ni siquiera cuando parece disertar sobre el mismo. Esta intraducibilidad sería en suma la cripta del filme, hablando guardaría el cuerpo. El filme no habla más que del secreto, «secreto» permanece su tema privilegiado —en torno a la figura del marrano que porta un «secreto más grande que él y al que él mismo no tiene acceso». «El secreto debe ser respetado» repite improvisando el Actor que del mismo hace, un poco sentenciosamente, una ética y un principio de resistencia «política» al totalitarismo. Intraducibilidad, por tanto, y que no debe atemorizar, antes al contrario, a quienes quieren internacionalizar la televisión o el cine. Pero la intraducibilidad mejora, o empeora. Se divide o se desdobla: 1. Está la que surge del orden intersemiótico, diríamos eruditamente, siguiendo a Jakobson, por ejemplo entre las artes visuales y las artes musicales o discursivas, en nuestro caso la intraducibilidad entre el arte cinematográfico y un arte dominado por la palabra; 2. También está la que, en el lenguaje verbal, pertenece al orden intra- o interlingüístico, en una misma lengua o entre lenguas diferentes cuando un idioma resiste y permanece para siempre singular en la suerte de su economía. Así, por ejemplo, ¿quién traducirá — en francés o en alemán, o en cualquier otra lengua— las tres retículas semánticas de «rodar» en nuestro título: «rodar las palabras»? «Rodar» acumula aquí tres significados en el mismo capital, con todos los valores de cambio o de uso que ustedes quieran, con todas las plusvalías que puedan imaginarse: a. el sentido codificado de la técnica cinematográfica (no se dice «rodar un filme» en alemán ni en inglés); señalémoslo de pasada, en el código impuesto por cierta época de la máquina cinematográfica, el uso de este verbo, «rodar», puede ser transitivo (rodar una escena, rodar las palabras) o intransitivo («silencio, se rueda»); b. los sentidos cinéticos de movimientos tales como «rodear, evitar, sobrepasar, exceder, transgredir», pero también, desde el momento en que se trata de rodear, «rodar en torno a», y «a lo largo de», lo que casi quiere decir lo contrario: insistencia obsesiva,

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fascinación, retorno a un centro inaccesible, tematización incansable, etc.; ahora bien, nutre el texto o el tejido de nuestro filme, su película misma se asemeja al tamiz, o sea a la criba de tal insistencia; c. el sentido más estilístico de «ajustar» —refinar, dar la buena forma, etc.— cuando se trata de «rodar las palabras» bien, de hablar bien, de encontrar la expresión adecuada. Ahora bien, estos tres sentidos no están sólo yuxtapuestos, sino que se capitalizan en el abismo de una especulación virtual: a puede rodear c mientras retorna a b, y c puede utilizar a b «hablando» o «haciendo hablar» a a, etc. Esto es lo que haríamos, verdad, en el filme y al borde del filme...

—Por una parte, diría (si puedo retomar la palabra), las palabras deberían o bien callarse y renunciar a ellas mismas, resistir en cualquier caso a la tentación retórica, o bien ponerse al servicio de una escritura, es decir, de una retórica cinematográfica. Les haría falta ceder respetuosamente el lugar a tales figuras propias del «cine», a esta escritura sin precedente y sin equivalente. Habría que reducir al silencio la palabra pedagógica, la seguridad discursiva, esto es, la continuidad de una narración o la insistencia complaciente de la confesión. ¡Silencio las palabras, se rueda! ¡Silencio las palabras, aunque se hable! ¡Se rueda! Pero por eso mismo y por otra parte, es preciso también rodar las palabras, filmarlas, exponerlas a la cámara. Deberíamos dar de una u otra algunos ejemplos. ¿Cómo hacerlas aparecer, dichas palabras visiblemente improvisadas, hacerlas aparecer en imagen y ponerlas en escena en tanto que cuerpos fílmicos, ni más ni menos? Algunos de estos vocablos precedían y orientaban de antemano el rodaje, otros vinieron a imponerse, como de improviso, en el curso del rodaje. A veces reclamaron el derecho al retorno, exigieron volver para hilvanarse en el tejido e incluso para hilvanar la trama, si puedo decirlo así, de la película: como si, más fuertes que nosotros dos, más insistentes que todos nosotros, más necesarios que la Autora, o que el Actor convertido en figurante, más imperiosos y más antiguos que todos los sujetos del filme, ordenasen que se los filmara. Un léxico habría decidido el orden del rodaje: ruédenme primero, habrían decretado aquellos vocablos (recuerdo, por ejemplo, la recurrencia de las palabras «obscenos», «sublime», «ruinas», «secreto», «perdón», entre otras...). Es

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preciso mirarnos, es a nosotras a quienes se mira, insinuarían también estas palabras, nosotras somos el paisaje mismo, nosotras lo hacemos o formamos de él parte. Somos en lo sucesivo estos mismos lugares, somos los primeros ocupantes de estos desiertos, reinamos sobre estas costas, estas montañas, estas calles y estas ruinas, estos lugares de culto o de enseñanza.

—Entonces, estos lugares son también lo que los retóricos llaman en su código «lugares»: figuras, tropos, metáforas o metonimias, catacresis sobre todo, o anacolutos. Sería preciso rodar estos rodeos de retórica.

—Yo tendría debilidad por los «anacolutos». Dicha figura conviene mejor a la escritura constantemente elíptica, discontinua, cortada, de este filme. Recuérdese lo que Proust decía de ellos, a propósito de las mentiras de Albertine: «... esos saltos bruscos de sintaxis recuerdan un poco lo que los gramáticos llaman anacoluto o no sé cómo...». Y Proust, o más bien el Narrador explica cómo tales anacolutos impiden saber sin más «quien era el sujeto de la acción». De donde la mentira sin mentira, el perjurio indecidible: ya no se puede incriminar a Albertine, ni por otra parte a nadie. Para la Autora del filme, el anacoluto fue una ley intratable, severa, amenazante. Pero justificaba todos los riesgos asumidos. Apuesta y acto de fe en el «saber-leer» del Espectador.

—Por otra parte, ahora recuerdo que uno de los dos únicos acólitos del Actor (esta vez no Jean-Luc Nancy, sino Hillis Miller, a quien se ve pasar muy deprisa junto al Actor en el campus de la Universidad de Irvine, en California), ha consagrado un precioso texto a esa mentira en la ficción narrativa de A la busca del tiempo perdido: «The Anacoluthonic Lie»4.

—Por otra parte, esta referencia nos remite a una de las apuestas de este filme, su internacionalidad. Co-producida por Arte, cadena europea y al menos bi-nacional, este filme titulado D’ailleurs... si, como hemos dicho, se liga en cuerpo y alma al

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J. Hillis Miller, Reading Narrative, University of Oklahoma Press, Norman, 1998. (Nota del ed.

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francés en su versión original, se rodó en buena parte en los Estados Unidos, en Argelia y en España. Además, pone en escena otras lenguas (en particular el inglés, subtitulado en francés en alguna secuencia del original). Está por otra parte firmado por una Autora que por vivir en Francia no deja de ser una poetisa egipcia cuya obra literaria permanece fiel a su lengua materna, el árabe, y que en su casa, en París, habla el inglés, lengua de su marido escocés. En cuanto al Actor, nacido en Argelia, enamorado de la lengua francesa, ciudadano francés de 1930 a 1940, y después desde 1943 hasta nuestros días, todo el filme gira en torno a sus orígenes judeo-hispano-magrebíes, por no hablar de sus lugares de enseñanza más bien cosmopolitas, incluso en París. Si bien es un francés, viene de otra parte. Habiendo tomado partido, la apuesta de la Autora fue recordarlo desde un primer momento, aun a riesgo de excluir, sacrificar, circuncidar o extirpar tantas otras zonas posibles...

—Se tiene por otra parte la sensación de que el pobre Actor se ha quedado un poco en otra parte. Quizá es lo que desea. Quizá espera salvarse así.

—Se entrevé aquí varias políticas de las «excepciones culturales», varias políticas de la lengua y de la televisión en vías de europeización o de «globalización». Podrían así disputarse la producción, es decir, la gestión de obras de este tipo —y disputar sobre su propósito, discutir la lectura y la escritura de estos filmes, los subtítulos, el doblaje, la hegemonía de ciertas lenguas, y de ciertas culturas por ende. No hay más que excepciones.

—En cuanto a las elecciones realizadas por la Autora misma, se muestran sin equívoco, y el Actor parece hacerlas suyas: es cultivando de cierta forma la singularidad, esto es, la intraducibilidad de los idiomas, es acogiendo lo extraño o al extranjero llegado de otra parte, es saludándolo en cuanto tal como se hace honor al paso de las fronteras, la hospitalidad, la internacionalidad, la universalidad. Tales son los temas más obsesivos de un filme que gira en torno a la pregunta, por otra parte explícitamente abordada: «¿Qué es la hospitalidad?» Cuestión sin fecha, cierto, pero

francés.)

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con la urgencia que hoy le confiere lo que con toda tranquilidad se denomina «la construcción

europea»,

la

«globalización»

o

la

«mundialización»

(la

«mundialatinización», dice en otra parte el Actor en Foi et Savoir) 5), sabemos que se renueva por la transformación técnica del espacio público, y por tanto, en gran medida, por el futuro político de la televisión, por la acogida que reservará a los idiomas, por el respeto con que envolverá la lengua y las lenguas —al filmar la palabra, al darle la palabra, al darle su palabra a la palabra, comprometiéndose a «rodar» dignamente las palabras. Cuerpo y alma. He aquí lo que queda por inventar. Ahí está, en el rodar de las palabras, lo que se espera de la televisión, lo que sabrá hacer del discurso, de la literatura, de la poesía, de la filosofía, de la ciencia, del cuerpo del pensamiento...

—Dice usted que el filme gira en torno... Se diría también que se gira hacia... O en otra parte. Pero quizá habría que comenzar por repetir «retorno» y «retornar». El movimiento, el tiempo, la velocidad del filme, su cinemática obedecen en primer lugar a la memoria, a la pulsión de anamnesis, a la retrospección nostálgica: hay ante todo que regresar a los paisajes queridos, y estos son sobre todo los espacios desérticos, oceánicos o marinos, las tierras secas, las costas y playas, lugares conocidos o lugares soñados (la Argelia de lo que el Actor llama su «nostargelia» —El Biar, Argel y la Kabilia—, la casa de la infancia, los liceos, las casas de culto; la España ancestral, Toledo y Andalucía del Sur, Almería, la California del Sur donde el Actor a veces enseña, Laguna Beach, es decir, la Norteamérica más española). Tales fondos no sirven de decorado, sino que, adrede, nunca son identificados en el filme. Nunca se sabe de forma precisa dónde se está. Traicionamos aquí a la Autora dando los nombres: delación contraria al espíritu del filme. Estos «fondos» (fondos visibles, fondos sonoros) se funden-encadenan los unos en los otros, se borran o se recubren los unos a los otros. Como bajo el volver de las olas.

—Regularmente, las olas quedan varadas. En las orillas del Pacífico o del Mediterráneo, llegan con fuerza. Pero no llegan sino para quedar varadas, llegan como una memoria desesperada que no vuelve más que para borrarse, renunciar, ganar el

5

Jacques Derrida, Foi et Savoir, Éditions du Seuil, París, 2000 (ya publicado por la misma editorial en

11

silencio. Terminan por recordarse. Recordarse a sí mismas, y por tanto a retirarse. Es una de las escansiones, el ritmo mismo del filme. En efecto, las olas interrumpen o acompañan el curso de las imágenes o del discurso. Cansadas pero incansables. Oleadas sonoras que también ruedan las palabras, de forma tan ininteligible y obsesiva como la música arábigo-andaluza. El Pacífico y el Mediterráneo mezclan sus aguas sobre lo que parece una misma playa. Todas las palabras parecen vueltas hacia esta rompiente, todas consagradas a una especie de resaca. Tal vez quisieran precipitarse allí. Terminan pues por perderse allí, dichosamente.

—Sí, no llegan más que a vararse. En el fondo, siempre es el mismo otro lugar, el mismo «en otra parte» —incluso aquí, el mismo lugar sin lugar que literalmente se cuestiona en la improvisación del Actor— que no deja en más de una ocasión de confiar lo que es para él el retorno y el deseo de eterno retorno. Todo cuanto dice, sea cual sea el tema abordado, vuelve a volver. Sus mismos recuerdos de prisión parecen imantados por ese amor al pasado, por ese deseo de repetición, por la hospitalidad de la memoria, la fidelidad a la fidelidad. Lo dice. Porque si este filme ha sido premeditado, ciertamente, aunque rodado en suma sin repetición, si el Actor ha improvisado en el rodaje, si se ha dejado filmar como de improviso, todo en el filme gira sin embargo en torno a la repetición, al eterno retorno, a su «dicción»: «bendición» y «no-maldición» son casi las palabras del final —a propósito de cierto eterno retorno. El Actor confía en que bendice (casi siempre) o no bendice (raramente), pero no maldice, nunca. ¿Es posible? ¿De qué, de quién habla exactamente?

—No digas lo que dice o no dice, no lo repitamos. No vayamos a contar el filme. Ni a reemplazarlo. No vayamos a aparentar traducir en lenguaje erudito o afectado lo que en él se dice (no digo lo que se hace o escribe), lo que también en él se traiciona de manera desarmada, espontánea, como «en directo». Hagamos como si acabásemos tan sólo de proponer un subtítulo («rodar las palabras») para un cortometraje a dos voces que no quiere escoger entre dos leyes del género, la ficción y el documental, el diálogo y el soliloquio. Y como si acabásemos de darnos, a destiempo, la idea de una

1996 en el volumen a cargo de Derrida y Vattimo, La religion. Séminaire de Capri). (N. del T.)

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presentación6, en suma, y de una genealogía. Recuérdese, todos los hilos de este filme dicen algo de la filiación...

—... filiación dispersa, por otra parte, un éxodo, más bien, o más tarde, que una génesis.

—Y ahora, el Actor y la Autora ya no discuten nada. No discuten más entre ellos.

—Reconozcámoslo por lo menos, digámosle al Lector: incluso cuando, durante el rodaje, discutieron (en verdad, casi todo el tiempo), nunca se disputaron el filme.

—Es verdad, eso fue otra cosa, ¿pero qué exactamente? Ahora, cada cual interpreta para sí... Cada cual recupera su palabra.

—A cada cual su memoria...

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El término «générique» equivale en sentido cinematográfico a una presentación, o unos «títulos de crédito», como los que se reproducen al inicio del libro. (N. del T.)

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RODAR BAJO VIGILANCIA Por Safaa Fathy

Who had pity for you when you were sad among the strangers? Ulysses7

Frase de Joyce, que he situado cuidadosamente sobre la puerta de la sala de montaje, al lado de otro letrero: «Montaje en cuanto tal». ¿Cómo tantas travesías, cómo tal cantidad de horas de rodaje vienen a quedarse en una tan sólo? ¿Cómo, multitud de firmas a no hacer más que una? ¿Y cuál, encima? Strangers, en el desorden o en orden disperso, porque stranger no es sino un aumento de cosas en orden disperso, y es a partir de la dispersión que un ritmo tiende a organizar un sentido, un significante, un texto. Como este texto, y el otro que lo precede y le da pie: el filme. La tristeza del extraneus, el extranjero, el stranger, el extraño, el intruso, el clandestino, el sin-papeles, aquél que viene para dispersar, para contaminar; aquél que llega y vuelve imposible la homogeneidad. El extranjero fuera y el extranjero dentro de sí que mora en sí mismo en su casa, entre los suyos. Lejos de dirigirle un elogio afectado, simplemente me interesa decir esto: soy una extranjera, y al modo de un legado, el sentido que a la extranjería da la cultura árabe no me abandonará nunca. Para la cultura árabe, egipcia en particular, el extranjero es, por supuesto, el invitado que tiene derecho a los honores de la hospitalidad. Pero al mismo tiempo, ser extranjero es una desdicha primordial. Comparable a la muerte, la «extranjería» (utilizo esta palabra a falta de un término más apropiado), la extranjería, pues, destituye, disminuye, priva y desvía. Entre los egipcios, los suyos conforman una espalda, una columna vertebral que sostiene a los seres en medio del mundo. Tener una

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James Joyce, Ulysses. La conocida cita de «The Mother» en la p. 682 de la ed. de Penguin Books, Londres, 1992. (P. 596 de la trad. castellana de J. Mª. Valverde, Ulises, Tusquets, Barcelona, 19998: «¿Quién tuvo compasión de ti cuando estabas triste entre los extraños?».) (N. del T.)

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espalda significa dominar las circunstancias, estar de pie ante los acontecimientos que constituyen una vida. El extranjero es aquél, o aquélla, que ya no tiene espalda, que encaja la humillación, la destitución, es quien se ha vencido, casi a ras de tierra, sin recursos y sin defensa. La tristeza en suma. Y este destino del extranjero en eterna vuelta a empezar (ya que no cesa uno de fabricarse interminablemente una espalda, con toda clase de piezas, con pequeños cabos), este destino llama a rememorar lo que ha sido y ya no es. Llama también al retorno, al retorno al lugar y al tiempo de un pasado. El extranjero se reconstituye, y comienza de nuevo en la dispersión de lo que es, y con los restos de lo que ha sido, en la ruptura de su filiación. Y siempre mal, ya que, fatalmente, permanecerá siempre humilde y siempre a ras del suelo, siempre extraño. «La filosofía de Derrida, dice Jean-Luc Nancy en el filme, es la filosofía de lo heterogéneo en general.» Lo heterogéneo en la relación de uno consigo mismo, lo heterogéneo en la relación con el o con lo otro. Esta «heterogeneidad en general» me viene bajo la forma de una granada, fruto ritual que el Mediterráneo conoce bien. En uno de los numerosos aforismos del filme (y lo heterogéneo de la escritura fílmica emana de esta organización aforística de los lugares y de los temas), se inquiere acerca de la granada. La granada como aforismo se ha borrado entre otros borradores, ya que el montaje, en su necesidad organizadora y jerarquizante, realiza sacrificios, y debe dejar de lado, cortar para constituir. Y uno de mis grandes pesares en cuanto a las ofrendas que ha sido preciso depositar ante el altar cinematográfico, es el pasaje en la sinagoga desafectada de Toledo, donde Derrida habla de la granada, ese fruto que significa la fuerza seminal, espermática u ovular de los nacimientos, la fuerza generadora. «Tú sembrarás el universo», dice Dios al pueblo judío. «Una dispersión sin diáspora», dice Derrida en la sinagoga. En su fuerza de dispersión y de diseminación, la granada significa también la destrucción y la muerte. Es en esta fuerza de diseminación que contiene y que dispersa hasta la muerte, en la que el extranjero sin diáspora permanece. Lo heterogéneo en general, aquello que vence nuestra diferencia, y a partir de lo que toda diferencia es heterogeneidad, la condición misma de la hospitalidad. ¿Cómo acoger al otro si no llega más que para quedarse al exterior de un cuerpo opaco y estanco? Se precisa no sólo la apertura voluntaria y ética, sino también que lo que viene de fuera pueda trastornar el interior con la sorpresa de su advenimiento. También contaminar, aunque la pureza de la hospitalidad (como la del perdón) sea tanto el punto

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de partida como el horizonte infinito del concepto. No sé, por otra parte, por qué Derrida piensa la hospitalidad pura como abierta a la catástrofe, cuando el perdón puro no lo está. Quizá sea una cuestión de temporalidad, al llegar el perdón después de lo que ya ha llegado, mientras que la hospitalidad no cesa de llegar y de partir. Derrida, sin embargo, es un filósofo que, sin cesar, piensa la contaminación. Al responder a una pregunta formulada en un seminario (secuencia igualmente suprimida en el montaje), Derrida se ve sorprendido ante una objeción procedente de dos sacerdotes, uno negro, presbiteriano, y el otro blanco, bautista (tenían que ser dos sacerdotes quienes hicieran esta pregunta): «¿Por qué la pureza todo el rato? ¿Por qué le interesa a usted tanto la pureza?» «He pasado por un momento embarazoso —dice Derrida—. Saben ustedes, yo, desde que escribo y enseño... lucho contra la idea de la pureza... Todo cuanto hago, lo hago en nombre de la contaminación... para mí la contaminación es el concepto fundamental...» Pero la pureza no es sólo el origen a partir del cual un concepto puro debe cristalizarse en su potencia, sino que es también lo que permite al concepto puro pensar la contaminación. Como sucede con el concepto de la hospitalidad pura, no es pura más que en la medida en que está abierta a toda contaminación. Sin defensa y sin inmunidad. Absolutamente vulnerable y desarmada ante el que llega, ante toda contaminación de fuera, del extranjero.

Para realizarse, el filme ha atravesado continentes. En su reiteración ha despegado, se ha deslizado a la vez sobre el suelo de tres continentes. Se ha hecho extranjero, como se hace uno prisionero. Así, para no insistir demasiado, es de la poética del extranjero de lo que se trata en el filme, de la heterogeneidad de la materia fílmica y de la temática. La escenografía del extranjero. Cuatro países en total: Francia, Argelia, España y, por fin, los Estados Unidos. Dos de estos cuatro países me reservaron por primera vez un viaje, la primera vez a los Estados Unidos, la primera vez a Argelia.

Argelia entonces

En Argel hay mar, el contracampo de Europa, y el del filme. Argel es una ciudad vertical, que lentamente se encalla sobre las orillas del

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Mediterráneo, ciudad delimitada entre colinas y mar. En Argel hay zonas prohibidas, «sin limpiar». En Argel hay un puerto pesquero y un puerto de barcos mercantes, frente a las bóvedas sedentarias. En Argel se habla una lengua que remueve el árabe con una tonalidad beréber, con préstamos del francés. En Argel hay una multitud de escaleras que desafían la rectitud de cualquier montaña.

Cualquiera que ascienda por una escalera sabe que la gravedad lo atrae hacia abajo, hacia el principio (el principio siempre se halla abajo), y cualquiera que sube un peldaño sabe que ha dado un pequeño paso para escuchar a Dios. En el ascenso hay ritmo, y en el ritmo hay música, en la música hay aliento y en el aliento está lo divino. Y cuando en el ascenso se pierde el aliento, es para devolver a Dios lo que le pertenece, hiriendo lo infinito de su lejanía. Sobre todo cuando se ha perdido la edad de remontar los escalones y de romper bruscamente con la monotonía de su orden. Entonces se sube lentamente, como la anciana que trepa con paso decidido los escalones de una de las numerosas escalinatas de Argel, dibujada con perspectiva engañosa, y quien, sobre la voz en off de Derrida, marca la presencia de Argelia con la resonancia de su ascensión. También tiene un teleférico esta ciudad en alto, vertical, alzada hacia y contra todo. Y luego, abajo, está el Mediterráneo, que bordea la ciudad y provoca en sus habitantes un increíble deseo de contemplación. A menudo se ve individuos solitarios, en intensa meditación ante el mar, que cuando se deciden a alejarse dejan tras ellos una llamada a la meditación, lanzada desde la intensidad de su silencio, que al mismo tiempo urde en su fondo el aura de un deseo de retorno. Filmé muchas espaldas a orillas del mar en Argel, porque los hombres en meditación a menudo os vuelven la espalda, la mirada fija en la resaca, y en el más allá. Es Argelia, «país de un millón de mártires», como aprendimos con mucha compasión y admiración en nuestros libros de historia, cuando era una colegiala, cantando todas las mañanas «¡oh, qué nostalgia de mi arma!» (puño en alto, marcando el paso, torpes aún los ojos por el sueño). Era la época de Nasser, de la lucha contra el imperialismo y el colonialismo. En relación con ésta, Egipto ni por asomo dio nunca un

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millón de mártires, y todos nos sentíamos un poco avergonzados por esta sangrante falta de sacrificio, que hubiéramos debido ejecutar sobre el suelo de nuestros ancestros. Era Argelia, ay, la que detentaba el récord de los países árabes, y aquí estoy, treinta años más tarde, rozando impúdicamente la dulzura de esta tierra. He sabido que muchas casas están abandonadas, casas individuales y hasta un inmueble entero que he visto con mis propios ojos, debido a que están encantadas. Encantadas por lo que en otro tiempo ha sido lo característico de esta guerra sin nombre, «los acontecimientos», como se decía entonces. La tortura. Y en los muros de estas moradas desafectadas aún resuenan los gritos de los torturados. La primera noche que pasé en el hotel fui recibida por uno de estos fantasmas, un hombre, creo, que furtivamente me tocó en pleno sueño, y me desperté con la claridad suficiente para ver su silueta de fantasma alejarse en la oscuridad. A la mañana siguiente, y sin que yo dijese una palabra de esto, la dirección del hotel me cambió de habitación. Pero, ¿quién puede hablar de un fantasma sin que la sonrisa irónica de su interlocutor venga a turbar la certeza de haberlo visto? Mi nueva habitación tenía este extraño número: 33-33. Un treinta y tres doble debe de ser un número esotérico, para poner un poco de distancia entre yo y mi fantasma. Heme aquí exorcizada. Argelia me ha recibido con el suave papirotazo de un mártir, y con una suntuosa tempestad de nieve.

Rodaje e intemperie

Primer día de trabajo, y nieva. Hacía cincuenta años que Argelia no sabía de tal fenómeno (que duró hasta el penúltimo día de mi estancia). Dos veces en un siglo, y heme ahí recibida por la segunda, mientras que la primera tuvo lugar antes de mi nacimiento, y la tercera posiblemente acontezca después de mi muerte. Una verdadera hospitalidad. Por otra parte, las imágenes de la Kabilia nevada han aterrizado espontáneamente en la secuencia del filme sobre la hospitalidad catastrófica y pura. Sí, hospitalidad catastrófica y pura, la de los mártires, aparecidos que la nieve vuelve a traer después de una ausencia de cincuenta años. A las siete de la tarde, me atrincheré en la habitación 33-33, echando cuentas de la película gastada, y escuchando el sonido que yo misma había grabado con un pequeño aparato. Esperar. La película que me disponía a ver en la tele y las llamadas

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telefónicas que no tenían que tardar en llegar de París. Las indicaciones de Derrida. Y el día siguiente, que quizá sería soleado. Sí, he olvidado decir que me encontraba en residencia vigilada y que no tenía derecho a salir del hotel más que para el rodaje, y siempre con tres guardias de escolta para los trayectos más cercanos, y docenas de soldados armados para los trayectos más lejanos, la Kabilia, la Casbah, e incluso para ir al cementerio de Saint-Eugène, donde están enterrados los dos hermanos de Derrida.

Contracampo en Saint-Eugène

La primera vez, y tras habernos perdido un poco en todas partes, encontramos el cementerio que albergaba entre sus tumbas a un viejo guardián. Éste ya había dejado a los muertos una parte de sí mismo. Yo buscaba a Paul, y había olvidado a Norbert. Le pedimos al guardián que nos buscara los libros de registro. Pronto y a la vista de los soldados, ha sacado los cuadernos del espeso olvido en el que se hallaban inmersos desde el alba de los tiempos. Los hemos mirado, y cuando digo «los hemos» me refiero a los miembros del equipo tanto como a los guardias de la escolta, quienes en seguida le han tomado gusto al rodaje y nos han ayudado de mil maneras. Miramos entonces el año 1929, y encontramos el nombre de Paul Derrida. No describiré la emoción que en ese momento se apoderó de mí. Viejos y amarillentos libros que contienen la fecha en la que un niño, un lactante, ha entregado el alma en este lugar, en este cementerio abandonado, olvidado, y en cuyo seno fermenta una feroz tristeza. Quería ver la tumba. Imposible hallar su emplazamiento, ya que desde 1929 el mundo ha cambiado, y el olvido ha borrado la identidad de los muertos. Le pedí al guardián que la encontrara y me llamara luego al hotel. Por la tarde, toque de queda desde las siete, espera al teléfono, pregunto a Jacques Derrida por el emplazamiento de las tumbas. A la entrada, justo a la entrada, me ha dicho. He organizado entonces una segunda visita al cementerio. Después de un ascenso hasta Notre-Dame, iglesia vertical que tenía una estrella de David sobre sus ventanas y que se alzaba sobre el cementerio como para velar por él, hemos bajado hacia la costa. Debo decir que el único lugar donde he visto a los miembros del equipo temblar de miedo es allí, cerca de esta iglesia, en ese lugar bastante apacible. Yo ignoraba a qué le temían, así que lo atribuí a un doloroso recuerdo del lugar. No siempre conocía las razones, porque no quería

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aterrorizarlos más con mis preguntas. Talkie-walkie, se precisan refuerzos. Hemos aguardado en el coche ante el cementerio, los refuerzos han llegado, uniformes caquis y metralletas. Pero el cementerio estaba cerrado, ausente el guardián. Un soldado se ha prestado voluntario para ir al cementerio principal, y nos ha traído una llave inmensa. Entonces hemos entrado y les he pedido a todos, incluidos los soldados, que buscaran las tumbas. Cerca de la entrada. Todos se ponen a ello, cada cual se encarga de una parte. Al cabo de un tiempo, Malika, la productora asociada, exclama: «¡Encontré a Norbert!» Había dos pequeñas tumbas, Paul no tenía más que dos meses, Norbert dos años, dos cajitas de mármol blanco, ajadas por el exilio y la angustia de esta luz en lo sucesivo extraña. Siempre me gustaron los cementerios, sobre todo en las ciudades más ruidosas. Los cementerios habitados de verdad por los muertos hacen brotar de su interior un silencio que me sosiega. Pero Saint-Eugène ya había perdido la serenidad del silencio de los difuntos. Estaban demasiado solos, con esa soledad que reprime y comprime el espacio, sobre todo el espacio de una tumba. Filmamos las dos tumbas, como toda imagen un acto de profanación, pero ésta aún más. Están en el filme, cuando Derrida habla de la muerte de su madre, y cuando se la ve mirar hacia la otra orilla. Ella hubiera querido ser enterrada con ellos, al lado de ellos, de sus hijos. Pero el mundo ha cambiado, y madre e hijos permanecen interminablemente en el contracampo de la mirada del otro. Contracampo. Esta técnica que a mí apenas me gusta en el cine, porque me parece demasiado mecánica y sin relieve, se repite en el filme, aunque de una manera paradójica y exenta de cierto número de convenciones (volveré sobre ello más tarde). El contracampo e incluso el fuera de campo. Lo que me intriga mucho en los filmes es el fuera de campo, aquello que calla para hacer hablar a otra cosa, lo excluido de la palabra, con vistas a una palabra. El hijo bastardo de la palabra. Ahora bien, esta palabra se compone de silencios, reposa sobre el silencio, el fuera de campo. El viento y la lluvia, la tempestad en sentido real y figurado. «Attention all shipping», la meteorología marítima. Los británicos la ritualizan, y cuando hay una tempestad siempre resuena esta voz grave: «Attention, attention all shipping». Capítulos para escribir. Pues bien, lo que he tratado de hacer en el filme es el contracampo que reposa y se nutre del fuera de campo, allí donde no existe mirada para introducir los planos. Esto es Argelia. Intrusión, interrupción, ruptura y herida. En el seminario de Derrida sobre el perdón, el primer

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contracampo que surge como por milagro en el filme es ese plano argelino del hombre cara al mar que da a la palabra su trayecto, allí donde el trayecto entre el origen y su destino se ha visto perturbado por el ruido de papeles de los estudiantes (con ruidos añadidos por otra parte: se necesitaba un poco de presencia, se hizo la presencia). Argelia es el fuera de campo y el contracampo, el en otra parte de este en otra parte que viene a perturbar y a contaminar el aquí y ahora del espacio parisino. La escenografía, el espacio y su despliegue entre el horizonte y la tierra me interesan tanto que agradezco a Dios la existencia para este filme de Argelia y España. ¿Qué hubiera podido filmar en París, en un documental sobre un filósofo que se desplaza principalmente entre Ris Orangis y el bulevar Raspail? Y aunque filmamos en París, antes que en Argelia, hay que decir que las imágenes parisinas son las menos interesantes del filme. París es una de las ciudades más filmadas del mundo, una machacona repetición de imágenes que ya no sorprenden. Luego, el documental tiene esto de particular: captar lo vivo, bajo la presión de una compulsión descriptiva y narrativa, que pretende seguir a la letra los trayectos cotidianos de los personajes. Ciertamente, estos trayectos tienen sus dimensiones informativas, y a veces necesarias, pero los relieves, los pliegues, ¿de dónde podrían venir, cuáles serían la traslación y la traducibilidad posible de una palabra en un espacio? ¿Y cuál? Esto es lo que podría irrigar la sequedad de la fórmula habitual de los documentales: cámara al hombro, iluminación rudimentaria, personaje difícil, imagen numérica, siempre la prisa, y rápido, rápido, a toda velocidad. Lleve el tiempo que lleve, aunque Derrida no deje de decir en el filme que todo dura demasiado tiempo. En este filme, he tenido la impresión de que el espacio natural de la vida se neutralizaba, ya que tampoco sorprende al personaje. Entonces, ¿cómo hacer reposar la respiración, cómo imponer un ritmo en esta precipitación? Por la mirada, que descansa sobre la luz, y sobre el vacío, al que hay que dejar desplegar sus posibilidades. ¿Qué técnica emplear? La super-16, película mediana entre la de 16 milímetros y la de 35, huésped gracioso a quien se abren cada vez menos las puertas de los inmensos edificios de la industria televisiva donde pululan los espectros que se comen la carne y hacen de ella una cosa, la cosa virtual. Es curioso, ¿no?, que una técnica bautizada como «digital» haya abolido el tacto: ya no se toca nada. Nada de materia tangible, sensual, nada de cuerpo en definitiva. La imagen que podría dirigirse al cuerpo o referirse al

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cuerpo. Sorprende constatar que el tacto, el sentido primordial, la condición misma de lo vivo, sea el más culpabilizado. Sé que Derrida acaba de terminar un libro sobre este tema, y no sé si habla de la imagen, pero concibo la imagen digital como un peligro mortal para el documental. Porque no se trata ya de la imagen, no se trata más que de líneas electrónicas, como dice Edmont Couchot. Y a las cámaras digitales más resultonas, más modernas, prefiero incluso las arcaicas cámaras de la pequeña película super-8. Todas las imágenes de Argelia han sido rodadas en super-8. Como su nombre indica, es un plus, un «por encima de», soberbio en su brillo anticuado y en el infinito vigor de su memoria. Es la película más segura de todas, conserva la memoria de cada rayo de luz que viene a posarse sobre ella y, contrariamente a nosotros (y a las horrorosas cintas de vídeo), no envejece, porque ya es vieja. Y si la palabra «infinito» se ha deslizado sin querer en mi frase, es porque se contiene ya en su nombre, al ser el 8 acostado el símbolo del infinito.

Calle de Aurelles de Paladines y el peligro de un rodaje

No me entretendré aquí sobre los temores experimentados por la mayor parte de mis amigos antes del viaje a Argelia. Un temor menos exacerbado por la fragilidad de mi condición física (acababa de salir del hospital, la columna vertebral agujereada por una punción lumbar y una contra-punción lumbar para reparar la primera, meninges inflamadas y todo lo demás) que por la notoria violencia del país. Así, y hasta el último momento, las compañías de seguros se negaban a asegurarme; requisito legal sin el que no era posible el viaje. Sin embargo, este rodaje era fundamental para el filme, y yo no podía economizarlo. El en otra parte de Argelia. Extranjera en el mundo y no sólo en Europa, tranquilicé a mis amigos diciéndoles que corría más peligro en mi tierra, en Minia, al sur de Egipto, feudo de los integristas armados, que me conocen bien, que en Argelia, donde no soy más que una extranjera anónima. Sin embargo me dirijo a casa. Sabía dónde estaba la diferencia. Ésta se encontraba en los riesgos que podrían poner al mismo filme en peligro. Para empezar, cuando se rueda en un país considerado peligroso, se impone una pregunta: ¿Qué sacrificaría primero, la cámara, la película impresa, o bien mi propia persona? Pese a que en ningún momento me he sentido en peligro, se urdía siempre este fuera de campo en el segundo plano de cada jornada de

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rodaje, simplemente por su puesta en escena, cuyos actores principales eran los soldados. Tanto se imponía esta pregunta que hemos filmado la casa de Derrida al final, puesto que cualesquiera que fuesen los acontecimientos fílmicos precedentes, éste era el acontecimiento mismo del viaje. Un suspense mantenía de este modo en vilo el rodaje, en la incertidumbre de cada mañana. Y cada nuevo día se presentaba arropado por una irrealidad que volvía aún más vaporosa e irreal la amenaza. Calle de Aurelles de Paladines: ¿cómo encontrar la antigua casa de la familia Derrida en esta calle, ya que, al cabo del tiempo, el mundo ha cambiado y las calles ya no ostentan los mismos nombres? Al lado de un cementerio católico, en El Biar, me ha dicho Jacques por teléfono. Quien busca encuentra, y lo hemos encontrado. Llegados cerca del número 13, hemos llamado a la puerta, abierta transcurrido algún tiempo por una mujer acompañada de un moloso. Nos hemos presentado. Ante este grupo armado, la joven ha sido presa del pánico y su rostro se ha alejado en seguida de cualquier sonrisa, un rostro cuya expresión ahuyentaba toda la hospitalidad que de este lugar esperábamos. Hacía frío, y todos nosotros estábamos bajo el paraguas de Nabil. Al vernos la joven acurrucados bajo este paraguas, de nosotros ha de haberse desprendido sin duda una sensación de espanto que nos ha vuelto aún más sospechosos que nunca. Yo llevaba el libro de Geoffrey Bennington8, en el que hay una foto de la casa. Tras muchas explicaciones, y a la vista de la foto de Derrida y de su hermano, la joven me ha dejado entrar con Malika, pero hemos permanecido en el umbral de la casa. La joven nos ha informado de que su hermano se había tenido que exiliar a Francia. Casi toda la familia había partido, huyendo de la persecución de que se la había hecho objeto debido a la actividad intelectual de sus miembros. En fin, ella tenía que telefonear a Francia para obtener la autorización de dejarnos filmar. Nos citamos justo para el último día del rodaje. Entre tanto, ya veríamos. Mientras estuvimos en el umbral de la casa, entró un perro, uno de estos horribles perros guardianes que me dan un miedo terrible, y más aún: no estaba solo, había otro, y luego otro más. Con el frío y entre estos perros, cierta inquietud sobre la posibilidad de filmar la casa se ha dibujado en el aire espeso y húmedo. Al salir, me ha

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La autora se refiere al libro de Geoffrey Bennington y Jacques Derrida, Jacques Derrida, compuesto por un ensayo de Bennington, «Derridabase», y otro de Derrida: «Circonfession», Éditions du Seuil, París, 1991. (Hay traducción al castellano de Mª. Luisa Rodríguez Tapia, Jacques Derrida —«Derridabase» y

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asaltado una duda. Esperaba, creo, haberme equivocado de casa. De nuevo he tomado la foto y he tocado al timbre. Primero ha aparecido el perro y tras él la joven, cuyo rostro se asombraba de verme. Le he mostrado otra vez la foto para preguntarle si aquélla era verdaderamente la casa. La foto se había tomado desde el jardín, del lado por tanto que no habíamos visto. Sí, por supuesto que era aquélla. En ese momento, ha entrado un hombre que se ha dirigido a la joven en una lengua extraña. Poco a poco, sus temores se han disipado y se ha puesto a hablarnos. Hemos sabido que tenía una madre búlgara. Daba clases de gimnasia y enseñaba una lengua, el búlgaro de hecho. En cualquier caso, algo más tranquila, nos ha permitido echar un vistazo a la casa. Hemos evaluado tímidamente el material a traer para poder filmar. Mi mirada se ha posado sobre un piano, y sobre una foto de Charlie Chaplin y Jackie Coogan, estrella del Kid que la joven señora Derrida había quizás adorado hasta el punto de llamar a su hijo como él. Jackie se transformó en Jacques sólo en el momento en que el nombre ha debido salir del simple estado civil para entrar en el espacio de la firma literaria. Y la foto aún estaba allí, como un bien precioso que se habría heredado en la confusión de una casa que no sabía a qué santo encomendarse. Y avanzada la tarde, he sabido que el piano también había pertenecido a la madre de Jacques, y también había sido abandonado en la estampida de un sálvese quien pueda. He aquí entonces un fuera de campo, un sub-texto pesado y retorcido. Estos objetos figuran en el filme, pero sólo en su apariencia y en su identidad de objetos sin memoria. Sin embargo, cristalizan lo que hay de más ultrajante para una memoria —su absoluta traición. La memoria nos constituye y nos traiciona a la vez, y el recuerdo no es más que su substitución herida. El piano, la foto, y la bañera en el jardín son, como diría Deleuze, imágenes-recuerdos que cristalizan este tiempo de otro tiempo, de lo que ya ha tenido lugar, y que existe aún en el estado de ruina. Este es el estatuto de casi todas las imágenes de Argelia. Figuran en el filme, pero no dicen su nombre, portan en sí el halo del acontecimiento autobiográfico real, el pudor de lo imaginario y de lo ficticio. Aunque la casa de los Derrida esté habitada, no por ello deja de ser una ruina, la ruina de lo que ha sido, de lo que ha tenido lugar allí y de ningún modo en otra parte. En

«Circonfesión»—, en Cátedra, Madrid, 1994). (N. del T.)

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España también hemos ido de ruina en ruina, como ese poeta árabe que meditaba sobre las ruinas, allí donde aquélla que llevaba el rostro de su amor había estado antes, allí donde ella había estado sin estar ya. Llorar las ruinas. Se decía también que el poeta podía no sólo llorar el rostro de la amada desaparecida, sino también ir a llorar con el fantasma de la amante perdida que continuaba rondando las ruinas, espectro que aún acudía a las antiguas citas. Las ruinas contienen en sí a la desaparecida, hacen resonar una voz que duerme en sus piedras. Una voz de mujer, por supuesto. Recogerse primero, llorar después en un texto, y conversar con el fantasma de la eterna extranjera, ya que los nómadas son estos extranjeros eternos que en sus viajes imperiosos deshacen todo texto, y sobre todo los textos del amor.

El hotel Djazaïr, un vestigio

El hotel Djazaïr, donde debía hospedarme, es en sí el vestigio de cierto pasado, del tiempo en que aún era el Saint-George. Hotel imperial, de estilo clásico, cuya arquitectura y muebles están marcados por el cruce de las culturas beréber y europea, mientras guarda la memoria de una aristocracia extinta, aunque bella y bien presente en la nobleza de los objetos, de los pasillos, del servicio. Este hotel representa para mí uno de los más hospitalarios lugares que nunca haya conocido, pese a tener que encerrarme allí a la caída de la noche para escapar a algún Drácula de las calles de Argel. Dicen que un rey o una reina de Inglaterra se hospedó en él. Señaladas desde su origen por el sello de la nobleza adinerada, las habitaciones contienen lo más insólito, una inmensa caja de caudales, por ejemplo, o un refrigerador vacío que se remontaría al origen de los refrigeradores, cuya única función consistiría en ronronear su música intemporal para mecer al insomne o incitar a la soñadora a rememorar aquellos tiempos que nunca conoció.

El jardín de la memoria

He filmado mucho en el Jardin d’Essai, en Argel. Un jardín botánico con avenidas para el recuerdo, con bambúes que cantan a la noche o al crepúsculo, porque no se mecen en silencio, sino con un estrépito ordenado según el ritmo de su

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composición. El primer día filmé bajo la lluvia, donde las avenidas de plátanos, de sauces, de palmeras o de bambúes tomaban la apariencia de una alucinación, de una emoción que se dispersa y es por ello mismo onírica. Derrida ha leído en este jardín, ha contemplado sus calles. Era otro tiempo, un tiempo anterior, en los preliminares de su escritura. No he encontrado el banco exacto donde él permaneciera inmóvil con un libro. Pero en las avenidas sombrías y húmedas, una luz tenue apenas permitía sembrar las semillas de una hospitalidad, la memoria de una multiplicidad de nosotros, dispersos y separados. Me refiero aquí a la secuencia del filme en la que estas imágenes fueron montadas, cuando Derrida habla de su concepción de la comunidad. El nosotros disperso, en esta soledad infinita entre miles de árboles. Esas avenidas en perspectiva y su ceremonial profundidad de campo, donde lo lejano bordea lo próximo, y la proximidad la distancia, en el alineamiento melodioso de los troncos y las ramas al descubierto, ofreciéndose como un don de este cielo húmedo. Las perspectivas de las avenidas o de los años. Cada perspectiva lleva en sí una línea de fuga. Cada línea de fuga se extiende hacia el infinito, el infinito del mundo en la memoria. Sabemos que el mundo es finito, que tiende hacia su finitud, pero la memoria resulta inagotable. Pertenece a los lugares y no a las personas, o a las personas en los lugares. Las personas pasan y los lugares permanecen. ¿Cuántos libros se habrán leído en este jardín, cuántos pasos se habrán posado bajo las hojas de la primavera y del otoño, del invierno y del verano, cuántos rayos de sol y gotas de lluvia habrán nutrido los árboles, cuántos sueños habrán sido soñados, cuántas palabras pronunciadas, cuántas risas, cuántas lágrimas, cuánto? El infinito, ya que nunca ha habido ni nunca habrá nadie, ni siquiera un ordenador, capaz de contarlos. Sin número, puro tiempo. Cuando ha querido sonreírnos el sol, hemos vuelto y hemos filmado las mismas avenidas, pero calurosamente pobladas por recuerdos que van creándose. Todo hombre en edad de mirar a un niño con la ternura de un padre escoltaba a un pequeño, a veces dos. Sorprendente escena de un jardín repleto de padres, o de hermanos mayores, que deambulaban por las avenidas hacia la luz. Era raro encontrar mujeres, esparcidas por aquí y por allá, solas o en grupos, sin niños, como si el niño que pertenece al mundo perteneciera siempre al padre. Sorprendente incluso esa escena al principio del filme en la que un padre baja los peldaños de una escalera con un niño firmemente asido de la mano, como para protegerlo de por vida. Ante él se extiende la avenida que termina con

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el mar abajo y el cielo en lo alto. Los dos infinitos, azules de un azul primordial que nos recuerda que no somos más que una retórica, o un efluvio de elocuencia, dispersos y fugaces. «Jardin d’Essai», ignoro cuál sería el ensayo llevado a cabo en este lugar, quizá el ensayo botánico que ha dado a las bellas letras su lugar, desde el que se propagaron a otros lugares. Cuántas imágenes hubo que sacrificar de este jardín a plena luz, y cuántas de la mañana sombría, cerrada a sí misma por la lluvia... Las imágenes que permanecen en el montaje son saltos a través del tiempo del rodaje, elipses y síncopas. Por momentos, una imagen se obstina en ocupar el espacio, resiste al corte. Cierto número de imágenes de las avenidas eran de esta naturaleza, se dieron una legitimidad. Tales imágenes se encuentran ahora en la secuencia sobre la hospitalidad y la comunidad, después de haber viajado a través del filme. Imposible suprimirlas o poner otras en su lugar. Fue preciso, imperativo metafísico, fue preciso que se quedaran, y se quedaron. Simplemente buscaron el lugar que les convenía.

Fútbol en archivo

Por el contrario, no logramos guardar una sola imagen del estadio de Kouba, al que Jacques iba a jugar al fútbol. Jugadores lanzados entre dos grandes inmuebles tras un balón, observados por algunos mozalbetes, distraídos y más preocupados por la cámara que por los tantos marcados. Privados de toda atención, o intención, ambos equipos perdían incluso el interés por el juego. El presente en el presente, dijo san Agustín, es la intuición. Sin intuición y sin gracia, cualquiera que sea la intención o la compulsión biográfica tras estas imágenes de estadio, han hallado la triste suerte de toda imagen que simplemente refleje un presente actual, tal cual, sin huella de recuerdo y sin marca del tiempo, puesto que sin objeto verdadero. Hablo del archivo, el archivo que encierra un posible en devenir, merecedor de un valor en espera, de un potencial de actualidad, de una reencarnación, de una revisitación. Un día, junto a otra imagen, una disposición y un tiempo se cristalizarán quizás a la vista de otro reparto, que será el comienzo de otro relato, y por tanto de otro tiempo. Siempre se dice esto en el montaje, que quizá las tomas servirán algún día, y por ello se las guarda celosamente. Digo todo esto para recordar que una imagen, sea cual sea su génesis (narrativa, biográfica) debe

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quedar a cubierto del gran relato, debe contarse a sí misma su pequeña historia, debe cristalizar, y de nuevo tomo prestado este término a Deleuze, debe ser una imagencristal que contenga dos temporalidades diferentes que se cabalgan y se enredan mutuamente, sin línea divisoria y sin contorno. Por eso las imágenes actuales de cualquier documental no pueden surgir más que de la niebla de un límite del tiempo entre la descripción del instante y el impulso hacia el más allá del mismo instante. La evocación no despierta sólo el pasado, sino que tienta a la memoria a venir al seno mismo del presente. Dicho de otro modo, trata de revelar lo que ya fermenta en el tiempo de lo que es, como aquello que ha tenido lugar o que va a tener lugar. También las imágenes de la casa de Derrida son imágenes de objetos que llevan en sí un gran relato secreto. Éste no se desvela a la vista de la imagen pura, sino que envuelve en su espesor las imágenes más ordinarias. Así, tal relato secreto trabaja el fuera de campo argelino, se vuelve el heraldo de otra aura.

Liceo Ben Aknoun, o el don de la imagen En su libro «Circonfession»9, Derrida evoca un episodio a la vez doloroso y muy significativo en su vida, cuando fue expulsado del Liceo Ben Aknoun durante la guerra, en un exceso de celo racial por parte de las autoridades francesas de Vichy. Un día de lluvia, húmedo y glacial, el segundo día de rodaje, nos acercamos al Liceo Moukrani (su actual nombre). Como si la imposibilidad para Derrida de volver allí de golpe se volviera posible a través de un prisma, que le permitiera ver de nuevo y a distancia lo que en otro tiempo fuera próximo y táctil. Con la autorización del ministerio en la mano, hemos ido a ver al director, un hombrecillo sonriente y discreto. Hemos explicado el objeto de nuestra visita y nos ha pedido nuestros papeles. Tras un telefonazo al ministerio, nos ha dejado entrar en el recinto de la escuela. Una escuela mixta, en la que chicas y chicos se apretujan bajo los paraguas y se confunden en una gama de colores sombríos. Sobre el muro, un fresco del emir Abd el-Kader con desmesurado rostro sobre un caballo desprovisto de ardor y envergadura. Con la blancura de sus ropajes, el príncipe (que es lo que significa la palabra «emir») se

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Cfr. la nota anterior. (N. del T.)

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apoyaría sobre el marco como para hacernos retroceder ante el asalto que lanzaba contra nuestra apatía. Húmedo y sombrío, el tiempo apenas nos ayudaba. Nos hacía falta la luz, nos privaba de imágenes. Había que esperar. El patio de recreo se había vaciado de sus alumnos, y necesitábamos un pequeño gentío estudiantil que aparentara deambular con indolencia en el patio como si de nada se tratara. Con total naturalidad, como se engaña siempre que se fabrican documentales. Hacer como si. Advirtiendo en seguida nuestra confusión, el director hizo salir para nosotros una clase entera, y la hizo bajar al patio durante el tiempo que fuera necesario. Al final, necesitamos también filmar la entrada de la escuela, y le preguntamos si querría, para ayudarnos aún más, entrar y salir de la escuela. Haciendo como si. En suma, el director se convirtió en figurante. Pan comido: el director árabe del Liceo El Moukrani, ex-Ben Aknoun, se ha prestado sonriendo a este filme que llevará el nombre de Jacques Derrida. Debo decir que este director de escuela me ha hecho el don de su presencia, en las tomas, y que este don que repara la falta cometida por otro de quien el mismo director lo ignora todo, es un don puro. Tal vez. Ha hecho falta todo este tiempo, el olvido mismo del tiempo entre ambos episodios, la expulsión y la reparación. Y aunque se trate de otro tiempo, de otro Estado, de otros actores, el liceo, el lugar que guarda su memoria sigue siendo el mismo y no es sino justicia. Expulsado, este «pequeño judío negro y muy árabe», se ha convertido él mismo en el afuera (cito de memoria), y el afuera es una suerte, una suerte que él ha transformado en bellas letras, en lengua y en filosofía. Las imágenes de Ben Aknoun tampoco dicen su nombre en el filme, como las de los otros liceos, montadas en una secuencia que concierne a la escritura, la escritura que resiste (tanto en el mejor como en el peor sentido de la palabra), que transgrede y libera, y que en el acto mismo de la transgresión levanta diques y barreras de resistencia que protegen la posibilidad de la transgresión. No se acaba de liberar y de liberarse. Interminable. En cuanto a estas imágenes de liceos, cruciales en una historia biográfica determinante, silenciosas, discretas y secretas, son de naturaleza cristalina, pese a su linealidad descriptiva. Aunque no sé si descriptivas, puesto que nadie sabe que son imágenes de liceo, tal vez el término que mejor les conviene sea «dramáticas». Dramatizan un diálogo presente y pasado, entre un origen y una destinación. Al borde de su alfabeto, del suyo, Derrida desaprende la escuela para aprender su lengua, y nos

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obliga no sólo a reaprender el latín, sino a aprender la lengua del afuera, la lengua de su suerte y de su esperanza (cito «Circonfession»).

La Casbah, un teatro al fin abierto

El país de un millón de mártires no cesa de fabricar otros a cuenta de una culpa antaño cometida, y cuyos culpables han muerto todos después, pero la culpa vive y crece en la desmesura de un monstruo de corazón indolente. Hablaré de la Casbah, barrio central en el espacio de una ciudad bastante pequeña. Durante años estuvo prohibida a los argelinos, pues era asediada por grupos armados, cuyos gritos a voz en cuello resonaron en sus callejuelas sombrías. En el nombre de Dios, clemente y misericordioso (frase ritual con la que los musulmanes comienzan todo acto, y en particular la lectura del Corán). El Dios clemente y misericordioso se había olvidado ya de la Casbah, y es otro, recriminante y vengador, el que ha ocupado su puesto cerca de la gran mezquita, y también de la pequeña. Cuando solicité la autorización para rodar en la Casbah, me fue indicado amablemente: «se verá». Según la situación. Como a todos los orientales, a los argelinos no les gusta decir que no. El no toma siempre la forma de una frasecita, que suena como un nombre o un diminutivo: «se verá», a veces incluso un gracioso «ningún problema». Llega el día en que es preciso dirigirse a la pequeña mezquita que antaño fuera una sinagoga, después de haber sido mezquita. Dios sería verdaderamente clemente en el tiempo, ya que permitía a sus servidores apoderarse de su morada, cualquiera que fuese el nombre que portara su fe. Antes de partir para Argelia, miré en un mapa el emplazamiento de la mezquitasinagoga, Jacques me había indicado una casona de aspecto monumental diciendo que eso era el «gran templo». Luego aquélla era la que yo buscaba. Pero la autorización para la Casbah no llegaba, y yo la esperaba a la entrada del hotel, que albergaba además un servicio especial de la policía encargada de la seguridad (y de otras cosas cuya exacta naturaleza yo ignoraba). Un oficial joven y de pequeña estatura, de paisano, mostraba una sonrisa burlona y experimentaba cierto placer recordándome, cada vez que me veía, que estaba prohibido salir del hotel: «No salga usted», decía, en francés siempre. Se llama Bassem. En árabe, Bassem quiere decir el sonriente, y cada vez que yo posaba mi mirada sobre su rostro, me preguntaba sobre la predestinación de un nombre (todos los

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nombres de pila árabes poseen un sentido aparente) y sobre la suerte que arroja un nombre sobre aquél o aquélla que lo lleva. En efecto, Bassem era sonriente, como un gato, aunque precisamente los gatos sonríen cuando juegan con los ratones, antes de pasar a ser estos últimos memoria. En fin, Dios fue pese a todo clemente y misericordioso: nos llegó la autorización. Podíamos dirigirnos allí, pero con una escolta reforzada, con hombres, creo, de una unidad especial, dirigida por un jefe grande y muy ducho en no sé qué. Cada vez que queríamos dar un paso, había que preparar el terreno mediante otro grupo que debía adelantársenos. Rodaje a pasitos. Llegamos a la gran plaza, ante lo que Jacques me había indicado previamente sobre el mapa. La mañana se mostraba gris pero sin lluvia, y nos pusimos a filmar todos los aspectos de la mezquita. Transcurrido algún tiempo, al mirar de cerca una placa fijada al muro de la mezquita, pude constatar que de hecho la mezquita había sido en otra época una catedral, y no una sinagoga. Comenzaba a anochecer, los soldados perdían la escasa paciencia que tenían. ¿Pero entonces, dónde se encontraba esa mezquita que fuera en el pasado sinagoga? Malika me salvó una vez más: «el templo judío que buscas queda más lejos en la Casbah, del otro lado, pero no sé si podemos dirigirnos allí». El jefe de la brigada, todo el rato hablando sin cesar por su talkie-walkie, giraba a pasitos sobre sí para prevenir cualquier ataque por la retaguardia (lo que le confería un ritmo frenético, incluso permaneciendo inmóvil), y aunque tenía los ojos enrojecidos por noches en vela, aceptó que penetráramos aún más en la Casbah. Ésta es todavía un barrio vertical, sustentado mediante todo tipo de escaleras por las que sus vecinos descienden y suben constantemente. Una vez concedida la autorización, hemos empezado también nosotros a subir y bajar. Al hallarse la sinagoga en el otro extremo del barrio, para llegar hasta ella había que atravesar calles tortuosas y oscuras, interrumpidas a trechos por docenas de aquellas escaleras. Las casas se inclinaban unas sobre otras en un cara a cara que apenas dejaba una oportunidad a los rayos del sol. Sin embargo, aún era posible filmar un poco. Y mientras los soldados vigilaban las entradas y salidas de cada calleja, nosotros rodábamos en compañía del hombre de los ojos enrojecidos. Quien nos apremiaba a ir deprisa, y a salir lo más rápido posible de aquellas callejuelas inseguras. Comprendí que demorarse en el encierro entre las mismas era aún más peligroso para ellos que para nosotros. Eran el blanco de muchos

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atentados. Todas las respiraciones permanecieron como contenidas durante nuestra estrecha travesía. Pero un momento de gracia llegó como una fractura o una transgresión, una bocanada de aire. Una sonrisa. Una niña salta muy deprisa los peldaños de una escalera. Al vernos, pide ser filmada. Tras las tomas, le pregunté en árabe egipcio adónde iba. Me respondió igualmente en egipcio (que casi todos los árabes comprenden y a veces hablan, ya que han crecido con las canciones y los filmes egipcios): «Voy a ver a mamá.» Al guerrero le ha encantado la breve frase de esta pequeña argelina que hablaba egipcio, y una sonrisa inmensa ha trastornado su rostro tenso de inquietud. Siempre son los niños, y sobre todo las chiquitas, quienes hacen el don de esta gracia, simplemente por su forma de brincar y de saltar los escalones. Fuera por fin del laberinto, nos hemos encontrado sobre una pequeña plaza de mercado, ante la mezquita. Al penetrar en el interior de la Casbah en pos de la sinagoga, por esas callejuelas sinuosas, tenía la impresión de vivir un sueño, un extraño sueño sin promesa de despertar. No una pesadilla, sino el sueño de un viaje muy adentro, en el vientre, cerca de algo primordial. Una vez fuera y en la plaza, despierta en plena transacción mercantil en torno a frutas y verduras, de repente el mundo se ha vestido con otra luz, y el sueño escondido se ha vuelto memoria suave, tangible, como si yo misma surgiese de esas piedras y de esos postes de madera sobre los que reposan las viviendas de la Casbah. Habíamos por tanto encontrado la pequeña mezquita, en otro tiempo gran sinagoga, tras haber sido mezquita. Una mezquita blanca con ribetes azules, ¡pero era tan pequeña! Su pequeña talla todavía me hacía pensar en la memoria. Incluso en el filme, y aún ahora, Jacques la llama el «gran templo», la «gran sinagoga». Imagino que parecería muy grande cuando Jacques y su hermano eran niños, los ojos de los pequeños lo ven todo enorme. Y luego ha permanecido tal como fuera a sus ojos infantiles, la gran sinagoga, convertida en pequeña mezquita. Mustapha, el director de fotografía, tiene un nombre de pila que es un calificativo del profeta Mohamed: Mustapha quiere decir el elegido. El hombre que portaba este nombre tan musulmán también tenía una abuela judía. Ocupado en el rodaje, se hallaba como embrujado, tratando de sacar imágenes de todas partes, subiendo sobre los hombros de unos, o sobre las barandillas de las escaleras, con el solo

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objeto de quedar en el eje que permitiera captar mejor aquello que le parecía digno de ser fotografiado. Animado, habitado, encantado incluso por el teatro al fin abierto de la Casbah de Argel, Mustapha se me había escapado totalmente. Al final del rodaje en la Casbah, me he enterado de que Mustapha y Malika, que sin embargo vivían en Argel, no habían puesto allí los pies en años, y que, según las palabras de Mustapha, «el rodaje les había reconciliado con la Casbah». También he aprendido un término que se utiliza en Argel para decir si un lugar está cerrado sobre sí mismo o abierto a la llegada de otros, extranjeros al mismo. Es la palabra «limpieza». Un barrio está limpio, o aún por limpiar. Evidentemente, la Casbah se había limpiado. Sea cual fuere la realidad que esconda, este término, que surge del lenguaje militar, traduce la desesperanza y el desconcierto de la izquierda que lo adopta frente a las muertes insondables entre el Estado y los militantes islamistas. Es prueba de su credibilidad y de su honor denunciar al Estado en su orgía de sangre, de torturas, de encarcelamientos, de penas de muerte, legales e ilegales, en las manipulaciones de los servicios secretos y en sus asesinatos sin nombre. Pero, ay, la aporía reside en esto: cada vez que los grupos armados integristas recobran aliento (tanto en Egipto como en Argelia), es la izquierda la que paga en primer lugar el aumento de su vigor. El principal enemigo son las fuerzas laicas, o incluso todos aquellos y todas aquellas que simplemente se oponen a la teocracia del terror, de la que los grupos armados islamistas preparan un seguro porvenir. El Estado no es más que un adversario táctico, en la medida en que representa tendencias laicas o seculares. Es en nombre de una pureza religiosa primera que se ataca a los Estados. Pero el enemigo estratégico lo constituye esta izquierda frágil y dividida que se alegra, ay, de la «limpieza» administrada por el terrorismo de Estado.

La Kabilia protegida por la nieve y los soldados

«La memoria, si así lo prefiere. No quiero más que la memoria, otro nombre para el porvenir tras el que corro, y corro, y corro» (La Contre-allée)10. Acabo de leer esta frase de Derrida como si fuera un descubrimiento, al cabo de haber leído ya La

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Catherine Malabou y Jacques Derrida, La Contre-allée. Voyager avec Jacques Derrida, La Quinzaine

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Contre-allée dos veces por lo menos. La primera bajo la forma de un manuscrito antes de mi partida hacia Argel, ya que, en la carta de Estambul, Derrida evoca la memoria de su padre, viajante de comercio, con quien experimentara por vez primera los viajes en lo que se convertiría en una vida pautada por los retornos y las partidas. Siempre son los comienzos los que cuentan y marcan. De un viaje de antaño a otro de ahora. El que me ha lanzado sobre las rutas de la Kabilia. A partir de los dieciocho años, Derrida acompañó a su padre a la Kabilia y a otros destinos. Un viaje que comenzaban con el alba, a las cinco horas de la mañana (no sé si las cinco de la mañana corresponden al alba, pero seguro que reina la oscuridad), antes de emprender la ruta y de realizar el itinerario del viaje, a la busca de encargos para la fábrica de vinos y espiritosos en la que su padre trabajaba, y el padre de su padre antes que él. En un peregrinaje fílmico (Derrida desconfía de la palabra «peregrinaje», pero quizá el término «fílmico» la vuelva más humilde y menos sacra), había que dirigirse a la Kabilia. Yo quería ir a todos los lugares indicados en La Contre-allée: Tigzirt y Tizi Ouzou, Djidjelli, Port-Gueydon y por fin, el bosque de Yakouren. Presenté mi lista a Bassem el Sonriente, en su despacho del hotel, y me miró con una mueca de ofendido. Pasado algún tiempo, me informó de que ni siquiera el ejército argelino podía adentrarse en el bosque de Yakouren, que Djidjelli y Port-Gueydon se hallaban demasiado lejos y era preciso que yo volviese a Argel antes de caer la noche, pero que finalmente podía ir con la necesaria escolta a Tigzirt o a Tizi Ouzou. Componían la escolta en primer lugar tres guardias militares que no me dejaban nunca, a los que al salir de la ciudad de Argel se unieron unos gendarmes, a los que a su vez se unían coches de la policía local en cada pueblo o localidad por donde pasábamos. Había dos rutas para dirigirse a la Kabilia: la que bordeaba el mar, y la carretera de la montaña. Escogimos la montaña por razones de seguridad, ya que acababa de producirse un atentado en la carretera del mar. Partimos por la mañana muy temprano (pasadas las cinco, sin embargo) con Mustapha y Nabil (El Noble) y nuestra escolta homologada. De este modo, me encontré en camino rodeada por once 4x4 repletos de soldados armados. El cochecito en que viajaba debía quedar en el medio, con cinco vehículos militares delante y seis detrás. Cuando yo quería parar para filmar, Nabil tenía

Littéraire-Louis Vuitton, colección «Viajar con», Aubenas d’Ardèche, 1999.

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que hacer señales con los faros para que los once coches se detuvieran, aminorasen o reculasen, según la naturaleza de la imagen (plano fijo o travelling en coche). La Kabilia estaba cubierta por completo de nieve, invadida por el frío de las montañas: estoy segura de nunca haber estado ante un paisaje semejante en toda mi vida. Nunca he sentido el deseo de exponerme por puro placer a las montañas nevadas, ni de participar en esa práctica ritual occidental: el esquí. En absoluto se corresponden mis imágenes de la Kabilia con su razón de ser biográfica, ya que Derrida me dijo que acompañando a su padre nunca vio la Kabilia nevada. El mundo ha cambiado, y nada puedo contra la intemperie de la época moderna. Nuestro impresionante cortejo avanzaba por tanto lentamente, lo que me divirtió mucho. No sabía que mi vida fuera tan importante. En un momento dado, fuera del automóvil para hacer planos fijos, hablé un poco con los soldados, quienes me confesaron estar en efecto buena parte de ellos de excursión. La idea de que una egipcia acudiese a la Kabilia para tomar imágenes sobre un filósofo francés les había hecho reír con ganas. Después de todo, esto los distraía un poco de las historias de atentados y de la rutina de la guerra. Estaba absolutamente prohibido filmar a los guardias militares y sus vehículos. Tal regla era estricta, y había que respetarla escrupulosamente, si no quería poner en peligro el rodaje. Sin embargo, para mi mayor sorpresa, en un momento en que yo misma tomaba imágenes con mi pequeña cámara familiar de super-8, los he visto jugando con bolas de nieve, y uno de ellos me ha pedido que los filmara. Estas imágenes no han sido montadas luego, pero están ahí, durmiendo en los archivos, docenas de soldados pertrechados con sus fusiles y batiéndose con bolas de nieve. En seguida han posado juntos para que los filmase y les sacara una foto. Me han hecho el don de sus imágenes en movimiento, pero han querido que les enviara la foto. Aún no lo he hecho. He aprovechado también para filmar los vehículos de la policía, que bloqueaban por completo la carretera, hasta casi perderse de vista. Afortunadamente, no pasaba ningún automóvil civil. Al escribir estas líneas, acabo de caer en la cuenta de que la carretera había sido cerrada a la circulación normal. ¡Qué vergüenza! Nuestro destino era entonces Tigzirt. Más grande y sin acceso al mar, Tizi Ouzou ofrecía menos interés cinematográfico. Debo decir también que las imágenes que yo buscaba concernían más al viaje, al trayecto, a la ruta, que al destino. Sin un preciso final de trayecto, en Tigzirt o en Tizi Ouzou, lo que motivaba las imágenes era la

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experiencia de dirigirse allí, más bien que la llegada. La memoria de un viaje, y no de lugares fijos, como planos fijos. Antes se trataba de travellings. Travelling en viaje, un travelling que remite a otro travelling, de un otro en otra parte que no portaría ese nombre, un travelling que reenviara a los viajes de su padre, como un filme dentro de un filme, o el teatro en el teatro. De ahí la naturaleza bastante abstracta de estas imágenes, montadas en parte en la secuencia que concierne a la hospitalidad catastrófica y pura. ¿Es la nieve la que abre la hospitalidad al acontecimiento de la catástrofe? En cualquier caso, una cosa es cierta: estas imágenes no poseen ningún valor de recuerdo por más que sea precisamente el recuerdo lo que las ha hecho nacer. Son más bien imágenes que vienen bajo la forma de un antiguo viaje que se ha vestido con otro hábito, con una nueva memoria. Con una amnesia mejor, cubierta de nieve, que transformaría ese paisaje beréber en el paisaje que yo una vez viera a bordo de un tren que me conducía a la Alemania del Este una mañana de enero, mucho antes de la caída del muro. La in-hospitalidad de entonces en Alemania del Este no consistía sólo en cerrar las fronteras ante el que llega, sino mucho más aún en alimentar ese desastre que tomaba la funesta figura de un hogar desamparado. Una de las imágenes ya montadas en esta secuencia me hacía pensar en ese paisaje del Este: se veía alambradas de espino, una extensión de tierra yerma, postes eléctricos plantados hasta perderse de vista, y un hombre vestido con un mantón beréber saliendo de la nada para pasar furtivamente ante la cámara. Poco bastaba para que las imágenes rodaran, se volvieran y se trastornaran. De la Kabilia a la Alemania del Este no había sino un breve trayecto. Y no era la primera vez que en Argelia yo pensaba en Alemania del Este. Ya me sucedió en el aeropuerto mismo de Argel, al ver el uniforme de los oficiales de aduanas. El uniforme, aunque azul claro, se ha copiado con exactitud del modelo de los oficiales de la aduana de Alemania del Este, con sus amplias capas por encima de la cabeza. Todo se ha construido a partir de ese modelo. Recuérdese que Argelia, al igual que el Egipto de los años sesenta, fue aliado del bloque del Este, siguiendo Argelia en particular dicho modelo casi al pie de la letra. Todavía queda algo de aquello. «La memoria, otro nombre para el porvenir», dice Derrida. El antes se lee como una memoria, pero lo que en ella choca es su después, el movimiento que la lleva más allá de ese antes que tal vez no es rememorado más que en el después, y que la memoria nunca desvela por completo. Ella guarda restos, secretos para el futuro. Quiero decir

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que las imágenes de Argelia poseen un estatuto incierto, rozan ligeramente el archivo, pero se sustraen al archivo; fingen documentar el pasado, pero ello no es más que una forma del pasado en estado de ruina, en un presente distinto. Incluso cuando dos personas se encuentran en un mismo lugar y un mismo instante, nunca tienen la misma percepción ni la misma memoria, ni del instante ni del lugar. Las imágenes de la Kabilia no se parecen en nada a aquéllas que marcaron la memoria de Derrida. Pero Derrida, en su evocación, no tiene sino algunas palabras para la Kabilia, «me gustaba conducir por sus carreteras en zigzag». A diferencia de las de su casa, de su jardín, de las bóvedas frente al puerto de Argel, las indicaciones son fugitivas, evanescentes. Tanto es así que, llegados a Tigzirt, hemos filmado de manera aleatoria, sin estar sujetos por ningún hilo biográfico, un café o un restaurante. Un puerto pesquero donde hombres de negro lanzaban furtivamente sus cañas de pescar desde el malecón. Niños sonrientes que jugaban tras los barcos nos pidieron que los filmáramos. Uno de los barcos de pesca se llamaba, en árabe, «La Bienaventurada». El bienaventurado barco de vivos colores ha sufrido la fractura de otro tiempo esperando la ancha alta mar. Dos muchachitos lo han tomado por un teatrillo luminoso, para representar detrás, felices, tras La Bienaventurada. Desde el malecón, al que subimos para filmar a los pescadores y las gaviotas, una islita ha llamado mi atención. Me hacía pensar en otra isla, que aún no había visto: Laguna Beach, en la que Jacques tejiera lazos silenciosos e íntimos con sus «amigos, los pájaros». Esta isla bien podía parecerse a aquella otra del Pacífico. Era una isla con pájaros también, una isla de gaviotas. Y aunque ni por casualidad se acordara nunca Derrida de esta isla, yo habría entablado una alianza entre ambas sin haber sido informada de ello, habría encontrado un hilo entre el Mediterráneo y el Pacífico. Se cuentan muchas historias durante un rodaje. Mientras estábamos preocupados por ese teatro del malecón, escudriñando qué podría haber de representativo para la memoria o el archivo, vino un hombre a decirnos que, aquí mismo, había un monumento histórico, según él la tumba de un emperador romano. Era una pequeña torre de piedra ocre, ya más una ruina que un túmulo. En paralelo a este monumento vertical, una pequeña montaña aún más vertical tenía en su cima una mujer con vestidos beréberes, sentada frente a un rebaño de cabras negras, agarradas a las rocas como la gente se agarra a los bordes de las ventanas, suspendidas

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sobre el vacío, en los filmes norteamericanos. Al ver la cámara, la pastora nos ha lanzado una mirada ofendida desde lo alto de su montaña. Hemos tratado de utilizar las imágenes de esta mujer en las diferentes versiones del montaje, pero han caído en las cajas negras como se cae en un foso durante una pesadilla.

Las ruinas de Tipaza o las imágenes robadas

Regresamos a Argel antes de caer la noche. Quedaban aún las ruinas romanas de Tipaza, las bóvedas frente al puerto en la playa de Chenoua (además, por supuesto, de la casa de Derrida en El Biar). Y eso sería todo de la Argelia de Derrida, de su filme argelino, o de su cine argelino. Un programa apretado, me dijo desde el primer día la productora asociada. Pero todo ello llegaría, siempre bajo la lluvia, excepto el último día. El fuera de campo a la vez que el actor principal de dichas imágenes argelinas habría sido este cielo con esta lluvia. Idéntico guión para las ruinas de Tipaza que para el rodaje en la Kabilia, con menos policía y sin la nieve. A nuestra llegada junto a las ruinas, Mustapha nos ha rogado que esperásemos mientras iba a pedir la autorización a la directora del lugar. Una media hora más tarde aún no había vuelto, y comencé a impacientarme. Nabil partió en su busca. Yo ya conocía bien estas jornadas malditas (en el rodaje o en otra parte), en las que nada marcha, y las temo como a la peste. Por fin, Nabil regresó con Mustapha, ambos con el rostro lívido. No se podía filmar, debido a un contencioso personal entre Mustapha y la directora. Este tipo de catástrofe me deja por lo general sin habla, por no dejarme sin aliento, y así me quedo, muda. Al rato, me puse a pasear ante el lugar, y filmé con mi pequeña cámara algunas piedras que del interior se escapaban hacia la fachada como sirviéndome de cebo. Había en cualquier caso que informar a los gendarmes y a los guardias de la escolta. A Mustapha se le ocurrió entonces la idea de entrar en el sitio con ellos, como visitantes, ocultando las cámaras, sin los trípodes. Y bueno, sería la clásica cámara al hombro, y aunque las ruinas prefirieran la pose y la lentitud, era preciso que también ellas se avinieran a las circunstancias del rodaje. Nabil iba y venía entre Mustapha, yo misma y el automóvil para buscar las películas que faltaban, o bien el paraguas verde cuando el cielo nos premiaba con su presencia. De este modo, yo estaba separada de mi director de fotografía, él hizo sus imágenes y yo las mías. En la

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separación. Fue indudablemente gracias a los soldados que pudimos filmar. En la entrada al lugar nadie osó pedir nada, ni siquiera un tique. Confiados y naturales, los soldados entraron con paso firme y sin el menor titubeo, cercaron pronto el lugar, estaban en su casa. En efecto, me enteré más tarde de que el lugar mismo no se había abierto al público sino muy recientemente. A algunos kilómetros, un grupo armado se había apoderado ya de otro sitio que ostentaba el elocuente nombre de «Tumba de la cristiana». En realidad, la directora no dirigía en absoluto este lugar, que pertenecía ya al ejército. De este modo, filmé literalmente bajo las metralletas. En pie sobre una cuesta frente al mar, un soldado se situó en mi eje, tras mi espalda, sobre un punto más elevado, dirigiendo su arma en mi dirección por encima de la cámara (fuera del plano, se dice), y su metralleta giraba con un movimiento circular por encima de mi cabeza. Otros soldados apuntaban sus pistolas en las restantes direcciones. Cuando me he dado cuenta de la escena, he sentido un ligero escalofrío. ¿Quién hubiera imaginado que al hacer un filme sobre un filósofo se iba a filmar bajo las metralletas, en una dramaturgia del peligro interpretada por todos estos actores armados sobre la escena de una ciudad antigua? En realidad, los soldados (por otra parte muy discretos) no sólo me han permitido filmar, sino que probablemente me han protegido de algo: de aquello que no debía sucederme. Rodamos muchas imágenes en Tipaza. Entre la mar y los vestigios de una ciudad romana que ha inspirado a más de un escritor —Camus primero, Derrida después. Ignoro cuál sería su memoria de este lugar, yo sólo sabía que estuvo allí, eso es todo. Por tanto, me narré mi pequeña historia, fabriqué mi propia memoria del lugar, mis propias imágenes, de las que muchas se montaron en el filme y en secuencias muy diferentes. También Mustapha, con su gorrito de lana, desapareció en el lugar, la cámara oculta bajo su ropa. Salió de allí con imágenes raras, quemadas por cierto exceso de exposición debido a la sensibilidad de la película empleada. En efecto, yo le había dado una película más sensible a la luz que la mía, por temor a la lluvia. Hubo sin embargo algunas escampadas, que dieron esa calidad a estas imágenes aún más ruinosas que las ruinas. Sin cuerpo. Imágenes que con la sobrecarga de luz han superado la realidad de sus orígenes. Las mías resultan más miméticas, más obedientes a la imagen formada por la retina. Las ruinas de un templo o de un teatro difunto brillaban suavemente bajo las

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gotas de lluvia que el cielo arrojaba de cuando en cuando sobre los restos de un mundo. Imágenes robadas. Si el género poético árabe que se llama «Llorar sobre la ruina» tuviera un nuevo sentido, sería éste. Un sentido que las metralletas de los soldados argelinos han dado a las gotas de lluvia vertidas en lágrimas sobre las ruinas romanas. Quemadas por exceso de exposición, las imágenes de Mustapha habían perdido la substancia de las materias, imágenes privadas de cuerpo, imágenes fantasmales superponiendo bajo su apariencia calcinada capas y capas de tiempo.

La cámara como cabeza de un campesino egipcio

¿Por qué la ruina en un filme sobre Derrida? Las ruinas cristalizan lo que hay de impensado, de indiscernible, en un paisaje. Una pura materia metafórica. Liberan lo fortuito, lo ficticio, y lo oculto. Un traje de seda que arropa el pensamiento. Las ruinas de Tipaza nos dieron lo que podían, y ahora había que partir hacia otro destino, la playa de Chenoua, adonde en ocasiones Jacques se encaminaba. Ya comenzaba a llover, y con amabilidad se me dijo que nada había allí que filmar. Ni paisajes ni hombres, la playa estaría vacía por completo. No estábamos lejos, y aún teníamos todo el día por delante, ya que habíamos filmado muy deprisa en las ruinas por miedo a que nos sorprendiera la directora en flagrante delito de robo de imágenes. Fue como un saqueo de imágenes. Encontramos un lugar que formaba una especie de contracampo de la playa. Queríamos filmarla de frente. La playa en sí tenía una forma circular que se abría ante nuestros ojos, nuestro «subjetivo» de cara a ella. La mar quedaba en primer plano y la playa en segundo. La mar estaba agitada, como si con su bramido y su rebelión esperase saltar sobre sus propios límites hasta el encuadre de nuestra imagen. Grandes planos de las olas que hacen que el tiempo salga de sus goznes. Y justo antes de que la lluvia se volviese torrencial, aparecía un hombre solitario cara al mar, encantado por el desenfreno de la resaca. En Argelia, y más tarde en España, he aprendido, aunque ya lo supiese, pero lo he aprendido entonces con un nuevo entendimiento, que las imágenes no siempre necesitan la luz que a simple vista admiramos. Aquello que parecería una catástrofe para el rodaje, la lluvia y la nieve, al final ha sido una suerte. Por supuesto, se descubre, o se toma conciencia de esta suerte después del final, una vez que todo se ha consumado. Pero, ¡mientras tanto! Ahora me acuerdo de una frase de Malika, que me

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compadecía por el mal tiempo y los problemas del rodaje. Una mañana húmeda y frente a Bassem el Sonriente, que disfrutaba sonriendo aún más ante mi confusión. Bassem multiplicaba los obstáculos sin razón aparente. Entonces, Malika le lanzó sonriendo con ganas esta frase a propósito para cortar en seco su deleite: «¡Cállese, ella se va a morir!» No he muerto, faltaría más. En remojo ante la mar, yo misma filmé la escena del rodaje, y sentí un placer novelesco al hacerlo. Casi había logrado montar estas imágenes en el filme, cuando en definitiva todo trataría de la memoria, lo que se transforma durmiendo en la duración, y que metamorfosea lo dichoso en catastrófico y lo catastrófico en apacible felicidad. Incluso bajo el paraguas verde de Nabil, las gotas llegaban demasiado cerca de la cámara y del objetivo. Cosa grave, porque las cámaras en general y las de super-8 en particular son frioleras y no soportan la intemperie. Entonces, Mustapha ha sacado un pañuelo de pequeños cuadros y ha envuelto la cámara. Hace mucho tiempo, en Egipto, cuando los campesinos sin sombreros se dirigían o volvían de los labrantíos exponiéndose a la calamidad del sol, y dado que carecemos de una cultura del sombrero, sacaban con astucia sus pañuelos y se cubrían con ellos la cabeza anudando sus cuatro esquinas, dos pequeños nudos delante y otros dos detrás. Mustapha ha hecho lo mismo con la cámara, dos nudos delante y dos detrás. La cámara estaba en su trípode, y Nabil sostenía lo más cerca posible el paraguas para proteger la máquina. El hombre frente al mar partió, y los tres nos quedamos solos frente a este mar embravecido, bajo el viento y la lluvia, pues incluso los guardias de la escolta prefirieron permanecer en sus vehículos. El teatro de un rodaje. Tomé imágenes de Mustapha bajo la lluvia y ante una cámara con forma de cabeza de campesino egipcio en plena canícula. Filmé a Nabil ocupado en proteger lo mejor posible a Mustapha mientras éste filmaba el contracampo, una playa con forma de media luna creciente, topografía fortuita de un pasado pictórico que yo descubría allí y que quizá nunca más volvería a ver. Curiosamente, muchas de estas imágenes fueron montadas, en secuencias que no contenían nada directamente biográfico.

¿Las bóvedas, una escritura?

Sucede lo mismo con las bóvedas que bordean el contracampo del puerto de Argel. De un lado están los barcos, y del otro las bóvedas, donde los comercios de los

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mayoristas y sus almacenes se alinean según una ley de serie y una ley de perspectiva. El volumen de cada bóveda disminuye de un almacén a otro, según la línea de fuga de cada perspectiva. Siendo el primero el mayor, el penúltimo no es sino una minúscula puerta, y el último un muro, sobre el que sin embargo se ha trazado la futura abertura. El padre de Derrida trabajó allí, y allí nos encontrábamos nosotros para devolver este lugar a la ciudad y situarlo en el filme. Al estar siempre las bóvedas allá, en pleno centro de Argel, habíamos decidido filmarlas casi al final, después de los trayectos lejanos. Lo más cercano paga siempre el precio de su proximidad. Y cada día yo me recordaba la tarea en voz alta, preguntando a los demás: «¿Cuándo tendremos tiempo para filmar las bóvedas?» Un día Mustapha me respondió: «Pero tú estás abovedada, estás verdaderamente abovedada: las bóvedas, las bóvedas...» «Es verdad, quizá estoy abovedada, tienes razón... pero ¿cuándo tendremos tiempo para las bóvedas?» Nos dirigimos allí en dos ocasiones, la primera en jornada laboral. El tráfico era intenso frente a los almacenes. Imágenes muy amplias, no muy interesantes. Volvimos el último día del rodaje, un viernes, día festivo en los países árabes. Hacía sol. El tráfico era menos intenso, pero los comercios se hallaban cerrados, una línea interminable de taxis amarillos se emplazaba ante las tiendas. Las bóvedas ofrecían un bello espectáculo de perspectivas enlazadas, dividiéndose y agrupándose, enlazadas y recortadas por múltiples escaleras. Una vía férrea bordeaba las bóvedas del otro lado como si el viaje fuera una metonimia de la sedentariedad. Los almacenes de los mayoristas quedaban abajo, y por encima se encontraban los balcones de las viviendas, hormigueantes de niños, con ropa blanca colgada a la espera y una cacofonía de objetos amontonados: utensilios de cocina, bicicletas, armarios, frigoríficos... Los balcones eran a imagen y semejanza de los almacenes, iban disminuyendo, con un encogimiento ordenado, siempre según la línea de fuga de cada perspectiva. Un panorama privado que albergaba una muchedumbre tras cada muralla de balcón, donde las mujeres pasaban furtivamente ofendidas ante la cámara, mientras que los niños se apostaban con un improvisado orgullo delante del objetivo. Moradas que se parecen y se distinguen como en un enjambre de frases encriptadas, balbucientes, y por tanto singulares. Las bóvedas formarían una escritura, sílabas, vocablos, palabras que esconden sonidos y voces. La frase encriptada es por otra parte la idea misma del hogar en los países árabes, un templo privado, que no se abre sino muy particularmente al

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extranjero y según códigos muy precisos. La casa es secreta (incluso existe una expresión que dice así, «el secreto de las casas»). Colmenas de las que surgen los niños al exterior de balcones que riman. En efecto, yo estaba abovedada por este espectáculo de un exterior cerrado (los almacenes) y un interior que brotaba hacia el exterior (los balcones), hasta el punto de no percibir nada de un incidente que tuvo lugar a mis espaldas y que me concernía plenamente. Me había seguido un hombre, por alguna razón que yo ignoraba, bien pudiera ser por mi bolso (me han robado a menudo el bolso) o por otra cosa, tocarme por ejemplo, como suele suceder en los países árabes. Parecía incluso que había logrado tocarme. Los guardias de la escolta estaban algo distraídos, como nosotros, y puesto que hacía buen tiempo se paseaban. Reaccionaron en el último instante, y uno de ellos aparentemente abofeteó al intruso y lo envió a paseo. Otro, loco de rabia, dijo a Malika: «¿Y si con todo este dispositivo encima le roban el bolso? ¡Qué vergüenza para nosotros!» Me enteré de todo esto más tarde, siendo así que el incidente sucedía a dos palmos de mí, pero —¿qué quieren ustedes?— estaba abovedada por las bóvedas. Mustapha me dijo: «No te das cuenta de nada cuando buscas tus planos, hay que estar un poco más vigilante.» Mustapha se encargaba de mi educación tardía. En fin, las bóvedas fueron capturadas en la extensión de sus perspectivas, y planos laterales compuestos con los balcones en una panorámica dejaban entrever una cierta profundidad de campo. El campo interior de estas moradas secretas esconde a las mujeres de toda mirada sacrílega, ya sea la de la retina, la del prisma o la del objetivo. El aparentar, en la cultura árabe, la notoriedad, la celebridad son puestas al desnudo o exposiciones a la muerte, un mal y un escándalo, sobre todo y ante todo para las mujeres. El anonimato es la ley. Salir del anonimato para una mujer es un «Aar», una vergüenza, más que una vergüenza, una mancha para el honor. En los tiempos modernos, las mujeres salen del anonimato, muchas actrices, cantantes o danzarinas, por ejemplo. Pero son a menudo si no perseguidas por sus familias, sí por lo menos repudiadas. Se puede tolerar que algunas (cineastas, poetisas, pintoras) salgan del anonimato, a condición de que el eco sea neutro y no haya notoriedad polémica en los media. Por otra parte, los media y sus agentes, que conocen bien esta regla, la utilizan cuando se trata de obras un tanto transgresoras. Esta prohibición permite llamar a dichas mujeres al orden, blandiendo muy cerca de sus rostros el letrero de la vergüenza. Tal me sucedió una vez a propósito

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de una película, y en adelante nunca he exhibido mis filmes en Egipto, salvo ante algunos amigos íntimos. Esta cultura detesta la celebridad. Y sin embargo cultiva el poder que, asociado a la misma, vierte beneficios secundarios sobre todo el entorno. La celebridad sin poder no sería más que otro nombre para la calamidad absoluta. Es una violación de «Sattre». Sattre, que Dios os proteja y os oculte a toda mirada, es un ruego, una plegaria que acompaña los pasos de los viajeros, sobre todo si son mujeres. La súplica de nunca ser descubierto en la debilidad, en el infortunio, en el desamparo, la angustia o la vergüenza. Nunca quedar expuesto, ya que estar expuesto significa soportar la vergüenza de un cuerpo expuesto. Es ante todo un asunto del cuerpo, y el resto llega por asociación libre, como una escritura automática. Todo se esconde. La cultura árabe, tanto masculina como femenina, desprecia la confidencia y la confesión. Y cuando unos u otras pierden las referencias y se aventuran sobre el terreno de la confidencia, no encuentran ante sí ninguna compasión, ni conmiseración, sino tan sólo una irrisión brutal que remite toda desgracia sea a la suprema voluntad de Alá, sea a la debilidad de los hombres. La discreción es la ley absoluta. La arquitectura árabe tradicional aún guarda las trazas de esta cripta que conserva a las mujeres al abrigo de la mirada. La distancia infinita permanece y debe permanecer, como dice Derrida en la secuencia en la que se muestran estas imágenes. Aunque esas imágenes de bóvedas tampoco digan su nombre, encuentran su lugar cuando Derrida habla de su concepción de la comunidad, que debería estar compuesta, según él, de singularidades que mantienen entre sí relaciones interrumpidas. Las imágenes de las bóvedas hablan de esto con un discurso indirecto libre, como diría Pasolini. Aquellos planos, tanto como otros de Argelia, fueron sustraídos a la biografía que dejaría sus marcas en una dramaturgia de la ausencia, compuesta por esas imágenes mudas y repletas de lagunas.

Por fin, la casa en El Biar

Mudas también las imágenes de la casa de Derrida, número 13 de la calle de Aurelles de Paladines en El Biar. Tras muchas tergiversaciones y visitas floridas, nos acercamos ese viernes, por la mañana, a la casa. La casa se dejaba tomar por la imagen, aunque sus habitantes se atrincheraran en ella. El salón, el piano, la foto de Chaplin con

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el Kid, la habitación de Jacques, la vista sobre el jardín. La bañera abandonada en el jardín, que también pertenecía al baño de otro tiempo, y que estaba cortada por sus raíces y reimplantada allí, en el jardín, justo bajo la ventana del dormitorio de Jacques. La tarde de la víspera, Jacques me había pedido tímidamente una cosita: buscar una baldosa deformada, asimétrica y desincronizada, que había dejado su marca en su memoria de la casa. La memoria, dice Derrida, se edifica sobre la herida, lo separado, lo heterogéneo. Asentí sin saber no obstante si iba a poder encontrar esta baldosa, o si los habitantes de la casa conocían su existencia. Pregunté a la joven, que por primera vez me sonrió y me dijo: «¡Ah!, la baldosa al revés, por aquí está.» Alzó la alfombra que ocultaba la obra y me la señaló con el dedo. Ella también estaba al corriente, y esa baldosa que marcara a los Derrida marcaba todavía a la nueva familia. Una herida más perteneciente a una casa que no sabía a quién encomendarse. Le pedí a Mustapha que filmara la baldosa, en primer plano, en plano general, y en movimiento, travelling a pie suele decirse. Se puso a ello, tan incrédulo como estupefacto. Es increíble, repetía sin cesar. No la vida no es tan simple, y una baldosa al revés, sólo una entre cientos en el lugar, una sola baldosa es el ombligo de un mundo. Un primer plano sobre un recuerdo escueto, como si fuera el reto lanzado por la memoria a la amnesia.

El retorno de la memoria como imagen

El viaje tocaba a su fin, la casa quedaba capturada en nuestras cajas negras. Pero al día siguiente, justo antes de mi partida, volví a ella una vez más, y pregunté si podía cortar algunas hojas, algunos retoños de plantas para llevármelas a París, para los Derrida. Un joven me dio un par de podaderas y cortamos unas hojas de un níspero, un mínimo cabo de una planta jugosa, una rama de hiedra, unas hojas de higuera. Con el fin de reconstituir un jardín en miniatura, aunque sea en forma de hojas. ¿Cortar a fin de reconstituir, de edificar? Exactamente como el filme mismo, la fragmentación, el estallido, precede siempre a la expresión que reagrupa la dispersión. No sé qué se ha hecho de estas plantas. ¿Habrán sobrevivido al desarraigo, a la expatriación, como los humanos, se habrán dotado de una razón acomodándose a la nueva morada como los extranjeros? ¿O habrán muerto a resultas del viaje, como las plantas?

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Era el momento de partir y de retomar el avión, con unas cuarenta peliculitas que en su negrura encerraban un plus de recuerdo a la espera de luz. Se hallaban impregnadas de esas gotas de lluvia, las lágrimas de ese poeta que ya en su desierto había llorado las ruinas. «Todo se transforma y todo regresa», cito a Nietzsche. Lo más terrible del tiempo es su irreversibilidad, y lo más fascinante en el tiempo del cine es su reversibilidad, este poder ficticio sobre el tiempo, la potencia de lo falso, como dice Deleuze. Todo cambia y se cambia en un tiempo ficticio, donde la modificación de resonancias, de ecos o de colores tiende a la imposible posibilidad de menoscabar y de afectar tanto al antes como al después. Relacionar el antes y el después mediante imágenes. Estas imágenes argelinas que serían el zócalo de un antes volverían más tarde para dispersar el después. Proceden, resuenan sobre las otras imágenes viniendo de alguna otra parte, como si tal no valiera por otra. Muchas de estas imágenes tratan de describir objetos de memoria. Imágenesrecuerdos reales, ya que partirían de acontecimientos reales de una vida que ellas han poblado. Pero tales imágenes comprenderían también lo imaginario, en la medida en que no dirían su nombre, abriéndose así a la interpretación de cada cual y a la mirada que lee un substrato antes que otro. Estas imágenes son recuerdos a pesar de ellas mismas, y son actuales pese a su memoria, porque el mundo ha cambiado, se han cristalizado para actualizarse, se han actualizado para devenir. Las escaleras, las carreteras nevadas, las avenidas, las perspectivas, las bóvedas, los liceos. ¿Es característico de la memoria el estar siempre en perpetua transformación? Cuando estaba el proyecto en sus comienzos, yo quería montar las imágenes de Argelia sobre citas de «Circonfession», con una voluntad bastante metonímica. Pero el trayecto se desvió, se apartó de su objetivo y Argelia en imágenes adquirió peso. El de una sobrecarga, una sobredeterminación que a su vez llamaría a una subordinación de los elementos, la eliminación, la elipse, la ruptura y el corte. Rodé mucho en Argelia, más de dos horas de tomas. De estas dos horas no quedan más que algunos minutos, «imágenes rodeadas por un mundo», como diría Deleuze. Imágenes indiscernibles y reversibles. Cada una de ellas juega una multiplicidad de papeles, tiene cada una un anverso y un envés reversibles. Saturadas por substratos de sentido, hacen de la expansión de la memoria un imaginario ficticio. La memoria que se esparce, desde la

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fractura que hace sufrir al relato sin devenir de los flash-back clásicos. Una vez en el filme, estas imágenes no están ligadas a ningún punto de vista subjetivo del personaje que recuerda (excepto en una sola ocasión), y no se ordenan según ningún relato lineal. En ningún momento del filme hemos asociado tales imágenes a la historia de la casa donde vivía la familia de Derrida, ni a la historia del piano de su madre, ni a la escuela comunal a la que fue (las imágenes de la escuela están en el filme), ni a la historia de su liceo. En cualquier caso, aquel relato no existe en el filme, o más bien existe, pero en estado de ruina. Sin embargo, las imágenes están ahí, y reciben su propia necesidad desde otra parte. Otra parte que no dice su nombre, hecho por el cual resulta omnipotente. Una extraña referencia a un otro lugar, dice Derrida en el filme. La única fuerza organizadora de este todo es el fuera de campo que mezcla el pasado con el presente en la elipse. La memoria, otro nombre del porvenir, vuelve bajo la forma de una voz en off, la voz en off de Derrida mismo. Una voz que murmura, que relaciona el ahora con el tiempo pasado. Una memoria fantasma del más allá, casi siempre disociada de la imagen, salvo cuando se trata de la casa. Aunque Argelia no quede indicada sino furtivamente en el filme, está diseminada por todas partes, como una aparición que se avergonzara de haber ya desaparecido. Y aunque no comporte ningún relato lineal, aporta el elemento novelesco de la memoria. «... las novelas nacen en el momento en que las palabras comienzan a retroceder ante la verdad», dice Blanchot en L’Arrêt de mort. Una calle paralela de la memoria ficticia y novelesca. Silenciosas, estas imágenes conversan sin embargo con imágenes venidas de otra parte, originan una teatralidad, un diálogo con el presente.

Ver y ser visto

En general, un filme se organiza según lo que ve la cámara (lo que llamamos el objetivo) y según lo que los ojos de los personajes ven, lo subjetivo. Ver y ser visto. El contracampo en el caso concreto de Argelia no es el anverso del campo, su segunda cara, por más que así se presente. Ya evoqué el contracampo del filme cuando, en el interior del cementerio de Saint-Eugène, las tumbas de los dos hijos aparecían en el contracampo de la mirada de la madre. Una mirada que el filme atribuye de una manera

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novelesca a la madre, ya que no emana de su propia visión. Lo novelesco de este filme no ha cesado de atribuir y de dispersar múltiples miradas, las de Derrida mismo y las de sus estudiantes, que ven sin ver el contracampo de Argelia durante el seminario, o las de Nancy, que ve sin ver a Derrida en su clase en los Estados Unidos. Este procedimiento parte de otra voluntad pictórica (semiconsciente por otra parte) de querer construir la visión desde una multitud de puntos de vista, y siempre en la dispersión. El enredo de las fronteras entre el ver y el ser-visto abre el espacio a lo ficticio que no dice su nombre. Algunas veces toma lo de encima o lo de enfrente, exactamente en el punto en que los dos lugares diferentes del ver se superponen y se transforman en los volúmenes y los relieves, y en la organización de los relevos de luz, de sombras, de colores y de perspectivas según una topología del ver que lleva en sí las semillas de un testimonio. La cámara y el cineasta se han interpuesto entre el ver y el ser-visto, se han constituido en testigos. El montaje viene por fin a atribuir un papel a cada imagen y confecciona, en la constitución del filme, un tercer lugar de encuentro de estos dos polos, el ver y el ser-visto. Esta substitución de la vista en el origen del contracampo de Argelia se ha procurado un estatus muy ambiguo al sobrepasar lo objetivo y lo subjetivo. Son imágenes relacionadas, indirectas, y libres. Un discurso indirecto libre. Un contracampo que no lo es, un archivo que no lo es, un testimonio que no lo es. Todo ello a la vez, sin serlo; nada más fiel al pensamiento de Derrida que este ni, ni, ni. El «Yo es otro» porque hubo el filme, es decir, un médium y una mediación de la mirada de la cámara, hubo contaminación en un desvanecimiento de la distinción, de lo directo, de lo indirecto, de lo subjetivo y de lo objetivo. Un «flagrante delito de fabular», como diría Pierre Perrault, donde la identidad de la mirada es confusa tanto para los personajes como para el cineasta.

El filme mientras se hace

Cuando en algunos pasajes evoqué el rodaje, como sobre esa playa de Chenoua en la que lo más interesante para filmar era el mismo filme en proceso, no hablaba sólo de Argelia. Este procedimiento, que retomo en todos los lugares, nos ha ofrecido el único y verdadero contracampo subjetivo del punto de vista del mismo Derrida. Él nos filmaba con la pequeña cámara de super-8 mientras hacíamos el filme. «La filosofía en

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proceso», dice Nancy en el filme. «Es el tema de la escritura que trabaja lo que escribo», dice Derrida también en el filme. Siguiendo estas palabras al pie de la letra, me he dicho que es también la escritura fílmica la que trabaja el filme. Y aunque he realizado una tesis sobre Brecht y su célebre distanciamiento, no me inspiraba lo que en otro momento me ocupó años de estudio. Más bien me parecía que el distanciamiento estaba en las antípodas de la estructura que yo quería explorar. Me atraía más un aumento de la dramatización que la puesta a distancia o un proceso de alejamiento. Mis desvelos consistían en dar al fuera de campo la posibilidad de infringir el campo, y no de neutralizar la identificación. Por otra parte, el acontecimiento del filme no se constituyó en objeto de su propia fabricación. Yo sólo quería mostrar el tiempo de un intercambio desigual entre lo que se muestra y lo que se calla. Y después, para constituir una memoria de filme en el filme, completamente a imagen de la materia argelina, ha habido el pasado lejano y sin embargo actual de Argelia, y hay este presente simultáneo que es el tiempo del rodaje, que en el proceso de su propio devenir se va convirtiendo en memoria. A fin de escindir el tiempo, a fin de reflejar la percepción subjetiva e inmediata de Derrida, y el recuerdo en trance siempre de hacerse. Aquel contracampo, que daba ritmo a una relación entre dos memorias en dos presentes simultáneos, el campo y su envés, no era una ranura, como una vez oí decir en la sala de montaje (estas imágenes han sido muy poco montadas). Es más bien una prolongación de la imagen, de su profundidad al otro lado, con el fin de recordarla.

Imágenes argelinas, o la metáfora de la ausencia

Las imágenes argelinas tomarían la necesidad de su aparición de otro lugar, de otra parte, más allá del filme. De este modo, se dotarían de una profundidad de campo de la memoria donde la imagen reemplaza al objeto, lo metamorfosea, lo desplaza. ¿Qué pensará un espectador de esta cesta de frutas, depositada sobre una mesa ante una ventana que vierte una luz nítida sobre la piel de unas naranjas? Incluso sabiendo que es la casa de Derrida, y hasta si sabemos que es su dormitorio, no queda más que las frutas ya libres de esta información que las hace existir. En la plenitud, se convierten en una metáfora de la ausencia. ¿Y qué pensará el espectador de esta imagen de una escalera

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roja, vacía, que aparece como por descuido en la secuencia sobre la hospitalidad pura y catastrófica? Si yo hiciera de esta imagen una frase, diría que «la sangre que rezuma de los pies de los refugiados se helaría en escalones que ascienden hasta el infinito». Algo así. No me extenderé sobre esto, va de suyo que cuando se realizan imágenes, y cuando se escribe poesía, nunca se reflexiona de antemano para que las palabras o las imágenes lleguen como una réplica al pensamiento. Son lo impensado mismo, toman cuerpo fuera del cuerpo y fuera de campo. Son un envés irreductible que se hurta a cualquier discurso. Y sólo a destiempo vemos todo lo que ello bien podría querer decir. En L’Entretien infini, Blanchot atribuye la fuerza a la dispersión, y a lo que viene de afuera, «la dispersión del afuera». He hablado de la dispersión al comienzo de este texto, y la atribuí no sólo a este contracampo que no lo es, sino sobre todo a ese afuera, ese fuera de campo, invisible, y sin embargo narrativo, que descarga todo su peso sobre los intersticios, las elipses, las fisuras. A la sombra de estas asociaciones, diferenciaciones y espaciamientos, existe un todo. Un todo tras las anteojeras que dejan entrever algo indiscernible. La voz en off de Derrida atraviesa las fronteras de las imágenes. En una de las secuencias, es esta voz la que habla de la escritura sobre las imágenes de los liceos argelinos, y sobre las ruinas de Tipaza. Así, el fuera de campo norteamericano, por otra parte muy marcado por el ruido de resaca del Pacífico, hace a su vez viajar a las imágenes argelinas hacia América. Es un afuera que, en su potencia sonora, trastorna el pasado de un adentro ya ahí. Ese pasado argelino acontece sobre la voz que llega de América, siempre estará por venir. Igual que el mismo filme, ya memoria, ya un pasado que siempre queda por venir cada vez que unos ojos nuevos lo observan por vez primera. Así es como el fuera de campo, el tú, el contracampo que no ha sido visto por los ojos de Derrida, se confunden en un espaciamiento fortuito, aleatorio, necesario pero también por venir siempre. Su presencia en Argelia no se realiza más que por medio de la voz. Esta voz que resuena en esos espacios, no es la voz en off de un monólogo interior, constituye una palabra dirigida a la manera de la conversación. Encauza lo cercano hacia lo lejano, la lejanía hacia otra parte, y el yo al otro.

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CARTAS11 SOBRE UN CIEGO Punctum caecum Por Jacques Derrida

Cerca ya la noche, ella [la ciega] decía que nuestro reino iba a finalizar, y que el suyo comenzaría. Concebimos que, al vivir en las tinieblas con la costumbre de obrar y pensar durante una noche eterna, el insomnio que nos resulta tan molesto no le importunaba siquiera. Ella no me perdonaba haber escrito que los ciegos, privados de los síntomas del sufrimiento, debían de ser crueles. «¿Y cree usted, me decía, que oye el lamento como yo? —Hay desgraciados que saben sufrir sin quejarse. —Creo, añadía, que yo los habría descubierto en seguida, y que no los compadecería mucho más.» Le apasionaba la lectura y estaba loca por la música [...] «Usted está en lo cierto cuando asegura que la música sería la más violenta de las bellas artes... [...] es la más bella de las lenguas que conozco. Carta sobre los ciegos. Añadido a la carta anterior. DIDEROT

Así, bajando la guardia antes incluso de decidirlo, antes incluso de volverme, me habría dejado sorprender. Hoy aún no sé ni por qué ni por quién. El rodaje ya había comenzado. Nunca he consentido en este punto. Sin embargo, nunca el consentimiento ha estado tan inquieto de sí mismo, tan poco y tan mal actuado, dolorosamente ajeno a la complacencia, simplemente impotente para decir «no», para sacar de los fondos de «no» que siempre he cultivado. Nunca, como con conocimiento de causa, he reaccionado así, a ciegas, los ojos cerrados sobre un orden que me dictaba: «En este punto, en esta fecha, debes renunciar

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Aunque nos decidimos aquí por este término, en alusión evidente a la Carta de Diderot, hay que tener presente que el sustantivo francés «lettres» también significa «letras»: justamente las que integran un «abecedario». El propio Derrida tratará más adelante de este doble sentido.

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a guardar, y a resguardarte, y a mirarte. Renuncia a todo, renuncia a todos los miramientos que habitualmente reservas para lo que te protege. Olvida todo lo que te cuida o te mira, sí, baja la guardia, déshazte de las armas del discurso, no repares más las palabras con las palabras, relaja la vigilancia de una palabra que no acabará nunca de precisarse, refinarse, contradecirse, de sopesar los pros y los contras, para al fin retirarse. Acepta la hipnosis, sí, la hipnosis.» El rodaje ya había comenzado. La decisión no podía haber sido mía. Suponiendo que lo haya sido otras veces. Nunca he sido tan pasivo, en el fondo, nunca me he dejado hacer, y dirigir, hasta este punto. ¿Cómo he podido dejarme sorprender, hasta este punto, tan imprudentemente? Cuando desde siempre estoy, creo en fin estar muy prevenido, y prevengo que estoy prevenido —contra esta situación de imprudencia o de improvidencia (la fotografía, la entrevista improvisada, la improvisación, la cámara, el micro, incluso el espacio público, etc.). Cierto que aparentemente, en el transcurso del rodaje, me he sentido activo y libre, no se me ha soplado nunca ninguna palabra. Todo lo he improvisado por mí mismo. Sobre este teatro, en el que he parecido de lo más activo, siempre activo, siempre en movimiento, desplazándome por mí mismo, en automóvil a menudo, un Acto se sucedió a otro. Y yo mismo interpreté al Actor, un Actor que interpretaría mi papel, en suma. Si en lo sucesivo me denomino ora yo, mí mismo, ora, él, el Actor, no será al objeto de escenificar una especie de virtuosismo lúdico. Lejos de cualquier guiño irónico, quisiera por el contrario hacer notar este malestar referente a mi lugar, mi lugar imposible en este filme. «En otra parte»12, en el título del filme (Por otra parte, Derrida...), no designaría sólo el otro lugar en que se encontrarían, la otra escena de donde vendrían, el otro país que visitaría la persona o el personaje que soy alternativa o simultáneamente. «En otra parte» tendría también que dar a entender que siempre, yo, el Actor, me he sentido fuera del filme, extraño a todo aquello que el filme podía mostrar o componer de «mí». Y esto tenía que notarse, como un «efecto de extrañeza». Incluso, y quizá sobre todo en cuanto que esta sabia composición (la de la escritura del filme, en

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Véase la primera nota al pie de «Contraluz». (N. del T.)

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la cual no he participado en ningún momento, ruego que nunca se olvide esto) podía originar impresiones de verdad sorprendentes o irrecusables. Que yo permanezca extraño («en otra parte», otro) hasta a la mirada de mi «verdad», he aquí la experiencia de la que no diré nada, pero que me parece debe ser por lo menos evocada. Pensada, si no conocida. Divorcio entre el Actor y yo. Este divorcio, esta separación corpórea parece privar al Actor, ciertamente, de cualquier verdad representativa, de cualquier legitimidad, de cualquier fidelidad: entre él y yo se abre un abismo. Incluso si el Actor me suple y me interpreta, aunque represente un personaje que remite a mi persona, él no es yo, no me refleja, como tampoco me refracta. Me traiciona13. Pero a la inversa, hay que saber que este divorcio no comenzó con el rodaje, con el rodeo del rodaje (y divorciar es separar mediante una vuelta, un rodeo: divortium, divertere, he aquí la imagen). El divorcio entre el Actor y yo, entre los personajes que interpreto y yo, entre mis papeles y yo, entre mis «partes» y yo, ha comenzado en «mí» mucho antes del filme. Y se ha multiplicado, ha proliferado a lo largo de toda «mi-vida». Esto no me es propio, estoy bien convencido, todos «nosotros» podemos decir tanto de ello, todos y todas sufrirlo tanto, disfrutarlo tanto, pero cada divorcio tiene su historia, su estilo, su lengua, su rostro, sus nombres propios, sus firmas, y si el filme ha hecho que se vislumbre mis divorcios, los nombres de mis divorcios, habrá dicho la verdad, por esta «parte», habrá hecho la parte de las partes, habrá hecho verdad a la vez para los divorcios que nos son conocidos, y verdad para los irremplazables e irreversibles divorcios que fueron mi suerte, que fueron los míos propios (quiero decir entre yo y yo, divorcios lo más a menudo secretos, resueltos a veces por traición unilateral, a veces amigablemente, a veces con el reconocimiento de errores recíprocos, a veces por incompatibilidad de caracteres, etc.).

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Sueño de divorcio y de traición, verdad de pesadilla. La pasada noche (del 10 al 11 de enero, durante la semana en que releo estas páginas antes de entregárselas al editor), he tenido una pesadilla. Aunque juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, no relataré el asunto, sino su silueta lógica. En la pesadilla, y esto es la pesadilla, sueño que no soy yo mismo, que no se me reconoce de verdad tal mérito (que creo, con justicia, en la vida social, merecer pretenderlo). Ahora bien, un instante después, sin despertar de la misma pesadilla, se reconoce la verdad, se me identifica como aquél que yo soy. Pero sin alivio verdadero, sin la menor interrupción en el sueño, la pesadilla continúa, largo rato, me tortura sin descanso, dejando coexistir en sí estas dos situaciones aparentemente incompatibles, la que me honra y aquélla de la que me avergüenzo. En el sueño, reconfortado apenas, me pregunto si tal no será mi experiencia del filme (onírico, compartido, doliente, protestante tanto contra la buena como contra la mala imagen de mí). A menos que tal no sea la «verdad» del filme. Mostraría la persecución contra la que en verdad me defiendo siempre: la de la buena tanto como la mala imagen de mí.

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Dicho de otro modo, el divorcio entre el Actor y yo es muy posible que haya representado fielmente, en verdad, hasta cierto punto, y reproducido el divorcio entre yo y yo, entre más de un yo, entre yo y mis papeles «en la existencia», «en otra parte» que en el filme. Entre yo y las imágenes de mí, las visuales y las sonoras —que siempre me han resultado, como podrán atestiguarlo mis amigos, intolerables. A las que siempre he sido enfermizamente alérgico (nunca esta palabra me ha parecido más exacta). El divorcio con la verdad no habrá sido demasiado mal representado, esperémoslo, la verdad de un divorcio y el divorcio que hace la verdad. En cada palabra, en cada imagen, otra verdad desnuda. Aquí, no son siquiera sus solteros los que desnudan a la casada, sino la procesión de sus divorciados... Si de ahora en adelante sucede que digo tanto el Actor como yo, no siempre será el resultado de una elección deliberada. Y es que a menudo no sé más, lo indecidible se pone en obra. Allí adonde el filme llega, ya estaba lo incalculable. Dejándole su «parte», siguiéndole el juego, no creo que el filme haya registrado lo incalculable, como lo haría una constatación realista o el archivo de un documental. Con la energía inventiva de una ficción, ha relanzado o intensificado, ha capitalizado lo incalculable a través de todo tipo de máquinas y de maquinaciones. He aquí el juego al que tan pasivamente me he prestado. Me he sorprendido a mí mismo. Me he prestado pasivamente al Actor, a la indolente hiperactividad de su interpretación. He aquí por qué, al representar el papel, no me he retractado. He aquí por qué me he dejado prevenir. Ninguna preparación hizo ahí nada. Ninguna precaución, ninguna circunspección podía hacer nada, ya que ella misma estaba de antemano comprometida en la máquina del divorcio. Ninguna anticipación ha podido impedir que todo esto me ocurra, en efecto, y que me ocurra sin que yo viese nada. Me ocurre de improviso. El rodaje ya había comenzado, ni siquiera me acuerdo cuándo, antes del rodaje, había comenzado antes de comenzar, antes de que ninguna decisión de producción fuese formalmente adoptada (fue ya en 1997, en Cerisy-la-Salle, creo, puede que aún antes, nada queda en el filme, pero puedo dar testimonio de que la máquina estaba ya en marcha —ineluctablemente— sin que yo me pusiera en guardia o reclamara atención). De improviso, he aquí una extraña e intraducible suerte de la lengua francesa. Una palabra importada, en origen, de un país mediterráneo a otro, de una lengua latina a

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otra (improvviso). Pero una palabra en adelante inexportable. No inexportable, no, sino inexpropiable, intraducible, exportable con la sola condición de hacer de todo por salvar la piel de su idioma francés. Como la expresión «por otra parte», por otra parte, es un adverbio que parece portar un nombre en su cuerpo. Juega con una sintaxis sin equivalente en el extranjero. Origen de alguna excepción cultural. Para empezar, rod(e)aría entonces, yo también, algunas palabras. En derredor de algunas palabras.

A.

INVIDENTE14. ¿Nombre u adjetivo? ¿Masculino o femenino? ¿Un

invidente, una invidente? ¿Un punto ciego? Tras el filme, después de que fuera rodado, montado y por fin estrenado, existe en adelante para mí el ciego. Aquél. Queda sólo el ciego, o casi, la figura de un ciego. Único en el mundo. Este ciego para quien ciego se convierte en un nombre propio. Pensaré siempre en este ciego al que no conocía. Ni siquiera le vi, creo, en su primera aparición, en una calle de Toledo, mientras «rodamos», del 22 al 24 de febrero de este año (1999). Y ahora, casi a la mitad del filme, aparece. Su reaparición se convierte para mí en una aparición. Una primera aparición. Como una visión furtiva, incluso una alucinación, que dura uno o dos segundos. Mi experiencia del filme: tiende en adelante a concentrarse en este punto. Ahora, y para siempre, todo se organiza, como en la fisiología del ojo, a partir de lo que fue y permanece, un punto ciego (punctum caecum). En torno al mismo, desde su lugar, mi punto de vista se ve de este modo fijado. El ciego está sentado, contémplenlo, detengan la imagen. Con las manos sobre sus tablas, parece no prestar atención a nada. A nada de lo restante en el mundo. Como si, mientras la cámara giraba hacia él, durante el rodaje, él permaneciese en su soledad infinita, vuelto a otra parte, vuelto hacia el único interior de un secreto. De su secreto. De un secreto del que ahora, y para siempre, sabemos que no sabremos nada. De un secreto del que, como sabemos también de una vez por todas, él nunca saldrá. El

14

AVEUGLE. (N. del T.)

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archivo del filme está ahí para atestiguarlo. Esto es la ley del género, la vertiginosa necesidad de un filme intitulado «documental». Sobrenombre imprudente pero bien dado, ya que el ciego se encontraba en efecto allí, una soleada mañana, en la esquina de una calle de Toledo. Pero no pasa menos una ficción de contrabando bajo el montaje de dicho documental. Lo que, en la realidad, no ha tenido lugar más que una vez, una sola y única vez, he aquí el acontecimiento así archivado, he aquí el documento, y tal referencia resiste, como cierto número de «hechos» recordados por el Actor, a propósito de uno de los sujetos que se supone representa («Derrida» vive en esta casa, en estas casas —el filme muestra tres por lo menos: Laguna Beach, El Biar, Ris Orangis), enseña en esta sala, en estas salas (el filme muestra por lo menos dos, París e Irvine, en California), ha dado este seminario sobre el perdón (es el Actor, etc.). Pero la «verdad», la verdad «realista» de esta «realidad» no excluye en absoluto la ficción, antes al contrario. Ésta surge, nueva por completo, recién nacida, de cierta alianza del documento con el simulacro. El Actor lo sugiere desde el primer segundo: la sola selectividad, dice en suma, el solo corte, la sola finitud de las imágenes engendra algo distinto de una simple reproducción de lo verdadero. Sobre todo en el momento decisivo del montaje. Éste da forma a la vez a una ficción y a otra verdad, una verdad más o menos verdadera que la verdad, la del testigo bajo juramento («toda la verdad, nada más que la verdad»). Mi terror o mi esperanza, no lo sé: depende de que la ficción se convierta en un archivo. No sólo porque ella sería archivada, en tanto que ficción, sino porque haría las veces de archivo. El perjurio ha comenzado al cuarto de giro del primer giro de la cámara. Cuando, desde la primera secuencia, el Actor finge hablar sobre la imposible autobiografía, sobre las paradojas de la identidad o más bien de la identificación, habla sin duda en general y allende la situación cinematográfica. Pero apunta primero a la experiencia en curso. Silencio, se rueda, «acción», el Actor se dirige a la Autora: usted va a escribir y a firmar, dice un poco más tarde, ya no me acuerdo, un filme en el que, sirviéndose de mí como de un material, me pide que me identifique con tal o cual «yo» posible, por ejemplo ese al que acaba de lanzar una pregunta acerca de la escritura so pretexto de que se ha pasado la vida escribiendo acerca de la escritura, y aquel «yo» es ya múltiple, se halla constituido por un número indefinido de posibles, y de posibles perspectivas entre las que yo debería elegir improvisando para que usted escogiese

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después de una vez por todas, irreversiblemente, etc. ¿Cómo entonces, con quién quiere que me identifique? Me pide que sea el Actor de mí mismo, de uno de aquellos entre los que tanto me molesta ya encontrarme, y bajo el sello de su obra, que tendrá valor de testimonio documental, va a hacer pasar por mí este yo, el suyo entonces, el mío de su elección. ¿Cómo quiere que sea yo, y que sea yo mismo? Podría serlo de tantas otras formas, podríamos hacer tantos otros filmes, tanto con otro material que usted habría referido al mismo sujeto (un «yo» entre otros, pero siempre los «míos») como con el mismo material, es decir, con el que usted está filmando, pero que podría cortar, encadenar o montar de otro modo. En lo que usted ha abandonado, aproximadamente el 99 % del total, habría en reserva un número indefinido de otros filmes posibles, y de otras siluetas virtuales, y de otros «perfiles»15 bosquejados: allí sería siempre «yo», ciertamente, pero otro cada vez. Es preciso volverse ciego a todos esos posibles para ver lo que en efecto se ve. Todo llega, todo se vuelve visible, toda autoridad se constituye bajo el signo de esta ceguera: la autoridad de la Autora, ciertamente, y antes aún la autoridad de todas las leyes que van a legitimar tal ficción documental en el espacio público. Todo dependerá entonces de una organización económica del campo de ceguedad. Del fuera de campo en el campo. Todo dependerá de lo que mire la ceguera del ciego. Pero habría que saberlo, no nos abstendremos de ello. En la secuencia, nada parecía anunciar a este ciego. Apareció de golpe, cortando una secuencia. Como el gato, como los peces, como Jean-Luc Nancy. Anacolutos, cambio de plano, discontinuidad que no deja tiempo. Toda la escritura del filme (su nombre propio es Safaa Fathy) se ha sostenido por otra parte sobre estos efectos de corte (¿me atreveré a decir de encentado, de interrupción, es decir, de esta herida y esta circuncisión-extirpación que forman uno de los motivos, quizás el tema más continuo, de la obra?). Las cesuras, en particular aquella que cerca la aparición furtiva del ciego, las creo propicias, si se puede decir así, y como hospitalarias para la imprevisibilidad, para lo inanticipable, lo que nadie ve venir. Dan a cada emergencia de la imagen el aura de un acontecimiento. No hay acontecimiento, por supuesto, más que allí donde lo imprevisible llega —de improviso, por tanto—, como el arrivante, como el huésped inesperado del que habla el Actor a propósito de la hospitalidad absoluta.

15

«Perfiles» es el título, me parece, del programa de la cadena Arte en el que se proyectará este filme.

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Discontinuidad por lo menos aparente, porque un hilo secreto viene siempre a hilvanar o recoser, digamos que en lo inconsciente, la apariencia de lo que la percepción recibe, acoge, deja venir; llamémoslo la fenomenalidad del filme. Tratemos ahora de suponer que la aparición instantánea de este ciego esté filmada, por la Autora del filme, como la alegoría de un yo, de mí o del Actor, de mí, el Actor, o el Figurante, y bueno, así como nada he visto, yo, en el momento del rodaje, así como únicamente he descubierto al ciego una vez que el filme ha sido rodado y montado, conforme a una idea y una firma de Safaa Fathy, de este modo, o con mayor gravedad, más radicalmente aún, el ciego, él, el ciego mismo nunca sabrá nada de lo que allí le sucedió. Nunca tendrá acceso a este saber. Nunca sabrá que su imagen permanece archivada en un filme: para el resto del mundo, es decir, para el resto de los tiempos. Ya haya consentido en no saber nada ni comprender al resto del mundo, ya haya sabido, secretamente, que hay que buscar en otra parte, de otro modo, y esperar algo distinto. Parece vuelto hacia el interior, vuelto a la visión del interior que él no ve —y es vuelto hacia el interior como también está rodado, como extrañamente se dice en francés de un filme. El ciego, y de esto tenemos certeza, no verá nunca el filme. Algo así, en suma, como yo, y como el Actor. Pero él tampoco podrá testimoniar, como lo hago yo aquí, de nuestra común ceguera. Ni de que esta ceguera compartida sea o no la misma para él que para mí. Mi «no veré nunca este filme» no guarda ninguna relación con el suyo, pese al parentesco. Aunque incluso si yo puedo verlo en el infinito, lo que al ciego le estará negado, sé que en otro sentido nunca lo veré. A menos que yo no sea el único en saber lo que hay que saber de este filme, el único en tener la suerte de ver el asunto desde la otra orilla, una orilla inaccesible a cualquier otro. O a menos que mi testimonio, a menos que el saber que alego no conlleve un suplemento de ceguedad. Que sería igualmente un suplemento de verdad en cuanto al divorcio del que yo hablaba más arriba. No existe punto de vista absoluto sobre este filme, nos dice el ciego de Toledo. Si por lo menos nos atuviéramos a hacerle hablar —lo que sería traicionar al filme, y a las «intenciones de la autora». El ciego español está tenso de verdad, mírenlo. Obsérvenlo moverse, es todo escritura. ¿Cuál será el alfabeto de este ciego toledano? ¿Escritura braille?, ¿entre el oído y el tacto?

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(Debo señalar aquí, entre paréntesis, una al menos de las numerosas coincidencias que marcan el tiempo del asunto. En el momento del rodaje, yo me encontraba escribiendo un libro que apareció después, Le toucher, Jean-Luc Nancy16. En él sale a menudo la cuestión del gran problema de los ciegos nacidos en el siglo XVIII. (Safaa Fathy no podía saberlo, por más que yo hubiera ya escrito, casi diez años atrás, unas Memorias de ciego, un libro acerca del retrato, subtitulado El autorretrato y otras ruinas17). El libro sobre Le toucher se halla también obsesionado por el transplante cardíaco del que Nancy fue objeto, hace diez años. Ahora bien, ¿qué hace el propio Nancy, único interlocutor al que la Autora ha decidido conceder la palabra en el filme? Entre otras cosas habla, tanto del implante de corazón, el suyo, como del motivo del transplante o de la prótesis que me ocupa permanentemente desde hace tanto tiempo. Este mismo filme podría ser descrito, en su temática y en su operación, como un implante generalizado: particularmente en el cuerpo de los sujetos, en el cuerpo de las nacionalidades, en la vida de las culturas, de las religiones, etc. Tendré que volver sobre ello.) El ciego de Toledo es quien me ha dado la idea del alfabeto (¿y si yo escribiera un abecedario?). Digitalización. Los signos se orientan y se ordenan en la punta de los dedos. El ciego lee. A menos (¿lo sabremos alguna vez, y dónde la diferencia?) que no escriba sobre una tablilla. Palpa. Imagino un éxtasis. Éste requiere cuerpo y alma. Goza, goza en solitario. Lee o escribe, pero al tacto. Sólo sus dedos se agitan. Escritura o lectura en relieve. Amor hacia el relieve, y por lo tanto hacia los restos. Habremos remarcado todos los restos y todas las ruinas situadas en escena en un filme que no muestra y no habla más que de «ruinas», la palabra aparece a menudo, y «restos», y «archivos», y «criptas» y «memorias» incorporadas o amenazadas. Tanto más amadas y deseadas en el futuro anterior. El ciego está en el secreto. Lo vemos, está consagrado al secreto. Pertenece al secreto. El secreto, otro motivo permanente del filme, y que es tratado de todas las maneras. El ciego de Toledo está quizás obligado al secreto, como uno de esos marranos de los que conversábamos muy cerca de allí, en un patio interior. Un marrano

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Jacques Derrida, Le toucher, Jean-Luc Nancy, Galilée, París, 2000. (N. del T.) Jacques Derrida, Mémoires d’aveugle. L’autoportrait et autres ruines, Éditions de la Réunion des musées nationaux, París, 1990. (N. del T.) 17

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que sabe esconderse o un marrano que se ignora a fuerza de esconderse —algo así como yo. Lo he dicho, nunca vi al ciego mientras se rodaba, y ahora, un buen tiempo después del rodaje, lo descubro en un filme ante el que seré el Espectador atónito, un Soñador que no llega a rasgar el lienzo del Sueño, un Espectador-Actor a veces incapaz de atravesar la pantalla para entrar en el filme, para incorporarse, para «encadenar» y encontrar en él su puesto (pienso al correr de la memoria en el Sheikh blanco que vi un día en Montevideo, y en La rosa púrpura de El Cairo), en un filme en que yo fui el Actor ciego y un rato inconsciente. Admiro la llamada a este ciego. ¿No es acaso la más cierta de las figuras? Ciertamente, pero también es, y solamente, una de tales figuras, una entre tantas otras. Aún aludiré a las numerosas metonimias del filme, hilvanadas a través de todo el filme, a través de lo que se dice, se escribe, se muestra ocultándose, lo que llega «de otra parte», según el título del filme, de allí donde yo no lo vi, nunca lo vi llegar. Y cada vez es a la vez una figura entre otras, y una figura de una vez por todas. Una figura que lo dice todo, y que lo dice todo no diciendo más que una parte del todo. Aquello que subrayo en el instante para el ciego (figura entre otras pero que vale de una vez por todas —para el Actor, para el Espectador, para el Filme, quizás incluso para los Operadores y para la Autora, para el Montador o la Montadora, etc.), podríamos relacionarlo con otras metonimias del filme. Por ejemplo, con las figuras visuales de cosas: la ruina, el gato, la escala o escalera, el automóvil, el embaldosado, el buzón de correos, etc., o con unas figuras más discursivas, ya abstractas, separadas de las cosas, tendentes a los conceptos: la circuncisión, la extirpación, la hospitalidad, el perdón, las diferencias sexuales, etc. Y si una metonimia desmenuza un corpus o un cuerpo, si juega entre el todo y la parte, separando ésta de aquél para que logre su lugar por delegación o substitución, entonces la circuncisión no es una metonimia entre otras. Es la metonimia de las metonimias, el juego mismo del filme. Pero hete aquí que esto debe poderse decir de todas las metonimias —la del ciego de una vez por todas y entre otras. [Tal vez hayan observado la insistencia con la que desde hace poco se me impone este «de una vez por todas». Por otra parte, como no hago nada para resistirme a ello, tales palabras no se me imponen, sino que más bien yo trato a tientas de tocar, antes de ver, la oscura necesidad que conduce hasta mí este sintagma de cada día, esta

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locución ordinaria: de una vez por todas. —¿Una qué? —Una vez, una vez por todas. Nada puedo ahí, es femenino en mi lengua. Sería entonces la economía de una capitalización sin fondos. Pero, ¿qué economía? Y bueno, la unicidad de lo irremplazable se encuentra en dos palabras («una vez») transplantada en la singularidad de un acontecimiento (no toda unicidad da lugar, cada vez, a un acontecimiento; pero aquí sí se da el caso). Y además, este acontecimiento, el tiempo de lo que pasa (una vez, una sola vez) se da inmediatamente como irreversible, y esto es lo que me importa; es lo que me aporta a la vez gozo y angustia. Irreversible, a causa del «por todas», o cuando menos de cierta interpretación del «por todas». Que no sucede más que de una vez por todas significa lo siguiente: este acontecimiento único no se reproducirá, el asunto no se repetirá, se ha terminado. Puedes ya realizar tu duelo. Finitud, pasado sin retorno, desaparición, pérdida, muerte. Pero, efecto teatral, el «por todas» da también, en seguida, sin espera, a entender lo contrario: esta vez vale ya por todas las demás, las reemplaza de antemano, esto es, que se deja ya, en su mismo duelo, reemplazar, reponer, revertir, revolver, representar, reproducir. La metonimia y la substitución trópica lo son originariamente de la parte. Toman también la parte por el todo, ponen, apuestan, se empeñan, dan lugar a la sinécdoque, es decir, a la catacresis. E incluso ahí, doble especie de gozo y de angustia, doble duelo y duelo del duelo: nada está perdido, nada es irreversible, todo vuelve («eterno retorno») pero a la inversa, ya no se está en la substitución, se ve a la singularidad perderse de vista, se pierde aquello que se gana, como en la interpretación precedente e inversa. La reversibilidad procura un gozo tan insoportable como la irreversibilidad. O por decirlo de otro modo, de una vez por todas, el goce parecería tan insoportablemente gozoso como el no-goce. No salimos de ahí. Esto es lo que «querrían decir» todas las metonimias, todos los «de una vez por todas» del filme de Safaa Fathy. Y tal se profiere y no viene más que una vez, una vez por todas: en la lengua francesa. En la que algunos, como yo, tuvimos un día la suerte de «desembarcar» (para «desembarcar», véase más adelante). Pruébese con otros idiomas, pruébese a traducir, por ejemplo por «once and for all», o por «ein für allemal»: la cosa no va tan bien. Siempre se puede traducir, puede recubrirse todo el sentido, pero no la economía misma, la que se encuentra por ejemplo en la sola palabra «vez», una vez por todas. Por

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no hablar del femenino, «todas», cuyo equívoco seducirá a cuanto pobre Don Juan pisa la tierra. ¿Quiénes son todas, de una vez por todas, invisibles bajo la máscara de estas veces? La etimología de «vez» apunta en francés hacia la vuelta y el retorno, hacia lo que vuelve, vuelve sobre sí, se deja volver y se sucede: vicis, vicem, vicissim, vicissitudo. En inglés se trata de time, una trama por completo distinta.]

Decidí entonces comenzar por el ciego. Como si obrara una interminable detención de la imagen. Con miras a inmovilizarla, a monumentalizarla, un cliché modesto que pasa tan deprisa que se diría pasa casi inadvertido. Tal vez porque soy yo sin mí, yo como Actor que figura lo Inconsciente, yo como el Figurante de mí, lo Inconsciente, etc. Sólo después de haber comenzado así he pensado en el alfabeto. En el momento en que, sin saber qué orden seguir, cómo «montar» fuera de tiempo estas «tomas» sobre un filme, vi venir hacia mí la idea del artificio alfabético. Viejo procedimiento en desuso, se dirá, y es cierto, pero que encontraba entonces a mi vista una necesidad inédita. Le descubría una nueva juventud. Por recordar ante todo el papel de la letra — pero también de las letras o cartas, en el sentido de esas misivas y de ese punto de fuga epistolar que juega en el filme un papel del que más tarde quisiera decir algo. Por recordar también este juego entre el azar y la necesidad, el encadenamiento consecuente que hace la ley a través de una secuencialidad discontinua, su orden sintáctico, taxonómico y metonímico. El montaje decide tal orden, lo impone, de forma a la vez arbitraria y fundada, con respecto a un material en apariencia amorfo, a una dispersión de perspectivas. Y después, en esta suerte de post-scriptum a la escritura del filme de Safaa Fathy, yo quería jugar con los números. Aquí, con los números del título de Diderot, la Carta sobre los ciegos: el Actor juega un poco, parodia, se divierte por tanto a destiempo pluralizando una —substituye la Carta con las cartas, pero sobre todo con vistas a singularizar otra, el ciego único, mi ciego, esta ceguera que es la mía. En lugar de una Carta sobre los ciegos, habrá esta vez, de una vez por todas, múltiples cartas para un solo ciego. Se puede también soñar: en Toledo, el desconocido tal vez se encontraba leyendo a Diderot. O reescribiéndolo. En secreto. Como yo. No el Actor, sino yo, entiéndaseme bien.

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(Todo por salvarlo, a este pobre ciego de Toledo, por ayudarle a salvarse. Como yo: las letras iniciales de mi léxico las haré entonces pasar por el vocabulario inhumado18 del filme. Se convertirán en el tributo rendido para salvar al ciego. Apenas me atrevo a decir que para devolverle la vista. Porque parece que hayamos tomado al ciego como rehén.)

En su orden alfabético, las letras figuran un desorden, una manera arbitraria de poner orden en un desorden. Pero el orden no engaña a nadie. Traduce el caos inicial y final de la vida misma, de su movimiento irreversible, escribe o describe el movimiento. Cinematográficamente. ¿No escribió Diderot, más de treinta años después, en 1772, una especie de postscriptum a su Carta sobre los ciegos? ¿No confesaba el desorden, y desde la primera frase de su «Añadido a la carta precedente»? «Voy a echar sin orden, decía, sobre el papel fenómenos que no me eran conocidos...» ¿Lo habría dicho, como yo, del cine? El mismo orden alfabético es ciego, no se puede confiar en él más que a ciegas, por un acto de fe, incluso si, como el ciego de Toledo, se escribe para darle sentido y, si podemos decirlo así, para darle razón. Sin hacer trampas con el alfabeto, yo hubiera podido comenzar por ARTE (hubiera sido además perfectamente legítimo, ya que toda esta experiencia fue para mí, oblicuamente, una reflexión acerca de las misiones, las obligaciones, las opciones y el futuro, y por tanto las responsabilidades políticas, de esta singular cadena de televisión, su tratamiento de las relaciones entre la palabra y la imagen, su filosofía del idioma y de la traducción). Hubiera podido comenzar por EN OTRA

PARTE19,

ARCHIVOS,

AUTORA,

ACTOR,

ANIMALES

—o

por

AUTOMÓVIL. Pero me reservo el derecho de volver a esto en otras entradas.

18

Releyendo lo que llevo escrito, me detengo ante la palabra que se me ha impuesto, «inhumado», para nombrar naturalmente el léxico del filme, a saber, las palabras que soterradamente, en secreto, o inconscientemente, parecen dirigirlo. Ahora bien, he de recordar la evidencia: las escenas de inhumación, en sentido literal esta vez, se multiplican en el filme: las dos tumbas de los gatos en el jardín, de las que una incluso se dice «enterrada», descrita por el Actor como «tumba inhumada»; y luego, El entierro del conde de Orgaz; la alusión al entierro de la Madre; la tumba de Norbert, el hermano pequeño, en el cementerio de Argel. 19 AILLEURS. (N. del T.)

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A propósito de todas nuestras disputas en Toledo y en Almería, Safaa Fathy me dijo, una buena mañana, que yo estaba ciego. Empleó este término. Me trataba de ciego, repetía que yo no podía ver el filme, y que todas mis incomprensiones, mis impaciencias, mis estallidos de cólera, mis crisis de nervios, tenían que ver con el hecho de que yo no veía nada, que no veía del otro lado, del punto de vista de ella, la verdad del filme que se preparaba. Ella tenía razón, me digo ahora, yo no veía nada, no podía ver lo que nos esperaba desde el otro lado de la cámara y del montaje. Incluso hoy perdura esta verdad, pero como me he reconciliado con él (con ella), es bajo otra forma como yo nunca puedo ver el filme. Ella tampoco, por otra parte, le decía o pensaba para mí, ella no ve nada, no puede verme. De la misma forma y de una forma distinta. Me pregunto cómo puedo verme visto sin verme, sin poderme ver tal como me veo visto. ¿Y cómo puede uno permanecer invisible a sí mismo en tanto que vidente, teniendo por completo el saber absoluto de tal límite, de este borde o este cerco que rodea el ver? ¿O si lo prefieren, de este agujero negro en el centro de la visión? ¿Cómo apropiarse del saber absoluto de una mancha ciega (punctum caecum)? No basta con hablar de este saber absoluto. Porque declararlo y pensar en su posibilidad no es nada. Me preguntaré siempre en vano si la buena pregunta, para quien quisiera evaluar este filme, no sería la siguiente: ¿cómo puede este filme ser visto por alguien que no sólo nunca haya visto al sujeto interpretado por el Actor («yo», en suma), sino que tampoco haya nunca leído nada de él, ni siquiera haya oído hablar de él, que ni se haya topado con su nombre? ¿No es éste el buen criterio? Sí o no. (Habría que hacer una encuesta semejante. Pero de antemano se sabe que no hay buen criterio, ni instancia crítica legítima, y la existencia de jurados de festival no cambiará nada de este asunto. Su autoridad siempre es usurpada y analizable. Si debiera haber un criterio, no sería previo. El filme debiera inventarlo, producirlo él mismo, legitimarlo. Debiera suscitarlo, como su ley y sus espectadores, y cada vez una ley singular para cada espectador. Para aquellos al cuidado del audimat20, esto no constituiría el mejor seguro, pero es quizá la mejor apuesta, y en cualquier caso la única con futuro.)

20

Instrumento para medir la audiencia de los programas televisivos (y determinar factores como, por ejemplo, la edad): entre los anglosajones recibe el nombre de rating. (N. del T.)

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Como personaje tanto como persona, me he esforzado sin cesar por dirigirme a ese telespectador infinito, infinitamente distante y desconocido, aquél que ni sabe ni sabrá nunca nada de mí. Lo he buscado en la noche, casi seguro de nunca encontrarlo, y de ver su identidad parasitada por demasiados rostros conocidos, por el retrato robot que mi química fotográfica interior componía o borraba a cada instante. ¿Éste? No. ¿Aquél? Tampoco. ¿Ésta entonces? En absoluto, hum, quizá, no lo sé. Como en ciertos filmes policíacos, me encontraba ante una galería de desconocidos que debía reconocer. No, aquél no, ese tampoco, tal vez aquélla. Suplicaba de cada cual una señal, un poco de atención, pero también temía, allí, al violador. Ya respondan en destino, ya se apropien fisgando del mensaje, o ya se substraigan a la llegada del envío, los destinatarios siempre son a mis ojos criminales en potencia. Ellos también, ellas también. Aunque yo esté loco de gratitud, los acuso de haber recibido demasiado bien o demasiado mal el envío, y por esto también es preciso pedirles perdón. Como a mí, en suma, diría el Actor.

B.

BUZÓN DE CORREOS. Hay en el filme, en Toledo, se habrá visto, una

escena con un buzón de correos. Es también muy breve. Tan furtiva como la aparición del ciego. Subliminal casi. Fácil de olvidar en seguida. Anacoluto. El inconsciente la guarda en suspenso. De las cartas sobre el ciego paso entonces sin demasiada discontinuidad al buzón postal. Entre otras cosas, pero de una vez por todas, este filme es un buzón de correos toledano. Se convierte en su propio buzón de correos. Ahí se resume en un instante. Se monta como buzón de correos. Se alza como éste en la esquina de una calle, y en seguida se cierra sobre el secreto que se le confía al instante: la carta en un sobre que el Actor acaba de arrojar por su boca y que acaba de engullir como un animal hambriento. En el filme, en el buzón de correos, se precisa un cartero de la verdad. El Actor es este Cartero. Y yo también. Un Falsificador, como cualquiera que diga yo en este filme, uno u otro. El uno o el otro de estos «yo» posibles. Tendríamos aún que precisar, sin jugar un instante con las palabras, que tal «yo» sería un Artefactor21. A la vuelta de

21

En francés, Cartero: «Facteur», Falsificador: «Contrefacteur», y el neologismo Artefactor:

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una frase, cuando acaba de recordar una vez más, pulsando con los dedos el teclado de su ordenador, por qué se debería siempre pedir perdón al escribir (se perjura a priori, se pierde fatalmente la singularidad del destinatario desde que se envía un mensaje legible —y luego se pierde el secreto), se ve entonces al Actor depositar un sobre en uno de estos buzones españoles, un gran cilindro amarillo plantado como un árbol en la esquina de una calle. El Actor sabe, él (en fin, yo), supone que sabe de qué tarjeta postal se trata, pero será casi el único que conozca el destino —si un día no lo olvida. El Ciego no se sabía filmado, aquí el Espectador no sabe lo que ve, ni la Autora lo que filma: ¿qué hay escrito en esa carta, por el Actor —o por mí, y para quién? Yo mismo tampoco estoy completamente seguro, y me arriesgo a haberlo olvidado mañana. ¿Quién podrá negarlo? Filmada, cortada, guardada, montada por la Autora del filme, esta escena «ilustra» sin duda el propósito del Actor en el instante anterior. Se corresponde también, cierto, para quien quiera interesarse, con un gran número de mis escritos sobre la «destinerrancia» (más allá de La carte postale22), y a decir verdad, con toda la obra del supuesto sujeto del filme y por derecho representado por su lugarteniente, el Actor. Pero nada resulta más inapropiado que esta palabra, «ilustración» (porque no hay ninguna en el filme —que ilustre nada y signifique todo lo contrario). Pues de repente, entre otras cosas pero de una vez por todas, la escena del buzón, imagen visual inmediata (en el sentido del icono cinematográfico), se vuelve por la imagen (en el sentido esta vez de tropo: metonimia, anacoluto o alegoría) el gesto de la Autora firmando su filme. Y disimulando o encriptando su dirección. Este filme de autor, esta ficción documental tan poco dócil a las categorías de la televisión, ¿no es también un envío cuyo destino y destinatarios permanecen invisibles, desconocidos, aleatorios, indeterminables, pero tan ineluctables como el orden postal, el orden alfabético, el orden público? ¿En el cruce del azar con la necesidad? Hablando —por otra parte— de una escritura que siempre traiciona la singularidad del destinatario, y que debe hacerlo para ser legible; hablando entonces de lo imperdonable, por lo que no se puede sino pedir perdón, el Actor señalaría, entre otras cosas, al mismo filme. La traición, el crimen y el perjurio están en todas partes, incluso en lo que digo, yo, el

«Artefacteur». (N. del T.) 22 Jacques Derrida, La carte postale. De Socrate à Freud et au-delà, Flammarion, París, 1980. Hay trad. al castellano, La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá, en Siglo XXI, México, 2001. (N. del T.)

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Actor, hasta en este instante. No hay metalenguaje que no perjure incluso a propósito del perjurio, no hay verdad de la traición, así es como leo la verdad de este filme, yo, el Actor.

C.

EMBALDOSADO23. Érase una vez este embaldosado, toda una historia.

Aún está ahí, en el interior de la casa. Más precisamente, para el embaldosado del que quiero hablar, se encuentra aún a la entrada de la «villa», como se dice pomposamente de todas las viviendas fuera de la villa. En esta «villa» de El Biar, en el 13 de la calle Aurelles de Paladines, he vivido mi infancia y mi adolescencia, de forma continuada (1934-1949), sin volver luego más que en vacaciones, hasta 1962, y después para visitar a los nuevos propietarios, en 1971, y por última vez en 1984. Deslizándose rápidamente sobre un embaldosado (motivos florales, rombos pardos y blancos, sólo ángulos y líneas rectas), la cámara parece detenerse esta vez, pero apenas, sobre una especie de «defecto»: una sola baldosa mal ajustada, separada, desajustada, descolocada o mal colocada. ¿Qué es? Todos sus ángulos están orientados en sentido incorrecto. Salta a la vista: se clavan a la inversa en el motivo, él mismo anguloso, de otras dos baldosas. Soñé con este defecto en mis últimas visitas después del éxodo. Me sorprendió entonces encontrar de nuevo la anomalía sin cambios, respetada, intacta en sí misma y en mi memoria. Con la ocasión de un proyecto de filme que nunca se logró (con Nurith Aviv y Sam Weber, imaginamos conversaciones —sobre todo históricas o políticas— «rodadas» en Argelia, en los lugares de mi infancia), ya evoqué este extraño accidente, la insignificancia aparente de este detalle, su persistencia en el recuerdo más melancólico, su insistencia incluso en volver. Digo su insistencia porque la cosa, que no era nada, sólo un defecto de ajuste, parecía llamarme. Me llamaba de lejos, como algún extraño (pero ¿quién?). Y tan de lejos, de tan lejos, parecía requerirme, convocarme, su silencio al gritar me recordaba, ella, a mí, a ella, antes de que yo me recordara a mí mismo la Cosa. Disimetrías: la disimetría en la cosa, esos rombos mal dispuestos, la punta de esos ángulos vuelta del lado equivocado, ese orden desajustado, he aquí lo que, disimétricamente, unilateralmente, se dirigía a mí, ordenándome responder y responder

23

CARRELAGE. (N. del T.)

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de ello, antes incluso de tomar la iniciativa de volverme hacia ella, hacia la Cosa. En Ris Orangis, habíamos grabado una entrevista previa sobre este tema, con Nurith y Sam, ya no sé qué se habrá hecho de la cassette. Durante las primeras décadas de mi vida, entonces, mi mirada tuvo que ver sin ver, y verse detenida sin detenerse, en un tiempo casi insensible, había tenido que dejarse inconscientemente enganchar, o desviar, o inquietar, o interrogar por ese defecto bajo mis pies. Quizá cien veces al día. Nunca se sabrá si este «accidente», en adelante irreversible, fue fortuito en origen, el resultado de una torpeza, la negligencia o la inadvertencia de un obrero sin experiencia —o por el contrario, si fue intencional. Algunos me han dicho que los artesanos cualificados, sobre todo en Argelia, calculan adrede la huella de una imperfección. Superstición y firma a la vez. Para apaciguar al destino, tal vez para conjurar el mal de ojo. Durante más de veinte años, sin nunca reflexionar sobre ello ni hacérmelo siquiera notar a mí mismo, sin detenerme jamás, sin detener el movimiento de mis pasos o la dirección de mi mirada, había tenido que dejarse imprimir en mí la huella de una interrupción repetida, de una inhibición, de una contorsión de todo el cuerpo. Mi cuerpo había debido esbozar un gesto de reparación. Reparación de una falta, pues, arrepentirse de un defecto de fabricación o de algún pecado original bajo mis pies. Un relato de reconciliación o de redención había debido de habitar, con estrechez, este modesto lugar. Lo que llamo mi cuerpo había debido de intentar, virtualmente, en silencio, pero infatigablemente, de poner las cosas en su lugar. En silencio, de puntillas, había debido de remedar un reenganche, una corrección, una puesta al derecho. Un retorno, por tanto, del derecho (si el embaldosado discordante, desajustado, inconexo estaba out of joint, que hubiera dicho Hamlet, «I was born to set it right», me tocaba a mí repararlo, había nacido para eso. Para restablecer el derecho o restituir la justicia. Aunque tal vez menos para poner orden que para convertirme en el centinela de un desorden, el guardián ciego y vigilante de los espectros y los crímenes). Cada vez, cien veces al día, cada vez de una vez por todas, goce doloroso, una cojera inconsciente había debido de poner ritmo a cada uno de mis pasos. No que yo haya tenido nunca que tropezar24 a mi pesar sobre un obstáculo en 24

En el lugar de esta palabra, «tropezar», debo recordar una evidencia, a fuer de modestia, pero también de verdad. Pese a cierta analogía, y sin duda una misma sinceridad en la evocación de un recuerdo «real», la experiencia que traigo aquí no es nada comparable a aquella de los «dos adoquines desiguales» en el patio del hotel de Guermantes, o las «dos losas desiguales del bautisterio de San Marcos» [Empleamos aquí la trad. al castellano de Consuelo Berges: 7. El tiempo recobrado, Alianza, Madrid, 19794, p. 213.

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relieve. Aquí no había ningún relieve. Deslizaba, sobrevolaba incluso mi mirada el lugar de este «mal paso», lo olvidaba de inmediato. A excepción de la malignidad de una persecución interior y subliminal: «¿Cuándo volverán las cosas a su lugar? Tendría que decirle a mis padres que algo no va, aquí, en esta casa. Dejamos que las cosas vayan, las dejamos ir mal, en estas líneas, en esta línea genealógica. Deberían saber que esto no va, ello no va, como tantas otras cosas en esta casa.» Tensión de un deseo contrariado, inconsciente de los repetidos fracasos, interrupción del amor: he aquí una ley accidentada, en suma, una ley del accidente tanto como un accidente de la ley. Esta doble ley, esta ley retorcida sobre sí misma, vendría a inscribirse, como un ángulo mal llegado, en los lados de estos rombos. De modo tan inolvidable que, sin el menor acontecimiento identificable, el accidente se encargaría de sobrecargar la memoria, de una vez por todas. De forma disimétrica y desproporcionada, todos mis deseos, todos sus defectos encontrarían ahí su designio, e incluso, desde el momento en que se trata de casa, de la casa familiar, del hogar originario, su enigma genealógico. Herida y firma, una gracias a la otra. Pero siendo igualmente una gracias a la otra, dándola a ser, pero como se da un cuerpo, como a veces se da la muerte, como se da en fin un golpe de gracia. Evidentemente, este defecto del embaldosado no es un acontecimiento. No ha tenido lugar, como se dice de un acontecimiento. Pero sin embargo, tiene lugar, su lugar, es un lugar y no tiene lugar, en primer lugar, más que una vez, una sola vez, ya que es singular, permanece irreemplazable para siempre. No existe sino allá, en El Biar, en esta casa y en ninguna otra. Sin duda ha tenido lugar, en cierta manera, solamente para mí (mi hermano y mi hermana no se acuerdan en cualquier caso). Pero me (N. del T.)]. Dejando para otra ocasión el ejercicio que me tienta aquí (otro análisis más de estas páginas sublimes de Proust sobre cierto desajuste del tiempo —«The time is out of joint»— que ahí hace señas, llamándolo, a un desajuste de lo justo, una idea de la justicia alojada en un ángulo formado entre el accidente de la ley y la ley del accidente), me contento con señalar, justamente, y humildemente, la falta de relieve de mis pobres baldosas. Y su cotidianeidad. Las veía, pasaba sobre ellas todos los días. No formaban ningún relieve. Nunca tropecé, nunca choqué con ellas ni quise hacerlas «chocantes». Ellas también representaban un «accidente», cierto, pero mi experiencia de ellas de ningún modo adoptó la forma de un acontecimiento ni de una revelación fechadas. Nunca me hicieron «titubear», como al narrador de A la búsqueda... que sitúa todo su relato bajo el signo de aquello con lo que uno se «topa» y que ocurre una sola vez, incluso si el acontecimiento nos trae otro a la memoria: «... el grito del wattman sólo me dio tiempo para apartarme bruscamente, y retrocedí lo bastante para chocar sin querer contra el pavimento bastante desigual...» [Trad. cast. cit., p. 212]. Y más adelante: «... seguía titubeando, a riesgo de hacer reír a la innumerable multitud de los wattmen, como hacía un momento, un pie sobre la losa más alta, otro sobre la losa más baja» [Trad. cast. cit., p. 213].

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pregunto si su fuerza de irradiación, si su expansión afectiva e inconsciente, aquélla de la que testimonio aquí, incansablemente, no se debe a su ejemplaridad. A su generalidad potencial, por tanto. Una vez más a su «una vez por todas». Para mí en primer lugar, acabo de sugerirlo, se vuelve, antes incluso de que yo lo sepa, la metonimia de todos los reajustes interrumpidos. De todo cuanto no va, de todo lo que va mal en la vida. En mi vida. De todo lo que daña, lo que hace mal o hace el mal. De todas las injusticias, también, sin las cuales (sin cuya posibilidad) un justo no daría un paso. Este desajuste bajo mis pies significa para mí todo aquello ante lo cual, cayendo en la cuenta, caigo en efecto, y sé entonces que la imagen de la caída, el paso en falso, la huella del fracaso, el vencimiento o la prescripción, después de haberme sostenido con vida, me sobrevivirá. Tan lejos como pueda yo imaginar. Este mal embaldosado, tras sesenta años, permanece aún allí, superviviente. ¿Qué es esta baldosa? Sobrevive y asiste impasible a mi infancia como sobrevivirá probablemente a quienes, hoy, nos han sucedido en la misma casa. Esta supervivencia hace entonces una señal que se extiende hacia una ejemplaridad más general: siempre es a partir de una tensión, de una interrupción, de un defecto, desde la herida de una disimetría, que la memoria se organiza de algún modo. Se organiza mejor en el desajuste. Marcha y resuena en la desarmonía. Sólo desde el vencimiento del caer, en la caída, en la fecha del caer o de decaer es cuando guarda aquello que cuida. Una memoria sosegada no posee opción alguna, no le queda más que dormirse. Una memoria armoniosa, reconciliada, eufórica, una memoria feliz, no me imagino qué otra cosa pueda hacer más que perderse. Otra forma de ligar la memoria al mal y su esencia a los remordimientos. La herida firma la obra —por ejemplo, la obra de este artesano desconocido, que estuvo ciego ante el dibujo o decidió adrede hacer como si no debiera ver el defecto. Manteniendo su sufrimiento vivo, una herida sella y desella a la vez lo que acuerda, justamente, esta injusta discordancia en la memoria. Como lo hace esa circuncisión de la que habla el Actor: condición amnésica de la memoria. (De donde el mal que se puede tener que creer, que comprender, que seguir al Actor cuando explica, hacia el final, que sólo tiene buenos recuerdos, una memoria agradecida, transfiguradora, sublimante, incluso cuando se ha vuelto hacia momentos que sabe bien que fueron tristes. Porque se atreve a decir que, lo más a menudo, guarda un buen recuerdo de los malos momentos. Vamos entonces.) Ahora, la buena interrogante: ¿dónde se encuentra exactamente el embaldosado

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tan mal ajustado, la conexión tan felizmente inconexa de este filme, ya que es del mismo del que hay que hablar aquí, y no de su supuesto «referente»? ¿En qué consiste la bondad de su defecto? ¿Qué nos da su falta y cuál es ésta? ¿Y la redención por venir de su felix culpa? ¿Dónde tiene lugar? ¿En alguna parte de Argelia? Si la casa fuera destruida o reconstruida un día, si incluso yo la olvidase, si me llevara al morir la memoria del embaldosado..., y bueno, el filme, la firma de Safaa Fathy se arriesga a asegurar el futuro de una herencia a este accidente de la ley. El mal tendría un porvenir, como se sugiere al fin. No sabría decir si reclama o no mi bendición, pero, es un hecho, no estoy para nada, para mí tampoco, en las opciones dadas a esta supervivencia. Y ello, este riesgo no vale sólo para la secuencia del embaldosado. Un detalle más: antes de desembarcar en Francia, yo nunca había visto, ni por tanto imaginado un entarimado. Ni un parquet. La primera vez que caminé sobre unas planchas fue sin duda a bordo del Ville d’Alger, en la travesía entre Argel y Marsella, en el otoño de 1949. Sin duda nunca había pronunciado estas palabras, «entarimado» o «parquet», ni pensado siquiera que uno pudiera, en su propia casa, caminar sobre madera. El suelo de una morada burguesa debía estar enlosado. (Tampoco sabía que el arroz fuera blanco. Mi madre siempre lo cocía en azafrán. El término quiere decir «amarillo» en árabe. Pero no voy a contarles todo lo que me sucedió por primera vez en la Metrópoli.)

D.

DELEGACIÓN. El Actor no puede, por el momento, volver a su Argelia

natal: uno de sus amigos argelinos fue asesinado allí, le dicen que por haber escrito y organizado un coloquio dedicado a él. El Actor ha delegado entonces en la Autora para filmar, en su ausencia, los lugares de su infancia: la casa de El Biar —¡sobre todo no olvidar las baldosas, le dice, y el defecto de una de ellas!, ni olvidar los cementerios, ni tales tumbas, ni el centro de la ciudad, ni las iglesias, ni las sinagogas, las escuelas y los institutos (Ben Aknoun, Gauthier, Bugeaud), los muelles del puerto de Argel y las bóvedas bajo las que trabajaba el Padre, la Kabilia (¡que la Autora descubre bajo la nieve!). Delegación del ojo, por tanto, mandato óptico, representación armada de una cámara, he aquí lo que recuerda y relanza de otro modo la gran cuestión de la prótesis

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(emplazada en particular por Nancy en el filme, ya se trate de su propio corazón o del discurso «filosófico» del Actor). Es difícil decir quién ha prestado al otro sus ojos. La Autora substituye al Actor. Falsificación, artefactura además. Estamos más perdidos que nunca, nadie puede identificarse con nadie. O incluso, lo que volvería a lo mismo, no puede más que identificarse. Por poderes. ¿Le ha visto ella con sus ojos, o la verá él en adelante a través de sus ojos? ¿A ella, cuya mirada está equipada con una cámara que dirige indirectamente por medio de un operador argelino? Cuando se oye la voz en off del Actor mientras pasan en la pantalla estas imágenes argelinas, puede tenerse la sensación, como siempre, de una reapropiación. Aquél que, de una vez por todas, ha otorgado poderes para que se vea y filme en su lugar, ¿no retoma así posesión de su derecho de propiedad? Gracias a las palabras y al relato, se asistirá a una repatriación del paisaje del que el Actor se lamentaba haber sido como desposeído, permanentemente, por la cámara o por la mirada de la Autora —poetisa egipcia, hay que recordarlo, para quien fue el primer viaje a una Argelia cuya lengua árabe le quedaba en otra parte, confiada en su retorno, algo extraño. Ella se dispuso a habitar la memoria del otro, se convirtió en el niño que fue. Su infancia. A la inversa, más tarde, le tocó esta vez a él visitar como un espectro lugares cargados de recuerdos para ella, en Almería. Safaa Fathy ha escogido sólo este decorado de rodaje, este lugar desconocido para el Actor —quien, dejándose hacer una vez más, reconoció allí no obstante la familiaridad de un paisaje, el parecido con Argelia, el escenario propicio para una reflexión acerca del nomadismo, la hospitalidad, el trenzado de las voces, las diferencias sexuales. Ese viento, estas casas destartaladas, estas ruinas blancas, estos árboles torcidos se adecuaban a los aforismos improvisados sobre la violencia sexual de los hombres, el retorno de los aparecidos, las torturas y los goces de la experiencia carcelaria. El Actor y la Autora han por tanto compartido una memoria sin ver ni saber nunca, de verdad, de qué o quién la heredaron. No sabían tras qué, infinitamente separados, en la noche, se afanaban uno y otra a tientas. ¿Lo sabrán algún día? En la letra D, yo hubiera por otra parte podido recordar el título del filme y de sus dos iniciales, pero también los tres DESEMBARCOS que pautaron mi vida. Por consiguiente, la insistencia litoral del filme —California del Sur, el sur de España, el norte de Argelia— dibuja bien las playas, las costas y las orillas. Antes de mi

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«desembarco» en Marsella, en 1949, aconteció, en noviembre de 1942, el «desembarco de los norteamericanos», como se dijo siempre, en las playas de Argel, y más precisamente en Sidi Ferruch, al igual que aquel otro de los franceses en 1830. Este primer «desembarco», con la llegada del término a mi léxico, coincide, meses más o menos, con una normalización que nunca normalizará nada, nunca: el retorno a la educación reglada, cuando retomo el camino de la escuela de la que me echaron las leyes anti-judías, y tal fue el comienzo del camino que un día me llevaría a la Escuela Normal. Si puede decirse así. (Con la voz al fondo de Lili Labassi, la cámara pasa en automóvil ante la Escuela Normal en la que pasé más de la mitad de mi vida adulta. Estudiando, enseñando, amando, no amando...) En fin, mi propio «desembarco» en Norteamérica, por primera vez, en 1956, en Nueva York, a bordo del Liberté. Que decidió también toda mi vida, y no sólo mi matrimonio, mis hijos, etc. Del Ville d’Alger al Liberté, entre Argelia, Norteamérica y Francia, todos los «desembarcos», todas las idas y venidas, por otra parte, todos los «de aquí allá» de mi vida...

E.

ESCALAS, ESCALERAS. Todo en el filme parece andamiado. Por la

Autora. El andamiaje mismo está construido, montado, mostrado, analizado, descompuesto. Tenemos del mismo el mapa y la escala. Algunos podrían jugar con seriedad a seguir la reaparición incesante de las escalas y escaleras, como si se tratara del personaje principal —o el figurante mayor: una figura más elevada que la figura. Innumerables escaleras, cientos de escalones en el corazón de Argel. Vemos subir por ellas mujeres con velo. Y luego, las escaleras de la casa de la infancia, en El Biar. Casi siempre, cuando no camina, cuando no conduce, el Actor está subiendo un peldaño. Se trata en cada ocasión de un movimiento ascendente. Antes de tomar la palabra, muy a menudo, el Actor sube. Es él quien asciende. Quien trepa. Se le muestra, es «montado» subiendo peldaños: escaleras de madera en Laguna Beach al comienzo del filme, escala de madera que conduce al desván, el mencionado «sublime», en su casa de Ris Orangis, escaleras de piedra por las que se le ve en Toledo salir o extraerse, como proyectado hacia lo alto, fuera de la concha de un apuntador —porque estamos en el teatro como en la vida. Ascensión también del amigo Nancy. Quien habla durante la elevación, si puede decirse así, del ascensor que le

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conduce hacia la Autora. Se puede, si se tiene el capricho, alegorizar estas secuencias de elevación. Que multiplicarían las figuras, de una vez por todas y entre otras cosas, de lo «sublime», apodo escogido para su desván por el Actor, que ha dado la razón de esto en dos ocasiones, un vez en su casa, otra vez en Toledo. Figuras de lo «sublime», entonces, y de la sublimación, como también de la represión, tema sobre el que tanto se vuelve, de diversas maneras. Porque la retórica del anacoluto obedecería aquí a una gramática del inconsciente, si es que hay tal. O más bien a una cultura de las letras (como para todo marrano bien nacido), a la cultura también de un cálculo que sabría integrar, con el principio de tal lógica, las trampas de lo subliminal: al Espectador le afecta aquello que percibe sin apercibirse. Ello debe pasar muy rápido, y pasarse demasiado deprisa, sin dar tiempo. No se tiene tiempo de tomar consciencia. Antes de ser su intérprete, el Actor habla e interpreta los síntomas de un yo (a saber, yo) inconsciente. Del lado de la Autora, otro inconsciente abre los ojos. Escucha, con una cámara en la mano, firma con sus propios síntomas. Entre ambos, la verdad, si la hay, debe ser traicionada, nunca sería libremente expuesta en honor a la verdad. Ello sería tal vez la sorpresa que yo confesaba al comenzar: el ello que quiere, o más bien el ello que hace, que hace de modo que la verdad, si la hay, se dé en la sola experiencia de la traición. Crimen imperdonable. Se libera, la verdad, sin yo saberlo. Mi verdad no es mi verdad. Ella me sorprende porque estoy sin defensa ante una verdad más verdadera que la verdad, y más fuerte que yo. Sólo a disposición del otro. Ahora, la escena ante el cuadro del Greco, El entierro del conde de Orgaz, ¿no es igualmente un momento de elevación? ¿Una ascensión? Elevación ante la obra de arte, sin duda, pero también al interior de lo que un cuadro deja ver. Su composición se diría dinamizada, agitada, conmocionada por la tensión entre lo alto y lo bajo, entre la ascensión del alma del conde, sostenido por ángeles, y simultáneamente, el descenso del cuerpo embalsamado. Se da el cuadro (y esto vale también para un plano cinematográfico) allí donde lo alto y lo bajo, tan inconmensurables como quedan, se presentan juntos, simultáneamente inmovilizados, firmemente sostenidos en la sincronía de un mismo espacio, en paralelo uno con otro, como puedan estarlo unos planos. Lean, relean a Jean-Claude Lebensztejn (a través de cuyos ojos soñé El entierro... antes de ver

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el original). Este escritor analiza maravillosamente el móvil del cuadro en Zigzag25. Allí descubre, entre otras cosas, una «fantasía inversa del nacimiento». Ahora bien, en «Circonfession»26 (que ya nombra y reconoce a J.-C.), como en el filme, la experiencia de la ascensión no se deja separar ni del nacimiento (el mío o el del hijo en general: «... y heme aquí detenido con ella, en la esquina del cuadro, soy el hijo del pintor, la firma en el bolsillo»27) ni de la resurrección —aquí, la de mi madre. Resurrección a la vez instantánea y momentánea. Eterna y provisional. Dos instantáneas. Primero la vemos, a mi madre, como muerta, su rostro está de perfil sumergido en la sombra, no reconocemos más que su contorno, y luego, en el siguiente instante, vuelven los colores, hela de nuevo viva y sonriente, espectro de un segundo antes de la otra noche. Tantas tentaciones sublimes, tantas sugestiones discretamente subliminales, tantas escaleras terrestres o escalas celestiales. Por lo menos, pídasele a la Autora, que no entremos por allanamiento en el sueño de un Jacob escondido tras el nombre de pila del Actor. Escalando todas las alturas como sonámbulo, el Actor vislumbra desde ahí su escala de Jacob: «Tuvo un sueño, y en él una escala se alzaba de la tierra, tocando su extremo el cielo, y los Ángeles de Elohim subían y bajaban por ella. Y Yavé se hallaba en pie en lo alto. Y le dijo: “ Yo soy Yavé, Dios de tu padre Abraham y Dios de Isaac.”»28

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Jean-Claude Lebensztejn, Zigzag, Aubier-Flammarion, París, 1981, pp. 253 y ss. Jacques Derrida, «Circonfession», en G. Bennington y J. Derrida, Jacques Derrida, op. cit., pp. 140 y ss. [Pp. 167 y ss. de la trad. castellana citada. En adelante, emplearemos esta versión, cuya paginación daremos entre corchetes acompañando la del original. (N. del T.)] Redescubro al instante, en El tiempo recobrado, una alusión al Entierro del conde de Orgaz. Un incidente entre paréntesis, unas cien páginas antes del «pavimento desigual» y las «losas desiguales». Es el momento en que «se notaba poco la guerra en París». Variación extensa sobre las incursiones de la aviación, sobre las escuadrillas que saben «formar constelación» o que «hacen apocalipsis». Ambas expresiones aparecen en cursiva. El «hacer» marca así unos efectos, los efectos del arte, como un poco más tarde sobre el mismo pasaje, la «llamada desgarradora» y «wagneriana» de las sirenas «hacía muy buen himno nacional». [Cfr. trad. cast. cit., pp. 85-86.] Y bien, mezclando la música con la pintura, en la misma descripción de los efectos siempre con referencia al tema de las escuadrillas, Proust describe así una tensión entre lo alto y lo bajo, entre el cielo del apocalipsis y el aquí abajo terrestre, entre la ascensión y el descenso, extendiéndose sobre lo que aquí llamamos la escala. «Sin embargo, algunos rincones de la tierra a ras de las casas se alumbraban, y le dije a Saint-Loup que, si hubiera estado en casa a la víspera, habría podido, a la vez que contemplaba el apocalipsis en el cielo, ver en la tierra (como en el Entierro del conde de Orgaz, del Greco, donde esos diferentes planos son paralelos)...» [Trad. cast. cit., p. 86.] 27 Jacques Derrida, «Circonfession», en op. cit., p. 140. [Trad. cast. cit., p. 167.] 28 Génesis XXVIII, 12-19, trad. (en francés) de E. Dhormes, Gallimard, col. «Bibliothèque de la Pléiade», París, 1956. 26

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El Actor hace pensar en un marrano extraviado por su propio simulacro: creyente prendado en su interpretación allí donde él creía prender. Soñador en lo alto de diáspora judeo-andaluza, perdido entre las sinagogas y las mezquitas de Toledo, se diría, este Jacob aterrado en su sueño: «“¡En verdad Yavé está en este lugar y yo no lo sabía.” Tuvo miedo y dijo: “¡Este lugar es terrible! No es sino la Casa de Elohim y la Puerta de los cielos”.» Toledo: bajo las bóvedas, entre los pilares de una sinagoga, especie de catedral islámica, de las que tantas hay en el sur de España, el Actor nombra entonces, con una sonrisa indescifrable incluso para mí, al Dios Uno. Su presencia es su ausencia, Él está ahí o no está, Él está ahí, por otra parte, para no estar ahí, de aquí a entonces. Traduzcan esta gramática y este desafío a la nomenclatura de Dios. Hacia este mismo Dios, dice aproximadamente el Actor, más intérprete que nunca, suben (porque suben o son igualmente «subidas») las almas de los fieles. Es a Él a quien, elevándose por encima de estos santuarios, se destinan sin saber y sin certidumbre, en tantas lenguas, las plegarias, las alabanzas, los himnos, las oraciones, las adoraciones. Estos mismos santuarios, durante siglos, se los han disputado los judíos, los cristianos y musulmanes, se los han apropiado, se los han arrancado. (Al mismo tiempo, si recuerdo bien, se ve pasar una imagen de la gran sinagoga de Argel —recuerdos de infancia, remembranzas del padre y del hermano— que fue y volverá a ser mezquita). Tales hermanos beligerantes, judíos, cristianos, musulmanes, ni siquiera saben lo que su inconsciente les da, no tienen en cuenta más que lo que su Padre les presta en herencia. Patrimonio sagrado, botín de guerra, súplica sin destino seguro: poemas por los siglos de los siglos. «En verdad Yavé está en este lugar y yo no lo sabía. [...] ¡Este lugar es terrible!» Nunca sabrá. Tiene miedo de morir sin saber. Como en el fondo cree que «nunca penetrará en estos lugares»29, el Actor se prepara a encadenar en seguida. Para describir su experiencia de tales espacios. A menudo no le viene más que una expresión doblemente negativa: «no sin amor». No estaría sin amor, dice, por estos lugares tal vez abandonados. Pero abandonados por Dios. Transformados en desierto por Dios. E 29

O por seguir otra traducción, esta vez la de Chouraqui, que dice «escalera» y no «escala»: «Sueña. / Una escalera clavada en la tierra: su comienzo toca los cielos. / Y los mensajeros de Elohim suben por ella y bajan por ella. E IhvH se yergue sobre ella. / Él dice: yo, IhvH el Elohim de Abraham, tu padre, el Elohim de Is’hac [...] Ia’acob despierta de su sueño y dice: / “Así, IhvH existe en estos lugares y yo mismo nunca penetraré en ellos.” / Se estremece y dice: “¡Este lugar, qué escalofrío!”»

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incluso impenetrables para Jacob. ¿Por qué, en lugar de «no sin amor», no dice simplemente, solamente, que los ama? ¿Por qué no confiesa que ama aquello por lo que reconocería no estar sin amor? ¿Por qué, en lugar de decir «te amo» se anda aún con cumplidos? ¿Afectación? No, tampoco es un afectado «no existo sin amarte», sino algo más alejado, más abstracto, más reticente aún, sin tuteo, un impersonal «no sin amor». Sin verbo. Sin acto. Ya no hay nadie en estos lugares visitados religiosamente, no sin amor sino sin nadie que amar. ¿El amor? ¿«Te amo»? Falta reinventarlo —en este desierto. Allí donde falta el amor. Para encadenar, entonces, sobre esta carencia, le falta al Actor otro andamio, otra especulación, otra escala. Ley del filme: de una escala a otra. Cesura entre las secuencias, de una palabra o de una imagen a otra, anacoluto, substitución de los temas: cambios de escala en una palabra. Se pasa regularmente de detalles de la vida privada (por ejemplo, la sepultura de los dos gatos tan queridos) a ambiciosas consideraciones geopolíticas sobre la espectralidad del espacio virtual, las leyes de la hospitalidad, la segregación, la esencia enmarañada de la voz política o la madeja de las diferencias sexuales. Todo esto pasa corriendo, muy subliminal, por la palabra «sublime», o sea, un nombre común vuelto nombre propio (el nombre propio de mi desván, por tanto, un taller de escritura), y felizmente intraducible.

F.

FRANCÉS. ¿En qué momento se dirá: «éste es un filme francés»?

¿Según qué criterios? Cuestión a reelaborar de arriba abajo, en el seísmo que sacude la historia y la producción cinematográfica o televisiva. Sobre todo en el momento de la fusión entre AOL y Time Warner, otra versión, salto hacia un dispositivo inédito, nueva y mayor señal tecno-capitalista, junto a la que las economías políticas de los gobiernos de los estados-naciones que se dicen soberanos parecen, como nunca, gesticulaciones de feria, incluso pueriles, en un espacio público nuevo cuyo control hace tiempo que perdieron para siempre. La fusión AOL / Time Warner, con todas sus implicaciones, he aquí la buena escala para pensar hoy la política, la política en general, tanto como la de la tele-cinematografía. «Filme francés», por consiguiente, significa cada vez menos: producido en Francia o en territorio francés, a partir de capitales o de proyectos

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nacionales, ya sean públicos o privados. Se preguntará qué es lo que queda entonces, y qué es lo que quiere decir, aquí, aún, francés. Y bueno, veamos lo que pasaría si comenzase por decir aquí y ahora: tal palabra, ésta o aquélla, que será siempre una de las más ricas e intraducibles de la lengua francesa, resulta que se encuentra incrustada, para siempre, en los créditos de este filme. O mejor dicho, que se trata incluso del programa genético de esta escritura cinematográfica. Esta palabra es una unidad, forma un cuerpo con el filme. Por ejemplo, la expresión «por otra parte» o la palabra «sublime», pero tantas otras también que, no más por otra parte que «sublime», no se deciden a transformarse en nombres. Cuando se dice «lo sublime», se nominaliza un atributo, siendo entonces la cualidad de lo que es sublime. Pero el Actor es el único que da este nombre a una cosa al hablar de su sublime (el desván donde trabaja). Antes de proseguir, lo anoto a vuela pluma, para no olvidarlo, que este filme, por otra parte, pertenece de cabo a rabo a la lengua francesa, incluso si la mayor parte de las imágenes fueron «rodadas» fuera de Francia, en los Estados Unidos, en Argelia y en España, e incluso si en él escuchamos más de una lengua, incluso si a veces son necesarios subtítulos para el Espectador francés, incluso si la elección de Safaa Fathy, poetisa de origen egipcio, lo recuerdo de nuevo, y casada con un escocés, que vive en París, haya sido mostrar o montar al Actor en un día (un día de verdad, un rodeo de verdad, un rodaje de verdad: esto habrá sido un rodeo, un tropo de mí, demasiado y demasiado poco de mí) tan poco europeo, tan poco francés, pero tampoco judío, español, arábigo-andaluz como era posible —y España comienza en uno de los lugares más españoles de esta cosa tan española que es América, la California del Sur. (Todo aquí remite a 1492, fecha de la concepción del filme en suma, y puesta a punto de su genoma: en julio de 1492, el decreto de expulsión de los judíos de España por los Reyes Católicos, en agosto de 1492, la salida de Cristóbal Colón.) Acabo de decirlo: ella ha mostrado al Actor en un día sorprendente, un día desconocido para la mayor parte de quienes lo conocen o se acercan a él en un escenario público. De hecho, sin jugar simplemente a lo privado contra lo público, a lo insólito contra lo familiar, Safaa Fathy ha escogido sobreexponer al Actor a contraluz. Por otra parte, en el pasaje de «Circonfession» que acompaña las últimas imágenes de un filme cuya palabra se quiere tan pobre y despojada como sea posible, cuyo tono, incluso sin

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afectación, parece más testamentario que nunca («lo que hay que saber antes de morir...»), el Actor mismo se presenta como a contraluz, o con mayor precisión, por citarlo, como el «contraejemplo de mí mismo»30. En tal «período» de «Circonfession», se dirigirá esta vez al «testigo, tú, mi contrapartida». Incluso en otra parte, se llama a sí mismo a la «calle lateral paralela» [«contre-allée»31], y trabaja de cerca todos los encuentros y todos los «contra» de la lengua. (De ahí a pensar aún que el Actor, o el Factor/Cartero, o el Artefactor sea un Falsificador, hay un paso que no daré, pero ¡traten de traducir todo esto! Será mejor que los extranjeros aprendan también el francés...) Saliendo al encuentro de las imágenes convencionales del personaje o del Actor, la Autora ha querido quizá revelar un negativo judeo-hispano-arábigo-andaluz que las culturas de adopción, las instituciones académicas, el espacio literario, las superestructuras coloniales y post-coloniales (el Actor habla de ello en el Museo de las artes de África y Oceanía) no ha cesado de deslumbrar. Se hace retroceder al negativo hacia la sombra. El filme actuaría entonces como el revelador en el transcurso de un revelado fotográfico. Película bañada en las aguas del Pacífico hispanoamericano o del Mediterráneo íbero-magrebí. Retomemos entonces el ejemplo de un término francés, del primero, las primeras palabras del título, «Por otra parte...». ¿Cómo se podrá traducir? ¿Se tendrá que renunciar a exportar el filme a otra lengua o a otra cultura nacional so pretexto de que el título no se traduce? Pues considero que no es posible cambiar a ninguna otra lengua el capital y las plusvalías de este efecto verbal. Esto corresponde mejor que a ningún otro al efecto propiamente cinematográfico del filme, hasta el punto de ser inseparable del mismo, de incorporarse a él en adelante. Para demostrar que este título se ha vuelto casi 30

«... lo que habría deseado anunciar a G., mi madre que desde siempre ha sido ya incapaz de oírme, y hacer oír a G., que tan bien habla bien de mí, lo que es necesario saber antes de morir, es decir, que no sólo no conozco a nadie, no he conocido a nadie, no he tenido idea de nadie en la historia de la humanidad, esperad, esperad, nadie que haya sido más feliz que yo, ni más afortunado, eufórico, es verdad a priori, ¿no?, ebrio de goce ininterrumpido, haec omnia videmus et bona sunt valde, quoniam tu ea vides in nobis, pero que si, por encima de toda comparación, he permanecido también, contraejemplo de mí mismo, constantemente triste, desposeído, destituido, decepcionado, impaciente, celoso, desesperado, negativo y neurótico, y si, al final, estas dos certezas no se excluyen porque estoy seguro de que ambas son igualmente verdaderas, simultáneamente y desde todos los puntos de vista, entonces ignoro cómo arriesgar la menor frase sin dejarla caer en silencio, dejar caer su léxico, su gramática y su geología, cómo expresar algo que no sea un interés tan apasionado como desengañado por estas cosas, la lengua, la literatura, la filosofía, algo que no sea la imposibilidad de volver a decir, como hago aquí, firmado.» «Circonfesión», en Jacques Derrida, op. cit., pp. 248-249. [273-274 de la trad.] 31 Véase la cuarta nota al pie de «Rodar bajo vigilancia». (N. del T.)

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irremplazable, escogemos entre varias metáforas, extraídas todas de los fondos del filme. Remiten siempre a una cinética, sea del desplazamiento, sea de los móviles o de los vehículos. Por otra parte, la cámara misma no funciona más que siguiendo los incesantes desplazamientos del Actor, a quien se muestra en la mayor parte de ocasiones moviéndose, subiendo escaleras, escribiendo en una mesa o, sobre todo, conduciendo un automóvil —cerca de París, en California o en España. El Actor siempre está cambiando de lugar, desplazándose, es decir, reemplazándose. Sobre la marcha, y se podría por otra parte decir que la palabra, el doble término, la expresión «por otra parte» es un apartadero32 sintáctico. Estaría destinada a asegurar cierto orden en una sobrecarga del tráfico ferroviario. Trenes que se cruzan a escape, que se paran o aseguran correspondencias en el mismo espacio de ocho letras: un adverbio, «en otra parte», que significa en otro lugar (aliore loco) o en otra dirección (aliorsum o alivorsum), de modo que se orienta hacia el otro adverbio «por otra parte» (es decir: entre paréntesis, por otro lado, además, desde otro punto de vista: cambio brusco, digresión —por otra parte, todo en este filme es digresión, y si se desciende del tren o del automóvil, se hablará del filme como de una serie de pasos oblicuos, de excursus de los que si se quiere se puede reconocer al fin que habrán desbrozado un mismo y único camino), cuando de repente otra orientación, sin descarrilamiento, remolca el adverbio «por otra parte» al nombre, al adverbio nominalizado, «en otra parte», lo en otra parte, este en otra parte sustancial o sustantivado del que el Actor dice algo sentenciosamente, al comienzo, que se encuentra aquí, aquí mismo, y que si lo en otra parte se hallara en otra parte, entonces no sería un en otra parte, etc. No sé dónde estaría aquí la locomotora, si en el sustantivo o en el adverbio, pero recuerdo haber utilizado recientemente, en La Contre-Allée, la palabra locomoción para designar el afecto, es decir, el traumatismo que asocio siempre a la experiencia del viaje. Todo esto para decir que en «en otra parte» (aliore loco, aliorsum, etc.), la referencia a la alteridad del/de lo otro cuenta tanto por lo menos como la dimensión topográfica: se trata del otro lugar como del lugar del otro, y del otro no menos que del lugar, de otra escena en la que la distancia de la alteridad forma la escena misma, antes de ser puesta en escena. Pero si

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Las metáforas ferroviarias que Derrida emplea vienen a cuento de la expresión francesa que hemos traducido mediante gerundios: «en train de...», literalmente: «en tren de...» (podríamos decir con galicismo: «está en tren —o en trance— de marchar», «está en tren de cambiar de lugar», etc.). (N. del T.)

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volvemos a la diferencia entre el Actor y tal o cual yo, diremos del primero que, constantemente desplazado, en el lugar del otro, ocupa el lugar del Otro, se supone por lo menos que es su lugarteniente. ¿Pero no hemos dicho suficientemente, por otra parte, que los «yo» mismos son ya, los unos para los otros, o para Dios sabe qué, otras especies de lugartenientes? De donde el drama de la identificación puesto en escena desde las primeras palabras por el Actor. ¿Sitúa el cine en el fondo otro problema que no sea éste? La identificación en la ruptura de la identificación, el mismo júbilo melancólico, el mismo análisis terminable e interminable. En el fondo, Safaa Fathy me habría dado, me habría donado más bien la expresión francesa «por otra parte», la misma que permanece intraducible. Nunca he utilizado así la expresión «en otra parte», nunca en otra parte que en este filme. No habría sido yo quien inventara el título del filme, sino ella. Yo únicamente lo recibí y aprobé la elección, con gratitud. Y luego el adverbio por otra parte (en el sentido de «por otro lado», «además», «por lo demás»), allí donde parece formar una sola palabra, no se encuentra en el diccionario francés, como por otra parte tampoco la expresión «en otra parte». Lo que no sucede con términos aproximadamente equivalentes en otras lenguas (furthermore, moreover, anyway, besides, übrigens, ausserdem, andererseits, sonst, etc.). Se habrá notado: «soy del extranjero, de otra parte», o «vengo de fuera, de otra parte» nada tiene que ver con el «por otra parte». Pero la conjunción de ambos sentidos o la combinatoria de ambas funciones habrá tal vez firmado cuanto he hecho, todo lo que soy —en la vida y en los textos. De donde la «verdad» del filme y de su título. Por otra parte, ¿no está ahí mi destino? Yo soy (he llegado) de otra parte y por otra parte procedo casi siempre, cuando escribo, por digresión, conforme a pasos oblicuos, adiciones, suplementos, prótesis, movimientos de desvío hacia los escritos tenidos por menores, hacia las herencias no canónicas, los detalles, las notas a pie de página, etc. Todos mis textos podrían comenzar (sin comenzar, por tanto), y en efecto lo hacen, por una especie de «por otra parte...» marginal. Imagínese tal situación, este escenario, un apóstrofe en suma (porque lo más notable en la formación de la expresión «por otra parte [d’ailleurs]» es asimismo el apóstrofe, verdad, esa otra elisión de la vocal, la elipsis de la voz): es usted por tanto apostrofado/a por alguien que ni siquiera ha visto ni oído nunca, que encuentra usted por primera vez y que en seguida se dirige a usted para

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decirle, desde la primera palabra: «por otra parte...» Como si encadenase o anunciara una distancia, siguiendo o interrumpiendo una conversación ya en curso, desde el tiempo de una recuperación inmemorial. Le conoce a usted desde siempre, no ha cesado de interrumpir, pero no se ha perdido el hilo. Por otra parte, ésta sería la idea del filme, verdad, una idea de mí que viene de otra parte, una idea de mí que sobre todo no viene de mí. Todo estaría entonces organizado, para recordar que el Actor, por otra parte, venía de fuera, de otra parte, y que el cambio de país o desconcierto (Unheimlichkeit) era para él un destino sin destinación. Nunca se queja de ello, él mismo describe, sin vibración patética, o muy poca, ese lugar sin territorio que sería el «suyo», una situación privada de sitio. He aquí su hábitat. Para hablar de ello, habría querido ocultar todo lirismo, el pathos o el topos del nomadismo, de la errancia o del exilio tanto como la retórica de la tierra prometida, de las raíces perdidas y reencontradas, del retorno y de la gran reunión. Estas dos entonaciones apenas son evitables, por supuesto —sobre todo cuando, sin desear una ni otra, uno está muy a menudo abocado a oscilar a su pesar entre una y otra. Resulta entonces una especie de protesta murmurada, un lirismo contrariado, palabras entrecortadas, un ligero movimiento de molestia contra lo que se dice, contra lo que se avanza o se detiene, o se deja prender o sorprender en la letra. Aquí estaría la unidad del tono, si hay una por lo menos y si por suerte resulta perceptible, incluso en su temblor. Todo lleva a una paciencia impaciente ante los programas (lógicos, retóricos, semánticos, etc.), tantos cepos o trampas que acechan y reprimen en principio todo lo que se avanza, todo aquello hacia lo que, desde que abrimos la boca, avanzamos, y avanzamos demasiado, demasiado rápido. En el fondo, la sorpresa inadmisible («me habría dejado sorprender», dice), bien es esta implacable técnica: antes de llegar al final de una frase o de un camino, os habrá precedido una máquina. Más rápida que vosotros, habrá sabido ganaros en velocidad y os habrá hecho decir, o dejaros aparecer, y parecer decir otra cosa que lo que continuáis creyendoquerer-decir. (Me digo entonces que escribo entre cuatro paredes, en el fondo, para evitar la cámara, el cine, la televisión y la fotografía. No para huir o acusar a la máquina, sino a estas máquinas, en el actual estado de su funcionamiento. A ellas prefiero provisionalmente el tempo de la otra máquina de escribir, de otra escena, la de la

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escritura, es decir, de otra «cinematografía»: a la vez más lenta, más paciente, pero también más ágil y por consiguiente más adecuada a la velocidad infinitamente más grande de los micro-movimientos virtuales —digamos entre el cuerpo, el pensamiento y la lengua, por servirse aún de estas grandes palabras: otra manera de cortar, de seleccionar, de sacrificar, de «rechazar». El cuerpo-pensante inventa su propia máquina, una máquina más fuerte que él, pero la suya, inédita, y es este exceso, el suyo, el de ellos, lo que podría legitimar, habilitar, poner en el mercado, hacer patentar, en suma, como si fuera su invención, su firma.) Lo que aquí analizo, a título del título escogido por la Autora, Por otra parte, Derrida, no es sólo lo que pasa del lado del Actor o de «mi» lado, en la vertiente filmada del filme. Es también la modalidad de escritura y de composición escogida por la Autora del filme, su operación filmante (rodaje y montaje): para multiplicar los cortes, los saltos, los cambios de plano, de digresión en digresión, el anacoluto sirve y constriñe siempre, perdiéndose en él el «propio» «tema/sujeto». Que no es único, entre el Actor y yo: por tanto, el «propio» «otro», y otro que él mismo, aún en otra parte. Si insisto sobre el lado «francés» del filme, lo hago sobre todo por razones extranjeras, es decir opuestas, sospechamos, a todo nacionalismo lingüístico. Mi principal inquietud sería ante todo cierta política, cierta ética de la lengua en la televisión. No se enseña nada a nadie subrayando todo lo que el espacio público mundial debe y deberá cada vez más a la transformación en curso de la televisión, a sus mutaciones técnicas, comerciales, jurídicas. Ni lo que el cine en general debe y deberá a esta televisión por venir. A este respecto, las singularidades de la cadena Arte deberían volver sus decisiones tanto más inventivas, graves, ejemplares. Pues entre todas las responsabilidades a asumir, una de las más temibles, y de las más ineluctables, para esta cadena de «excepción» tan amenazada, para esta cadena franco-alemana de difusión extensamente europea, es decir, mundial, sería aquélla que concierne al tratamiento de la lengua. Y de lo que, en las lenguas nacionales, tiende hacia la singularidad del idioma intraducible. No que sea preciso aislar aquí lo lingüístico o lo discursivo como tal. El idioma del que hablo puede inscribirse en la lengua y en la imagen de la singularidad de rasgos sociales, históricos, culturales. ¿Habría que hacerlo todo por borrarlos con vistas a hacerles pasar más fácilmente las fronteras del mercado, esto es, alegato más noble, para servir mejor a la democratización de la «cultura»? Y como a menudo sucede que la

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más grande carga idiomática, la más difícil de traducir, se aloja en la lengua, en el discurso, en la fuerza poética de la invención verbal, ¿debemos por las mismas razones tender a borrar o al menos a reducir la firma de tal singularidad en la pura visibilidad de la imagen? No hay respuesta simple, ligera y unilateral («sí» o «no») a estas preguntas. La responsabilidad a asumir es económica en el sentido extenso del término. Cuestión de más o menos. Pero esta economía no debe ser empirialista. Su carácter empírico debe obedecer a una ley que la regule. ¿Cuál? Ésta, a mi juicio: hacer todo lo posible por salvar, transmitir, enseñar, volver descifrable la singularidad del idioma como tal, allí incluso donde permanece intraducible. Hacerle pasar las fronteras de la traducción como intraducible. Como otra lengua. La lengua por otra parte. Se sabe que por lo menos hay dos escuelas de traducción. Algunos piensan que una traducción debe hacerse olvidar, o hacer olvidar la insistencia de la otra lengua tras la traducción. Otros piensan lo contrario: debe evocarse sin cesar, recordarse que esto es una traducción y que la otra lengua resiste, sobrevive. Y que debe sobrevivir, como el cuerpo del original. Ésta es también mi opinión, pero eso no quiere decir que la traducción (subtítulos, doblajes, comentarios, paráfrasis, notas del traductor, etc.) deba hacer violencia, demasiada violencia, a la lengua de llegada; ni que deba volverse laboriosa, pedante, pedagógica, «extranjera» en suma, en su mismo acento. Tal es la apuesta inmensa, y la condición de una responsabilidad ante la lengua y ante la «excepción cultural»: enseñar prácticamente la traducción en la televisión, y nunca (o lo menos posible) substituir esta experiencia del idioma (que es en sí mismo una «economía» — véase aquí las palabras «lo sublime», «de improviso», el título Por otra parte, ..., etc.) por una especie de esperanto europeo, un sucedáneo de anglo-americano universal para uso europeo, y adaptado, por demagogia, a la época de la «globalización». Por las mismas razones, y en virtud de la misma ley, nunca aminorar la parte del lenguaje verbal, del texto, de la lectura misma, en provecho de la pretendida «imagen puramente visual» —o de la «comunicación». ¿Hay que recordar aún que la esencia del lenguaje no se agota en la «información» o la «comunicación»? Queda inventar otras maneras, cinematográficas y visuales, de «rodar las palabras»: no sólo sin hacerlas sufrir, ni a los telespectadores, sino liberando en ellas otros recursos, otros cuerpos, ofreciéndoles otros espacios. Por supuesto, en la letra F yo hubiera podido asociar todas las FILIACIONES

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que organizan el tiempo del FILME (retorno de la circuncisión, la supervivencia de la madre que muere y renace, el HIJO33 en los brazos del joven actor, la tumba del HERMANO34 menor, la supervivencia en general, etc. Véase más abajo).

G.

INJERTO35. La palabra «injerto» apenas se oye. Pero bien podría

nombrar también o alegorizar la «operación» del filme, en su volverse orgánico. La palabra aparecía en la boca de Jean-Luc Nancy. Quien evoca, prácticamente en una sola frase, breve, discreta, tanto el transplante cardíaco del que tuvo experiencia, el corazón que ha recibido de otro o de otra hará unos diez años36 —como el hecho de que el injerto, la prótesis, la heterogeneidad en el corazón forman de suyo motivos casi obsesivos en el pensamiento del Actor. En el mismo momento, en el instante en que se dice (voz en off de Nancy) que todos los textos del Actor tratan en torno al injerto, se muestra a este último en su jardín, atento a las hojas, a los troncos y las raíces. La voz en off y el cambio de plano nada revelan entonces de la ilustración, sino precisamente del injerto (un tema en otro, un tema por otro, metonimia, poda, corte, extirpación, circuncisión, anacoluto). Efectuada así en el momento mismo en que se dice, es decir, teorizada, la operación vale de una vez por todas: por el conjunto del filme. Lo que acabo de observar de esta secuencia podría demostrarlo para cada plano. Nancy se vuelve entonces un personaje entre otros (también él pasa rápido), pero tanto como el maestro, el compositor o el director de orquesta, aquél que influye, entiende del interior (en su cuerpo, en su corazón) y enuncia mejor que cualquier otro la ley del filme. Momento de metalenguaje absoluto, pero él mismo «injertado». Cada injerto, en el filme, puede pretender —visiblemente, silenciosamente— la misma autoridad teórica. Que pierde en seguida en una puesta en abismo generalizada. La singularidad del momento «Nancy» consiste en que esta vez el teorema es encarnado por el amigo filósofo de siempre. El amigosanado37, dice en otra parte el Actor. Algunos segundos más tarde, otro injerto del injerto, se verá aparecer el rostro de Nancy en la pantalla 33

FILS. (N. del T.) FRÈRE. (N. del T.) 35 GREFFE. (N. del T.) 36 Véase a este respecto Jean-Luc Nancy, L’Intrus, Galilée, col. «Lignes Fictives», París, 2000. 37 Juego de palabras intraducible: Derrida inventa el término «l’amiraculé», en que se funden «ami» 34

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cuando el Actor lo nombra, en el transcurso de un seminario californiano, a propósito de una expresión que le toma prestada, la «desconstrucción del cristianismo».

H.

FUERA DE CAMPO38. Todo cuanto ha habido que excluir del campo.

Todo lo que ha sido preciso extirpar para darle al filme tanto su forma como su suerte y su tiempo. Yo guardo sobre todo la memoria doliente de lo que ni se verá ni se oirá tal vez jamás, pese a que sin embargo fue «rodado». Del rodaje, el filme tal vez apenas muestra una décima parte, no sé. A escala del tiempo de rodaje o de registro, el sacrificio apenas puede calcularse. Digo «sacrificio» o «duelo» no por llorar la calidad o la riqueza de lo que la Autora ha tenido que abandonar en el montaje, para dejarlo en un archivo más o menos inaccesible (como lo estaría en el inconsciente el inconsciente del filme), sino porque ello me parece tanto por mi experiencia del filme como, finalmente, por esto, el filme justamente, habla todo el tiempo al Actor. Entre los momentos de vida sacrificados, entre aquellos que más he querido (porque pese a todos los momentos difíciles, desgraciados, dramáticos, conflictivos que han marcado el rodaje, me gusta su memoria, y queda su recuerdo dichoso, tan dichoso —como por otra parte dice el Actor, sentado en la última playa), hubo por ejemplo, permítaseme por lo menos conmemorarlo, la larga discusión de dos horas acerca del secreto y otros temas afines — filmada en casa de Hillis Miller, en California, con media docena de amigos—, horas y horas de entrevistas registradas (sin imagen) con Safaa Fathy, sobre la hospitalidad, las diferencias sexuales, etc., extensos momentos en la biblioteca y los archivos de la universidad de Irvine, ante documentos apenas descifrables que yo dejé allí y de los que contaba por encima la historia, la tarde en el Museo nacional de artes de África y de Oceanía (entrevistas sobre las armas de guerra, las armas high tech, y las arcaicas, la violencia fálica, el llamado «retorno» conjunto de la religión y el nacionalismo, el desplazamiento tecnológico y la fiebre reaccionaria que provoca, etc.). En la letra H, hubiera podido inscribir la HIPNOSIS. Cuando menos por dos razones: 1. porque el encanto fascinante, el fascinum y la verdad revelada del

(amigo) y «miraculé» (adj.: curado, sanado milagrosamente). (N. del T.)

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cinematógrafo, el elemento irremplazable de su técnica, el irresistible atractivo de su «escena», todo ello tiende a una especie de cuasi-identificación bajo una especie de cuasi-hipnosis. Por supuesto, es el cuasi lo que más cuenta, de donde la necesidad de inventar otras categorías, aunque es preciso en este «como sí», tanto de la identificación como de la hipnosis, del creer sin creer en ello, del sueño despierto, un arte de gobernar sus sueños, como dice Hervey de Saint-Denys. Se precisa una técnica sabia, calculadora, pero también un arte pasivo, de una insondable ingenuidad. De lo que resulta, en el cruce de la creencia y la incredulidad, en este punto ciego donde creer y no creer no se dejan separar, una indiscernible afinidad del cine con el psicoanálisis, cierto, y Benjamin habla muy bien de ello desde otro punto de vista (historia sincrónica de las dos técnicas, engrandecimiento del detalle que modifica la estructura de la percepción, etc.), pero una afinidad que hay también que reconducir hasta la historia de la hipnosis, a los esfuerzos de Freud, desesperados sin duda como nunca, para liberar su ciencia de la técnica hipnótica; 2. porque, en el transcurso de una escena extraña, sujeto entre dos cámaras, el Actor se sirve del término «hipnosis» para burlarse de una extraña fotografía. Ésta le exigía un tiempo interminable de pose y de dócil inmovilidad en su despacho. Era a la vez filmado durante esta sesión de fotografía, y fotografiado con vistas a un retrato (a distinguir del «perfil», categoría del filme preparado para Arte). Resaltando una vez más su impaciencia ante la cámara (fotográfica), el Actor se vuelve entonces hacia la Autora, el Operador y la cámara (cinematográfica), sonríe y suspira: «¡con ella, no se trata de la fotografía, sino de la hipnosis!» En todo cuanto hizo la fotografía, llevada por su propio sueño, sin hablar francés, nada vio, nada oyó, nada comprendió. Ella misma se hipnotizaba. Ausente a lo que la miraba, cautiva y ocupada en ella misma. Como el ciego, el gato y los peces, quizá como todo el mundo. Esta escena fue por otra parte imprevista: improvisada de cabo a rabo.

(A partir de aquí, un artefacto más, acelero y abrevio. Estas páginas han de aparecer al mismo tiempo que el filme, y su lectura no tiene que durar mucho más tiempo que la proyección.)

38

HORS CHAMP. (N. del T.)

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I.

Como bajo la letra I ya hemos dispuesto IMPROVISACIÓN,

IMPREVISTO, IMPRUDENCIA, INHUMACIÓN, etc., añado aquí lo IMPOSIBLE. Incluso si ha tenido ya lugar, la llegada de este filme permanece para mí imposible. Pero imposible como todo aquello de lo que habla, y de lo que es a mis ojos la más irrecusable definición filosófica: el perdón, si lo hay, no puede ser posible más que si hace lo imposible, si parece y permanece imposible. Y lo mismo resulta válido para el don, sin intercambio ni retorno, sin piedad; y para la hospitalidad incondicional; para la responsabilidad, la decisión, la bendición...

J.

Por DIARIO39, DÍA40, CONTRALUZ41, JACOB, JACQUES, JAMES,

JIM, JAIME (en español: véase más arriba). Me detengo en JACKIE. Una historia más de cine y de detención sobre la imagen. Jackie (y no Jacques), es el nombre escogido por mis padres en un época (1930) en que, aunque no puedo sino suponerlo, pues nunca me hablaron de ello, el Kid de Charlie Chaplin, Jackie Coogan, era célebre. (Hay muchos nombres norteamericanos, a menudo nombres de actores, entre los jóvenes judíos de Argel: William, Charlie, Sydney, James, etc.) Ahora bien, por una coincidencia que no deja aún de asombrarme, Safaa descubrió en la casa de El Biar, encima del piano de mi madre que nosotros dejamos allí, una gigantesca fotografía, un «póster» sin duda: Jackie Coogan en persona. ¿Lo sabían los Morsly, que vivían a su vez en nuestra casa? ¿Pero cómo lo habrían sabido? Ellos habían desplazado el piano de Mamá, lo habían puesto en la entrada, justo al lado del embaldosado desajustado, y Jackie (Coogan) parecía vigilar sobre el mismo. Adolescente, el Jackie de El Biar soñaba por otra parte convertirse en actor de cine, no menos que en futbolista profesional. Cabellos de un azulado azabache y dientes de blanco marfil, jugaba a admirar sus músculos ante el espejo y se hacía fotografiar como Tarzan (perfil del artefactor como joven mono).

39

JOURNAL. (N. del T.) JOUR. (N. del T.) 41 CONTRE-JOUR. (N. del T.) 40

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K.

Pobreza de nuestra lengua en letras k, ciertamente. Se recordará sólo

esto: cuando comienzan por la letra k, casi todas las palabras francesas son de origen extranjero (kabbale, kabyle, khamsin, kifkif, kinétoscope, kitsch, krypton, koubba, kymographe), a menudo de ascendencia anglosajona, con mayor frecuencia aún alemana. Para Arte, cadena franco-alemana, yo habría podido seleccionar algunos nombres propios más bien germánicos, KANT o KAFKA («Ante la ley», «Vor dem Gesetz»: es en suma el verdadero tema de la película, en ella el Actor consagra por otra parte un texto), pero sobre todo KODAK, e incluso KAMUF, Peggy. Con Miller y los dos Weber (véase más adelante), ella vino de Los Ángeles a Irvine para participar a lo largo del seminario californiano sobre el secreto y la diferencia sexual —que no pudo sobrevivir al «montaje».

L.

LUGARES o LICEOS (los míos, Ben Aknoun, Gauthier, Bugeaud,

Louis-le-Grand). La cámara se pasea por el patio de los tres primeros liceos (estudios secundarios, clase de filosofía, hypokhâgne42), pero nunca se los nombra, como tampoco ninguno de los lugares en esta película. Cuando me di cuenta por primera vez de este anonimato, mi primera reacción me inclinaba a reparar un «sacrificio». Sentimiento de duelo: ¿por qué ella no dice dónde estamos? ¿Por qué esta topometonimia que permite a cada instante tomar un lugar por otro? Algunos amigos míos me han dicho que no sabían dónde transcurría todo. Unos tomaban las playas californianas, al comienzo de la película, por playas españolas, una sinagoga por una mezquita, mientras que otros situaban tal casa de Almería al fondo de la Kabilia, etc. Tentación para mí, entonces, impulso primitivo o primario: «dar los nombres», reconocer y hacer reconocer, y esto se haría mediante una discreta leyenda en la esquina de la pantalla: Laguna Beach, la casa sobre South Pacific Highway en California, o ante el restaurante japonés Koto en Irvine, por comenzar por los lugares queridos del Actor,

42

En el sistema académico francés, la «khâgne», al igual que la «hypokhâgne» que le precede, es un curso de liceo (nuestro instituto de secundaria) posterior al bachillerato, equiparable —salvando las distancias— a nuestro primer ciclo universitario. (N. del T.)

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después Toledo, y Ris Orangis, y París, y Almería en el sur de España, El Biar, la Kabilia, Argel, cito en orden o en desorden. Pero pronto comprendí la necesidad de borrar o de embrollar esta gramática de los lugares-mencionados. Todos estos espacios se parecen, deben fundirse en el paisaje de la misma memoria y de un solo en otra parte. He debido convertirme, reconciliarme una vez más, y reconocer mis errores. Por otra parte, es ella quien firma, y he aquí la primera desposesión, la dichosa abdicación ante lo que viene de otra parte.

M.

MÚSICA. El elemento todopoderoso, el alma y cuerpo de la película,

creo que es la música: judía, es decir, arábigo-andaluza. Por todas partes, se escuche o no en tal o cual momento, ella envuelve, inspira y respira. Se trata de la elección más determinante del Autor, el «mensaje», si es que hay uno, el espíritu, el gesto de la película. Me dirijo allí como a un lugar de harmonía y de reconciliación, al acuerdo entre el corazón del Actor y la «intención-de-la-Autora». De quienes la fidelidad encuentra allí su signo irrecusable: su signo tan cegador como la verdad, siempre, de una música o de un canto. Por esto he citado, al comienzo (al comienzo hay música, y al final) la frase de la ciega, de esta ciega de Diderot, «loca por la música»: «Creo, decía ella, que nunca me cansaré de oír cantar o tocar superiormente un instrumento, y aun cuando esta felicidad fuera, en el cielo, la única de la que se pueda disfrutar, nunca me disgustaría estar allí. Está usted en lo cierto cuando asegura que la música es la más violenta entre las bellas artes [...]. Es sobre todo en el silencio de la noche que la música resulta expresiva y deliciosa.» En la proyección de este filme, he sentido ganas de inclinarme hacia mi vecina para decirle: escuche, hay que ver este filme cerrando los ojos. Paso aquí sobre MEMORIA y MADRE (ver más arriba y passim) y hago una pausa en MALDICIÓN. Última escena: el Actor confiesa a la Autora no maldecir nunca. Aunque tampoco bendice. Escena indescifrable. Para el Espectador y quizá para el Actor mismo. ¿Qué quiere decir exactamente? Habla entonces del pasado. Bendecir parece significar para él lo siguiente: convocar el eterno retorno de lo que fue, aun cuando no fuera, en su presente, dichoso. Cuesta ya, lo observé más arriba, cierto esfuerzo creerlo. ¿Cómo no maldecir aquello que decimos no poder o no querer

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bendecir? ¿Por quién se toma? ¿De dónde pretende sacar este remedio? ¿Y este derecho a la neutralidad, este suspense entre bendecir y maldecir? ¿Ni bendecir ni maldecir, realmente? ¿Ni siquiera virtualmente? ¿Ni bien ni mal, más allá del bien y del mal? Tenemos la impresión de que se precia de no haber hecho nunca mal, de jamás haber deseado mal a nadie, en el fondo, aun cuando sea incapaz de hacer o de querer el bien. Tenemos la impresión de que tuviera en mente un ejemplo, uno al menos, muy singular, una maldición posible y de la que sabría, por virtud, abstenerse. Una especie de baldosín mal ajustado de su pasado, como aquél del que más arriba hablamos, pero que esta vez tampoco llegaría a querer, y sólo podría, por un último sobresalto ético, neutralizar. Y entonces se trataría, por supuesto, de alguien, antes que de algo. Me tentaría, a destiempo, ligar este enigma de la a-dicción (ni bendición ni maldición) con lo que declara un poco antes o después, ya no lo sé, a saber, que hasta el último momento no se sabrá decidir si esto estuvo bien o mal, si fue feliz o desdichado. Parece por tanto designar, al decir «hasta el final» o «hasta el último momento», el instante de la muerte, e incluso creo que nombra la muerte. Pero como también habla de un mal que tendría un porvenir y que podría sobrevivirle (aquello que no sabría bendecir), la muerte no es el nombre más seguro para este fin último. Y este pensamiento no sabría entonces pertenecer a la clásica y trivial y tranquila evidencia de la muerte que, como dice el otro (esto es justamente el cine) «transforma la vida en destino». No, lo que él querría decir, me parece, lo que habría dicho si la cámara le hubiese dejado el tiempo de ser sutil y precisar, es otra cosa. ¿Qué, entonces? Y bueno, una vez más, lo que me es más propio, indesarraigablemente propio, nunca me pertenecerá. Nunca. Por ejemplo, nada me es más próximo ni más íntimo, más inexpropiable que el sentimiento de mí, la percepción sensible que tengo de mí mismo, por ejemplo, de mi ser-dichoso o desdichado, jovial o triste, etc. Fuerza de la evidencia, de la certidumbre y de la verdad del cogito, etc. Ahora bien, lo que parece querer decir el Actor, en ese instante, sobre la playa de Almería, es que no hay cogito que aguante. Otro habrá estado allí (ninguna necesidad de Genio Maligno para esto, a menos que el Genio Maligno sea esto, este instante en el sur de España), otro u otra capaz siempre, un día u otro, a contraluz, de demostrar que ha habido un error, mentira, traición, perjurio, y que la «felicidad» habrá sido «desgracia», el bien una causa del mal por venir o incluso una catástrofe presente. Porque la

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sensación de felicidad, su apariencia o su experiencia inmediata, el goce mismo, fue lo más elemental y lo más solitario (un rayo de sol o el surgir de las cosas en la simplicidad de la mañana, una nota musical, un silencio en la noche, cierto gusto en la boca), todo ese «bien» depende de un testigo virtual, descansa, por poco que esto sea, en la asistencia del otro. Es decir, en un acto de fe, en una experiencia de fe anterior al acto incluso, y previo a todo discurso. Y no hay fe sin la posibilidad de una traición —cuya verdad siempre puede esperar. Por eso hemos hablado tanto de traición, en el posible origen de la verdad, en el origen de la posibilidad de la verdad. Sin esta posibilidad, ni siquiera habría certidumbre, ni sentimiento inmediato de su propio estado, de su desdicha o de su misma felicidad, de su mismo goce —y de lo que hay en mí de más auto-afectivo. Tal certidumbre no está, nunca está más que dada previamente, en el futuro anterior de lo que se llama. De lo que se llama: el otro. El otro, tan manido en los últimos años del último milenio, tal vez sea esto: tan sólo que nunca sabré si sabré un día si habré sido dichoso o desdichado, si estuvo «bien» o «mal». De donde los enunciados infinitamente e indefinidamente contradictorios del Actor que se aleja, al fin, de espaldas, junto al mar pero con un fondo de colinas desérticas, en el sur de España. Después de haberse presentado como «yo, el contraejemplo de mí mismo», va a perderse en el horizonte, toma distancia, hacia la imposibilidad de firmar, «la imposibilidad de decir aún, como lo hago aquí, yo, firmo». Traducción posible, por lo suyo que va de suyo: el sentido de «mi vida» «para mí», si tal expresión tiene un sentido, permanece para siempre, desde el origen, una vez por todas, llegado del otro, expuesto ante todo a la llegada —imprevisible— del otro, y por tanto a la fe en el otro. Hospitalidad y catástrofe, retorno siempre posible —uno de los hilos del filme. Mi oblación, oblación de mí. Yo: en principio el huésped y el rehén del otro, diría otro (Levinas, por ejemplo). Soy el oblato. Esta fe, previa a todo acto de fe, en el principio de todo auto de fe, de todo «credo», «creo sin creer», «nunca creo incluso cuando creo», una vez por todas, tal sería la esencia del cine. Su terrorífica virtud. Su revelación, su mesianidad (no digo mesías ni mesianismo, una vez más). Y es el apodo de Dios —que nunca fue nombrado sino por su apodo, en todos los lugares de culto del mundo. Creencia que se alza —de la creencia como creencia, y siempre en «Dios». Milagro y cine. En el comienzo el cine de Dios, el cine como la verdad de Dios —o Dios como la verdad del cine. Mediador

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teofánico (Teófilo o Teodoro) en la procesión fílmica de todos los padres. Justo en el medio, entre el héroe y el cura. Cine de la Trinidad, del Edipo o del Espíritu Santo. Teología y teodicea —del cine.

N.

NOMBRES. NANCY. Habría que consagrar un estudio aparte al uso que

la Autora ha hecho de la nomenclatura, de los nombres propios y de los nombres comunes. Nunca se nombran los lugares (el único nombre, el de El Biar, aparece brevemente sobre un cartel). Lo que tratándose de un documental, da qué pensar. Ni siquiera se nombra al propio Nancy cuando entra en escena. Quienes no le conocen, como figura pública, pueden preguntarse quién sea este personaje, quién es este hombre bajo su sombrero. No se le nombra más que en el transcurso de un seminario impartido por el Actor en inglés, en California. Su rostro reaparece entonces en la pantalla como si observara lo que sucede y se dice sobre él. Puede reconocerse entonces a aquél cuya imagen surgiría por vez primera, inmediatamente después de que el Actor haya dicho, en su seminario parisino sobre el perdón: «Entra en escena Mandela». Golpe teatral, llegada de Nancy. Interrupción, salto brutal, este anacoluto absoluto es uno de los momentos más divertidos de la película. («Ah, bueno, ¿éste es Mandela, con este sombrerito? Yo lo hacía mayor.») Concluye la risa, la impresión subliminal podría cumplir su cometido: gran testigo, gran amigo, gran hombre... Ambos lo son para el Actor.

O.

OIKONOMIA, la ley de la casa y la ley del filme. OMISIONES y gusto

por la elipse. Por economía, me conformo aquí con enumerar todos los vocablos en O que hubiera querido tratar —con vistas y con relación al filme: OBLIGACIÓN, OBLACIÓN, OLVIDO, OLIVOS, y sobre todo el retorno frecuente, aunque no calculado, en la boca del Actor de la palabra «OBSCENO». Nos referiremos a ello.

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P.

FOTOGRAFÍA43 y POÉTICA. En el cruce del documental y de la

ficción, la invención poética moviliza un documento al servicio de un fin que aparentemente no sería para nada el suyo. Mas al tergiversarlo rodando así, al demostrar mostrando (por ejemplo, como entre paréntesis, la inserción de una escena con toma de vista fotográfica (ver más arriba), documento que muestra en abismo la constitución de un documento, en una secuencia del filme que responde indirectamente a otra escena, por ejemplo la de los peces), ambos momentos se alían secretamente para situar bajo la luz del reflector tanto el dispositivo fílmico como la impaciencia del Actor (y accesoriamente algunas mínimas cuestiones como la experiencia y la constitución del tiempo, la animalidad, la técnica, la mirada, el sufrimiento o la violencia, la consciencia y la hipnosis): aumento de verdad, entonces, o de revelación documental gracias al artificio, a la libertad o al arte de un imprevisible surgimiento poético. PRODUCCIÓN quiere decir, y enlaza, igual que invención, dos cosas heterogéneas: encontrar, hacer aparecer, situar ante o bajo la luz, descubrir la verdad de lo que ya se encontraba allí (hacer a este respecto lo que ya era posible, programable o calculable) pero en el transcurso o más bien en el instante de un acontecimiento inaudito cuya probabilidad era y restará incalculable, como la posibilidad de lo im-posible. Es lo que yo llamo la invención del/de lo otro. Esta doble productividad de la invención poética siempre se debe negociar con las condiciones de producción de la película (programa: analizar aquí el papel de los productores, el casorio de los nombres propios Gloria y Arte (la luz de la verdad revelada y el «gracias al arte» de que acabo de hablar), las diferencias entre la producción de un «filme», de un filme de televisión, de esta cadena, y la producción de un libro: mercado, traducción, etc.). En la letra P habríamos podido dar también cabida a la palabra PRÓTESIS (el filme no propondría en definitiva sino una reflexión documentada sobre la prótesis de origen —ver más arriba en INJERTO o en DELEGACIÓN) o a la palabra PRISIÓN. No para repetir ni prolongar lo que el Actor dice de su encarcelación praguense en 1981. Sino para sugerir que este diario de prisión hubiera podido describir el encarcelamiento del mencionado Actor en el filme. Que se revise desde este punto de

43

PHOTOGRAPHIE. (N. del T.)

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vista su protesta ante la fotógrafa que, bajo su mirada armada, le tiene cautivo, «en hipnosis». O que se transponga, a penas, su identificación con los peces capturados y guardados entre vidrios por la zoo-logía del hombre dueño y poseedor de la naturaleza. Es siempre de la misma vigilancia panóptica que trata de emanciparse para salvar su secreto. Pero no sólo habla del «mal» de su experiencia carcelaria, de lo que allí descubre y con lo que reconoce disfrutar.

Q.

Tantas palabras en Q me hubieran igualmente permitido releer el filme

con tanta necesidad o arbitrariedad (por ejemplo, CUESTIÓN44, ALGUIEN45, ¿CUÁNDO46?, ALGÚN/A47, CUALQUIERA48, QUIÉN (no importa quién, quién vive, o ¿quién va ahí?), EN PAZ49, ABANDONAR50, COTIDIANO51, QUID PRO QUO, QUERELLA, CASI52, CUASI-QUERELLA53, etc.). Renuncio, cada vez se hace más tarde, y se ha sobrepasado el tiempo de la proyección, dejo a la noche las frases que antes imaginé. Serían muy apropiadas para el filme, créaseme. Me conformaré con revelar un sentimiento: viendo el filme una vez montado, al volverlo a ver, encuentro, cada vez más, que su necesidad se impone de forma tanto más innegable, y en lo sucesivo irrecusable, ineluctable, cuanto que libera, con tanta fuerza, la evidencia contraria: con el mismo «contenido», los mismos «materiales», con los mismos «elementos» (los mismos átomos, las mismas letras, los mismos trazos, diría un griego, las mismas stoikheia), se habría podido hacer (escribir, «montar») otro filme enteramente distinto. Safaa Fathy es la primera que lo sabe. Tiene el genio o la virtud de hacerlo ver, en su filme, a cada instante. Incluso es la energía, por completo potencial, de la obra. Virtualidad que siempre sabe quedarse al borde de la virtuosidad. Secreta y discreta, no se muestra como tal. Desaparece: delante o detrás de lo que sirve. El asunto

44

QUESTION. (N. del T.) QUELQU’UN. (N. del T.) 46 QUAND? (N. del T.) 47 QUELQUE. (N. del T.) 48 QUELCONQUE. (N. del T.) 49 QUITTE. (N. del T.) 50 QUITTER. (N. del T.) 51 QUOTIDIEN. (N. del T.) 52 QUASI. (N. del T.) 53 QUASI-QUERELLE. (N. del T.) 45

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se muestra, cierto, pero ella permanece tan desapercibida como un teclado durante el tiempo de la escritura. Un teclado en el sentido de las claves musicales, o en el de las teclas de un instrumento, si quisierais tocarlo. O incluso de un teléfono de teclado (el filme está en correspondencia telefónica consigo mismo a cada instante). Pero aquí, en principio, en el sentido de la máquina de escribir o del ordenador. Lo repetiré entonces sin fin: aunque venido de otra parte, es más bien un teclado francés, en AZERTY (tendría que haber comenzado por aquí), antes que, por otra parte, un teclado inglés, en QWERTY. (Cinco de las letras más difíciles de tratar, QWERTY, y aún me aguardan cuatro de ellas).

R.

RECONCILIACIÓN. Acabo de decir, en suma, por qué he terminado por

reconciliarme con el filme y con su Autora. Si digo que he «terminado» por reconciliarme, se tendrá razón al entender que esto ni fue fácil ni fue dado de una vez por todas y sin el muy largo tiempo de una historia. Si el asunto ha podido parecer interminable, siempre guarda las trazas o la memoria de un «sin fin». Pero prefiero subrayar este otro trazo: el tema de la reconciliación (de su imposibilidad tanto como de su posibilidad) se ve tratar, literalmente, por el filme. Reléase la secuencia del «seminario», la cita de Hegel (escrita en la pizarra, con «la palabra de reconciliación» [Versöhnung], y comentada), después la alusión a Mandela y a la Comisión «Verdad y reconciliación». Podría entretenerme demostrando que el Actor habla entonces de sus relaciones con el filme o con su Autora. Esto sería tan verdadero como falso. Para RELIEVE, ver INVIDENTE y EMBALDOSADO. Para RESTOS, passim.

S.

ESPECTRO54, SUBLIME. Lo dijimos a propósito de las escalas y las

escaleras, todo parece converger, en las alturas, hacia lo sublime. Pero de esta palabra, una de las más frecuentes pero también la menos premeditada del filme, es muy difícil fijar el objeto o la significación. Este nombre común es el nombre propio de una cosa única, el apellido que el Actor da al desván donde ha trabajado más de diez años y

54

SPECTRE. (N. del T.)

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donde guarda todo un archivo, en particular el de una obra sobre la circuncisión. No hay dos «sublimes» parecidos en el mundo. Habla acerca del mismo numerosas veces y trata sonriendo de justificar esta palabra, esta topología, esta economía («elevarse con poco esfuerzo», dice, y «reprimir» en todos los sentidos). Pero lo sublime también es el nombre de una generalidad conceptual, una categoría que los más filosóficos discursos han por lo menos esbozado (los espectros de filósofos rondan el paisaje, Kant, y después todos los contemporáneos, Nancy por excelencia, que han hecho de lo sublime una palanca estratégica de sus discursos, y Freud, que habla mucho de ello para confesar que no nada tiene que decir de la sublimación como obra de arte). No osaremos afirmar que este filme «es» (un) sublime, ni que se ponga en escena como (un) sublimado, más bien diremos que procede a una sublimación. Desarrolla la sublimación (como se dice de un revelado fotográfico: «process»), la revela, la traiciona, es a la vez su procedimiento y su verdad. También es su visibilidad espectral. No hay sino aparecidos en el filme: el Actor mismo, su madre, su hermanito, el gato —doble o sosias de Lucrecio—, los marranos, el prisionero checo, etc. Todos salen de su tumba, y el Actor parece inagotable a este respecto. En el fondo, no habla más que de la muerte, y de pasado, y de memoria, y de archivo, y de último momento, y de supervivencia, y de herencia. «Todas las cuentas se han saldado», parece decir de una vez por todas. Si ahora declaro que marcha a la muerte, lanzaré aún un reto a la traducción. Siempre en marcha hacia la muerte, «para la muerte», el Actor marcha sobre la muerte, es su cabo, su fin o su finalidad, y un fundamento para él, un suelo (con una mala baldosa). Pero marcha también a muerte, como se dice de un motor que rueda con tal o cual energía. El Actor «rueda» a muerte («¡motor!»), rueda para la muerte. Y no sólo la suya. Por eso rueda mal. Antes de ser su SECRETO (no habla más que de ello, y de su gusto por el secreto, por la cultura, la ética o la política del secreto), la muerte es su esencia, la consume, la quema, ella le hace circular, hablar, escribir, moverse, subir, bajar, ella hace marchar en él, sin él pero no sin él, un motor a explosión. Viendo el filme, es verdad que aunque rueda mal, todavía camina mucho. Ya como un resucitado que no acabaría, al fin, de partir hacia el regreso.

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T.

TÍTULO y TIEMPO. ¿Por qué he hablado siempre de mí refiriéndome al

Actor? Porque he actuado, ya lo creo, y aún actúo aquí. Represento a algún otro, represento al/a lo otro. Algo así como cuando se apuesta al otro en una partida de azar: he jugado al otro haciendo mi número, arrojando una ficha sobre este número, el otro, o haciéndolo otro, el número del otro como se compone un número de teléfono. Un número de teléfono que marco porque, otra suposición, soy el único que lo recuerda de carrerilla. Pero si he representado al Actor, ante todo ha sido por respeto a la verdad, por atenerme al rigor de una verdad: no he elegido nada, nada he decidido en esta película, ni el título (a saber lo esencial, en correcto francés), ni el tiempo, ni el tiempo que esto llevaría, ni el tiempo que ofrecería, ni el tiempo que de esto mantendríamos, ni el tiempo de lo que se hablaría, ni el tiempo que haría (sobre este último asunto, las inclemencias, véase aquí el testimonio de Safaa, ella es el testigo Absoluto). De donde la impaciencia ante el tiempo, que se evidenciaría frente a la pecera. ¿Qué experiencia tendrán los peces cautivos del tiempo en su acuario? Heidegger también deja esta cuestión en suspenso. Permanece, dice. ¿Poseen los animales experiencia del tiempo? ¿Cuál?

U.

1.

UNO, DIOS UNO, ÚNICO, UNIVERSAL; o incluso 2.

URGENCIA. Con estas últimas letras, el lector puede componer las frases que quiera o que precise, como en el scrabble, sirviéndose de las letras precedentes. Le sugiero que se remita a los artículos E, M y S para la primera serie. Por ejemplo. Y al artículo anterior para la segunda.

V.

1.

La Autora ha hecho de todo para evitar el VÍDEO, lo que ha

entorpecido los rodajes, pero una de las cosas que he aprendido a lo largo de esta experiencia, que ha sido para mí una iniciación, es por qué ella tenía razón —sobre este punto como sobre tantos otros. 2.

¿Por qué me ha filmado ella tan a menudo al volante de un VEHÍCULO?

Sin duda hay muchas razones para ello (movimiento, paisaje, la «verdad» documental: conduzco mucho en París y en California, etc.). Pero me imagino, habría que

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preguntarle, que la Autora ha pensado en el papel que la VELOCIDAD y el automóvil juegan en todos mis textos, y sobre todo el accidente de coche, en La Carte postale, Mémoires d’aveugle. L’autoportrait et autres ruines, «Circonfession» —y el libro que he escrito con Geoffrey Bennington está subrayado, «ilustrado» de cabo a rabo por una serie de «fotografías en el automóvil». 3.

Hubiera podido hablar de la VERDAD. De mis tormentosas relaciones

con ella. ¿Pero no es el sujeto oblicuo de todo mi abecedario? 4.

Veamos mejor la palabra francesa VEDETTE, cuya V celebraré aquí.

Paso por alto el código cinematográfico que a menudo regula el uso de este vocablo, y el hecho de que, durante esta película, yo soy en verdad la vedette, o que innegablemente el Actor es una vedette fingiendo representar discretamente a las vedettes o las estrellas de una micro-esfera de la intelligentsia. No, la palabra «vedette» me interesa allí donde ante todo significa el centinela de observación, el puesto desde el que se ve y vigila, lo que hacen ciertos soldados o ciertos buques pequeños de guerra, el torpedero, el barco de aduanas. Y no hablo ya aquí de personajes, sino de lugares de la película. Desde Laguna Beach hasta Almería, de El Biar a Toledo, de Ris Orangis a París, todos los sitios son vedettes, todos han sido escogidos como puestos de observación, puntos de vista, perspectivas. Muy a menudo a una cierta altura. Observatorios, perchas en lo alto de una escalera, de una escala, de una torre. Como «de improviso», esta palabra francesa viene del italiano: vedetta. Una hipótesis etimológica a la que me tentaría dedicar gran atención, e incluso todo un libro, le asigna una filiación cruzada: entre veletta, diminutivo de vela, velo (¿el velo o la vela?) y vedere, ver. (Ver en Voiles, Savoir y Un Ver à soie55, obras recientes con las que la película se halla en secreto tejida.)

W.

WEBER. W no pertenece a las letras francesas. Como sucede con K, no

hay una palabra en W que sea de origen francés. ¿Pero qué hay de origen francés,

55

Hélène Cixous y Jacques Derrida, Voiles, Galilée, París, 1998: incluye la narración de Cixous «Savoir» y el ensayo de Derrida «Un ver a soi». [Hay traducción al castellano de Mara Negrón: Velos, «Sa(v)er» y «Un verme de seda», respectivamente, Siglo XXI, México, 2001.] (N. del T.)

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díganme, en esta película que una y otra vez repito que permanece intraduciblemente francesa? Me repliego hacia los nombres propios, otra vez, y en particular hacia los dos Weber (Elisabeth y Sam), dos grandes amigos que han participado durante dos horas en el seminario californiano sobre el secreto, del que, ay, nada ha quedado en el montaje. Los Weber se han vuelto invisibles. ¿Saben los franceses lo que sea un weber (nombre propio vuelto nombre común)? Lo recuerdo, es la unidad de medida del flujo de inducción magnético y de masa magnética ficticia. Masa magnética ficticia, he aquí una buena definición, ficticia, por supuesto, para la película y para los flujos de inducción virtual que la atraviesan.

X.

XEROX. Lo mismo. X: letra poco francesa. Pero para evocar aquí «la

obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica»56, remito a XEROX. Rand Xerox, este nombre propio de una firma especializada en la producción de máquinas de reproducir, y observo que no sólo ha dado, a los Estados Unidos, un irreemplazable

56

Para economizar aquí un estudio más sobre la obra de Benjamin que lleva este título, me contentaré con citar, es decir, con reproducir. No sólo lo escrito por Benjamin (por ejemplo: «A diferencia de lo que pasa en literatura o en pintura, la técnica de reproducción no es, para la película, una simple condición exterior que permita su difusión másiva; su técnica de producción funda directamente su técnica de reproducción. [Más literalmente: «La reproductibilidad técnica de las obras fílmicas está inmediatamente fundada en la técnica de su producción: Die technische Reproduzierbarkeit der Filmwerke ist unmittelbar in der Technik ihrer Produktion begründet.»] No permite sólo, de la manera más inmediata, la difusión masiva de la película, sino que lo exige además. Los costes de producción son tan elevados que, si el individuo puede aún, por ejemplo, adquirir un cuadro, se excluye que pueda comprar una película», trad. de M. de Gandillac, en L’homme, le langage et la culture, Denoël-Gonthier, col. «Méditations», 1971, p. 148 [Cfr. trad. al castellano de Jesús Aguirre, en Discursos Interrumpidos, I. Filosofía del arte y de la historia, Taurus, Madrid, 19926, p. 27]). Mas yo citaría lo que Benjamin mismo cita y reproduce. Por ejemplo, vaya aquí mi selección, dos palabras de Gance. En 1927 (yo aún no había nacido, Jackie Coogan rodaba ya con Charlot): «Shakespeare, Rembrandt, Beethoven harán cine. [...] Todas las leyendas, toda la mitología y todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las religiones incluso [...] esperan su resurrección luminosa, y los héroes se agolpan a nuestras puertas para entrar.» Benjamin añade en seguida: «Él [Gance] nos invitaba, sin quererlo, a una liquidación general.» (Ibíd., p. 144 [Cfr. trad. cast. cit., p. 23].) Todavía Gance: «Henos aquí, por una prodigiosa vuelta atrás, de nuevo sobre el plano de expresión de los egipcios. [...] El lenguaje de las imágenes todavía no está a punto debido a que nosotros aún no estamos preparados para ellas. Aún no hay suficiente respeto, suficiente culto, por lo que expresan.» (Ibíd., p. 154 [Cfr. trad. cast. cit., pp. 32-33].) Y en fin, una frase de Rudolph Arnheim en 1932 (Der Film als Kunst): «Casi siempre es representando lo mínimo como se obtiene el máximo efecto. [...] El último progreso consiste en reducir al actor a un accesorio, que se escogerá por característico [...] y se situará en el lugar exacto.» (Ibíd., p. 158 [Cfr. trad. cast. cit., p. 36].) El Actor suspira. ¿No ha protestado, justamente, por que se sirvieran de él como de un accesorio, todo el tiempo, y durante tanto tiempo? Suspira pero consiente, a destiempo. Más valdría que no hiciera nada.

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nombre común, sino más bien un verbo, el más común que podamos suponer, to xerox, xeroxar. Para mí, continúa apuntando hacia la sequedad. Xerôs quiere decir seco (Argelia, sur de España, California del Sur, desierto, nomadismo y hospitalidad, etc. Seco es una palabra, un acrónimo del que a menudo me he servido, en «Signature Événement Contexte»57). El filme es una xerografía (técnica que permite reproducir documentos sin contacto). La Autora ha realizado por otra parte un poema sobre lo en otra parte, la xenofilia, el amor por el/lo extraño, la ley de la hospitalidad.

Y.

OJOS58. Decididamente, todas estas últimas letras del alfabeto no son

iniciales muy francesas. A modo de alternativa, yo habría podido recurrir en seguida, como siempre he debido hacer, al plural, y llamar en auxilio a los OJOS, como substitución profética, justamente, y a las máquinas ópticas de las que hablamos más arriba (Cfr. DELEGACIÓN), a la ceguera, a las memorias de ciego y a los derechos de mirada de que hablamos por todas partes (el Actor representa entonces a alguien que escribe textos titulados Mémoires d’aveugle. L’autoportrait et autres ruines; y una lectura de Droit de regards59). Pero sobre todo, hubiera podido empeñarme en el enigma del nombre. Una pluralidad intrínseca divide o multiplica la película, una serialidad discreta trabaja su cuerpo. ¿Se necesita más de un ojo, se precisa de ojos para que nazca una mirada? ¿En el intercambio de miradas que se cruzan, como se diría también de filiaciones? ¿En la autoridad de un derecho de mirada? Antes del Espectador, está el derecho de mirada de las autoridades de Arte, todas las instancias de poder y de decisión así representadas. Pero si el filme se mira de este modo por todos los ojos que tienen sobre él derecho de mirada, no olvidemos otra pluralidad de perspectivas: desde que hay el filme, desde que ha lugar, de aquí allá («hay», pero dónde, os lo pregunto, porque esta Y, tan griega que resulta, también es la más bella y más extraña de las letras francesas, por su funcionamiento y por su forma, por la horquilla de sus ramas y la encrucijada de su trazado: hay un árbol en Y que retoña en el sur de España en el momento en que se trata de las diferencias sexuales), desde que hay

57

Jacques Derrida, Marges de la philosophie, Minuit, París, 1972. Hay traducción al castellano: «Firma, acontecimiento, contexto», en Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid, 1989. (N. del T.) 58 YEUX. (N. del T.)

101

película, vean ustedes, la película también mira. Más allá de los efectos de espejo y de abismo, hay esta increíble disimetría, una inversión de los «puntos de vista» que muchos juzgarán intolerable. Arrogante incluso, pese a la modestia evidente y sincera de los protagonistas. El filme es el tema, en él están los ojos que os observan, vuelven a él, ojos videntes más que vistos o visibles. Somos vistos por él, se nos ve desde el filme. Ante todo me mira, me concierne y me juzga. Por los ojos de la Autora, del Espectador virtual, del Actor incluso, del Actor sobre todo. Véase entonces la última imagen de la película. El Actor confiesa que le cuesta, por decir lo mínimo, firmar. En ese instante le veis, en un primer plano, por primera vez, que será la última, miraros a los ojos. Como para deciros: no cruzáis vuestros ojos, yo tampoco, pero esto os concierne, y soy yo quien os cierne para finalizar, los ojos en los ojos, yo, el Actor. Yo, esto ya no me concierne. ¡Tú hablas!

Z.

ZOO. ¿Diremos del filme que se parece a un ZOOGRAFEMA, luego —

que es lo que quiere decir la palabra griega— a una pintura, a un cuadro vivo, a un retrato, un «perfil» en la serie de Arte, porque en ella un Actor representa a un Viviente, a saber, él mismo, si se puede decir, que habla un poco demasiado de la muerte? ¿O bien lo tomaremos todo por el lado del zoo simplemente, del ZOOLÓGICO, so pretexto de que el animal lo habita? ¿Habita allí en un propio-hogar-ajeno, como gusta decir el Actor, huésped o rehén, animal doméstico (el gato) o animal cautivo (el pez en el acuario)? ¿Habita allí la vida (zoé) en la muerte, ya que se se agacha sobre la tumba de dos gatos, y que el espectro de uno de ellos, Lucrecio, o su sosias, parece regresar para rondar una calle de Toledo? ¿Documental animal? ¿Archivo de lo viviente en cuanto tal, en su movimiento en estado puro? («El documental es la vida», conocemos el lema de Arte.) ¿O bien se trata, por este rodeo, de recordar que el Actor representa a alguien, a un «filósofo» cuya reflexión ha estado desde siempre, por lejos que nos remontemos en el pasado, vuelta hacia la cuestión del animal —hacia y contra toda una historia de la filosofía? ¿Y que las primeras imágenes del filme hayan sido rodadas en Cerisy-laSalle, durante un coloquio a él consagrado bajo el título El animal autobiográfico? ¿Y

59

Jacques Derrida y Marie-Françoise Plissart, Droit de regards, Minuit, París, 1985. (N. del T.)

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que, cruzando bio y zoé en la escritura, diera allí una conferencia titulada «El animal que (por tanto) soy»60? Todo comienza con una escena a sus ojos paradigmática: helo ahí desnudo bajo la mirada de un gato y, como en la película, no sabe ya dónde meterse.

60

Jacques Derrida, «L’animal que donc je suis», en L’animal autobiographique. Autour de Jacques Derrida, Galilée, París, 1999. (N. del T.)

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RODAR EN TODOS LOS FRENTES Por Safaa Fathy

Habría entonces que escoger: la palabra, la vista. La palabra es guerra y locura para la mirada MAURICE BLANCHOT

¿Qué escoger, la palabra o la vista? Y si la vista hablara, si el ojo escribiera, habría quizá una escritura de la vista. Un texto. Tejido de puntos de vista, carencia de lo visible, destilación de la luz en lo velado, encantamiento de lo invisible, revocación de la mirada. En el espaciamiento que separa la aparición de la desaparición se mantiene el entre, el lugar de la escenificación. De lleno en la actuación, ella no es la puesta al desnudo, sino una puesta bajo el velo. Esconde más de lo que muestra a partir de la mirada que hace ver, viene por esta mirada a contar una historia, a legitimar su nombre propio, a darse una leyenda, un cuento. Ella cuenta, habla así en una economía general de luz y de sombra. Genealogía de la luz y la sombra (cito de memoria a Derrida en Droit de regards). Desvelar lo visible, y velar lo invisible; hacer brotar la luz desde la oscuridad (luz artificial); poner una luz en el contraluz. En un filme, se obra astutamente con la luz, corriendo tras ella, tras la ilusión del sol, y en este filme la luz a menudo ha hecho falta, no acudía a su cita, obligándonos a rodar con película ultrasensible de 500 ASA, incluso en exteriores y a pleno día. Como si el día se hiciera noche, si se hubiera escondido a sí mismo, como si la noche fuese la verdadera historia, la única, no siendo el día más que su transgresión. La visibilidad no es visible, dice Derrida en una secuencia suprimida en el montaje. La visibilidad vuelve ciego, suprema ofensa a la vista. En Alejandría, los adoradores del guarismo cero, miembros de la secta de Pitágoras, se infligían un ritual extraño. Permanecían durante horas inmóviles en las esquinas de las calles, la mirada fija en el disco solar con el fin de perder la vista. Se volvían ciegos mirando la luz de cara. La travesía de la vista, hacia

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el fondo de la ceguera, no es sino el desvelamiento de otra luz, la visión que duerme en la noche, bajo el ver. «Shut your eyes and see», sugiere Joyce en Ulysses61. La visión, esa deriva del ver, del ver-se, que autoriza la mirada, se alza sobre un fondo negro. Durante un rodaje, se habla de una luz blanca. «Blanca» quiere decir que habría ya dejado la sombra, las sombras desde las cuales toda luz existe. La noche lo precede todo, es la que lo crea todo. Las culturas árabes, Egipto y la tradición consagrada en la literatura y la poesía, cultivan la noche. «Al Sahar», una palabra de la que no conozco equivalente en las sabias lenguas europeas, quiere decir «velar la noche». Al Sahar no es un momento que preceda al sueño, ya que lo deja y lo reemplaza, y menos aún es un insomnio excedido por sí mismo; significa velar en compañía, con los otros, allí donde el vino y las substancias vienen a embriagar a los huéspedes en los intervalos del canto, de la conversación y las risas. Por lo demás, no tenemos en árabe una palabra para decir vigilia, velatorio, o wake, no velamos a nuestros muertos. Rendida el alma, el cuerpo se vuelve extraño en su morada, y conviene a su dignidad de muerto y de extranjero abandonar el lugar del mundo lo más rápido posible para reintegrarse a lo interminablemente en otra parte. Ninguna confusión entre las noches y los velatorios de los muertos. La noche en que se vela es por completo de otro tipo. Nosotros velamos con esa vigilia que hace a la noche aguardar pacientemente la mañana, en el goce. Tales noches han sido cantadas, celebradas, sacralizadas por los poetas y los músicos de una civilización que tiene su vertiente de ascetismo, de austeridad, de rigor. Así es como, a través del canto de Om Kalthoum, Omar Khayam me ha enseñado que dormir no prolonga una vida, y que Sahar tampoco la abrevia. La contrapartida del día es esta noche invisible en «el secreto de los hogares». La topología ancestral de la escena tiene lugar tras los muros, y se mira, se disfruta al mirar, mirar la danza, mirar a los cantores entornando los ojos, escuchar con una mirada audible, como en el Salón de música de Satyajit Ray. Todo sucede en la separación. La soledad es un reino que hace vivir la noche.

Una catedral de ladrillos

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James Joyce, op. cit., p. 45 (p. 106 de la trad. de Valverde). (N. del T.)

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La puesta en escena. El primer proyecto que propuse a Arte estaba construido de forma militante. Asociar la palabra a la imagen a fin de reflejar la imagen inmediatamente en la palabra. Es decir, hacer de manera que la palabra se diluyera en una imagen puramente documental de archivos políticos, acompañados de comentarios más o menos sagaces por parte de amigos y estudiantes de Derrida. Una puesta en escena que no fabule, que se esconda detrás del escenario para recoger las ondas de la palabra filosófica, para reflejarlas, en un segundo movimiento, sobre un teatro de lo social. Una forma de ver que pertenece a la vista y no a la visión. Una visión ve de cerca, a riesgo de perder la vista. El proyecto atrajo este comentario de Thierry Garrel, director de programas en Arte, tras nuestra primera reunión: «Una catedral de ladrillos.» Sí, una catedral de ladrillos, un edificio cuyos elementos contrastan con un efímero monumental. Es decir, paradójico. La segunda versión del proyecto quedaba exenta de todos estos aspectos. Evitar lo evidente que consiste en acantonar la filosofía en el campo social y político. ¿Y si trataba de rozar una poética de la filosofía de Derrida? Puesto que los seres humanos somos lo que somos, construcciones de memorias, busqué en mis cajas negras las sombras de otra luz. Y ésta vino de España. De una región que conozco bien, en la que me encuentro en el instante de escribir estas líneas, sustraída aún a esa luz que tanta falta ha hecho (y aún hace). Una mañana glacial, me dicen que no se ha visto nada igual en décadas. No había nevado en Almería en cuarenta años; heme aquí presa todavía de la melancolía nevada de una ausencia de cuarenta años. En el espacio al fin abierto de una reconciliación entre cielo y tierra. Aceptación de esa plegaria musulmana contra la sequía. Invocar a Dios con el fin de hacer caer la lluvia que retiene en su cielo. Apaciguar, en fin, los lugares rebelándose contra la sequedad. Con tan sólo manifestar su presencia, las tempestades de todo tipo se desencadenarán sobre los desiertos devastados —lluvia, nieve y demás. Incluso con nuestra película ultrasensible, no nos fue dado filmar la primera mañana de rodaje. Jacques decía: «por donde pasa, ella lleva el mal tiempo.» Y el filme también, y el libro. ¿Un maleficio? ¿Acaso, inconscientemente, murmuro esta plegaria cada vez que encuentro tierras áridas? Viento, tempestad y lluvia torrencial son mi destino en esta esquina desértica de Europa, ahora como antaño. Hoy en Andalucía, tierra cada vez más seca, una tempestad blanca hace soñar a las montañas y sus

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hombres, a los que llena de alegría y felicidad, exactamente como en Argelia. Es grato tener lluvia cuando no se ha tenido durante largo tiempo. Bien por ellos, muy bien incluso, pero ¡en cuanto a mí...! Poco importa. Entonces, sentada entre las goteras que atraviesan la casa con gotas que hacen resonar una música prehistórica de cavernas y de carne cruda, antes del descubrimiento del fuego que falta tan cruelmente aquí y ahora, pienso en lo que ha dado lugar al cuerpo del filme, a su cuerpo español. Devolver las imágenes a los cuerpos, dice Deleuze, bajo forma de ruinas. Las ruinas desde las que todas las formas se forman, sin contenerse en ninguna, la huella impresa por lo que ha sido y ya no es, como diría, de otro modo, Derrida. Durante la escritura de la segunda versión del proyecto, pensé en Almería, cuyo nombre quiere decir «Los Espejos» en árabe, el valle de los narcisos, reverberación de la otra orilla. Al teléfono, Derrida ha añadido en seguida ciudades que yo no conocía, Toledo y Córdoba. En marcha hacia una memoria y su repetición real o fantasmal de España, redoblar el silencio de esta memoria mediante el decir de un presente por venir. Un asunto de huella y de ruina, de pérdida y de restitución de la imagen. En la imagen de toda pérdida, lo que resta, los restos de una pérdida, quedan de este lado de lo que señalan desde lejos. A diferencia de la restitución, la pérdida, en el origen de toda imagen, señalaría desde lejos el destino de un mundo. Una palabra encerrada entre ruinas se escapa, una ficción que no se deja contener en ellas, pura materia metafórica.

España: memoria fantasma

Toledo y Almería se hallan revestidas de una memoria en extensión o en expansión. Toledo en particular cuidaría una memoria, huérfana de pertenencia, que se deja apropiar, y que Derrida ha hecho ya suya: la memoria de marrano español de los siglos XIV y XV. El judío que, convirtiéndose al catolicismo, guarda su fe en secreto y permanece. Y su otro, que no se convierte y al que se persigue. Dos versiones de un mismo punto de partida, hacia el gran relato de la expulsión de los judíos de España, que concluye en el asilo en las tierras árabes del norte de África. Puede que la familia de Derrida sea oriunda de España o de Portugal. El relato biográfico se detiene en un «puede que». Sin embargo, la no-pertenencia del marrano no excluiría cierta

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identificación. Memoria fantasma de aparecido dramático y novelesco cuyo don nos ha ofrecido España, surgiendo de esos lugares sacros desafectados o difuntos, y de esas ruinas, en rememoración de un origen perdido. Yo imaginaba Almería como una pintura de lo que no se deja pensar por un pensamiento, lo impensable en un pensamiento, y de lo que no se deja ver en la visión. Una poética pictórica del pensamiento. Una imagen del silencio que sostiene el diálogo entre las palabras y la escenografía, el adentro, los afueras, el rostro, la tierra, la piedra, y la mar. Una confusión que se toma y de nuevo se devuelve a la ruina y su concepto, el envés de lo que Jacques ve, el afuera en el que su palabra cruza las pistas. El espacio que, por una singular alquimia, se transmuta en tiempo. Lacustre y denso, táctil, poético, y abstracto, desierto en cuanto forma, algo como lo primordial y lo puro. Una sorpresa en ofrenda para Derrida aun cuando estuviese allí como un afuera de afuera. Una sorpresa que, en su acontecimiento, se vuelve, hasta el último minuto del rodaje, la prueba del punto ciego, lo indiscernible mismo. Si para Jacques Toledo quedaba en una memoria espectral por venir, lugar de origen soñado, la memoria del otro en él, Almería se inmiscuía en mi memoria pasada y siempre soñada, que prolongaría la de Derrida al otro lado de los espejos.

Batalla de París en el antiguo museo de las colonias

Una vez que se aceptó la nueva propuesta, hubo un primer rodaje en París, seguido por otro en Argelia y en España. Del primer proyecto, sin embargo, quedaba una secuencia sobre «el retorno de lo religioso». Que debía rodarse en el Museo de las artes de África y de Oceanía en París, antiguo museo de las colonias, decorado con frescos que representarían entre otras cosas el imperio francés y sus apóstoles entre los salvajes. También contenía una multiplicidad de objetos disparatados entre máscaras y peces tropicales, cuya ilación apenas se veía. Quedaba ese título honorífico de «colonias». El teatro del filme tuvo lugar sobre el escenario azul de la sala de los tambores vivientes, inmensos tambores verticales con forma de troncos de árboles sobre los que se han esculpido (se diría que con uñas humanas) rostros dolientes. Frente a ellos, unos tótems, cabezas de ancestros montadas unas sobre otras en ascenso hacia lo desconocido. Así pues, había que hablar sobre el escenario animista del museo de las

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antiguas colonias del retorno de lo religioso, a propósito de las religiones monoteístas. Lo cual es un poco paradójico, cierto, pero por este desfase de una escenografía de lo adverso a guisa de metáfora, se abre un espacio en el que las palabras brillan bajo la diferencia de otra luz. Sombrío era el subsuelo, donde un acuario hormigueante de peces y cocodrilos, en lo sucesivo civilizados por el espacio parisino. Al verlo, me he dicho: hay que filmar aquí, delante de esos peces negros e inmóviles, decorados sus lomos con placas de oro. Si tuviera que plasmar una imagen del inconsciente, sería la de aquellos peces. Ni bellos ni monstruosos, sino otra cosa que es objeto de vergüenza para cualquier categoría estrecha. Salvajes y carnívoras, las pirañas están sin embargo encerradas, bajo inspección, puestas a raya, un fuero interno con blasones dorados que enviaría últimos destellos, señales ópticas de una existencia indiscernible. El día del rodaje: un día glacial de diciembre. El equipo llega temprano y ocupa su puesto. Había que darse prisa, Derrida llegaría a primera hora de la tarde, y disponíamos de poco tiempo para filmar los planos sin él, además de poco tiempo con él. En Argelia fue la tempestad de nieve, y aquí la avería de la instalación eléctrica. En pleno París, en un museo la totalidad de cuyos aparatos funcionan con electricidad. Sobre todo el acuario, y las bombas que permitían vivir a sus cautivos. La falta de oxígeno podía condenarlos en cualquier instante. Los dispositivos de repuesto tampoco funcionaban, y el técnico no venía. De nuevo, me quedo muda. Esperamos un milagro. Y el milagro llega. Ciertamente, para algo estaba allí el espíritu de los antepasados, su aliento fue un beso vivificante en el cuerpo muerto de un museo de antiguas colonias. Yo también recupero el aliento. Llega la tarde y Jacques, con gripe y de mal humor. Es la primera vez que el rodaje le sitúa ante el filme como tal. Antes, le habíamos filmado en su seminario y durante un encuentro en una librería, sin que la cámara le importunara directamente como personaje. Ahora, el filme se alejaba del medio natural para recuperar otros espacios. En adelante, había que seguir el juego interpretativo. Desde el comienzo hubo incomprensión en cuanto a la elección del lugar (caso que se repitió a menudo). No parecía demasiado evidente el vínculo entre el lugar y él. Y en efecto, no lo había. Era un vínculo desviado, tortuoso, sin línea de fuga clara, en zigzag. Faltaba la luz de la visibilidad racional; la falta llegaba incluso a la metáfora: «al delito de fabular».

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Habíamos colocado una silla sobre el escenario de los tambores vivientes, y le habíamos pedido a Jacques que se instalara allí. La teatralidad de ese dispositivo le ofendía profundamente. Con esto, comenzábamos «la entrevista» o la conversación. Preguntas que había que repetir a cada momento, porque mi voz no se alzaba lo suficiente, o porque parecían descabelladas, o bien simplemente porque él no tenía ganas de responder, abatido como estaba por la fiebre y la falta de entendimiento. Hemos tenido que filmar intermitentemente, pero con un registro de sonido continuo. Al fin, Derrida casi estaba furioso, aquello duraba demasiado tiempo, toda nuestra disposición técnica le molestaba, y la repetición de las tomas, así como las señales alocadas que no dejaban de producirse de vez en cuando entre Sylvie (mi asistente) y yo misma, entre Eric (el director de fotografía) y yo, le exasperaban aún más. Y cuando la cámara se detenía para cambiar el rollo de película, o por cualquier otra razón técnica, Derrida se sentía amenazado, desposeído, como si hubiera sufrido un secuestro. Concluida la entrevista, le hemos rogado que esperase un momento, el tiempo de bajar el material al subsuelo para filmar junto a los peces. Un tiempo récord, en el que todos han procurado ir lo más rápido posible. Pero ir rápido lleva su tiempo, no se puede comprimir el tiempo intrínseco al asunto, la puesta en escena, la iluminación. Peces de los abismos oceánicos, o de las umbrías riberas cenagosas, de esa región tan viscosa de la existencia que no podían tolerar la luz. Como si no obstante el inconsciente pudiera estar expuesto a la luz del día. Volverse loco con esa locura de la transparencia que podía matar a los peces bajo el asalto de nuestra luz. Había que cegar a medias las vitrinas, y dirigir oblicuamente los proyectores. Pese a la escasez de iluminación, esos peces totalmente inmóviles parecían querer salirse de su historia, atravesar el muro de vidrio que los guardaba a salvo de nuestro tiempo. Que con todo han logrado atravesar, para recalar en la duración del filme. Ya que, al contrario que la entrevista sobre el retorno a lo religioso, esta secuencia ha sido enteramente montada. El filme ha dictado su propia ley. Una ley intransigente, que condenaba al recorte cualquier alejamiento de la escritura fílmica, en su gramática y su sintaxis determinadas. Por lo demás, los contratiempos en el museo me han hecho ver la ceguera, y que en lo sucesivo la imagen exigiría una palabra específica, dirigida al contracampo al que me aferraba con firmeza, y que no se la podría acoger más que en el aforismo o el fragmento. Ladrillos, sí, pero corroídos por el tiempo, y no una catedral,

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sino ruinas más bien, trabajadas por escritos. Semejantes a la renuncia de cualquier ruina ante el tiempo, los fragmentos no serían sino restos —humildes y desarmados frente a ese absoluto libresco, su obra, a la que toda fidelidad no sería más que un engaño o el espejismo de la página que conviene escoger en su otro, el filme. Habría entonces una tregua en esta guerra que lanza la mirada a la palabra. Porque ésta sería en adelante fílmica, destinada y dirigida al filme, la traducción del pensamiento en imagen. Nada de la clásica entrevista, sino secuencias cortas sobre un sujeto circunscrito, rodadas a menudo sin interrupción, en «plano secuencia», que encuadre el todo y compendie el tiempo, que no se despliegue en la duración, sino que condense la duración en imágenes. Al día siguiente del museo, hemos rodado una larga discusión con Derrida concerniente a la dramaturgia del filme. Según él, para ser justa una dramaturgia debería evitar la teatralidad, el espectáculo, la puesta en escena, o la puesta sobre un escenario. Por el contrario, la palabra quedaría mejor estrechada, cercada, si la cámara encuadrase sólo en primer plano el rostro, las manos. El filósofo busca entonces sus palabras en directo, rodeado por la nada. Aunque yo no me mostrase de acuerdo con tal orientación dramática, creo razonablemente no sólo haberla entendido, sino haberla además traducido en seguida a mi propia lengua. Que no ha cesado de modificarla. Sí por la filosofía en proceso, sí por la guerra de la palabra contra la imagen, pero en el espacio, en una escenografía que propague la palabra. En una escenografía que hable. Por el silencio de las piedras y el espaciado de las extensiones elocuentes. Sí por lo invisible, pero en tanto que visible que no cubre el espacio, en el que apunta la nariz de lo invisible, desbroza su camino. O dicho de otro modo, y en términos deleuzianos, sí por el sintagma, esto es, la integración, condensación, jerarquización, pero sí también por el paradigma, que espacia y diferencia, asocia y permite entrever el vacío. Hubo vacío en el filme, en el que siempre hemos tenido la impresión de que a Derrida lo ha conducido una fuerza misteriosa en las landas, solo, deambulando interminablemente hacia lo desconocido. Sin resolución, este desacuerdo ha mantenido su tensión durante todo el rodaje, y siempre en torno a la cuestión de la palabra. Derrida quería hablar sin mirada, y quería hacer imágenes sin palabra, en suma, quería interpretar su propio papel. En cuanto a mí, me ha sido imposible acceder a ello. El estatuto de la palabra en off, de la palabra fuera

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de campo, nunca es el mismo que el del directo. Esto se resume con un término: decaimiento. La palabra fuera de campo, en solitario sobre las imágenes, traiciona a la palabra, la vacía de su carne. Mientras que la palabra directa y orientada habita su tiempo, repleta pero herida por las interrupciones, los saltos, las fisuras, la elipse, el silencio, el ritmo. Vive de su dualidad, imagen palabra, imagen pensamiento, imagen impensada, y así sucesivamente. Se vuelve escritura. Este asunto ha trabajado el filme desde el comienzo hasta el final. Es su fuera de campo dramático, intrínseco. Irrumpía por momentos en el filme, y por otra parte yo tenía que hacerlo aparecer, como al principio, cuando Derrida dice: «No soy más que una especie de material para vuestra escritura», frase que muestra bien las reglas de este juego de escritura. Tenaz y resistente, y sin embargo rico y vibrante con sus elementos contradictorios y antagonistas. Había aquí una insuperable paradoja. Derrida, al realizar el filme y aceptar sinceramente el realizarlo, apenas si toleraba sus exigencias, que le molestaban profundamente. Tal vez quería que su propia imagen le sorprendiera, permaneciendo ausente a sí mismo y a su aparición a la vez, como en un sueño. Por esto es por lo que ha desconstruido tanto la presencia, sobre todo la presencia a sí. Desde los primeros días en París, el filme ha girado sobre su propio eje, ha cambiado de orientación para convertirse en un cuerpo constituido por aforismos en torno a una temática que, a su vez, reenviaría a otra temática en otros lugares, en otro tiempo, otra escenografía, es decir, otra luz bajo otra mirada. Otro aparecer. E incluso con este cambio, nada se ha ganado en principio, al contrario, todo ha estado como perdido también en principio, y el momento, el tiempo en el que todo se ha arreglado llegó por una especie de gracia vertiginosa, cuando ya no la esperábamos. Desde lo indecidible, desde la penumbra de incertidumbre que se cernía, cada toma se volvía luz. Esto no era sólo una fase que precediera a la toma, sino una oscura eternidad, que no se mostraba nunca en la evidencia de una etapa. Y a menudo, no era sino en las tomas previas al montaje, o más tarde, que esa gracia nos daba el don de su labor.

La batalla de Toledo: ni vencedores ni vencidos

Esto sucedió de manera muy particular en España. Una secuencia en el museo sefardí de Toledo —algunos objetos en vitrinas alineadas a ambos lados de un espacio

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vacío y cerrado. Este museo fue en otra época una sinagoga, y hoy se había bautizado como museo. La sinagoga era bella, el museo horrible. La belleza y la fealdad se abrumaban mutuamente, aunque nosotros vaciláramos un momento entre ambas: el museo o la sinagoga. Las hemos separado. Primero la sinagoga, en una imagen superpuesta donde un primer plano del rostro de Derrida tenía como fondo las piedras ancestrales. En seguida, planos generales de recorridos en el espacio vacío que enlazaba el museo con la sinagoga. Algunas poses ante las vitrinas, comentarios acerca de los objetos, pequeños restos de un vestigio que apenas dice su nombre. Para capturar el segundo plano de la sinagoga, hemos situado dos grandes sillas que permitían, incluso en primer plano, entrever las esculturas al fondo del campo. Evidentemente, la puesta en escena poseía una teatralidad que no dejó de molestar a Derrida desde que la vio. El museo estaba vacío (rodamos casi siempre en lugares públicos vacíos de toda presencia que no fuera la suya). En el vacío de ese espacio, y en España en general, una crisis silenciosa causó estragos ante la cámara. Normalmente, yo hubiera debido situarme al lado del director de fotografía, para dirigir la mirada de Jacques de frente y para poder comunicar libremente con el equipo. Pero con el ambiente que reinaba y el desorden del rodaje, era preciso que me situase a su lado, y no enfrente, lo que tuvo por consecuencia que él mirara oblicuamente, en lugar de mirar directamente al objetivo. Difícil ejercicio para la cámara, ya que yo me hallaba en la escena y no se me debía ver. Al no conocer nuestro protocolo técnico, Jacques pedía sin cesar información sobre el desarrollo del rodaje. Situada como yo estaba, no podía dar las indicaciones precisas que hubieran permitido informar a Jacques. El malentendido gravitaba con todo este peso del desfase entre lo que queríamos hacer y lo que realmente se hacía. Todos nos encontramos en un estado de desesperación y decaimiento. Martial, el director de fotografía en España, tomó imágenes al azar con una total ausencia de decisión o de indicaciones por mi parte. Yo no podía hacerle ninguna señal, y no podía desviar, aunque fuera tan sólo una mirada, mi atención del discurso de Derrida. Habíamos previsto comenzar únicamente por el sonido, pero la tensión era tal que pronto nos decidimos por la imagen. «Nos decidimos», no: se decidió filmar así al margen de toda voluntad racional. Todos éramos actores, o figurantes en nuestros propios papeles. ¿De dónde venía este desposeimiento? No lo sé. Todo nos sobrepasaba.

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Perdida con mis fichas, comencé a balbucear en dirección a Jacques, acerca de «Circonfession», el libro que diera lugar al filme, y se trataba de la autobiografía que se disemina por todas partes en su obra. Al radicarse el filme mismo en el punto oscuro donde la biografía toca la obra, y donde la obra trastorna la biografía, yo no podía economizar tal cuestión. Me acuerdo, y ahí están las transcripciones para confirmarlo, de que planteé cada pregunta varias veces. Mi voz siempre fue muy débil, y Jacques, que la escuchaba, en seguida se ponía en el lugar del espectador que no hubiera podido oírla, lo que le desesperaba aún más. Jean-François, el ingeniero de sonido, explicó el procedimiento: se trata de un sonido «testimonial», y caso de ser necesario guardar la voz de Safaa, ella misma podría registrarla más tarde. Incluso este «más tarde» desesperaba a Jacques: por qué más tarde y no ahora. Todo se remite siempre a más tarde. Porque no sabemos lo que va a ser montado o no. Al fin, me abrí paso a tientas y mal que bien en la conversación, siempre con vistas a tranquilizar a Jacques, sin lograrlo nunca. Todo esto acabó por finalizar, y nadie sabría decir lo que de ello hubiera en las tomas y lo que no. Y sólo «más tarde», viendo las imágenes en París, descubrí que esta secuencia era bella, necesaria. Tal secuencia trataba sobre la circuncisión, en tanto que escritura, escritura del cuerpo, la marca que se hace para quedar más allá de toda toma de conciencia. Una huella inconsciente, diría Derrida. Por completo en la imagen del rodaje de esta secuencia, un rodaje inconsciente, en una escritura fílmica desconocida, un espeso borrador velaba la película que guardaría su secreto hasta el momento de su revelado en el laboratorio. Toledo, antigua capital de España, no ha cesado a lo largo de toda su historia de convertir los lugares de culto. Incluso una iglesia, mezquita en otro tiempo, se ha transformado en monumento histórico. Que se inclinaba sobre la ciudad extendida bajo su mirada a lo largo de las colinas como una bella durmiente en el bosque y entre los largos brazos de un único río. El minarete observaría a la bella desde la altura de su pertenencia a lo divino. Para acceder al mismo, era preciso trepar por una pequeña escalera de piedra, estrecha y vertical, que atravesaba la sombra hacia la luz. Salía del vientre velado de la iglesia-mezquita y recorría su talle para llegar a posarse a guisa de corona sobre su cabeza. Como una travesía. Nos habíamos propuesto filmar la subida e improvisar una conversación sobre «lo en otra parte» en lo alto, poco tiempo después

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del catastrófico rodaje en el museo sefardí. Llegados allá a lo alto, tratamos con Martial el modo de filmar. No había fuente eléctrica para iluminar la escalera, y fue preciso renunciar a ello. Filmaríamos sólo la salida a la torre. Jacques, más desposeído aún que nunca, solicitaba ser puesto inmediatamente al corriente de lo que nos proponíamos hacer. Recuerdo haber estallado en risas locas diciendo que ni siquiera nosotros lo sabíamos aún, y que justo eso era el objeto de la conversación con Martial. El malentendido se agigantaba hasta el punto de volver imposible el acuerdo, y de llevarnos a renunciar a la conversación sobre lo en otra parte en la torre. Tuvo lugar un intercambio de pareceres entre Jacques y Jean-François, quien nos informó, pese a que ya lo sabíamos, de que Jacques prefería no hablar en absoluto en el filme, y que consentía en caminar, en subir y bajar, sólo en imágenes que no hablasen, lo que explica las imágenes mudas de Derrida tras las almenas de esta torre. No puede ser más cierto lo que dice Blanchot: se libraba la guerra y la locura entre la palabra y la imagen. Una guerra declarada, abierta, y era preciso recurrir a las armas. La resistencia contra el filme no podía dejar a este último intacto: la tensión que construye destruye. Los miembros del equipo, a cuál más competente y con mejor voluntad, pero fatigados y cada vez más incrédulos, renunciaban de antemano a comprometerse en la guerra. No se puede construir un filme contra su protagonista, y no se puede separar su participación confiada del vivo recelo que nos hace sentir. De este modo, justo después de la partida un poco precipitada de Jacques, el equipo me ha urgido a que salvase el filme, que se volatilizaba rápidamente ante nuestros ojos. Estaban seguros de que Jacques nunca aceptaría hablar libremente delante de la cámara, y que un rodaje más como aquél acabaría por consumir cualquier deseo de realizar el filme. Añadieron que una palabra no se arranca, sino que se da. Desbandada de imágenes mudas: estamos en rodaje, luego hay que rodar, y «más tarde» llegaría la palabra como por arte de magia para superponerse a las imágenes, o viceversa, poco importa. Quienes hacen películas conocen bien esos momentos, el peligro que llega desde el interior del filme y no desde afuera. La palabra razonable siempre produce efecto, un discurso de economía y no de exceso, un discurso de la moderación que tienta. Y yo estaba tentada, por miedo, fatiga o hastío, de aceptar la propuesta. Pero en el fondo de este movimiento de aquiescencia y de renuncia, surgía una resistencia en forma de frase, como si estuviera hablando conmigo misma mientras me dirigía al equipo: ¿cómo

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podría hacer un filme sobre la palabra sin palabra, un filme sobre un hombre de palabra, un filósofo, que no habla? Bajo esta frase aparecía otra, fiel a la realidad de los acontecimientos de la jornada: recordad que, pese a todo, hemos hablado, lo cual quiere decir que hablaremos aún. Ir a hacer un filme compuesto por voces en off que rechazan el sonido directo, no me convenía, y no podía contentarme con ello a falta de algo mejor. A pesar de todo, se imponía una cuestión de conveniencia. Como buena alumna, no buscaba más que la desaparición, pero como cineasta tendía a la huella de mi paso por el filme. Hubo ahí en el fondo un desafío grave y retorcido que ni la irritación, ni el pésimo humor, ni siquiera la calma pudieron apaciguar. Derrida se sentía realmente desposeído de su imagen. Separada de él, la imagen flotaba por encima de una pérdida profunda que a su vez le privaba, al dispersarla, de toda posibilidad de palabra. El problema aún era más grave de lo que parecía. En el origen de la pérdida estaba la imagen, y no la palabra. El rondar obsesivo del doble, la desdicha de ese golem de arcilla, afligido y demoníaco, la deformación en persona. Nada podía hacer, aquello era más fuerte que cualquier voluntad y que la mayor confianza, y a pesar de todo él estaba con nosotros en una proyección sobre el futuro que no podía representarse. Un reto, o una promesa sin cita en suma. Tomemos en nuestra mano la pérdida, una pérdida compartida, y en lugar de ir en contra, caminemos solitarios con ella. Traduzcamos la pérdida en imágenes, las de una soledad errante, adicta al silencio. Con el escamoteo permanente de su imagen, haríamos de todo para asegurarlo en cuanto a su futuro, como un capital que se malgasta al pretender fructificarlo en vano. Derrida aguardaría entonces hasta ver. Y ni siquiera con un millar de fichas y notas, conseguiría yo darle una visión de lo que iba a ser. Él no lo veía. Más allá de su visión. Así, el filme para Derrida se ha construido en su conjunto en contracampo. El día en que lo vea, él verá su reverso, el reverso de su imagen robada, y observará su presencia diferida desde ese contracampo, y será observado por su imagen. En la différance, como él mismo hubiera podido decir. De este modo pensaba yo, en mi habitación del hotel, tras haberme visto como impulsada a abandonar el filme. Hay que saber perder un filme como hay que saber perder una guerra. Una guerra sin resentimiento y sin odio, sin vencedores ni vencidos. Y para colmo, la guerra no era más que un colosal malentendido. Pero el malentendido,

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dice Benjamin, es una primera etapa de la comunicación, por tanto hay comunicación diferida, diferenciada, y nunca tomaría yo parte de buen grado en una guerra con mis imágenes contra una palabra (y no una palabra cualquiera, sino la de Derrida). Y además, soy terriblemente testaruda, cabeza de hierro decía en tiempos mi familia, originaria de una región del sur de Egipto muy conocida por esta característica. Nosotros, los Saiidi, tenemos esta egregia reputación (entre muchas otras que me abstendré de mencionar aquí, por miedo a descalificarme por completo) de ser obstinados. Algo me queda de ello. Después, y exactamente como en la guerra, sería preciso buscar aliados. Los miembros del equipo que había que mantener unidos y en armonía, para que la confianza entre nosotros se reflejase sobre Jacques y lo atrajera en un movimiento de aproximación hacia este inevitable cara a cara.

Marrano, figura en ruinas

Llega el día siguiente y el rodaje cada vez abarca más. Tres lugares diferentes en una sola jornada: el patio interior de una casa en el antiguo barrio judío de Toledo; un lugar que no era ni iglesia ni museo, en el que sólo se exponía un cuadro, El entierro del conde de Orgaz, de El Greco; y una sinagoga desafectada y convertida en iglesia, y después de nuevo sinagoga desafectada, hasta hoy. La mañana estaba consagrada al patio interior, la tarde a los otros dos lugares. El patio era circular, rodeado por pequeñas casas cuyas ventanas no hacían sino subrayar la invisibilidad tras la impermeabilidad de los muros. No sé por qué, pero he visto esto en varias ciudades muy diferentes, como en el antiguo barrio copto de El Cairo, la calle en que vivía Kafka en Praga, barrios al fondo de los cuales se escondería una minoría oprimida, siempre con viviendas anormalmente minúsculas. Humildes y muy a ras de tierra, como si los edificios retirasen a los hombres la apariencia de cualquier estancia, como si ya estuvieran en el borrado y la desaparición. En absoluto lugares de retiro, sino lugares que arrojan fuera, a la calle. Figuras de un éxodo interior. Viendo estas casas en miniatura, enlazadas por ese patio interior, una antigua historia salía a la luz: aquí habría habitado un marrano, en una de estas constelaciones terrestres durante siglos, porque no moriría con su secreto, y porque tendría que portar

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para siempre uno de esos rostros de la noche que lucen a través del tiempo como las estrellas extintas. En este patio interior, hemos filmado tranquilamente en plano secuencia, un solo rollo de película continua, y hemos hablado de la figura del marrano y de su aparición en los textos de Derrida a lo largo de los últimos años. El marrano es un espectro que me gusta, una firma secreta, porque narra algo de la cultura del secreto, decía Derrida. Esta figura se le ha aparecido sobre el fondo de una obsesión referida a sus orígenes judeo-españoles. El marrano guarda el secreto tanto como es guardado por él, porta un secreto más grande que él, una alegoría que va haciéndose, una figura en ruina precaria, ni viva ni muerta. La ruina no sólo sería el resto táctil de un antiguo edificio, sino también la memoria espectral que no se deja tocar, ni filmar, y aún menos que cualquier otra ruina se deja atravesar por el tiempo. Se trata aquí de la ruina de un secreto alzado sobre el fondo de una oscura pérdida. Y además a pleno sol, la noche en pleno día, decía Derrida, en este patio inundado de luminosidad. Ideas claras, hasta donde las ideas puedan contener una luz que las vuelva matutinas, han tomado forma bajo las ventanas. Por tanto, la precariedad no sería sólo la del marrano, sino por extensión la nuestra. Al final de la secuencia, la inestabilidad de la mañana se alejaba de nosotros, para ganar el abandono en este patio interior. A menudo me pregunto si los muros absorben las palabras. Con los gritos sí sucede en las casas encantadas, ¿pero y las palabras? Una parte decisiva se decidía aquella mañana. El desarrollo de los acontecimientos por venir, cinco días de rodaje con vistas a constituir el cuerpo del filme. Basta con poco para que todo resbale. Es como caminar sobre pedazos de vidrio, o sobre la escarcha. ¿Por qué la figura del marrano en este patio interior del antiguo barrio judío de Toledo, en el lugar de un origen y de su éxodo? Los Toledano. Quienes portan este apellido saben que forman parte del éxodo de los judíos de España. Antes del rodaje, Sylvie y yo residimos en un extraño hotel, el Alfonso VI, que convertía en teatralidad desconcertante y casi vulgar el pasado guerrero de la ciudad a través de las figuras de soldados vacíos de su carne, de los que sólo quedaba la armadura para dar testimonio. Aquello sembraba una «inquietante extrañeza» a lo largo de las escaleras y las habitaciones, hasta el salón medieval, bordeado como estaba por esas figuras armadas, como si fueran el pasado de todos nosotros. En ese salón hemos encontrado a un

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hombre, un comerciante francés que se sabía originario de Toledo, un Toledano, me ha dicho. Y cuyo patronímico sería Toledano. A quien junto a otros Toledano el rey de España había pedido perdón por el perjuicio sufrido desde su expulsión. Rodeados por los emblemas de ese tiempo, nos ha informado de que el rey les había ofrecido incluso la llave de Toledo, como si les fuera posible rescatar la ciudad de su pasado trágico. Una de esas casualidades de que estamos hechos nos ha permitido encontrar a este hombre en la antevíspera del rodaje en el patio. Su aparición nos recordaba que nos hallábamos en una ciudad de aparecidos. Un patio interior que decía mucho acerca de esa memoria que le había rodeado e impelido dentro del encuadre de nuestro filme, imágenes discretas y silenciosas que no dicen su nombre. El mismo procedimiento que en Argelia, no había que encerrar un marrano en un lugar, aunque fuese un patio interior.

El entierro del conde de Orgaz, la memoria de una madre

Toledo nos ha provisto principalmente de interiores, tanto como de figuras de cierta ruina, si entendemos por ruina la presencia en el aquí y ahora de una forma inacabada, precaria, de lo que ha sido alguna vez una presencia definida y repleta. El tiempo histórico es un tiempo lleno, según las palabras de Walter Benjamin. El único contrapunto a esta ruina sería el cuadro de El Greco, El entierro del conde de Orgaz. Resplandecía en su esplendor presente, y no portaba sino las huellas luminosas de los millones de pares de ojos que se habían posado sobre él. Poco faltó para que nos faltara. Gracias a «Circonfession», yo sabía que este cuadro era importante para Derrida. Llegados a Toledo, Sylvie y yo habíamos contactado con la parroquia que gestionaba cierto número de interiores. El responsable de relaciones públicas nos había informado de que en adelante el cuadro era de su propiedad. Lo había mencionado de pasada, en un inglés puntuado por los gestos bien conocidos y repetitivos de los actores de los malos filmes norteamericanos. «That is right», decía dirigiendo siempre el índice en mi dirección o en la de Sylvie. Como si apuntara una pistola hacia nuestras cabezas. El cuadro mencionado de pasada ostentaba unos costes muy caros en derechos de reproducción, y el responsable se negaba a cualquier negociación. En su lugar, nos proponía una iglesia del siglo XII, gratuitamente, decía.

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Siendo muy sospechosa su oferta, había que ponerse en contacto con París y negociar con la producción esta historia del cuadro; me ligaban lazos de amistad con los productores, que, como sabía, asumían un importante riesgo financiero al realizar este filme, y yo no podía ponerlos en peligro. Un double bind, como diría Derrida, o doble vínculo. Finalmente, Sylvie ha logrado arreglarlo todo con ellos, pero la autorización que se nos acordó tan sólo valía para el cuadro. Lo que no me impediría filmar a Derrida ante El entierro... Imágenes robadas, pues. Llegados al lugar, filmamos como debíamos hacerlo, una secuencia totalmente arrancada a los poderes y a la culpabilidad. Poder y culpabilidad. En el museo, hemos convertido a Mario, nuestro regidor español, en «eléctrico». Él cargaba con una lámpara y Sylvie con un proyector que dirigía según el movimiento de la cámara. En cuanto a mí, me encargaba de poner el punto, es decir, de hacer girar el anillo que rige las distancias sobre el objetivo, para que el operador pueda concentrarse en los encuadres. ¡Por primera vez en mi vida en directo y sin repetición! Aguantamos todos el aliento para que esta secuencia surgiese desde el más aleatorio azar, desde la más precaria incertidumbre. Un golpe de dados. Una apuesta. Y sólo «más tarde», en las tomas previas al montaje hemos podido ver la secuencia completa. Derrida, sin gran necesidad de entenderme, hablaba de su madre y del cuadro: de la escritura en duelo de «Circonfession», un velatorio, velada, wake de su madre, que aún no había muerto. Una escritura que moriría con la muerte de una madre. Y es en el montaje cuando nos ha sorprendido la memoria sedimentada, asociada a la visión del cuadro de El Greco. Porque la primera vez que Jacques lo viera fue en 1989, exactamente un año después de la muerte anunciada de su madre, que finalmente había sobrevenido. El aniversario de su no-muerte, de algún modo. Qué configuración la de la memoria. No nos acordamos sólo del acontecimiento, sino también de su no-lugar, del aniversario del no-acontecimiento que ha sido casi el acontecimiento de la muerte de su madre. Como velar a una madre que no estaría aún muerta. ¿Acaso morimos más de una vez? Para mí, ese extracto de «Circonfession», leído frente al cuadro, tenía en el tono y la melodía algo del acontecimiento que llega y no cesa de llegar, que llega siempre interrumpiéndose. Una resaca que, una vez llegada, se apaga para volver de nuevo. Una mar agitada. Por otra parte, con un deslizamiento semántico en suma bastante común,

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hemos montado las imágenes pintadas y coloreadas del cuadro con imágenes de los archivos de colores sombríos de su madre, con imágenes de la mar en Argel, y de su casa también, y del cementerio donde ella había enterrado a dos hijos. Y siempre la mar. Una mar que se mostraba en calma, apacible, que brillaba con el reflejo de sus profundidades trémulas. Otra secuencia arrancada. Como si la belleza se arrancara siempre a lo desconocido, a la contingencia, y no se diera nunca en lo previsible y lo esperado. El intercambio silencioso de una mirada elocuente entre la mar, la madre, las tumbas de los hijos, la pintura, tejida con el timbre frágil de la voz de Jacques en un recital de duelo y de bella melancolía. Novelesca por las reminiscencias y el recuerdo, dramática por el retorno a otro tiempo y a otro espacio, y literaria por las palabras de una cita poética, esta escena compone lo que se ha vuelto la secuencia más compleja y más llena de gracia del filme.

Cita en imagen

Hay tres citas en el filme, todas extraídas de «Circonfession»: la cita sobre el cuadro de El Greco, leída por Derrida mismo, la cita leída al final por Derrida sobre su propia imagen, y una cita leída por mí, montada sobre imágenes tomadas desde las alturas de Toledo. Al comienzo, yo había previsto más. Una cuarta cita duerme en las tomas tras haber sido sacrificada en el montaje. Proviene de una dedicatoria al final de La dissémination62, que se interrumpe sobre esta frase tan enigmática: «ahí está la ceniza». Una frase que ronda obsesivamente a Derrida desde hace años, decía Hillis Miller. Una ceniza en las tomas, tan oculta y enigmática que ahora reposa en la oscuridad de nuestras cajas. Entre lo dicho y lo leído media un mar y mil abismos. Entre la sombra y la luz, la cita toma asiento. Hace ver otra cosa, y más bien entrever que ver, reenvía y difiere, hace habitar un tiempo en otro, mantiene el aliento, y permite divagar. Una cita leída en voz alta no se parece al acto de leer para uno mismo en silencio, pues ya es palabra, y no se desvela más que en la voz que brota hacia regiones confusas del oído y del ver. Una cita leída y escuchada es vista, con un oído que deja ver, y con un

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Jacques Derrida, La dissémination, Éditions du Seuil, París, 1972. Hay trad. castellana de J. Martín Arancibia, La diseminación, Fundamentos, Madrid, 1975: seguimos esta versión, p. 551, para la frase del texto: «il y a là cendre», p. 446 del original citado. Derrida dedica un texto a esta «enigmática» frase: Feu

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ver que se oye. Ante el texto, dirigiéndose a todos a partir del texto, la cita se aloja en el espacio entre la literatura y la imagen. Las dos citas leídas por Derrida se tomaron en el lugar mismo de la imagen (un paisaje en el que se le ve caminar antes de desaparecer tras una palmera solitaria, y el cuadro). La voz se mezcla con el sonido que la envuelve, sin formar parte del mismo por completo. Entrelazamiento del campo visual y de su afuera danzante, en el que la voz haría obra de alianza diferida y armoniosa. Además, la escenografía sería aún la de la pintura filmada o la del espacio que contiene la pintura. En otra parte, sobre las alturas de Toledo, la cita que yo misma leí da la impresión de bajar en la dirección en que la pintura y sus figuras miran embelesadas hacia lo alto. Miradas suspendidas, vueltas hacia las esferas para darnos el tiempo de hacer con ellas un contracampo, sobre el que se oye otro discurso de Derrida acerca de lo sublime, que se sustenta sobre el cielo y por encima de la tierra, confiado al éter.

La Autora ronda por el filme

Se ha cuestionado el estatuto del autor, cineasta, en el filme. Esto lo ha analizado muy bien Deleuze en su libro sobre el cine y el tiempo. Pero en la urgencia y la necesidad de un rodaje, en el preciso momento de la fabricación del relato, habría que interrogarse de nuevo por el estatuto del interlocutor, al margen de la teoría, en su insaciabilidad y su fragilidad. ¿Cómo hacer? ¿Dejar entrever a la interlocutora, como quería Derrida, o hacer como si no existiera, como quería yo misma? ¿O, tercera vía, hacer de forma que el filme desvíe su mirada de su autora, que se convertiría sin saberlo en un personaje? Ahora bien, a partir del propio filme se sabe que esta palabra se dirige a alguien, y que muchos de los lugares de rodaje son lugares fabulosos, extraños a la biografía, no perteneciendo sino a la autora, y cuyo estatuto es objeto de una constante interrogación a lo largo del filme. Se deduciría entonces que ahí hay alguien. Alguien que construye poco a poco esa arquitectura precaria. Ese alguien en la sombra, que se mueve bajo la forma de un encantamiento, es verdaderamente un personaje sustraído a la autora misma. Aquél que pone los ladrillos uno sobre otro, y nunca indiferente a la

la cendre, Des femmes, París, 1987. (N. del T.)

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mirada del verdadero personaje, Derrida mismo, sino bien enfocado por esa mirada. Se vería igualmente construirse el filme a plena luz, a la vista de todo el mundo, como si el «delito de fabular» hubiera tomado como rehenes no sólo al filme, a su autora y su personaje, sino también e infaliblemente a aquél o aquélla que mira. En el filme, nunca se nombran los lugares; para acceder a ellos hay por tanto que constituirse uno mismo en personaje, viajar con. Un plus de dramatización que ha tomado lugar en una resolución fluctuante entre la ausencia y la presencia. Ni una ni otra. Una dramaturgia de la ausencia, del fuera de campo, que restituye a su vez no sólo la presencia de la autora, sino también la de la cámara misma, por la mirada. La mirada hacia la cámara que hemos conservado felizmente en el filme. Mirad, el filme mira. No está ciego, y os mira directamente a los ojos, con una mirada dirigida a vuestra ausencia.

El silencio de mil voces muertas

Sólo una vez se me oye explicar la elección de un lugar, durante una secuencia en Almería, en un paisaje abandonado en el que se desarrolló un drama real del que no quedan sino las voces, y que inspiró a Lorca Bodas de sangre. La voz de un grito, el grito que se hace ruina, sostenido por este imperativo del retorno a mí de las voces antiguas, voces provenientes de un país soleado por un gran caos. La presencia que se hace voz en la secuencia montada no es más que un fragmento de una conversación que tenía por objeto el descubrimiento de este lugar, su desvelamiento a la vez por el objetivo y por los ojos de Derrida. Un sitio de vestigios, vestigios de una capilla, vestigios de una alquería, un templo cercado por el vacío. Pero el templo está en ruinas, estamos sobre sus umbrales, es decir, en la profanación, ni dentro ni fuera, sobre el umbral de un lugar sagrado, hablando, y hablando demasiado, decía Derrida. El viaje a España era una travesía de ruinas, de lugares sagrados desafectados o difuntos, hacia otros lugares desafectados o difuntos, actos de reemplazo que en sí mismos pertenecen a la profanación. Allí, en Los Frailes, sobre el lugar de las bodas, sobre el lugar del duelo infinito de una mujer, se despliega en el silencio un teatro visible y secreto. El fuera de escena, como el fuera de campo que excede al teatro de Lorca mismo, lo excede y lo precede. Lo excluido por el teatro, que deja fuera de sí el

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homicidio, y los gritos, las voces que hay que liberar en uno, compuestos como estamos por ese enredo de las voces, decía Derrida, en pie sobre las piedras de lo que en otro tiempo ha sido. De este teatro hay un excluido: un crimen. Excluido de la visibilidad tanto como del teatro. Lo que queda de la escena contiene en sí esto excluido, estos acontecimientos que yacen en estos pliegues, y que son reconducidos hacia la superficie de lo visible. Llorar las ruinas, poema del duelo y del recogimiento. Recogimiento poético de lágrimas sobre el lugar del abandono y del olvido. Este fuera del teatro que, por el teatro, se ha convertido en la memoria de todos en la vacante abierta en el lugar de un crimen. Al hablar yo de la extrañeza, de ese afuera que se dispersa constituyéndose a través de las imágenes, también quería hablar de la mujer. De la diferencia sexual, que es exactamente el punto en que se congregan todas las diferencias. La figura misma de la diferencia. Lo excluido, el fuera de escena de la escena del mundo, su fuera de campo; la ausencia que se vuelve olvido. Para legitimar la desaparición de la mujer árabe, se dice que ella es la señora de su casa, en el hogar, que su autoridad es una autoridad muda, y por ello mismo determinante. Que en la sombra de toda luz y de toda visibilidad, ella construye en silencio la obra que suya es: el gran silencio de mil voces muertas. Nunca repetiré lo suficiente cuánto debe esta experiencia su existencia a esa noche estanca y a esos velos innumerables. El duelo infinito de la mujer es un encantamiento general del lugar, de todos los lugares, de cada lugar por el que transitamos, y de un ser-ahí desde la noche de los tiempos; seres de la sombra y criaturas de la noche. La potencia de la noche sobre el día. La mujer árabe, poderosa por la fuerza de los muros que la encierran y que la hacen permanecer en el inconsciente del mundo. Lo excluido del mundo. La mujer es la proletaria del proletario, decía Marx, y no extraeremos todas las consecuencias de tal enunciado. Cuestión grave, tratada en el filme bajo el modo del recogimiento sobre las ruinas que hacen retumbar una multiplicidad de voces, que coexisten, discutiendo entre sí, con el fin de que una sola se vuelva dominante, y que no pueda serlo sin ser contestada en su volverse dominante por el volverse dominante de la voz del otro, de las otras voces. Por lo que sé, Derrida es el único filósofo que ha hecho de la diferencia sexual un motivo fundamental de su pensamiento. Un motivo musical, vocal y coreográfico. Así, por extensión metafórica y sin referirme directamente a esta voz muerta, a la desaparición de la mujer árabe, y a

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esos crímenes sin número de los que ella es constantemente objeto, yo conversaba con Derrida sobre la ruina de una española en duelo. Conversación extraña, que no lograba abarcar su objeto, hacer oír una sola voz; la mía deambulaba por las cuestiones y los interrogantes hasta perderse de vista. Durante un largo momento anterior a la conversación sobre la multiplicidad de las voces, Derrida me ha preguntado, yo debía darle respuestas, y no plantear preguntas, una inversión a la vez irónica y melancólica, que ha tenido lugar sobre el umbral del templo. Con mi voz resultado de esas voces muertas que porto, había que hacer de manera que Derrida hablase de la multiplicidad de las voces. Mi voz no surte efecto. Es demasiado débil, de una debilidad que se agrava ante la palabra de un «maestro», o, si se prefiere, de un profesor. Yo no he vivido el 1968 en Europa, y vengo de una cultura que dice: «de quien me enseña una letra, me convierto en sirviente». Observando todas las precauciones, cuando digo maestro me refiero a una configuración sociológica real. Yo he sido alumna de Derrida durante años, y aún lo soy. Una alumna «libre», al modo en que se dice de una oyente libre. Tal disimetría fundamental e intrínseca entre aquél que escucha y aquél que habla en la jerarquía de un anfiteatro fue, en las conversaciones, tan enriquecedora como amenazante. En un rodaje, el filme no puede tener lugar más que en el espacio abierto de una disimetría neutralizada. Instituye su propia disimetría, su propia jerarquía. Ahora bien, me era muy difícil devolver la disimetría a una dirección horizontal, que dejase el espacio abierto al filme. Esto se negociaba entre yo y yo, incansablemente. Y cuando miro ahora las transcripciones de las conversaciones filmadas, me doy cuenta de que yo no decía gran cosa. Muy poco. Sin embargo, se ha dado la palabra, y esto no se ha debido a la pertinencia de mis cuestiones, sino a otra cosa. Al haber sido ya la alumna, yo llevaba conmigo esa escucha que había aprendido a urdir. En la entrevista, dice Blanchot, hay el entre. Ese lugar indiscernible nos llegaba de otra cosa y de otro tiempo más pertinente que la pertinencia de mis preguntas. Viene tal vez de esa atención largamente madurada y nutrida después de años en relación con esta palabra. Y también de que una buena parte de las entrevistas filmadas poseía un complemento más pertinente: eran entrevistas únicamente sonoras. Una vez que llegamos a Almería, por la tarde, Derrida me preguntó de qué íbamos a hablar al día siguiente. De la diferencia sexual, le dije. Pero, ¿qué de la

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diferencia sexual? Y entonces, el silencio o la respuesta desviada o impertinente por mi parte. Yo sabía que yo quería hablar de la multiplicidad de las voces, de la apertura en sí sobre un fondo de voces múltiples que vendrían a encantar la voz dominante en su volverse presencia. Pero no podía decirlo, una voz se había muerto en mí. La fatiga, la exasperación, el miedo a quedar a un lado, en otra parte, separada del lugar de mi propia palabra. Y entonces de nuevo la crisis, peligro y amenaza para el rodaje, al no ser la elección de este lugar mucho más clara que las palabras que tenían que habitarlo, y el motín se puso espontáneamente en órbita. Turbación e inactividad.

Entrevistas bajo la tormenta

Al comienzo, en España, habíamos previsto realizar entrevistas sólo con sonido, de las que luego emplearíamos partes con la imagen. Con las crisis de Toledo, esto no se hizo. Luego, en Almería, pensé que, dado el tiempo bastante limitado de que disponíamos, había que ponerse rápido manos a la obra con los espacios, y esperar tal vez a las tardes, o a la vuelta a París, para retomar los temas con el fin de abarcarlos mejor, es decir, de domesticarlos. En cuanto a Jacques, quería ejercitar una palabra más libre de las sujeciones técnicas y de las contrariedades de lo inmediato, y afinar mejor su propia palabra antes de comprometerse con la imagen. Crisis y lluvia nos resolvieron al consentimiento. Y las inclemencias que me acompañaron desde los inicios del filme continuaron su labor incluso en Andalucía, donde por lo general sólo hace mal tiempo tres días al año. En la ocasión, nuestros tres días. Nada más natural. El afuera desencadenaba su pasión, erosionaba la figura quimérica de cualquier espera y paciencia en la intimidad de nuestros días. Inermes ante todas estas verdades insurrectas, teníamos que abrir las puertas y dejar entrar a ese desconocido obstinado. El vacío sin nombre y que nadie puede nombrar. Entra, toma lugar entre nosotros en la mesa, bajo el viento de un azar y de una necesidad mágica, todo eso es la falta de sol, y hoy que se prolonga será sin falta un ayer visible sobre una ceniza del sur. «Es una fatiga tal que no podemos sino descansar.» Al día siguiente, me preparé para las entrevistas, pero la luz era tan débil que ni siquiera era posible filmar desde el automóvil en la región más luminosa de Europa. Por la mañana, Jean-François nos trae dos cafés deseándonos «buena suerte», sin ironía,

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dice. Buena suerte en mano, por una y otra parte, yo debía comenzar por el comienzo. Esas voces muertas sobre fondo de olvido. Esa puesta en muerte, cuyos síntomas arruinan el mundo, no con una ruina poética, sino con una corrupción que suprime cualquier multiplicidad de las voces. La cuestión de la mujer, o de las diferencias sexuales, precisaba Derrida, sería la cuestión que desde un inicio lo motivaba para entrar en la imagen de su filosofía. En camino entonces, y Derrida ha desplegado mejor mis propósitos al darle a la cuestión de la mujer y de las diferencias sexuales un estatuto de acompañamiento y de alianza en todo cuanto hace y escribe.

Pasión de los lugares

Durante el rodaje siempre estuvo presente la cuestión de los lugares. ¿Por qué venir aquí? Mi elección de los lugares, además de la pasión que siento por ellos, procedía también de una inquietud. ¿Cómo hacer hablar a la imagen y cómo revestir de imágenes la palabra al margen de cualquier filiación biográfica, o de una genealogía naturalista? ¿Qué es una poética de lo en otra parte? Almería era mi lugar, injertado sobre el no-lugar de una memoria vacía y/o fantaseada por Derrida, un espacio impregnado del tiempo. No me gusta la palabra «decorado». Este paisaje no es un decorado, es un espacio esculpido por sí mismo, una escenografía de lo efímero del tiempo y de la materia. Si no, ¿qué es una ruina? La pasión del lugar. La segunda entrevista ha comenzado justamente por la elección del lugar, así como la primera había empezado por el porqué mismo del filme. Ahora veo mejor cuál sería la ley de estas entrevistas. Nunca a la vista de las mismas. No nos valdríamos de ellas en el filme, y yo lo sabía en aquel momento. Pero eran fundamentales para la palabra por venir, justamente sobre los lugares. Una base, una referencia para la palabra, eso tan fácil y tan difícil, el zócalo de nuestras crisis. Estaban allí para hacernos entender el objeto que les había dado su razón de ser. Trataban del afuera, reverso invisible del filme, dando a la visibilidad sus ojos. Mal entender, lo mal entendido también es lo mal visto. Para ver mejor, habría que disipar el malentendido, ese silencio que rodea lo no-dicho de una espesa niebla. Por lo tanto, la pasión del lugar (cita de

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Sauf le nom63, de Derrida) que nos sobrevivirá. Jacques decía que cada vez que su mirada se posa sobre una ciudad, una callejuela, una piedra: «me oigo, literalmente, murmurar a cada paso: te sobreviviré» (La Contre-Allée). Entre el lugar y los hombres está el lugar que le llevará, a él, en su impasibilidad y sin la menor conciencia, a velar por la memoria de los hombres. Ahora bien, entre los hombres, una pregunta ronda siempre en torno a cada encuentro: ¿quién sobrevivirá al otro? Pero los lugares de Almería son tan mortales como nosotros, finitos con su finitud; a nuestra imagen, están roídos por el tiempo. He visto con mis propios ojos su lento borrarse en sincronía con el espacio de mis años. No son ni monumentos ni moradas, ni vestigios ni cenizas. En camino hacia la ceniza, diría. Si el pensamiento debiera encontrar una ruta, o más bien una calle lateral paralela, sería aquélla, el desbroce de un camino, de una palabra a través de la ceniza, a través de la ruina. Por lo demás, las ruinas están a menudo encantadas en Almería. (He aquí otra afinidad en duelo con el pensamiento de Derrida.) Decíamos esto de la alquería que habíamos bautizado como alquería de la planta, en homenaje a las bellísimas e inmensas plantas que databan del tiempo en que allí se encendía el fuego y en que se cocía el pan, el tiempo en que el humo indicaba la pertenencia a un lugar. Desde que el fuego se ha extinguido, ya no queda otra cosa que la planta que brota en la desmesura del abandono, y que nos da una parte suya para que la llevemos a nuestras moradas umbrías en París. Allí donde ella no sobrevive mucho tiempo, por otra parte. Muerte de un fantasma64

Otros sitios fueron bautizados por nuestra cuenta. Así, hemos filmado donde Lawrence de Arabia y sobre el monte de los olivos. Alquerías abandonadas, encantadas, donde la naturaleza enseña a los hombres que tendrá la última palabra, de nuevo pronunciada y siempre la última. ¿Quién la llevará al final, el viento o la piedra? Durante las localizaciones y a lo largo del rodaje, trabajamos con Mónica, una regidora de la región de Almería, empleada igualmente del parque natural, y que tenía un manojo de llaves que volvería locos de envidia a todos los ladrones del mundo. Muchos de estos

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Jacques Derrida, Sauf le nom, Galilée, París, 1993. (N. del T.)

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parajes naturales, playas, puntos de vista, están encerrados bajo llaves gigantescas. Mónica abría los parajes para Sylvie y para mí como se abren en los cuentos las cuevas con palabras. Un día en que yo buscaba un hermoso punto de vista, ella me dijo conocer uno en las cercanías. Sólo que no se podía ver más que desde una casa encantada, habitada en tiempos por una pareja alemana, a la que un sobrino visitó antes de ahogarse en el mar, frente a la casa. Llegamos junto a la casa, intacta además, y la puerta estaba abierta, y sobre ella había una frase, escrita con letras claras, muy legibles: «No molestar al niño que duerme aquí.» La leímos en silencio, un sentimiento sordo se apoderó de nosotras tres, y sin decir palabra entramos con paso firme, impelidas por un racionalismo de último recurso. La casa era sombría, y vacilamos con los pasos de un okupa antes de subir al tejado para contemplar la vista. Dentro de los muros, la densidad y el espesor de ese duelo habían enrarecido el aire. Sobre el techo, frente al mar, respiré al fin. Permanecimos un momento allí, y luego yo volví a descender, determinada a dejar ese lugar lo más rápido posible. Mónica insistía para hacerme ver otra cosa en el cuarto de baño. Casi desesperada, la seguí. Se trataba de una bañera con forma muy semejante a un sarcófago. Un sarcófago rosa, la indiscreción misma en ese sepulcro vacío, estragado por la tristeza y el duelo. Salí corriendo. Las otras me siguieron inmediatamente. No, no se podía filmar aquí, en absoluto. Más tarde, en torno a una copa, comprendimos que nos había embargado una de las pesadillas del encantamiento. Un horror blanco, liso, sin nombre y sin fondo emanaba de cada piedra de esa casa. Y las tres habíamos sentido ganas de correr. «No molestar al niño que duerme aquí.» Como si un niño durmiera hasta la eternidad en este aquí que para siempre será su siempre. ¿Sería otro nombre para el infinito que nos atrapa, a nosotros finitos, como para revelarse a través de un hiato arrancado por subversión a lo trágico? ¿Sería, en fin, un desafío contra nuestra finitud? Escribo estas líneas en Andalucía, no muy lejos de otra casa encantada, a propósito de la cual he escuchado la leyenda de un pequeño Ramón que pedía noticias de un fantasma5.

Isabel

, su madre, es una vieja amiga gracias a la que conocí Almería y

sus duendes. Ella respondió que «el fantasma está muerto»5. Como para alejar a Ramón de ese turbio pensamiento. ¿Mueren verdaderamente los fantasmas, o vivirán mientras

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En castellano en el original. (N. del T.)

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haya hombres para testimoniar de su presencia y darles vida? Lo exagerado de esta frase, el contrasentido absoluto de un fantasma5 que nunca podría morir, ya que es la muerte en vida, dejaba pasmado al pequeño Ramón. Que repetía la frase en voz muy alta, con los brazos abiertos como para acoger la imposibilidad de ese enunciado.

Batalla de Almería

Cada mañana, registrábamos entrevistas sin la cámara durante cerca de hora y media. A menudo, la conversación en los lugares no era sino una continuación de los puntos tratados con anterioridad. Así, tales conversaciones suministrarían un sub-texto a la palabra en imagen, y facilitarían los pasajes filmados. Para contentar a Jacques, habíamos previsto tres entrevistas para los tres días del rodaje, una cada mañana. Tras la primera, le hemos presentado un planeamiento del tiempo, improvisado a mano, que le ha contrariado mucho. Entrevistas con sonido cada mañana era demasiado. Y, aunque esas entrevistas respondiesen a su demanda, no era menos cierto que habían rebasado su idea inicial. De repente, me he sentido como ante un dilema, un enigma. ¿Qué camino hay que tomar para llegar al lugar en que la palabra no entre en guerra con la imagen? Otra guerra entonces, y he tenido que batirme en retirada abandonando la mesa. Martial me ha seguido al poco. ¿Era preciso volver a iniciarlo todo? No. De ningún modo. No habíamos tenido necesidad de reafirmar las alianzas, que eran tan infalibles como una alianza entre mortales pueda serlo. Al fin, habría que volver a empezar más tarde, allí donde debiésemos retomar las imágenes de Jacques, o más bien su palabra. Un repliegue táctico: disminuir el empleo del tiempo. Dicho y hecho. Hemos cedido: una sola entrevista con sonido debía bastar en lo sucesivo. Y siempre el mal tiempo. A la noche siguiente de esta tempestad en la mesa, otra, en absoluto metafórica, se ha cebado con el lugar de nuestras imágenes. Una lluvia torrencial, seguida de un corte de electricidad, inundación de habitaciones, etc. Al día siguiente, Jacques se ha sorprendido al ver que nuestras máquinas aún funcionaban para la entrevista, incluso sin corriente eléctrica. «Teníamos una batería ya cargada antes del corte», ha explicado Jean-François mientras instalaba el material. Más tarde, y bastante incrédulos, nos hemos dado cuenta de que no quedaba sino película ultrasensible, y ninguna otra para la eventual mañana soleada. Sylvie se

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proponía ir a toda velocidad a Málaga en automóvil, ocho horas en ruta de ida y otras ocho de vuelta, para que tuviéramos la película a la mañana siguiente. Granada estaba más cerca, pero allí no encontraríamos película. Puntos suspensivos. Por otro lado, en Málaga la película sería vieja, ahora bien, película virgen y vieja nunca hace buen casorio. Tantos riesgos comportaba el problema como su solución. Debíamos en efecto trabajar al día siguiente sobre una playa. Rodando en redondo, mirando el cielo para implorar sol y ausencia de sol al mismo tiempo, y pidiendo a Martial algunos detalles técnicos, algo se empezaría a despejar, a tranquilizarse. Comencemos muy temprano, decía Martial, e incluso si hace sol, al inicio de la mañana esta película servirá. Por tanto, la 500 ASA debía resolver nuestro asunto, el asunto de un filme tempestuoso. En nuestro monte de los olivos rugía un viento bíblico. Un silbido estridente habría borrado hasta la más mínima palabra, por más sagrada que fuese. Y cuando el espectro de tal problema hace su aparición, uno se pregunta si el mundo existe, no si Dios existe, sino si el propio mundo existe. Shut your eyes and see. Justo había que cerrar los ojos y esperar a ver la noche cerrada al fondo del abismo que se abriría en nosotros, y olvidar por un instante el mundo y sus aledaños, su falta o exceso de sol y sus lluvias copiosas. Recogerse ante la catástrofe y aguardar con los ojos cerrados a que pasara. Y pasa. Sólo hay que orientarse de otro modo. Desandar el camino y desbrozar otro. Todo esto no es verdaderamente sino una cuestión de viaje, viajar de otro modo en un rodaje bajo el viento que sopla, con la falta de película, y con los estragos del frío. Sobre el monte de los olivos hemos rodado entonces imágenes mudas a las que se ha añadido el sonido en el estudio, ruidos de pasos, como si se los oyera durante el rodaje, cuando ni siquiera oíamos nuestras propias ideas. Derrida en las landas, ese desierto metafórico, deambulando a través de las ruinas como si no buscara más que desaparecer atravesando el encuadre. Derrida ha caminado durante kilómetros en este filme, y siempre con vistas a una desaparición, como todos nosotros, destinados a pasar sobre los lugares, a pasar los lugares, paseantes o pasajeros en suma. Además de nuestros propios problemas, había otro, y no el menor. El corte de fluido eléctrico había sorprendido a Jacques en plena escritura al ordenador, y había por tanto que encontrar una máquina que pudiera leer el disquete con su copia de seguridad, ya que la electricidad no se restablecería pronto en el hotel. Él temía haber perdido un texto (consagrado a Jean-François Lyotard). Así, para tranquilizarlo, había que viajar tras un

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ordenador, correr tras el mismo, a fin de que el texto de este sub-texto, no obstante escrito, no lo borrara la luz defectuosa de los hombres.

La felicidad de las catástrofes

Y sin embargo, éramos felices. Jacques tenía una pequeña cámara de super-8, con la que nos había filmado mientras preparábamos el rodaje. Las imágenes se montaron en una de las versiones del filme, pero en la definitiva ya no están. Demuestran, con el encuadre y la luz a su favor, que estábamos tan serenos como desarmados, indolentes y determinados, y que de la tormenta ya no quedaba más que el después, la calma y las dulces mieles de la connivencia. Nada que muestre tensión, ni desesperanza, ni desolación, ni tempestad, ni catástrofe. Una apacible tonalidad y un ritmo sosegado, pero ¿por qué? En la sala de montaje, Marielle, la montadora del filme, me dijo mirando esas imágenes: «Tenéis todos un aspecto resplandeciente». A lo que le respondí: «Si tú supieras...». Puede que sea algo perteneciente a la gramática de la querencia o de la amistad. Todos queríamos realizar este filme, incluyendo a Jacques, y había en ello un pacto en torno a una guerra sin vencedores ni vencidos, una guerra desarmada. Cuando ahora me encuentro con los miembros del equipo, todos dicen haberlo pasado verdaderamente bien. Una brisa de gracia soplaba en la tormenta de nuestras catástrofes, rozándolas siempre ligeramente. Era de la memoria de lo que se trataría al día siguiente sobre la playa de los piratas, una playa compuesta íntegramente por negros guijarros musicales que en el tiempo inmediato del rodaje recordaban el trabajo de erosión que una memoria realiza con la ayuda del viento de los años. Es después cuando se sabe si se ha sido feliz o no, en el último momento: se verá al final del filme, tal vez los momentos felices tomen el significado de una catástrofe, y los momentos desdichados, las disputas, las crisis, se transfiguren en el momento en que salga el filme, o bien mucho tiempo después, tomando un significado distinto y positivo, y diremos: «pese a todo, estábamos bien... ¿recordáis aquella terrible discusión? ¡Mira que éramos felices!» La mañana sobre la playa de los piratas. ¿Y si todos fuéramos piratas? Que roban a la playa su apariencia para guardarla en lugar seguro: la imagen. La mañana se presentaba en calma y apaciblemente soleada, cierto dulzor furtivo limpiaba de nuestros

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rostros el tiempo de una palabra arrancada a la noche. Y que nombra el tiempo de un futuro anterior, como si lo desconocido durmiera en el acontecimiento que se vive sin forma y sin prefiguración, como una sílaba que no tomará sentido hasta más tarde, en el tiempo otro y diferido de una nueva frase. La atención no diferiría de su objeto; una pura escucha, algo ha hablado en nosotros, desde el fondo de un adentro vuelto sobre sí mismo tras la tormenta. Un año más tarde he vuelto a ver a Mónica, que no hablaba francés, y que frente a la misma playa me ha dicho que «fue fascinante». El rodaje, decía, fue como un barco sobre una mar agitada, acechada por el naufragio. Vuelto el acontecimiento sosegado de un sueño colectivo, este naufragio fracasado dará a cada uno de nosotros un recuerdo infinitamente variado. Por mi parte, era la primera vez que vivía un rodaje con la apacible intensidad de una renuncia. Las imágenes rodadas por Jacques mismo sobre la playa, en contracampo auténtico, lo atestiguan. Dicen la memoria de este filme en el que lo desconocido reinaría como monarca absoluto y que, una vez concluido el filme, el verdadero, se convertiría en el lugar rutilante de una multitud posible de percepciones pirateadas. Las imágenes del filme en proceso se quedaron en el montaje justo hasta el penúltimo segundo. Fueron las últimas en ser retiradas. Según un argumento implacable, la experiencia del filme no debía aparecer en el filme. Ese todo, del que el filme no muestra sino una parte ínfima, debe permanecer a la sombra de su tiempo, para al final de los finales abrirse al tiempo de los otros. El filme, libre de sí mismo y de su historia, gana en apertura y en pertinencia global y universal. Es más fuerte. Ahora bien, el filme, este filme, ha fabulado mucho, y los miembros de su equipo se han vuelto personajes silenciosos a la vez que actores protagonistas. Decía Deleuze que cuando un filme toma por objeto el proceso de su propia constitución, hay que leer ahí conspiración y delación. Conspiración contra el filme, y delación del poder del dinero que se ejerce sobre todo filme. Sin embargo, este filme en particular no buscaba agotarse en el «sub-filme», sino difundirse. Ya que el filme se realizaba con independencia de su sub-filme, no tomaba su propia constitución por objeto, ésta no era más que una referencia a cierta escritura intrínseca al propio filme, a su sub-texto absolutamente determinante y necesario. Este contracampo del filme en el filme había que «hacerlo surgir» de la mirada de Derrida a través de aquello que él había verdaderamente visto, y «hacerlo aparecer» sobre el escenario de la historia común a

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este grupo de gente que atravesaba un acontecimiento, una experiencia compartida, mientras se constituía en memoria. Una puesta en abismo, si se prefiere. La memoria mientras se hace, como la filosofía mientras se hace, como el filme mientras se hace, como nosotros mismos mientras nos hacemos. He cortado esta secuencia con gran pesar. Fue un duelo. Para mí, nada se abre en tanto que está cerrado. Abrir, en este sentido, sería devolver al filme su propio relato novelístico, cuya tan singular travesía marcaría en adelante nuestra propia memoria, la de cierta reminiscencia quimérica, que se produciría ante nuestros ojos y sobre el terreno, y que, por encantamiento, borraría de golpe todo resentimiento y amargura.

USA. ¿Cómo ahogarse en un espacio?

Aún hicimos otro viaje, con Eric (quien ya comenzara el filme en París), un director de fotografía con ojo refinado y noble corazón. Como se verá, el rodaje era discontinuo. Atravesado por el tiempo y el espacio que lo rodea. Desde diciembre hasta mayo. Mucho tiempo. A finales de abril, principios de mayo, nos hallábamos en California, Los Ángeles, Irvine y Laguna Beach. Yo nunca había estado en los Estados Unidos, y si no es por el filme probablemente jamás hubiera ido. Ni siquiera Nueva York me decía nada. Una vez allá, me encontré en un estado permanente de estupor. Creo que nunca en mi vida he agradecido tanto a Dios, con tanta gratitud y reconocimiento, el haberme hecho aterrizar en Francia y no al otro lado del Atlántico. Cuando se parte como partí yo, poco importa el destino, es la partida lo que importa, basta con nada, un amigo, un gesto, una llamada, muy poco, para que advenga el viaje. Yo hubiera podido encallar en Norteamérica, y no en Europa, ahogada en la desmesura que amenaza desde cualquier parte. Tal prodigalidad del espacio vuelve imperceptible la más táctil de las experiencias, cómo alejarse con estrépito en una insignificante forma. ¡Y ya el viaje para ir allá! En el momento en que el avión aterrizó en Los Ángeles, descubrí por primera vez que incluso lo interminable se termina. Aquello pertenecía al milagro, una fractura sorprendente e inesperada en este tiempo punzante, monótono, idéntico a sí mismo, en desarrollo impasible, el infierno de lo eterno. Por lo demás, íbamos contra el tiempo, ya que viajamos sin cesar hacia el Oeste, rechazando la noche ante nosotros. Aunque ningún sueño era posible.

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Una transparencia permanente, todo a imagen de Norteamérica. He tenido la impresión de que se había suprimido, de un solo trazo, tanto la noche como la calle. Todo parecía gigantesco, claro, y sin sombra. Una transparencia repleta y vuelta posible en su identidad por este rumor de motores al que no hay lugar que escape. Habíamos previsto una discusión sobre el secreto con un grupo de filósofos, amigos de Derrida, en el espléndido jardín tapizado de rosas de Hillis Miller. Imposible: los aviones, indiferentes a nosotros y ellos mismos lúgubres, perforaban la atronadora espuma del cielo. En los espacios abiertos, e incluso sobre las colinas, un ruido de autopista tomaba la forma de una hondonada volcánica desmitificada que corrompiese el sonido y la imagen por metonimia. Todo este espacio sobreabundante, y ni la menor imagen exterior, excepto una sola en la ciudad de Irvine, extraordinariamente vacía y filmada sin el sonido. Habíamos evitado en este filme realizar imágenes en los salones y oficinas, pero en California resultaba imposible escapar a las casas, a los edificios y los lugares cerrados. Se aprende a amar o a odiar un lugar cuando se anda a la búsqueda de una toma de vistas. Pero las imágenes de California estaban sujetas, al contrario que las de España, a un hilo biográfico visible. Buscamos por tanto la manera de reconstruir ese debate, interno en el filme (que no fue montado), con el fin de dar forma a un campo no espacial, sino en el que las palabras en eco resuenan entre Derrida y sus amigos. Sólo ahora, concluidos tanto el montaje como la regrabación, lo veo: en la heterogeneidad general del material, ha habido como un motivo, o varios motivos tendentes a sincronizar el todo y a producir una armonía, un acuerdo, más bien. Tales motivos se encontrarían en todas las imágenes. Han sido ellos los que han descartado de su propia organización las notas inconvenientes. La discusión, según nuestro propio término, el seminario según el término de Derrida, no se expresaría en el idioma del filme. En California se ha hablado otra lengua, la lengua de una palabra dirigida y contenida en el espacio visible de su proferencia, y no en su más allá. Más allá del encuadre, más allá del campo, más allá de la inmediatez del tiempo y del espacio, vuelto, por la fuerza celeste de los aviones y la fuerza telúrica de las autopistas, un salón.

Imago y Vestigium

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Esto parece terriblemente tomado en préstamo a la metafísica. Pero, como nadie ignora, hay una metafísica de la imagen, su historia cristiana es poderosa y sobredeterminada, y todos nosotros, musulmanes incluidos, participamos de esta herencia, incluso si el Islam ha arrojado su prohibición contra la representación y la idolatría. Lo que hoy resta de esa prohibición en un mundo cada vez más cristianizado y repleto de imágenes es la prohibición absoluta en lo concerniente a la representación del profeta y sus compañeros. En las series televisadas del mes de ramadán, cuando se evoca la epopeya de la génesis del Islam, si se trata de conversaciones con Mahoma o con alguno de los suyos, la imagen queda fija sobre los personajes profanos. Un comentario recoge las palabras del profeta. Dicha voz del comentador procede de un contracampo invisible, mientras que el personaje exento de invisibilidad, aquél o aquélla que se permite ver, permanece allí, inmovilizado, fijado, dichoso en la escucha de lo que le llega del más allá de la frontera luminosa. La literatura árabe ha celebrado la ruina, ligada siempre al duelo del amor y al duelo de los años, cuando el poeta llega demasiado tarde a los restos de los lugares de amor, asolados por el tiempo y la corrosión de los años. Los teólogos cristianos de la Edad Media sintieron la necesidad de distinguir la imago del vestigium. El vestigio, la ruina se erige sobre un fondo de pérdida, está constituido por la pérdida y la herida, y por ello mismo es propio de la cosa y no del hombre. Ahora bien, el hombre está hecho a la imagen de Dios, cuya imago recubre la pérdida y la borra, puesto que es representación de un todo. En los Estados Unidos hemos hablado, sobre la terraza de Derrida cara al océano, en el que un delfín aparecía aquí y allá, de esta cuestión referente a la imagen. Derrida es judío, yo musulmana, y estas dos religiones a las que pertenecemos sin pertenecer han proscrito la imagen, sospechosa de volver visible lo que para siempre debe permanecer en el silencio y la oscuridad. La muerte de Dios, motivo intrínsecamente cristiano, volvería necesaria su imagen, mientras que un Dios que vive siempre es omnipresente sólo en tanto que es irrepresentable. Sin embargo, la metafísica occidental de la imagen tenía su herejía constitutiva, los iconoclastas. En los años sesenta, cuando Derrida comenzó a publicar, era de buen tono alzarse contra la imagen y la representación en general. La escena y la teatralidad del mundo tal como se exhibía en esa época: la sociedad del espectáculo. Cuando Derrida aceptó aparecer y mostrar su imagen, dejarse fotografiar, reaccionaba contra la fascinación que la invisibilidad del

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retiro nunca deja de ejercer, ese escenario de la desaparición que hechiza. Un intercambio, entonces, entre lo visible y lo invisible, la aparición y la desaparición. En una conversación, Derrida decía que, como algo saliente de la muerte, la imagen siempre es un sudario, lo que revela velando, lo que oculta el rostro y a la vez lo exhibe. El velo impreso por los rasgos del rostro que sorprende. La imagen nos mira y revela al otro en sí. ¿A quién nunca le ha sorprendido su propia foto? Cada imagen toma una parte desconocida de sí y la fija, una parte extraña que no se deja reapropiar, porque pertenece ya a otro mundo, el mundo del icono y del simulacro. Esta conversación cara al océano erizado de delfines ha sido igualmente cortada del filme. Las imágenes que quedan hablan por las que han desaparecido, al modo del duelo contienen a las desaparecidas. El superviviente toma en sí al muerto, lo porta y lo guarda. ¿De cuántos muertos estamos hechos?

Interpretación de actor en una dramaturgia accidentada

En California, como en España, tomamos imágenes silenciosas de paseos, de subidas y descensos que subrayaba la voz de Derrida. Este protocolo de rodaje sorprendió mucho a una primera montadora, que no había participado en la factura del filme. «¡No iremos a montar la voz de Derrida sobre su propia imagen...!» Le respondí con una tautología que sí, que así se había rodado el filme. Al pasear, Derrida no perseguía atender a nada en particular, como tampoco los paseos guardaban un propósito determinado al margen de ambos extremos en la travesía del encuadre. Simplemente paseos, vacíos de intención, y es justo por esto que ha sido posible desviarlos y hacerlos marchar de otro modo. El filme ha sido en su conjunto construido de esta manera, por disociación, por elipse, un tejido que deja lugar a la fisura, roto en su composición, desarmado en su tono. Subir o bajar, caminar y atravesar el sonido de su propia voz que viene de otra parte. Así, se superponen dos acontecimientos: una palabra en un espacio sin acontecimiento y el acontecimiento de un espacio sin palabra. Tal superposición permitiría a la escenografía desplegarse bajo el viento del sur de Europa. Pero el procedimiento corría el riesgo de ser artificial (la intrusión, por ejemplo, de las imágenes argelinas en el seminario parisino), y aunque por poco, creo que evita serlo. Hay algo en el concepto formal que no pertenece a la voluntad. E

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incluso si he procedido por disociación y diferenciación de un modo voluntario al principio, llega un momento en que la voluntad se debe detener, si no quiere convertirse en censura y resistencia. En lo tocante a la puesta en escena, se hacía sentir una necesidad, muy vacilante al comienzo entre varias opciones. Era necesario que existiera disociación entre palabra e imagen. Las entrevistas a la manera clásica no nos convenían. Y después, la resistencia de Jacques tenía un sentido que hacía derivar el filme sobre otra vía. España, prevista desde un inicio en el proyecto, podía cristalizar esos movimientos del tiempo en el espacio. Los diferentes países venían con su tiempo y su espacio a trazar una retórica de la imagen como metonimia o como metáfora, y no como información. El mismo filme estaría construido desde el interior del pensamiento mismo, forjado o más bien esculpido a imagen del pensamiento, que no sería un simple injerto sobre una estructura convencional. Esta orientación, cada vez más poderosa, no lo ha dominado todo. Quedaban aún en el rodaje y en las tomas momentos que no rimaban con esta estructura en germen. Vacilaba la dramaturgia. Lo cual le pasa a todo el mundo. Las tomas cuentan siempre su propia historia, no la de la intención, sino la de aquello que se le escapa. Montar un filme significa poder descifrar la historia oculta, el relato invisible de las tomas. Y las tomas dirían, en este filme, que Derrida camina solo, con su propia palabra entregada al espacio y al tiempo, pero también a las miradas diferidas de los hombres. ¿Yerra en el espejo de un saber secreto que Próspero en su soledad tenía, el poder de desencadenar la tempestad? En Almería, en los «espejos». Una dramaturgia excluye de suyo otra. Entre todas las posibilidades fílmicas, no había espacio más que para una sola. Hemos rodado con un cierto número de sus amigos (Hillis Miller, Bennington, un grupo de amigos que participaban en la discusión sobre el secreto), y sin embargo todas esas secuencias han sido suprimidas. Pertenecían a otra escritura, exterior, situada más precisamente en un afuera que no dispersa. La óptica sociológica se enredó consigo misma, había que ir a ver en otra parte, y en otra parte se nos ofreció un material tan rico y tan abundante que cada disgusto, cada corte se reparaba en seguida, se consolaba por el sentimiento, al menos, de otra plenitud. Nos hemos tomado el tiempo, el tiempo de un filme, y siempre hemos estado urgidos de concluir: «aquí paramos». Es preciso. Múltiples son los caminos ante cada experiencia, un buen número de ellas carece de salida, nos acogen diciendo «sí», pero

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cuando penetramos en ellas nos damos cuenta de que no conducen a ninguna parte. ¿Cómo saber? En la vida tanto como en los rodajes ninguna pancarta señala el sí y el no, los callejones sin salida y las rutas que conducen justo hasta el precipicio. Sólo el deseo y la intuición guían, a ellos hay que abandonarse. Ahora bien, el deseo se vuelve, como dice Blanchot, del lado del error. Luego se yerra, en solitario como en el filme, o entre varios como en el rodaje. La intuición roza ese algo que se busca en el olvido de una ruina, los días nublados, el malentendido y el temor al día siguiente. Toca de cuando en cuando este rumor aún mudo, pero cercano a convertirse en voz. Recoge de cuando en cuando esos visos de promesa. Todavía y siempre, shut your eyes and see. ¿Ver a quién o qué con los ojos cerrados? La verdad, que no puede ser sino ficción, la luz de esencia nocturna, el yo siempre otro, el detalle por otra parte, el sí que no puede decir más que un no, la memoria que se consagra al olvido, y la mar. Campo de olvido, palabra de memoria y vuelta a empezar, ritmo y profundidad, rumor y ribera, y siempre más allá. Una voz por otra parte, cuya memoria aún murmura la incandescencia de lo que ha sido. Habrá apaciguado el furor de este ruido que siempre me llega. Y borrado, y borrado. Ha hecho cumplir su ley, la ley de los restos.

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