Sábado Santo El Silencio de María

Sábado Santo El Silencio de María “No temas, María, has hallado gracia delante de Dios” 11 Abril 2009 P. Carlos Padilla “Hágase en mí, según tu pala

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Sábado Santo El Silencio de María “No temas, María, has hallado gracia delante de Dios” 11 Abril 2009

P. Carlos Padilla

“Hágase en mí, según tu palabra” Celebramos hoy El Silencio de María. “No sería necesario recurrir tanto a la palabra, Si nuestras obras diesen auténtico testimonio” decía S. Juan Crisóstomo. Hoy es el sábado del silencio. Te miramos, María. Miramos la cruz y te miramos. Como el joven discípulo que te recibió en tu casa. Como Juan que te abraza y sabe que eres Madre. Ha pasado ya otra noche. Reina el silencio. El Calvario está desierto. Gracias a José de Arimatea, amigo de Jesús y a Nicodemo, pudieron entregarte a tu Hijo. Lo abrazaste en silencio, entre lágrimas. Lo tomaste como cuando era niño, cuando se hacía daño y corría hasta ti para encontrar amparo. Lo besaste, y soñaste en silencio que volvía a la vida. El tiempo corría rápidamente y sabías que ese abrazo no podía ser eterno. Había que actuar con celeridad y llevar el cuerpo al sepulcro, no estrenado, virgen, que tenía José de Arimatea. Habían conseguido el permiso. Corría la tarde del viernes y los judíos se preparaban para la Pascua. Llevasteis a Jesús hasta el sepulcro y corristeis la losa. ¡Qué silencio! Ese silencio de la muerte. Ese silencio tuyo, María, abrazando a Jesús. ¿Dios ha muerto? La palabra “muerte” nos abruma. No queremos pronunciarla. Pensar, Madre, en dos días de muerte nos deja helados. Dos días sin Dios hecho hombre. La muerte de Dios parece ser el final del mundo. El hijo de Dios, tu hijo, muerto. Ese silencio pesa en el alma como una losa, como la losa corrida sobre su cuerpo. Nos sentimos como los discípulos de Emaús volviendo a su aldea. Dios ha muerto. El Mesías ha fracasado. El más absoluto fracaso. Sólo cabe el silencio. Es un silencio cargado de nostalgia. No se parece a tu silencio, María, tu silencio es distinto. El de Pedro que llora. El de Juan que te abraza esa noche. El del resto de los discípulos y seguidores es un silencio casi de amargura. Habían soñado todo distinto. Es el silencio en el que no hay palabras para explicar lo ocurrido, la locura de la cruz. Es el silencio que no se atreve a romperse porque no hay nada que decir. Todo está dicho, la muerte ha tenido la última palabra. Es, por decirlo de algún modo, un silencio triste. Porque Dios ha muerto. Aquel que tenía palabras de vida eterna no era eterno. Aquel que era Rey de su Reino, nos dejaba sin reino, sin vida, sin esperanza. Aquel que resucitó al hijo de la viuda de Naím, o a su amigo Lázaro, descansaba sin vida y nadie podía ir hasta la losa, correrla con cuidado y gritar: “Jesús, Josuah, sal”. Ya no había nadie capaz de pronunciar tales palabras. Es un silencio oscuro el que invade los corazones de casi todos. Es una noche larga, casi eterna. ¿Dónde está la luz? ¿Dónde la esperanza?

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¿Cuándo aprendiste a guardar silencio, María? María, tu silencio era distinto. No tenía notas de amargura, no parecía el silencio del que no tiene palabras para explicar nada. ¿De dónde brota tu silencio? Cuando eras niña aprendiste a escuchar. El que poco habla, aprende el valor de la escucha. Las palabras a veces sobran, son muros y no puentes. Para escuchar es mejor callar. Aprendiste a guardar silencio. Un silencio profundo y misterioso, respetuoso y lleno de confianza. El silencio de una niña arrodillada en Nazaret, porque en silencio se escucha a los ángeles que vienen a dar respuestas. Aprendiste de niña y nunca lo olvidaste, en verdad, siempre fuiste niña, nunca perdiste la inocencia de tu primer silencio, de tu primer sí. El silencio ante el ángel. "ALÉGRATE, LLENA DE GRACIA". Los ángeles llegan a romper el silencio. Pero antes tenías que estar tú esperando, aguardando en silencio. Tu espera está llena de silencios. El ruido evita que oigamos con claridad. ¡Cuánto ruido hay con frecuencia en nuestra alma! Tú esperas. Esperas sin saber bien el qué. Sólo aguardas junto al que amas, junto a tu Dios, tú, la llena de gracia. Te turban estas palabras porque te desvelan lo más profundo que hay en ti. Lo más verdadero de tu alma. Eres llena de gracia, Inmaculada, eres propiedad de Dios. Aguardas en silencio. “No temas, María, has hallado gracia delante de Dios”. No temas, niña María, no temas porque eres de Dios. ¡Cómo acoger estas palabras en tu corazón de niña! Guardas silencio y te preguntas qué saludo era aquel. Meditas. Callas. “Vas a concebir en tu seno y vas a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo: y Dios el Señor lo hará rey, como a su antepasado David, y reinará por siempre en la nación de Israel. Su reinado no tendrá fin”. Y de nuevo callas y pronto preguntas: “¿Cómo será esto si no conozco varón?” Y el ángel responde:”El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Y tú crees en el silencio: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel te dejó en silencio, callada, esperando, acogiendo la sombra del Altísimo sobre ti. Dios se hace carne en el silencio de tu vientre virgen. En lo profundo de tu alma niña. Sin palabras, sin gritos, sin ruido. Sólo el silencio vence en ti y te muestra lo más verdadero de tu vida. ¡Cuánto nos cuesta a nosotros acoger los planes de Dios en silencio! ¡Cuánto nos cuesta no rebelarnos, gritar, protestar, demandar cuando Dios nos pide lo imposible! No estamos tan abiertos a cambiar los planes, a acoger en el seno la voluntad de Dios y repetir las palabras de María, sus pocas palabras: “Hágase en mí, según tu palabra”. El silencio ante José. ¿Cómo explicarle a José lo ocurrido? No hay palabras. ¿Cómo relatar la escena que has vivido? Callas. Para Dios no hay nada imposible, aunque no ser repudiada parecía imposible. S. José era justo, va a ser conocido como el justo por todas las generaciones. Y “decidió repudiarla en secreto”. Estabas esperando y guardaste silencio. No podías explicar lo ocurrido. Callaste. Para Dios todo es posible. Si Él había empezado este camino, Él quitaría los obstáculos. José era justo, era hombre de Dios y por eso pudo escuchar al Ángel, también él guardó silencio: “José, descendiente de David, no tengas miedo de tomar a María por esposa, porque el hijo que espera es obra del Espíritu Santo. María tendrá un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús. Se llamará así porque salvará a su pueblo de sus pecados.” Y tomó a María por esposa. Tu silencio venció los obstáculos. Tu fe callada, tu confianza plena. Nos cuesta guardar silencio ante las dificultades. Creemos que siempre tenemos algo que decir, algo que hacer. Nos falta esa fe ciega en un Dios providente, esa fe de niña que ha creído la promesa. Si Dios ha hecho una promesa y nos ha puesto en camino, hemos de creer que Él, con su brazo poderoso, con su paternidad misericordiosa, allanará el camino por el que me lleva y me dará las fuerzas para cargar con la cruz que pone sobre mis hombros. El silencio en Belén. Guardaste silencio en Belén. Cuando las puertas se cerraban y no había posada, cuando no te rebelabas ante las dificultades. Cuando los pastores

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vinieron a adorarlo, o los reyes de países lejanos proclamaron su realeza. Guardabas todo esto en tu corazón de Madre. Cómo ponerle palabras a lo que estaba ocurriendo. Callaste. En silencio contemplabas tu camino. Abrazabas a tu niño recién nacido. Que era hombre, que era Dios. Buscabas los rasgos divinos en cada gesto. Y descubría en sus rasgos tus propios rasgos. Buscabas en Él a Dios y te veías reflejado en su sonrisa. Querías encontrar a Dios y lo encontrabas, porque el niño, con tus mismos gestos, te hablaba de Dios. Guardabas silencio al mirarlo. Silencio lleno de sorpresa, de fascinación. Silencio que no logra expresar con palabras lo que siente el alma. Indefenso, pequeño, sin poderes, sin grandeza, sin la corona de rey, con el mismo llanto de todos los niños, y su misma risa. Buscabas a Dios en silencio, callabas ante tanta grandeza que te abrumaba. Te sentías tan pequeña. Abrazabas a ese niño recién nacido como hoy abrazas a ese hombre muerto en tus brazos. En silencio, con lágrimas en los ojos, lo mirabas y percibías a Dios oculto en nuestra carne. El silencio en Nazaret. Ni una palabra, ni la más mínima alusión o referencia a su enorme secreto durante los treinta años en Nazaret. Treinta años de continua convivencia con los vecinos y vecinas del pueblo sin saber los planes de Dios. Un niño, un joven, un hombre como los demás de Nazaret. Era el silencio de Dios. Era tu silencio ante lo que no acababas de entender. Será rey, y era el hijo del carpintero. Será signo de contradicción, y era un chico normal en medio de su pueblo. No sabemos nada de esos años, sólo el episodio aislado a los 12 años, cuando se pierde el Señor en el templo. Sólo escuchamos el silencio. Tu silencio, el silencio de Dios. Años de espera que debieron parecer eternos. Años de silencio. Años de anhelo. El anhelo fue creciendo. Se hizo fuerte en tu corazón de Madre. Aprendiste a esperar, a reconocer los tiempos de Dios, porque Dios tiene unos tiempos que no son los nuestros. “Dios ha empezado la obra, Él la llevará a cabo”, dirías en tu corazón orante. Y tú mirabas crecer a tu hijo, y lo disfrutabas y le ayudabas a madurar, porque eras su madre. Y guardabas silencio, porque sabías que Dios sabe mejor que nosotros cuándo llega la hora. La paciencia de Nazaret, el silencio de Dios en Nazaret. El silencio en los milagros. Y se fue de casa. Emprendió ese camino para el que te habías estado preparando. Y creció la fama de Jesús, que se extendía por todas partes. Se hablaba de Él por todas partes, de sus milagros. Sí, también a Nazaret llegaba todo. Te contaban de sus grandes obras y tu corazón, guardaba todo esto en silencio. ¿Qué sería de Él? ¿Cómo sería su camino? No querías temer, sabías que, como siempre, tu camino, su camino, siempre había estado en sus manos providente. No había que temer. No iba a ser el rey del éxito, eso lo sabías. No quisiste desanimar a nadie cuando te hablaban fascinados de las obras de tu hijo. Te alegraba el corazón y, a la vez, sabías que de nuevo, nuestros planes no son los planes de Dios. Tú sabías, en tu silencio, que para esa gloria no había nacido. Te alegraban los milagros y disfrutabas viendo a tu hijo feliz con los suyos. Era tan hombre, tan de Dios. Pero también sabías, que no había llegado su hora todavía. Esto era sólo el preámbulo de su gran obra, de su gran milagro que tú, en tu silencio, desconocías. Pero ya no temías, Dios te había enseñado a no temer, a mirar la vida con sus ojos, con los ojos de tu mismo hijo. ¡Cuántas veces nos quedamos en la apariencia y no profundizamos! Buscamos el éxito, la gloria humana y nos alegramos con esos milagros como si fueran el final del camino y no el preámbulo de un gran milagro. Tememos perder la compañía de los seres queridos, la gloria adquirida, los éxitos logrados. Tememos dejar de ser lo que somos y pasar al olvido de todos. Tememos la ausencia y la soledad y muchas veces, tememos el silencio. Tememos la muerte que acaba con la vida, que queremos, en el fondo del alma, que sea eterna.

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El silencio del domingo de ramos. Los acompañabas en silencio. Gritaban, cantaban, estaban como locos. Algunos decían que había llegado la hora. Y era cierto, pensabas, pero no de esta forma. Pero tú callabas, “tal vez” pensabas “es necesario este momento para poder vivir lo que viene”. Y caminabas entre la multitud, callada, discreta, pensando en la densidad de ese momento. “¿Qué querrá Dios?” Pensabas. Y mirabas a tu hijo montado en un pollino con un inmenso cariño. Lo veías tranquilo, pero a la vez, algo inquieto. Ya lo habías notado hacía unos días. Estaba llegando la hora, lo presentías, pero no sabías nada más. Tampoco preguntabas, sólo, como siempre, guardabas silencio. Mientras, el Rey de los judíos, el Mesías, entraba aclamado en Jerusalén. Aclamado por los mismos, que días después, preferirán aclamar a Barrabás y crucificar al rey de los judíos. El silencio de la noche del jueves al viernes. Esa noche acompañaste al Maestro en la distancia. Lo habías presentido desde el comienzo. Había llegado la hora y sólo cabía esperar, confiar y guardar silencio. Escuchabas a los discípulos alterados, buscando caminos para rescatarlo, hablando de formar un ejército que hiciera frente a los romanos y lo liberara, los viste con miedo, inquietos, aterrados. Tú callabas y tratabas de confortarlos. Nadie podía imaginar tu dolor en esa hora de angustia. ¿Qué estaría pasando en el pretorio? ¿O en la casa del Sumo Sacerdote? Era normal ese miedo. Sin embargo, tú ya aprendiste con José, con el justo, a esperar contra toda esperanza. “Si Dios quiere que su hijo sea Rey, lo va a hacer a su manera, no a la nuestra”, habías pensado todos estos años. Y esa idea tomaba cada vez más fuerza en tu corazón de madre, de hija. Será rey, pero como Dios lo tenga pensado. Es mejor no hacer planes, no planificar la vida. Y por eso no temías. Desde hacía muchos años habías aprendido a no temer, “no temas”, te dijo el ángel y desde entonces, no temías. Sólo callabas. No querías hablar de planes de rescate, no querías huir, querías verlo. Acompañarlo aunque fuera de lejos. Querías que Él te viera. Querías que vuestras miradas se encontraran. ¡Cómo conforta la mirada de una madre cuando uno carga con la cruz! ¡Cómo conforta a una madre la mirada del hijo! Nosotros tenemos miedo ante el posible fracaso. Nos aferramos a nuestros sueños y no pensamos que tal vez Dios tenga pensada otra cosa. Tratamos de corregir a Dios, como Pedro a Jesús. De explicarle la bondad de nuestras ideas y proyectos. Planificamos tanto la vida que al final, nos negamos a aceptar sus planes, porque seguro que son peores que los nuestros, menos elaborados, más torpes. Hablamos sin descanso por miedo a callar, por miedo a escucharle. Vamos de un lado a otro inquietos, como los discípulos. Miramos de lejos, porque no queremos que se note que tenemos el acento del maestro. El silencio ante la cruz. Habías ido a su lado todo el camino que subía hasta el Calvario. En un momento te habías acercado a Él entre los guardias, para ayudarle a levantar la cruz y te había dicho con cariño: “Madre, hago todas las cosas nuevas”. Y tú sabías que era verdad aunque no entendías tanto sufrimiento, tanta agonía. Ahora lo veías clavado y llorabas en silencio. Había otras mujeres a tu lado que también lloraban y estaba Juan. Lo mirabas en sus últimos suspiros de vida, escuchabas sus últimas palabras. Lo estaba haciendo todo nuevo y no acababas de comprender nada. Guardabas silencio. No gritabas, no suplicabas. Sólo mirabas a tu hijo clavado y sufriendo. Y, súbitamente, murió y entregó su espíritu. En ese momento querías morir con él. Querías que te llevara a su Reino. Sin embargo, sabías que no era tu hora. Era sólo ese sentimiento tan humano y tan hondo, tan doloroso, no querías que te dejara, no querías perderlo. Habías vivido tanto a su lado. Habías compartido tanto que te sentías sola. Se te pasaron por la cabeza tantos recuerdos de tantos años juntos. Lo veías correr de niño, y aprender de su padre en el taller, lo veías haciendo milagros,

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hablando con los suyos, enseñando en la montaña. Lo veías amando a los pobres y enfermos, a los más pecadores. Lo veías vivo en el recuerdo y ahora lo abrazabas muerto. Sí, lo bajaron de la cruz y te lo entregaron y tú lo abrazaste como cuando era niño. No temías, no decías nada, sólo lo besabas y abrazabas en silencio. Llorabas, con una ternura profunda y cálida. Lo acariciabas, tocabas sus heridas queriendo cerrarlas. Sabías que sus heridas tenían un sentido salvador, lo sabías, lo esperabas. Por eso tocabas cada una de ellas, con cariño de Madre, en tu silencio. No había rebeldía en ti, como la que hay tantas veces en nosotros ante la cruz, ante lo que no entendemos. Gritamos, increpamos, exigimos. A nosotros, que lo hemos dejado todo, como te habían dicho los discípulos, nos pagas con esto. La cruz supera nuestras fuerzas. Nos exige tener una esperanza que nos cuesta pedir. No soportamos ese dolor que nos hace rebelarnos. Nuestro llanto es de amargura. No guardamos tu silencio. Enséñanos, Madre, a mirar así la cruz, a besarla con tus besos, a acariciarla con tus caricias. A tocar las heridas y ver en ellas tu mano salvadora, a abrazar el fracaso y entender que hay caminos que hoy desconocemos. El silencio ante el sepulcro cerrado. María, callas hoy ante el sepulcro cerrado. Era un sepulcro nuevo, jamás usado, virgen, como lo fue tu seno. Un sepulcro lacrado, un huerto sellado. Y tú permaneces fuera, esperando. “¿qué esperas?” podrían decirte los guardias en esta hora. Ha muerto tu hijo, no volverás a verlo. ¡Qué poco entiende los ojos del hombre! Y tú callas, no respondes. “Todo está perdido, Madre”, te dicen los discípulos, tus hijos. Y tú guardas silencio, no sabrías explicarles nada de lo que vive en ti. No sabrías cómo animarlos. Hay cosas que no se pueden recoger en palabras. Las palabras se quedan cortas, no son suficientes. Sólo ves el sepulcro y lloras. Lloras sin saber bien por qué, porque tú confías. Sabes, como lo supiste desde el comienzo, que aún sin entender, hay que aceptar con alegría y paz los caminos sinuosos de Dios. Aunque no comprendamos, precisamente cuando no comprendemos. Piensas que esa fe tan grande te fue dada, no la tenías. Y sabes que la esperanza se ha ido haciendo más fuerte en el camino. Aprendiste a callar y a esperar. Con esa paciencia que sorprende y provoca en otros desesperación. Contra lo que no cabe esperar nada. Con esa paciencia infinita de madre. Ante el sepulcro hoy te pedimos esa fe, Madre, ese silencio tuyo. Lloramos ante la losa que lo nubla todo, que lo oculta todo. ¿Qué ves detrás de la losa ciega? ¿Cómo ves la vida cuando todo habla de muerte? El silencio del mundo en esta hora, la oscuridad, el dolor, la tristeza. Y tú mirada habla de esperanza. Te miramos en esta hora de muerte. En la que Cristo desciende a lo más profundo para rescatar a los muertos del abismo. Y tú, estás llena de esperanza. Miras la losa vacía, como nosotros, en silencio, y ves mucho más que nosotros. ¿Cómo poder llegar a tener un día tu mirada? Nosotros no vemos más allá de lo que vemos. Interpretamos todo tan humanamente, nos quedamos en la apariencia que nos desconcierta, queremos más y no logramos salir de nuestro dolor que ciega la mirada. Si pudiéramos mirar como tú, si lográramos llegar más allá de lo que tocan nuestras manos. Tocamos la piedra. La fría piedra que tapa la muerte, para que no la veamos, para que deje de dolernos. No vemos nada más que piedra. Nos quedamos en la piedra y no tenemos tu mirada. Madre, María, enséñanos a guardar silencio. En todos los momentos de nuestra vida. En el camino ancho, cuando todo parece reverdecer y en los momentos de cruz, cuando no encontramos respuestas. En la soledad cargada de silencios. En la soledad cuando el silencio puede ser fecundo.

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