Sabino el Abarca 4º... de algunos aprendizajes

Sabino el Abarca 4º ... de algunos aprendizajes. A Sabino Recuenco Matilla le legaron sus padres Roque y María del Regazo, el oficio mejor conocido

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Sabino el Abarca

4º ... de algunos aprendizajes.

A Sabino Recuenco Matilla le legaron sus padres Roque y María del Regazo, el oficio mejor conocido por ellos, porque lo recibieron como herencia de sus antepasados y lo vivieron día a día acumulando experiencias, conocimiento, práctica y uso, sacando todo tipo de conclusiones y lecciones para compartir y enseñar. Todas aquellas deducciones, axiomas, corolarios y asertos los colocaron en la mente de su hijo como una enciclopedia única y determinante: la del pastor. A Sabino le hizo mella desde que tuvo uso de razón, a él dedicó todo su esfuerzo y se honró en serlo. No envidió a labradores ni a hortelanos, porque él, a su vez, aró algunas fincas en que sembró trigo como preludio de algún cantero de pan, y cavó los surcos de un huertecejo que le proporcionaron verdura para adornar los asados de cordero en más de una merienda. A los otros oficios, de carpintero, herrero, albañil, barbero y etc., los consideró siempre como de su utilidad y tuvo atrevimiento en ellos porque le solucionaron cuando los necesitó, pero no entraron en sus intenciones. —Mira, tú les pagas con un cordero o con lo que haga falta y enseguida los tienes a tu servicio. ¿O te crees que cuando me ajustaban a mí de pastor no miraban lo mismo? Esto te doy porque en tu tiempo y en tu trabajo equivale a mi tiempo y a mi trabajo... cambio de esfuerzos... El Abarca, a ratos, era un comunicador nato y se distinguía entre los oriundos del pueblo y los que venían de otros lugares. —Ésos vienen a ganar dinero, y cuando los ajustas, tienes que dejarlo todo bien aclarado. Los de aquí, casi te lo hacen por entretenerse... porque acuden cuando no tienen que hacer en lo suyo. Pero no les pidas nada mientras están atareados en sus

haciendas que, entonces, no te harán ni caso. Eso sí, en acabando lo suyo, ¡ya están!... no antes... Y entonces, puedes ajustar como con aquéllos que vienen a ganarse un jornal porque están lejos de casa, o puedes simplemente convenir al cambio... ¡Otra vez será al revés!... y, así, todos contentos... Los del pueblo entretuvieron la vida en el ejercicio de todas las profesiones necesarias para sobrevivir. Alternaban la caza con la agricultura y la albañilería, la apicultura con la barbería y con el pastoreo... ¡Cada casa era un embrollo de actividades y oficios! Aunque alguno se especializara más concretamente en alguna actividad particular. —En este pueblo todos se doctoran en el agro, en el ganado caprino y en el ovino — comentó el señor maestro al señor cura para introducirlo entre los feligreses—. Luego ya, alguno que otro se despabila en otras cosas más necesarias. ¡Vea usted! Aquél que va por allá, es el carbonero que le traerá el cisco para el brasero... luego hace de barbero o de albañil, que tampoco le duelen prendas. Y son conocedores de lo que se llevan entre manos, porque la especialidad responde a su inclinación, a su habilidad... o, ¡tal vez a su necesidad! Y no olvidemos que también labra y hace de pastor... aparentemente es un galimatías, pero cuando los conoces se acaban las dificultades porque ellos mismos acuden y hacen según su pericia cuando los llamas. Esto fue verdad porque el talento natural llevó a cada uno a su saber, saber ser, saber estar, y saber hacer... Y este saber cundió entre ellos para tener las despensas con algo, porque cuando se vaciaban... rondaba, si no la necesidad, sí el principio o la amenaza del hambre... Por eso gustaban darse varias vueltas al día por sus alacenas para coger los alimentos de las distintas comidas, cocinarlos y, a la vez, satisfacer los ojos viéndolos almacenados. Un día, María del Regazo entró en la despensa con Roque y le dijo: — ¿Ves? Toda llena. Las orzas de la matanza colmadas, aún quedan las morcillas, los choricillos de cabra envueltos en el salvado, la manteca, el sebo, los garbanzos, las demás legumbres... y, mira, en la chimenea los somarros... Tú me dirás qué vamos a hacer con ese cabrito tardío. Yo, lo que necesito es aceite y otras cosas para dar variedad a las comidas... o algunas ropas para el vestir. Consideraron todas estas cosas y tomaron una decisión. Al día siguiente, mandaron al hijo al pueblo vecino que era más grande y que por su importancia lo apodaban los mismos del lugar como la zaragoceja, y sólo por el comercio. Las tiendas se daban una cierta visión de escaparates aprovechando las ventanas, y se tenían como si ellos fueran la capital de la región... Porque el comercio y los comerciantes aún se crecen más con lo del saber, porque también saben tratar, saben hablar y chalanear, y esto en todos los órdenes... y aventajan en lo del vestir y saludar, en palabras y astucias, en el regateo y la añagaza, e incluso... vamos, digo yo, o quizá se valoran ellos así por el ánimo de aparentar y estar por encima. Cuando Roque terminó de atar en cruz las cuatro patas del cabrito, mientras lo metía en las alforjas, recomendaba a su hijo.

—Sabino, cuando llegues al pueblo, hazte ver por la botica, por delante de los comercios, uno tras otro, y que te vean a través de las cristaleras de las puertas y de los ventanales, luego déjate caer por la plaza, después a la sombra del olmo en la puerta de la Iglesia y, si alguien te pregunta, pues con ochenta reales... ¿entendido? ¡Ochenta reales!... Si se pone el sol y no has vendido, te acercas a casa del médico y le dices que eres tú y que un favor... Así se lo dices, que él lo entenderá ¡un favor!... Pero esto: sólo si no encuentras otro comprador entre que esperas la hora de volverte. ¿Estás a lo que te digo? ¡Un favor! Se lo dices así: me ha dicho mi padre que un favor... Y no esperes si él no te dice nada, que ya hablará conmigo si fuera necesario... Como el cabrito pesaba más que la merienda, tanto como las recomendaciones repetidas, el Abarca se pasó por el cinto el cogujón menos pesado de las alforjas, dejando al que contenía al cabrito, que le colgara a la espalda. Así llevó las manos sueltas y acompasadas al caminar, una vez solucionado el contrapeso. Atrochando por el monte, porque conocía bien los atajos y las veredas, volvió a lo suyo: a la intención y a la doctrina. A su pensar, que él bien sabía de tratos y cambalaches, porque cuando venían los titiriteros al pueblo, enseguida se presentaba y si necesitaban paja para las caballerías del transporte, por dos entradas, ¡eh! siempre y sólo por dos entradas, una para su Regacín y otra para él... rápidamente traía un saco lleno. Y sonreía pensando en el apuro de don Julián, el señor médico, que venga a tocar el lomo de los corderos y no sabía distinguir. Pero, enseguida se presentó a darle soluciones, porque lo de los ojos de Elicín lo dominaba y conocía y lo tenía bien sabido y estudiado, pero de los corderos... —Éste que tiene buena magra y poco sebo, éste les gustará, porque me parece que a ustedes y a los suyos, el gordo les sobra, aunque el de la lotería... ése ¡bien que les gustará! —se peroraba a sí mismo sonriente y satisfecho— Y luego el doctor se lo contaba a mi padre porque le hizo gracia lo del parangón: el gordo de las ovejas y el de la lotería, qué comparación, le decía, y qué ingenio... Se creerá que yo... Él, él es el que no distingue entre res y res —el Abarca se ponderaba y adulaba a su chita callando. Hizo el recorrido en cuanto llegó a destino, calle a calle. Y, como tenía avisado y bien aprendido, ante cada puerta o ventana, frente a las cristaleras y en sitio fácil de ser visto y oído, le daba un tirón al cabrito en lugar escondido y doloroso. — ¡Behehe! —denunciaba su presencia el animalejo... Así pensó que todos quedaban sabedores de la mercancía. Se sentó al final del recorrido bajo el olmo, delante de la Iglesia y, como todo joven sea cual sea la especie, perdió el sentido de la hora y se apuntó a la de la comida, o merienda, que el nombre no importa si el zurrón está repleto. Se colocó confortablemente sentado en la bancada que rodea el pie del árbol, fue sacando el pan, abriendo la fiambrera, y poniendo todo al alcance de su hambre. Pasó la concurrencia ante él, pero él... ni caso... ni prestar atención. Hay ocupaciones que no pueden admitir molestias ni despistes y ¡ésta! ¡menos que ninguna!

Terminó su condumio, se adormiló, abrigándose con el cabritillo y las alforjas que las colocó medio de almohada y medio de riñonera... la cabeza del animal le asomaba por encima de la oreja. Al rato, notó como si alguien se refugiara junto a él, a la sombra del olmo, sombra vareteada todavía porque las ramas estaban abotonando. — ¡Qué hay! —le habló el arriero según costumbres de su tierra. — ¡Buenas! —contestó el Abarca. — ¿Eres del pueblo de arriba? —Sí, del tío Roque y de la tía Regazo. — ¡Ya! —le miró con detenimiento—. Y ¿cómo te llamas? —Sabino Recuenco, para servir a Dios y a usted. Sacó del bolsillo unos papeles el arriero, una libreta deshojada con las esquinas respingadas y enrolladas en canutillos. La miraba como quien lee musitando nombres entre dientes. Sabino el Abarca pensó en su abuelo, en sus preguntas, en la forma de hacerlas, incluso esforzó su intención en sentir cómo mordía los sonidos de las palabras que corrían por su mente pronunciándolas con la delicadeza de no ofender, con el empeño de dar salida al encuestado si la contestación no era de su agrado... Para Sabino la doctrina siempre es doctrina... —Y usted, si no está mal preguntado y no le causa disgusto, ¿cuál es su gracia? —Sotero me llaman. —Bueno —y se quedó mirando, entre que sí y que sí, que aquel hombre, pues bueno, no tenía nada de que no... Y él se entendía, porque si fuera de su pueblo, le diría: ¡Tío Sotero! — ¿Vendes el cabrito? —Me ha dicho mi padre que ochenta reales. —Sesenta y cinco y un porrón. El Abarca se encogió de hombros, abrió los ojos y miró al arriero, alzó la cabeza y dirigió su rostro hacia él. Tenía la cara redonda y rojiza, el pelo casi colorado, que, en contraste con el moreno de la intemperie sobre sus largas entradas, le daba un cierto aspecto de barbilampiño, ya que los pelos de la barba también eran asalmonados. El Abarca se rascó la frente porque el sol le alcanzaba por el hueco de unas ramas abotonadas y desnudas de hoja. Medio aviseró en la contemplación torciendo la cabeza, sin perder tiempo y sin prisas en el mirar, como fotografiándolo se quedó. —Sí, hombre, sesenta y cinco y un porrón —confirmó la propuesta el arriero cortando un trozo de chorizo con una navaja cabritera y llevándoselo a la boca, después de pincharlo con la afilada y aguda punta de la misma. —Pues, no sé —se encogió de hombros—. Mi padre me ha dicho que ochenta reales —y no dejaba de rascarse la frentre, ni le quitaba ojo aunque lo guiñara para liberarlo de las molestias que le caían del sol.

—Tú verás —dejó el chorizo encima del zurrón y cortó una rebanada de pan, sobre la que puso un trozo de chorizo—. ¡Toma un poco de chorizo y un cacho de pan! —Gracias, acabo de comer ahora mismo. Parecía más ducho el arriero en lo de los tratos. Pero recapacitó el Abarca y, animado por la espontánea oferta del arriero y agradablemente acogido por la sombra marceña del olmo, preguntó: — ¿A cuánto el porrón? —quedaba mucho sol y, a lo mejor, si conseguía un buen trato, podía volverse pronto, sino, le esperaba un rato largo para retomar el camino de vuelta. —Siendo para ti, cinco pesetas —contestó el arriero, y alzó su bota para aclarar la voz y favorecer el estómago con un trago de vino. Pensó el Abarca, cinco pesetas... ¿en reales? Pues, que... bueno... y no atinaba, volvía a mirar al arriero para saber, adivinar, pero el arriero sonriendo... balanceando la bota entre sus manos y con los restos de la comida sobre la alforja que quedaba a sus pies. —Dile a tu madre y a la señora Domitila que les llevo las jícaras y la loza que me encargaron en el viaje que hice el año pasado. Toma, anda, los ochenta reales por el cabrito, y piensa que has perdido una buena oportunidad. —No, que se me podría romper en el camino... —también pensaba en el porrón. Sabino volvió a torcer el gesto para alcanzar con sus ojos al arriero, pensando sin pensar en las buenas gentes, dándole en su interior la aprobación inconsciente. “Me vale, este hombre me vale...”. Como aceptación de la oferta, colocó delante del arriero el cabrito. —Pues, que al buen provecho y que con salud se lo coma —era un deseo que siempre se decía como una forma de educación, casi como si se ofreciera una bendición. Recogió el dinero y se quedó ronroneando en su mente lo del porrón y el sonreír de aquel hombre. “Sotero, eso, Sotero se llama...” y vendía cristalería, porrones, jícaras y loza. Por lo dicho, conocía a su madre y a la tia Domitila. “Pues que a lo mejor conoce a todo el mundo. Pero bueno, éstos igual no tienen casa. Son arrieros y vete a saber...” Los pensamientos son libres y, cuando no tienen complejos ni premisas ni ciencias impuestas ni bibliotecas estudiadas ni prejuicios adquiridos, campan por sus respetos y ni el mismo propietario sabe nunca por dónde saldrán ni qué direcciones tomarán. Llegó al pueblo más temprano de lo previsto. Desde el camino vio a su madre con otras mujeres cosiendo en el solanar del Castrillo. Se acercó a su casa, entró al cernedor, cortó un buen cantero del primer pan que cogió, metió dentro de él dos tajadas de la orza y, a mordiscos certeros, se lo fue comiendo mientras abría la puerta de la cuadra para que saliera el Mimbre. Soltó seis ovejas que tenían destinadas para engorde, porque no habían parido aquel año, y dos tardías con sus corderos y las llevó al huerto.

—Aprovechar mientras se vea —Sabino, a los doce años, ya conocía sus quehaceres y experimentaba con el pastoreo... Al rato llegó Elicín, el bizco, que aún seguía con la terapia, porque cuando se pone intención... y más que nada, porque no le apodaran de “el pirata” que, con tanto ojo tapado, bien que provocaba. Entre los dos comentaron lo de las fiestas del carnaval, porque la hicieron bien sonada entre el Murdielos y el Remira. Los dos disfrazados con harapos y con lo de “yo aguanto más...” y “sabrás tú lo que es beber...” llegaron a empaparse como cántaros. Y los que les acompañaban: — ¡Dales más! Un poco más... — ¡No! Que les rebosa y lo desperdician. —Pues si no nos dais más, ya lo hemos desperdiciado —medio atinaban a decir estropajosamente los dos del altercado... Y el señor maestro, que justamente salía de paseo por la Callejuela de los huertos, oyó el comentario del Abarca. —No veas las eses, de pared a pared y vuelta, qué traspiés y cómo “andaron” los dos, “andaron” que no les cabían sus patazas por las calles... El señor maestro por encima de la tapia le recordó. —Sabino. ¡Ojo con los verbos! Se dice: anduvieron, ¡anduvieron! ¿Me oyes? —Y qué sabrá usted, señor maestro, si no los vio, si caminaban como sobre hielo, como si tuvieran los pies en un columpio; si hubiesen ido por terreno seco y llano, como todo el mundo que bebemos agua, pues ¡entonces sí!: anduvieron. Pero, si los hubiese visto, diría como yo: ¡Andaron! ¡Que mal y muy mal andaron!. Retuvo don Plácido la risa y siguió caminando. —Este Abarca, con su gramática parda, siempre sale a flote. Gran alumno y buen sabedor si no se hubiera empecinado con el Mimbre y las ovejas... ¿De las cuentas? Bueno, con la suma y resta: bien. Con la multiplicación y la división a retrancas. Pero bueno... al fin y al cabo aún consiguió hacerse con las cuatro reglas. Continuaron en sus comentarios los dos amigos, sobre cuantas situaciones jocosas se pudieran imaginar. A su hora, cuando se puso el sol, cogieron a los corderos levantándolos por las patas delanteras, porque así las ovejas, con la querencia, se dejaban llevar. Pasaron por la fuente para que bebieran agua y continuaron a encerrarlas camino de la paridera. Cuando Roque llegó con el ganado, apartaron los dos muchachos las ovejas y cada uno se llevó las suyas. El padre del Abarca pastoreaba para los dos. El padre de Elicín no podía perder un instante con la tarea de las tierras que le acaparaban día a día, y con el mantenimiento de la tienda que le exigía continuos viajes para rellenar las mercancías que se agotaban. Fue por eso que juntó sus ovejas formando hatajo con Roque. Se acercó al apartadero de las ovejas de engorde y dijo a su Sabino.

— ¿Las has bajado al huerto? —Sí, y les he dado agua, — ¿Les has puesto sal? —No, ¿por qué? —Porque la hierba es de renuevo, la primera de esta incipiente primavera y es muy verdusca. Si les das agua y no les facilitas la digestión es malo, no la vuelven a la boca para rumiar y se hinchan. Tienes que aprender a evitarles enfermedades y torozones. Anda, échales un puñado de sal en las canales y así no les fermentará en el cuajar. Cuando entró en el brosquil, antes de que desparramara el puñado de sal gorda, le rodearon aquellas ovejas. Y no lo pasó por alto, que, al volver camino de la paridera, se le quedaban rezagadas lameteando el enjalbegado calizo y salitroso de las paredes de las casas. De nuevo él apuntó para sus adentros — ¡Es doctrina...! Después de la cena, en compañía del tio Tiburcio y de la tia Domitila que no entendió bien el recado por mediación de su Elicín. —A ver... que el que manda no va. Dime, ¿quién te dio razón? —Un arriero royo, con una mula torda y el serón cargado con cosas de cristal y cacharros. — ¿Sería el pimentonero aprovechando el viaje con las cristalerías? —No sé, mucha gente había, pero si él o no él... y yo qué me sé —levantó el Abarca los hombros hasta las orejas en señal de desconcierto... —Claro, mujer, es la época de la segunda vuelta de los arrieros... pasaron cuando las matanzas. Entonces vendieron el pimentón y ahora vuelven a cobrarlo... y si compró el cabrito, para todos sería, vamos, digo yo, para una buena cena. Que desde allí se desperdigan por varias direcciones y todos son los mismos, nacidos del mismo pueblo, y para las ventas se reparten los caminos... Para un mejor entendimiento —María del Regazo lo aclaró con estas palabras y dio razones convincentes para todos y todos asintieron... — ¡A ver!... El abuelo y el tío Tiburcio comenzaron a hablar y a contar historias. Las contaban muy bien porque todo, todo, les había ocurrido a gentes conocidas y apropiadas para cada caso o, al menos, a nosotros así nos lo parecía. La historia del guitarrista que se pasó la noche templando, templando para rondar y, en cuanto vio despuntar al sol, dijo: “Tarda un cuarto de hora en salir y dejo la guitarra como un piano...” Esto se lo apropiaban al hijo del sastre. — ¿A cuál de los dos al que está en la mili o al soltero? —preguntó para concretar el Abarca y todos se rieron. Lo del conejo atado a la sabina para las glorias de un cazador que al primer disparo falla, rompiendo la cuerda y ahuyentando al conejo, al Sopas. — ¿A cuál de los Sopas? —esta vez Regacín se quedó sin entender.

Y lo de la escopeta con los caños torcidos al herrero que, claro está, así no atinaba nunca y se pasaba todos los días enderezándolos y al final, siempre se tropezaba con una codorniz amaestrada y embrujada... que se perdía en lontananza... Regacín oía reír y miraba a todos, porque el herrero había hecho la plancha de su fogón con un San Jorge, “¡imposible!...” Cuando los hermanos se retiraban camino de la cama, Sabino comenzaba con sus retrónicas. —Me tienes que escuchar que yo sé doctrina y de la vida ¡la de cosas que te contaré! Tú entérate para no quedarte a medias... Regacín, según explicaba su madre, sabía ya más que entre el señor maestro y, por decir, en cuanto vaya con los latines, aprenderá más que el señor cura, pero claro, hasta entonces... y la llevarían a estudiar con la monjas... —Que a ésas también les falta mundo como dice el padre, pero para eso estoy yo aquí... Y entonces machacaba y repetía cada experiencia suya elevándola a rango de ciencia de mundo, porque lo suyo ¿eso? ¡Eso sí que es saber! —Que tú aprenderás mucho de reyes... que venga a hacer guerras, que se pasan la vida luchando y conquistando países o perdiéndolos. Y ¿para qué? Si siempre estamos igual... que aprender aprenderás, pero de mundo ¡lo que yo te diga!... Algunas veces, la hermana, harta de tantas palabras, se levantaba, se acercaba a su cama y, agarrándolo del embozo y la camisa de dormir con la mano izquierda, alargaba el brazo derecho con la mano cerrada y, apretando los dientes y amenazante, hacía como si maceteara su frente. — ¡Sabino, Sabino! Tú con tus doctrinas e intenciones... ¡te podrás callar de una vez! Y con el con qué, de cómo la enseño y qué bien aprende... entraba en el sueño más placentero y feliz.

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