SAPERE AUDE: UN RECORRIDO POR LA HUELVA ILUSTRADA

SAPERE AUDE: UN RECORRIDO POR LA HUELVA ILUSTRADA INAUGURACIÓN DEL CURSO 2014/2015 EN EL AULA DE LA EXPERIENCIA DE LA UNIVERSIDAD DE HUELVA 30 de octu

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SAPERE AUDE: UN RECORRIDO POR LA HUELVA ILUSTRADA INAUGURACIÓN DEL CURSO 2014/2015 EN EL AULA DE LA EXPERIENCIA DE LA UNIVERSIDAD DE HUELVA 30 de octubre de 2014

Excmo. Sr. Rector Magfco. de la Universidad de Huelva, Illma. Sra. Delegada de Igualdad, Salud y Políticas Sociales de la Junta de Andalucía, Excma. Sra. Vicerrectora de Estudiantes, Empleo y Extensión Universitaria, Sra. Directora del Aula de la Experiencia, Profesores, queridas alumnas y alumnos del Aula de la Experiencia, señoras y señores: Decía Don Quijote que el mayor pecado del hombre no es la soberbia, sino el desagradecimiento. No quiero yo pasar por desagradecido y, por tanto, quiero comenzar estas palabras mostrando de corazón mi gratitud a mi Universidad, en las personas que la dirigen, por invitarme a dar esta lección inaugural del curso en el Aula de la Experiencia, que compone sin duda, como todos saben, uno de los actos más gozosos y más entrañables que tiene una Universidad. Siento, pues, la alegría poder acercarme una vez más a este programa conjunto de Universidad y Junta de Andalucía que da aún mayor viveza, ansia de conocimiento y riqueza de matices a nuestra sociedad, y que conozco bien porque durante cinco años tuve la oportunidad y el privilegio de trabajar a favor de este programa desde el Vicerrectorado de Extensión Universitaria, y sé de los profundos beneficios intelectuales y personales que el Aula de la Experiencia nos aporta a todos los que estamos inmersos en el proyecto y participamos de la aventura. Porque hoy las Aulas de la Experiencia son una parte insustituible de nuestras Universidades y en ellas depositamos mucho de nuestro esfuerzo y vocación de apertura social, implicación en el territorio provincial y servicio a la comunidad. Insistir en las Aula de la Experiencia es situarse en el corazón mismo de la sociedad. A ella le debemos el darnos a conocer y el servir a sectores sociales que a menudo han tenido más difícil el acceso a la educación superior, y de ellos recibimos ánimo, sabiduría, curiosidad inagotable y un modélico afán de vivir, en una de las experiencias más gratificantes que recibimos quienes, además de haber podido llevar a cabo tareas de gestión, tenemos la suerte de dar clase en ella y de rodearnos de personas que nos ofrecen lo mejor de sí mismos y a quienes podemos considerar ya nuestros amigos. Hoy, sin embargo, no vengo aquí a reflexionar sobre el Aula de la Experiencia ni sobre el saludable efecto que produce en los que la conocemos y tratamos de dejarnos influir de su sugestión, sino a ofrecer algunas palabras en torno a un tema al que he dedicado muchas horas en los últimos años y del que quisiera ser capaz de brindar un panorama general, comprensible y cercano, que tenga que ver con el paisaje cultural de

quienes estamos aquí y pueda de algún modo satisfacer (ojalá pueda hacerlo) esas inquietudes en torno a la Historia de Huelva que suelo percibir en las clases del Aula y en los paseos comentados que todos los años damos por las calles de esta ciudad. He llamado a esta lección “Sapere aude. Un recorrido por la Huelva ilustrada”, nombre que trata de acercarnos a la vida e importancia cultural de algunos intelectuales que nos han precedido en la búsqueda del conocimiento, que en el siglo XVIII nos hicieron en gran parte tal como ahora somos, y a los que, reconociendo su labor y su influencia, esta Universidad ha honrado rotulando con sus nombres algunos de los edificios más emblemáticos del Campus de El Carmen. Saben ustedes que “Sapere aude” es el lema de la Universidad de Huelva. Lo encontrarán ustedes en el escudo, enmarcado en dos de esas circunferencias concéntricas que un fraile dibujó en 1605 en la primera página del acta de fundación de La Merced, hoy sede universitaria, y también saben que el lema es una invitación a indagar, a conocer, no de una manera pasiva, ni estática, ni conformista, sino precisamente como ustedes lo hacen, con audacia, con atrevimiento, con curiosidad. Sapere aude. Atrévete a saber. En origen, Sapere aude forma parte de una frase más amplia que el poeta romano Horacio incluyó en la Epístola Segunda a su amigo Lolio y que curiosamente, no sé por qué atajos totalmente inesperados para mí, resulta que es la misma frase que mi madre me decía algunas veces en mis años de estudiante, cuando me sentía abrumado por algún trabajo. Me decía: “Quien ha comenzado, ya ha hecho la mitad”. Estoy completamente seguro de que mi madre no ha leído nunca a Horacio, pero la vida y la cultura tiene estos juegos de manos, y me sorprendo ahora cuando encuentro, rastreando el origen de las palabras Sapere aude, que la frase es del siglo I antes de Cristo: “Quien ha comenzado, ya ha hecho la mitad; atrévete a saber, empieza”, dijo exactamente el poeta Horacio. No es de Horacio, sin embargo, de donde la Universidad de Huelva ha tomado su lema, sino del filósofo alemán Manuel Kant, quien es su ensayo ¿Qué es la Ilustración? la utilizó precisamente para definir el espíritu de la cultura ilustrada, de la ciencia ilustrada, en un párrafo que hoy es un pequeño evangelio de la actitud que nos reúne aquí y, sobre todo, del espíritu de superación que le traen a ustedes a la Universidad de Huelva y a su Aula de la Experiencia. Decía Manuel Kant: “La Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. la minoría de edad significa a incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía del otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía del otro. ¡Sapere aude! ¡Atrévete a saber! Ten valor de servirte de tu propio entendimiento. He aquí el lema de la Ilustración”. Qué hermosas palabras, tan importantes para la Universidad que hoy conocemos y tan reveladoras para quienes, como ustedes, quieren no sólo ser mayores en edad, sino también en conocimiento, en audacia intelectual, en experiencia crítica. Y por eso es también hermoso que la Universidad de Huelva reconozca a quienes, en la Ilustración, tanto hicieron en esta tierra para modernizar la educación, actualizar el pensamiento y convertirse en antecesores de lo que hoy se hace en estos campus todos los días: Antonio Jacobo del Barco, Miguel Ignacio Pérez Quintero, Juan Agustín de Mora, José Isidoro Morales, hombres del siglo XVIII, perfiles ilustrados, cuyos nombres resuenan desde nuestros edificios.

Hablar, sin embargo, de la Huelva ilustrada, es superar por fin un antiguo complejo. Porque quizás estas dos palabras hayan podido alguna vez parecer antitéticas: Huelva – ilustrada. Recuerdo, hace ya 19 años, cuando publiqué la biografía de Miguel Ignacio Pérez Quintero, cierto pudor a consignar en el título del libro la expresión “la Huelva de la Ilustración”, como si fuera una hipérbole difícilmente sostenible, quizás válida para quienes nos introducíamos por primera vez en aquel mundo intelectual, pero tal vez ridícula para quien leyera esa expresión desde fuera y pensara que, en vez de decir la “Huelva ilustrada” debiera haber dicho “a medio ilustrar” o una expresión semejante. A lo largo del siglo XX se gestó una conciencia de atraso cultural para Huelva, responsable de adjudicar a esta tierra cierto casticismo totalizador, cierto desánimo intelectual, que extrapolamos a cualquier época y lugar. La Huelva de la segunda mitad del XVIII, la del último tercio del XIX o de las primeras décadas del XX resisten la comparación, a su debida escala, con las realidades culturales de nuestro entorno. Bien mirados, los ecos de los movimientos intelectuales europeos se encuentran muy vivos en esas épocas. Por supuesto que existen tópicos: no ha habido vida cultural, no hay patrimonio en Huelva, quizás porque no se ha madurado suficientemente sobre los conceptos de lo que es cultura o es patrimonio. El propio Amador de los Ríos decía en 1891 que Huelva era una ciudad sin Historia y en la que, entre 1500 y 1850, apenas se podían entresacar dos acontecimientos reseñables: la conjura del duque de Medina Sidonia contra Felipe IV en 1640 y el celebérrimo banquete de este mismo rey en Doñana en 1624. Es decir, una conjura y un banquete: pobre bagaje para una docena larga de generaciones. Al hablar de la sociedad onubense y de sus compromisos culturales siempre acude a la mente esa frase del viajero inglés Richard Ford cuando estuvo en Huelva y que decía que “los vestigios de un acueducto romano están desapareciendo con gran rapidez, por haber servido de cantera a los bárbaros campesinos”. Terrible frase con una coletilla aún más terrible: “La zona carece de interés”. Que hubo Ilustración en Huelva, al menos en la segunda mitad del siglo XVIII es evidente. Que no sólo hubo Ilustración también lo es. Que hubo varios modelos culturales al mismo tiempo (espíritu de curiosidad y crítica junto a un barroco nostálgico y monolítico) es innegable. Ni siquiera hay un concepto unitario de qué es la Ilustración. Como muchos otros, lo ilustrado es un concepto prismático, que refracciona la luz según el ángulo en que la recibe. Y eso es verdad incluso entre los mismos ilustrados y la conciencia que tuvieron de sí mismos. Al fin de cuentas, la Ilustración es una toma de conciencia prometeica de entregar el fuego a los mortales y, dentro de esa conciencia, encontraron su sitio muchas cosas dispersas y a veces contradictorias. Casi siempre supieron navegar en aguas ambiguas y, cuando fue necesario (aunque no siempre), delimitaron fronteras entre la crítica científica y la adhesión confesional, fueron neutrales en el combate entre fe y razón y avanzaron hacia el método científico sin abandonar la admiración por la escolástica. Así, lo decía Antonio Jacobo del Barco en un discurso titulado “Escepticismo histórico escolástico”. Escepticismo junto a escolasticismo, qué gran paradoja, aunque de esa paradoja vivieron muchos. Decía Del Barco: “Mi profesión es la de escéptico prudente y moderado, y en calidad de tal no puedo desamparar la duda en todo… No tiene otra excepción esta regla que en los asuntos de religión, o, por mejor decir, estos puntos sagrados no pertenecen a aquella regla, porque nos determina la autoridad de Dios”. Son intelectuales ambiguos, a caballo entre dos mundos, que tienen un pie en los tiempos contemporáneos y el otro en la época de sus tradiciones, pero que están

sinceramente preocupados por la verdad y sienten en sí mismos el compromiso por el progreso y el bienestar material y moral de la sociedad a la que pertenecen. También fue un ilustrado indefinido Sebastián Antonio de Cortés, secretario durante 25 años de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras y natural de Almonaster la Real, que publicó en dos partes una Disertación sobre el origen de la filosofía escéptica y su gran utilidad para el adelantamiento de las ciencias, pero que igualmente editó un canto en verso con elogios escolásticos a la figura de Santo Tomás de Aquino. O, por ejemplo, Miguel Sánchez López, natural de Jabugo y cura de Chucena, que dirigió a la Academia de Buenas Letras discursos históricos sobre el rey Wamba, pero no se abstuvo de estudiar, muy escolásticamente, “Si un cuartillo de leche con alguna miel se opone a la observancia del ayuno”. Esto me recuerda al conocido escritor humanista de San Juan del Puerto Juan de Robles, autor de mucha envergadura cuando redacta El culto sevillano o Las tardes del Alcázar, pero que dedica también su tiempo a escribir sobre si se debía o no pintar a los ángeles con barba. El propio Antonio Jacobo del Barco escribe a la vez una apología muy poco crítica sobre el misterio de la Purísima Concepción y una “Carta apologética sobre la crítica”, así como disertaciones tan variopintas como las tituladas “Unos diablos españoles” o “Sobre los escrúpulos de un castellano sobre el modo de hablar andaluz“. Barco es a la vez el autor de un discurso sobre los “Escritores Enciclopedistas”, sobre el origen de los terremotos, o de unas “Reflexiones críticas sobre la criatura racional que se supo extraída del vientre de una cabra en la villa de Fernán Caballero”. Estas inestabilidades de tono, de intención, este ser y no ser ilustrado al mismo tiempo dominaron muchos de los esfuerzos intelectuales del momento. En cierto modo, la Ilustración encontró en sí misma su propia antítesis, y no prueba nada contra la Ilustración onubense que albergue su propia contradicción. Esas contradicciones existieron a todos los niveles y en todos los ámbitos, y basta con leer las biografías de los grandes nombres de la Ilustración para corroborarlo, tanto en materia científica como política y social. Voltaire, por ejemplo, siendo un revolucionario en su lucha política y antieclesiástica, admitió la esclavitud y Rousseau, que en El contrato social abogaba por un gobierno más justo, ético y representativo, dijo en torno a las mujeres que toda su educación debía “ser relativa a los hombres. Complacerlos, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, criarlos de jóvenes, cuidarlos de ancianos, aconsejarles, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida: éstos son los deberes de las mujeres en todas las épocas, y lo que han de aprender desde la infancia”. ¿Hay mayor demostración de que no toda la Ilustración miró al futuro? No se puede negar la existencia de una Ilustración en Huelva, pero es necesario reconsiderar los clichés académicos o pedagógicos que hace de la Ilustración un movimiento político e intelectual revolucionario, que habita en determinados cenáculos burgueses y urbanos. La provincia de Huelva es un ámbito mayoritariamente rural y de comunicaciones lentas y difíciles, y, sin embargo, de entre los amantes de la historia, la geografía, la geología, la economía, la agricultura, destacaron nombres que componen una nómina de individuos y poblaciones muy estimable. En un entorno en el que, por ejemplo, no hubo imprenta en todo el siglo XVIII. Vamos a citar algunos nombres con obra escrita:

Antonio Jacobo del Barco, de Huelva. Miguel Ignacio Pérez Quintero, de Trigueros. José Isidoro Morales, de Huelva. Juan Agustín de Mora Negro, de Huelva. Sebastián Antonio de Cortés, de Almonaster la Real. Miguel Sánchez López, de Jabugo. Francisco de Orihuela y Morales, de Paterna. José Rodríguez González, de Huelva. José del Hierro, de Huelva. José Pablo Valiente y Bravo, de Cumbres Mayores. José Gutiérrez Marmonje, de Aracena. Juan José Pardo, de Escacena. Juan de Vallinas, de Cartaya. Pedro Romero de Terreros, de Cortegana. José Daza, de Manzanilla. Manuel Martínez de Mora, de Huelva. José Romero Fernández de Landa, de Villalba del Alcor. Juan Mateo Cortés, de Cortegana. Juan de Pereira, de Alájar. José Rebollo Morales, de San Juan del Puerto. Juan Vázquez de Cortés, de Almonaster la Real. Francisco de Monsalve, de Trigueros. Manuel Gil y Delgado, de Zalamea la Real Juan Gualberto González, de Encinasola. ¿Hubo o no hubo Ilustración en tierras de Huelva? Estos son sólo, insisto, los que han dejado obra escrita. Lo sorprendente es que esta floración intelectual es súbita y está enmarcada entre dos épocas de bastante aburrimiento cultural, como es la primera mitad del siglo XVIII y la primera del siglo XIX. Desde luego, se superpone a las muestras más sólidas de la cultura barroca, que es contemporánea. Barroco e Ilustración se informan mutuamente y se contaminan, y a veces es difícil discernir en estos ámbitos periféricos, dónde está la razón, dónde está la fe y si se enfrentan, conviven o se necesitan. Para no perder la referencia, el autor de más éxito de todo el siglo XVIII onubense es el clérigo de Cartaya Juan Gabriel de Contreras con su Despertador Eucarístico. Hay un manojo de teólogos como Gabino de Valladares y Mejía, de Aracena, y Fray José del Espíritu Santo, de Huelva, gran defensor de la escolástica, de cronistas religiosos como Fray Francisco de Jesús María de San Juan del Puerto, de predicadores como Agustín Jiménez de Montilla, de Huelva, Domingo Carrero, de Valverde, Manuel Barrera y Narváez, de Aracena, Fray Lucas de San José, de Ayamonte. Todo esto convive con la Ilustración, sin grandes enfrentamientos. Cada uno con su público, con sus formas, con sus objetivos. Y no hay un muro entre estas culturas. Se puede saltar, se salta, de una a otra, y hay un diálogo, una ósmosis continua en la que el Barroco no se enfrenta a la Ilustración, y la Ilustración no supera el Barroco. Hay muchas ilustraciones posibles. La de Huelva es mayoritariamente eclesiástica y serena, crítica a su manera y si no dio origen a academias y sociedades intelectuales y científicas hasta el siglo XIX, sus representantes sí se integraron en los círculos de sociabilidad sevillanos e incluso madrileños.

Siete fueron, al menos, los miembros de la Academia Sevillana de Buenas Letras que habían nacido en tierras onubenses. Sebastián Antonio de Cortés, secretario de la institución entre 1754 y 1778, Miguel Sánchez López, José Rodríguez González, Antonio Jacobo del Barco, Francisco de Orihuela y Morales, José Isidoro Morales y Miguel Ignacio Pérez Quintero. Cortés, Barco y Morales ingresaron en la Real Sociedad Patriótica de Sevilla junto a Manuel Martínez de Mora, José Pablo Valiente y Bravo y Manuel Gil y Delgado. Hasta las primeras décadas del XIX, por ejemplo, entraron en la misma Sociedad, entre los que nos han dejado obra escrita, Francisco Javier y Antonio Delgado (Bollullos), Sebastián Pinillo (Villarrasa), José María Lancha (Zalamea), Agustín Díaz (La Palma), y podríamos seguir. Orihuela entró en la Academia de los Horacianos. Pérez Quintero, que ya hemos visto como académico de Buenas Letras, fue miembro de la Patriótica de Sevilla, de la Económica Matritense y de la Academia de la Historia. Francisco de Monsalve perteneció a la Academia de Medicina de Sevilla, junto con Manuel Gil. José Isidoro Morales fue miembro de las Academias de Buena Letras, de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. Otra cosa es que asistieran. Antonio Jacobo del Barco se disculpaba de no asistir a la Academia Sevillana de Buenas Letras –según decía por carta- por padecer una tos compulsiva muchos años ha. Pérez Quintero no acudía a la Academia de la Historia por su pobreza y de hecho fue expulsado en los últimos momentos de su vida por falta de comparecencia. A veces no son los ilustrados onubenses los que acuden a las academias y sociedades sevillanas, sino al revés. La Sociedad Económica o Patriótica de Sevilla extendió sus lazos e influencias por la actual provincia onubense, creando filiales, difundiendo informaciones y promoviendo una preocupación por el progreso material e intelectual del país. En ello destacó, hacia 1780, la Junta Municipal creada en Moguer por esta Sociedad Patriótica, filial que llegaría a ser una de las más dinámicas de la Baja Andalucía. Con el apoyo de ésta, se organizó y financió una red de escuelas primarias a lo largo y ancho de la provincia y se impulsó la formación profesional en torno a las labores del hilado en ciertas zonas de la Sierra, especialmente en Campofrío. En Huelva, el centro más significativo en la irradiación de la cultura ilustrada fueron las cátedras de filosofía y gramática fundadas por Don Diego de Guzmán y Quesada, llamadas habitualmente de La Soledad por estar asociadas a la ermita. Quizás su papel educativo fue relativo (pues no parece que tuviera nunca muchos alumnos), pero por ella desfilaron algunos de los nombres más importantes de la Ilustración onubense. En tres años (1780-1783) coincidieron allí Antonio Jacobo del Barco y Miguel Ignacio Pérez Quintero. Fueron años fundamentales para el traspaso de la llama de la Ilustración entre dos generaciones. Porque cuando coincidieron en las cátedras, Del Barco tenía ya 64 años y Pérez Quintero 22. Fueron años de rivalidad. Porque la Ilustración también fue un mundo de celos, de bandos, de pequeñas miserias intelectuales, de competencias por precedencia en el descubrimiento de novedades, por la publicación. Pongamos, por ejemplo, cuatro grandes nombres de la ilustración onubense: Antonio Jacobo del Barco, Miguel Ignacio Pérez Quintero, José del Hierro, José Isidoro Morales. El marco es la villa de Huelva. Miguel Ignacio Pérez Quintero estuvo enfrentado a Antonio Jacobo del Barco por diferencias de criterio sobre si Ónuba era Huelva o Gibraleón.

José del Hierro se enfrentó a Antonio Jacobo del Barco porque, aunque estaba de acuerdo con éste en la identificación de Ónuba, pensaba que Barco la defendía mal. Miguel Ignacio Pérez Quintero se enfrentó a Juan Agustín de Mora acusándolo de parcialidad, “relleno insulso” y “pobreza de materia”. José Isidoro Morales se enfrentó a Miguel Ignacio Pérez Quintero porque decía que éste de había apropiado de ideas suyas en uno de sus discursos. Rencillas, celos, rivalidades, que a todos nos suenan cercanas. Estos males de fondo no estallaron de ninguna manera y son más asuntos domésticos que de otro tipo. No hubo conjuras, ni conspiraciones políticas, y los malestares sociales que hubo se expresaron con sordina. En tiempos de la revolución francesa, los corregidores emitieron bandos para tratar de controlar los horarios y las actitudes en la velada de La Cinta. Puede pensarse que traducían una prudencia política ante la reunión nocturna de gran cantidad de personas, pero el motivo que se alegaba era el de vigilar las conductas deshonestas, porque en La Cinta, se decía, se ofende a las dos majestades, es decir, a la majestad de Dios y a la majestad de Carlos IV. No había indicios de contestación política y la sociedad andaba por otros derroteros. En plena época revolucionaria, la estrella “mediática” en Huelva era el beato capuchino Fray Diego José de Cádiz. Cuando llegó en 1793 a predicar una de sus célebres misiones, el Ayuntamiento tuvo que contratar a ocho hombres escopeteros que lo acompañaran por las calles y lo protegieran del fervor de los fieles. A pesar de esto, pese a esta aparente serenidad, en el ramillete de nombres que descollaron en la Huelva de la Ilustración, hubo: - un liberal que participó activamente en la política sevillana, conspirando contra Godoy y presidiendo la Junta Insurreccional de Sevilla (Manuel Gil y Delgado, de Zalamea). - un afrancesado muerto en el exilio (José Isidoro Morales), que publicó un discurso sobre la libertad de imprenta. Por cierto, que, como comentaba antes, en Huelva no hubo imprenta hasta el siglo XIX (con la excepción de la imprenta ambulante de Diego Pérez Estupiñán, que se asentó temporalmente en Trigueros al calor del colegio jesuita de Santa Catalina, de donde surgió en 1649 el libro Magia natural y ciencia de la filosofía oculta de Hernando Castrillo, primer libro publicado en la provincia y que está en la Biblioteca de la Diputación Provincial). Hay que relativar en muchos casos el fenómeno del afrancesamiento. José Isidoro Morales tenía tendencias liberales, aunque sin estridencias revolucionarias, y a la altura de 1810 no encontró en Sevilla mejores vías de acomodo que colaborar con el gobierno de José Bonaparte, que, dicho sea de paso, pertenecía a una familia tan francesa como habían sido los Borbones. José Isidoro Morales, que nació en la calle Ricos de Huelva y que está enterrado en París, fue también un pionero en la ciencia matemática, pues a él se debe una de las primeras obras que estudió en Europa el cálculo en las elecciones. José Isidoro Morales fue matemático, pedagogo, filósofo, teólogo, geógrafo, miembro de las Reales Academias de Buenas Letras, de la Historia y de Bellas Artes, del Instituto Nacional de París, admirado por Humboldt, y en Huelva, su tierra natal, sólo le recuerda esta universidad, que dio su nombre al nuevo maxiaulario que en el futuro se abrirá en este Campus de El Carmen.

Quizás si, además de hacer todo lo que hizo, hubiese toreado, tendría hoy un vistoso monumento en la calle Pablo Rada. Permítanme ese desahogo. - También hubo un encausado por la Inquisición, al que se desterró de Huelva y al que incautaron los bienes (Miguel Ignacio Pérez Quintero). En el conjunto, sin embargo, dominaron las posturas prudentes, el interés histórico y geográfico neutro, el compromiso por el fomento de la nación, la adhesión al Despotismo ilustrado y a las verdades del catolicismo (muchos ilustrados fueron grandes predicadores). También es verdad que los ilustrados sintieron el esquinamiento geográfico y cierta soledad ambiental. Antonio Jacobo del Barco habla de que “ha vivido arrinconado donde no hay más libros que los míos, y de uno u otro amigo que, aunque no sean malos, son muy pocos. Con que es preciso que mi ciencia sea superficial”. Uno de esos amigos era José Antonio de Armona y Murga, que luego sería corregidor de Madrid e intendente de Cuba, pero que fue durante algunos años administrador de Aduanas de Huelva y hablaba de su trabajo en el puerto onubense como de un “empleo de corta posición que da lo que necesito: cuatro buenos libros y otros cuatro amigos”. Ese aislamiento, ese arrinconamiento geográfico, no fue obstáculo, por ejemplo, para que Antonio Jacobo del Barco disputara con Rousseau a propósito de su Discurso sobre las ciencias y las artes. Y aunque París estaba lejos, tan lejos como ahora pero aparentemente mucho más, los ecos de Huelva llegan. Tengo referencias de que Rousseau aludió a Barco, despectivamente, como un cura de Mauritania. Armona y Murga se carteó con Feijoo, Martín Sarmiento, Mayans, Esquilache, Montgón y La Condamine. Huelva sonaba en Francia, a veces más de lo que nos creemos, y eso antes de que José Isidoro Morales fuera a morir allí. Voltaire, por ejemplo, situó en una venta de Aracena a sus personajes de la novela Cándido o el optimismo y luego los hizo cruzar la provincia de norte a sur pasando por Lucena del Puerto y por el cortijo de Chillas, situado en las inmediaciones de Doñana. Eso puede sorprender, pero no es la sorpresa mayor. Cuando uno se enfrenta a la Ilustración en la provincia de Huelva, se sorprende fundamentalmente por el número y por la ubicación de los ilustrados. Hay una verdadera trama, una malla intelectual que recorre la provincia en la segunda mitad del siglo XVIII. Muchos de los que componen esta red son eruditos que informan a los científicos de Madrid o a las mejores academias de España sobre las novedades físicas, arqueológicas, geológicas, botánicas, de la actual provincia de Huelva, en un momento en que la principal vía de puesta al día es la correspondencia. Lo normal es que cada ilustrado tenga una red de informantes que funcionan de esta manera y, cuando la red no es suficiente, los ilustrados se echan al camino para descubrir y anotar: una inscripción aquí, una planta rara ahí, un mineral no acostumbrado allá. Estos viajes científicos son un lugar común de la Ilustración y tuvieron lugar también en Huelva, con anterioridad a los que protagonizaron los viajeros románticos y anotadores de usos y costumbres. El ilustrado valenciano Francisco Pérez Bayer, por ejemplo, peregrinó a Aracena y Alájar a visitar los sitios en los que había vivido Arias Montano, y nos legó muchos testimonios visuales y documentales. José de Vargas Ponce, el marino gaditano y director de la Academia de la Historia, peregrinó en burro a La Rábida (antes que Washington Irving, pese a la placa que hoy está a la entrada del paraje de La Rábida) y escribió un Discurso sobre Historia de Huelva actualmente no localizado.

Y es también a la Ilustración a la que corresponde la construcción de las claves de identidad onubenses. No me refiero a las claves folklóricas que hoy pueden llamarse fácilmente de identidad, sino a la construcción de una historia, de un territorio y de unos símbolos. Se construyen en la segunda mitad del siglo XVIII y, por acotarlos a unas fechas, lo principal de este proceso se da en los siete años que distan entre 1755 y 1762. El gran debate intelectual del momento en Huelva es la identificación de la Ónuba romana, que mantiene en pugna a Huelva y Gibraleón por asumir el prestigio y la herencia clásica. Suele decirse que es Antonio Jacobo del Barco el que identifica Ónuba con Huelva y, por tanto, el responsable de que el gentilicio de los habitantes de Huelva sea el de onubenses. No es así exactamente, pero sí el que rebate definitivamente a todos sus contradictores, y logra establecer en los círculos intelectuales de España la situación de Ónuba en Huelva. La discusión fue larga y encarnizada y aún en tiempos de la Guerra de la Independencia, cuando el corregidor de Gibraleón exhortó a sus vecinos a resistir al invasor francés, encabezó su bando con la palabra: Onubenses Éste no fue sólo un debate erudito. En el fondo, escondía una rivalidad política, señorial. La lucha por una legitimación, con la perspectiva de una capitalidad comarcal. La facilidad que tuvo Huelva en 1820 y en 1834 para alzarse como capital de provincia tuvo mucho que ver, sí, con su centralidad sobre la costa, con la capacidad de su puerto, con su tradición administrativa como cabeza del partido de aduanas, pero, no nos engañemos, también fue porque la batalla por la legitimación histórica la gana Huelva al asumir como propio el pasado romano. También gana Huelva la batalla de la capitalidad intelectual porque es la primera que publica su Historia: Huelva Ilustrada de Juan Agustín de Mora, primera Historia de Huelva y primera localidad de la actual provincia que publica su Historia. Por cierto, parte de este debate, aunque parezca mentira, es la fijación ortográfica de la palabra Huelva. Antonio Jacobo del Barco la escribe con b, como Córdoba, porque Ónuba aparece con b en las monedas romanas. En una grafía culta. Los que pugnan por la candidatura de Gibraleón (como Pérez Quintero), la escriben con uve, que es una forma más vulgar. La fijación de la grafía uve es, en cierto modo, el pequeño símbolo del fracaso de la Ilustración. Muchos de estos esfuerzos individuales y colectivos, muchos de los logros del siglo XVIII, en Huelva al igual que en muchos otros sitios de España, terminaron en un fracaso aparente, cuyo símbolo más evidente fue el mazazo mortal de la Guerra de la Independencia, primera gran grieta en que los españoles, también los onubenses, vieron de cerca –tan cerca que fue en su propia casa- la tragedia de la violencia y de la muerte. Al margen del sufrimiento, la Guerra de la Independencia extremó las posturas, desencajó los procesos tranquilos, obligó a los individuos a elegir y los dividió en bandos irreconciliables: las dos Españas que cantó Machado y que a partir de 1936 mostraría su rostro más terrible. La Ilustración fue otra cosa. Fue una toma de conciencia sobre la necesidad de velar por el progreso de las naciones, por la búsqueda de la verdad, por la confianza en la razón humana, que, en palabras sencillas, no es más que el triunfo del sentido común. Fue entonces cuando se inventaron o se pusieron verdaderamente en uso las palabras fraternidad, filantropía, felicidad. La Universidad es hija de ese espíritu, nieta

de ese ansia de saber, de conocer, de innovar. Cada vez que un sello, que un membrete, deja en un papel administrativo el escudo de la Universidad de Huelva se renueva el mandato intelectual y ético de esas dos palabras, sapere aude, atrévete a saber, que resumen una época y tal vez más que una época: un compromiso con nuestros padres intelectuales, que hicieron de Huelva el objetivo de sus esfuerzos, que en cierto modo nos hicieron como somos, y que en gran medida también son los responsables de que hoy, Sr. Rector, estimadas autoridades, queridos compañeros y alumnos del Aula de la Experiencia, estemos todos aquí.

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