SEGUNDO CÍRCULO LILITH

1 SEGUNDO CÍRCULO LILITH Si Dante tuvo en Virgilio su báculo, su brújula sabuesa, su guía paternal y su hermano en decires -¡a ambos no les era aje

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FELIPE SEGUNDO Felipe Segundo ......................................................................................................... - 1 I. Introd

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SEGUNDO CÍRCULO

LILITH

Si Dante tuvo en Virgilio su báculo, su brújula sabuesa, su guía paternal y su hermano en decires -¡a ambos no les era ajena la orfebrería de los gorriones!-, hoy, a la curiosidad en punto, el vate cronista que moja su pluma en la sangre del cisne que en agonía se halla entonando el más dulce de los últimos suspiros, llevado de la mano de Gregorius, comenzó un diverso itinerario por paisajes inéditos: crepúsculos que llevan su majada de colores a pastar pedazuelos de infinito,

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callejones olvidados de ciudades perdidas y ríos turbulentos que llevan en su oleaje barcos de papel pautado, y pudo ver en la pantalla chica de su frente grandes murales de la historia humana tal como ocurrieron: sin retoques, con la honradez de lo comprobable, sin respirar la edulcorada atmósfera de su propia falacia, sin la mano negra y la turbiedad de la saliva que dejan en la pulcritud del hecho los manchones de la adulteración y las lenguas retorcidas del engaño. Dios, o el Poder cósmico que lo genera todo, creó, dícese, a su imagen y semejanza a hombre y mujer -haciendo de cada puñado de polvo metáfora menesterosa, pordiosera, del que lleva la eternidad bajo del brazoambos paridos por el vientre abultado de la nada o, lo que tanto vale, salidos de sendos puñados de polvo

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al alado portento del aliento divino. Adán se llamó el varón, y se pasaba días y más días no sabiendo qué hacer con el juguete nuevo de sus manos. Una vez nacido, y dejarse las primicias de barba y experiencia, pretendió fumigar el aire de familia que tenía con los simios, haciendo ejercicios de lógica y deletreando el vocablo de su nombre. Lilith la hembra -eximida, como Adán, también de cola, pero que, ay, nunca olvidó, con la gracia del recato, su vaivén libidinosohizo lo mismo, lo hizo al hallar en sus manos extendidas el primero de los libros con las circunvoluciones cerebrales en las líneas de la vida y al aprender a contar con los dedos de las manos

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y seguirse después con las estrellas. El primer hombre, antes de que naciera la mujer, en el via crucis de su soltería, cuando cambiaba concupiscencias tan sólo con el aire, para evadirse del autismo que tenía a la mano, había fornicado con diversos animales: una vaca, una chimpancé voluptuosa, una gallina distraída que, por un instante, emplumó su lujuria, una yegua que no rehuía ser montada en los declives de su lomo. Y hasta hay quienes murmuran, sin fundamento, que, enloquecido por la excitación, formó, con un puñado de aire, y adelantándose a Jehová, una mujer imaginaria, y que, al parearse con ella,

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el semen expelido, lejos de fecundar los recovecos de su fantasía, cayó en el suelo desplegando ahí el enturbiado espejo de Narciso. Sea como sea, Adán se hallaba lejos de sentirse satisfecho con esos cabalgamientos estrafalarios o ese andarse besuqueando perversiones y contra natura. Cierto que el semen (cuando el clímax hacía soltar la rienda y había entonces que correrse), sale en estampida y que Adán lo imaginaba, desparramado en la fémina espectral, barnizando su embeleso. con pinceladas de asombro. “Mas el orgasmo con que uno se queda tras esa eyaculación –refunfuñaba Adánse parece más a la soledad enardecida que al placer”. El aguacero de esperma

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formaba charcos turbios en el suelo donde corrían a abrevar insectos moribundos, donde la muerte se hallaba luchando a manotazos con la vida, mientras Adán se quedaba de pie, desnudo, con un áspid de hielo entre las manos. Cuando el lobezno de su brama empezó a aullar a la luna, el Creador oyó su queja, la cantata nupcial de sus hormonas, tomó del suelo edénico un puño de polvo de infinita finura e hizo a Lilith. Si el rostro de esta mujer, donde la escultora mano de la perfección dio una lección de regularidad, simetría y elegancia al universo mundo, producía infartos de envidia en todas las criaturas vivientes, su cuerpo, ay su cuerpo,

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su vientre donde la mano masculina podía oír poemas de tibieza y cuentos de terciopelo, sus senos encaramados a su propio orgullo, sus caderas que describían sinuosos recorridos de serpiente; todo resultaba inolvidable y los vegetales, los floripondios, los gorilas y hasta la indiferencia helada de los árboles se sacaban de quicio y no sabían qué hacer con la excitación que los sobrecogía. Adán le miró a los ojos. Le besó la boca. Acarreó sus huellas digitales a los hombros, el cuello y a los pechos que dan, con los pezones, griteríos de entrega. Le puso las manos en las nalgas. Le hizo preguntas a su consentimiento y dejó flotando su virginidad en un charco de sangre descosida. La pareja concupiscente -aunque haga del deseo el Sísifo alpinista y lujurioso que una vez y otra y otra

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accede, jadeando, a la cumbre del placer, para resbalar de nuevo a la planicie de la insatisfacciónno puede dejar de intuir, a golpe de imaginación, la infinidad de posturas seductoras que la dualidad puede inventarse. Adán, hecho a imagen y semejanza de su Creador, tenía ademanes y gestos de patriarca e ínfulas de cielo. Y, con la lujuria royéndole los testículos, quería cubrir una vez y otra y otra a Lilith, su mujer. “Soy el cielo fornicando con la tierra”, susurraba al oído femenino y se retorcía de placer paladeando cada instante con el furor de quien sabe que, salvo en el orgasmo, el tiempo nunca se detiene y siempre hay algo nuevo bajo el sol que derrite témpanos y hace ríos para que en ellos naden frases y más frases de Heráclito “el Oscuro”. “Soy el cielo –repetía- cubriendo a mi mujer

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hecha de polvo y de lascivia”. Pero Lilith se cansó de esa postura. Sus nalgas se hallaban amoratadas por la rutina, aplastadas por el minero, que no se fatigaba de buscar pepitas de oro en la veta complaciente; y en esa maldita posición lejos de vislumbrar el cielo, veía la cabeza sudorosa y descompuesta del patriarca. “Fuimos creados iguales –decíay ninguno, querido mío, debe monopolizar una sola posición. una sola forma de llamar al paraíso” Habló de otras posturas. “El amante –arguyó- no debe ser la camisa de fuerza de la amada”. Sugirió que el tacto sin prejuicios, los dedos sordos a las fanfarrias de la moralina, los besos con su punto y seguido y más que nada la lengua, no debían dejarse fuera del juego.

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Desechó la posición amorosa donde el movimiento era tenido como pecado, y hasta, podría decirse, que arrojaba cubetazos de agua bendita a la libido. “¿Por qué iba a hacer Adán siempre de cielo cohabitando con la tierra? Lilith habló de las mil y una posturas con que los cuerpos podían rozarse, penetrarse, incendiarse; insistió en que había que hacer añicos la costumbre, guardarla en la cara oculta del cerebro, y pugnar por poner la corona de laureles del orgasmo en las sienes del deseo. Para que sean bienvenidos, hay que quitarle su veneno de serpiente a los pellizcos; las manos, atentas a la música,

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deben pregerir los adagios o los lentos al vivace que ignora la virtud del paladeo. y el tejido de caricias, como red hecha a propósito para pescar excitación, a la posesión abrupta del que muerde la manzana sin mirarla, sin olerla, sin gozar sus redondeces. Lilith ideó, por primera vez en la historia. el sesenta y nueve, clave para sacar de su escondrijo el arriesgarse, el “tener la valentía de”, el “no retroceder ante” y llevar a la sierpe que se muerde la cola de los cuerpos enroscados un instante de eternidad o un fuego artificial que se lanza a construir el firmamento. Convirtió el ars amatoria no en un recetario de posiciones o un malabarismo de concupiscencias, sino en un manual de viajes,

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aventuras, sueños que tardan mucho en derretirse en la punta de los dedos. Adán sintió que el control y las exigencias de patriarca del tálamo se le agusanaban en las sienes y en las manos y no se le ocurrió otra manera de reaccionar que la de ser el déspota siempre dispuesto a escuchar los consejos de la voz serpentígera del látigo. Intentó someter a sus órdenes la desbocada libertad del aire y hasta hacer que el agua tras de buscar arrepentirse en su secarse, o desaguar de sí las “veleidades” de su libre arbitrio, diera el salto moral hacia la rígida y tediosa compostura de lo sólido, aunque así deviniera un témpano de hielo entre las manos del Adán mojigato que, perplejo, no sabe más que saborear

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tragos amargos. Pero Lilith, mujer independiente, militante de la autonomía, era como la cometa que, enamorada del horizonte, rompe con el cordón umbilical que la ata al mundo. Supo en ese momento que la brújula es el mejor atajo para dar con los pies. E inventó las sandalias. Giró sobre sus pies. Le regaló a Adán, al ir recopilando lejanías, diversas versiones de su espalda en fuga y huellas que eran epitafios del regreso, y al llegar a las fronteras del Edén (donde terminaban los dominios de la perfección) dudó un momento, meditó en el mundo glorioso que arrojaba a los pies del pasado. Pero, alumbrando a la mujer que llevaba en las entrañas, se arrancó del pecho,

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las manos y la angustia, los escrúpulos que pretendían robarle el movimiento. Quiso creer entonces que el hormigueo de sus plantas eran las voces de su primer destino. Hojeando uno tras otro todos los milímetros que cubrirían su próximo viaje, midió las consecuencias y dio el primer paso. Abandonó motu proprio el paraíso y se internó en las orillas del Mar Rojo. Cerca de este mar, allí donde la tierra amontonada, adormecida por el fluir cantarino de las olas, forma, al bostezar, un reguero de cuevas, Lilith, con la vida y la sangre entremezcladas recorriendo sus venas, trocando la belleza inmarcesible del Edén

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por la tosca arquitectura de la piedra, se aposentó, dichosa, ensimismada, dirigiéndose plegarias a sí misma, en el hogar dulce hogar de su vivienda. La mujer, embriagada de entusiasmo, arremangándose los ímpetus, y tomada de la mano de su autonomía, desertó de la vana utilidad -para la cual los adornos surgen de la grotesca artesanía de perder el tiempo-, hurgó en los entresijos del buen gusto, y amuebló su caverna, con los enseres rústicos de su capricho y un feliz griterío de floreros. Fue dueña entonces de una casa de abovedados muros, fantasías rupestres y tinieblas amigas; gozó de un ánimo, descobijado de patriarcas, que levantaba a dos manos su albedrío;

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de un cuerpo que era su más importante conquista, incubadora del deseo y sede del Edén en miniatura de un pubis en que fráguase el discreto incendio de sus ansias. Narra la leyenda -y la leyenda no es sino un puñado de fábulas que decimos de tradición oral porque las narra el vientoque Lilith, en llegando a su morada, dejó abiertas las puertas de su gruta, los brazos del consentimiento y las piernas de su erotismo en llamas, para que un ente singular, que tenía un amor a primera vista con la excitación, diera con los jadeos que construyen el principio de identidad. “Se trataba de Asmodeus, -dijo Gregoriusal que los angeblos, los ángeles endemoniados, presentan como cómplice de la maldad en persona,

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con las axilas olorosas a azufre y una cornamenta de reno que ocultaba en su cráneo las profundas protuberancias de sus malas intenciones, cuando no es sino un ángel rebelde, un demonángel, un ente sublevado, un camarada que coloca en su caletre la pólvora y el ideal en la luminosa secuencia de medio vuelto manos y fin sin los complejos del continuo y pudibundo desplazarse. “Asmodeus no tiene nada que ver con los truhanes Miguel o Rafael, Asael o Gabriel ni con Eruviel que aún hoy cuida como la niña de sus ojos su pedazo de cielo para no despeñarse y caer redondito en la desgracia. Conoció a Asmodeo y empezó, a todo ovario, a crear a los limis, hechuras del instante que amasa con sus manos la lujuria, hijos de la libertad,

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del goce desatado de remordimientos. “Lilith da la bienvenida por primera vez en la historia (en un aleteo que ni con mucho es siempre de sábanas cigüeñas), a lo prohibido, al atrevimiento, a la catarsis hemorrágica de pecados. Ella es quien, antes que nadie, puso el micrófono en manos del deseo. “Adán empezó a extrañar a Lilith. El recuerdo le fue mudando sus almohadas en piedras. El insomnio secuestró sus noches y terminó por advertir que la memoria más viva no resucita una sola de las células de la mujer perdida. No pudo más, y el hilo de su voz enredada en un nudo en la garganta se le deshilachó en sollozos. La buscó por todo el paraíso,

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recomendó a su locura que se encargara de ella, que la buscase entre los árboles, los peñascos, sus desdenes e “incomprensiones femeninas”. Yendo tras de su rastro, despellejándose las ansias, lanzó alaridos con su nombre y escudriño hasta el último rincón de su delirio. Sintió que el áspid de la soledad, descolgado de un árbol, le caía en el hombro, reptaba por su espalda y descubría en su cuello el lugar indicado para que sus colmillos encontraran su tierra prometida. “Dícese que el Señor no fue insensible a su aislamiento, a la soltera angustia en que gemía, a las gotas de purulencia que tramitaban sus ojos y al aullido que si salía de su boca, no brotaba de su lengua o de su cuello sino de sus entrañas.

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“¿Qué haré -se dijopara que este hombre desolado, sin mujer, huérfano de caricias, entregado a patéticos soliloquios de carne, encuentre el bálsamo de la serenidad? Requiere de alguien que en nada se parezca a Lilith, esa mujer que, enferma de libertad e independencia, nació con pies que son sandalias hechas a la medida de la inquietud que nunca la abandona. Adán desea tener cerca de sí, junto a sí, y bajo de sí, a la hora de la carne, la incondicional aceptación de sus manías de erótico patriarca. Quiere ayuntarse con la obediencia. Ver a la mujer como un dorado y grande instrumento de masturbación.

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Intercambiar besos, palabras y sudores no con sus propias manos, sus hombros o rodillas, sino con alguien que aflore del mundo externo, allá en los litorales del afuera. Eyacular esbozos de hijo para que la sumisa matriz de su mujer construya poco a poco la urdimbre celular del nuevo niño. “¿Qué haré? –repitió el Señormientras sus ojos (clavados en el desnudo cuerpo que sus dedos modelaran en el polvo) ascendían y bajaban por el costillar del mozalbete. Meditó los segundos indispensables para fraguar un milagro. una insólita ocurrencia estrafalaria o un corto circuito en la materia dócil y dio con la respuesta: sacaré a una mujer de su costilla.

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“Eva será su nombre. No saldrá, como Adán, o como Lilith, del polvo terrestre, donde, con mi dedo meñique, forjé dos fosas nasales e introduje el hálito de vida y el cayado del tiempo. Eva, hija de una porción de Adán, mi primogénito, ha de ser en realidad una entidad subordinada, nieta sólo del polvo. “Me acerqué a su oído y le dije: ‘Eva, has sido hecha para tu consorte, como el te de frescura (que puedes obtener del arroyo) lo es para la sed que no se satisface ni con el rocío, ni con las flores, ni con nada. Tu cuerpo será patrimonio de tu marido. A él pertenecerá tu deseo.

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Cohabitarás tan sólo con la Ley y retozarás en la cama -si puedes- sólo con sus mandatos. La monogamia -que le pone anteojeras al corazónes tu destino”. Gregorius continuó su relato: “Lilith, aun siendo mujer de Asmodeo -figura imprescindible de los demonángeles insurrectostuvo amores con dos que tres demonios, de esos que no sabían qué hacer con el incendio libidinoso que a lo largo y a lo ancho de su carne, avanzaba y avanzaba descubriendo, conquistando, colonizando células. “Mujer en pie de furia contra los principios morales

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caídos del firmamento, accedió, motu proprio, a las demandas del famélico aullido de las manos fatigadas de sólo acariciar mentidas redondeces en el aire. “Lilith prohijó varios demonios niños, diablillos del tamaño de un susto, criaturitas que mamaron en la leche libertaria de su madre canciones de cuna guerreras, alfabetos de iracundias indomables, ideas del bien y del mal que se hallaban no en la pulpa de un fruto agusanado de prejuicios, sino en el coro de voces que, formado con los órganos internos, entonan la canción de su presencia, de su “aquí estamos”, “no nos olviden”, “no sabemos qué hacer con nuestra piel enardecida”.

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Lilith se enfurecía si le daban nombre de ángel o diablo. Se llamaba simplemente mujer, mujer rebelde, nacida no de unos gramos de polvo, sino de un puñado pólvora insuflado por el hálito oscuro de Luzbel. Mujer hecha de carne polvorienta, olorosa a principio, y no con la textura de una rama desgajada del árbol masculino, que un día, pecho tierra, concibió a su primogénito esencial: el bebé de su puño, levantado en armas desde el día en que la luz le construyó los ojos. “Los angeblos y, con ellos, los curas. los ermitaños, los Padres de la Iglesia,

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las vírgenes encinta de deseos, las monjas con sus acostumbrados hábitos, que recubren su piel, los frailes caballerescos que se andan por el mundo desfaciendo pecados, todos al unísono han creado la leyenda negra de que Lilith es la madre de los demonios. Dicen que Adán, antes de que Eva fuera un vislumbre, una ocurrencia en los dedos de Dios, lamentó tanto la partida de Lilith que pidió de rodillas a Yaveh su retorno mientras sus ojos inauguraban el primer llanto que registra la historia. “Yaveh escuchó a Adán,

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entendió los llorosos deliquios de un sexo enjaulado por su soltería, y designó a tres ángeles -Senoy, Sansenoy y Semangelofpara recobrarla, para volverla al redil de los grilletes. Estas tres criaturas (en realidad angeblos, entes para quienes la obediencia era el primer mandato que les caía del cielo) le pidieron o, subiendo el volumen, le exigieron en llegando a su cueva que tornara a las heredades de su obligación, a las manos de su dueño, al lugar especial que Dios había reservado para ella. Le dijeron que no rechazara la felicidad que se le ofrecía. Pero no hablaron (o los metieron bajo su lengua)

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de los grilletes que ocultaba su mandato. También la amenazaron: un gran bloque del cielo podría venirse abajo y apachurarla con todo y respiración. Le sentenciaron que si se oponía y pusiera la rebeldía de su NO a oídos de Yaveh, matarían a su progenie, frutos de los repugnantes amoríos con sus pecados. “Lilith negó con la cabeza y se atrincheró en su lengua combativa. Entonces los angeblos inventaron que la mujer contra atacó diciendo que si ellos cumplían su amenaza, ella mataría a los hijos de Adán y dejaría a la historia sin absolutamente nada que contar.

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“Añadió que se acercaría a los hombres dormidos, y que, con la sabiduría de sus caricias, haría que, aun soñando, se les despertara la concupiscencia, conocieran entrada por salida la felicidad y derramaran el semen (y su mocosa consistencia de vida en ciernes) que ella robaría para podría crear, con la orfebrería de su matriz, miles y miles de demonios. “Los angeblos promueven la contienda contra Lilith. Sus lenguas viperinas tejen con sus agujas la leyenda. Calumnias, distorsiones, una inquina de insondable furor que tiende el vuelo y a todo entendimiento contamina. Punto a punto el engaño forma un velo, un párpado de todos, que reparte la ceguera en la tierra y en el cielo.

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Pero nada es verdad. Sólo es el arte de una metamorfosis mentirosa que Javeh con sus ángeles comparte. Todo lo que vomita, venenosa, la lengua del poder y del machismo, con su saliva turbia e insidiosa, son palabras que caen al abismo y dan con los suburbios del no ser, y Lilith, siendo ya plena mujer, pone en sus propias manos su bautismo. Abril de 2012

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