Sobre la autoridad supuestamente perdida del profesorado

Sobre la autoridad supuestamente perdida del profesorado Una corriente catastrofista y nostálgica reivindica una suerte de autoridad del docente que,

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Sobre la autoridad supuestamente perdida del profesorado

Una corriente catastrofista y nostálgica reivindica una suerte de autoridad del docente que, aparentemente, ya no existe. Pero es un planteamiento que confunde las

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nociones de poder y autoridad y que, fruto de esa

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equivocación, describe y valora erróneamente un pasado educativo que, en lo esencial, nunca tuvo lugar.

JAUME TRILLA BERNET Catedrático de Teoría e Historia de la Educación de la Universitat de Barcelona.

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n un artículo reciente Mario Vargas Llosa culpabilizaba, de forma directa y literal, a los hechos del mayo parisino de 1968 y al filósofo Michel Foucault del actual descrédito de la auto-

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ridad y de otros presuntos desastres, casi universales, ocurridos a la cultura y a la educación: “Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras

monográfico políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la ‘autoridad’ clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos en representante del poder represivo, es decir, en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador –de transmisor tanto de valores como de conocimientos– ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que –al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios– se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes” (Vargas Llosa, 2009). Y según el gran novelista, político ocasional y asiduo opinador, otra de las consecuencias de todo ello ha sido, ni más ni menos, que “se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares [...] Los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para

que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos, ricos, y los inveterados dueños del poder, siempre con el látigo en las manos” (Vargas Llosa, 2009). O sea, una revuelta juvenil fracasada y el –según Vargas– “brillante” pero “sofístico” filósofo francés consiguieron –ahí es nada– no sólo demoler la autoridad de la que presuntamente gozaban antes los maestros, sino además, de rebote, acrecentar “brutalmente” la desigualdad social.

Una moda retro De hecho, el artículo del novelista es un aporte más a la moda a la que, desde hace unos años, se han apuntado unos cuantos significados intelectuales que acompañan y dan lustre a ciertas voces panfletarias surgidas del propio ámbito educativo. Se trata de una moda retro, una especie de revival, según el cual es urgente recuperar toda una serie de valores y formas educativas (la autoridad de los maestros, la disciplina, el esfuerzo, la memorización...) que antaño, dicen, eran esenciales en la escuela y que después han sido expulsados de ella. En esquema, la operación consiste en lo siguiente: - Se destacan, magnificándolos y con tintes catastrofistas, algunos de los males de la realidad educativa actual: fracaso escolar, violencia en los centros, desprestigio del profesorado, etc.

- Atribuyen estos desastres mayormente a dos causas. Vargas Llosa culpabilizaba al emblemático mayo parisino y a un filósofo, pero el grueso de la tropa de la que estamos hablando suele dirigir sus dardos, en primer lugar, a la supuesta aplicación de ciertas teorías y métodos pedagógicos. Métodos que suelen presentar de forma caricaturesca para ridiculizarlos mejor: se inventan un muñeco pedagógico y con él practican su pim, pam, pum dialéctico. Y, por extensión, a veces la diana no es sólo un conjunto de métodos determinados, sino ni más ni menos que las propias pedagogía y psicología globalmente consideradas. En segundo lugar (o correlativamente), el origen de la catástrofe se atribuye también a las sucesivas nuevas leyes educativas, en tanto que han querido generalizar aquellas teorías y métodos: contra la LOGSE los del revival gritaron hasta la afonía, pero leyes más recientes tampoco han salido mejor paradas. - Y finalmente, según opinan, las virtudes que se echan en falta en la educación actual brillaron, en cambio, en las escuelas de antaño. Por eso afirmamos que se trata de una moda retro. Es como lo de nuestras abuelas hablando de los alimentos: “tomates como los de antes, con sabor a tomate, ya no se encuentran en el mercado”. La diferencia está en que con lo de los tomates las abuelas quizá tienen razón, pero con lo de la escuela, como veremos después, los catastrofistas de ninguna manera la tienen. Así como inventan un mu-

Rafael Alberti y sus maestros de antaño “¿Quiénes fueron mis profesores, mis iniciadores en las Matemáticas, el Latín, la Historia, etc.? […] El padre Márquez, profesor de Religión, al que llamábamos, seguramente por su sabiduría, ‘la burra de Balaán’. El padre Salaverri, profesor de Latín, un peruano con cara de idolillo, quien por sus arrebatados colores había recibido de uno de sus alumnos, el sevillano Jorge Parladé, un sobrenombre algo denigrante: el de ‘Enriqueta la Colorada’, popular prostituta trianera. El padre Madrid, profesor de Nociones de Aritmética y Geometría, pálido y muy perdido en el amor de sus discípulos. El padre Risco, profesor de Geografía de España, ñoñísimo poeta, y autor, además, de estupidísimas narraciones edificantes. El padre Romero, profesor de Historia de España, también amoroso de sus alumnos. (Tal bofetada me pegó una vez este padre, que aún hoy, si lo encontrara, se la devolvería gustoso.) El padre Aguilar, hermano de no sé qué conde de Aguilar, andaluz, jesuita simpático y comprensivo, hombre de mundo, suave en sus castigos y reprimendas. El padre La Torre, profesor de Álgebra y Trigonometría. Agraciado con el mote de padre ‘Buchitos’, a causa de sus inflados carrillos desagradables. El padre Hurtado, profesor de Química, cenicientos de caspa los picudos hombros de vieja escoba revestida. El padre Ropero, profesor de Historia Natural, semiloco, saltándole, de pronto, del pañuelo, al sonarse, mínimas y electrizadas lagartijas, cogidas en el sol de la huerta. El padre Zamarrija, rector del colegio, máxima autoridad, vasco rojizo, larguirucho y helado, cortante y temible como una espada negra, aparecida siempre en los momentos menos deseables. El padre Lirola, padre espiritual, sentimentalón e inocente, estrujando más de lo necesario contra su corazón dolorido, y en la soledad de su cuarto cerrado, a las alumnas almas descarriadas”. Rafael Alberti: La arboleda perdida

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ñeco pedagógico para ridiculizar la pedagogía, fantasean también con un pasado educativo que en realidad nunca existió. A continuación nos vamos a centrar exclusivamente en la cuestión de la autoridad. Y lo haremos comentando una confusión, ampliamente extendida, que seguramente está en el origen de aquella aludida visión deformada del pasado y de su contraste con el presente.

Poder y autoridad “Hay una distancia abismal entre estos padres severos [los que tuvo el autor] y los que hoy miman a sus hijos” Chateaubriand, Memorias de ultratumba

La frase del barón de Chateaubriand induce a pensar que esa sensación de que los padres y los maestros de antes eran más severos que los de ahora no es algo privativo de nuestra época, sino una especie de estribillo que se va reiterando a lo largo del tiempo. Una sensación que procede, no sólo de la relatividad y subjetividad con que cada época y cada cual perciben y valoran su presente en relación con el pasado, sino del hecho real de que, independientemente de casos particulares excepcionales y de posibles períodos involutivos, los mecanismos disciplinarios, en la familia y en la escuela, han tendido a suavizarse en las formas y a resultar mucho menos cruentos. No hay más que repasar la génesis de las instituciones educativas y de las formas de corrección y castigo antaño empleadas en ellas para darnos cuenta de que, como escribíamos en otro lugar, un museo de historia de la educación fácilmente podría compartir algunas de sus salas con un museo de historia de la tortura. En otras épocas, aquello de “la letra con sangre entra” podía interpretarse de forma del todo literal. Desde luego, sería demagógico entender que la demanda explícita o el deseo oculto de los del aludido revival consistan en la recuperación de aquellas formas disciplinarias brutales y de la potestad abusiva otorgada a los educadores para aplicarlas. Seguro que nadie en su sano juicio desea volver a la palmeta, los azotes, “de rodillas de cara a la pared” (y con los brazos abiertos sosteniendo una pila de libros en cada uno), ni a las humillantes orejas de burro. Como tampoco a ningún demócrata a la altura de los tiempos se le 24 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº396 }

ocurriría reivindicar la lapidación, la tortura o la mutilación para castigar a los delincuentes. En materia de civilización y derechos humanos (los de la infancia, incluidos) no hay vuelta atrás políticamente correcta. Y aunque la campaña del revival contiene algo del afán epatante y expresamente provocativo de ir a contracorriente, el estatus público y cultural de sus más notorios propagandistas les impediría, por otro lado, sostener posiciones demasiado políticamente incorrectas. No, los nostálgicos de –como enseguida veremos– no se sabe bien qué no reivindican, por supuesto, “el palo y tentetieso”, sino una suerte de autoridad presuntamente perdida. Y ahí, justamente, radica la inconsistencia de su planteamiento. En él, por un lado, se confunden las nociones de autoridad y poder, en su aplicación a las situaciones educativas; y, por otro lado, como fruto de tal confusión, se describen y valoran erróneamente tanto el pasado como el presente.

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En este sentido, José Antonio Marina, con su habitual precisión y claridad, ha desarrollado en un libro reciente algunas distinciones conceptuales que nos serán de gran utilidad (véase también el artículo de Marina, “Educación del carácter, núcleo de la personalidad”, en la pág. 12 de este mismo número de Cuadernos). Una primera distinción es la que ya los antiguos romanos establecían entre potestas y autoritas, cuya diferencia “estriba en que el poder puede utilizar la coacción, y la autoridad no. Ésta actúa mediante el respeto o la admiración que despierta en otras personas” (Marina, 2009, p. 22). La potestas funciona, por tanto, mediante la imposición, mientras que la autoritas lo hace por medio de la convicción. No será necesario advertir que el hecho de hablar de “imposición” o de “coacción” como atributos del poder para nada invalida el ejercicio del mismo. Como precisa también Marina, hay que distinguir, asimismo, entre el poder legítimo y el ilegítimo: “Am-

monográfico bos se imponen coactivamente, pero no se pueden confundir. No es lo mismo el poder de un salteador de caminos que el de un juez” (Marina, 2009, p. 23). La otra propuesta conceptual de Marina que también nos interesa especialmente es la que consiste en diferenciar dos tipos de autoridad. Por un lado, la autoridad que llama “recibida”: “Las instituciones actúan ‘autorizando’ a un número de personas a ejercer la potestad correspondiente al puesto que ocupan [...] Una persona, por el hecho de ocupar un cargo, recibe una autorización para ejercer el poder, y hereda parte del capital simbólico de la institución a la que pertenece” (Marina, 2009, p. 25). Este capital simbólico vendría a ser como el prestigio social vinculado a la profesión de que se trate. Pero, además de la autoridad “recibida”, existe la autoridad “personal” o “merecida”, “que no se recibe de nadie, sino que se alcanza por méritos propios, es una autoridad conquistada, un poder legítimo, personal, ganado con el propio esfuerzo, y que no usa medios coactivos para imponerse. Es la irrupción de la razón, del saber, de la valía personal, de la capacidad de convencer, en el mundo del poder puro y duro. No provoca la obediencia ni el miedo, sino el respeto, la admiración, la escucha” (Marina, 2009, p.26). La aplicación de estos tres conceptos (poder legítimo, autoridad recibida y autoridad merecida) a la profesión docente actual y pretérita permite elucidar mejor algunos de los problemas planteados.

La coacción efectivamente perdida En primer lugar, es notorio que el poder legítimo otorgado a los profesores ha disminuido. Ya veíamos antes, por ejemplo,

que determinados procedimientos coactivos comúnmente utilizados en las escuelas en siglos anteriores, y hasta incluso bien avanzado el XX, ya no forman parte del repertorio actual de posibilidades disciplinarias, acreditadas como legítimas, de que dispone el profesorado. Los marcos legales establecidos en nuestra sociedad (constituciones, leyes educativas, derechos humanos y de la infancia...) van claramente en la línea de proteger la dignidad e integridad de las personas y entre ellas, en especial, las de los menores; correspondientemente restringen de forma significativa –o, en su caso, prohíben directamente– el uso de determinados medios coercitivos, antes comunes, en las instituciones educativas. Y, en el ámbito consuetudinario, la realidad sigue la misma pauta: si antes los padres legitimaban expresamente el uso, por ejemplo, del castigo físico por parte de los maestros (“Si el crío merece una buena bofetada no se abstenga, señor profesor, de propinársela”), ahora, en el caso de que a algún docente se le escapara un cachete a un alumno revoltoso, no sería nada improbable que sus padres, al día siguiente, elevaran una queja a la dirección del centro. Es pues un hecho objetivo y, por tanto difícilmente cuestionable, que el poder coercitivo del profesorado se ha restringido. Otra cosa es la valoración que pueda hacerse de ello. Pero, y sin entrar en la casuística sobre si el régimen existente de posibilidades sancionadoras legítimas en manos del profesorado es ahora el suficiente o el adecuado, como ya avanzábamos antes, en términos generales la valoración del proceso histórico que ha puesto límites a determinadas formas de poder coercitivo no puede ser más que positiva: erradicar la brutalidad punitiva

de las instituciones educativas es, sin duda, un logro civilizatorio irrenunciable. Lo que no está tan claro es lo ocurrido con la autoridad recibida de los profesores. Ahí, ciertamente, la posición más común es pensar que también ella se ha visto restringida de forma considerable. Aunque uno no puede dejar de sospechar que los del revival siguen confundiendo poder coercitivo y autoridad, lo que explícitamente afirman añorar es lo segundo. Incluso Marina, a quien de ninguna manera habría que apuntar a aquella moda retro, pues sostiene una posición mucho más equilibrada y fundamentada, aprecia, sin detenerse demasiado en ello, que la autoridad recibida de la que gozan ahora los profesores ha disminuido: “En este momento, la institución educativa pasa por malos momentos, por lo que la autoridad recibida de ella por el profesor es escasa. Han pasado los tiempos en que un maestro era respetado por el hecho de serlo” (Marina, 2009, p. 30). Por nuestra parte, no estamos tan seguros de que el prestigio, la imagen pública y la autoridad reconocida a la figura del docente, globalmente, hayan menguado respecto a épocas anteriores. Algunos hechos inducen a pensar en este sentido, pero otros indicarían todo lo contrario.

Autoridad cultural y autoridad pedagógica En algunos aspectos parece cierto que el prestigio del profesorado ha ido menguando. Una parte de la autoridad de la que antes gozaba el maestro procedía sin duda de la diferencia intelectual y cultural existente entre él y la gran mayoría de los miembros de la comunidad. Cuando en un pueblo sólo sabían leer y escribir el

maestro, el cura, el médico, el secretario del ayuntamiento y unos pocos más, la autoridad a ellos reconocida era muy elevada. Se trataba de una autoridad recibida (la merecida se la deberían ganar por su cuenta), directamente asociada a la noble misión de liberar de la incultura a los más jóvenes. El éxito continuado de la empresa y la extensión progresiva de la escolarización a todas las clases sociales y cada vez durante más años irán reduciendo las diferencias culturales existentes en la comunidad, lo cual, a su vez, devalúa inexorablemente la autoridad cultural que antes se reconocía a los maestros. Inexorable... y felizmente ha sido así: el éxito del sistema escolar y del magisterio ha consistido, precisamente, en que ahora los maestros no sean ya los más sabios de la comunidad, en que los padres y las madres, gracias a los maestros que ellos tuvieron, puedan gozar ahora de un nivel cultural igual o superior al de los maestros actuales de sus hijos. Dicho de otra manera: porque han cumplido bien con su tarea, los maestros han perdido una parte de la autoridad que antes les era reconocida. Pero tampoco habría que alarmarse por esa paradoja aparente. Porque, en realidad, la autoridad esencial de los docentes no procede de su mayor sabiduría o cultura. En tiempos de analfabetismo generalizado, la mayor cultura de los maestros les confería ciertamente un plus de autoridad frente a la comunidad, pero se trataba sólo de un valor circunstancialmente añadido. El origen de la autoridad esencial del profesorado no está en el reconocimiento público de su mayor cultura, sino en el de su mayor competencia para transmitirla (evitaremos extendernos en obviedades como la de que para saber transmitir X a A hay que saber X o, cuando menos, saber de X más de lo que sabe A; o la de que saber mucho de X no asegura saber transmitirle X a A. En lo que estamos es en que, así como antes los maestros sabían de X no sólo más que sus alumnos sino también más que los padres de éstos y que la mayoría de la tribu, lo cual les confería una autoridad adicional, ahora eso último en muchas ocasiones ya no sucede). Por decirlo así, el maestro ya no es el más sabio de la tribu, pero tampoco es un sabio más; es el sabio que posee el secreto de cómo hacer sabios a los demás. La profesionalidad específica y diferencial del docente no radica en el 26 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº396 }

conocimiento de la lengua, las matemáticas, la historia o las ciencias naturales, sino en saber cómo enseñarlas y cómo educar enseñándolas. En resumidas cuentas, la verdadera autoridad del profesorado no es la cultural sino la pedagógica. Por eso sorprende, como decíamos al principio, que algunos (incluso algunos docentes) abominen genéricamente de lo pedagógico; estos docentes quizá no se dan cuenta de que así abominan del propio sentido de su profesión y desprecian precisamente la clase de autoridad que más necesitan y a la que más derecho tienen. Pero nos hemos desviado un poco de a lo que íbamos. Es verdad que, como acabamos de ver, antes al profesorado se le reconocía un cierto tipo de autoridad (la cultural) que ahora, por todo lo dicho, se le otorga en menor medida. Pero, en realidad, ni en ésa ni en otras facetas de la autoridad recibida (y también de la merecida) los maestros de antaño solían andar muy boyantes. Difícilmente puede pensarse que la sociedad otorgara un gran reconocimiento a los maestros de escuela, cuando ella misma los recompensaba con un sueldo con el que “pasaban más hambre que un maestro de escuela”. Por otro lado, si lo miramos bien, la profesión docente en el pasado se ha visto escarnecida de una forma mucho más sangrante y cruel de lo que lo es ahora. La supuesta contribución de la obra de Michel Foucault y otros pensadores al descrédito de los profesores es probablemente mucho menor que la propiciada por buena parte de la narrativa (generalmente con voluntad realista, además) de los siglos XIX y XX. Son precisamente los colegas de Vargas Llosa (y él mismo en La ciudad y los perros, mira por dónde) quienes han ofrecido –fidedigna y verosímilmente– las descripciones menos agraciadas de los centros de enseñanza y de los profesores de antaño. No sería fácil encontrar demasiados ejemplos literarios e iconográficos que se refieran a la educación actual con tanta saña como las muestras –una literaria y otra icónica– que, entre las múltiples posibles (Carbonell, Torrents, Tort y Trilla, 1987; Lomas, 2002), se ofrecen en los recuadros adjuntos, sobre maestros de antaño. La literaria procede de las memorias de Rafael Alberti y los testimonios gráficos son del dibujante francés Honoré Daumier (1808-1879).

Tanto si admitimos como reales la remembranza que hizo Rafael Alberti de sus profesores y el escarnio de la figura profesoral que dibujó Daumier, como si preferimos pensar que se trata tan sólo de imágenes deformadas y ridiculizadoras de la escuela y la profesión docente de antaño, podemos llegar a la misma conclusión: el prestigio social y la autoridad (la recibida y la merecida) de los profesores de antes no debían de ser, cuando menos, mucho mejores que los de los profesores de ahora. Claro es que entonces, como también ahora, debía de haber de todo: “la aborrecida escuela” del poema de Antonio Machado, y Juan de Mairena, el apócrifo profesor creado por el poeta; los maestros satirizados por Daumier y la gran autoridad merecida del personaje protagonizado por Fernán Gómez en La lengua de las mariposas; docentes añorados, docentes olvidables y docentes vilipendiados. En cualquier caso, no parece que el pasado ofrezca referentes suficientemente mejores que los actuales para justificar el revival que unos cuantos publicitan. Para hacer frente a los problemas de la actualidad e ir construyendo el futuro hay que mirar con ojos críticos el presente, pero no sirve de nada fundar la crítica en la nostalgia de un paraíso perdido que, además y en lo esencial, nunca existió.

para saber más X Alberti, Rafael, (1975): La arboleda perdida. Barcelona: Seix Barral. X Carbonell, Jaume; Torrents, Ricard; Tort, Antoni y Trilla, Jaume (eds.) (1987): Els grans autors i l’escola. Vic: Eumo. X Daumier, Honoré (1969): Professeurs et moutards. París: Vilo. X Lomas, Carlos (2002): La vida en las aulas. Barcelona: Paidós. X Marina, José Antonio (2009): La recuperación de la autoridad. Barcelona: Versátil. X Trilla, Jaume (2002): La aborrecida escuela. Barcelona: Laertes X Vargas Llosa, Mario (2009): “Prohibido prohibir”, El País, 26 de julio, pág. 35.

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