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40 Atenea · Número 49 N A C I O N A L por José Gallo Rosales ¡SPAIN OKEY! ¡SPAIN AMIGO! MI PRIMER DÍA EN AFGANISTÁN, DONDE U n viejo avión MIG,

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las mujeres2.indd 3 11/12/2009 17:48:36 © de los textos: Désirée Ortega Cerpa, Mercedes León, María Jesús Bajo, Isabel Martín Salinas, Gracia Moral

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Atenea · Número 49

N A C I O N A L

por José Gallo Rosales

¡SPAIN OKEY! ¡SPAIN AMIGO!

MI PRIMER DÍA EN AFGANISTÁN, DONDE

U

n viejo avión MIG, encaramado en un poste, nos despide mientras salimos de la Base de Herat. Tras unos instantes, los pinos lo defienden de nuestra mirada, ocultándolo, protegiéndolo de nuestra curiosidad. El convoy, compuesto por varios vehículos BMR traquetea por la Highway One, irónico nombre para una carretera que, en España, no pasaría de comarcal; aquí, en Afganistán, el tiempo se paró hace muchos años.

Sin embargo, la autopista tiene vida; por ella serpentean bicicletas con varios ocupantes, triciclos a motor con inmensas cargas, furgonetas pintadas con diseños increíbles, recargados, brillantes, que deslumbran nuestra atónita mirada. Me dedico a observar la

sucesión de imágenes pintorescas que me brinda la carretera, pues no tengo cometido en el vehículo que ocupo. Después de casi tres meses como jefe del Destacamento de Control Aerotáctico (TACP), finalmente, me he decidido a salir con uno de mis equipos; para ellos, la misión es rutinaria, una patrulla para entrega de ayuda humanitaria y asistencia médica en un poblado cercano; para mí, será algo más. Los trabajadores de una gasolinera nos observan indolentes, agachados en el suelo en una postura imposible, bajo un techado inacabado, sujeto por columnas irregulares de hormigón. Sin clientes, miran el mundo pasar a su alrededor; un universo que se desdobla al paso de nuestros vehículos, dos civilizaciones que se encuentran, se entrelazan, se separan en un ciclo interminable. El mismo Alejandro Magno marcó con sus huellas esta tierra inhóspita, al frente de miles de hombres de variadas procedencias y culturas, en una abigarrada caravana multicolor de caballos, camellos y elefan-

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La misión de nuestras tropas en aquellas lejanas tierras está llegando a su fin. Es ahora cuando resalta el impacto que tuvieron quienes pisaban por primera vez la tierra afgana y empezaban a conocer, de primera mano, sus buenas gentes y sus difíciles vidas

EL TIEMPO SE PARÓ HACE MUCHOS AÑOS

FOTOS DEL AUTOR

En la página anterior, los más afectados por las guerras, los niños, y su cambio de actitud, desde el recelo y la expectación, hasta la tranquilidad. Sobre estas líneas, parte de una columna española.

tes, en la que Europa y Asia se daban la mano, en inestable equilibrio. Su gigantesco imperio no soportó su muerte; mientras sus sucesores se repartían el botín, su cadáver se corrompía abandonado en un sótano. Alejandro Magno para Occidente, recordado como Alejandro el Pequeño en Irán. La Historia, esa presunta sucesión objetiva de hechos, causas y efectos, no es más que una

percepción, tan relativa y parcial como sus escritores. Dejamos la carretera. Nos recibe un camino plagado de baches; el viento levanta torbellinos de polvo que se posa en los cardos secos que pueblan las cunetas, en sus pinchos se enganchan jirones de plástico que ondean como tristes banderas rotas. El camino discurre paralelo a una profunda acequia seca, repleta

de restos de basura. Algún árbol se retuerce en la cuneta, lucha contra el sol y la dura tierra, yerma, agrietada, estéril. Se acercan las montañas; son puntiagudas como dientes, altivas y jóvenes; a su pie se amontonan derrubios irregulares. Nos amenazan silenciosas, nos avisan para que nos alejemos, su cima virgen se yergue arrogante, reflejo de la

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personalidad de un pueblo tallado con el soplo del viento ardiente y el cincel helado.

ESPERANZAS AFGANAS En el horizonte, un pueblo; sus casas cuadradas, de barro, están coronadas por una semiesfera. Nos acercamos; ya se distinguen diminutas ventanas, desvencijadas puertas, cuerdas con ropa secándose al viento, montones de basura, improvisadas tiendas de lona, perros agitados por la inesperada visita. Los niños, curiosos, corren acercándose peligrosamente a las ruedas de los vehículos; visten raídas camisas de hilo, van descalzos, gesticulan para atraer nuestra atención, se llevan la mano a la boca; entendemos el mensaje y señalamos el pueblo para que se reúnan allí con nosotros. Los hombres sentados a la sombra se incorporan, son altos y enjutos, el viento ondea sus túnicas mientras se agrupan en torno a un anciano de barba blanca. Las mujeres jóvenes se ocultan de nuestra vista; las niñas y ancianas se acercan al grupo de hombres, manteniéndose a cierta distancia. La sección se despliega, la ambulancia ocupa su lugar y varios oficiales, acompañados del intérprete, se

Los venerados ancianos del lugar, acompañados por los hombres adultos y, a respetuosa distancia, por los jóvenes. Abajo, la añoranza del hogar en España se compensa haciéndolo presente en la distancia.

acercan al poblado. Tras conversar varios minutos con el elder, el anciano del lugar, los militares regresan a su puesto. Mientras, el grupo de afganos se organiza y forma una línea perfectamente jerarquizada: los ancianos primero, después los hombres jóve-

nes, algunos solos y otros acompañando a niños, y, por último, las mujeres mayores cubiertas con pañuelos, rodeadas de niñas, descubiertas. El primer paciente es un anciano de aspecto venerable, barba blanca y porte digno. Se queja de dolor en la garganta y opresión en el pecho, demasiados años respirando polvo. Un jarabe le aliviará… hasta que se acabe. Se le entrega un saco de arroz; con la mano en el corazón agradece la ayuda y se aleja en dirección al pueblo. Calza unas viejas sandalias de cuero, es un privilegiado. Un hombre arrastra a un niño asustado que intenta zafarse, ofreciendo toda la resistencia que puede; no se fía de esos extraños que han rodeado su hogar. Un soldado le entrega un tren de juguete; el niño se calma y observa el regalo con extrañeza, le gustan la forma y los colores. El niño, descalzo, semidesnudo, harapiento, agarra con tanta fuerza la locomotora que los nudillos de su mano se tornan blancos. El médico le examina, también se queja de dolor de garganta; en este caso hay infección. A través del intérprete, se explica al padre la forma de administración de la medicina. El niño se confía y sonríe; con la camisola a modo de bolsa, hace acopio de alimentos: bollos, leche condensada, galletas. Su risa ya es abierta cuando le ponen una gorra; finalmente se aleja en dirección a un grupo de niños. Sigue descalzo, pero lleva un montón de tesoros en el regazo. Dos hombres se acercan, se diría que son padre e hijo. Sólo les diferencia el color de la barba y la profundidad de las arrugas. La nariz, larga y ganchuda, se asoma encima del bigote; los ojos negros y penetrantes se mueven con viveza. Los dos tienen la misma dolencia: molestias en las

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caderas y rodillas, provocadas probablemente por las inclemencias del tiempo y las posturas imposibles que adoptan al sentarse en el suelo. En estas circunstancias, su problema no tiene solución; se les entregan unos analgésicos para calmar el dolor y se marchan con sendos sacos de arroz. Se suceden más varones con problemas similares. Finalmente, llega el turno de las mujeres. La primera tiene los ojos hundidos, pequeños, inexpresivos, la boca desdentada, la piel curtida, el polvo incrustado en las arrugas. Tiene dolor de cabeza habitualmente; saca de un bolsillo un papel doblado en mil pliegues con una palabra escrita en darí: es el nombre de la medicina que un doctor le recetó. Los caracteres están casi borrados y el intérprete tiene problemas para leerlos, nos arremolinamos con curiosidad en torno al papel. Pasado un tiempo el traductor sonríe y exclama triunfalmente: ¡aspirina!

SONRISAS INFANTILES La siguiente mujer tiene la lengua azul y la exhibe orgullosa. Sanitario y médico la examinan con extrañeza repasando mentalmente el vade-

Las mujeres y los niños, los más débiles, no son los primeros allí; al contrario. Bajo estas líneas, el niño afgano asegura contra su pecho el juego que le han regalado, lleno de colores, con el ‘abecedario’ dari, una variante del árabe.

mécum. Hábilmente observan las manos de la mujer, ¡también están azules! Diagnóstico: tinte de origen desconocido. La mujer necesita lavarse las manos con jabón y cepillarse la lengua, caso resuelto. Continúa la afluencia de mujeres y niñas que sujetan el chador

con los dientes para que el viento no descubra totalmente su rostro. Después de pasar consulta, las mujeres se llevan una manta y las niñas ropa de abrigo. Se suceden los dolores de estómago, problemas dentales y dermatológicos, llagas en los pies, uñas infectadas. Los pacientes se acaban y se forma una fila para repartir la ayuda restante. Sólo la integran mujeres y niños. Las personas del final se ponen nerviosas, la cola se mueve, se desordena, se convierte en una aglomeración que pide, que implora algo de comida o de ropa. Los más pequeños rodean el grupo, quieren llegar hasta las cajas que contienen la ayuda, corren, saltan por encima del portón abierto de la ambulancia, cruzan por debajo de las piernas de los adultos, brincan para llamar la atención. Las provisiones van disminuyendo, la desesperación aumentando, la tensión crece. ¡Se acabó! Los niños corren a los vehículos que rodean el poblado para pedir directamente a los soldados. De los vehículos vuelan botellas de agua helada, refrescos, bollos, lápices… Entrego a un chico una bolsa de caramelos recogidos de una cabalgata de Reyes, esos caramelos que los niños españoles no quieren. El convoy se pone en marcha y el niño, riendo, corre al lado de nuestro vehículo, con la bolsa en la mano. No pide más, sólo grita: ¡Spain OK, Spain OK! Corre descalzo, no le importan ni las piedras, ni los desniveles, ni los cristales, ni los cardos secos con pinchos donde ondean jirones de plástico como tristes banderas rotas. Se va rezagando, la nube de polvo, inexorable, le va tragando. Se para, apoya las manos en las rodillas sin soltar la bolsa y se agacha exhausto.

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El convoy se detiene para esperar a la retaguardia. ¡Es su oportunidad!, el chico reanuda la carrera, el convoy arranca, el niño no se desanima, los vehículos aceleran, el chico aprieta el ritmo y consigue alcanzar nuestro BMR. Sin respiración, congestionado, empapado en sudor, cubierto por el polvo consigue exclamar: ¡Spain amigo! Misión cumplida, se deja caer en el suelo, el polvo vuelve a ocultarle, desaparece, sólo veo vacío. El convoy avanza inexorable por un cauce seco. Me siento en el interior del vehículo; el traqueteo del camino, el calor y el cansancio me llevan a un estado de sopor. Atrapado en la frontera entre vigilia y

sueño, percibo series de imágenes inconexas que mezclan la opulencia del primer mundo y la miseria de los desposeídos, un mundo divi-

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Aparcamos el vehículo, damos novedades, guardamos el equipo y nos dirigimos al comedor. Ensimismado, cruzo la plaza de

Percibo imágenes inconexas de la opulencia del primer mundo y la MISERIA de los desposeídos dido entre los que tienen y los que no tienen nada de nada. Un movimiento brusco me despierta; estamos de nuevo en la autopista. El MIG reaparece detrás de un grupo de árboles, se va agrandando, su sombra nos cubre durante una décima de segundo, estamos dentro.

armas. El viento agita la bandera de España y silba entre la hélice que recuerda a los compañeros fallecidos. Una voz me sorprende; es mi compañero de habitación: “¿Cómo ha ido tu salida?”. “Ya te contaré -le digo-: hoy ha sido mi primer día en Afganistán”. Y, en realidad, llevaba tres meses. 

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