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Sta. Catalina y la Trinidad
TITOLO E N NUESTRAS
RAÍCES: ESTUDIOS E INVESTIGACIONES
Una temática muy presente en sus escritos. Vivir en relación con Dios, que es Trinidad, amor que vive y nos hace vivir de amor, no obstante nuestro no ser nada. Hacerse “cristos” del Padre. Camino, Verdad, Vida.
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l término Trinidad y los vocablos a él ligados aparecen muchas veces en los escritos de Catalina. Pero las palabras con las cuales Catalina habla de Dios como Padre, como Hijo, Jesucristo y como Espíritu Santo son innumerables. En efecto, la Trinidad es el ambiente, el “ecosistema” en el cual Catalina vive, se mueve, existe, ora, ofrece, anuncia el Evangelio. Todo tiene su origen en la Trinidad y a ella vuelve. Lo que intentaremos hacer no es penetrar en el misterio de la Trinidad en sí y agotarlo con algunas reflexiones teológicas, sino ver lo que para Catalina y para cada uno de nosotros puede significar vivir, estar en relación con un Dios que es Trinidad. Vivir con un Dios Trinidad en un proyecto de vida que desde la eternidad se nos manifiesta y nos reúne en una historia, en una historia de salvación en la cual Catalina, tú y yo estamos plenamente comprometidos e inmersos. Es Jesús, el Hijo, quien nos revela, quien nos hace ver a Dios; es la Palabra hecha carne, viviente desde siempre y existente en el seno del Padre la que nos dice quién es Dios; es el Verbo hecho carne, fragilidad, debilidad, humanidad ... que se hizo en mí, que se hizo en ti, que nos revela
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Icona basada en el prototipo de la Trinidad de A. Rublev (Moscu, 1411)
el rostro de Dios: una Trinidad de personas, tres personas en relación y en comunión entre sí. El Padre es la fuente de la divinidad y del amor que desde la eternidad dona todo su ser al Hijo. El Hijo es tal justamente porque recibe de la eternidad el don total de la persona y del amor del Padre. Y es precisamente este eterno darse el uno al otro y el recibirse recíprocamente lo que hace la identidad de las personas divinas: el Padre es el eter-
no donante, el eterno Amante; el Hijo es el eterno donado, el eterno Amado. El Padre y el Hijo, desde la eternidad, comulgan en este intercambio y en este encuentro de tú y yo donde uno se da y se comunica a sí mismo y el otro lo recibe. No en un círculo egoísta de vida y de amor, sino en la apertura fuera de sí mismo. El Espíritu Santo es la persona “éxtasis”, el don del Padre y del Hijo “fuera de sí mismos”, la persona divina del
Amor. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son por lo tanto uno solo en la comunión de la vida divina pero tres en las diferentes identidades de su relación divina. La Trinidad es Amor que vive de amor. La dinámica de ese amor es de tipo “kenótico” (del griego kenosi) o sea, don de sí, entrega de sí, gratuidad total que produce un doble efecto: dar asistencia a los otros y llevar a cabo la propia identidad. El Padre genera al Hijo por amor, entregándose completamente a Él; el Padre inspira al Espíritu por amor en un impulso lleno de gratuidad; pero solamente así Él es Padre. El Hijo recibe el amor del Padre y lo devuelve al Padre a través de la entrega total de sí a los hombres; pero solamente así es Hijo. El Espíritu es el don de amor del Padre y del Hijo que “desaparece” en la vida del hombre comunicándole la vida divina, pero solamente así es Espíritu. Por lo tanto darse significa entregarse por amor para vivir el otro, hacerse uno con el otro para permitirle llevar a cabo su propia realización y solamente así transformarse más plenamente en sí mismos. En este misterio Catalina contempla “fuego y abismo de caridad”, la iniciativa de cada persona divina a favor del hombre. El Padre nos creó a su imagen y semejanza. El proveyó nuestra salvación enviándonos a su Hijo, Palabra hecha carne que combate y da la vida por el hombre; el Espíritu Santo nos sirve, nos conforta, nos hace descansar en el amor y reconduce a cada criatura a su propia meta. En la doctrina de Catalina, Dios se encuentra y se conoce en el
corazón del hombre, sellado por la semejanza con la Trinidad y por el amor sin límites, “loco” por su criatura. Todo ello constituye la base de la respuesta de amor del hombre a Dios. En las relaciones trinitarias, cada persona divina es tal en virtud de la propia realización: el Padre es tal porque genera al Hijo e inspira al Espíritu Santo; el Hijo es tal porque recibe el amor del Padre y se vuelve a entregar a Él en una respuesta de amor total, totalizadora y definitiva; el Espíritu es tal porque es fruto de ese intercambio gratuito de vida y de amor. De esta manera el hombre puede ser de Dios porque la persona está estructurada para ser “otro para” y “otro con”. La persona es tal al recibir la identidad del otro al cual se entrega y es tal que permanece plenamente sí misma en la comunión con Aquel al que se entrega. Sólo en la relación la persona se transforma en “una”, encuentra entonces su identidad, su orientación, su sentido y su significado. La persona humana puede acoger en sí a Dios y vivir en Él porque Él está loco de amor por su criatura. Dios no nos ha dotado de voluntad y de libertad para destruirnos, sino para hacer creativo y personal nuestro ser queridos, nuestro elegirnos en el designio creativo que el Padre entrega a cada hombre y quiere para cada hombre. Aún más. Es justamente por todo esto que Dios coloca en el hombre tres potencias: memoria, intelecto y voluntad. Dichas potencias están unificadas, es decir hechas uno por el amor, y reflejan algunas características particulares de las personas divinas. La memoria es reflejo de la
Santa Catalina de Lorenzo di Pietro, denominado “il vecchietta” (Siena, siglo XV)
potencia del Padre; el intelecto es reflejo de la sabiduría del Hijo y la voluntad es reflejo de la clemencia del Espíritu Santo. Estas potencias sirven al hombre para penetrar y entrar en el conocimiento de Dios que a él se revela. La visión de Catalina se adelanta aquí en algunos siglos al Concilio Vaticano II. En la Encíclica Dei Verbum, documento sobre la revelación divina, es Dios quien toma la iniciativa de hablar al hombre con un lenguaje humano, de invitarlo a estrechar con Él una relación de amistad para que ésta pueda llevarlo a una vida de comunión con Él, a una existencia compartida por todo lo que pertenece a uno y a otro en una comunión total de bienes. Y todo esto Dios lo hace revelándose al hombre de a poco, valiéndose de una historia humana en la cual actuar y hablar, lo logra con el misterio de la encarnación al entrar Él mismo en la historia del hombre y en un contexto de debilidad, fragilidad y caducidad que es la
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TITOLO existencia humana. A todo ello el hombre responde con la “obediencia de la fe”: el hombre, que desea entrar en relación con Dios, responde a Él obedeciendo, o sea entregándose en la amistad al proyecto divino que el Padre le ofrece. En este contexto Dios se revela como “El que es” y el hombre se descubre como “el que no es”. En sentido bíblico quiere decir que Dios es el que está, el que está contigo, el que está para ti. En una palabra, es Dios quien se entrega a ti, a tu historia, a tu camino, para que éste se transforme no en su camino ni en su historia sino en nuestra historia, en nuestra vida. El hombre se revela como aquel que gratuitamente recibe tal don, como aquel que por sí mismo no puede darse ni sentido ni felicidad ya que desde siempre está abierto a la relación con los otros y con el Otro. La comprensión de esta verdad constituye la base de un doble conocimiento: de Dios, bondad
infinita, y del hombre, abismo de miseria y de pobreza; sin esta conciencia no puede existir relación, camino y crecimiento espiritual, al ser uno el conocimiento de Dios, fundamento del amor y al ser el otro, el conocimiento de sí, “raíz de la humildad”, “meollo” de la vida divina en nosotros. Pero analicemos un poco mejor. El hombre, imagen y semejanza de Dios, a través de la facultad de la memoria que el Padre le da, participa de la potencia del Creador. Es decir, el hombre es capaz de relacionarse; está estructurado como ser abierto apto para comprometerse completamente en la relación con el otro; el hombre puede retener los beneficios y todos los dones de Dios; el hombre puede recibir el don de la gracia, la gracia de Dios. En efecto, su identidad está estructurada en relación con el don de sí: cuanto más sale de sí mismo para perderse en el otro, más descubre su identidad. Una identidad que crece, que se desarrolla en una historia, en un
camino preciso hecho de elecciones, de soluciones, de respuestas a través de las cuales se construye a sí mismo, se transforma en sí mismo. Participar de la potencia del Padre no quiere decir transformarse en omnipotentes, sino captar la íntima esencia de esa omnipotencia; el Padre es omnipotente en el don de sí mismo, en la entrega de sí al hombre, en su deseo de vivir en compañía con los hombres; la omnipotencia de Dios no reside en la grandeza de las obras de un Dios solitario y capaz de hacer todo lo que quiere, sino en su extraordinaria capacidad de “hacerse otro”, para que ese otro pueda compartir, participar con Él en su misma vida. Aún permaneciendo Dios, Él se hace hombre, como el hombre, para que en un cierto sentido el hombre pueda transformarse en Dios, partícipe de su misma vida divina. A un tal conocimiento de Dios sigue el amor. El amor es el punto de convergencia de todo
Creación de Adán, particular del Juicio Universal de Miguel Angel Buonarotti
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nuestro vivir y de nuestro obrar. Intentemos captar cómo el hombre puede llegar a tal conocimiento y existencia. La criatura humana participa a través del intelecto de la sabiduría del Hijo. Tal sabiduría no es de tipo nocional sino existencial porque produce conocimiento y fe. La fe, infundida por el don de gracia del Espíritu en el bautismo, es la respuesta, la entrega del hombre al proyecto del Padre. Al igual que para Jesús, ésta se funda en la obediencia, en esa incondicional entrega filial al designio del Padre. No se trata de una simple o ciega entrega de sí porque no se encontró otra solución sino porque la persona a la que me entrego es Padre y yo soy Hijo: existe detrás de todo esto una profunda sabiduría que brota del conocimiento existencial del propio ser Padre y del propio ser Hijo. El amor mana de la fe, pero también de aquellos medios que la naturaleza humana tiene en sí a través del “ojo del intelecto”, del cual la fe es la “pupila”. Al conocimiento humano, iluminado por la fe, se revela el ser de Dios. “Sentarse en la silla de la conciencia” y “discutir las acciones a la luz de la verdad”, discernir y evaluar las propias elecciones en relación con un proyecto conocido como bueno es el paso primero y fundamental para iniciar el camino de la vida cristiana, para “seguir la Verdad”, como diría Catalina. Una realidad para tener siempre presente de manera que el enemigo no pueda nunca sorprender el alma en el “sueño de la negligencia” y forzar “la puerta de la voluntad” para entrar allí como si fuese el “dueño”. En efecto, si el intelecto es la
Un espléndido Crucifijo, obra del Beato Angelico
fuente de donde brota la vida de la gracia, la voluntad posee la clave que abre o impide la acción de Dios. La voluntad es reflejo de la clemencia del Espíritu. La clemencia es ese don de gracia, gratuito, que nace del intercambio de amor inmenso y loco entre el Padre y el Hijo al punto de transformar ese amor en una persona divina: el Espíritu Santo. Y este don que es clemencia, misericordia que se vierte sobre el hombre por don de Dios, habita con la gracia en el hombre a través de los sacramentos y se transforma en fuente de vida divina para la misma criatura. La calidad de este don nos hace hijos de Dios de manera ontológica, criaturas nuevas, “llenas de gracia”. No tiene nada de pegajoso, que aparece al lado de nuestra humanidad sino que es un don inherente a nuestra persona y por lo tanto transformador, que está con nosotros, que habita en lo más profundo de nuestro ser, en la extrema comunión de nosotros mismos. Este don es correspondido con la voluntad, con el decir sí al
proyecto del Padre, para hacernos hijos en el Hijo, amados en el Amado. En este contexto espiritual, Catalina quiere conocer y amar a Dios Trinidad y en este dinamismo de vida hace suyo el proyecto divino de la salvación de la humanidad. Es allí donde la santa conoce el drama del hombre, su fragilidad, la caída en el pecado el cual, aún antes de infringir la unión entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí, rompió la unidad profunda del hombre consigo mismo, haciéndolo vulnerable, y para emplear una expresión de Catalina, incapaz de remontar la corriente que lo aleja de Dios y por lo tanto de los hombres. En efecto Catalina manifiesta la realidad del pecado con la imagen de un río cuya corriente arrastra al hombre, con el consiguiente peligro de ahogarlo porque quebró toda unión entre él y Dios. Pero el Padre proveyó a la salvación de la humanidad trazando un puente sobre este río impetuoso, de manera que, subiendo al mismo, los hombres puedan salvarse. Es el Hijo quien se hizo “puente” por nosotros cuando ascendió a la cruz para rescatar a la humanidad perdida. Para salvarse basta el temor a ahogarse y a perderse eternamente en el río. Pero para subir al puente es necesario amar, someterse a Cristo crucificado hasta la más íntima unión de todo el ser de la criatura con Jesús: deseos, afectos, acciones, alegrías y dolores. Este camino de sometimiento a Cristo crucificado está simbolizado por Catalina en la subida de los tres “peldaños”, o sea de los tres escalones de la cruz: los
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TITOLO pies, el costado y la boca, a los que corresponden respectivamente el alejamiento del pecado, el conocimiento del secreto del corazón y la necesidad de corresponder a su amor, conformidad total de la propia voluntad con la de Cristo crucificado. Éste es el camino que la Trinidad ofrece, guía y lleva a cabo en cada criatura humana. Es ésta la vida del Espíritu que tiene sus propias etapas, sus propios recorridos. Ésta es la vida de la gracia. Éste es el proyecto eterno de salvación a través del cual Dios une la criatura a sí mismo y la pone en condiciones de vivir como aliada de Él, ofreciéndole el don de una amistad eterna. Salvada y liberada del pecado gracias al sacrificio de Cristo, el camino de la criatura es el de conciliar continuamente su voluntad con la de Cristo crucificado. Es éste el camino que nos hace amigos de Dios, un don que no se logra desde afuera y que no es fruto de ritos externos, sino que es la vida del Espíritu que vive dentro de nosotros, que nos inserta en Cristo crucificado, que nos nutre con su Sangre, que nos hace hijos en el Hijo, que obra con dones y virtudes para que la vida del hombre se transforme en un acuerdo, en una armonía perfecta como lo es la comunión trinitaria. La criatura humana nació capaz no sólo de responder a Dios sino también de corresponderle en la existencia de una vida que se hace gracia, gratuidad, don. Cada persona, en cuanto creada a imagen y semejanza de Dios, bautizada y por lo tanto inmersa en el misterio pascual de Cristo, puede reconocerse hija, fundada en la gracia de Dios que la
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impulsa a obrar en un dinamismo que es el de la comunión de alianza. En ese dinamismo no cuentan tanto cuántas y cuáles acciones se deben cumplir sino que lo fundamental es llevarlas a cabo junto a Él y en comunión con los hermanos. Esto significa “transformarse en un yo diferente”, hacerse “cristos” del Padre, “ahogando” la propia voluntad para “vestirse” y conformarse a la voluntad del Cristo. Transformarse en otro Jesús significa proyectarse hacia la salvación de la humanidad según la voluntad del Padre porque este es “la función del Verbo”. Es importante, o mejor dicho, fundamental, el hecho de querer. Esto no implica solamente elegir lo que hay que hacer y las acciones a llevar a cabo, sino el elegirse, el quererse plenamente a sí mismo y el quererse en un camino hacia el despliegue total de esta realidad. Sólo la criatura humana puede permitir que se realice el designio que el Padre quiso para ella; y sólo ella puede desear y someterse a la voluntad del Padre para que en Cristo (y en quien en Él se hace hijo), todo esto se transforme en plenitud, perfección para cada uno y para la humanidad. Ciertamente la gracia de Dios nos hace criaturas nuevas, pero de manera tanto más eficaz cuanto más dispuestos estamos a acoger y a querer a Dios como Señor de nuestra vida. Elemento constitutivo de tal voluntad es la libertad de querer, de elegir a
Dios no como algo externo e independiente de nuestra vida, sino como profundamente inherente, habitante de ella e íntimamente transformador. A Dios no le interesa lo que deberíamos ser, sino lo que en Él y en su proyecto ya somos: hijos amados en el Hijo y por lo tanto calificados, habilitados para ello. La vida del Espíritu es “camino” y éste tiene sus recorridos. La vida de Catalina demuestra que a este grado de conformidad no se llega en un momento. Su deseo es el de hacernos conocer esos itinerarios. Ciertamente su doctrina es exigente; pero la fecundidad de su misión da testimonio de la belleza: adaptarse a las vías de la misericordia que salva. Catalina nos atrae hacia la plena madurez de la criatura en Cristo, hacia la plena sintonía de la voluntad humana con la de Jesús y en Él con la del Padre y nos pide que verifiquemos las elecciones, las acciones a través de las cuales se hace concreta nuestro camino hacia Dios. Seguir esa vía es caminar por la Vía en la cual la Verdad se hace Vida en la familia de Dios Trinidad. Hna. M. Amelia Grilli o.p. Hna. M. Amelia Grilli o.p.