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CUADERNOS de pensamiento político
Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1898-2015) JOSÉ MARÍA MARCO Editorial Planeta, Barcelona, 2015. 416 páginas.
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cer al conjunto de la sociedad española sobre la bondad de un proyecto común1. En definitiva, pretende dar cuenta de las razones por las que España no disfruta de contenido intelectual, moral y también político, así como de la supuesta excepcionalidad peyorativa que acompaña a la cuestión nacional. La obra comienza con un primer capítulo dedicado a la crisis de fin del siglo XIX y con la impugnación que plantea el autor respecto de la supuesta imposibilidad española para incardinarse en las coordenadas de su entorno europeo, como si España fuese una excentricidad política y antropológica. Así, nos recuerda José María Marco, la crisis del 98 no es más que la “forma española de una crisis ge-
El nacionalismo pregunta por quién forma parte de un pueblo o Nación y llama a la identidad antes que a la voluntad, a diferencia de las demás ideologías modernas, que preguntan cómo debe organizarse una sociedad. Vid. Caminal, Miquel, “Dimensiones del nacionalismo”, p. 49, en Fernando Quesada (ed.), Ciudad y ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía Política. Madrid, Editorial Trotta, 2008, pp. 49-67. Dentro de las definiciones de este término, marcado por su carácter polisémico y polémico, conviene recordar que esta “palabra no aparece en las principales lenguas hasta mediados del siglo XIX, y se refiere, por una parte, al apego a una identidad colectiva (en lo cultural o en lo artístico) y, por otra, en el sentido político… al programa dirigido a la creación de un nuevo Estado”, Rivero, Ángel, “La comunidad sentimental”, La aventura de la historia, 200, p. 144. Para Elie Kedourie, el término Nación, que desde su origen correspondía a un conjunto de hombres que compartían un mismo origen, terminaría por adquirir un significado político como el cuerpo de personas que podían pretender representar o elegir representantes de un territorio. Vid. Kedourie, Elie, Nacionalismo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pp. 4 y 5.
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José María Marco ha dedicado sus mejores reflexiones académicas a defender lúcidamente la historia y la idea de España, tal y como atestiguan sus obras El fondo de la nada. Biografía de Manuel Azaña; Francisco Giner de los Ríos. Poder, estética y pedagogía; Una historia patriótica de España, y Antonio Maura. La política pura. En el marco de este tapiz intelectual, podemos disfrutar ahora de su publicación más reciente, un elogioso ejercicio de patriotismo titulado Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1989-2015). En esta obra, el profesor Marco relata los intentos infructuosos de crear un nacionalismo español durante los dos últimos siglos al tiempo que intenta explicar el perpetuo proceso de construcción nacional y la incapacidad de conven-
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CUADERNOS de pensamiento político neral, la crisis del liberalismo y de la nación, la nación liberal y constitucional. Las respuestas que elaboraron nuestros compatriotas no se alejaron por lo sustancial de las que se intentaron ofrecer en otros países” (p. 45). La respuesta española a esta crisis generalizada recibiría el nombre específico de “regeneracionismo”, un movimiento político, social y cultural de contenido muy amplio, y con propuestas a menudo incompatibles entre sí en busca de la “restauración de la armonía primera”. La palabra regeneración, como veremos a lo largo de la obra, quedará enhebrada en movimientos políticos de distinto signo. A juicio de nuestro autor, esto hará del regeneracionismo el verdadero artífice de los nacionalismos españoles. Unos nacionalismos a menudo antitéticos y contradictorios entre sí, que recurrieron a herramientas de revelación natural de la esencia popular. Esta ingeniería histórica y política, sumada a la situación postraumática de finales del siglo XIX, convertiría cualquier aspecto de la vida en una dolorosa manifestación del “problema de España”. Tristemente, hablar de la cuestión nacional, pasaría a ser algo ininteligible para los españoles y para el resto de europeos. En el segundo capítulo, dedicado a la izquierda nacionalista, José María Marco nos recuerda que el Partido Socialista Obrero Español mantuvo la herencia maximalista del marxismo. En esta ordalía antipolítica para conquistar una utópica sociedad sin clases, la lealtad nacional resultaba una cuestión absolutamente baladí. Otro epígono de la izquierda, Giner de los Ríos, cayó rendido al krausismo –antes espíritu ético, estético, pedagógico e intelectual que filosofía estricta y coherente–. Por medio de la Institución Libre de Enseñanza, Giner articuló un nacionalismo estético antipolítico que hizo suyos el organicismo, la defensa de la sociedad como conjunción armónica y el federalismo. Así, el núcleo cerrado y elitista de la Institución se marcó el objetivo de depurar la vieja España
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de todo rastro de ensimismamiento y atavismo pero sin el loable empeño de formar a esos mismos españoles atávicos. En esta línea de construcción nacionalista de una España nueva, la Segunda República elucubró un edificio político, institucional e ideológico ajeno a la dimensión nacional, con una suerte de supuestas realidades históricas oprimidas bajo la falsa nación de la monarquía constitucional. Dentro del nacionalismo de derechas encontramos en el carlismo –de carácter antiliberal, antirrevolucionario y antimoderno– la continuación del movimiento antiilustrado. Su potencia contrarrevolucionaria “consiguió poner en jaque el liberalismo aliado con la causa de Isabel”, pero se agostaría tras el Abrazo de Vergara, en 1839. La idea de regeneración volverá a aparecer para inspirar el proyecto nacionalista de la dictadura de Miguel Primo de Rivera en una amalgama antipolítica de programa nostálgico y pulsión tecnocrática. En cambio, su hijo José Antonio Primo de Rivera vertebró un ideal de nacionalismo español ajeno a veleidades regeneracionistas y tradicionalistas. Su propuesta elitista, heroica y esteticista quedaba lejos de los totalitarismos, pues su irrenunciable catolicismo le impedía reconocerse en el nazismo. Así, la autenticidad de la nación española quedaba sustentada por la trascendencia religiosa, que otorga unas bases permanentes y metafísicas. El fulgor falangista periclitaría con la llegada del régimen autoritario de Francisco Franco, surgido de la contienda entre españoles y de carácter pragmático e intervencionista. Cabe señalar que este proyecto nacionalista recibiría su inspiración del regeneracionismo para rescatar a España de la decadencia liberal y socialista. Esta construcción contrarrevolucionaria culminará con el nacionalcatolicismo, un “proyecto de restaurar la unanimidad católica de la sociedad”, que al mismo tiempo marchitará la creatividad de la derecha española.
CUADERNOS de pensamiento político “El fantasma del nacionalismo español” –cuarto y último capítulo del libro– vuelve a incidir en la idea de la normalidad de España y su carácter homologable con los países de su entorno. José María Marco recuerda que el surgimiento de nuevos nombres entre los jóvenes intelectuales, universitarios y escritores durante los años posteriores a la Guerra Civil y la II Guerra Mundial fue un rasgo que España compartió con los países europeos. Con el final del franquismo, en plena crisis de las religiones políticas y de la utopía del hombre nuevo socialista, triunfaría el esfuerzo de la Transición, un proyecto de transformación política y una lección de generosidad y reconciliación. Pese a todo, este esfuerzo adolecía de una vertiente negativa: la retirada de la dimensión nacional de la naciente democracia. Esto consolidó a España como una comunidad política posnacional sin idea efectiva de nación.
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“La identidad de la nación española como nación de ciudadanos es resultado de la identificación con una historia particular de la libertad. Esta identificación amplifica los sentimientos positivos del patriotismo al vincularlos a la permanencia de la comunidad política y da sentido colectivo a un proyecto de defensa de la libertad individual”, Rivero, Ángel, La constitución de la nación. Patriotismo y libertad individual en el nacimiento de la España liberal, Madrid, Gota a gota, 2011, pp. 92 y 93.
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En el epílogo provisional –“2015. Fin de ciclo”– nos situaremos ante un escenario muy familiar por su cercanía. La dureza de una crisis económica, los nacionalismos periféricos, así como el descrédito de las instituciones y de la política hicieron resurgir la potencia taumatúrgica, seráfica y algo posmoderna del regeneracionismo como respuesta propiamente nacional ante un complejo escenario compartido por nuestros vecinos.
Para recapitular, José María Marco realiza un ejercicio de patriotismo al señalar las consecuencias de la búsqueda de un proyecto perpetuo de refundación nacional puro que ya ha durado demasiado tiempo y que ha caído rendido en muchos ocasiones ante una persistente pulsión regeneracionista. El resultado de esta ininteligibilidad ha sido la de convertir la cuestión de España en un arma política de exclusión en lugar de en un vínculo patriótico de lealtad. En este sentido, Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1989-2015) es el reverso tétrico de una realidad más luminosa presentada en libros suyos como Una historia patriótica de España o la biografía Antonio Maura. La política pura. Pese a todo, no nos encontramos ante un funesto presagio ni un canto fúnebre por la suerte de la nación española, pues el relato patriótico que subyace en este libro recuerda el indudable éxito histórico, político, social y económico de España2. Ahora, nos previene el autor, “ha llegado la hora de librarnos de los siniestros fantasmas del nacionalismo y de que España, la idea de España y la propia palabra ‘España’ dejen de ser un problema, un argumento político, y se conviertan en la base del asombroso éxito español de estos años” (p. 376).
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Una política sin “optimismo antropológico” CARLO GAMBESCIA
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Liberalismo triste. Un recorrido de Burke a Berlin Encuentro, 2015. 206 páginas.
Tras haber pasado en unos años del “optimismo antropológico” a la voluntad directa de “asaltar los cielos”, el liberalismo declinado por Carlo Gambescia (Roma, 1954) bien puede leerse como un contraveneno frente a las políticas que “conocen los medios para salvar al género humano”. No en vano, si la primera edición –bien traducida y bien prologada– del profesor italiano en nuestra lengua ofrece una parada en las distintas estaciones del pensamiento liberal, no deja de ser especialmente estimulante en lo que tiene de anatomía del pensamiento de matriz iliberal. Así, frente al realismo político de erigirse en “centinela de los hechos”, los utopistas de la reacción o de la revolución no vienen sino a afirmar “la creencia en que es posible salvarse del mal del mundo cambiando el orden del ser (…) a través de un proceso histórico del que, a partir de un mundo malo, debe salir un mundo bueno”. Como hoy mismo estamos viendo, de España a Grecia, el hecho de que la realidad tienda a vengarse de quien intente negarla no vendrá sino a alimentar ese sueño del revolucionario que es la revolución permanente. Y –como igualmente vemos estos días– la capacidad para reducir a simpleza los problemas de la política les habilita para unas respuestas que, igualmente simples, no pueden sino encontrar la complicidad de una gran audiencia.
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Conocedor, con Jouvenel, de que lo público presenta problemas insolubles, Gambescia bien podría haber firmado, con Oakeshott, que los planteamientos inherentemente imposibles –todos esos mundos de felicidad voluntariosa que nos venden– constituyen en sí mismos una empresa perversa. Al fin y al cabo, no podemos cambiar “el fuste torcido de la humanidad”, ni podemos sustraernos a la observación de “la corrupción y la caducidad de las obras humanas”. Y la “roca dura” de la realidad política no solo nos impide caer en el determinismo de quienes piensan que la historia camina de su lado, sino que nos obliga a mirar el poder como una ponderación de intereses contrapuestos “al alcance de quien tenga la imaginación del desastre”. Hay ya aquí algunas nociones del liberalismo non ridens que postula Gambescia, y cuya genealogía remonta –extraña poco– hasta Hobbes, en una estirpe que se perpetuará con Burke y Tocqueville, con Ortega y Aron, con Freund y Röpke hasta llegar a Isaiah Berlin. Para Gambescia, esta línea, afecta a “la sabia melancolía que proviene del reposado conocimiento de las constantes de la política y la metapolítica”, se opone al libertarismo “despolitizado y satisfecho” de un Hayek o un Fukuyama, al tiempo que se distancia de los postulados libertarios y de unos defensores
CUADERNOS de pensamiento político del intervencionismo ya cercanos a la socialdemocracia redistributiva. Partidario tanto del mercado como del Estado en tanto que “imperativos permanentes de la política”, el liberalismo triste tendrá por rasgo distintivo la necesidad burkeana de “compensar, reconciliar y equilibrar”. Asimismo, buscará un “sentido de la realidad” que no es una doctrina más, sino una mediación de la inteligencia política entre la metafísica y la historia, la teoría y el impulso de acción y decisión inescapable a lo político. Röpke lo cifró con acierto cuando habla de “someter los hechos a las ideas”.
Antiutópico y grave, sabedor de la ineluctabilidad de lo político, el liberalismo melancólico de Gambescia no es ajeno a nuestra capacidad de “mal radical” ni al conocimiento de la provisionalidad de las conquistas sociales. Ese mismo realismo, sin embargo, lejos de asomarnos tan solo a la decadencia, es lo que nos permite también valorar en su justa medida “el fulgor de la civilización”. Y, de paso, nos insta a valorar la magna obra de un liberalismo que, con su prudente vigilancia, no solo sustituyó las balas (bullets) por los votos (ballots), sino que, en su operatividad histórica, ha ido reduciendo los espacios de colisión del poder del Estado con la conciencia moral del individuo. Si el volumen de Gambescia no busca la exhaustividad en su trazado de las distintas escuelas liberales, y si algunos de sus decursos –por ejemplo, los atinentes a la capacidad de exportar el ideario liberal como una “soberbia de la razón”– se quedan cortos, Liberalismo triste ofrece un gran estímulo: ofrecerse como una meditación sobre los límites de la política y los equilibrios entre autoridad y libertad. “La naturaleza del hombre es complicada, los fines de la sociedad son de la mayor complejidad”, escribió Burke. Pero esta misma toma de conciencia del pecado original y la “roca dura” de la realidad política es la que, en último plazo, puede convertir en virtuoso el uso del poder y hacerlo susceptible de utilidad y grandeza. No es la política, ciertamente, como muestra Gambescia, el lugar de la utopía. Pero sí puede ser un lugar, como muestran tantos maestros liberales, para el vigor de la razón. IGNACIO PEYRÓ
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Este liberalismo “melancólicamente consciente” limita, por tanto, las expectativas de la política. Considerada, al cabo, como expresión del “poder nudo del hombre sobre el hombre”, su viabilidad superior estará, con Hobbes, en remediar los perjuicios que puede causar a los hombres la “trágica libertad” de sus apetitos cruzados. Y si este rasgo fundacional abona un respeto de la autonomía del individuo y las tolerancias propias de nuestras sociedades abiertas, exigirá a su vez del mandatario una “sobria ética de la responsabilidad”. Es la política tomada –dice Gambescia– como el phàrmakon griego: triaca o veneno según la dosificación, lo que recomienda “una prudente circunspección” en su manejo, toda vez que la voluntad de originalidad e innovación puede convertirse en “víctima de las necesidades de la experiencia y la pesanteur de lo político”. Si estamos condenados a vivir en su realidad y a tomar decisiones conformes con ella, nuestro margen de maniobra se reduce a “mandar sobre la política al tiempo que obedecemos sus leyes”: no podemos suprimir el poder del hombre sobre el hombre, pero sí podemos transformar el veneno
de la política en un fármaco capaz de sofrenar el abuso de poder.
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Ideología y libertad DANIEL BELL
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El final de la ideología. Edición y traducción de Ángel Rivero. Madrid, Alianza Editorial, 2015, 178 páginas.
Quien esto firma puede constatar con amargura que habrá de pasar bastante, mucho tiempo, para que una Facultad como la de Políticas de la Complutense vuelva a ser conocida por sus méritos académicos, en lugar de por haber engendrado, en la versión “bolivariana” (esto es, especialmente zafia) de Podemos, la resurrección triunfal de los grupúsculos trotskistas y maoístas surgidos al calor del Mayo del 68. Aquellos como estos, sus hijos y nietos, se caracterizaron por su aversión y desprecio ya entonces a la transición democrática y a su resultado esencial: la Constitución de 1978. Por más que no procuraban ocultar como hoy su entusiasmo por la violencia y la dictadura revolucionarias, conscientes de que, sin terror, no hay –ni luego se puede mantener– “la revolución”. Por eso, porque se posee esta experiencia y se conoce el medio, la edición de los textos de Daniel Bell por Ángel Rivero en Alianza (El libro de bolsillo) representa uno de esos magníficos antídotos contra la demagogia ignorante y la ceguera voluntaria. Pero vayamos por partes. Los textos traducidos y editados por Rivero son dos: El final de la ideología en Occidente, texto de 1960 revisado en 1961, y la nueva reflexión sobre su contenido que Bell llevó a cabo en 1988 y tituló Retorno al final de la ideología. Uno y otro constituyen el epílogo de una obra más am-
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plia, denominada asimismo El final de las ideologías, de 1960. El grueso de esta consiste en un análisis en profundidad de los cambios experimentados en la sociedad norteamericana en la primera mitad del siglo XX. Tal como indica el editor, de ella hubo una primera edición en Tecnos del año 1964, objeto luego de sucesivas reediciones hasta el año 2000. Podría señalarse que, en 1992, la editorial del Ministerio de Trabajo publicó una edición completa de esta obra de Bell, coordinada y con una introducción de Joaquín Abellán. El interés principal de Bell en estos dos textos epilogales se centra en el concepto de “ideología”. Habría que decir que a este respecto se crea un equívoco interesado. Por ejemplo, Vallespín en su necrológica de Bell (El País, 6 de febrero de 2011) parece dar a entender que el final de las ideologías equivale al final de las ideas, lo que dista de ser cierto. Para Bell, las ideas y la ideología son cosas muy distintas. Las primeras son debatibles, contrastables y, al mismo tiempo, imprescindibles para vertebrar y alimentar el proceso político. Por el contrario, la ideología es algo monista, fideísta, dogmático y, como diría Popper, holístico y esencialista. Su propósito es el de recrear el mundo de arriba abajo llevando a cabo la gran ruptura con un pasado a calcinar. Para Bell son también rasgos esenciales
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especialmente con Raymond Aron, factótum de aquella asamblea. De ello, como mencionaremos rápidamente, extrae lo esencial de su reflexión Ángel Rivero en su magnífica introducción. La otra cuestión en la que se centra el texto de 1988 consiste en la respuesta a la pregunta: ¿fracasó la predicción del fin de la ideología con la re-ideologización y radicalización tremendas de la América de los sesenta y la Europa del Mayo del 68? Bell cree que no. No porque la derrota del nazi-fascismo en 1945 y el hundimiento del Muro de Berlín en 1989 dejaron claro que el modelo del consenso (aunque ya en revisión, por cierto, lo de la economía “mixta”, gracias en no poca medida a Hayek) demostró que la realidad demolía la ferocidad triunfalista de la ideología. Pero, al mismo tiempo, Bell explica que no por eso nos libraremos de ella. Como religión secular, la ideología lleva a la catástrofe al sustituir el otro mundo de las religiones monoteístas por este como localización del paraíso. Pero esa es la forma de emular lo que para Bell constituye, como para Hume, la clave de la religión: ayudarnos a aceptar la muerte y dar así un sentido a la vida. Aunar la pasión justiciera con una pseudorracionalidad. De este modo describe con ironía la fracasada trayectoria del Black Power en los EE.UU. y del guevarismo o la ideología de Fanon en el Tercer Mundo. Si bien reconoce que, en el terreno cultural, el tercer gran elemento de la trasgresión y la deconstrucción, representado por la cultura del desmadre y su proyección en los diferentes terrenos artísticos, ha triunfado en toda la línea desde esos años sesenta. Nada de todo esto resucitó, sin embargo, un proyecto de la envergadura y pretensiones del marxismo. Este, como ya lo entendiera el his-
Véase Pierre Grémion, Intelliegence de l’anticomunisme, Fayard 1995. Dichos congresos congregaron a destacados intelectuales contrarios al comunismo en distintas ciudades del mundo, de 1950 a 1970. El más importante fue el citado de Milán de 1955.
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la demolición del individualismo, la integración en el grupo, bien “la clase”, bien “la raza” o los nacionalismos y fundamentalismos actuales. La pretensión omnisciente de la ideología es lo que fundamenta en el marxismo la tan apreciada por Gramsci “filosofía de la praxis”; esto es, la cancelación de ese nicho para la libertad moral y de la búsqueda de la verdad que representa el conflicto entre lo que es y lo que debe ser. Por tanto, de toda incertidumbre intelectual o escrúpulo moral. Los horrores del Gulag, la trayectoria de la URSS, de la China de Mao, de la Camboya de Pol Pot, de la Cuba castrista ejemplifican para Bell la santificación de la brutalidad en los medios en aras del carácter emancipador de los fines. Pero nada de todo esto impidió finalmente el fracaso total de la ideología, que es lo que Bell constata, sobre todo para una con pretensiones “científicas”, como la de Marx. Frente al sistema surgido en 1917, los países anglosajones y aquellos de la Europa continental que no cayeron tras el telón de acero al término de la victoria de la Gran Alianza con la URSS contra el nazi-fascismo, forjaron un consenso de ideas y políticas, que tal como se manifestó en sucesivos congresos por la Libertad de la Cultura y, en particular, en el Congreso habido en Milán en 19551, acabaría triunfando en toda la línea con la caída del Muro y rige todavía nuestras vidas. Dicho consenso consiste en la defensa de la democracia representativa, la sociedad pluralista, la economía denominada “mixta” y el Estado de bienestar. Para Bell, el final de la ideología se refiere al de la ideología totalitaria en sus distintas versiones y no al triunfo de una sociedad inverosímilmente “tecnocratizada”, sin ideas y sin política. Hubo, no obstante, una voz discrepante en ese consenso, que fue la de Hayek, el cual chocó en Milán
CUADERNOS de pensamiento político toriador George Lichtheim, siguió siendo un caput mortem después de los años sesenta.
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La edición de Ángel Rivero resulta excelente por tres motivos. El primero, por el modo como liga en la introducción un texto tan famoso como el de Bell a otro que le sucedió inmediatamente y no ha tenido menos repercusión, el de Francis Fukuyama titulado, con interrogantes, ¿El fin de la historia? (1989). Rivero se da cuenta de que Fukuyama habla del triunfo del liberalismo como el de una ideología alternativa a los totalitarismos pero asimismo ideológica, esto es, programática. Por tanto, entiende el editor, Fukuyama se habría hecho eco de la
voz minoritaria de Hayek y su defensa del liberalismo frente al Estado de bienestar, entendiendo que era aquel el verdadero triunfador contra las variantes totalitarias en una lucha de más de un siglo. En segundo lugar, las notas de la edición muestran una erudición y una competencia capaces de facilitar a un alumno lecturas complementarias que justificarían por sí mismas todo un curso y aun media carrera. Y la eficacia de este silencioso antídoto contra el lavado de cerebro se comprueba en la excelente bibliografía y el índice de nombres que acompañan el volumen y multiplican su valor. LUIS ARRANZ NOTARIO
¿El fin de la Historia? y otros ensayos FRANCIS FUKUYAMA Alianza Editorial. 2015. 164 páginas.
Tal vez existen pocos textos contemporáneos tan discutidos e interpretados como el que Francis Fukuyama tituló, con intención polémica, El fin de la historia. Originalmente publicado como artículo en The National Interest, en 1989, y más tarde como libro, la idea de fondo ha llegado a formar parte de nuestra cultura política, pese a que, como el propio Fukuyama ha sugerido, ha sido desgraciadamente más comentado que leído en profundidad. Pero nada de lo que afirma en estas páginas era novedoso desde un punto de vista filosófico: la tesis de que se ha consumado la evolución ideológica, de que se ha completado el desa-
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rrollo, es algo que vaticinó Hegel. Siguiendo a este y a Kojève, que actualizó de alguna manera la Fenomenología del Espíritu, lo interesante del análisis de Fukuyama es el haber aprovechado un momento histórico –la caída del comunismo– y utilizar un marco conceptual especulativo para renovar la teoría política. Al cabo de los años, la lectura de El fin de la historia constituye un revulsivo, de ahí que esta edición, y su clarificador texto introductorio, sean tan pertinentes. Políticamente hoy en día se debate el futuro del sistema liberal y a la fila de sus antiguos críticos –los posmodernos– se
CUADERNOS de pensamiento político ha sumado la de aquellos que inciden en la desigualdad como fallo estructural del sistema. No es de extrañar que su relectura en el contexto actual, en el que la democracia liberal parece haber perdido a sus principales defensores, encienda pasiones más enconadas. Además de aquellos que socavaron las pretensiones universalistas de la Modernidad –y que entendieron que el análisis de Fukuyama estaba todavía apegado al mito de los grandes relatos y aherrojado en los prejuicios de un proyecto claramente ideológico y voluntarista–, ahora la crisis del sistema es tan insoslayable que incluso el propio politólogo americano ha tenido que elaborar una teoría de la decadencia.
A mi juicio, El fin de la historia gana en profundidad y comprensión si se estudia tras la teoría del orden político y su evolución que ha pergeñado Fukuyama en los últimos años. Así, lo que podríamos denominar “la teoría política” de este autor se antoja extremadamente profunda y suficientemente fundada, de manera que es difícil de rebatir políticamente. Por otro lado, su capacidad prospectiva es innegable: tanto en
La conexión entre evolución científica, tecnológica, económica y política, junto con la hipótesis de que es el deseo de reconocimiento lo que guía el desarrollo, presagian que la contradicción entre un nivel económico satisfactorio y un sistema político antiliberal debe resolverse a favor de cambios institucionales. En este sentido, ni el éxito pragmático de China ni la homogeneidad cultural impuesta desde el Kremlin –tampoco el rejuvenecimiento de su narrativa imperial ni su oferta como opción frente al bloque occidental– son suficientes para acallar las exigencias de una clase media que lucha por ser reconocida jurídicamente. En lo que se refiere a alternativas, son las propias demandas de la sociedad civil las que cancelan la viabilidad de otras formas institucionales diferentes a la liberal. ¿No es tan evidente esta conclusión ante la ingente llegada de refugiados? Debido a la polémica que suscitó y a las diversas interpretaciones que se han realizado del texto, puede concluirse que la falta de comprensión nace de los diferentes niveles de sentido que posee. Fukuyama expone una tesis política, pero cifra su legitimidad en un fundamento filosófico, cultural e histórico. Por eso, como veremos, las emociones que provoca son ambivalentes. Institucionalmente, la democracia liberal es un éxito –con sus errores y aciertos–, pero tiene déficits que permiten augurar un empobrecimiento cultural paulatino. Convendría recordar que las correcciones no alterarán el diseño originario. No es políticamente correcto apostar por una forma política que es hoy tan denostada. El sur-
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Sin embargo, Fukuyama tiene la suficiente formación y sutileza intelectual para diferenciar entre teoría y praxis, entre dimensión normativa y empírica. No quiso decir que la historia como ámbito de sucesos y de hechos hubiera concluido. Lo que indicó fue la victoria teórica de la ideología liberal. La caída del comunismo hizo desaparecer la esperanza de alternativas a una forma de organización tan desarrollada como anhelada. La pregunta es si a tenor de los acontecimientos de los últimos años la conclusión de Fukuyama sigue siendo válida. Y explícitamente él mismo ha reivindicado su primera formulación en sus últimos ensayos, pues afirmar la necesaria universalización del sistema liberal no supone incurrir en un rapto extremadamente utópico e idealista que exija negar adaptaciones o correcciones del sistema. No habría que confundir lo normativo con lo pragmático.
el texto principal, como en los epílogos que se recogen en esta edición, en los que se defiende de las críticas, vuelve a insistir en la diferenciación entre lo normativo y lo fáctico para mostrar que las amenazas al sistema liberal –el nacionalismo, los regímenes autoritarios, incluso el fundamentalismo islámico– pueden ser desafíos, pero no alternativas ideológicas.
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gimiento de opciones populistas, las épicas de la desigualdad y los mensajes apocalípticos están poco a poco calando en la opinión pública. Pero la defensa de la democracia liberal que hace Fukuyama no es un alegato económico, sino explícitamente política, ni omite la dialéctica entre igualdad y libertad. En cualquier caso, es dogmático y obsceno reclamar la transformación de un sistema político sin concretar institucionalmente las alternativas, moviéndose de la crítica económica a la crítica política, con clara intención ideológica, y sin reconocer que la viabilidad de las abstracciones no asegura ni su justicia ni su eficacia práctica. Pero si las críticas políticas son desacertadas, no ocurre lo mismo con las filosóficas. En este caso, la cancelación de la evolución histórica supone aceptar una visión hegeliana que no es evidente por sí misma ni en muchos casos defendible desde otros paradigmas. Entre otras cosas porque la consumación de la historia conlleva, desde esa perspectiva, la culminación
del saber y el fin de la filosofía, como atinadamente observó el propio Fukuyama. “El fin de la historia será un tiempo triste”, se afirma en estas páginas. Y en efecto, uno podría preguntarse si la victoria final de la democracia liberal no es trágicamente pírrica. Consiste en la llegada del último hombre, el individuo anestesiado y consumista, que rastrea otras formas –más banales, más superficiales– de reconocimiento. Por eso, la sensación que queda tras la constatación del fin de la historia no es la altivez que debió empachar el orgullo de Hegel tras contemplar la entrada de Napoléon en Jena, sino cierta nostalgia al contemplar retrospectivamente el “museo de la historia”. Porque el fin de lo histórico provoca sentimientos ambivalentes y no puede desestimarse que “los siglos de aburrimiento” que vaticina la victoria ideológica del liberalismo no obliguen a empezar de nuevo la historia. JOSÉ MARÍA CARABANTE
The First Presidential Contest 1796 and the Founding of American Democracy JEFFREY L. PASLEY University Press of Kansas, 2013, 504 páginas.
En el año 1796 se firmaba entre el reino de España y la República francesa el Tratado de San Ildefonso, alianza entre ambas potencias que retomaba la amistad tradicional entre las dos naciones que durante un trienio estuvie-
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ron oficialmente en guerra tras la ejecución de Luis XVI por los revolucionarios, obligando a la borbónica España a declarar la guerra al país galo, situación que finalizó en 1795 con la Paz de Basilea, que valió entre otras cosas
CUADERNOS de pensamiento político al valido Manuel Godoy el título de Príncipe de la Paz.
Los Estados Unidos, antiguas colonias británicas que se habían emancipado de la metrópoli tras una guerra en la que recibieron el apoyo de los reinos de España y Francia, se habían articulado como una federación con el texto constitucional de 1787, que entró en vigor dos años más tarde. En dicha Constitución se pretendió garantizar las libertades individuales a través de un doble mecanismo: la división de poderes y la articulación del federalismo mediante la división federación-estados. Ahora bien, Bruce Ackerman en su magnífica obra The failure of the founding fathers, hace una precisión que conviene tener muy en cuenta: “Los hombres de 1787 se enorgullecían de ser revolucionarios, pero en modo alguno simpatizaban con la democracia”. Ese recelo hacia el principio democrático, que entendían podría conducir a que un demagogo o populista alcanzase los máximos
La elección de George Washington a la presidencia de los Estados Unidos en 1789 y su reelección para un segundo mandato en 1792 no se ventiló en unas elecciones propiamente dichas, pues el virginiano, elegido por unanimidad de los compromisarios, carecía en puridad de rival y la elección fue un mero trámite. No ocurrió lo mismo en el caso de la vicepresidencia, donde el voto estuvo más repartido, resultando elegido en ambos casos John Adams, quien no debía encontrarse demasiado cómodo en un cargo que por entonces era apenas simbólico, dado que en una de sus más célebres frases, en su co-
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El Directorio francés, sucesor del régimen de la Convención personificado en la tétrica figura de Robespierre, debía poner fin a los excesos revolucionarios y enfrentarse a una situación bélica frente a las principales potencias europeas, destacando sobremanera la Gran Bretaña regida por el monarca Jorge III y gobernada por William Pitt el joven. Curiosamente, Francia no contaba entre sus aliados con otro país del cual esperaba apoyo, más que nada porque, surgido este igualmente de una revolución apoyada en su día por el reino de Francia, se suponía simpatizaría con la nueva situación existente en el país galo. Sin embargo, los Estados Unidos, pese a verse afectados sobremanera por los acontecimientos revolucionarios franceses, se enfrentaban a un reto desconocido e imprevisto: las primeras elecciones presidenciales de la historia.
destinos de la nación, les llevó a articular ciertos mecanismos correctores, uno de los cuales fue precisamente el electoral college, institución que tenía por objeto evitar el acceso de demagogos a la presidencia; y ello porque dado que se exigía a cada compromisario el votar a un ciudadano no residente en el estado de procedencia, se esperaba con ello que figuras de gran talla o autoridad moral y carisma indiscutido, y que trascendieran de la política meramente estatal, es decir, estadistas como George Washington, copasen la presidencia de los Estados Unidos. De igual forma, los founding fathers abominaban de la lucha partidista, y no llegaron a plantearse ni siquiera la existencia de partidos, a los que veían como un mal intrínseco y fuente de potenciales conflictos, aunque eran conscientes de que podían existir conflictos o rivalidades menores, que se ventilarían en la Cámara de Representantes. Por ello, la aparición del bipartidismo apenas un lustro después de la entrada en vigor del texto constitucional supuso no solo una enorme sorpresa, sino un reto para la recién creada nación estadounidense. Y una de las primeras luchas entre partidos iba a ventilarse, precisamente, en la contienda presidencial de 1796, que en puridad constituye el primer enfrentamiento real entre dos candidatos de facciones enfrentadas.
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rrespondencia privada, se refería a la vicepresidencia como “the most insignificant office that ever the invention of man contrived or his imagination conceived”. Durante esos años se fue larvando el germen de la división entre dos facciones opuestas que terminarían siendo identificadas como federalistas y republicanos. Los federalistas, cuyo líder indiscutible era Alexander Hamilton, secretario del Tesoro, eran anglófilos, partidarios de un poder federal robusto y estaban sustentados por pequeños comerciantes y profesionales liberales, teniendo su principal fuerza electoral en los estados de Nueva Inglaterra; mientras que los republicanos, acaudillados por Thomas Jefferson, secretario de Estado, eran francófilos, partidarios de la prevalencia de los estados sobre la federación y sustentados básicamente por los pequeños propietarios rurales, y su fuerza principal radicaba en los estados del sur. La discrepancia inicial se produjo inicialmente por el deseo del secretario del Tesoro de que la Federación asumiese las deudas de los estados, así como por la creación del primer Banco de los Estados Unidos, a lo que los republicanos se oponían con uñas y dientes. Pero, sobre todo, en el segundo mandato presidencial de George Washington la lucha entre ambas tendencias se exacerbó precisamente a la hora de dilucidar el papel que deberían asumir los Estados Unidos en relación a los acontecimientos en Francia, pues los federalistas eran partidarios de aliarse con Inglaterra mientras que los republicanos defendían el apoyo a Francia. Gore Vidal, en su obra La invención de una nación, hace explícita referencia a que Hamilton filtraba las reuniones del gabinete norteamericano al embajador inglés, mientras que otros autores imputan a Jefferson un comportamiento idéntico respecto al embajador de Francia. La neutralidad acordada por el gobierno estadounidense no convenció a
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nadie. Thomas Jefferson dimitió de su cargo en 1793 alegando que su vida pública había terminado, y Alexander Hamilton hizo lo propio en 1795. Pero las espadas estaban en alto entre ambas tendencias y, cuando en septiembre de 1796 el presidente Washington anunció su intención de no presentarse a un tercer mandato, tanto federalistas como republicanos se prepararon para intentar alcanzar la sucesión del indiscutido y respetado líder virginiano cuya figura había logrado, aunque a duras penas, contener en cierta medida la lucha abierta. La situación de enfrentamiento entre federalistas y republicanos era tal que el propio Washington, en su discurso de despedida, se vio obligado a incluir un párrafo alertando sobre los peligros de esa división: “Let me now take a more comprehensive view, and warn you in the most solemn manner against the baneful effects of the spirit of party generally”. De nada sirvió la admonición presidencial y en los tres meses que restaban la división quedó patente, y por primera vez dos candidatos rivales iban a disputarse abiertamente la presidencia: el federalista John Adams y el republicano Thomas Jefferson, que regresaba así a la vida pública apenas dos años después de considerarla definitivamente finiquitada. Los dos candidatos en liza eran amigos personales. Ambos poseían un enorme arraigo y vinculación con el proceso independentista, ambos contaban con enorme experiencia diplomática (John Adams como embajador en Inglaterra y Thomas Jefferson como representante diplomático en Francia) y ambos habían trabajado juntos en el gabinete de George Washington. Ambos eran juristas brillantísimos que habían colaborado en la redacción de la propia Declaración de Independencia y que contaban en su haber con valiosos trabajos. Pero mientras Adams no ocultaba su admiración por el sistema inglés, Jefferson simpati-
CUADERNOS de pensamiento político zaba con los revolucionarios franceses. Ambos se disputarían la primera campaña presidencial propiamente dicha.
El resultado de los comicios, con una ajustadísima victoria de John Adams por tres votos
La lectura de este extenso pero apasionante estudio es muy aconsejable no solo por el hecho de que el lector pueda adentrarse en los orígenes del bipartidismo y comprobar cómo se desarrolló la primera campaña presidencial de la historia estadounidense, sino para verificar en qué medida y hasta qué punto se ha evolucionado a la hora de elegir al máximo representante de la nación estadounidense. JORGE PÉREZ ALONSO
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Esos comicios son descritos de forma exhaustiva por el libro de Jeffrey L. Pasley, que no solo se limita a analizar el desarrollo de la campaña presidencial, sino que expone de forma clara y precisa los antecedentes y el comienzo de las divisiones políticas en el seno de la nueva república estadounidense. Y lo hace, sobre todo, incidiendo en el papel que entonces desempeñaban los periódicos, panfletos y publicaciones, dada la inexistencia de campañas propiamente dichas al estilo de las que estamos habituados a observar en los siglos XX y XXI. Y ello por varias circunstancias, las más significativas de las cuales son la ausencia de una campaña electoral propiamente dicha, la nula intervención de los candidatos a la presidencia (tarea que reservaban para sus subordinados) y, sobre todo, el hecho de que la campaña se prolongase en el tiempo, dado que en muchos estados los compromisarios no eran elegidos directamente por el pueblo sino por la legislatura de los estados, lo que convertía en decisivos los comicios estatales, que lógicamente podían tener cierta interpretación en clave nacional. Toda esa batalla ideológica que se libró fundamentalmente en la prensa escrita es minuciosamente narrada en la obra de Pasley.
de los compromisarios y la circunstancia de que la vicepresidencia fuese a parar a manos de Thomas Jefferson (al ser la segunda persona con más votos), puso de alguna manera en entredicho el mecanismo del electoral college según se encontraba articulado en el texto constitucional. Las elecciones presidenciales de 1800, con el empate a votos de los compromisarios entre Thomas Jefferson y Aaron Burr, dos personas de la misma tendencia que acudían en un “ticket electoral”, hizo evidente la quiebra del sistema de elección presidencial tal y como lo habían concebido inicialmente los padres fundadores, quiebra que fue ocasionada paradójicamente por la aparición del bipartidismo, sin perjuicio de que, como bien indica el autor, hablar de partidos políticos en el sentido moderno del término es algo impropio, puesto que como tales no aparecen hasta la democracia jacksoniana, es decir, al finalizar el primer tercio del siglo XIX.
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La gran revolución americana Raíces ideológicas de la política exterior de Estados Unidos PEDRO F. R. JOSA
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Editorial Encuentro. Madrid, 2015. 320 páginas.
La publicación de un libro que verse sobre Estados Unidos es siempre un acontecimiento positivo en un país que tradicionalmente ha tenido una de las posiciones más antiamericanas de Europa, defendida particularmente desde determinados sectores ideológicos, principalmente –aunque no de manera exclusiva– vinculados a determinada izquierda política. Es por ello que la publicación de La gran revolución americana debe ser recibida con satisfacción ante la escasez de especialistas existentes en España, como acertadamente afirma Florentino Portero en su prólogo, sobre los distintos actores estatales que conforman el sistema internacional y a lo que cabe añadir el escaso desarrollo de las Relaciones Internacionales como disciplina académica en España frente al Derecho o la Historia. Este libro, escrito por Pedro F. R. Josa, antiguo doctorando por el Instituto Gutiérrez Mellado y colaborador de fundaciones como el Instituto de investigación Floridablanca, con prólogo de Florentino Portero, está dedicado de manera principal a la comprensión del fenómeno ideológico que está en las raíces históricas de la política exterior estadounidense. Dividido en cuatro capítulos distintos, el primero constituye un detallado estudio histórico de cómo los primeros debates e ideas
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sobre el sistema político estadounidense acabarían conformando las primeras corrientes de la política exterior estadounidense, a menudo consideradas desde la formulación del famoso discurso de despedida del presidente Washington como “aislacionistas”, pero sobre la que en este caso el autor elabora una nueva conceptualización denominándola como “unilateralismo aislacionista”, que permitiría lograr a lo largo del tiempo y conforme a la evolución y el fortalecimiento de la propia nación estadounidense su inserción en el sistema internacional, ya a finales del siglo XIX, como una gran potencia tras la derrota de España en la guerra de 1898. El segundo trata el desarrollo de los internacionalismos tanto “conservadores” como “liberales”, vinculados a destacadas figuras presidenciales de la historia estadounidense como son el presidente Theodore Roosevelt o el presidente Woodrow Wilson, considerados por diversos historiadores y especialistas, empezando por el exsecretario de Estado Henry Kissinger, como las figuras representativas de las alas realista e idealista de la política exterior estadounidense. En este caso, esta etapa supondrá la consolidación definitiva del internacionalismo, pese a las dificultades experimentadas en el periodo de entreguerras y al antiguo predominio del “uni-
CUADERNOS de pensamiento político lateralismo aislacionista”, que iría desapareciendo progresivamente de la centralidad de los debates en política internacional de la potencia norteamericana. Los capítulos tercero y cuarto se centran en la evolución de la política exterior estadounidense, concentrándose respectivamente en las diferentes estrategias de contención elaboradas durante la Guerra Fría por las sucesivas Administraciones estadounidenses, después de su elaboración por la Administración Truman y en los eventos acaecidos en la Posguerra Fría de cara a las Administraciones de Clinton, Bush y Obama. En este último caso el autor aporta un interesante, y probablemente acertado, toque pesimista sobre el futuro de la política exterior estadounidense, aun cuando no se comparta necesariamente que esto se deba a la falta de una “gran estrategia”, en ausencia de la emergencia de un rival de entidad global como fue la Unión Soviética que la justifique.
Tal y como se recoge en el prólogo del autor, el libro se centra principalmente en un estudio de carácter histórico antes que en la ciencia política o las relaciones internacionales. Esta op-
La negativa sería precisamente el sacrificio de un mayor detalle en aquellos momentos más recientes, como los relativos a la Guerra Fría y la Posguerra Fría, y sobre los que existe más información y debate, que obligarían a una mayor dedicación a los debates, los procesos de toma de decisiones internos de cada Administración, los casos empíricos que lo fundamentan y los actores principales y las ideas defendidas por estos en cada Administración concreta, así como una mayor sistematización de los mismos. En este caso, la realización de un estudio tan extenso en términos temporales evita profundizar lo necesario en la política exterior desarrollada por las Administraciones recientes, a la hora de afrontar desafíos como el establecimiento de una “gran estrategia” y su conveniencia, necesidad o pertinencia a la vista de los resultados de lo más parecido a una estrategia coherente que Estados Unidos ha tenido en la Posguerra Fría: la doctrina de Bush jr. En segundo lugar, cabe dividir el libro en dos partes, una primera parte más innovadora correspondiente a los capítulos 1 y 2, respaldados por una tesis sólida, frente a una segunda parte más descriptiva correspondiente a los capítulos 3 y 4, más difíciles de encajar en la tesis central del libro y que obligarían a un mayor tratamiento de las teorías/ideologías existentes en este periodo como son el realismo político –de inspiración europea-continental según Walter Mead y a la vez una teoría académica que explica el funcionamiento de las relaciones internacionales–, el neoconservadurismo o el liberalismo intervencionista presente en Administraciones como las de
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Independientemente de las ocasionales discrepancias –y numerosas coincidencias– de matiz que siempre puede surgir en cuanto a la interpretación de determinados hechos o la estructura de la obra –¿por qué el tercer capítulo comienza con Eisenhower y no con la enunciación de la doctrina de la contención en 1947?–, parece conveniente destacar algunos puntos críticos que toda obra académica recoge y que no empañan el balance final positivo que tiene el libro, con momentos particularmente valiosos en los dos primeros capítulos, como son los debates de los padres fundadores sobre el sistema político estadounidense y su implementación en la política exterior, los acaecidos en relación a la Guerra con México de 1846 o la descripción de los fundamentos de los primeros internacionalismos de Roosevelt o Wilson.
ción implica dimensiones tanto positivas como negativas. Entre las positivas cabe destacar la posibilidad de realizar una narración fluida de la evolución de la política exterior estadounidense, que permite incorporar el contexto interno y la evolución de la misma más allá de los procesos de toma de decisiones y la incorporación detallada de los eventos más lejanos en el tiempo.
CUADERNOS de pensamiento político Clinton y –en menor medida– Obama y sus principales fundamentos, sin que la focalización en dimensiones de participación como el unilateralismo, regionalismo o multilateralismo permitan compensarlo. En este caso quizá hubiese sido interesante haber fusionado ambos capítulos en un capítulo de conclusiones final como respaldo a lo recogido en los dos primeros capítulos sin necesidad de alargarlos innecesariamente para probar la tesis central existente en el libro.
suscitar, el balance final como antes se comentaba es globalmente positivo, y la obra está respaldada por una tesis sólida sobre los orígenes y la consolidación de una gran potencia, particularmente relevante en los dos primeros capítulos. Este libro, cuya publicación viene a ayudar a rellenar el vacío existente en nuestro país de estudios académicos de interés sobre la potencia norteamericana, gustará a todos aquellos interesados en la historia y evolución política de los Estados Unidos de América.
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A pesar de estas críticas, que como ocurre con toda obra académica son posibles de
JUAN TOVAR RUIZ
Coptos. Viaje al encuentro de los mártires de Egipto FERNANDO DE HARO Editorial Encuentro. Madrid, 2015. 198 páginas.
Ser copto debería ser una forma más de sentirse natural de Egipto. De hecho, etimológicamente, la palabra en su origen significaba solo eso: egipcio. Y esto mismo es lo que piensan con absoluta normalidad la mayoría de los coptos a los que el periodista Fernando de Haro se ha acercado para realizar su excelente documental, Walking next to the wall (2014), y cuyas vivencias e impresiones en aquella tierra narra ahora en este interesante libro. Su propósito final es loable: descubrirnos la realidad de la Iglesia copta, una de las más antiguas del mundo, de un pueblo mile-
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nario de Oriente Medio que sobrevive orgulloso de su fe frente a la histórica presión musulmana y la persecución islamista, y que trata de mantener contra viento y marea su identidad cristiana oriental incardinada en el ser de la nación egipcia. La realidad, sin embargo, dista mucho de una normalidad que solo en algunos momentos de la historia ha sido posible para esta importantísima minoría cristiana cuyo número no sé conoce con seguridad: los estudios más realistas estiman que puede sobrepasar el
CUADERNOS de pensamiento político 10% de la población solo en Egipto, lo que allí la situaría en cifras cercanas a los 10 millones de almas. Este viaje al interior del mundo copto está escrito con un respeto y admiración por su tradición y cultura dignas de elogio. De Haro, curtido en muchas lides periodísticas, traslada su particular forma radiofónica de narrar los hechos a una prosa pulcra y cercana que el lector agradece y que le permite situarse informativamente en el terreno con datos precisos, con entrevistas adecuadas y un conocimiento sólido de la historia de esta rama oriental del cristianismo desde el siglo I hasta la delicada situación de nuestros días.
Evidentemente, la supervivencia copta en un Estado confesionalmente musulmán, incluso cuando la Constitución egipcia haya respetado formalmente el ejercicio de otras religiones, ha sido una tarea complicada, rayana cuando no en el martirio sí en la persecución, el pago de la yizia o directamente en la discriminación en el acceso a altos cargos de la esfera educativa, el funcionariado o las profesiones liberales, convirtiéndose así la salva-
¿Quiénes son, pues, los coptos? Uno de estos monjes, el abuna Efrén, del Monasterio de San Macario el Grande, responde con claridad: “Somos la gente que desde el siglo I recogió la herencia de los antiguos faraones y que testimonia a Jesucristo. Tenemos nuestros derechos como egipcios, cooperamos con los musulmanes para construir un puente de paz. Queremos construir nuestro país”. Visión esta sin duda bienintencionada, a la que suma una opinión no siempre compartida: el daño que haría la confusión entre cristianismo y Occidente, la responsabilidad que las intervenciones en Irak o Afganistán habrían tenido en las represalias infligidas a los cristianos orientales por los radicales islamistas, y la crítica al intento de instaurar los valores occidentales sin tener en cuenta las necesidades concretas de la gente y sin valorar a las minorías cristianas como estabilizadoras de la región. Evidentemente, adecuar libertad, democracia y derechos humanos en algunas culturas radicadas en Estados musulmanes regidos por la ley islámica, puede ser una labor ardua y que debe medirse en las formas, pero no por ello es menos necesaria y recomendable para sus habitantes. A la búsqueda de información para su documental, De Haro sortea la presión del gobierno que le asigna un funcionario para controlar sus movimientos, recorre las iglesias atacadas o destruidas, visita a los zabbaleen (los coptos que se dedican a recoger la basura de
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En su opinión, “los coptos son el testimonio más nítido de que el cristianismo y el islam pueden vivir juntos”. Aunque eso sí, la historia muestra siglos de altibajos y una sangría recurrente en su sometimiento al poder terrenal: Bizancio, el califato omeya, el abasí, el fatimí, incluso las cruzadas sirvieron de excusa para su persecución por parte de unos y de otros; sin olvidar épocas de un cierto renacimiento en el siglo XIX y la primera mitad del XX, superar gobernantes dispares en su trato hacia esta minoría (Nasser, el-Sadat o Mubarak) y llegar al reciente acoso de los hermanos musulmanes, a la esperanza de una cierta normalidad con Al-Sisi y al rechazo a un Estado Islámico que quisiera hacerlos desaparecer por considerarlos una “anomalía” en la tierra del profeta.
guardia de parcelas de libertad económica o de libertad de culto en objetivos prioritarios de los coptos. En este sentido, De Haro destaca el papel de los monasterios copto-ortodoxos y de sus monjes, a donde viaja y a los que entrevista, en su supervivencia durante los catorce siglos de dominación musulmana y en la conservación milagrosa de su lengua; y más con los constantes problemas para la construcción de nuevos templos en los países en los que la sharia es fuente de derecho.
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El Cairo), habla con las viudas de los asesinados y recaba a lo largo del libro distintas opiniones de personalidades musulmanas o cristianas. Así, la juez y virtual vicepresidenta, Tahani el Gebali, culpa de los ataques a los Hermanos Musulmanes y afirma que “el verdadero islam respeta todas las religiones y no admite la destrucción de iglesias, de templos o sinagogas”. Joussuf Shidom, director de Watani, el diario de los coptos ortodoxos, insiste en que “ser egipcio no es ser musulmán, árabe o cristiano sino la suma de identidades diversas” y en que “como coptos no queremos ayuda, queremos que se ayude a todos los egipcios”. Osama Abd, rector de la universidad islámica Al-Azhar, cree que “los coptos en Egipto no son considerados una minoría religiosa, son parte integral de la sociedad egipcia, son tan patriotas como nosotros. El islam no incita al odio a los no musulmanes. Somos una nación unida”. Estamos pues ante un libro que nos descubre tanto los deseos como la realidad de una de las minorías más amenazadas del mundo y que, en este recorrido, aborda algunos hechos relevantes en la reciente historia de Egipto relacionados con los coptos, como fue el atentado en la iglesia de Alquidisim, en Alejandría, que acabó con la vida de 22 personas el 1 de enero de 2011. No se sabe quién lo cometió, unos creen que los Hermanos Musulmanes y otros que fue instigado por el propio régimen
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para luego reforzarse ante Occidente en su lucha contra el radicalismo. Sin embargo, unos días después, las manifestaciones de la Primavera Árabe en la plaza Tahir (esta vez sí, “el Corán y la Cruz juntos”) terminarían por obtener la dimisión de Hosni Mubarak y abrir paso a la esperanza de un Egipto democrático, liberal y moderno. Una esperanza rápidamente agostada por la apropiación de la revolución por los Hermanos Musulmanes y su radicalidad reflejada en la nueva Constitución, y después por el golpe militar que destituyó al presidente Mohamed Morsi, el primer presidente elegido democráticamente en el país. El futuro de los coptos que, como hemos visto, no es fácilmente separable del futuro del propio Egipto, está ahora en manos del actual presidente, el mariscal Abdelfatah AlSisi, que abandonó todos sus cargos militares y fue también elegido por casi el 97% de los votantes, y dependerá de la cara que finalmente muestre su Gobierno. En todo caso, y utilizando como metáfora las palabras del propio autor referidas a lo que supone el niqab: “sin la cara falta la persona, la voz que escuchas no tiene historia ni personalidad propia. (…) Las mujeres que tapan sus caras están condenadas al anonimato. (…) Decididamente, no todas las culturas son iguales”. Seguramente... las democracias tampoco. JOSÉ MANUEL DE TORRES