TEMA: CREO EN EL ESPÍRITU SANTO

¡Venga tu Reino! TEMA: CREO EN EL ESPÍRITU SANTO CREEMOS EN UN SOLO DIOS, EN TRES PERSONAS. No adoramos a tres dioses diferentes, sino a un único ser

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¡Venga tu Reino!

TEMA: CREO EN EL ESPÍRITU SANTO CREEMOS EN UN SOLO DIOS, EN TRES PERSONAS. No adoramos a tres dioses diferentes, sino a un único ser, que es trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas distintas pero inseparables. ¿Cómo sabemos que Dios es trino? No por la propia razón, porque la Trinidad de Dios es un misterio de fe. Pero por Jesucristo sabemos que Dios es Trinidad. Él, el Hijo, habla del Padre del cielo («Yo y mi Padre somos uno») y ora al Padre y nos envía al Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo. Por eso somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». EL ESPÍRITU SANTO ES LA TERCERA PERSONA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. De la misma naturaleza divina del Padre y del Hijo. Jesús lo llama Espíritu Paráclito (Consolador, Abogado). El Espíritu es invisible pero cuando descubrimos la realidad de Dios en nosotros, entramos en contacto con la acción del Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no se puede comprender a Jesús, que en su vida muestra, como nadie más, la presencia del Espíritu de Dios que llamamos Espíritu Santo. Creer en el Espíritu Santo es adorarle como Dios, igual que al Padre y al Hijo. Quiere decir que el Espíritu Santo viene a nuestro corazón para que, como hijos de Dios, conozcamos a nuestro Padre del cielo, siguiendo el camino que Cristo, el Verbo, la Palabra de Dios, nos enseña. En Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección, Jesús envía desde el cielo al Espíritu Santo sobre los discípulos quienes, desde ese día, se convirtieron en testigos valientes de Cristo. Dio comienzo así el tiempo de la Iglesia. Lo que significó para los discípulos la presencia de Jesús, lo significa para la Iglesia la presencia del Espíritu, por el cual Jesús permanece junto a ella. Al proclamar «creo en el Espíritu Santo» estamos diciendo que creemos que Dios está en nuestra historia, en el futuro de la humanidad y en la posibilidad de solucionar sus problemas. «EL ESPÍRITU SANTO ES EL ALMA DE LA IGLESIA, con su fuerza vivificadora y unificadora: de muchos, hace un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo» (Papa Francisco, 15 de marzo de 2013). EL ESPÍRITU SANTO ME ABRE A DIOS. Me enseña a orar y me ayuda a estar disponible para los demás. «Es el huésped silencioso de nuestra alma», así llama san Agustín al Espíritu Santo. Quien quiera percibirlo debe hacer silencio. Con frecuencia habla bajito dentro de nosotros, por ejemplo en la voz de nuestra conciencia. Además, es «maestro de oración» por eso hay que invocarlo al iniciar nuestra meditación. SER «TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO» Quiere decir estar en cuerpo y alma a disposición de este huésped, del Dios en nosotros, para que se convierta en el maestro de nuestra vida. Así crecerán en nosotros los frutos del Espíritu. Centro de Recursos del Regnum Christi

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APLICACIONES A MI VIDA DEL YO CREO EN EL ESPÍRITU SANTO:     

Nos abre a Dios, enseña a orar y nos ayuda a estar disponibles para los demás. Nos impulsa a encontrarnos con el otro, enciende en nosotros el fuego del amor, nos convierte en misioneros del amor de Dios. (Benedicto XVI) Los carismas, dones del Espíritu Santo, son dones especiales que nos ayudan a amar al prójimo y a anunciar nuestra fe. En el Espíritu Santo encontramos una alegría profunda, la paz interior y la libertad. Los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí mismo.

AL ESPÍRITU SANTO, PARA SER UN TESTIGO VÁLIDO, GOZOSO Y CONVINCENTE DE QUE JESÚS HA RESUCITADO. CONSIGNA:

ESCUCHAR

Dios nos ha dado un gran auxiliador y protector. Permanezcamos vigilantes para abrirle las puertas de nuestro corazón. Él no se cansa de buscarnos para derramar sobre nosotros sus dones. «Cristo está presente y guía a su Iglesia. En todo lo acaecido, el protagonista, en última instancia, es el Espíritu Santo» (Papa Francisco, 16 de marzo de 2013). El Espíritu Santo ejerce una acción especial en todos los hombres que son puros en sus intenciones y afectos. Los prepara, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su Palabra y abre su mente para entender su muerte y su resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios para que den mucho fruto. «Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de toda iniciativa y manifestación de fe». «Nosotros no podemos dar testimonio de Jesús, no podemos hablar de Jesús, no podemos decir nada sin el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo que nos empuja a confesar Jesús y a tener confianza en Jesús». (Papa Francisco, 15 de marzo y 5 de abril de 2013). Pentecostés nos muestra que la Iglesia existe desde el comienzo para todos; es universal y misionera. Se dirige a todos los hombres, supera barreras étnicas y lingüísticas y puede ser entendida por todos. Hasta hoy, el Espíritu Santo es el elixir vital de la Iglesia. REFLEXIÓN PERSONAL  ¿El Espíritu Santo me impulsa a encontrarme con el prójimo? ¿Enciende en mí el fuego del amor? ¿Me convierte en misionero del amor de Dios?  ¿Pido ayuda del Espíritu Santo cuando lo necesito? ¿Soy dócil a sus inspiraciones?  ¿Tengo la firme convicción de que el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización?  ¿Pido al Espíritu Santo que me conceda la gracia de caminar, edificar y confesar a Jesucristo crucificado? SUGERENCIAS PARA LA REVISIÓN DE VIDA (HECHO DE VIDA) O UNA REFLEXIÓN EN EQUIPO 1. Dios, ¿energía o amor? Porque muchos piensan que Dios es energía, si esto es cierto, ¿esta energía podría amar? ¿Es esto importante para el hombre? ¿Por qué? 2. Un misterio cercano. ¿Por qué creen los cristianos en la Trinidad? ¿Es Dios sólo una proyección que el hombre se hace de sí mismo? R. Cantalemessa lo comenta. 3. La experiencia de Babel: podemos construir y realizar todo lo que queremos (misma experiencia de Babel), ¿puede haber unión con Dios? Homilía de SS Benedicto XVI. Centro de Recursos del Regnum Christi

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Dios: ¿Energía o Amor? Un dios que no ama es la antítesis de Dios, pues esencialmente “Dios es Amor” (1ª Jn. 4, 16). Sin embargo, algunos en nuestros días se están construyendo un “dios” a su manera, a su medida, a su antojo ... y, sin darse cuenta, se están construyendo un “dios” que no puede amar. Y no puede amar ese “dios” inventado, post-modernista y “new age”, porque se pretende creer que Dios es simplemente “energía”. Y una simple “energía”, por más grande que pueda ser, no es capaz de amar. Para los católicos -y también para los demás cristianos- Dios es todopoderoso, infinitamente poderoso, pero no es una simple energía. Para nosotros Dios no es mera fuerza: es un Ser, que conoce y que nos conoce a cada uno de nosotros en forma particular. Es un Ser que se relaciona con nosotros, y nosotros con El. Es un Ser que ama, y nos ama a cada uno de manera especial, tan especial que nos ama a cada uno como si cada uno fuera único, porque cada una de sus creaturas es única para El. Más aún, sabemos que Dios es un Ser tri-personal. De eso se trata el misterio de la Santísima Trinidad: Dios es uno, pero hay tres Personas en Dios. Imposible de entender. Difícil de explicar. Aunque hay similitudes en nuestro mundo que nos ayudan a entender el concepto de Dios Uno y Trino: tres velas unidas en una sola llama, por ejemplo, nos dan una idea de la Trinidad. O el agua en estado sólido, líquido y gaseoso, son tres formas de una misma sustancia. Y esas Tres Personas que son cada una el mismo y único Dios, se aman entre sí y nos aman a nosotros con un Amor que es Infinito, como Infinito es Dios. Pero con ese monigote de dios que se está creando esta civilización post-modernista no hay posibilidad de relacionarse, pues más bien se cree que todos formamos parte de esa “divinidad energética” a la que llaman dios. Parece muy lindo el concepto de “formar parte” de dios. Pero al nosotros aparecer metidos dentro de esa “energía”, en esa pretendida unidad no hay distinción entre nosotros y esa “energía”. Y si no hay distinción entre nosotros y dios ¿cómo puede existir el amor? Parece, incluso, que esa pretendida unidad de todos formando parte del dios energía, fuera lo mismo que la unión o comunión con el Dios único y verdadero que pregona el cristianismo y que, efectivamente, Dios nos ofrece. Pero es muy distinto. En la verdad y realidad cristianas, Dios se da a los seres humanos y espera que nosotros nos demos a Él. Él nos comunica su Amor y desea que le amemos a Él (por cierto, sobre todas las demás cosas y personas). Él nos ama para que nosotros le amemos y para que nos amemos entre nosotros con ese Amor con que Él nos ama. Y en ese Amor de Dios a nosotros, de nosotros a Dios y de nosotros entre sí, se da la unión. “Que todos sean uno como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti. Sean también ellos uno en Nosotros” (Jn. 17, 21).

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Si amamos a Dios como Él desea ser amado por nosotros y si nos amamos entre nosotros con ese amor con que Dios nos ama, estaremos unidos a Dios para toda la eternidad. Pero aún en el más allá, cuando esa unión se dará a plenitud, y los que hayamos obrado bien estaremos resucitados en cuerpo y alma gloriosos en unión plena en Dios, Dios seguirá siendo Dios y nosotros seguiremos siendo nosotros. Dios seguirá siendo Tres Personas y nosotros seguiremos siendo también personas. ¡Gracias a Dios que no seremos todos “energía”! Fuente: Buena Nueva / Círculo Bíblico, R. de San José, 30 de mayo de 2010. (Regresar al índice)

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UN MISTERIO CERCANO

La vida cristiana se desarrolla totalmente en el signo y en presencia de la Trinidad. En la aurora de la vida, fuimos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y al final, junto a nuestra cabecera, se recitarán las palabras: «Marcha, oh alma Cristiana de este mundo, en el Nombre de Dios, el Padre omnipotente que te ha creado, en el nombre de Jesucristo que te ha redimido, y en el nombre del Espíritu Santo que te santifica». Entre estos dos momentos extremos, se enmarcan otros llamados de «transición» que, para un cristiano, están marcados por la invocación de la Trinidad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, los esposos se unen en matrimonio y los sacerdotes son consagrados por el obispo. En el pasado, en nombre de la Trinidad, comenzaban los contratos, las sentencias y todo acto importante de la vida civil y religiosa. No es verdad, por tanto, el que la Trinidad sea un misterio remoto, irrelevante para la vida de todos los días. Por el contrario, son las tres personas más «íntimas» en la vida: no están fuera de nosotros, como sucede con la mujer o el marido, sino que están dentro de nosotros. «Hacen morada en nosotros» (Juan 14, 23), nosotros somos su «templo». Pero, ¿por qué creen los cristianos en la Trinidad? ¿No es ya bastante difícil creer que Dios existe como para añadir también que es «uno y trino»? ¡Los cristianos creen que Dios es uno y trino porque creen que Dios es amor! La revelación de Dios como amor, hecha por Jesús, ha «obligado» a admitir la Trinidad. No es una invención humana. Si Dios es amor, tiene que amar a alguien. No existe un amor «al vacío», sin objeto. Pero, ¿a quién ama Dios para ser definido amor? ¿A los hombres? Pero los hombres existen tan sólo desde hace unos millones de años, nada más. ¿Al cosmos? ¿Al universo? El universo existe sólo desde hace algunos miles de millones de años. Antes, ¿a quién amaba Dios para poder definirse amor? No podemos decir que se amaba a sí mismo, porque esto no sería amor, sino egoísmo o narcisismo. Esta es la respuesta de la revelación cristiana: Dios es amor porque desde la eternidad tiene «en su seno» un Hijo, el Verbo, al que ama con un amor infinito, es decir, con el Espíritu Santo. En todo amor siempre hay tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado, y el amor que les une. El Dios cristiano es uno y trino porque es comunión de amor. En el amor se reconcilian entre sí unidad y pluralidad; el amor crea la unidad en la diversidad: unidad de propósitos, de pensamiento, de voluntad; diversidad de sujetos, de características, y, en el ámbito humano, de sexo. En este sentido, la familia es la imagen menos imperfecta de la Trinidad. No es casualidad que al crear la primera pareja humana Dios dijera: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Génesis 26-27). Según los ateos modernos, Dios no sería más que una proyección que el hombre se hace de sí mismo, como uno que confunde con una persona diversa su propia imagen reflejada en un arroyo. Esto puede ser verdad con respecto a cualquier otra idea de Dios, pero no con respecto al Dios cristiano. Centro de Recursos del Regnum Christi

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¿Qué necesidad tendría el hombre de dividirse a sí mismo en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, si verdaderamente Dios no es más que la proyección que el hombre hace de su propia imagen? La doctrina de la Trinidad es, por sí sola, el mejor antídoto al ateísmo moderno. ¿Te parece demasiado difícil todo esto? ¿No has comprendido mucho? Te diría que no te preocupes. Cuando uno está en la orilla de un lago o de un mar y se quiere saber lo que hay del otro lado, lo más importante no es agudizar la vista y tratar de otear el horizonte, sino subirse a la barca que lleva a esa orilla. Con la Trinidad, lo más importante, no es elucubrar sobre el misterio, sino permanecer en la fe de la Iglesia, que es la barca que lleva a la Trinidad. Fuente: www.religionenlibertad, Cantalemesa Raniero, 2 junio 2012 - 0:0 (Regresar al índice)

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La experiencia de Babel […] Esta mañana quiero reflexionar sobre un aspecto esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia. Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos? La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 19). Pero, ¿qué es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos. Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo? Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El Centro de Recursos del Regnum Christi

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miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión. Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une. La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga 5, 16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. Efectivamente, no podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés. Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!». Amén. Fuente: www.vatican.va Homilía de SS Benedicto XVI, domingo 27 de mayo de 2012 (Regresar al índice) Centro de Recursos del Regnum Christi

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