TEMAS CHARLAS CUARESMALES

TEMAS CHARLAS CUARESMALES CUARESMALES Clero de la ciudad – Diócesis de Ourense Cuaresma 2015 Con María… hijos, discípulos y testigos SUMARIO Intro

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TEMAS CHARLAS CUARESMALES CUARESMALES Clero de la ciudad – Diócesis de Ourense

Cuaresma 2015 Con María… hijos, discípulos y testigos

SUMARIO

Introducción: Vivir el Evangelio con María MARÍA, HIJA PREDILECTA DEL PADRE, NOS ENSEÑA A SER HIJOS I.

II. III. IV.

Hija predilecta que nos enseña a ser hijos 1. ¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión! (Sof 3,14) 2. Hija predilecta 3. Nos enseña a ser hijos Con María aprendemos a ser hermanos María nos muestra en Cristo el camino hacia el Padre: de Caná a Pentecostés María entona el Magnificat 1. Proclama mi alma 2. Con alegría 3. Dios se fija en los humildes, en la humillación de su sierva 4. María alaba al Dios que colma a los pobres 5. El Magnificat, un canto de hoy, oración de toda la Iglesia

MARÍA, DISCÍPULA DEL SEÑOR, NOS ENSEÑA A SER DISCÍPULOS I. II. III. IV. V. VI.

María, la primera discípula de Jesús María, perfecta discípula María, discípula y madre María, discípula y maestra María acoge y guarda la Palabra Discípulos oyentes de Cristo-Palabra

MARÍA, DÓCIL A LA VOZ DEL ESPÍRITU, NOS ENSEÑA A SER TESTIGOS I. II. III. IV. V. VI.

Espíritu Santo, ¿olvidado o desconocido?: ¡Ven! “El Espíritu Santo vendrá sobre ti…! (Lc 1,35) María, mujer dócil a la voz del Espíritu La acción del Espíritu en María María, mujer nueva y luz que alumbra a la Iglesia Como María, testigos dóciles al don del Espíritu

MARÍA, HIJA, DISCÍPULA Y MISIONERA: EVANGELIO VIVIDO I. II. III. IV. V.

María, solidaria con cada uno de nosotros María, modelo de firmeza en la fe María, modelo de confianza en la esperanza María, modelo de constancia en el amor María, Evangelio vivido

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Cuaresma 2015 Con María… hijos, discípulos y testigos

INTRODUCCIÓN: VIVIR EL EVANGELIO CON MARÍA La Virgen María ocupa un lugar especial y significativo en el corazón y en la vida de los cristianos. Nuestra tierra ourensana es una muestra rica y variada de ese amor entrañable por la Madre de Jesús el Señor, y, por ello, puede ser llamada con toda razón “Tierra de María”: muchas parroquias de nuestra diócesis están dedicadas a alguna advocación mariana y son también numerosos los santuarios y ermitas donde la presencia de una imagen o talla de la Virgen recoge y expresa el cariño filial de tantos hombres y mujeres creyentes que se acercan a María para alimentar su fe, fortalecer la esperanza y acrecentar la caridad. Con Ella descubrimos la dicha que hay en acoger la Palabra de Dios y hacerla vida y compromiso (cf. Lc 8,21; 11,28). Entre todos los nombres y advocaciones que los ourensanos dedicamos con cariño a la Virgen, ocupa un puesto relevante, la imagen que se venera en el monte Medo, Nuestra Señora de los Milagros, a cuyo santuario tantos acuden a lo largo del año y, especialmente, durante su novena en los días finales del verano. Y en ese santuario la imagen de la Virgen de los Milagros conmemora una fecha muy especial, unas bodas de oro: el 50 aniversario de su coronación canónica (6 de septiembre de 1964). Y con este motivo tan significativo, la Iglesia en Ourense ha querido convocar, como agradecimiento y reconocimiento de la devoción que el pueblo de Dios allí le ofrece, un Año Jubilar Mariano, que comenzó el 8 de septiembre de 2014 y finalizará el 8 de septiembre de 2015. Por este motivo, en este tiempo de Cuaresma queremos invitaros a descubrir con María el gozo y compromiso de ser hijos, discípulos y testigos. Su ternura de madre acoge la vida de cada uno de nosotros para invitarnos a vivir como hijos de Dios Padre, como discípulos de Jesús el Hijo y como testigos sostenidos por la fuerza del Espíritu (cf. Jn 19,26-27). En Ella aprendemos a vivir alegres en Dios Salvador y a proclamar con gozo sus grandezas (cf. Lc 1, 28.46), y a Ella acudimos en las alegrías y en las penas. Estos días de reflexión son una invitación a acudir a la escuela de María. Decía el beato Pablo VI que ponernos a su escuela nos “obliga a dejarnos fascinar por ella, por su estilo evangélico, por su ejemplo educador y transformante: es una escuela que nos enseña a ser cristianos”. La Virgen María, la discípula más perfecta del Señor (LG 53), ha vivido por entero el camino de peregrinación en la fe como madre de Jesús y como madre de sus discípulos después (cf. Jn 19,22-27; Hch 1,14). Por ello, es, para nosotros sus hijos, una madre llena de ternura y de comprensión, que nos enseña a salir de nosotros mismos y a peregrinar en un camino personal y comunitario de amor y servicio, en el que el don de la fe se hace fecundo por la caridad (cf. Gal 5,6 ). María es la mujer de fe, que vive y camina en la fe con actitud discipular (LG 52-69); ella, que se dejó conducir por el Espíritu en un itinerario de fe, responde a una llamada de servicio y fecundidad (EG 287), como hija predilecta del Padre. En este tiempo de Cuaresma, camino hacia la Pascua, hagamos nuestro el “sí” que brotó de su corazón lleno del Espíritu, acogiendo en nuestras vidas a Jesucristo para ser fecundos discípulos misioneros de la alegría que nace del Evangelio.

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MARÍA, HIJA PREDILECTA DEL PADRE, NOS ENSEÑA A SER HIJOS En la reflexión teológica y en la devoción popular estamos más habituados a referirnos a María en relación con Dios Hijo, en cuanto madre, y en relación con Dios Espíritu Santo, en cuánto su docilidad y acogida a la Palabra. Pero hablar de su relación con el Padre nos lleva a descubrir toda la riqueza y hondura que hay al llamarla hija predilecta del Padre: “María Santísima, hija predilecta del Padre, se presenta ante la mirada de los creyentes como ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al prójimo. Como ella misma afirma en el cántico del Magnificat, grandes cosas ha hecho en ella el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo (cf. Lc 1, 49). El Padre ha elegido a María para una misión única en la historia de la salvación: ser Madre del mismo Salvador. La Virgen respondió a la llamada de Dios con una disponibilidad plena: « He aquí la esclava del Señor » (Lc 1, 38). Su maternidad, iniciada en Nazaret y vivida en plenitud en Jerusalén junto a la Cruz, se sentirá en este año como afectuosa e insistente invitación a todos los hijos de Dios, para que vuelvan a la casa del Padre escuchando su voz materna: « Haced lo que Cristo so diga » (cf. Jn 2, 5)” (TMA 54).

Juan Pablo II, en la carta apostólica con la que invitaba a la Iglesia a prepararse para el Jubileo del 2000, nos da tres ejes o claves sobre María y su relación con el Padre: María es hija predilecta del Padre porque fue elegida para una misión única: ser la madre del Salvador. María, ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al prójimo, reflejado en la disponibilidad a la llamada de Dios (“He aquí la esclava del Señor”, Lc 1,38) y en el cántico del Magnificat (cf. Lc 1, 46-55). Su maternidad se hace afectuosa invitación a retornar como hijos de Dios a la casa del Padre (“Haced lo que Él os diga”, Jn 2,5). I. HIJA PREDILECTA QUE NOS ENSEÑA A SER HIJOS 1. ¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión! (Sof 3,14) Lo primero que hemos de decir de María, en relación con el Padre, es que fue elegida por Dios. Después de haber llamado a Abraham y a Moisés, después de haber hecho del pueblo de Israel su predilecto y conducirlo a la libertad, cuando el Padre decide que ha llegado la plenitud de los tiempos y se dispone a enviar su Hijo como Salvador, se fija en una humilde muchacha de Nazaret. María nace en el seno de una comunidad creyente, es hija de Israel. Por eso, su historia es la de un pueblo que conoce la esclavitud, el peregrinar por el desierto, la infidelidad, el destierro… Un pueblo que conoce la Alianza de Dios y su promesa de salvación y fidelidad misericordiosa… Es la historia concreta de una mujer, “profundamente arraigada en la historia de la humanidad” (RM 52), heredera

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de una tradición que ha visto cómo en sus mujeres (Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit, Esther…) se revelaba el designio salvífico del Señor y arrigaba la esperanza del cumplimiento definitivo de la promesa hecha a Eva, y renovada tantas veces en los hijos de hijas de Israel: “Tú, que eres nuestra hermana, sé madre de miles y miles; que tu descendencia conquiste las ciudades enemigas” (Bendición de Rebeca: Gn 24,60). Dios, al cumplir su promesa con el pueblo de Abraham y con toda la humanidad, pondrá sus ojos en este mujer, que será la verdadera hija de Sión, la condensación de aquel “resto de Israel” que no tiene nada que perder, porque todo lo espera en el Señor: “Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, y en el nombre de Yahvé se cobijará el resto de Israel. ¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores Israel, alégarte y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén! (Sof 3, 12.14). María está envuelta en la ternura y en el amor de Dios. El Dios que salva y libera, que es fiel a la Alianza, que tiende la mano, que está siempre cercano, abre la puerta a la promesa que se encarna, y elige a María para ser la madre del Salvador. Así, “porque el Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la morada donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres” (CIC 721). En nadie, como en María, se cumplen aquelas palabras del profeta Oseas: “Yo te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé” (Os 2,21). 2. Hija predilecta El concilio Vaticano II, en LG 53, llama a María “la hija predilecta del Padre”, expresión que recoge el beato Pablo VI en la Marialis Cultus n. 56. La relación de María con Dios Padre es totalmente nueva: ella puede decir “mi Dios y mi Padre” con mayor motivo de los que nos consideramos hijos en la familia de Dios: “La singular dignidad de María "Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo; por tal don de gracia especial aventaja con mucho a todas las demás criaturas, celestiales y terrestres" (LG 53), su cooperación en momentos decisivos de la obra de la salvación llevada a cabo por el Hijo; su santidad, ya plena en el momento de la Concepción Inmaculada y no obstante creciente a medida que se adhería a la voluntad del Padre y recorría la vía de sufrimiento (cf. Lc 2, 34-35; 2, 41-52; Jn 19, 25-27), progresando constantemente en la fe, en la esperanza y en la caridad; su misión y condición única en el Pueblo de Dios, del que es al mismo tiempo miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y Madre amantísima; su incesante y eficaz intercesión mediante la cual, aún habiendo sido asunta al cielo, sigue cercanísima a los fieles que la suplican, aún a aquellos que ignoran que son hijos suyos; su gloria que ennoblece a todo el género humano, como lo expreso maravillosamente el poeta Dante: "Tú eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana que su hacedor no desdeño convertirse en hechura tuya" (Paraíso XXXIII, 4-6); en efecto, María es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, (aunque ajena a la mancha de la Madre, y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición)” (MC 56).

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Nosotros hemos sidos constituidos en Cristo hijos adoptivos de Dios. En María, su condición filial es más honda por la profunda densidad de su unión con Cristo como madre y por la acogida plena que hace al don de Dios: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). María puede decir “hágase”, no porque que crea mucho, sino porque ama mucho, porque responde desde la experiencia de una amor previo que ahora experimenta como misericordia de Aquel que se le revela como Padre. Su respuesta es posible porque ante la llamada del Padre no se mira a sí misma, ni mide sus fuerzas, sino que se fía de Él. Con razón, P. Claudel la llama sacramento de la ternura maternal de Dios. 3. Nos enseña a ser hijos Por su relación filial con el Padre, María nos enseña a ser hijos, a sentirnos y actuar como tales. Si nos alegramos de llamar a María “hija predilecta del Padre”, nos alegramos, con Ella, de saber que también nosotros somos hijos, porque “a los que recibieron la Palabra les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12-14), y, por eso, “mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1). Es cierto que nuestro primer y fundamental maestro es Jesús, el Señor: “Cristo es el único camino al Padre (cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo supremo al que el discípulo debe conformar la propia conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr tener sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de su vida y poseer su Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11)” (MC 57).

Si continuamos sintiéndonos esclavos, en vez de hijos; si prevalece en nosotros una relación de temor o meramente comercial con Dios, nos hemos entendido la primera y primordial lección de Jesús: llamar a Dios Abbá. Jesús es el Hijo y desde esta realidad se dirige a su Padre y se muestra totalmente identificado con Él y dedica toda su vida a anunciar el reino de su Padre, descrobiéndolo en parábolas y hablando continuamente de Él. Pero igualmente aprendemos en la escuela de María, la perfecta discípula que nos enseña a vivir como hijos: Aunque en la Anunciación o en la oración del Magnificat no llama explícitamente a Dios “Padre”, nos enseña a abrirnos con confianza a Él, a sentir que Dios nos está cercano, que nos ama y nos envuelve con su misericordia, nos enseña a admirar y alabar su obra salvadora. María, mujer sencilla del pueblo, paradigma de aquel “resto de Israel”, supo acoger en sí misma y responder con su actitud vital a la iniciativa de Dios. Una mujer abierta a Dios, a sus planes. Es la mujer del “sí”, como Eva es la del “no”: “la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su sí generoso se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios” (MC 6).

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En su peregrinación en la fe, la actitud que más resalta es su total obediencia y disponibilidad ante el plan de Dios, desde la anunciaión hasta la cruz y con los primeros pasos de la Iglesia naciente. Ser hija predilecta no la libera de la obediencia de la fe: un “sí” constante, un dar la vida en cada instante, una continua donación. El sí de María está hecho de confianza, de fe, de aceptación y también de perseverancia. Asume para toda la vida la nada fácil misión que Dios le encomienda hasta la luz de la Pascua. La mujer que creyó en Dios, como Abraham en el Antiguo Testamento, contra toda esperanza. Abraham se apoyó en su fe (Gen 22,8: “Dios proveerá”), María asumió los caminos de Dios, fiada en Él, para que se cumpliera el proyecto Salvador de Dios. No cabe duda que María, es toda una maestra para nosotros, que tambián estamos embarcados en una peregrinación de fe a lo largo de nuestra vida. Y nos enseña también a orar, y a orar como hijos. En ocasiones, su oración es silenciosa, como cuando “guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 19.51), o cuando al pie de la cruz asume dolorosamente la entrega de su Hijo. Es la fe silenciosa de una vida en la que ha entrado el misterio: no entiende, pero se fía, calla, sigue creyendo. En otras ocasiones, esa fe se convierte en una explosión de júbilo y alabanza, como ocurre en el canto del Magnificat (cf. Lc 1,46-55), proclamando el poder y la misericordia del Señor. O se transforma en una oración de intercesión, como en las bodas de Caná (cf. Jn 2,5). En algunos textos de las misas de la Virgen María encontramos ejemplificada esta actitud orante de María: “al unir sus oraciones a las de los discípulos se convirtió en modelo de la Iglesia suplicante” (MVM 25, Pref.); “ella, Virgen oyente, escucha con gozo tus palabras y las medita en silencio en lo hondo de su corazón. Ella, Virgen orante, ensalza tu misericordia con su cántico de alabanza, intercede solícita por los novios en Caná y está unida a los apóstoles en oración” (MVM 26, Pref.). La oración brota de lo que uno es y de lo que uno vive: si uno vive como hijo, sale oraciñon de hijo; y si se siente esclavo, le saldrá oración de esclavo (p.e. lo que el hijo menor piensa decir al regresar a casa de su padre, cf. Lc 15,18). Oramos lo que somos. Por eso, no es extraño que los evangelios pongan en boca de María una oración coherente con su condiciñon de hija predilecta del Padre: el “hágase” de María antes Dios es una obediencia filial. Como lo será el “sí, Padre” (Mt 11,26), o el “hágase tu voluntad” (Mt 26,42) de Jesús. Orar como hijos puede dar a nuestra existencia cristiana una esperanza más serena. Llamar a Dios Padre, desde lo hondo, creyéndonoslo, nos llena de esperanza. Orar a Dios como Padre, con confianza de hijos, convencidos que un padre no dará una piedra a su hijo si le pide pan (cf. Mt 7,7-11).

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II. CON MARÍA APRENDEMOS A SER HERMANOS En la TMA 50, Juan Pablo II nos recuerda que “Dios es amor” (cf. 1 Jn 4, 7.16) y que la caridad tiene en Dios su fuente y su meta, y su concreción en la “opción preferencial de la Iglesia por los pobres y marginados” (TMA 51). Este es “el corazón de la fe cristiana”, tal como afirma Benedicto XVI en el inicio mismo de Deus caritas est. Y papa Francisco nos recuerda en Evangelii Gaudium que la esencia del mensaje moral cristiano es “la exigencia ineludible del amor al prójimo” (n. 161). Si cerramos los ojos ante el prójimo somos también ciegos ante Dios (cf. Deus caritas est 16). No cuesta nada descubrir en el rostro de María esta faceta de entrega a Dios y a los hermanos. Aquélla que ha sido objeto del amor de Dios, y está “agraciada y, por ello, agradecida”, es también una persona que se entrega a los demás. Ella nos ofrece esta característica de un amor servicial en: la escena de la visitación, ayudando a Isabel el canto del Magnificat, solidaria con su pueblo Israel y alegre por el amor misericordioso de Dios para con los pobres y los humildes. las bodas de Caná, atenta y solícita para remediar la falta de vino al pie de la cruz, acompañando en el dolor a su Hijo moribundo y la presencia discreta que ora con aquellos asustados discípulos que oraban en la espera del Espíritu En María el sí a Dios va unido al sí a los hermanos. La alegría de la anunciación va seguida inmediatamente de la decisión de ponerse en camino hacia la casa de su prima Isabel (Lc 1,39). La Virgen oferente y orante es también la mujer que ayuda y sirve. La que está atenta a Dios, lo está también con su prima y con los novios de Caná. En EG 187 Francisco nos exhorta a que “seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo”. La Señora de la prontitud nos invita a recorrer el camino que nos acerca al prójimo: “Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39)” (EG 288). También somos hijos y hermanos que necesitamos reconciliarnos. En el marco del Año Jubilar Mariano que estamos celebrando en nuestra diócesis, y en este tiempo de Cuaresma, la llamada a la reconciliación tiene un cariz especial y prioritario. Dios Padre es también el padre del hijo pródigo que nos invita a emprender, de la mano de María, una decidida peregrinacion hacia su casa, donde nos abrazará con la abundancia y generosidad de su perdón. ¿Y por qué de la mano de María? ¿No la invocamos como “refugio de pecadores”, o “madre y reina de misericordia? ¿No le pedimos que ruegue por nosotros pecadores?

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Ante todo, en ella se ha unido Dios con la humanidad. Y éste es la primer paso de la reconciliacion definitiva con Dios Padre que Cristo Jesús realizó en su misterio pascual: “En María, Madre de Jesús, se realizó la reconciliación de Dios con la humanidad..., se realizó verdaderamente la obra de la reconciliación, porque recibió de Dios la plenitud de la gracia en virtud del sacrificio redentor de Cristo. Verdaderamente, María se ha convertido en la «aliada de Dios» en virtud de su maternidad divina, en la obra de la reconciliación” (Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia 35).

María fue la mujer del “sí”, lo contrario del pecado, el “no”. Ella fue llena de gracias con vistas a la Redención que iba a obrar su Hijo. Fue objeto de la misericordia salvadora, la primera redimida. Con el Magnificat, canto de la mujer fuerte, canta la misericordia de Dios de generación en generación. Y a los pies de la cruz, “compadeciendo” con su Hijo, compartió el camino de la reconciliación de la humanidad con Dios. María es experta en misericordia divina: “María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina” (Juan Pablo II, Dives in misericordia 9).

Contemplar la maternidad misericordiosa de María supone asumir en nuestra vivencia creyente ser signos de la misericordia del Padre. María es, por excelencia, la mujer de la reconciliación y suscita en la Iglesia figuras de reconciliación en clave: - atención al momento divino (anunciación) y al momento humano (Caná) ¡Cuántos gestos de atención reconcilian, reparan, crean relaciones de justicia y paz! - concreción, como justa relación entre escucha, decisión y acción. Tras escuchar que su prima Isabel ha concebido (Lc 1, 36), decide (Lc 1,38:hágase) y actúa (Lc 1,39: se puso en camino). La concreción cristiana se expresa de manera privilegiada en la voluntad decidida de querer “tocar la carne sufriente de Cristo en el pueblo” (EG 24, 198, 210, 270). Nuestras comunidades cristianas, parroquiales deben aunar la dimensión social de la acción pública (movilizar los agentes sociales hacia la búsqueda de la justicia) con la dimensión personal del contacto humano, la relación del tú a tú expresada en “pequeños gestos cotidianos –que son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, abrir caminos, cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar nuestras vidas en relación con esta realidad” (Francisco, Mensaje de la XLVIII Jornada Mundial de la Paz 2015). - don, en cuanto que el hombre está hecho para el don de sí mismo. En Jn 19 2527, Jesús expresa el don en el momento culminante de su vida: le confía María,

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su madre, al discípulo amado; y a la madre, que se queda sola, le da el discípulo. Dar significa comunicar lo que de verdad poseemos, sin preguntarnos si es mucho o poco. El don se hace absolutamente gratuito e inmerecido cuando se expresa como perdón. Perdón es el don que Jesús, desde la cruz y en el momento de la ofrenda culminante de sí mismo, hace a la humanidad rota por el pecado para que recobre la belleza y la nobleza de ser hijos y hermanos, hijos del Padre y hermanos en Cristo. En la cruz Dios Padre nos da en su Hijo la señal inequívoca del amor totalmente gratuito, el don de la reconciliación. A María, la que socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, la Iglesia “la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que « no caiga » o, si cae, « se levante »” (RM 52).

III. MARÍA NOS MUESTRA EN CRISTO EL CAMINO HACIA EL PADRE: DE CANÁ A PENTECOSTÉS El camino de la fe es el camino de la vuelta al Padre. Es el camino que recorremos todos los creyentes, desde el momento en que el Padre nos regala el don de la vida y deja inscrita en nosotros, como su firma, el ansia de regresar a su seno para verle cara a cara: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín, Confesiones I, 1). Ese camino, revelado en plenitud por Cristo, ha sido recorrido por María, la hija predilecta, que ya ha llegado a la casa del Padre y nos muestra la posibilidad del seguimiento desde la debilidad de la condición humana. María nos muestra permanentemente el rostro maternal del Padre amoroso y compasivo, cuya misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Por saber ser hija, Dios le ha concedido ser testigo e icono de su paternidad. Las bodas de Caná se sitúan en la primera semana del ministerio de Jesús, y prefiguran la última. En Caná, María cumple la misión de acercar el Salvador a los necesitados de salvación (cf. Jn 2, 1ss). Por una parte, muestra al Padre por medio de Jesús la necesidad del mundo: «No tienen vino», es decir, son incapaces de amar porque les falta el Espíritu. Pero, por otra, dirige la mirada de los hombres hacia el dador de la vida y autor de la salvación: «Haced lo que él os diga». De este modo, propicia y provoca el encuentro salvador convirtiéndose en intercesora, en «Madre de misericordia». Pero sólo al pie de la cruz descubrirá el costo de esta sublime misión: la restauración de la amistad entre Dios y los hombres le va a suponer a María, como a Jesús, ser víctima. Para ser madre de amor es preciso convertirse en ofrenda de amor.

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El proceso que vemos en María, su paso de hija a madre, de receptora del amor de Dios a transmisora del mismo amor, se cumple también en cada uno de los creyentes. Todos somos llamados a ser hijos de Dios e instrumentos de su paternidad. Pero, como en María, la participación en la paternidad de Dios nos exige «darlo todo», hasta el extremo; nadie puede dar vida sin dar «su» vida. Es la ley que hemos descubierto en Jesús: si no quieres sufrir, no ames, pero, si no amas… ¿para qué quieres vivir? “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch 1,14). Después de haber visto al Resucitado, los discípulos esperan en oración la llegada del Espíritu. Y no saben hacerlo sin la presencia de María, recuerdo vivo, imagen perfecta de Jesús. En Caná, en el Calvario, en Pentecostés, María aparece acompañando a los discípulos. Y, de escena en escena, su función se va desvelando y enriqueciendo. En Caná comenzó como madre humana de Jesús y acabó siendo intermediaria de la salvación que viene del Padre. En el Calvario, al identificarse con la suprema entrega de Jesús, se convirtió en madre de los discípulos, engendradora de creyentes a la vida nueva de Dios Padre. En Pentecostés, cuando el Espíritu que ella poseía desde el principio se difunde sobre los apóstoles, se transforma en portadora del Espíritu para los demás, en “Madre de la Iglesia”. María es mediadora, madre de creyentes, transmisora de la vida del Espíritu. Pero desde el servicio y la entrega, desde la asociación a la muerte de Jesús, María, es fuente de amor, canal por el que llega el amor del Padre.

“Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre” (TMA 49), en el que María, madre de misericordia, nos invita ser respuesta-puente que propicie el encuentro de los hombres con Dios Padre, desde una doble atención: atención a las necesidades y a las hambres que piden ser saciadas, y atención a la voz de Cristo, palabra del Padre, que nos enseña la respuesta que se debe dar a tal clamor: “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo… Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto” (EG 187; cf. también 191).

María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos, donde y como quiera que vivan, a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre; ella es Hodoghitria, “indicadora del camino” como expresa bellamente la iconografía de Oriente y Occidente. Pero es también algo más: icono de la meta, signo y representación viva

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del amor del Padre que nos espera. En María tenemos una buena maestra para aprender a vivir una relación filial más auténtica con Dios Padre. IV. MARÍA ENTONA EL MAGNIFICAT El Magnificat es un canto coral que evoca la fe de los israelitas que esperan la salvación, es el canto gozoso de los primeros cristianos que se alegran por la gran misericordia de Dios, y es el canto de la misma María de Nazaret que , como sierva humilde, ha experimentado el gozo de ser elegida por el Padre para hacer grandes cosas. El Magnificat es como un mosaico tejido de las esperanzas de un pueblo que se alegra por la salvación de Dios, puesto en boca y corazón de la Hija de Sión. Es como el canto de una aria de ópera con letras conocidas cantadas con una música nueva. María es la solista, portavoz de un coro, los pobres de Yahvé de todos los tiempos, de los humildes, de todos los que miran a Dios como fuente de salvación. Ella, María, ha sentido en sí, más que nadie, la misericordia de Dios y ha sabido responder como ninguno a la iniciativa de Dios. Lo primero que aprendemos de María es lo que nos dice de Dios: usa un lenguaje concreto, no dice cómo es, sino cómo ha actuado Dios. Es el Señor y Salvador, aquel cuyo nombre es Santo; el Poderoso que hace cosas grandes, el Lleno de misericordia de generación en generación. Trascendente y volcado con los sencillos y los humildes. El Liberador que toma partido por los que sufren; el Dios fiel a la Alianza. Este es el Dios que provoca el cántico de María, el Dios de todos nosotros. El Magnificat es un buen espejo para contrastar con el Dios de nuestra espiritualidad, de nuestra predicación, de nuestro anuncio… 1. Proclama mi alma María vive en el colmo de la alegría y canta al Dios que es su fuente; y nos enseña a alabar, a tener capacidad de admiración, de gratuidad, de aclamación de la bondad de Dios: proclama mi alma la grandeza del Señor… La oración de petición nos la enseño el mismo Jesús con el Padrenuestro, pero hemos de saber también orar alabando, bendiciendo, expresendo nuestra admiración, dando gracias. Como hace María. El mismo Jesús alaba a su Padre en una especie de pequeño Magnificat: “En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Lc 10,21; Mt 11,25-26). María es como la primera salmista de la comunidad, y podemos aprender de ella a alabar a Dios, en su grandeza y en su cercanía misericordiosa: “Que en todos resida el alma de María para glorificar a Dios, que en todos resida el espíritu de María para alegrarse en el Señor” (San Ambrosio).

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Adorar no es, para los cristianos, el homenaje forzado del esclavo, sino la alegre y confiada admiración del hijo a su Padre, por llevar su imagen en cada uno de nosotros. Exaltar a Dios es exaltar a aquel que fue creado a su imagen. Tal como decía el P. Teilhard de Chardin: “adorar es perderse en el insondable, sumergirse en el inagotable, pacificarse en el corruptible, absorberse en la inmensidad indefinida, ofrecerse al fuego y a la transparencia… darse a fondo a Aquel que no tiene fondo… Cuanto más hombre se haga el hombre, más experimentará la necesidad de adorar”. Tal como dice EG 8: “Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero”. Con esta experiencia es como brotan de los labios las primeras palabras del Magnificat. 2. Con alegría “Se alegra mi espíritu”. María está llena de alegría: su alma proclama y su espíritu goza. Como dice Isaías: “Con toda mi alma te anhelo de noche, y con todo mi espíritu por la mañana te busco” (26,9). Y se alegra “en Dios mi Salvador”. El Dios trascendente se ha mostrado cercano. Y eso despierta la admiración, la alabanza y la alegría. Ya el ángel le había dicho: “alégrate, llena de gracia” (Lc 1,28). Y ella está gozosa de que todas las generaciones puedan decir de ella que es feliz, que es bienaventurada, no por orgullo personal, sino como homenaje al Dios que actúa en ella y lo seguirá haciendo en la comunidad de los discípulos que le han sido confiados como hijos. ¿Vivimos con la alegría nuestra condición de hijos de Dios? ¿Es gozosa nuestra vivencia del hecho tan fundamental de ser personas? En la escuela de María aprendemos una asignatura olvidada, cuando no suspendida: la alegría, porque Dios sigue haciendo cosas grandes en nuestra historia personal, familiar, comunitaria… Toda la exhortación Evangelii gaudium de Francisco es una llamada a recuperar y renovar la alegría que nace del encuentro con el Padre en Jesucristo: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (n. 1). Y la alegría de María no es superficial, es una alegría que sabe de fatigas y dolores (cf. Lc 2,35), que está basada en la misión bien cumplida. Nos vendría muy bien dejarnos contagiar de una alegría que reconoce la actuación de Dios, la alegría de los hijos que se sienten a gusto en la casa del Padre: “Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo” (So 3,17). [Evocar los textos bíblicos recogidos en EG 4-5).

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En un mundo escaso de alegrías, o sin ganas para ellas, no estaría mal que los cristianos expresáramos más explícitamente la vivencia pascual de la historia personal y comunitaria: la última palabra no es de la muerte, sino de la vida. “Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26)” (EG 6).

3. Dios se fija en los humildes, en la humillación de su sierva El eco de la exclamación de María – “porque ha mirado la humillación de su esclava” – nos lleva hasta el AT. Ana, la futura madre de Samuel, exclama angustiada por su esterilidad: “¡Oh Yahvé! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí…” (1 Sam 1,11). Y como sucede también con Isabel (Lc 1,7), se comprende la alegría inmensa de estas mujeres al verse curadas de la esterilidad en una cultura en que ésta era despreciada como una maldición. Pero en María es totalmente diferente: es fecundidad en la que se sigue mostrando que Dios, en su infinita bondad, es dueño de lo imposible. María se siente pequeña y humilde, y cree que Dios ha puesto los ojos en ella precisamente por eso, porque es insignificante. Ha mirado la humildad de su sierva. Un matiz importante: no es tanto la virtud, cuanto la condición social humilde de María frente a los orgullosos de su posición. No cabe pensar en la humillación de una mujer estéril o de una mujer esclava, sino sencillamente en la humilde condición de una mujer del pueblo, la “sierva”, sin que por ello pierda nada de su obediencia y disponibilidad hacia al Señor. María pertenece a los que son llamados “los pobres de Yahvé”, “los anawim”, los pequeños, los humildes. La sencilla joven de Nazaret nos enseña a ver dónde reside la verdadera dignidad humana y nos da en su persona una extraordinaria muestra de servicio: la total disponibilidad de María al servicio de Dios y del prójimo. Esa humildad que nos hace capaces de abrirnos a Dios y a los demás, y no encerrarnos en nosotros mismos María nos recuerda así algo que Jesús repetirá, y que ya habían dicho los profetas: Dios siente debilidad por los humildes, mientras que dispersa a los soberbios de corazón. Dios gusta de ensalzar a los humildes, como el caso de María. Ella no es poderosa, pero el Poderoso ha hecho grandes cosas en ella: la insignificante muchacha de Nazaret que dijo “hágase”, es ahora la Madre del Salvador, por pura gracia de Dios.

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Y todas las generaciones la seguirán proclamando bienaventurada por su asombrosa maternidad: “toda su dicha se resume en una sola palabra cuando se la llama Madre de Dios” (Lutero); “María sabe que Cristo es su hijo, su niño es Dios. Lo mira y piensa: este Dios es mi hijo, esta carne divina es mi carne; está hecho de mí, tiene mis ojos la forma de su boca es la forma de la mía, se parece a mí; es Dios y se parece a mí” (Sartre1). El Magnificat es un canto que anticipa el himno paulino de la carta a los Filipenses: “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre- sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,9-11). “Fíjate en cómo refiere todas las cosas a Dios; ninguna acción, ningún honor, ninguna fama se atribuye a sí misma. Obra exactamente igual a como obraba antes, cuando nada poseía; no reclama más honra que antes, no se ufana, no se hincha, no va proclamado acá y allá la forma en que ha llegado a ser madre de Dios. No reclama honor alguno, se marcha y se dedica a las faenas caseras como antes, sigue ordeñando vacas, cocinando, fregando la vajilla, barriendo. Se comporta lo mismo que una criada o un ama de casa, entregada a quehaceres insignificantes y viles, como si no la hubieran afectado tantos y tan extraordinarios bienes y gracias. No es más estimada que antes entre las mujeres y vecinas, ni ella lo ambiciona; sigue siendo una pobre entre los pobre, perdida en la multitud de la gente pequeña. ¡Qué corazón más sencillo y tan limpio palpita ahí! ¡Qué persona tan maravillosa! ¡Qué cosas tan enormes encubre su humilde figura! ¡Cuántas personas la habrán tocado, habrán hablado, comido y bebido con ella, tratándola seguramente como a una mujer corriente, pobre, simple, que se habrían maravillado ante ella de haber sabido lo grande que era! [...]” (Lutero, El Magnificat).

Pero no podemos olvidar que el modelo o referente fundamental de la vida cristiana es Jesús mismo, y, en definitiva, el Padre: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Pero nuestra fe no es suficientemente fuerte y necesitamos percibir los reflejos del rostro paterno de Dios en nuestra existencia humana, como en la de María, la que quiso ser la humilde esclava del Señor. Contemplada en su cotidianeidad María nos acerca sencillamente a Dios. “Para que un sermón sobre la Santísima Virgen me guste y haga bien, es preciso que vea su vida real, no su vida supuesta; estoy segura que su vida real debía ser muy sencilla. Se la presenta inabordable y habría que presentarla imitable, hacer resaltar sus virtudes, decir que vivía de la fe, como nosotros, dar pruebas de ello con el evangelio” (Santa Teresa de Lisieux).

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Navidad de 1940: Jean Paul Sartre, el escritor francés, internado en un campo de prisioneros alemán, compone un cuento para interpretar en un barracón. Es la obra teatral Bariona o le Fils du tonnerre. Estamos ante un Sartre inédito, que por un instante parece conmoverse por el cariño asombrado de María, la mirada de José y la esperanza de los Reyes Magos y de los pastores frente al Dios niño.

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4. María alaba al Dios que colma a los pobres María alaba al Dios que no sólo derriba a los poderosos y exalta a los humildes, sino que a éstos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. María solidaria con su pueblo, se alegra por su liberación: “María de Nazaret, aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer espiritualidad pasiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en María, que "sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf. Mt 2, 1323): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad” (MC 37).

Situarnos ante el Magnificat en este punto implica superar tanto una interpretación espiritualista como político-revolucionaria y fijarnos en el horizonte de salvación que viene de Dios: liberados de la esclavitud del pecado para recuperar nuestra condición de hijos y los vínculos de fraternidad. O sea, el Magnificat es el canto de una magnífica revolución de esperanza que debe repercutir en nuestra vida personal, comunitaria, parroquial, diocesana y social en general. Esta expresión de liberación y salvación que canta María se inserta en el más auténtico sentido religioso del pueblo de Israel: la extrema miseria, la explotación y la opresión de los más desvalidos (extranjero, huérfano, viúda) está en oposición absoltuta con el plan divino de una humanidad justa y fraternal. El Dios Creador, el Dios del Éxodo está en contra de toda explotación de hombre por el hombre. La caída de los explotadores y de los opresores es una manera impactante de expresar cómo Dios toma partido en favor de los oprimidos y explotados (cf. Lc 4, 16-21). ¡Este es un mensaje que no debemos ni podemos suavizar!! La opresión de los seres humanos es un pecado muy grave que pide con urgencia el arrepentimiento y la conversión: “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo” (EG 187). “La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada sólo a algunos” (EG 188). “El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno” (EG 193). “Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan simple? Los aparatos conceptuales están para favorecer el contacto con la realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella. Esto vale sobre todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el pobre” (EG 194).

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Es la inauguración de un orden nuevo para la humanidad lo que canta el Magnificat, prometido ya a Abraham, nuestro padre en la fe, iniciado con el “sí” de la Hija de Israel, la nueva Eva, (EG 197: “la salvación vino a nosotros a través del «sí» de una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio”) y levantado sobre la muerte y resurrección de Jesús. La exaltación de la humilde esclava del Señor es la exaltación de todos los pobre y de todos los pueblos humillados (cf. EG 190). Esto debe estar en el corazón mismo de nuestra fe, en el centro mismo de nuestro ser creyente. En la Carta a los Corintios de san Clemente de Roma (c. 96) encontramos una oración que es un vivo eco del Magnificat con el que oraban los primeros cristianos: “Tú, el único altísimo en las alturas, el Santo que tiene su descanso entre los santos; el que humilla la altivez de los soberbios, el que deshace los pensamientos de las naciones, el que levanta a los humildes y abate a los que se enaltecen, el que enriquece y empobrece, el que mata y el que da la vida, el único bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne. Tú penetras los abismos y contemplas las obras de los hombres, auxilio de los que están en peligro y salvador de los desesperados, creador y protector de todo espíritu. Tú multiplicas las naciones sobre la tierra, y has escogido entre todas a los que te aman por medio de Jesucristo tu Hijo amado, por el cual nos has enseñado, nos has santificado, nos has honrado. Te rogamos, Señor, que seas nuestro auxilio y nuestro protector. Sálvanos en la tribulación, levanta a los caídos, muéstrate a los necesitados, sana a los enfermos, vuelve a los extraviados de tu pueblo, sacia a los hambrientos, da libertad a nuestros cautivos, levanta a los débiles, consuela a los pusilánimes; conozcan todas las naciones que tú eres el único Dios, y Jesucristo es tu Hijo, y nosotros tu pueblo y las ovejas de tu rebaño” (Clemente de Roma, Carta a los Corintios 59,2-4).

El Magnificat es una oración valiente de perenne actualidad, que ni es demagogía política ni grito revolucionario, sino lúcida crítica de la historia humana desde la fe. En labios de María se proclama una oración dura que canta a Dios porque está de parte de los que no cuentan nada en este mundo. Y además nos enseña cómo en nuestra oración y en nuestra vida debemos asumir el dolor y las voces sufrientes de tantos humillados y maltratados de la historia: el Magnificat nos compromete a ser hijos e hijas de Dios, valientes y generosos, justos y fraternos. “En cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están llamados a escuchar el clamor de los pobres, como tan bien expresaron los Obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y esperanzas, las angustias y tristezas del pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones de las periferias urbanas y de las zonas rurales –sin tierra, sin techo, sin pan, sin salud– lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus clamores y conociendo su sufrimiento, nos

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escandaliza el hecho de saber que existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada del desperdicio»” (EG 191). 5. El Magnificat, un canto de hoy, oración de toda la Iglesia

Hacemos nuestro este cántico de María, nos unimos a su bienaventuranza para proclamar la grandeza y la cercanía de Dios. En este canto está expresada la oración, gozosa y dramática, de los creyentes de toda la historia. Es el cántico de una Iglesia, no triunfalista ni replegada en sí misma, sino abierta, humilde y fraterna: una Iglesia profética, profundamente implicada en los gozos y aspiraciones, en los sufrimientos e injusticias de los hombres y mujeres de todo tiempo; una Iglesia alegre por dar testimonio de la obra salvadora y liberadora de Dios en la historia; una Iglesia en salida, casa abierta del Padre, accidentada y herida (cf. EG 47-49). Un canto siempre nuevo, porque la historia de las misericordias de Dios, de generación en generación, es siempre nueva: “El cántico de María, el Magnificat latino, el Megalinárion bizantino (cf Lc 1, 46-55) es a la vez el cántico de la Madre de Dios y el de la Iglesia, cántico de la Hija de Sión y del nuevo Pueblo de Dios, cántico de acción de gracias por la plenitud de gracias derramadas en la Economía de la salvación, cántico de los “pobres” cuya esperanza ha sido colmada con el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres “en favor de Abraham y su descendencia, para siempre” (CIC 2619).

Debemos asumir la espiritualidad del Magnificat y vivir las actitudes que brotan de este cántico, y de esa manera: - centraríamos nuestra existencia en Dios que es Poderoso y Salvador - nos saldría más espontáneo alabar a Dios, reconociendo sus dones - apreciaríamos más a los humildes y sencillos de este mundo, desconfiando de los frecuentes argumentos “razonables” de nuestro cómodo vivir (cfr. EG 49, 196) - tendríamos una visión más lúcida y crítica de la historia - nos abriría a la alegría y a la esperanza pascual, con lo que nos situaríamos ante las personas y los acontecimientos con una mirada más optimista - nos ayudaría a orar y vivir como hijos de Dios Padre Podríamos intentar escribir el Magnificat de nuestra historia para expresar con mayor cercanía y concreción la conciencia que tenemos sobre la actuación de Dios en nuestra historia personal, familiar y social, en nuestra vida como creyentes, en la vida de cada persona con la que convivimos. Apropiémenos del Magnificat, dejémonos transformar por Dios como la incomparable mujer que lo canta, y hagamos de él la expresión de nuestra alabanza, de nuestra acción de gracias, de nuestro compromiso con el proyecto del Reino de Dios.

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MARÍA, DISCÍPULA DEL SEÑOR, NOS ENSEÑA A SER DISCÍPULOS Comentando la pregunta de Jesús “¿Quién es mi madre?” ante la inquietud de sus familiares (cf. Mc 3, 31-35), San Agustín dice lo siguiente “ciertamente, cumplió María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo” (Sermón 72 A, 7; antigua 25, 7). Las palabras de san Agustín son pronunciadas en los inicios del s.IV, pero el título de “discípula del Señor” es uno de los más recientes en su aplicación a María. Una denominación sugerente que han puesto de actualidad tanto el beato Pablo VI como san Juan Pablo II. La Liturgia de la Iglesia lo ha reconocido oficialmente al dedicarle, en las Misas de la Virgen María (1986; ed. Española 1987), el formulario titulado Santa María, discípula del Señor. Podríamos preguntarnos si añade algo más al título de “creyente” o de “sierva”, o cómo se puede llamar a María discípula de su Hijo, siendo que, como madre, le precede y es su educadora. A lo mejor habría que invertir los términos y decir que Jesús, como hijo, es discípulo de su madre. O sea, ¿qué aspectos nuevos aporta sobre María su título de discípula del Señor? I. MARÍA, LA PRIMERA DISCÍPULA DE JESÚS San Juan Pablo II en su Exhortación Catechesi Tradendae, en el nº 73, titulado “María, madre y modelo de discípulo” escribe, evocando el texto de san Agustín arriba mencionado: “ella fue la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarlo en el templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón; la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. Madre y a la vez discípula, decía de ella san Agustín, añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más importante que lo otro”. Y en Redemptoris Mater 20 dice: “María madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera discípula de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: ‘Sígueme’ antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona (cf. Jn 1, 43)”. Este mismo título había sido aplicado por Pablo VI a María: “Fue la primera y más perfecta discípula de Cristo, lo cual tiene valor universal y permanente” (MC 35). Dos afirmaciones importantes: María es la primera discípula de Cristo en el tiempo y la más perfecta de los que han decido seguirlo. ¿En qué sentido podemos decir que María precede a todos los discípulos de Jesús? El discipulado de María se inicia con su peregrinación en la fe. Como toda hija del pueblo de Israel su fe parte del texto que funda la esperanza de los judíos en las promesas de Dios, Dt 6, 20-25:

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“Y cuando tu hijo te pregunte el día de mañana: "¿Qué significan esas normas, esos preceptos y esas leyes que el Señor nos ha impuesto?", tú deberás responderle: "Nosotros fuimos esclavos del Faraón en Egipto, pero el Señor nos hizo salir de allí con mano poderosa. Él realizó, ante nuestros mismos ojos, grandes signos y tremendos prodigios contra Egipto, contra el Faraón y contra toda su casa. Él nos hizo salir de allí y nos condujo para darnos la tierra que había prometido a nuestros padres con un juramento. El Señor nos ordenó practicar todos estos preceptos y temerlo a él, para que siempre fuéramos felices y para conservarnos la vida, como ahora sucede. Y esta será nuestra justicia: observar y poner en práctica todos estos mandamientos delante del Señor, nuestro Dios, como él nos lo ordenó".

En la Anunciación, el “fiat” de María es un sí al misterio del Dios encarnado, a la nueva presencia de Dios entre su pueblo con la que se cumple la esperanza de todo un pueblo: la llegada del Mesías, del Salvador. Por eso se puede decir que su fe es ya cristiana: la primera de los que creen en Cristo. Su fidelidad en el compromiso adquirido de ser la madre del “Hijo del Altísimo” (Lc 1,32), se renueva en cada momento y en la medida en que percibe la dignidad y la misión de su Hijo. La anunciación es el inicio de su camino de fe (cf. RM 14). El discípulo de Cristo se caracteriza por reconocer en Él a la Palabra Eterna de Dios hecha carne, el Dios-con-nosotros. María se adelanta a todos los discípulos, al responder afirmativamente a las palabras del ángel. Por ello, es en el tiempo la primera creyente y la primera discípula (cf. RM 26). II. MARÍA, PERFECTA DISCÍPULA En su discurso de clausura de la tercera sesión del concilio Vaticano II (21-111964), el beato Pablo VI decía: “En su vida terrena realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas proclamadas por Cristo, por lo cual, toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo”. Precisamente la irrupción de María en al vida pública de Jesús es la que motiva aquellas palabras con las que se define la identidad del discípulo: “El que cumple a voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc 3,35; Mt 12,50; Lc 8,21). Un tema que se recoge en el formulario sobre la misa mencionada de Santa María, discípula del Señor es su acogida y pleno cumplimiento de la Palabra de Dios. Así lo reza la oración después de la comunión: “… que siguiendo los ejemplos de María seamos verdaderos discípulos de Cristo que escuchan diligentemente sus palabras y las cumplen con fidelidad”. Las palabras de Jesús a la mujer que ensalzaba la maternidad de su madre laten también en el discipulado de María: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Pero él dijo: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,27-28).

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El discipulado de María es un camino de fe, un camino hacia Dios que ella inicia en el momento culminante de la anunciación (cf. RM 14). Su fiat fue la apertura más grande de la historia en un yo humano a la palabra de Dios. El relato lucano de la anunciación puede ser interpretado como un relato de vocación, en el que María discierne libre y conscientemente las palabras del ángel. Tras su admiración inicial, y tras el tamiz de su reflexión personal, María responde cuando está plenamente segura de que es Dios quien el pide el asentimiento. Ella vive anticipadamente el reto de todo discípulo: creer, rompiendo el cerco racional, en virtud de un gesto de audacia que se apoya únicamente en la fidelidad de Dios que sale al encuentro de cada uno de nosotros. Su “sí” no se apoya en la evidencia. Ante el mismo emisario, Zacarías dijo no (cf. Lc 1,18-19). El sí de María brota en la penumbra (Lc 1,34). Ningún misterio es luz plena, sino, precisamente, penumbra: “La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (LF 57). Es ahí donde se realiza la libertad del creyente. Por eso la fe es un ejercicio difícil de libertad. Y en ella radica el mérito. Toda la luz sólo “se cumplirá al final, cuando el hombre, como dice el Santo de Hipona, verá y amará. Y esto, no porque sea capaz de tener toda la luz, que será siempre inabarcable, sino porque entrará por completo en la luz” (LF 33). María acoge la Palabra y se entrega, al hacerlo, plenamente a la voluntad de Dios: “Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente” (LG 56).

Su respuesta al anuncio del ángel es ofrecimiento y súplica. “He aquí la esclava del Señor” es expresión de plena disponibilidad, propia de quien vive la espiritualidad de los pobre de Yahvé. Pero, “María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano» (Contra los herejes III, 22, 4)” (LG 56). Se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios porque acogió la Palabra y la puso en práctica (cf. MC 35). Su decisión es fruto de una gran madurez humana y de una fe profunda en el dios que rige los destinos de la historia. En el seguimiento de Cristo, María es la mujer que escruta los signos de los tiempos y los interpreta a la luz de la Palabra de Dios (cf. GS 3 y 4; EG 51).

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La súplica “hágase en mí según tu palabra” descubre el ofrecimiento de María . pero ella por sí sola no puede llegar adonde se le pide. Por eso, acompaña su asentimiento con una oración. Pide que se cumpla la Palabra, al mismo tiempo que se fía de ella. El final del Magnificat se cierra con una oración del Dios de la fidelidad, que se acuerda de su palabra para cumplirla: “como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia por siempre” (Lc 1,55). Al entregarse a la Palabra, María tiene conciencia que para Dios nada hay imposible (cf. Lc 1, 37; y a Sara, en Gn 18,14). De esta manera, María se entrega sin reservas, sabiendo que Dios no abandona a quien confía en Él. “En efecto – escribe Juan Pablo II - en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando la obediencia de la fe a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad. Ha respondido, por tanto, con todo su « yo » humano, femenino” (RM 13). En la respuesta de María se anticipa la del discípulo de Cristo, que ha de ser entrega confiada a la palabra de Maestro. En la orilla del lago de Galilea, Jesús llama a sus primeros discípulos, ocupados en las tareas de la pesca; y dejándolo todo lo siguen (cf. Mc 1, 16-20; Mt 4,18-22). Han oído la llamada y se han entregado a ella con todo su ser. Y, como María, estos discípulos acogen la Palabra y se entregan a ella por encima de todo para hacerla centro de su vida. La Palabra provoca en ellos un dinamismo de “salida” y un genera una “potencialidad” que no podemos predecir: “La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas” (EG 22).

En el citado discurso del beato Pablo VI, en la clausura de la IIIª sesión del Vaticano II, se afirma que María encarnó las bienventuranzas evangélicas. ¿En qué sentido? Todas las bienaventuranzas se pueden reducir a la primera del evangelio de Mateo: “Bienaventurados los pobres en el Espíritu porque de ellos es el reino de los cielos” (mt 5, 3). La espiritualidad de María está anclada en la espiritualidad de los pobres de Yahvé. Así lo reconoce el mismo concilio Vaticano II: “Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de El la salvación” (LG 55). Su respuesta de aceptación – “he aquí la esclava del Señor” – la sitúa con los que viven en humildad y pobreza: “Como los ojos de la esclava están puestos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en Yahvé, nuestro Dios, hasta que se apiede de nosotros” (Sal 123, 2). Es la misma actitud espiritual que se repite en el Magnificat cuando María canta a Dios, que mira la pequeñez de su esclava (Lc 1, 48).

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Dos son las notas típicas de los pobres de espíritu: vacío de sí mismo ante la palabra de Dios y audacia para creer y fiarse plenamente de Él. Las dos se dan plenamente en María. Ante el misterio que sobrepasa su inteligencia, María, que no hay que olvidarlo, no deja de ser creatura, pregunta cómo se realizará y el ángel responde evocando la fuerza de Dios que actúa por el Espíritu (cf. Lc 1, 35; también Gn 1, 1-2). Es una invitación a la entrega personal. Y María dice, confiada y audaz, “fiat”, mirando a Dios al que ofrece su asentimiento: se inicia así su camino en la fe, como ya hemos comentado. Esta es la actitud profunda del discípulo: la sana credulidad. En el umbral al que nos lleva la razón se asoma el misterio de Dios que sale a nuestro encuentro para provocarnos con la oferta amistosa de un amor vivido en comunión (cf. DV 2). Frente al encogimiento de Zacarías (Lc 1, 18), que se fió más de sus posibilidades que de Dios, María se presenta como la mujer audaz cuyo compromiso es digno de bienaventuranza: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 45). Más difícil era de aceptar era el mensaje del ángel a María que el de Zacarías. El sacerdote dijo “no”; María “sí”. Por eso es bienaventurada. Junto a la pobreza de espíritu, María participó también en la pobreza del trabajo, social, de la incomprensión y de la persecución. Egipto y el Calvario son dos momentos relevantes de esta pobreza (cf. Mt 2, 13-23; Jn 19, 25), que anticipó el anuncio del anciano Simeón (Lc 2, 34-35; Cf. RM 16). María, por su unión a Jesús, experimentó la dureza del destierro y el desprecio del Hijo ajusticiado (cf. RM 18). Pobrezas que María también vive con la sencillez de una mujer de pueblo en la kénosis de Nazaret, al lado de su hijo y de José, bajo el mismo techo: “Es, por tanto, bienaventurada, porque «ha creído» y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51)” (RM 17). “Cuando Cristo en el sermón de la montaña llamó repetidas veces feliz al pobre, no tenía en su mente un ideal cristiano abstracto. Cristo había experimentado ya la realización concreta de este ideal en la casa de Nazaret, en las personas de María y de José. Las ocho bienaventuranzas inspiradas por el Espíritu Santo, no son ideales cristianos inasequibles. Constituyen la canonización, por parte de Cristo, de su madre, María, y de todos los que viven conforme al ejemplo de ella” (E. Schillebeeck, María, Madre de la redención, p. 59).

III. MARÍA, DISCÍPULA Y MADRE El prefacio de la misa Santa María, discípula del Señor proclama que María es más dichosa por ser discípula que por ser madre, porque buscó la voluntad de Dios y la cumplió con fidelidad. Es evidente que resuena el texto de san Agustín arriba mencionado:

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“Santa María cumplió ciertamente la voluntad del Padre; y por ello significa más para María haber sido discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo. Más dicha le aporta haber sido discípula de Cristo que haber sido su madre… era bienaventurada María porque escuchó la palabra de Dios y la guardó: guardó la verdad en su mente mejor que la carne en su seno” (Sermón 72 A, 7).

Las palabras finales del texto agustiniano inspiran el prefacio de la misa cuando concreta que el discipulado de María está en que buscó con ahínco la voluntad de Dios y la cumplió con fidelidad. Es manifiesta la alusión a las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28; también Lc 9,21). Esta respuesta de Jesús hace extensiva esa actitud de María a toda su vida, porque lo que aceptó lo llevó a término: “A lo largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados (cf. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cf. Lc 2, 29 y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cf. Jn 19,2627)” (LG 58).

Estas palabras del Concilio no precisan comentario. La presencia de María junto a la cruz, lo mismo que entre el grupo de los discípulos que esperan la venida del Espíritu Santo, indica que María mantuvo con fidelidad su compromiso de servicio y entrega a Dios, su compromiso de discipulado de su propio Hijo durante toda la vida. Por eso, ella es el “modelo del discipulo fiel que cumple tu palabra” (Oración colecta de la misa Santa María, discípula del Señor; cf. Mc 3, 35). Por tanto, el primer y gran paso que María tuvo que dar en el seguimiento de Jesús fue, justamente, el de pasar de madre a discípula, de una relación madre-hijo “según la carne” a una relación creyente-Señor según la fe. Aunque María sea la madre, la vida de Jesús está conducida por el Padre. Ella es la madre carnal de Jesús pero Jesús no se comporta “según la carne”. Jesús no recibe de ella su misión, sino del Padre. Aquello que Jesús hace no está dictado por el hecho de ser el hijo de María sino porque es el Hijo del Padre. Y si Jesús no se conduce movido por su relación filial con María, tampoco ella podrá seguirlo y descubrirlo guiada por su instinto maternal sino, como una discípula, por la fe. María entra en el camino del seguimiento de Jesús. Ella lo había engendrado, le había abierto la puerta de la encarnación. Discípula obediente y fiel, que llega “junto a la cruz” (Jn 19, 25). Al culminar el camino de seguimiento de Jesús, María no sólo culmina su “peregrinación de la fe” sino que descubre y recibe de labios del Señor el

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sentido último de la misión maternal a la que el Padre le había llamado y ella se había entregado desde el principio: ser “la madre del discípulo a quien Jesús ama” (Jn 19, 2627). IV. MARÍA, DISCÍPULA Y MAESTRA En María, su discipulado se convierte en verdadero magisterio con la palabra y el ejemplo: Y aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban «a Jesús como autor de la salvación», era consciente de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el momento de la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de Jesús, de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, miró a María, a través de Jesús, como miró a Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2, 19; cf. Lc 2, 51)” (RM 26).

María permanece como maestra para la Iglesia y los discípulos de todos los tiempos por su peregrinar, por su camino de fe: “En la Iglesia de entonces y de siempre María ha sido y es sobre todo la que es «feliz porque ha creído»: ha sido la primera en creer. Desde el momento de la anunciación y de la concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación externa, cuando él comenzó a «hacer y enseñar» (cf. Hch 1, 1 ) en Israel; lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se confirmaba su fe, nacida de las palabras de la anunciación” (RM 26).

Toda la esencia del discipulado se puede reducir a una sola nota: imitación de Cristo. Y aquí entra María, con humilde maestría, al introducir a los creyentes en el misterio de su Hijo e impulsarlos a parecerse a Él. Cristo es el nuevo Adán, el hombre nuevo; María es la nueva Eva, la mujer nueva en la que “la Iglesia encuentra la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo” (Pablo VI, Discurso de clausura de la IIIª del concilio Vaticano II). María nos enseña e invita a hacer lo que Jesús nos diga (cf. Jn 2, 5), y, como a los sirvientes en Caná, nos pide obediencia y docilidad. Escucha de la Palabra, cumplir la voluntad del Padre (Mc 3, 35). María no es sólo la mujer que escucha y pone por obra la Palabra de Dios, sino, más aún, que pide a los demás que hagan lo que Jesús, que es la Palabra, diga. María aparece en Caná como una mujer creyente, deseosa de expandir su fe. Se muestra como colaboradora de Jesús en el alumbramiento de la Nueva Alianza, que nos ha sido dada a todos los discípulos en una maternidad ejemplar (cf. Jn 19, 26-27) que avanza con nosotros en el camino de la fe: una mujer al

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servicio del Señor, una mujer que escuchó la Palabra y la meditó en silencio y oscuridad, que llegó desde Nazaret hasta la cruz para ser madre de todos los hijos, que se hizo presencia orante para cooperar con el Espíritu en el inicio de la Iglesia naciente. María se transforma así, para nosotros, en criterio – y, por lo tanto, también en “instancia crítica” - de nuestra propia vivencia cristiana. “Entre los creyentes, María es como un “espejo”, donde se reflejan del modo más profundo y claro las ‘maravillas de Dios’ (Hch 2, 11)” (RM 25). Por ello, una asidua contemplación de María, ayuda a comprender y vivir correctamente la vida cristiana. “¿Qué es el cristianismo?... El cristianismo no es algo que el hombre inventa o descubre. Tampoco es la elevación del hombre a Dios por sus propias fuerzas. Y tampoco es, principalmente, cristianismo es la obra del Dios vivo en nosotros: es lo que nos da él, el Dios vivo de la gracia, en el perdón y la redención, en la justificación y en la comunicación de su propia gloria. Pero como lo que Dios nos da no es en definitiva su don creado, sino él mismo, el cristianismo, finalmente, es el mismo Dios eterno que viene al hombre y que actúa en el hombre por su gracia, de manera que éste abre libremente su corazón para que penetre en el pobre corazón de esa pequeña criatura la total, espléndida, infinita vida de Dios trinitario. (...) ¿Qué es el cristianismo perfecto? Ahora es fácil de responder. El cristianismo perfecto debe consistir en que el hombre reciba este don del Dios eterno, que es Dios mismo, con una libertad imbuida de gracia; que lo acoja con cuerpo y alma y con todas las fuerzas de su ser, con todo lo que es y lo que tiene, lo que hace y padece a fin de que esa recepción englobe la totalidad del ser del hombre y toda su historia, para introducirla en la vida eterna de Dios. Cristianismo perfecto debe significar que se adecuan perfectamente profesión y vida personal; lo que sucede a plena luz y en la historia y lo que acontece ocultamente en la profundidad de la conciencia; que se haga patente lo que se realiza en lo más íntimo de la vida cristiana y que, a la vez, lo que se manifiesta en el exterior sea la aparición externa de lo sucedido en lo íntimo del corazón ante Dios. El cristianismo en su forma perfecta debe significar además que ese perfecto cristianismo del cristiano se dedica sin reservas a la salvación de los demás... Si tal es el cristianismo perfecto, podemos y debemos decir: María es la realización concreta del cristianismo perfecto, (...) es realmente la perfecta cristiana; es, en cierta manera, la realización concreta y representativa de la redención en su forma más perfecta... En ella se manifiesta, en cierto modo, el significado de Iglesia, gracia, redención y salvación de Dios” (K. Rahner, María, Madre del Señor, pp. 42-46)

La contemplación de María como “primera cristiana” y como “discípula”, nos ha proporcionado una imagen de ella más cercana a nosotros, a lo que es nuestra propia experiencia de creyentes. A este lado de la vida cristiana, María se nos hace maestra, compañera de camino y espejo en el que contemplarnos y comprendernos. En María encontramos un estilo de seguimiento marcado por la coherencia y la fidelidad. Los dogmas de la Inmaculada y la Ascensión así lo proclaman: coherente desde el principio, coherente hasta el final. Cuando la Iglesia fija su mirada en María aprende a ser coherente, a mantener con firmeza las convicciones que nacen de la escucha contemplativa de la Palabra; aprende a ser fiel en las circunstancias más

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adversas, a no dejarse dominar por el miedo y a tener siempre en los labios un Magnificat de esperanza. V. MARÍA ACOGE Y GUARDA LA PALABRA En dos ocasiones el evangelio de Lucas nos presenta a María sumida en actitud de profunda reflexión. Tras el relato de la adoración de los pastores, María “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). Y cuando Jesús aún niño se pierde y lo encuentran en el Templo de Jerusalén y regresa con María y José a Nazaret, “su madre conservaba todo esto en su corazón” (Lc 2, 51). Ese “todo” recoge los acontecimientos misteriosos y desbordantes que rodean el nacimiento y la infancia de Jesús. Es propio del verdadero discípulo acoger la Palabra y proclamarla. María es la primera lectora del Evangelio (entendido éste como la Palabra-Buena Nueva que el Padre nos comunica por Jesucristo), que se hace voz elocuente en la encarnación. María es la lectora de ese Evangelio escrito con los hechos y palabras de Jesús. A medida que Cristo crece (Lc 2, 52), el rollo se abre y María lee atentamente cada palabra. Porque María no sobrevuela los acontecimientos, sino que vuelve una y otra vez sobre ellos para intentar comprenderlos. Sola ante el misterio no se arredra ni se acobarda ante él. Lo mete en el corazón y lo baraja en su interior con el anhelo creciente de comprenderlo. María avanza en la peregrinación de la fe (LG 58), descubriendo el misterio que se manifestaba en Jesús: “La Madre de aquel Hijo, por consiguiente, recordando cuanto le ha sido dicho en la anunciación y en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo la radical «novedad» de la fe: el inicio de la Nueva Alianza. Esto es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de noche de la fe —usando una expresión de San Juan de la Cruz—, como un «velo» a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe, a medida que Jesús « progresaba en sabiduría ... en gracia ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52). Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los hombres la predilección que Dios sentía por él. La primera entre estas criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo era María , que con José vivía en la casa de Nazaret” (RM 17).

Así María, día tras día, cumpliéndose en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación – “Feliz la que ha creído” - , se convertía en la primera lectoraoyente de la palabra de Dios. Ella “es la primera de aquellos «pequeños», de los que Jesús dirá: «Padre ... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11, 25)” (RM 17). María es la Virgen de la Escucha, porque libremente acogió e interiorizó la Palabra que en ella se hizo vida, la conservó en su corazón (Lc 2, 19.51) y la vivió y

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proclamó con familiaridad y naturalidad (Magnificat). María es figura y símbolo de la Iglesia que escucha la Palabra de Dios y de todo creyente que se abre a Dios y a los demás desde escucha activa en la que la Palabra se hace compromiso de vida, anuncio y misión (VD 27-28). VI. DISCÍPULOS OYENTES DE CRISTO-PALABRA María nos muestra a todos los discípulos que también hemos de recorrer este camino: ser lectores-oyentes de la Palabra para ser después testigos coherentes de su cumplimiento. Tal como nos dice la primera carta de Juan 1, 1-3: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.

La vida cristiana se alimenta de la escucha y profundización de la Palabra de Dios: es necesario conocer la Escritura para crecer en el amor de Cristo (VD 72; cf. DV 25). A este respecto, decía san Jerónimo, buen conocedor y amante de la Escritura: “¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de las Escrituras, mediante las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?” (Carta 30,7). O la más conocida: “Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo” (Prologo Com. Isaías). Cristo, el Verbo hecho carne, la Palabra definitiva del Padre (DV 4) nos llama a vivir, como discípulos, según las palabras del profeta: «El Señor me ha dado una lengua de discípulo para que sepa sostener con mi palabra al abatido. Cada mañana me espabila el oído para que escuche como los discípulos. El Señor me ha abierto el oído y yo no me he resistido ni me he echado atrás» (Is 50,4-5). Ser y vivir como discípulos oyentes de Cristo-Palabra supone: -

familiaridad con la Palabra de Dios. Al discípulo el Señor «le ha abierto el oído», le ha vuelto atento y sensible a la voz de Dios. Esta voz no le suena a extraña, a incompatible con su mundo. Tiene sintonía, afinidad con ella. La Verbum Domini nos invita a todos los miembros del Pueblo de Dios a esforzarnos en tener cada vez más familiaridad con la Palabra de Dios (cf. VD 77-85): leerla, conocerla, meditarla, orarla, hacerla compromiso de vida. No podemos olvidar que “el fundamento de todo espiritualidad cristiana auténtica y viva es la Palabra de Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia” (VD 121). Este contacto familiar se adquiere en la lectura personal y comunitaria (cf. VD 62), en la escucha atenta en su proclamación litúrgica (cf. VD 64-71) y en la participación en los grupos bíblicos (cf. VD 84; EG 175). “La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y

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refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana” (EG 174). -

sensibilidad: por el Bautismo, el discípulo participa de la condición profética de Cristo. El profeta es alguien que se deja estremecer por la Palabra de Dios. «Cuando encontraba palabras tuyas, yo las devoraba; tus palabras eran mi delicia y la alegría de mi corazón, porque he sido consagrado a tu nombre, Señor Dios todopoderoso» (Jr 15,16). Pero el profeta no sólo se estremece de gozo. La Palabra de Dios le interpela y le agarra por dentro: «Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir, me has agarrado y me has podido… Pero (tu Palabra) era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos: me esforzaba en contenerla y no podía» (Jr 20,7-9; cf. Ez 3,3.14).

-

docilidad: Cuando la Palabra, vencidas todas las resistencias, llega al centro del corazón, el creyente le entrega su mente, prefiere la lógica de Dios a su propia lógica, «Le son más dulces los mandatos del Señor, más que miel en la boca» (Sal 119,103). La palabra escuchada en Pentecostés «les llegó hasta el fondo del corazón; así que preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué tenemos que hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

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MARÍA, DÓCIL A LA VOZ DEL ESPÍRITU, NOS ENSEÑA A SER TESTIGOS I. ESPÍRITU SANTO, ¿OLVIDADO O DESCONOCIDO?: ¡VEN! El misterio inefable de Dios, que se revela en Jesús, sólo llega a ser experiencia para el creyente por la acción del Espíritu Santo. Es a través de él como Dios, invisible, inefable e incognoscible, se acerca al hombre y llega a ser Dios-con-nosotros. Lo dice San Pablo: “Como está escrito: ‘Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman’. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu, y el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios. Pues, ¿qué hombre conoce lo que en el hombre hay, sino el espíritu del hombre, que está en él? Así también las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,9-11). Por tanto, conocer al Espíritu Santo es entrar en las profundidades de Dios. Pero también penetrar en el misterio de nuestra vida personal y comunitaria, como partícipes de la vida divina. ¿Quién es el Espíritu Santo?: “Aquel que - consustancial al Padre y al Hijo - es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia” (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem 50). Pero cuando queremos hablar del Espíritu Santo nos cuesta encontrar las palabras justas y nuestro lenguaje se extravía en nociones abstractas, aunque es una persona concreta tanto como el Padre y el Hijo. Y suele ser para muchos cristianos el gran desconocido. Y esta ignorancia no se debe solamente a deficiencias en la formación cristiana que hemos recibido, cosa que es verdad en muchos casos, sino también a otros motivos. No hay icono de Él ni representación alguna porque Él no se ha hecho carne, no tiene “un rostro”. Y sin embargo, cuando Él viene y cuando llena con su presencia la tierra, todo llega a ser Su icono y Su revelación, comunión con Él y conocimiento de Él. Y, sin embargo, nada puede ser llevado a cumplimiento en la Iglesia sin una epíclesis, sin una invocación del Espíritu Santo, y nada en nosotros es plenitud si no estamos animados por el Espíritu, Maestro interior. El Espíritu Santo no gusta para nada de protagonismos: desvela la profundidad de Dios, pero Él permanece escondido; concreta la Palabra, pero permanece absolutamente otro; historiza el plan de Dios, pero no se hace historia; hace posible la Encarnación del Verbo, pero permanece absolutamente Señor; está en el corazón mismo de toda creatura y vivifica todo viviente, pero permanece "Espíritu". Está ahí, pero no se le ve: se siente su presencia, se admiran sus frutos, pero no se le ve, "no quiere ser visto, sino ser en nuestros ojos la luz" (Urs von Balthasar) y "en tu luz vemos la luz" (Sal 36, 10).

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Estamos hablando de la humildad del Espíritu Santo. Él no habla nunca de sí ni obra para sí ni vive para sí. Nunca se pondrá por delante. No se podrá decir de él lo que alguien maliciosamente escribió en una pancarta dirigida al Papa: "Apártate un poco que no nos dejas ver a Cristo". Una crítica que la Iglesia y todos debemos encajar por nuestro afán de protagonismo. Pero el Espíritu "no hablará por su cuenta" (Jn 16, 13), sino que "recibirá de lo mío y os lo comunicará" (Jn 16, 14); no hablará sino de Cristo, "Él dará testimonio de mí". El Espíritu se esconde siempre en su obra. Su misión es como lo que decía el Bautista de Cristo, que el crezca y yo mengüe. Por eso, si el Espíritu nos toca, nos entran ganas de disminuir. Si actuamos movidos por el Espíritu, no querremos que nuestras obras se divulguen, como le pasaba a Jesús con sus milagros. ¡Él sí que estaba lleno de Espíritu! Pero los humildes terminan siendo exaltados, como le pasó al mismo Cristo, y a María. Sin embargo, al Espíritu Santo le seguimos olvidando, al menos lo hemos olvidado mucho en la Iglesia Católica. Nuestra teología, nuestra liturgia y nuestra espiritualidad han dejado muy en la sombra al Espíritu, al menos hasta hace algunos años... En nuestra teología hemos dado la impresión de "ahorrarnos al Espíritu Santo" y uno puede preguntarse cómo se podía tratar de Jesucristo o de María sin quedar asombrados ante la acción del Espíritu o cómo se podía hablar de la Iglesia o los sacramentos sin descubrirse ante el aliento del Espíritu... Y en nuestra liturgia el espacio dedicado al Espíritu era pequeño: algún sacramento, alguna fiesta, alguna bella oración... cuando sabemos que nadie puede orar, alabar, celebrar "como conviene" si no es en el Espíritu. Y ningún culto es válido si no es "en Espíritu y verdad". Y que es nuestra espiritualidad sino toda nuestra vida animada por el Espíritu, y es aquí el "gran olvidado". Todavía hay muchos cristianos que siguen teniendo más devoción a algún santo que al Espíritu, autor de santidad. Pero el Espíritu no se enfada, porque es Humildad divina. Quizás nos falten conceptos y paradigmas para definir su personalidad. Es al revés, tiene exceso de personalidad; tan desbordante que es el que hace persona, el único capaz de personalizar, porque Él es Libertad y es Amor, las fuerzas que realmente personalizan. En esta Cuaresma, de la mano maestra de María, vamos a concienciarnos más de la personalidad e importancia del Espíritu, esa Fuerza humilde, íntima, escondida, pero vivificante y liberadora, verdaderamente imprescindible. Que mejor plegaria en este tiempo que nos lleva hacia la Pascua que pedir el don del Espíritu para todos y cada unos de nosotros: "Cuanto más el Padre del cielo dará el Espíritu a quienes se lo piden" (Lc 11, 13). Una variante del Padrenuestro, seguida por muchos Padres de la Iglesia, en lugar de la invocación "venga a nosotros tu reino", dice "venga tu Espíritu sobre nosotros y nos purifique"(Gregorio de Nisa, Homilías sobre el Padrenuestro III,

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6). Y un santo ruso del siglo XIX, Serafín de Sarov, escribía que "el verdadero fin de la vida cristiana es conseguir el Espíritu Santo. La oración, el ayuno, las vigilias, la limosna y toda otra buena acción hecha en nombre de Cristo, son sólo medios para conseguir el Espíritu Santo". La Cuaresma tendrá sentido si está totalmente impregnada de la presencia y de la acción del Espíritu, a fin de que la Iglesia sea, una vez más, renovada y purificada para reactualizar en el tiempo aquella obra de liberación y de curación que se había realizado a través de Cristo: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista. Para dar la libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19). O sea, una Cuaresma con Pascua será una obra del Espíritu que nos dará vida y esperanza. La esperanza y el Espíritu van siempre unidos. Ambos son humildes, y ambos actúan desde dentro, tienden a esconderse... pero ambos son imprescindibles. + ¿Qué sería una fe sin esperanza? Una suma de desilusiones + ¿Qué sería una caridad sin esperanza? El dolor más grande + ¿Qué sería la justicia sin esperanza? Frío legalismo + ¿Qué una humildad sin esperanza? Puro decaimiento + ¿Qué sería la paciencia sin esperanza? Puro fatalismo + ¿Qué sería la obediencia sin esperanza? Alienación y servilismo + ¿Qué sería la devoción y oración sin esperanza? Una evasión Y toda la vida, incluso la vida espiritual, sin esperanza sería una preparación, un ensayo para la muerte. Sin esperanza tendríamos que repetir con el Qohélet, el sabio de Israel: "Todo es un atrapar vientos"(1, 17). Y la esperanza es el mejor antídoto contra el gusano de la vaciedad. Todo lo que toca lo ilumina y lo trasciende. ¡No nos dejemos robar la esperanza por el pesimismo estéril! (cf. EG 84-86) Tenemos esperanza porque el Viento del Espíritu es el que nos saca de una tierra de esclavos y nos empuja hacia la Tierra prometida: "Yahvé hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del este que secó el mar y se dividieron las aguas" (Ex 14, 21). Viento del este que llega trayendo luz y esperanza, viento del Espíritu, luz del alma y Esperanza nuestra. Viento que siempre nos empuja hacia adelante, superando montañas y obstáculos... ... porque el Espíritu es quien engendra vida y resucita a los muertos, genera vida renovada: "Ven Espíritu de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan... Y el Espíritu entró en ellos y revivieron... Estos huesos son toda la casa de Israel" (Ez 37, 9-11). Y son todos los que dicen: "Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo se ha terminado para nosotros". El Espíritu sopla

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en todas direcciones y llega de todas partes. Su Soplo vivifica, levanta, barre desesperanzas. Es Viento que resucita los huesos secos... ... porque hace siempre actual la Pascua, la de Jesús, resucitado a la Vida por el soplo del Espíritu. "Y si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros"(Rm 8, 11). ... porque con el Espíritu Pentecostés siempre se renueva. Fue el aliento del Espíritu de Jesús el que reanimó a los apóstoles y fue "un ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa en que se encontraban"(Act 2, 2). Los apóstoles se llenaron de la fuerza del Espíritu y se convirtieron en testigos y profetas del Espíritu nuevo... Y Jesús sigue alentando y las ráfagas del Espíritu siguen abriendo puertas y anunciando la renovación del mundo. El Espíritu es el que sostiene nuestra esperanza, aun cuando las cosas se pongan muy difíciles por el cansancio, la preocupación, la tardanza, la duda... A veces la espera se hace dolorosa y cansada, pero el Espíritu la convierte en oración y gemido, como creación que gime con dolores de parto, viniendo en ayuda de nuestra debilidad (Rom 8, 18-27). II. “EL ESPÍRITU SANTO VENDRÁ SOBRE TI…” (Lc 1,35) Al vincular a María con el Espíritu puede dar la impresión inicial de que dejamos de poner la mirada en el Espíritu Santo, para ponerla en Ella, convirtiéndose en protagonista. Pero nada más contrario a lo que podemos descubrir del ser y misión de María en los relatos evangélicos. La humildad de María fue requisito previo para que pudiese ser llamada Madre de Dios, una maternidad que fue ante todo desprendimiento de sí misma. Por esa misma humildad María no se interpone entre la mirada del creyente que busca a Cristo o espera el Espíritu. No hace de pantalla, sino de camino; no tiene María morada propia, sino que es casa de Dios y templo del Espíritu; ni es su maternidad obstáculo, sino ayuda preciosa para la comprensión de la paternidad de Dios. Poner la mirada en la Virgen es, en clave cristiana, fijar nuestros ojos en la más acabada obra del Espíritu, en lo que el Espíritu Santo, silencio elocuente de Dios, ha realizado en Ella. María es el testimonio fiel de lo que puede acontecer en toda persona que se abre a la fuerza vivificadora del Espíritu de Dios: de lo discreto y sencillo brota la fuerza que desconcierta a los poderosos. El silencio y la sobriedad que muestran los relatos evangélicos sobre María, tiene un llamativo contraste en la expresividad religiosa con la que el pueblo se dirige a ella. Ningún aspecto del misterio de Dios ha logrado inculturarse tanto y habitar tan cercana y universalmente la vivencia cristiana. Cada pueblo, cada cultura la ha sentido como propia, como alguien perteneciente a su familia. Descubrimos así, con matizaciones inacabables y siempre nuevas, el cumplimiento de aquellas palabras del

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evangelio de Juan: “el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,27).Y no sólo el pueblo creyente ha abierto su casa a María, sino también todos y cada uno de los avatares del caminar del creyente, las situaciones de la vida cotidiana han ensanchado en María, obra del Espíritu, y lo seguirán haciendo, esa nueva maternidad que Jesús le confió en la cruz. Todas las generaciones la llamaron, la llaman y la llamarán bienaventurada. María es la inspiración de tantas conciencias creyentes, pues la donarse a Dios se nos ha donado a todos. Nos ha dejado hueco para existir en Ella, para habitar en Ella lo humano y lo divino de nuestra fe. María en su docilidad, lejos de cualquier pasividad complaciente, es vida abierta para que la sombra del Altísimo realice en ella las maravillas del Señor. Ella se abre al futuro imprevisible y el Espíritu la impulsa a la misión. María, desde la anunciación, es toda misión en favor de todos. III. MARÍA, MUJER DÓCIL A LA VOZ DEL ESPÍRITU La grandeza de María consiste justamente en esta docilidad confiada al proyecto de Dios. María se manifiesta como la sierva-esclava, como total receptividad, como apertura incondicional. Ella es la mujer discreta y silenciosa que llevará en su “sí” la voz silenciosa del pueblo de Dios, tantos silencios forzosos de hombres y mujeres. María es la mujer dócil a la voz del Espíritu, paradoja sin igual la de dotar de voz al que es el silencio de Dios. Milagro de la fe el que se realiza en aquél que sabe reconocer a Dios en ese silencio tan elocuente que se palpa en todo lo creado. Milagro de la fe reconocer como mensajero, como ángel, como portador de noticia cada encuentro y cada relación: “pues sabemos que la creación entera gime y sufre dolores de parto… esperando la hora de su libertad” (Rom 8,22). María es dócil porque reconoce. Dichosos los que intuyen a Dios latiendo en toda realidad y los corazones que se abren a su silenciosa insinuación, siempre respetuosa de libertades: “Dichosa tú que has creído” (Lc 1,45). María reconoce, porque se abre al Espíritu y se deja cubrir por la Sombra que iluminará a partir de su “sí” a todo hombre que viene a este mundo: “En este momento preciso el Espíritu Santo desciende sobre María; es su Pentecostés, por medio de la Anunciación, y el Espíritu la ha santificado completamente y se ha quedado sobre ella” (Sergio Bulgakov, teólogo ortodoxo ruso) (cf. MC 26, donde el beato Pablo VI recoge una serie de textos que muestran la rica tradición patrística sobre la acción santificadora del Espíritu en María). “Dichosos los que creyeron sin haber visto” (Jn 20, 29). La docilidad de María es total a causa de la fe, porque sólo conociendo y reconociendo a Dios puede una persona abondanarse tan completamente. María vive la paradoja del perderse, del expropiarse a sí misma, que es un ganar para sí y para otros. En la vivencia tradicional cristiana se ha matizado esta docilidad desde la insistencia en la pureza virginal de María, cuya justa comprensión no debe reducirse exclusivamente al plano de la sexualidad. Su pureza deriva de la transparencia de su fe,

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y por eso “si bien agradó a Dios por su virginidad, concibió por su humildad” (San Bernardo, En alabanza a la Virgen Madre I, 5): “Cuando se habla de la pureza de María involuntariamente se relaciona el concepto con la esfera de lo sexual, y se ve en ella aquella persona cuya entera fuerza de amor y vida fue hacia Dios en perfecta entrega. Esto es cierto, pero no dice bastante; quizá ni siquiera lo más peculiar. La impresión de pureza única que ella produce radica en el modo de su existencia: en que la fe se hizo, sin más, la forma de su vida personal femenina, y la realidad en que creía se convirtió en contenido de su existencia inmediata; en una unidad que era tanto gracia cuanto naturalidad, obediencia cuanto cumplimiento, realización cuanto belleza. Con esa fe María pasa del Antiguo Testamento al Nuevo: al hacerse madre se hace cristiana. Este hecho es tan profundo como sencillo. Un hecho único; una posición única; una realización única. No cabe agotar esto: significa más que todas las cosas extraordinarias de la leyenda. El redentor de todos es su Hijo. En la tarea que afecta a todos, ella realiza lo más propio suyo: no sólo ser en la obediencia esa mujer que debe haber para que tenga lugar la Encarnación, sino entrar precisamente así personalmente, como tal mujer, como tal madre, en su propia Redención” (R. Guardini, La Madre del Señor).

La docilidad de María está bien patente en la expresión de su respuesta al ángel: “He aquí la esclava del Señor”. A nuestra civilización occidental, tan orgullosa de su conquista de la libertad, cualquier alusión a un estado de sometimiento le resulta insufrible, a pesar de que aún son tantas las esclavitudes que padece la humanidad (cf. Francisco, Mensaje XLVIII Jornada Mundial de la Paz 2015: No esclavos, sino hermanos). Incluso en la reflexión mariológica hemos tenido la tentación de dulcificar el término para evitar malos entendidos; pero no podemos hablar de la docilidad de María, de su obediencia, sin caer en la cuenta de ello. No podía ser de otra manera, que la que iba a ser Madre del Hijo pre-sintiera la docilidad y la obediencia de ese Dios que “se somete” en el Hijo a nuestra condición humana: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí misma tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). Porque Jesús es el obediente al Padre, María es dócil al Espíritu. IV. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU EN MARÍA Por esa fe y obediencia, todas las generaciones la han llamado dichosa. El consentimiento y colaboración de María dejan total libertad al Espíritu de Dios para que pueda ser en ella abrazo transformador (cf. LG 56). Para descubrir esta obra admirable del Espíritu en María debemos evitar dos extremos: hacer de María una “diosa”, o perder de vista la acción salvadora de Cristo. En el proyecto de salvación que Dios realiza en Cristo es donde la obra del Espíritu acoge y suscita la docilidad de María. Así lo proclama y celebra la fe de la Iglesia:

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En la espera de la llegada del Mesías, María es anawin que, situada entre los pobres y humildes de Israel, vive de la esperanza de la venida del Ungido (cf. LG 55). Su humildad atrae el agrado de Dios, y es señalada como vaso de elección para que todos los hombres conozcan la salvación que esperan (cf. MVM I, Prefacio). En la Anunciación, María es objeto del cumplimiento de las promesas por su fe; llevando en sus entrañas al Esperado, permitió así a Dios colmar la larga espera de su pueblo. Porque la Virgen creyó el anuncio del ángel, Dios cumplió sus promesas a Israel y colmó la esperanza de otros los pueblos (cf. MVM II, Prefacio). María recibe con fe y humildad en su corazón al Salvador, y así “concibió en su espíritu antes que en su seno” (San Agustín, Sermón 25, 7). En la Visitación es signo de la presencia benevolente de Dios con su pueblo. Es signo que recuerda que Dios se ha hecho cercano, ha visitado a su pueblo. María ya es aquí evangelizadora, portadora de buenas noticias y suscitadora del Espíritu de profecía en Isabel y por su actitud de servicio es reconocida como Madre del Señor (cf. MVM III, Prefacio). En la Natividad, señala el admirable misterio de la Encarnación, realizado por obra del Espíritu Santo, y el inefable ocultamiento del Verbo en sus entrañas (cf. Hipólito de Roma, Tradición apostólica 4). María atrae a la fe del Evangelio a todos los pueblos y es así, en su humildad, lugar de revelación para los sencillos, los pastores, primicias de la Iglesia; y en la Epifanía es lugar de adoración, confesión y proclamación para los Magos, los primeros retoños de la Iglesia entre los paganos (cf. MVM VI, Prefacio). En la Presentación es la Hija de Sión puesta al servicio de la salvación. Ella ofrece el Cordero sin mancha, destinado a ser inmolado en el ara de la cruz. Un mismo amor y un mismo dolor une al Hijo con la Madre, y una misma voluntad de agradar a Dios Padre los mueve (cf. MVM VII, Prefacio). En la vida cotidiana de Nazaret María nos ofreció un luminoso ejemplo de vida. En el silencio de aquella aldea, María vive bajo la mirada de Dios ía vive bajo la mirada de Dios y allí te celebró con cánticos, te adoró en silencio, te alabó con la vida, te glorificó con su trabajo (MVM VIII, Prefacio). En Caná María es la mujer presente en los acontecimientos de nuestra vida, abriendo en ellos paso a los misterios de nuestra salvación: atenta a los nuevos esposos, rogó a su Hijo, y mandó a los sirvientes cumplir sus mandatos. María contribuye a la llegada del tiempo mesiánico y, su atención por los esposos de Caná sigue siendo actual en su preocupación materna por el bien de sus hijos (Cf. MVM IX, Prefacio). María es la discípula fiel que acoge y cumple la Palabra de Dios (Lc 11,27-28). Es proclamada dichosa porque mereció engendrar a Cristo, pero aún con mayor razón más dichosa porque como discípula de la misma Palabra encarnada (cf.

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MC 35), buscó solícita su voluntad y supo cumplirla fielmente, alentada por el Espíritu de Dios (cf. MVM X, Prefacio) Al pie de la cruz se presenta más intensa y rica la obra del Espíritu en María. Permanece fiel a la cruz de su Hijo, llena de fortaleza y traspasada de dolor, pero firme en la esperanza arraigada en el corazón de un pueblo que aguarda un Salvador. Así se muestra como nueva Eva, junto a la cruz del nuevo Adán, para que así se vea que brota la vida donde antes hubo muerte. Como misteriosa madre de Sión que recibe con amor a los hijos dispersos, reunidos ahora por la muerte redentora de Cristo. Junto a Cristo reconciliando en la cruz, la Virgen María es también, por su corazón misericordioso, reconciliadora de todos los hombres rotos por su fragilidad y su pecado. También junto a la cruz se establece entre María y los díscípulos de Cristo un fuerte vínculo de amor: ella, que fue su Madre por obra del Espíritu Santo, es para siempre, por un nuevo don, Madre de los creyentes, refugio de todos sus hijos y consejra que invita a cumplir las palabras de su Hijo el Maestro (cf. MVM XI-XII-XIII-XIV, Prefacio). En la Resurrección María es colmada de alegría, gratificada maravillosamente por su fe. Concibió creyendo, y creyendo esperó su resurrección. Fuerte en la fe, contempló de antemano el día de la luz y de la vida en que la creación entera saltaría de gozo: la muerte fue vencida por la Vida definitiva. La Mujer Pascual (cf. MVM XV, Prefacio). En el Cenáculo ofrece a la primera Iglesia un ejemplo de oración en la unidad: la madre de Jesús orando con los apóstoles. La que fue cubierta en la encarnación de la Palabra con la sombra del Espíritu, es de nuevo colmada de gracia por el Don divino en el nacimiento del nuevo pueblo de Dios (cf. MVM XVII, Prefacio). La liturgia celebra la fe de la Iglesia que proclama y reconoce las maravillas que el Espíritu realiza en María, la mujer humilde, sencilla y confiada de Nazaret. Porque nos queda oculta la vida de María, porque ella en su humildad pasa desapercibida, asombra aún más su presencia y memoria en la conciencia del pueblo fiel. María es proclamada Madre de la Iglesia porque con su docilidad ha participado en el inicio de la Iglesia del Espíritu. En su ocultamiento, es, para toda la Iglesia y para cada uno de sus hijos, LUZ. V. MARÍA, MUJER NUEVA Y LUZ QUE ALUMBRA A LA IGLESIA María es la mujer que, libre y dócil a la acción del Espíritu, ha sido cauce para que el Hijo de Dios tomara nuestra carne y nuestra historia, y así todo fuera renovado y vivificado. Todo se hizo nuevo. María es la nueva Eva que rehace lo que quebró la infidelidad de Eva, la madre de los vivientes: “El nudo de la desobediencia de Eva fue deshecho por la obediencia

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de María, que que había atado la virgen Eva por su incredulidad, lo desató la Virgen María pro su fe” (Ireneo de Lyon, Contra los herejes III, 22, 4). El Prefacio de la Misa de la Virgen nº 20, Santa María la mujer nueva, proclama: Porque a Cristo, autor de la nueva Alianza, le diste por Madre y asociada a la Virgen santa María, y la hiciste primicia de tu nuevo pueblo. Pues ella, concebida sin pecado y colmada de tu gracia, es en verdad la mujer nueva y la primera discípula de la nueva Ley. Ella es la mujer alegre en tu servicio, dócil a la voz del Espíritu Santo, solícita en la fidelidad a tu Palabra. Ella es la mujer dichosa por su fe, bendita en su Hijo y ensalzada entre los humildes. Ella es la mujer fuerte en la tribulación, firme junto a la cruz del Hijo y gloriosa en su salida de este mundo. Y toda esa novedad que es María tiene su inicio en la obra del Espíritu: “En lo oculto de la silenciosa habitación de Nazaret vino la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen que oraba en soledad y realizó la encarnación del Redentor…” (Edith Stein – Santa Teresa Benedicta de la Cruz, La oración de la Iglesia). La humilde sierva del Señor se convirtió por la acción del Espíritu en la luz que alumbra a la Iglesia desde su nacimiento. María recibió y acogió desde el principio esta fe que la comunidad naciente resumió en labios de Isabel: “Dichosa tú que has creído” (Lc 1,45). Y que Jesús mismo subrayó en su madre cuando dijo: “Bienaventurados los que que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28; también Lc 9,21). Pues ¿qué es la fe sino escuchar y aceptar la Palabra que Dios dirige a nosotros? María es entre nosotros el triunfo de la debilidad por la fuerza del Espíritu. En su experiencia profunda, hecha canto en el Magnificat, María proclama este triunfo de la debilidad: el Señor la ha venido a llamar, la ha exaltado en su humillación. El pueblo, cada uno de nosotros, la invoca como Madre, en la experiencia de la fragilidad, en la dificultad, en las penas y en las oscuridades de la vida. En su debilidad nos encontramos todos, en su silencio y en su corazón materno somos comprendidos, en su fidelidad afianzados, y en las grandes obras en Ella realizadas halla confirmación y fuerza nuestra esperanza. María es, en la experiencia espiritual de los creyentes, estrella que anuncia siempre alguna epifanía del Hijo. Su aparición anuncia siempre algún paso, alguna

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intensificación del encuentro con Cristo. Su maternal presencia alegra nuestro espíritu, a nivel personal y comunitario, Causa de nuestra alegría. Donde aparece María está el Espíritu y crece la Iglesia. Como dice el CIC 721, “María… es la obra maestra de la misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos… En ella (María) comienzan a manifestarse las maravillas de Dios, que el Espíritu va a realizar en Cristo y en la Iglesia”. El Espíritu prepara, realiza, manifiesta, pone en comunión. Son palabras que se repiten cuando se habla de la acción del Espíritu en la Iglesia: el Espíritu prepara la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta Cristo a la fe de la asamblea, hace presente y actualiza el misterio de Cristo, y une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo. Un paralelismo verbal que sugiere la dimensión mariana de la Iglesia. Lo que ha acontecido en María, se realiza de modo semejante en la Iglesia, por obra del Espíritu. Cuando concluía el tiempo de la Ley y llegaba en el misterio pascual de Cristo el nuevo mundo de la gracia, en el centro de la Iglesia naciente, en medio de los creyentes, hallamos a María (cf. Hch 1,14; 2, 1ss). Ella es mujer experta en el Espíritu. En plegaria de diálogo con Dios estaba al recibir por primera vez la vida del Espíritu que la hizo madre del Mesías. Cuando llega este nuevo pentecostés, María no está sola; está con los discípulos de Jesús en oración: “también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra (LG 59). Con ellos, aquellos primeros discípulos, y con nosotros hoy, María espera en oración y acoge la presencia salvadora del Espíritu de Cristo. María en y con la Iglesia es Madre, Amiga y Hermana. VI. COMO MARÍA, TESTIGOS DÓCILES AL DON DEL ESPÍRITU Ser testigo es algo muy serio. No es un simple vendedor de ideas. Ni siquiera sin más un hombre convencido de lo que afirma, pero no implicado en ello. Un testigo es aquel que ha vivido un acontecimiento absolutamente central en su existencia. Este acontecimiento le ha marcado, ha cambiado el curso de su existencia, hasta el punto de que no puede en adelante sino transmitirlo con su palabra y con su vida. Y aquí aprendemos de María: lo decisivo en su vida fue el encuentro, en su corazón y en su seno, con la Palabra hecha carne por obra del Espíritu. Su ser de madre, madre del Salvador, define el acontecimiento central de su vida. Por eso, el acontecimiento central en la vida del cristiano no es una doctrina o una ética, sino el encuentro personal con alguien, Cristo (cf. DCE 1). En María no aprenderemos “estrategias” o “pautas” para la acción evangelizadora. De ella podemos tomar esas actitudes de fondo que dan estilo y forma a la vida del cristiano que, iluminado y moldeado por el don del Espíritu, es testigo creyente y creíble de Cristo y su Evangelio. Seguiremos el itinerario que recorre María en el camino de la fe (cf. LG 58), y tal como relatan con sobriedad los textos evangélicos:

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Testigos de escucha y acogida (Anunciación). Una actitud vigilante, orante, contemplativa, expectante, hacia Dios que inclina su oído y su corazón misericordioso hacia todos nosotros. Debemos descubrir la potencialidad de la Palabra que supera nuestras expectativas y cálculos (cf Mc 4,26-29). “Ella (María) es la figura de la Iglesia a la escucha de la Palabra de Dios, que en ella se hace carne. María es también símbolo de la apertura a Dios y a los demás; escucha activa, que interioriza, asimila, y en la que la Palabra se convierte en forma de vida” (VD 27). La credibilidad del testigo es la dicha del que escucha la Palabra y la cumple (cf. Lc 9, 21; 11, 28). El sublime y precioso tesoro de la Palabra de Dios ha de ser acogido y conocido, meditado y vivido, celebrado y testimoniado en la vida cotidiana (EG 174). No podemos olvidar que “el fundamento de todo espiritualidad cristiana auténtica y viva es la Palabra de Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia” (VD 121). Testigos de prontitud (Camino de Ain-Karem). Cuando la Palabra se ha hecho centro de nuestras vidas, se hace dinamizadora, nos mueve hacia el encuentro con el otro, nos pone “en salida” hacia el prójimo, “sin demoras”. Una vida madura es la que crece dándose, que se entrega para dar vida a los otros (cf. Aparecida 360). una dinámica del éxodo y del don que nos lleva a salir de nosotros mismos, y a sembrar siempre de nuevo y más allá (EG 21), sin que nos preocupe el recoger los frutos. Testigos alegres de la fe vivida (Encuentro con Isabel). Gozo, esperanza, agradecimiento, alabanza y felicidad de dos mujeres que se sienten muy favorecidas por Dios. Aquel que ha experimentado la inagotable belleza del encuentro con Cristo irradia la alegría de la fe y contagia la experiencia del amor de Dios manifestado en el mismo Crist. Por eso no se entiende que los evangelizadores puedan tener permanentemente una cara de funeral (EG 10; cf. EG 11). Testigos de la misericordia y la justicia (Magnificat): el encuentro con Jesús no nos encierra en una felicidad privada, sino que es invitación a ser testigos activos del Dios que escucha el clamor de los pobres, a ser lúcidos actores del momento que nos toca vivir para encarnar la justicia que viene de Dios de generación en generación (Nota: retomar algunas ideas expuestas sobre el Magnificat) Testigos de lo pequeño y lo sencillo (En Belén). El cristiano siempre propone, nunca impone. Belén es la escuela de los caminos “desconcertantes” de Dios: “la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance” (VD 12). En Belén todo es sencillo: María y José, el pesebre, los pañales, los pastores… pero requiere recorrer ese camino, como los Magos, para que la luz de Dios nos

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guíe por esta senda (cf. LF 35). Apreciar lo sencillo y vivir sencillamente. Proponer el Evangelio, preñado de las preocupaciones de los hombres (las grandes y las cotidianas, porque las primeras nos dan y plantean el sentido que deben tener las segundas) y trazado con sencillez, belleza y sensibilidad (lejos, claro está, de cualquier banalidad). No podemos perdernos en cuestiones accidentales cuando se trata de ser sal que da sabor y luz que ilumina, levadura que fermenta: debemos ser creativos, pero no superficiales para seguir generando “epifanías de la belleza”. Testigos de la atención solidaria (Caná). Falta vino y falta vida en muchos hogares y mesas. Son carencias de lo indespensable, de lo material que sostiene una vida digna, y de lo espiritual que da plenitud humana y divina. María “provoca” en Caná un gesto que abre camino al Reino de Dios, y nos invita a ser colaboradores en la misión de su Hijo: “haced lo que Él os diga”. Y Él nos dice: “dadles vosotros de comer” (Mt 14,16; Mc 6,37; Lc 9, 13). Jesús, Pan de Vida, nos alimenta en la Eucaristía, escuela de amor activo al prójimo que nos impulsa a reconocer y denunciar la situaciones indignas del hombre (SCa 90). Ser cristiano es ser hermano, ser prójimo: No se trata de saber a quién debo amar, sino darme cuenta de que todos tienen derecho a mi amor. Tengo que acercarme, hacerme prójimo. Sólo aproximándome podré escuchar, oír sufrimientos, o al menos intuirlo, percibir llamadas de amor aunque no hayan sido expresadas. Se trata de anular distancias para hacerme prójimo. Descubrir que el verdadero conocimiento de Dios es conocimiento del hombre. Testigos de la consolación (Junto a la cruz). A los pies de la cruz, María es llamada “madre” (Jn 19, 25) y es dada como “madre” (Jn 19, 27). Una maternidad atravesada por al espada del dolor (cf. Lc 2, 35), que está en pie, con dignidad y fortaleza. Consolar no es aplacar el dolor con resignación, sino con esperanza. La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: toda la hondura y fecundidad de la consolación cristiana está en el misterio pascual de Cristo. El sufrimiento humano puede alcanzar límites que superen las propias fuerzas, pero nadie podrá arrebatarnos la consolación. Consolación que no está en nosotros, ni en las cosas que nos rodean, sino en Dios mismo, “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación” que es poderoso para hacernos pasar a la vida desde la muerte. Somos consolados para consolar; sufrimos las pruebas para consolar a los que son probados. El consuelo de Dios, sí o sí pasa por ahí. Descubrir en lo habitual de nuestras vidas, en lo cotidiano, en el sufrimiento, en el dolor, el camino por el que Dios nos quiere consolar, para que seamos consolación. Y así podemos acercarnos al hermano, al que está tirado, al triste, al solitario, al herido,

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acercarnos y vendar sus heridas, curarlo y llevarlo a la posada, darle de lo nuestro, en una palabra, consolarlo. Ser samaritanos. Testigos orantes en comunidad (En oración con los discípulos). Reunidos en el nombre del Señor, la comunidad es presencia viva del Resucitado entre nosotros. La oración y la celebración comunitaria, especialmente la Eucaristía dominical, son testimonio de unidad y vinculo de identidad cristiana. Para vivir y testimoniar con integridad la vida cristiana y mantener incluso la fe hoy, en tiempos de intemperie, es cada vez más necesario pertenecer efectivamente y afectivamente a la comunidad. Ser acogidos correcta y educadamente no les es suficiente. Quienes nos reunimos en la Eucaristía no estamos allí por ser simplemente conciudadanos, sino por y para ser hermanos. Una comunidad cristiana formada por discípulos y testigos sinceros y auténticos de Jesús tendría una gran fuerza interpeladora. Una comunidad en la que ocupara un lugar central la presencia de Jesús en la Palabra, en la Eucaristía, en los pobres, unida por los vínculos de la caridad y consciente de la presencia de Cristo Pastor en el sacerdote sería una comunidad evangelizada y evangelizadora. La oración, la celebración de los sacramentos, la comunicación de bienes y servicios, la reconciliación, la misión evangelizadora compartida y el amor servicial y crítico a la sociedad no son, en absoluto, opcionales. “Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas ‘escuelas de oración’, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el ‘arrebato del corazón’. Una oración intensa, pues, que, sin embargo, no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios” (NMI 33).

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Testigos del Espíritu. Todo esto no es el resultado de nuestro esfuerzo o empeño personal. Es obra del Espíritu en cada uno de los creyentes, en toda la Iglesia porque «sin el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, mera organización; la misión, simple propaganda; el culto, una evocación mágica; la moral, una disciplina de esclavos» (Hignatius Hazim, patriarca griego ortodoxo de Antioquía). “Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu” (Gal 5,25). Una espiritualidad que no se limita a la vida de recogimiento, de oración y de práctica sacramental, sino que envuelve toda nuestra existencia, vivida por la fuerza del Espíritu Santo, en sus múltiples vertientes. Una espiritualidad que transforme el corazón, alimente la vida y sostenga el compromiso (cf. EG 262).

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MARÍA, HIJA, DISCÍPULA Y MISIONERA: EVANGELIO VIVIDO I. MARÍA, SOLIDARIA CON CADA UNO DE NOSOTROS Las palabras iniciales del capítulo VIII de Lumen Gentium sitúan en el misterio de Cristo la referencia necesaria e imprescindible para acercanos a María: “Dios, en su gran bondad y sabiduría, queriendo realizar la redención del mundo, ‘al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos la adopción de hijos’ (Gal 4,4-5)” (LG 52). Desde esta referencia central hemos tratado de acercarnos a la figura de María en estas reflexiones cuaresmales: haber sido elegida por Dios Padre para ser la Madre del Salvador esperado, Jesús el Hijo, por obra del Espíritu que fecunda su libertad y docilidad, tanto en su corazón como en seno. Ella “está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo” (LG 53). María, la que «al anunciarle el ángel la Palabra de Dios, la acogió en su corazón y en su cuerpo» (LG 53), unida inseparablemente a Cristo por su maternidad (ser Madre del Hijo es su título y dignidad fundamentales), nos muestra cómo acoger en nuestra existencia al Hijo, educándonos para hacer de Jesús el centro de nuestra existencia. Como ella sabe hacerla: una maestra que nos enseña a recorrer un camino en el que nos precede, el camino de la fe. María, como Madre del Hijo, es también hija predilecta del Padre de un modo único. Y ella nos ayuda a descubrir, en el origen de toda la obra de la salvación, el proyecto amoroso del Padre que invita a los hombres a hacerse hijos en el Hijo único. Este Hijo «nacido de una mujer» se presenta como fruto de la misericordia y de la sabiduría del Padre (cf. LG 52), y nos hace comprender mejor cómo esta mujer es Madre de misericordia, que supo cantar y vivir la maravillosa obra salvadora y liberadora de Dios. Y también hemos señalado el vínculo singular que une a María con el Espíritu Santo, tal como confesamos en el Credo: “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen” (cf. LG 52). La Encarnación del Hijo se realizó en el seno de la Virgen María sin participación del hombre, por obra del Espíritu Santo. Todo cristiano es “templo del Espíritu Santo”, según la conocida expresión del san Pablo (1Cor 6,19). Pero esta afirmación tiene un significado excepcional en María. En efecto, en ella la relación con el Espíritu Santo se hace intimidad libre y dócil: lo acoge en actitud confiada en la Encarnación, y lo espera en actitud orante en el nacimiento de la Iglesia. La relación privilegiada de María con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo le confiere, por tanto, una dignidad que supera en gran medida a la de todas las demás criaturas (cf. LG 53). Sin embargo, esta dignidad tan elevada no impide que María sea solidaria con cada uno de nosotros: “Se encuentra unida, en la descendencia de Adán, a todos los hombres que necesitan ser salvados”, y fue “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (LG 53). Por tanto, la grandeza

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inconmensurable de la Madre del Señor sigue siendo un don del amor de Dios a todos los hombres. Tratemos ahora de descubrir, a modo de síntesis vital, esas actitudes y valores de María que pueden afianzar nuestra vivencia de hijos de Dios Padre, de discípulos de Cristo el Hijo y de testigos alentados por el Espíritu Santo. Y hagásmoslo con la pedagogía propia de María: con sencillez y humildad. II. MARÍA, MODELO DE FIRMEZA EN LA FE "María, dedicada constantemente a su divino Hijo, se propone a todos los cristianos como modelo de fe vivida" (TMA 43). Como su prima Isabel le decimos: "Dichosa tú que has creído" (Lc 1, 45). Ella creyó y confió siempre en Dios. Toda su existencia en este mundo estuvo unida a Dios, nuestro Salvador, con la firmeza indestructible de su fe. Una fe que se expresaba siempre en una actitud de permanente disponibilidad ante los designios de Dios: "Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra" (Lc 1, 38) La cultura en la que estamos inmersos no da respuesta a las aspiraciones profundas del corazón del hombre, a la necesidad de valores permanentes, al deseo del Absoluto de Dios, Bondad, Belleza, y Verdad supremas. Se valora solamente lo que está al alcance de la razón y lo que puede ser percibido por los sentidos. Este clima cultural, este modo de pensar y vivir, hacen que hayan dejado de brillar realidades y tesoros tan hermosos como la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la oración en sus diversas formas, la celebración frecuente de los sacramentos, la acogida y anuncio gozoso del misterio de la fe que recibimos en el seno de la Iglesia. El cristiano auténtico agradece incesantemente el don de la fe, no solo con palabras sino con su propia existencia, cultivando, celebrando, y testimoniando, como María, "estas cosas que Dios ha revelado a los pequeños" (Mt 11,25). Cuando Dios deja de iluminar nuestra vida comienzan a ser más importantes las cosas que las personas; el otro deja de ser prójimo, hermano y amigo; crece el materialismo y el individualismo, haciendo más conflictivo y doloroso el ambiente social, especialmente para los más pobres y pequeños (cf. EG 60, 67, 78, 99, 193) A ejemplo de María, firme en la fe, tenemos que reavivar el rescoldo que sigue encendido en el corazón y como Pablo a Timoteo recordamos: "reaviva el don de Dios que hay en ti" (2Tim 1, 6) (cf. Se podría aplicar la reflexión de Pastores dabo vobis 70). Debemos reencontrar, redescubrir personal y comunitariamente el amor de Dios en Jesucristo, y regresar así al centro del Evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DCE 1). “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la

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tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1)

III. MARÍA, MODELO DE CONFIANZA EN LA ESPERANZA "María, que concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo y se dejó guiar después en toda su existencia por su acción interior, será contemplada e imitada sobre todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, "mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza que supo acoger como Abrahán la voluntad de Dios "esperando contra toda esperanza" (Rom 4,18) (TMA 48). La fe madura en el sufrimiento. En la hora de la Pasión, la Hora de la Cruz, María, culminando la trayectoria de lo que había sido toda su vida, permanece fiel y obediente a los planes del Padre, sostenida por el Espíritu Santo, unida a su Hijo en comunión indecible de amor, dolor y esperanza. La fe, ante las situaciones dolorosas, ante los límites de la existencia, ante lo que no comprendemos, da el salto de confiar siempre en Dios, de esperar en Él contra toda evidencia. La fe verdadera, ante el misterio del sufrimiento, se transforma en esperanza viva: “La fe siempre conserva un aspecto de cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión” (EG 42). En María se cumplen de manera privilegiada las palabras de Pablo: "completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo" (Col 1,24). Todos los cristianos estamos llamados a vivir en nuestra existencia este misterio de la Cruz. Ella, junto a la Cruz, resplandece de modo admirable como la cristiana singularmente unida a Jesucristo, su Hijo, nuestro Redentor. En María, al pie de la Cruz, reconocemos con especial claridad el valor inestimable de la esperanza. En su permanecer "de pie" encontramos el ejemplo y la llamada a confiar en Dios, a crecer en esperanza, aceptando las cruces que la vida nos presenta y viviéndolas de pie, en la fe, sin derrumbarnos. María en el monte Calvario confía como Abrahán en el monte Moria: "Dios proveerá" (Gn 22,8). “El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal” (EG 85). No podemos olvidar que la Pascua de Jesucristo ilumina todo dolor, toda tribulación, toda Cruz. Pero entre nosotros hay señales palpables de desánimo y desesperanza. Parece que algunos han llegado a la conclusión de que no se puede hacer nada y que no merece la pena trabajar y esforzarse por una vida nueva y un mundo nuevo. Y las voces que llaman a vivir el Evangelio, en esta situación, parecen voces que predican en el desierto. Acaso por estas y otras razones, muchas veces nos cobijamos en una actitud de indiferencia e individualismo al margen del devenir de la vida. ¡Cuidado con la globalización de la indiferencia! (cf. EG 54). María, sin embargo, es la mujer que espera en Dios, también cuando fallan los fundamentos humanos para la esperanza. Confió tan plenamente en Dios respondiendo a la llamada divina, que llegó a ser la Madre de Dios por obra y gracia del

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Espíritu Santo. Supo esperar en Dios incluso cuando el Hijo moría en la cruz, abandonado de todos, víctima de la más terrible de las injusticias y cuando parecía que las promesas de salvación, en vez de cumplirse, se desvanecían definitivamente. La luz de Cristo Resucitado, vida eterna más allá de la muerte, ilumina siempre toda oscuridad de la existencia humana. La esperanza atraviesa el espesor de las tinieblas y llega a penetrar en las moradas eternas, donde nos espera la Virgen María, que nos ha precedido como la primera cristiana salvada, como la Nueva Eva. Hacia allí peregrinamos, superando el cansancio, el fracaso, el pecado, la muerte. Hemos de examinar si nuestras desesperanzas y desilusiones tienen como una de sus principales causas nuestra falta de unión con Dios, de fe viva en El, de fidelidad a nuestros compromisos bautismales. El discípulo de Jesús, como María, primera discípula, escucha y guarda la Palabra de Dios, renueva cada día las opciones fundamentales de su vocación cristiana, vive en la certeza de que Dios está por encima de todo y descubre que la Cruz es el camino elegido por Dios para llegar a la Resurrección. Miramos a María, que "resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón de las promesas de Dios" (TMA 48): "La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios" (TMA 46). “La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza?” (SpS 60).

Santa María, la Virgen de los Dolores, conoce en su propio corazón los sufrimientos y dificultades de la condición humana, que ella vivió con esperanza en la noche luminosa de la fe. Por ello, es siempre Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos, Salud de los enfermos, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra. María, al pie de la cruz, es modelo de esperanza. “Estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!” (EG 86). “Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!” (EG 109).

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IV. MARÍA, MODELO DE CONSTANCIA EN EL AMOR "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). María ha vivido a la sombra del Espíritu durante toda su vida. Este amor, que llenó su corazón, le dio una mirada nueva ante la realidad. Nada humano le fue le fue extraño. Todo lo miró y lo vivió desde la mirada de Dios sobre ella, la humilde esclava del Señor. Como sierva tuvo siempre la mirada atenta y humilde de quien desea servir. Su actitud en Caná revela cómo está atenta a los problemas de las personas y cómo interviene discretamente en busca de solución, implicando a otras personas de manera que puedan descubrir el gozo de hacer el bien. El amor, fruto del Espíritu, es promover la alegría, la paz, la tolerancia, la amabilidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y el dominio de sí mismo. No hay ley frente a esto (Gal 5, 22-23). En Caná, por la intercesión de María, creció con gran abundancia el fruto del Espíritu. Dios hizo a María, junto a la cruz, madre de todos los hombres. Desde aquella hora todos somos sus hijos y Ella en Juan, el discípulo amado, nos acoge y ama siempre a todos. María, madre y figura de la Iglesia, es una invitación permanente a hacer de la Iglesia un recinto de acogida para todos los hombres, y como Ella, “madre de corazón abierto”: una Iglesia, unas comunidades “en salida” (EG 20-24), de “puertas abiertas” (EG 46-48), “accidentada y herida” (EG 49). Todos y cada uno de los que somos “piedras vivas” de la Iglesia en Ourense estamos llamados a una verdadera conversión pastoral y misionera. Como Iglesia, tenemos siempre el reto de acoger a todos, especialmente a los pobres y a cuantos sufren. La pobreza y el sufrimiento humano, como bien sabemos, tienen muchos rostros y muchos nombres: desempleo, drogadicción, alcoholismo, fracaso familiar, fracaso escolar, transeúntes, inadaptación social, despoblación rural, minorias étnicas, ancianos, mujeres maltratadas, niños abandonados... nadie puede encontrar cerrada la puerta de una comunidad cristiana: “El Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (EG 88) (Recomendar lectura del cap. IV de Evangelii Gaudium).

La fe que no da el fruto de la caridad es una fe muerta (Gal 5, 6). La fe está viva cuando el Evangelio, enseñado por la Iglesia, es la luz que ilumina y guía nuestro comportamiento, nuestro modo de pensar, nuestra manera de situarnos ante Dios, ante las personas, ante las cosas y ante la historia. La fe está viva cuando se traduce en obras de caridad constante, en responsabilidad personal en la familia, en el trabajo, en la participación social y ciudadana; cuando defendemos las causas justas y

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contribuimos, según nuestras posibilidades, a la solución de los graves problemas sociales y morales que persisten inamovibles y son fuente de permanentes injusticias. Son también signos de una fe viva: la vida sobria y austera, abierta al compartir; el saludo y la sonrisa ofrecidos gratuitamente; el saber decir gracias ante cualquier gesto, por pequeño que sea. “A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura” (EG 270).

El gozo del compartir y del amor cristianos es incomparablemente mayor, y de más calidad humana, que el disfrute egoísta de quien vive para sí mismo. Con María, la pequeña esclava del Señor, en la fragilidad de nuestras vidas, llevamos el tesoro infinito del amor de Dios, derramado en nuestros corazones. V. MARÍA, EVANGELIO VIVIDO María ciertamente ha hecho carne en su vida el Evangelio de Jesús. María vive y nos da siempre el Evangelio. María es ejemplo de mujer evangelizadora, por su misión única: la de ser la Madre del Salvador. "Ella es la estrella de la Evangelización" (EN 82). Una Iglesia evangelizadora es una Iglesia y unos cristianos que se saben enviados por Dios para ser sus testigos en el mundo. La primitiva comunidad evangelizaba por su estilo de vida y por unos comportamientos que contrastaban con los que se practicaban, normalmente, en la sociedad (Hch 2,43-47; 4, 32-37). Los cristianos tenemos que ser reflejo de los modos del Evangelio, enseñados y practicados por Jesús: el servicio, la sencillez, la pobreza y la solidaridad, sobre todo con los más necesitados de nuestro mundo. Lo decisivo de la evangelización es Jesucristo. Nosotros, en virtud del Espíritu, actualizamos en nuestro mundo la presencia y testimonio de Jesús. Esta es la novedad del Evangelio y ahí radica nuestra fuerza para evangelizar hoy al mundo. El evangelio nos presenta a María en actitud evangelizadora permanente: Al anuncio del Ángel, de parte de Dios, María responde con su total disponibilidad y prontitud, colaborando a la acción de Dios y del Espíritu por la que llegó al mundo la Buena Noticia de la Salvación, hecha carne en sus entrañas, por obra del Espíritu Santo. El nacimiento de Jesús en Belén es, de parte de María, la entrega generosa al mundo de su Hijo, el Salvador, Buena Noticia y gozo para el Pueblo.

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El acompañamiento y seguimiento de su Hijo durante la vida pública, que recorría pueblos y ciudades para anunciar la Buena Noticia, son señal de que María, la Madre, era también la discípula fiel de Jesús que compartía la evangelización. Su presencia activa con la comunidad de los discípulos en la hora del Espíritu, el día de Pentecostés y del comienzo de la misión, nos muestra que María es, realmente, la Estrella de la Evangelización.

Desde estas actitudes evangelizadoras de María que el Evangelio nos muestra, se entiende que el papa Francisco la llame Madre de la Iglesia evangelizadora (EG 284), el gran regalo de Jesús a la Iglesia: desde la cruz nos es dada como madre y nosotros le somos confiados como hijos (Jn 19, 26-27). “Ella, que lo [a Jesús]engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17)” (EG 285). Su presencia como Madre sigue siendo fecunda para todo el pueblo de Dios: María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclava del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Esta diócesis de Ourense es una tierra sembrada de santuarios marianos, verdadera Tierra de María, donde tantos y bellos nombres muestran como María sigue acompañando y engendrando con su maternal presencia la vida de sus hijos. Y en este Año Mariano nuestra mirada agradecida se dirige a Nuestra Señora de los Milagros con motivo del 50 aniversario de la coronación canónica de su imagen: “Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor alos hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allíencuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida” (EG 286).

A María, madre del Evangelio viviente le pedimos que acompañe e interceda por la Iglesia, por todos y cada uno de los cristianos en esta nueva etapa evangelizadora a la que somos invitados: ella es la mujer de fe, que vive y camina en la

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fe (LG 52-69), ella que se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad (EG 287). Como buscando lo esencial, volvemos hacia ella la mirada para descubrir un estilo mariano en la acción evangelizadora: La revolución de la ternura y de la humildad, virtudes de los fuertes que no necesitan maltratar para ser importantes. Poner calidez de hogar en nuestra búsqueda de la justicia. Contemplativos orantes del misterio de Dios en el mundo, en la historia, en la vida cotidiana (Lc 2,19). Caminar con prontitud hacia los demás (Lc 1,39. “Señora de la prontitud”). “Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo” (EG 288).

Hemos de sentir, al lado de María y como signo de la autenticidad de nuestra devoción mariana, nuestra responsabilidad evangelizadora y misionera. "La Evangelización es la misión esencial de la Iglesia, su dicha y vocación y su identidad más profunda" (EN 14). A María, madre del Evangelio viviente, le pedimos que acompañe e interceda por la Iglesia en Ourense, por todos y cada uno de sus hijos en esta nueva etapa evangelizadora a la que somos invitados.

Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino (Benedicto XVI, Spe Salvi 50).

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SIGLAS UTILIZADAS

CIC Catecismo de la Iglesia Católica DV Dei verbum LG Lumen Gentium MVM Misas de la Virgen María Pablo VI MC Marialis Cultus Juan Pablo II DeV Dominum et Vivificantem RM Redemptoris Mater TMA Tertio Millennio Adveniente Benedicto XVI DCE Deus caritas est SCa Sacramentum Caritatis SpS Spe Salvi VD Verbum Domini Francisco EG Evangelii Gaudium LF Lumen Fidei García Paredes, J. C. R., ‘María, la primera discípula y seguidora de Jesús’, Ephemerides Mariologicae 47 (1997) 35-56. Martínez Sierra, A., ‘María, discípula del Señor’, Estudios Marianos 63 (1997) 203-217.

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