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TIEMPOS MODERNOS: MITOS Y MANÍAS DE LA MODERNIDAD.
Rafael Cuesta Ávila
Título: Tiempos modernos. Mitos y manías de la modernidad. Autor: Rafael Cuesta Ávila
I.S.B.N.: 84-8454-301-3 Depósito Legal: A-984-2003 Edita: Editorial Club Universitario. www.ecu.fm Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma – Telf.: 965 67 19 87 C/ Cottolengo, 25 – San Vicente del Raspeig (Alicante) www.gamma.fm
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A Mercedes. Por todo. Por nada .
ÍNDICE Prefacio. Lugares comunes. .............................................................................................. 7 I. La teoría de la modernidad y el modelo de la racionalización. Mitos, ideales y realidades. .................................................................................................................. 11 1.1. El sueño de la construcción de un mundo racional.................................................. 11 1.2. El síndrome de la racionalización. .......................................................................... 17 Orden político ............................................................................................................ 19 Orden organizativo .................................................................................................... 22 Orden legal o punitivo ............................................................................................... 25 Orden económico....................................................................................................... 30 Orden productivo ....................................................................................................... 31 Orden de las creencias ............................................................................................... 31 Orden de las costumbres ............................................................................................ 34 Orden de la creación del sujeto .................................................................................. 34 Orden de las relaciones sociales................................................................................. 36 Orden del control social ............................................................................................. 38 Orden de la producción del conocimiento.................................................................. 40 Orden de la producción artística................................................................................. 43 II. Crítica a los límites de la modernidad. Manías, ficciones y realidades .................. 61 2.1. El fracaso histórico del proyecto ilustrado. ............................................................. 61 2.2. Max Weber. ............................................................................................................ 75 a. Los excesos de la racionalidad. .............................................................................. 75 b. El desencantamiento del mundo............................................................................. 76 c. La ‘trampa de la jaula de hierro’ ............................................................................ 78 d. La máquina burocrática.......................................................................................... 78 2.3. Los teóricos de la sospecha: el lado oscuro de la razón. .......................................... 84 2.4. La Escuela de Francfort: la liberación de los instintos. ........................................... 93 2.5. Las contra-utopías: del sueño ilustrado a la pesadilla futurista................................ 99 2.6. Robert Merton....................................................................................................... 130 a. Las consecuencias no previstas de la acción racional. .......................................... 131 b. Las profecías autocumplidas. ............................................................................... 134 2.7. La sociedad del riesgo........................................................................................... 136 III. Los escenarios de la sobre-modernidad: hipermodernidad o post-modernidad.. 143 3.1. El postulado de la hipermodernidad. ..................................................................... 145 La racionalización del ocio ...................................................................................... 146 La racionalización de los sistemas expertos ............................................................. 149 La racionalización de las interacciones sociales....................................................... 157 3.2. El postulado de la postmodernidad........................................................................ 162 La revalorización del individuo ............................................................................... 167 El abandono de los grandes sistemas de sentido....................................................... 170 Nuevos movimientos sociales y nuevos sujetos históricos ....................................... 174
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La reivindicación de lo propio ................................................................................. 177 El fin de las vanguardias .......................................................................................... 178 3.3. Apéndice antropológico. ....................................................................................... 181 IV. Una falsa dicotomía: sociedades tradicionales y sociedades modernas. ............... 185 4.1. El contexto de justificación de la teoría de la modernidad. ................................... 185 4.2. Sociedades tradicionales y sociedades modernas. ................................................. 192 4.3. Vías de tránsito: rupturismo o continuismo........................................................... 197 4.4. Modernidad y modernidades................................................................................. 199 4.5. La cuestión de los Derechos Humanos.................................................................. 202 BIBLIOGRAFÍA ........................................................................................................... 205
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PREFACIO. LUGARES COMUNES. En el análisis del complejo campo de lo social existen lugares comunes que son compartidos por la mayor parte de los estudiosos e investigadores dedicados a explorar, penetrar y avanzar por sus intrincados derroteros. Sin estas orientaciones y referencias puestas por nuestros predecesores marcharíamos por aquel vasto horizonte sin rumbo, para quizás empantanarnos en sus cenagosas arenas. Para evitarlo, antropólogos, sociólogos, filósofos, historiadores, juristas, economistas, psicólogos,..., participamos de un amplio conjunto de ideas que nos remiten a un mapa conceptual que necesariamente debemos conocer para llevar a cabo nuestra labor investigadora. A partir de dichas demarcaciones referenciales es cuando emprendemos el viaje a tierras incógnitas, abriendo nuevas sendas y descubriendo nuevos hitos que traten de desvelar la movediza trama de la cartografía humana. Como sabemos, la antropología está esencialmente preocupada por la cuestión del sentido, concretamente del sentido social y cultural. En nuestro tiempo y ante nuestros ojos se nos presentan profundas transformaciones que reflejan formas inéditas de la contemporaneidad sobre la que los antropólogos debemos de indagar para dar cuenta de los nuevos horizontes sociales y culturales que van abriéndose ante nuestra mirada. El análisis de la modernidad, por tanto, es una cuestión en la que los antropólogos debemos entrar a fondo si no queremos quedarnos en una comprensión superficial del mundo contemporáneo. Ante todo, la primera labor del antropólogo es la de aspirar a comprender el mundo en el que se vive, desde un punto de vista holístico, relacional, pluridisciplinar, diacrónico comparativo y empírico. Dado que para conocer el mundo existen muchas llaves, tantas como puertas, la antropología debe contemplarse como una forma de conocimiento multidisciplinar, de tal modo que el acercamiento a la historia, a la sociología, a la economía, a la política, a la filosofía, a la psicología, a la religión, al arte, a la biología,.... nos permiten entender procesos humanos complejos que se hallan mutuamente interpenetrados, a diferencia de la visión del especialista que aprecia el mundo de manera unidimensional, entrando en la vasta realidad desde una única puerta. Sin las aportaciones interdisciplinares de tantos y tantos autores, como los que aquí iremos citando y recitando, la indagación antropológica sobre la sociedad hubiera sido una tarea impracticable. Esos son los lugares comunes y de obligado paso a los que trato de hacer referencia, espacios de intersección en el campo de las disciplinas sociales. En vista de ello, y apropiándonos de tales aportaciones, esta obra no es tanto de quien la escribe sino producto de todos cuantos aquí se han hecho participar, unos vivos, otros ya desaparecidos, y todos dirigidos por la respetuosa batuta de quien ahora mueve la pluma. El resultado que se espera de esta conjunción de voces no es otro que el de presentar un marco conceptual que nos sirva de referencia teórica para encajar la abundante etnografía que recolectemos del campo de lo social, aceptando o rompiendo los moldes dados, pero también un mapa axiológico para situarnos en el mundo. Sin lugar a dudas, tomar ideas de otras áreas de conocimiento afines ha enriquecido nuestra mirada al entorno y en este sentido, los antropólogos no hemos cesado de hacerlo desde los
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inicios de la disciplina. Tan importante es conocer y reconocer esta deuda con los primeros exploradores de la sociedad que sin sus inestimables aportaciones difícilmente hubiéramos podido avanzar en el camino de la comprensión de los valores culturales. En este sentido, hemos de reconocer que la antropología no es una disciplina autónoma, sino que está pensada a la luz de lo que otros pensadores de la sociedad han ido aportando, ideas básicas que utilizamos como herramientas conceptuales para ejercer nuestro oficio, a modo de propuestas para pensar la realidad. Por este motivo, como antropólogos no debemos olvidarnos de mostrar nuestro agradecimiento hacia pensadores de la talla de Friedrich Nietzche, Wilfredo Pareto, Max Weber, Arthur Schopenhauer, Emile Durkheim, Karl Marx, Sigmun Freud, Robert Merton, Michael Foucault,... y otros tantos descubridores del mundo de lo social y lo cultural que han ido abriendo sendas por las que los investigadores de distintas disciplinas hemos ido avanzando. Tanto sus aportaciones como sus críticas han sugerido nuevas y sugerentes rutas por las que transitar. Así autores como Jürgen Habermas, Herbert Marcusse, Wright Mills, Daniell Bell, Gilles Lipovestky, Alain Touraine, Marc Augé, Ulf Hannerz, Ulrich Beck, Anthony Giddens, Marvin Harris, George Ritzer, Andrea Gorz, Franz Kafka, George Orwell, Aldous Huxley, Ray Bradbury, B.F. Skinner, y un largo etcétera de excepcionales ‘re-pensadores’ han bebido de aquellas fuentes originales. Y todos y cada uno de ellos tienen en común el haber pasado por lugares comunes, atravesando la vereda de aquel frondoso y a la vez tétrico bosque por el que transitaremos en el curso de las páginas que siguen. A la salida del mismo, y después de ver lo que leamos escrito a lo largo de la senda, quizás comprenderemos mejor el profundo pesimismo de un Max Weber o el esperanzado optimismo de un Anthony Giddens. Por tanto, la labor que se recoge en las siguientes páginas no nace con la ambición de mostrarse como un esfuerzo heurístico y original, entendido como un pensamiento insólito e inédito, sino que brota a raíz del empeño de dar un orden personal a las aportaciones de los autores que nos han precedido en el pensamiento, quizás como un tributo con quienes uno se siente en deuda intelectual, y también, por qué no, como un débito pendiente hacia otros autores que aun no han sido leídos y pensados, y que se nos ofrecen como mundos que esperan ser descubiertos por la propia mirada, cubriendo con sus futuras aportaciones huecos pendientes del conocimiento. De este modo, si bien he de reconocer que en las páginas que siguen no son todos los que están, no dudo en afirmar que están todos los que son, más los que algún día serán. Aunque pueda resultar paradójico, hoy en día se necesita más tiempo para ordenar el entorno que nos rodea, puesto que vivimos en un mundo cada vez más complejo y dinámico. También es cierto que gracias a los medios tecnológicos que disponemos a nuestro alcance, precisamos de menos tiempo para encontrar la información deseada. No obstante, tenemos que reconocer que no toda información es conocimiento, y que es preciso remover mucha paja para encontrar un puñado de grano, lo cual nos lleva a consumir un tiempo extra debido al exceso de información acumulada. Para tener la garantía de recoger conocimientos válidos, una excelente estrategia es la de acudir a las fuentes originales del pensamiento, porque mucho de lo que hoy podemos leer, fundamentalmente lo que aquí se muestra, bebe directamente de aquellas aguas. Por tanto, entiendo que una tarea básica del antropólogo o de cualquier analista social que se precie consiste en volver la mirada hacia 8
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atrás, hacia los clásicos, para echar a andar hacia delante. Si no lo hacemos corremos el riesgo de “reinventar la gaseosa”, además de creérnoslo. En este sentido, y para evitar confundirnos, el esfuerzo que se muestra en las páginas que siguen no ha sido otro que el de sistematizar todo este pensamiento para tratar de cruzarlo con el análisis antropológico de las prácticas sociales y sus significados. Una vez que se ha realizado un esfuerzo por comprender el mundo, cabe preguntarse qué puede aportar nuestra disciplina al propio mundo, y ello nos lleva a la antropología aplicada, que muchas veces es una antropología implicada, pero este sería quizás el último paso a dar, porque entiendo que no se puede actuar sobre un mundo que previamente no se comprende, ya que entonces no seríamos capaces de calibrar el alcance de nuestras acciones. Conozcamos primero, para transformar después, si es que decidimos apostar por dicha opción. Por último, decir que un trabajo de esta índole plantea la propuesta de pensar la antropología al revés, es decir, recorrer el camino inverso al desarrollado por nuestra propia disciplina desde sus orígenes, que en su planteamiento inicial partía de la idea de conocerlos a ‘Ellos’, a los ‘Otros’, a los ‘Alter’, antes de reconocernos a nosotros mismos. Y es que si no empezamos por indagar en lo que algunos han llamado la ‘Mismidad’, o la ‘Nostredad’, seremos incapaces de entrar en otros mundos, porque siempre los veremos desde éste. En el fondo siempre estamos comparando a los demás con nosotros mismos, y a veces esa comparación la establecemos en base a una imagen deformada de nuestra propia realidad, llevándonos no pocas veces al autoengaño, puesto que en esta atribución de roles, ‘nosotros’ siempre nos juzgamos como plenamente racionales mientras que a ‘ellos’ les corresponde la irracionalidad más profunda. Tal vez, lo interesante sería acometer la tarea de explorar nuestras propias sociedades, calificadas de modernas e industriales, emprendiendo la ardua labor de conocernos primero a nosotros mismos, en toda nuestra diversidad, para luego dar el salto a los diversos “Otros”, evitando caer en falsas construcciones ideológicas. Seguramente apreciaríamos con ello, que en este proceso inverso se nos irían rompiendo muchos de los mitos que nos lastran, como aquel sustentado en la dicotomía entre “civilizados” y “salvajes”, o aquel otro que establece los límites entre racionalidad e irracionalidad, colocándonos a Nosotros en la primera categoría. Para salir del laberinto de espejos que nos refleja una mirada complaciente de nuestra propia realidad es necesario conocer primero los entresijos que han engendrado los mitos de la modernidad y de la racionalidad como una construcción típicamente occidental. Luego es preciso que emprendamos el viaje en otro sentido, rompiendo para ello con las imágenes proyectadas, para avanzar hacia esos lugares comunes situados más allá del espejo de nuestros espejismos.
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I. LA TEORÍA DE LA MODERNIDAD Y EL MODELO DE LA RACIONALIZACIÓN. MITOS, IDEALES Y REALIDADES. 1.1. El sueño de la construcción de un mundo racional. Como escribe Conrad P. Kottak1, cuando utilizamos la palabra mito, pensamos en las narraciones sobre dioses y héroes fabulados por griegos, romanos y nórdicos, por lo que tendemos a pensar que la modernidad se halla exenta de todo tipo de mitificaciones. Sin embargo, si entendemos como mito aquellas narraciones santificadas y sublimadas, que expresan sintéticamente valores culturales fundamentales entre personas de una cultura concreta, debemos afirmar que todas las sociedades pasadas, presentes y futuras poseen mitos. Tales relatos pueden provenir de ficciones derivadas del imaginario cultural, que expresan una definición de la realidad que establece a su vez un marco de actuación concreto, válido para cada grupo humano. También el mito puede tener sus raíces en hechos históricamente constatables cuyos significados se van transformando, ya que la cultura reinterpreta constantemente el contenido del mismo en función de los cambios del propio contexto. De este modo, cada generación escribe su propia historia revisionista y recrea a su manera los mitos heredados, a la par que construyen otros nuevos cuando cambian las propias definiciones de situación. En consecuencia, el mito, como toda obra humana, se va re-significando para ser actualizado en cada nuevo contexto, puesto que si no se procede a ello, pierden su sentido y vigencia, dado que la sociedad puede prescindir de ellos para justificarse moralmente. La importancia de los mitos no radica en ningún modo en que sean verdaderos o falsos, cuestión ésta baladí, sino en que dichos relatos sean creídos por el grupo que los comparte, puesto que de su credibilidad depende la legitimación de funciones tales como las ideológicas, económicas, sociales, políticas... o de cualquier otra índole. Cuando estas narraciones pierden fuerza y vigor para defender ideas fundamentales de una sociedad o una comunidad, comienzan a ser sustituidas por otras, de modo que van cambiando con los tiempos. Y es que probablemente, una sociedad sin mitos no podría existir porque carecería de relieves axiológicos, describiendo la forma de un encefalograma cultural plano. Por el contrario, cada tiempo y cada espacio humano poseen sus propios mitos, y de hecho, tal vez la mejor forma de describir a una época sea enunciar los mitos en los que sus gentes creen o han creído. Como exponía Middleton, un mito es una afirmación acerca de una sociedad y del lugar que ocupa el hombre en ella y en el universo que le rodea. Un mito, en definitiva, es una justificación moral de un orden social. En esta línea interpretativa, para Lévi-Strauss, el mito no es sino una ‘carta constitucional’ para la sociedad, y un mecanismo para la supresión del tiempo, al permitir la justificación de los orígenes. Nuestra época, como no podría ser de otra manera, también contiene sus propios mitos pero quizás el hecho de que los tengamos tan cerca, tan encima, tan permanentemente presentes, 1
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y sobre todo tan cotidianizados, hace que no podamos verlos con total claridad, hasta el punto de perder cualquier referencia sobre ellos, pareciéndonos invisibles. De hecho, cuando acercamos demasiado nuestra mirada a un objeto llega un momento en dejamos de verlo, de igual modo que perdemos de vista aquello que se halla tan lejano de nosotros que ya no es posible de divisar. Frente a estos casos extremos, adoptar una media distancia quizás sea la mejor forma de mirar. En el fondo, los mitos permiten responder a interrogantes humanos básicos existentes en todos los grupos sociales. Planteando las clásicas preguntas que no tienen respuestas, salvo las que el propio grupo decida colectivamente a través de sus convenciones. Saber quiénes somos, de dónde venimos o a dónde vamos, son cuestiones fundamentales que han acompañado al ser humano durante toda su andadura por la Historia y la Prehistoria, ofreciendo a cada paso soluciones variadas. Uno de tales mitos, ha sido, sigue siendo, el de la modernidad, fundado en postulados y premisas que desde hace más de un par de siglos justifican moralmente nuestras acciones. Quizás sea el mito de la modernidad uno de los más potentes y compactos que se hallan elaborados en todo el devenir humano, uno de los que posiblemente mayor credibilidad ha generado, pero también el que mayores perturbaciones imprevistas ha introducido en los sistemas sociales a pesar de su aparente racionalidad, amenazando con amplificar los riesgos en el futuro próximo si no se desmontan alguno de sus presupuestos más negativos. En las líneas que siguen, trataremos de explicar cómo se ha ido construyendo teóricamente el mito de la modernidad desde la óptica occidental, entendiendo el concepto de mito como una creencia socialmente construida, y como tal ajena a las valoraciones de falsedad o verosimilitud, puesto que ninguna realidad es falsa mientras sea creída por los actores sociales que la suscriben, o bien hasta que el descrédito general la ponga en evidencia. No obstante, durante demasiado tiempo, hemos creído con una fe a prueba de bombas en el mito de la modernidad, un relato magnificado que conviene ser revisado si es que aun le queda alguna validez para ser sustentado. Desde Max Weber se identificó la racionalidad como una forma de pensamiento propia de la civilización occidental. Weber, que es el mayor analista de la modernidad y al mismo tiempo uno de sus mayores detractores, define a ésta por la instrumentalización de los medios que persiguen la construcción de un mundo racionalizado. De este modo, la modernidad podría definirse como un proyecto teleológico, mientras que la modernización sería el proceso que conduce a dicho fin deseado. Partiendo del mismo proyecto de alcanzar el reinado de la razón, de llegar a un mundo gobernado por una razón liberada de espectros metafísicos, liberales y marxistas plantearon procesos de modernización a través de sendas distintas en la forma pero afines en el contenido. En este sentido, si la modernización lleva a la modernidad, debemos entender que existen procesos diferenciados para su realización e imágenes distintas con las que identificarla. La concepción clásica de la modernidad es ante todo, la construcción de una utopía racionalista del mundo. La sociedad moderna se define por el triunfo de la razón y del progreso, la construcción de un mundo racional, de un proyecto de humanidad que avanza hacia la abundancia, el orden, la felicidad y la libertad.
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Podríamos encuadrar dicho proyecto en un lugar específico, Francia, aunque pueden rastrearse sus precedentes en el Renacimiento italiano, y en una época concreta, la Ilustración, y en este espacio y en este tiempo aparece la humana tentación de construir un mundo racional sobre el cual poder organizar, planificar, dirigir, experimentar. El proceso culminaría con la Revolución Industrial inglesa, en donde definitivamente cuajaría la ideología de la modernización. De este modo, como ya se ha expuesto, modernización e industrialización pasan a convertirse pues en conceptos enredados entre sí. La Ilustración del siglo XVIII, también conocido como el Siglo de las Luces, introducía una metáfora asociada al proceso de racionalización. La vela o el candil iluminando la oscuridad tenía la virtud de convertir en visible lo invisible, siendo este el símbolo que representaba las luces de la razón. La razón era concebida como una pequeña vela individual que nos ayudaba a ver lo suficiente para evitar que nos tropezáramos en las tinieblas. Era la salida de las penumbras de la irracionalidad medieval a partir de la linterna de la razón que alumbraba la realidad, permitiéndola verla sin velos ni disfraces, sino tan cual es, objetivamente. Se trataba pues de una confianza ciega en las luces la razón, luces que permitirían al hombre salir del oscurantismo representado por la tradición. En este sentido, la modernidad ha sido utilizada como sinónimo de racionalización y como antónimo de tradición. El Iluminismo hacía de su razón la única posibilidad de humanización para el hombre, de tal modo que los límites de la liberación humana se establecían dentro de un marco epistemológico creado desde la Ilustración y la formación de la modernidad occidental. Así, la esperanza ilustrada de cientifizar la sociedad y de reemplazar la pasión por la razón se contemplaba como un logro humano para construir el paraíso terrenal, la sociedad perfecta. Estos siglos estarán dominados por los científicos, destacando el empirismo inglés en la ciencia; por los legistas, apostando por el modelo político francés asociado al pensamiento republicano y laico, centralizado; por los filósofos, encumbrando el pensamiento filosófico alemán que plantea la búsqueda de la emancipación humana; por los escritores librepensadores de la talla de Voltaire o Rousseau; ..., y en definitiva por los ‘hombres del libro’, que desplazan a los ‘señores de la guerra’. Cada época crea su léxico y el de la Ilustración basó sus juegos de lenguaje en palabras tales como ‘racionalidad’, ‘universalidad’, ‘evolución’, ‘civilización’, ‘progreso’, ‘desarrollo’, ‘revolución’, ‘modernidad’, ‘cambio’, ‘verdad’, ‘moralidad’, ‘libertad’,... A partir de dicha retórica se construían dicotomías tales como racional/irracional, objetividad/subjetividad, civilización/primitivismo, modernidad/tradición, desarrollo/atraso,... palabras y juegos de palabras que en la contemporaneidad han ido quedando bastante caducas y obsoletas. En otro sentido, la modernidad se ha definido durante mucho tiempo por lo que destruía: religiones, urbanismos, tradiciones, particularismo, nacionalismos,..., haciendo alusión al fin de cierta historia y al comienzo de otra completamente nueva. El triunfo del reconocimiento de la libertad individual en Francia y, algunos años antes en Estados Unidos, liberados de su dependencia colonial, inicia eso que los historiadores han denominado el ‘periodo moderno’, que significaba el final del oscurantismo y el principio de las ‘Luces’. De este modo, la Revolución Francesa ha sido representada como el triunfo 13
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de las luces sobre las sombras, tras el largo reinado de la oscuridad absolutista, contraponiéndose los valores ilustrados a los del Antiguo Régimen:
Ilustración
Antiguo Régimen
Razón Conocimiento Progreso Universalidad Libertad Ciudadanos Derecho Igualdad legal Burguesía Clases Libre mercado Mercado único Desamortizaciones
Superstición Ignorancia Tradición Particularismos Sometimiento Súbditos Tiranía Privilegios legales Pueblo Estamentos Proteccionismo Localismos Bienes comunes
Como expone Alain Touraine2, la identificación de la modernidad con la razón ha sido más francesa que inglesa. De hecho, la Revolución inglesa apeló todavía a la restauración de los derechos tradicionales del Parlamento, mientras que la Revolución Francesa apeló en nombre de la razón, cuyo gran texto fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en 1789, como expresión universal de los derechos individuales por encima de los deberes políticos3. Este texto pertenece más al pensamiento individualista moderno que al holista tradicional, por utilizar la oposición utilizada por Dumont. En España, Jovellanos, Blanco White o Francisco de Goya, fueron el reflejo de este espíritu, personas que estuvieron a caballo entre dos mundos y dos concepciones del hombre. Como nos refiere Ricardo Sanmartín4, Goya nace en el viejo mundo y muere ya en el nuevo. Su obra es el reflejo de esta tensión, explorando en ella los valores morales de la época, utilizando el lienzo como un espacio para plasmar la realidad que le tocó vivir. La primera obra de Goya, que era un convencido ilustrado, rebosa el optimismo del ascenso de la razón, mientras que su segunda obra, la de los ‘desastres de la guerra’, refleja una visión pesimista, la sinrazón en un país en donde el peso de la tradición impedía el tránsito hacia la modernidad. a. El ideal del progreso.
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1993. Touraine, A. Artículo II: Libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión, ‘nadie debe ser inquietado por sus opiniones, ni siquiera religiosas’ 4 “Goya y la muerte de la verdad”. Conferencia celebrada en la Casa de Velásquez en las Jornadas de Antropología Social e Historia. 29 de octubre de 2002. 3
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La modernidad, asociada a la racionalidad, podría definirse por un varios marcadores, entre los cuales destacarían sobremanera la revolución permanente, el ideal del progreso y la esperanza en el futuro. La idea del progreso es una idea moderna ajena al pensamiento griego y romano clásico, que se remontaban a una primigenia edad de oro en el pasado desde la cual había caído la humanidad, implicando un movimiento regresivo o cíclico. El pensamiento formulado por los antiguos griegos se basaba en una idea cíclica del tiempo, una concepción del mundo pagana que el cristianismo desterró supliéndola por la idea de la evolución única y lineal, pero decadente, no ascendente. En realidad se trataba de una involución basada en el mito de la caída del hombre. En su versión decadente, la historia de la humanidad era entendida como un retroceso y no como un avance. Tradicionalmente, la historia de la Humanidad se había explicado desde la óptica degeneracionista. El pensamiento judeo-cristiano partía del Paraíso como principio mítico de la humanidad. El Antiguo Testamento narra la historia de la caída de la criatura humana en el abismo infernal. Tras el pecado original de Adán y Eva, y la salida del Edén el hombre había tenido una trayectoria decadente. De este modo la historia de la humanidad podía ser explicada como una involución más que como una evolución. En tales circunstancias, el hombre no subía peldaños sino que descendía escalones desde su origen. La ‘caída’ era cada vez más profunda: tras la expulsión del Paraíso le sucede el pasaje de Sodoma y Gomorra, el Diluvio Universal, la Torre de Babel,... episodios bíblicos que narraban la degeneración de la raza humana, interpretando el presente como una etapa de decadencia. Lejos de un pensamiento evolucionista sobre la trayectoria de la especie humana, la historia de la humanidad hasta la Ilustración se explicaba a través de la teoría del degeneracionismo. No obstante, la venida del Redentor, introducida por el cristianismo en el Nuevo Testamento ya marcaba un primer viraje, un punto de inflexión que supone un cambio en la orientación temporal hacia el progreso planteando una trayectoria hacia el futuro. De este modo, efectivamente había una caída pero gracias a la Redención era posible ascender y volver de nuevo al Paraíso. Se abría así una puerta a la esperanza y al progreso. Esta línea ascendente de la humanidad introducida por el cristianismo fue reafirmada en su versión secularizada por la Ilustración y por Charles Darwin con su teoría de la evolución. Para el pensamiento moderno, habría un regreso al Paraíso, pero éste ya se sitúa en la tierra. Se estaba diseñando con ello la utopía de un mundo racional a partir de la cual el ser humano pasaba de la condición de mera criatura creada a auténtico creador de la realidad, el hombre como un ser hecho a sí mismo en camino hacia la auto perfección y el dominio del universo. Con el tiempo, se va produciendo un despegue de lo sagrado, haciendo que la idea del progreso se mostrase cada vez menos compatible con la ortodoxia religiosa puesto que las leyes naturales funcionaban sin necesidad de la intervención de la Divina Providencia. El incipiente mundo de la ciencia, sobre todo en la astronomía y la biología, pero también en la política o en la economía no cesaban de demostrarlo. La metafísica mano invisible del mercado de Adam Smith sustituía al dedo de Dios. 15
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La Ilustración caracterizada por su optimismo antropológico y su voluntarismo, creyó descubrir que la historia humana era la historia del progreso. A partir de dicho supuesto se consideraba que la Humanidad pasaba gradualmente de un estadio primitivo, brutal, ignorante y tenebroso a otro estadio en donde triunfaba la razón, la virtud y la felicidad. La idea del progreso ilustrado venía presidida por el afán de los hombres de acceder a la mayoría de edad convirtiéndose en amos y dueños de su propio destino, dominando la naturaleza. Ello conducía hacia una sociedad feliz, armoniosa, igualitaria y justa. Condorcet, Saint-Simon, Spencer, Toynbee,… marcaron en sus escritos el rumbo o la dirección trazada por la humanidad en su deambular por la historia universal. El proyecto de la Ilustración culminó con Robespierre durante el Terror a la Diosa Razón, cuyos adeptos compartían la fe en el progreso, una actitud de confianza en el avance de la Humanidad a través de la Razón, que se materializada en los descubrimientos del método científico como llave para alcanzar la certeza frente a la antigua verdad de inspiración religiosa. El terreno estaba ya preparado o abonado para que germinase una nueva concepción de la humanidad. El evolucionismo, como concepción de la historia de la humanidad plenamente moderna no surge definitivamente hasta Charles Darwin. Con la publicación de su obra, “El origen de las especies” en 1859, se impuso una nueva concepción de la naturaleza en la que la evolución y el cambio aparecen como leyes supremas sin necesidad de recurrir a fuerzas misteriosas. Con la teoría darwinista de la evolución, la posición del Hombre sufriría una nueva degradación al despojársele de su gloria como ser racional, creado para ser el señor de la tierra. La Humanidad procedía del mono, dejando de ser una criatura divina. No obstante, la ciencia había de demostrar que la evolución transcurría en la dirección deseada, orientada hacia la perfección. En esta nueva andadura, el Hombre se va creando a sí mismo para ser una creación de nadie, salvo de sí. En esta línea, Carlos Marx y Engels se basaron en los postulados de Darwin para construir una teoría de la evolución de las sociedades. Toda esta idea del progreso estaría alimentada por la filosofía de las Luces, para quien la historia tenía un sentido, un telos. La concepción hegeliana suponía que la historia avanzaba hacia el progresivo desarrollo de la conciencia. Para Marx el significado de la historia era el control del hombre sobre la naturaleza. Para Tocqueville, ésta conducía de la aristocracia a la democracia, de la verticalidad hacia la horizontalidad, de la jerarquía a la igualdad, y esto lo retrataba en los Estados Unidos. La idea del progreso como evolución ascendente era pues un concepto novedoso y moderno, frente a la idea bíblica de la involución o de la decadencia humana greco-romana. Tampoco era de extrañar que los liberales creyeran en el progreso, pues esta idea justificaba toda la transición del feudalismo al capitalismo. Fueron precisamente los liberales quienes construyen la ideología dominante de la economía capitalista. También los socialistas utilizaron esta creencia sobre la base de la superación del capitalismo. De la misma forma que la burguesía derrocó a la aristocracia, el proletariado derrocará a la burguesía. El mundo sólo sería de los seres racionales.
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b. La revolución permanente y la esperanza futurista. El proyecto clásico de la modernización mira hacia el futuro, construido sobre las raíces de la ciencia y la técnica, y se aleja de un pasado soportado sobre la vía muerta de la tradición. Así, es la esperanza futurista el motor que guía la modernidad. Con la Razón el hombre abandonaba las muletas de las tradiciones que frenaban el paso y lastraban cualquier avance, para comenzar a andar libremente sin apoyaturas transcendentes, dejando atrás el paso a paso para correr a zancadas dada la confianza depositada en las potencialidades intelectuales del Hombre. La modernidad se basaba en la negación de la tradición, en el culto a la novedad y en la aceptación del cambio permanente como elemento positivo. Su trayecto se proyectaba hacia el futuro, hacia la innovación, huyendo del pasado y del conservadurismo. Se trataba pues de una ‘tradición de ruptura’, a partir de la cual romper los limitantes y propiciar la salida del cascarón. De este modo, la modernidad puede entenderse como un estado de revolución constante, permanente, como expondría Lipovetsky5. En el arte, el escándalo y la provocación de las vanguardias era un producto del espíritu moderno, conocido bajo la denominación de modernismo. En la industria, la producción de nuevas técnicas va sustituyendo velozmente a las anteriores. Es el industrialismo. La modernidad es dinámica, implica un avance continuo, movimiento, frente a la tradición que es estática, invariable, empantanada. 1.2. El síndrome de la racionalización. Aunque ya fue dicho antes, merece la pena repetirlo. Tenemos que distinguir entre dos conceptos. Una cosa es la ‘racionalidad’ como capacidad intelectual propia del género humano, dado que somos seres racionales, y otra muy distinta, la ‘racionalización’ de la vida como extensión de la racionalidad aplicada a todos los órdenes de la existencia humana. Según los teóricos de la modernidad, dicho proceso de racionalización avanzaría imparablemente, manifestándose en cada una de las dimensiones en las que el ser humano desarrolla sus actividades. Un síndrome no es sino un conjunto de síntomas. Desde la teoría clásica, la modernidad puede contemplarse a través de una suma de manifestaciones, indicios o señales que presenta una sintomatología o un ‘cuadro clínico’ que nos remite a un síndrome, en nuestro caso el de la racionalización como elemento común, un proceso cuyo avance puede observarse en el campo de la política, la justicia, en la economía, en la producción, en la organización, en las creencias, en las costumbres, en la concepción del sujeto, en las relaciones sociales, en la producción artística, en la producción del conocimiento,... El creciente proceso de racionalización activado por la modernización va penetrando, infiltrándose subrepticiamente en todos los órdenes de la sociedad, instalándose hasta en los aspectos más nimios o triviales de la vida cotidiana, y avanzando hacia un mundo irreversiblemente racionalizado.
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1988. Lipovestky, G. 17
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La teoría de la modernización nos presenta pues, una imagen teleológica y evolutiva del mundo, basada en la aplicación de la racionalidad en las distintas esferas:
Proceso de racionalización De los despotismos Al Estado-nación, fundado en la teocráticos, basados en la separación entre poder político y alianza entre el trono y el religioso. altar Del derecho represivo, Al derecho restitutivo, basado en Orden legal sustentado en la aplicación el empleo racional del derecho (la arbitraria de la justicia (el autoridad) y en el ocultamiento de poder) y en la ejemplaridad la pena. del castigo De las economías simples A la economía de mercado Orden económico capitalista, la ‘economización’. De las costumbres gremiales A la organización científica del Orden productivo trabajo. De la tradición A la burocratización. Orden organizativo De la sacralización del mundo A la secularización del mundo. Orden religioso Al universalismo. O. de las costumbres De los particularismos Al subjetivismo. O. creación del sujeto Del holismo A la impersonalización. O. relaciones sociales De la personalización A la autonomía. O. producc. artística De la heteronomía De la objetivización A la subjetivización. O. producc. conocmto Del pensamiento especulativo Al pensamiento científico. Orden político
Anteriormente, ya dejamos sentado que no existe modelo que pueda transportarse de forma idéntica a realidades distintas, ni que todos los síntomas se cumplan en todos los contextos, por lo que debemos entender la modernización como un ideal civilizatorio que pasa a ser contrastado con las distintas realidades posibles. No obstante, desde un planteamiento lógico-deductivo podemos elaborar o diseñar las pautas ideales de ese modelo puro o abstracto. Como escribe José Medina Echevarría, en la ‘Nota preliminar de la primera edición en español’ de la obra de Max Weber, “Economía y sociedad”6, este autor se plantea la siguiente pregunta: ‘¿Qué es lo constitutivo y peculiar de la civilización occidental?. Desde la música armónica al partido político, pasando por otros fenómenos al parecer muy heterogéneos, nos encontramos con una serie de cosas que sólo en Occidente se ofrecen en su forma cabal. ¿Por qué aquí y no en otras partes?. ¿Qué consecuencias tiene para nuestra vida este hecho singular?. Al cabo, de manera abstracta y como hipótesis de interpretación de nuestra historia, se impone averiguar el origen y desarrollo progresivo del predominio de lo racional en todos los aspectos del espíritu y de la cultura. El proceso de racionalización, como decía Weber, que llega hasta nosotros cargado de destino. Pero 6
(1922) 1987. Weber, M.
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si tratamos de captar sus manifestaciones singulares, hay alguna de entre ellas que pudiera parecer decisiva. De ahí el tema más conocido de las investigaciones weberianas: el de la formación y peculiaridad de ‘nuestro’ capitalismo,... que le lleva al estudio sociológico de las grades religiones’. Max Weber describió y examinó un penetrante proceso de racionalización en todos los órdenes de la vida en la sociedad moderna, y a partir de ello elaboró una serie de categorías o tipos ideales, entendidos como constructos abstractos, siendo las conductas reales desviaciones sobre ese modelo descrito. Su trabajo intelectual ha marcado el camino de las ciencias sociales en Occidente en torno a la construcción de la racionalización del mundo. Sugiriendo los planteamientos de Weber, si nos remontamos a principios del XIX podríamos preguntarnos qué relación podríamos extraer entre un soldado de infantería napoleónico, un burócrata prusiano de la corte Guillermina y un obrero de una empresa manufacturera inglesa. Para nuestro autor la respuesta se encontraría en la meticulosa y calculada racionalidad con la que proceden en sus acciones cotidianas. Uno en el campo de batalla, otro en el burot de su despacho, otro en el espacio del taller, cada cual empleando un método, y como ya se sabe, allá donde hay un método existe una ciencia. Los escenarios son distintos pero sus lógicas de actuación pueden homologarse bajo el rótulo de la racionalidad. Esta idea inspiró el telos de todas las ciencias sociales, incluida la antropología positivista, que se apropió del mundo primitivo entendido como el estudio de las sociedades pre-racionales. El supuesto de la modernidad se basaba pues, en la construcción de un mundo racional en todos los órdenes en donde encontramos diferentes manifestaciones de un mismo fenómeno, el de la racionalización, un conjunto de síntomas que componen un síndrome, y que actúa paralelamente en todos los ámbitos de la vida social. En el orden político, con la modernidad aparece la politología o las ciencias políticas, como el estudio científico y racional de las relaciones políticas. En esta dimensión política se presupone que se produce un avance de la autoridad racionallegal frente al paulatino retroceso del poder sagrado de los despotismos teocráticos. Ello se traduce en la crítica de la irracionalidad del poder omnímodo y la viabilidad de una racionalidad en la esfera política. Por tanto, esta racionalidad avanza en el sentido de: a. Un rechazo a la monarquía de derecho divino, que sacralizaba el poder del soberano, situándolo por encima de lo humano y a veces de lo divino. Frente a ello, la modernidad parte de la pretensión de que la revelación divina se sustituye por la razón humana. b. Un rechazo a la vinculación entre soberano e iglesia, a la alianza entre poder terrenal y el poder celestial. Durante la Edad Media y el Absolutismo, la Iglesia fue la fuente de la legitimidad de la autoridad tradicional, reconociendo el derecho divino de los monarcas absolutos. A partir de la modernidad se demanda una separación entre la iglesia y el estado, entre lo espiritual y lo temporal, un proceso de distanciamiento que llevarán hacia las sociedades modernas a través de la aplicación de la división de poderes, legislativo,
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ejecutivo y judicial, ya explicitado por Montesquieu en “El espíritu de las leyes”. Cuando los teóricos de la modernidad aluden al tradicionalismo de las sociedades islámicas están diciendo que aquellas están fundadas sobre principios religiosos y no racionales, invalidando cualquier otra vía de modernidad que no sea la secular, cuando esto no se cumple ni en nuestras propias sociedades occidentales. c. Un rechazo de la legitimación del poder político basado en la herencia o en la voluntad divina introduciendo la idea de la soberanía popular a partir de una decisión libre de los individuos. La realeza pasa a ser considerada como una institución propia de los regímenes antiguos pero no de los sistemas políticos modernos y democráticos, en donde todos los hombres son reconocidos como jurídicamente iguales. d. Un rechazo a los abusos arbitrarios del soberano del Antiguo Régimen, amparado por el absolutismo, que privaba a los ciudadanos de cualquier defensa frente al poder omnímodo del soberano. La modernidad clamaba la pretensión de que imperasen las libertades públicas, a través de una autoridad racional legal del Estado de derecho que hiciera frente a los arbitrios del monarca, desplazando la autoridad carismática por otra legal-racional, basada en la fuerza de la razón y no en la razón de la fuerza. Los principales hitos en este largo recorrido hacia la racionalización política arranca desde el Renacimiento. Ya en el siglo XVI, Nicolás Maquiavelo en el tratado de “El Príncipe”, tomando como ejemplo la figura de Fernando de Aragón, separó la razón de Estado de la esfera moral-religiosa, anunciando la emergencia del concepto de Estado. El príncipe no debe apartarse del bien si se puede, pero debe ejercer el mal si es necesario para mantener el status quo. Además, Maquiavelo escarba en la parte oscura del poder, aquella que normalmente suele permanecer oculta a los ojos de los súbditos. En este sentido, el poder del monarca está alimentado por las pasiones, la búsqueda de riquezas, el sexo, el deseo de admiración, la ambición,... La aparición del Estado Moderno en el Renacimiento con la España de los Austrias, la Francia de los Borbones, la Inglaterra de los Estuardos,..., es uno de los hitos que marcan el comienzo de la Edad Moderna en contraposición a la Edad Media Feudal. El inglés Thomas Hobbes en el siglo XVII, justificando la dictadura de Cromwell, parte de la idea de que el orden social es creado por una decisión de los individuos que se someten al poder del Leviatán, un monstruo mítico que tiene el monopolio de la fuerza física pero que gracias al terror que suscita, impone el orden social. En esta apología del absolutismo sin embargo no se remite a ninguna justificación o legitimación divina, sino en el pacto social voluntario, ya que el peor soberano, el más injusto de los que hubiere permitiría una temerosa vida pacífica, siempre mejor que vivir en el estado de naturaleza, en la guerra de todos contra todos, puesto que en el pesimismo antropológico de Hobbes ‘el hombre era un lobo para el hombre’. Rousseau en el siglo XVIII establece que el orden social responde a la voluntad general que se expresa en el contrato social. Si el soberano incumple ese contrato los ciudadanos tienen el derecho de arrebatarle el poder y nombrar a otro representante que cumpla sus deberes y obligaciones con el pueblo. Rosseau partía del presupuesto filosófico del optimismo antropológico por el cual el hombre era un ser bueno por naturaleza hasta que la 20
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civilización lo envilecía y hacía malvado, un ser artificial. Del ‘buen salvaje’, preocupado por el bien colectivo, al codicioso mercader, que sólo buscaba su propio interés, se producía un proceso degenerativo humano que sólo podía evitarse poniendo límites al poder a través de la voluntad popular. Montesquieu, en la línea del pensamiento liberal, establece los principios de la división de poderes entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, como garantía frente a los abusos arbitrarios de los gobernantes e ingenia un delicado juego de pesas y contrapesas para equilibrar el poder, de modo que éste nunca esté en manos de uno. En esta descentralización o limitación del poder central descansa el mecanismo de la democracia, que puede definirse como la dimensión política de la modernización en la que los gobernados eligen a sus gobernantes a través de la soberanía popular a fin de combatir el poder absoluto del monarca despótico. Frente a las ‘virtudes sociales’ que destacan los intereses del grupo por encima del de los individuos, el utilitarismo de Bernald de Mandeville exaltaba el instinto egoísta como articulador del orden social en una sociedad nueva que ya no responde a los patrones mentales de las sociedades tradicionales, de tal manera que los vicios privados generan virtudes públicas. Así, un conjunto de ciudadanos egoístas, que miran por sí mismos, da lugar a un Estado creador de riqueza, porque la búsqueda de la opulencia de la mayor parte de la población hace aumentar el consumo y esto la producción. No es el Estado quien ha de generar la riqueza, que en cualquier caso ha de abstenerse de intervenir en los asuntos económicos, sino la libre actuación de los individuos buscando su interés propio. La labor del Estado es la de garantizar la libertad de los ciudadanos para dinamizar la economía. Son todas reflexiones modernas sobre la sociedad, en donde se trata de definir la naturaleza humana, conjugar los intereses públicos con los privados, marcar los límites del soberano y la participación del pueblo, fundamentando racionalmente el orden político sin recurrir a principios religiosos. La Revolución Francesa haría suyas estas argumentaciones y reflexiones filosóficas rompiendo la alianza entre el trono y el altar que vinculaban el poder político con la autoridad religiosa. Para la racionalidad ilustrada, la nación habría de identificarse con la Razón, cuyo triunfo final acabaría con el despotismo autocrático, y garantizaría las libertades públicas. En unas sociedades crecientemente secularizadas la religión va perdiendo aquella función de legitimación del poder que durante tanto tiempo ejerció, imponiendo la sumisión de las poblaciones al monarca absoluto. Este proyecto ilustrado, fue radicalizado por los jacobinos que reinstauraron el poder absoluto del Estado bajo el régimen del terror leviatánico en nombre de la Razón de Estado, como medida transitoria para limpiar a la sociedad de los vestigios y anacronismos arrastrados por el Antiguo Régimen. Posteriormente, Napoleón Bonaparte se aleja de los principios ilustrados cuando es entronizado como emperador, acaparando el poder supremo. En paralelo, los valores de la libertad, igualdad y fraternidad, se iban difundiendo por toda Europa a través de los códigos legales franceses. Del fallido intento de la Revolución se pasa a la Restauración, que irá introduciendo un lento proceso pero a la vez irreversible. Las monarquías absolutas europeas apoyadas por la 21
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incipiente burguesía, que accederán al poder político a través del poder económico, irán siendo sustituidas por un aparato estatal abstracto e impersonal que despersonaliza el poder absoluto del soberano a través de un proceso de codificación legal que introduce una racionalización en la vida pública. La racionalización de los procedimientos introducida por la burguesía para rebajar el poder central de los monarcas absolutos va contagiando de impersonalidad las leyes a fin de protegerse contra el nepotismo, el clientelismo, la corrupción, los privilegios, haciendo que la administración política fuese paulatinamente vaciada de poder personal. El Estado-nación como forma política de la modernidad ya es un producto histórico acabado en la Europa del siglo XIX. El Estado se difunde y se reproduce a través de la escuela, de la administración pública y del ejército. Frente a la centralización del poder de forma personal y carismática (el monarca absoluto), el poder se va a centralizar en el aparato del Estado, como una entidad impersonal y racional. El rey, si lo hubiera, reina pero no gobierna. De este modo, el Estado moderno monopoliza la fuerza física legítima (militar y policial) para garantizar la seguridad ciudadana, como argumentaba Hobbes. Pero no sólo el Estado detenta el monopolio de la violencia, la razón de la fuerza, sino que además, y sobre todo, se convierte en una impersonal maquinaria legal-racional que normativiza y administra la vida de los ciudadanos penetrando ‘suavemente’ en la sociedad, controlándola de forma continua, mesurada, homogénea, regular, hasta en sus rincones más ínfimos. La vida política está regida por decretos, leyes, normas, reglamentos, basados en el principio de la igualdad de derechos y obligaciones de los sujetos. El orden político se había racionalizado. En el orden organizativo, la racionalización introduce el proceso de la burocratización formal, la burocracia, y un nuevo cuerpo de especialistas profesionales, los burócratas. La burocracia ha sido diseñada para manejar con eficiencia grandes volúmenes de trabajo, aplicando la racionalización del trabajo a la producción administrativa. A medida que el Estado moderno crece se hace necesaria un grupo profesional ocupado en los asuntos estatales. La emergencia y consolidación de la burocracia como aparato administrativo del Estado basada en la racionalidad técnica, se impone definitivamente en el S. XIX localizándose originariamente en centroeuropa, la Alemania guillermina o prusiana y Austro-Hungría, donde ya existía una vieja tradición burocrática basada en cuadros administrativos. Con la consolidación del Estado moderno aparecen en escena los funcionarios públicos, pero formarán una legión justo en el momento en el que política y administración se separan por primera vez en la historia, tras el absolutismo. De este modo, mientras que los políticos establecen los fines, los funcionarios ponen los medios a través de la máquina burocrática, del aparato administrativo. Antes de ello, política y administración eran esferas confundidas que comenzarán a separarse cada una por su lado. Para los teóricos de la modernidad se trata por tanto de un fenómeno típicamente europeo. Si bien, las grandes civilizaciones del pasado, la egipcia, babilónica, china, india, inca, romana, bizantina, tuvieron organizaciones políticas muy desarrolladas, incluso imperios, no llegaron a configurar Estado, dado que no existía un cuerpo normativo que regulase
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impersonalmente los deberes organizativos, ni sus miembros se reclutaban sobre la base de la competencia profesional. El aparato administrativo estaba en manos de un clan, una fatría, una casta, un estrato social,... que se hallaba socialmente incluido dentro del grupo político dominante, con quien compartían intereses idénticos. En nuestro país, hasta la Segunda República existía la figura del ‘pasante’, que designaba aquel funcionario que perdía su puesto cuando cambiaba el partido político de turno. En las sociedades modernas la organización burocrática es el sistema de dominación típico, basado en la legalidad y la racionalidad, a partir del carácter impersonal del poder del Estado, que ya no se asocia a ningún grupo privilegiado. Como expone Weber, los funcionarios no obedecen a una saga dinástica, propia de un sistema de dominación tradicional, o a un líder carismático, característico de un sistema de dominación carismática, sino a la ley, que intenta ser una manifestación de la racionalidad, principio consustancial a un sistema de dominación burocrática o legal. Históricamente la burocratización puede entenderse como un paso adelante hacia la libertad, contra el poder arbitrario y caprichoso del señor feudal, promoviendo efectos democráticos o niveladores. De este modo, la burocracia implicaba para la burguesía la garantía legal contra la arbitrariedad de las decisiones, aplicando el principio de la igualdad frente al sistema de privilegios aristocrático. La burocracia representaba la forma definitiva de la racionalización, estableciendo una estructura formal como modelo organizativo. Su ‘aparato’ estaba constituido por enormes estructuras basadas en minuciosas normas, regulaciones, disposiciones, reglamentos, cadenas de mando y jerarquías, diseñadas para dictar lo que la gente debe hacer dentro del sistema y cómo debe hacerlo. Según los teóricos de la modernidad, la burocracia sería una estructura organizativa altamente racionalizada creada en Occidente que opera de una manera previsible, sujeta a reglas y normas estandarizadas, casi de manera automática. En este sentido se trata de un ‘sistema experto’, quizás el sistema experto por antonomasia. Los sistemas expertos son sistemas heterónomos, es decir aquellos sobre los que se ejerce un poder exterior que anula la autonomía de los actores. Los burócratas deben evitar al máximo introducir procedimientos subjetivos o personales en las funciones realizadas, que están estrictamente detalladas en la normativa. De este modo, el burócrata pierde muy poco tiempo pensando qué debe hacerse; sencillamente sigue las normas. En la organización burocrática, la personalidad se limita y las emociones se controlan. En realidad, el ideal del buen burócrata ha de actuar casi como un autómata que apenas ha de tomar decisiones propias, de tal modo que en última instancia un hombre pudiera ser sustituido por una máquina sin que se produjeran cambios significativos en el modo de actuar. Los comportamientos de un burócrata como los de una máquina son altamente previsibles, porque ambos se atienen a unas reglas o programas específicos del cual no se deben salir. Cuando la literalidad de la norma es llevada al máximo grado nos encontramos con el fenómeno de la ‘rigidez administrativa’. Max Weber consideró la burocracia como ejemplo paradigmático de la racionalización, y en base a ello construyó un tipo ideal, abstracto. Las características destacadas en el modelo weberiano son las siguientes:
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Función administrativa
La burocracia no es propietaria de los bienes públicos, sólo administradora de los medios de producción. Los funcionarios son servidores públicos y no propietarios de la Administración.
Sistema normativo Todo está regulado normativamente. Fuera de la norma no existe realidad o normativización posible. La memoria de la organización es el papel, todo se registra por escrito, de tal modo que lo que no esté escrito no existe. Así pues, su regulación se recoge en normas expresas racionales-legales que definen exhaustivamente las relaciones internas y externas al propio aparato. Todo está escrito, tabulado, medido y codificado. Los actos normados imponen un comportamiento previsible, ajustado a Carácter reglas o reglamentos escritos, dada la tendencia a estandarizar y regular el impersonal o despersonalización comportamiento humano dentro de la organización. Es la norma la que crea
al cargo al que ha de adaptarse el individuo, y no al revés. Los sistemas burocráticos inducen a que el empleado actúe de modo previsible, sin que importe quién sea el individuo. De hecho, el funcionario ha sido definido como un ser neutro, anónimo, despersonalizado, hasta el punto de que parecen haberse pasado la consigna y acudir a la misma sastrería. El burócrata ha sido contemplado como un ser impersonal, anónimo, sin rostro, con un trato deshumanizador.
Previsibilidad
Las burocracias se caracterizan por estandarizar y codificar los procedimientos. Esta racionalización implica la predicción de lo que pueda ocurrir en el tiempo y en el espacio. En una sociedad racional las personas no desean sorpresas y prefieren saber con qué se encontrarán en todo lugar o momento. La racionalización implica conceptos tales como la disciplina, el orden, la sistematización, la formalización, la rutina, la coherencia y los actos metódicos. Los cauces reglamentarios impiden que cada uno realice sus funciones de una manera distinta a la estandarizada o uniformizada.
Principio de jerarquía y autoridad
Las relaciones de subordinación están ajustadas a reglamentos normativos que despersonalizan las relaciones sociales. La obediencia se debe al cargo no a la persona, de tal forma que la relación no es de persona a persona sino de cargo a cargo, factor que disminuye los conflictos y las tensiones interpersonales. Estas relaciones jerárquicas o verticales están contempladas y recogidas normativamente. Existe pues una alta jerarquía de cargos, en donde se sabe muy bien de dónde proceden las órdenes y quién debe recibirlas.
División del trabajo La máxima racionalidad operativa se obtiene a través de la distribución de tareas en parcelas milimétricamente definidas, especializadas y diferenciadas, a fin de lograr la mayor eficiencia posible. Uno redacta, otro sella, otro timbra, otro envía, otro entrega.
Eficacia
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La organización burocrática es técnicamente superior a las otras formas organizativas, promoviendo la racionalidad del proceso de toma de decisiones a través de la búsqueda del mejor procedimiento posible en el menor tiempo para manejar grandes volúmenes de trabajo. Es la racionalización instrumental u operativa que va normativizándose. En base a este cálculo, todo debe estar medido y milimétricamente cuantificado. Se
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trata de reducirlo todo a dimensiones cuantificables: tasas, promedios, razones, cocientes, coeficientes, índices,...
Asalarización
El burócrata es una asalariado, evitando recibir pago o favores de los clientes que le lleven a incurrir en actos ilegales como la prevaricación o el cohecho. Su exclusividad a la administración le exige incompatibilidades laborales, a fin de preservar su adhesión a la organización. Su cargo público debe ser su único medio de vida, para preservar su fidelidad e identificarse con los objetivos de la organización.
Carácter laboral indefinido
Se trata de un trabajo por un tiempo indefinido, lo cual proporciona la seguridad y permanencia en el puesto de trabajo. Estamos ante un cuadro de profesionales fijos, que evita la intrusión de aficionados que actúen a tiempo parcial. Por tanto, la burocracia exige la dedicación total y el rendimiento máximo del funcionario.
Tendencia a la expansión
La burocracia tiende a generar un crecimiento ilimitado debido a la propia aplicación de la división de tareas. En la organización ideal de la burocracia weberiana, esta crece en progresión geométrica, siendo un aparato imposible de frenar.
Mecanismo de reclutamiento objetivo
En la selección burocrática no se tiene en cuenta el linaje, las relaciones familiares, el prestigio social, el estatus adquirido,... sino la competencia y la capacidad técnica del individuo, es decir los méritos objetivos y no las preferencias personales. La promoción interna se rige por los mismos criterios impersonales, que conlleva la exclusión del amor, el odio, los sentimientos puramente personales e ‘irracionales’.
Corporativismo
Tendencia a constituir un grupo profesional diferenciado a través del secretismo y el uso de un lenguaje peculiar o esotérico, como mecanismo de defensa al intrusismo. El sistema burocrático se caracteriza por imponer su forma de administración sobre todo tipo de organizaciones (gobierno, partidos políticos, ejército, universidad, empresas, iglesias, hospitales, prisiones,...).
Exportación del modelo
Weber, que intelectualmente cincela el aparato burocrático en su más puro grado, nos advierte que sólo ofrece un modelo y no la realidad. No obstante, para este autor, la pieza clave de la sociedad occidental era la racionalización hacia todos los aspectos de la vida, vehiculándose a través de la burocratización de todas las instituciones sociales. Así, en su etapa moderna, el capitalismo necesitaba de la burocracia, el sistema burocrático racional. La alianza estaba sellada. En el orden legal o punitivo se ha observado el tránsito de la aplicación arbitraria de la justicia al empleo racional del derecho, de la ejemplaridad del castigo al ocultamiento de la pena, del ‘derecho represivo’ al ‘derecho restitutivo’, del poder a la autoridad.
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En su obra “Vigilar y castigar”7, Michael Foucault8 emprende lo que denomina una ‘arqueología del poder’, planteando una reconstrucción de la articulación del poder desde la sociedad tradicional a la sociedad moderna, para revelar con ello el discurso ideológico que subyace tras la racionalización como instrumento de dominación por parte de las élites ilustradas. En la interpretación foucaultniana, bajo el Antiguo Régimen no existían reglas de aplicación universal a los castigos. Cada autoridad aplicaba de manera arbitraria sus propios criterios punitivos. La crueldad era una de las características de la condena impuesta por ese poder arbitrario en donde el acusado no era salvado o condenado en última instancia en base a las pruebas periciales, sino por la potestad o la gracia de la autoridad en un acto de generosa majestad. En estas sociedades tradicionales el reo era ajusticiado públicamente en medio de extremos dolores, aplicándosele una pena corporal, dolorosa, atroz. La horca, la hoguera, el patíbulo, la decapitación por la guillotina, el garrote vil, el cuerpo descuartizado a hachazos, amputado, marcado simbólicamente, expuesto vivo o muerto como espectáculo ante la muchedumbre, el castigo corporal con el látigo, la rueda, las torturas y tormentos para provocar la confesión y el arrepentimiento, eran los medios que desplegaba el poder para imponerse. La aplicación del castigo se sustentaba en un ‘derecho represivo’ basado en penas analógicas, en las que se buscaba la venganza. Así se taladraba la lengua de los blasfemos, se cortaba la mano al que robaba lo ajeno, se quemaba a los impuros, se llevaba a la hoguera a quien provocaba un incendio, se daba muerte al asesino. Quien fue feroz en su crimen era sometido a padecer igualmente dolores físicos, el que hubiere sido holgazán se veía forzado a un trabajo penoso,... Con ello se trataba de borrar el delito, bien eliminando al delincuente por completo, o bien amputando la causa que lo provocó, para que no volviera a recaer en el crimen que cometió. En este sentido, el cuerpo del condenado era el objeto esencial en el ceremonial del castigo público. Pero el castigo no tenía sólo por efecto erradicar el crimen o castigar al culpable sino elevar el poder del soberano, puesto que el cuerpo servía como un texto simbólico para que todos leyeran sobre él los efectos de la justicia. La crueldad del castigo resaltaba la fuerza de quien castigaba, el soberano, una afirmación enfática del poder. El criminal ante todo era un enemigo del príncipe. En toda infracción, hay un crimen majestatis, y en el menor de los criminales se halla un pequeño regicida en potencia, un alterador del orden impuesto por el soberano. La ejecución pública era así una manifestación de fuerza de la autoridad del monarca más que una obra de justicia, en donde se trata de mostrar el poder desmesurado del soberano, presente físicamente en la ejecución o representado por un delegado. El suplicio había de ser ejemplificante y como tal exhibido en las plazas públicas, ante los ojos de todos. En ellas la multitud se agolpaba en torno al patíbulo y apreciaba la aplicación de la pena en directo. Era el castigo-espectáculo y espectacular. Y es que un suplicio en secreto no habría tenido sentido, pues el efecto deseado era provocar el terror hacia el poder político. Era preciso que la gente se atemorizara al ser testigos presenciales de tan asimétrica crueldad. 7 8
1988 (1975). Foucault, M. Otras ‘arqueologías’ foucaltnianas versan sobre la “Historia de la locura” o la “Historia de la sexualidad”.
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Pero la ejecución pública tenía sus peligrosos efectos contrarios, que podían volverse contra el poder del soberano, convirtiendo al condenado en mártir, en santo o en héroe. Un acto de injusticia notoria o excesiva podía degenerar en motines o revueltas, o arrojar piedras sobre el verdugo, solidarizando al pueblo con el acusado en lugar de hacerlo con el soberano. En este momento, el condenado quedaba convertido en mártir. Si confesaba su crimen y se arrepentía públicamente ante Dios y los hombres, moría como un santo. Si se resistía a los suplicios, mostrando una fuerza que ningún hombre lograba doblegar, quedaba convertido en un héroe. De este modo, la búsqueda de la verdad por medio del tormento buscaba la confesión del culpable, pero si el acusado resistía y no confesaba, el supliciado ganaba el pulso al verdugo, transformándose en víctima y aquel en criminal. En todos estos casos el ‘castigo-espectáculo’ convertía al verdugo en criminal, haciendo del ajusticiado un objeto de compasión y admiración. Las Luces de la Razón Ilustrada no tardarían en desacreditar los suplicios, reprochando su bárbara atrocidad para con los penados, y calificando su justificación legal como un derecho irracional. De este modo, en las sociedades modernas, a partir de fines del siglo XVIII y comienzos de XIX, se inicia un proceso de atenuación de la crueldad de las penas y la desaparición de los suplicios físicos a través de los reformadores, filósofos y teóricos del derecho que denuncian su salvajismo, barbarie, ferocidad, mostrado mediante obscenas escenas repugnantes que enfatizaban el exceso de poder tiránico ejercido por el rey. La clave para entender el cambio en la concepción del castigo estaba en el intento de frenar la autoridad omnímoda del monarca convertido en déspota, tal como habían re-introducido los sucesivos Bonaparte tras la desaparición de la realeza. La inversión en la concepción del castigo reclamaba de una reordenación más profunda basada en nuevas ideas morales que contagian a las estructuras jurídicas, de tal modo que bajo todo ello existe una transformación de las instituciones políticas premodernas, la economía tradicional, las creencias medievales,... Ello encubre una lucha contra el sobrepoder del soberano a fin de limitar los arbitrios de su autoridad personal. Paralelamente, el aumento de la población a partir del siglo XVII introduce igualmente un cambio de escala en los grupos que se trata de controlar. Dado que la noción del castigo cambia, también cambiarán los medios de control utilizados. Con la aplicación de la idea del nuevo ‘derecho restitutivo’, se trataba de corregir y transformar más que de eliminar físicamente, de tocar el cuerpo lo menos posible, promoviendo castigos menos físicos y más morales. En consecuencia, se puede privar al individuo de su libertad pero evitando intervenir sobre su cuerpo. La prisión, el reformatorio, el correccional, la multa,... son los nuevos mecanismos del castigo. En este suavizamiento punitivo desaparece paulatinamente el ceremonial del castigo como espectáculo, ocultándose, al tiempo que desaparece también el cuerpo como blanco mayor de la represión penal. Así, en los códigos penales de la época moderna va teniendo lugar la desaparición de los suplicios. El cuerpo y el dolor dejan de ser los objetos últimos de la acción punitiva. El castigo se va despojando poco a poco de su teatralidad ejemplar como representación social. Ante la ejecución de una pena de muerte se anestesia al supliciado, privándole de todos sus derechos sin hacerle sufrir. De este modo, en la edad moderna se pasará de la sociedad del espectáculo, en donde todos miran a uno, a la sociedad de la
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vigilancia, en la que uno mira a todos, esto es, del castigo a la vigilancia, de la venganza a la prevención. A partir de ahora, el poder que castiga se oculta. Más que desplegar el gran instrumental de los patíbulos imitando el antiguo sistema, hay que ser más vigilante, prevenir la sospecha, haciendo que la inspección funcione sin cesar, mientras la mirada vigilante está por doquier. Además, en un régimen disciplinario, el poder se vuelve más anónimo y más funcional, se despersonaliza a medida que aumenta su eficacia. De este modo, los instrumentos de poder anónimos sustituyen la esplendorosa presencia de la soberanía. Se produce pues un desplazamiento en el punto de aplicación del poder. Ya no es el cuerpo el objeto de la penalidad, ahora es el alma. De los castigos corporales se pasa a la reforma espiritual. Ahora debe hacerse un trabajo sobre el alma del preso, una transformación del comportamiento. De este modo, y partiendo de una aplicación científico-racional del castigo, se constituye todo un ejército entero de técnicos compuestos por funcionarios, vigilantes, psiquiatras, psicólogos, educadores, capellanes, médicos,... relevando al verdugo de su función punitiva, emergiendo un complejo científico-judicial. La benignidad penal emerge entonces como técnica de poder. El proceso de racionalización había llegado al orden penal. Ya el magistrado no tiene que arrancar la confesión al reo a través de la tortura para que se autoinculpe según el modelo inquisitorial, sino que ahora se requiere una investigación científico-judicial o pericial que demuestre empíricamente las evidencias del delito. Este proceso de racionalización u objetivización se asimila a las sociedades modernas. Surgen las legislaciones criminales que fijan las penas y hacen disminuir notablemente la arbitrariedad. Aparecen códigos explícitos y exhaustivos que exponen una economía del castigo evidenciando una nueva justificación moral del derecho a castigar. Se inicia paralelamente un proceso de codificación, homogenización y estandarización penal. Para ello, es preciso que las infracciones están bien definidas y calculadas, y que cada una tenga su castigo esperado. Aparece así una economía calculada de los castigos, un cálculo de las proporciones entre delito y pena. Ahora se trata de calcular una pena, no en función del crimen sino de su repetición posible. Este proceso de codificación introduce la definición de los delitos, la fijación de tarifas de las penas, reglas de procedimiento,... cesando de este modo la arbitrariedad, en donde la pena ya no depende del capricho del legislador. El siglo XIX se sentía orgulloso de la benignidad de no castigar los cuerpos y de saber corregir en adelante las almas. Ya no se trataba de castigar los crímenes sino de re-adaptar a los delincuentes9. Lo esencial ya no será castigar al criminal, sino tratar de corregirlo, en un 9
Esta idea está bien desarrollada en la película de “La naranja mecánica” de Stanley Kubric. El protagonista, un sádico adolescente que asesina a un respetable matrimonio es capturado por la policía y sometido a unas nuevas técnicas de rehabilitación que consisten en un lavado de cerebro con el fin de convertirlo en un ser dócil y pacífico, y devolverlo a la sociedad. Se trata de actuar sobre el alma del culpable y no sobre su cuerpo. Para ello se le somete a una intensa visión de películas violentas hasta que se satura de ellas, rechazándolas. Luego se le hace visionar otra serie de películas llenas de paz. Cuando sale de la cárcel es incapaz de adaptarse a una sociedad tan agresiva, y la terapia a la que se vio sometido falla, cometiendo un nuevo crimen. Al final, la regeneración es imposible y para evitar que vuelva a delinquir se le somete a una
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esfuerzo por reformar al delincuente, `curarlo’, liberando al magistrado de la fea misión de castigar. Bajo la benignidad y la humanidad de los castigos, se encuentra cierto dominio disciplinario de los cuerpos, que trata de hacerlos dóciles y útiles a la vez. El siglo XIX inventó las libertades pero también la disciplina. En las sociedades tradicionales, la prisión tenía una posición restringida y marginal en el sistema de las penas. En cambio, en las emergentes sociedades modernas, la privación de la libertad a través del encarcelamiento se convertía en el mayor castigo posible en una sociedad en que la libertad se entendía como un bien sagrado. La detención es el mayor daño ocasionado a un individuo en una sociedad móvil. El encierro sustituye así a todas las penas analógicas, de tal forma que todos los delitos inimaginables se castigan de misma manera uniforme, con el encierro en prisión: a los que roban se les encarcela; a los que violan se les encarcela; a los que matan también. Se trata de encerrar para corregir. La pena deja de ser analógica al crimen cometido. Si el encierro es la pena para todos, lo que varía serán los años de privación de libertad. Treinta años de detención por atentar contra el soberano; veinticinco por asesinato con robo; veintidós por fabricación falsa de moneda; quince por robo a mano armada; de un mes a cinco años por robo simple,... La oposición entre delito primerizo y reincidente tenderá a ser cada vez más importante, castigándose la reincidencia con mayor número de años. Se establecen equivalencias cuantitativas entre los delitos y su duración, racionalizándose la pena, procediéndose con ello al cálculo y a la estandarización de la misma. La regeneración del sujeto en presidio implicaba la puesta en marcha de un sistema progresivo canalizado a través de un proceso ritual por el que el condenado ha de pasar para limpiar su culpa, dinámica que nos recuerda sorprendentemente a la ofrecida por Van Gennep10: a. ‘Periodo de intimidación’. El condenado tiene que comenzar por acatar todas las órdenes dictadas desde la autoridad en esa micro sociedad que es la prisión, entendido como un proceso de re-aprendizaje. La disciplina es la primera enseñanza que el reo ha de aprender. b. ‘Periodo de trabajo’. En una sociedad tradicional donde el cuerpo no tiene ninguna utilidad ni valor comercial éste meramente se destruye. En cambio, en una economía de tipo industrial, el cuerpo de los condenados tiene un valor económico dado que el trabajo es una fuente de valor en las sociedades industriales. La redención del reo a través de los trabajos forzados, de la explotación legal, hace que el cuerpo de los condenados tenga un valor, una utilidad que puede aprovecharse por parte del Estado en beneficio de la sociedad. De este modo, en las sociedades industriales, el infractor debe ser útil, servir al Estado en una esclavitud más o lobotomía, extirpándole un lóbulo cerebral, recayendo en la amputación corporal. En el desarrollo del film se parte de la premisa de que el individuo es un producto social, y por tanto a una sociedad violenta le corresponde un sujeto violento. La única solución para frenar el desorden es que el individuo deje de ser un ser social para ser convertido en un autista. 10 (1909) Van Gennep. 29
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menos amplia según la índole de su delito, reparando con ello la pérdida que ha causado a la sociedad. El cuerpo del condenado ya no es una cuestión del rey sino que es un bien social, objeto de una apropiación colectiva y útil. El condenado es un foco de provecho a través de los trabajos obligatorios en talleres, manteniendo la ocupación constante de los presos. La autofinanciación de la prisión depende en buena medida de este trabajo, que compensa a los condenados con una retribución individual para garantizar su reinserción moral y laboral en el mundo económico. Con el salario se introduce en los malhechores la diferencia entre lo mío y lo tuyo, que restablece el sentido de la propiedad. Con ello se trata de hacer de la prisión una repetición de la sociedad misma a la que aprender a respetar. En este sentido, el trabajo penal es el agente de la transformación penitenciaria, introduciendo los hábitos de orden y obediencia, convirtiendo al ladrón en obrero dócil. c. ‘Periodo de moralización’: La prisión es una máquina de modificar los espíritus. En la prisión el sujeto es sometido a hábitos disciplinarios con fines correctivos: trabajo, ejercicios, horarios, actividades regulares, reglas, meditación solitaria, respeto, buenas costumbres,... técnicas de corrección que buscan formar individuos sometidos, sujetos obedientes. La soledad es la condición primera de la sumisión total. No se castiga para borrar o expiar un crimen sino para transformar al culpable. La pena ha de transformar el espíritu de los individuos a través de la aplicación de una técnicas pedagógicas con fines de transformación del alma y de la conducta. De este modo, la finalidad del castigo ya no será la eliminación sino la transformación y la prevención para impedir la reincidencia. El poder disciplinario tiene como función principal enderezar conductas, transformar los individuos, volverlos dóciles, regenerar a los condenados. Nada recuerda ya el antiguo exceso de poder soberano, cuando vengaba su autoridad en el cuerpo de los supliciados. La función del ‘reformatorio’ no es la de borrar el delito, sino la de evitar que se repita. La duración de las penas sólo tiene sentido en relación con una posible corrección del delincuente. Así: - una pena que no tuviera término sería contradictoria y desesperaría al criminal, ocupándose en proyectos de evasión o insurrección, de modo que las penas deben tener un término (el máximo es de veinte años). - una pena demasiado corta, de seis meses, haría inútil la transformación del criminal, y lo viciaría. Entre la pena máxima y la mínima variarán los años de encierro. d. ‘Periodo de reintegración’. El criminal debe reintegrarse a la sociedad, volviendo regenerado. En cualquier caso la buena conducta y la disposición hacia el trabajo redimen la pena, de tal modo que un día redime por dos. Es la redención de la pena.. En consecuencia, el orden punitivo no es ajeno a la penetración de la racionalización. En el orden económico aparece la ciencia económica en paralelo al capitalismo, un sistema económico que emerge como una de las expresiones más asociadas a la modernidad, basada en el cálculo racional de los actores, cuyo comportamiento económico se orienta hacia la maximización de las ganancias y la minimización de los costes. Lo que Weber describe cuando analiza el origen del capitalismo no es la modernidad, sino un aspecto particular o parcial de la modernización basada en la racionalización económica.
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En una economía de mercado el principio que rige la actividad económica es el hecho de ‘economizar’, basado en la búsqueda del menor costo y la maximización de beneficios que permite la optimización. El principio del mínimax persigue el mínimo coste y el mayor beneficio. Aparece pues el cálculo económico bajo formas más operativas, aplicando los principios de la eficiencia, que implica la reducción de costes, mínimo inputs o consumo, y la eficacia, que significa aumento de la productividad. Los intereses económicos han animado el proceso de racionalización en las empresas capitalistas, que movidas por el ánimo de lucro tienden a descender los costes y a incrementar las ganancias. Para ello se procede a la organización del comercio y de las reglas de intercambio, se aplica la contabilidad, o surge la figura del empresario burgués que introduce una revolución en los medios de producción. De hecho, la burguesía no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción. Por otra parte, la actividad económica se va haciendo paulatinamente independiente tanto del poder político como del poder religioso. A su vez, lo económico va ampliándose hacia parcelas que antes no pertenecían a la esfera económica. Se habla de la aplicación de las leyes impersonales de la razón en el campo de la economía. La racionalización económica penetra en ámbitos de la vida ajenos a las relaciones instrumentales. ‘Economizar’, como dice A. Gorz, es incluir en el campo de la economía lo que todavía estaba excluido de él. Aunque el capitalismo, para Weber surge como una forma económica propia de la ideología occidental de la modernidad, la razón instrumental, no se halla encerrada en los estrechos márgenes del modo de producción capitalista, sino que ha presidido el desarrollo de la historia occidental, extendiéndose de Occidente a Oriente. En el orden productivo emerge la organización científica del trabajo a través de la racionalización u organización de la producción basada en la división funcional del trabajo, frente a las tradicionales costumbres y reglamentaciones gremiales en donde todos debían saber hacer de todo. La racionalización del trabajo será pues la gran consigna de la industria. Por primera vez en la historia, estamos ante la organización industrial racional, la racionalización del trabajo aplicado a la producción industrial a través del taylorismo u organización científica del trabajo, el fayolismo, el estajanovismo, el fordismo, el toyotismo,... La industrialización como forma productiva de la modernización, es un aspecto parcial de dicho proceso que desarrollaremos de manera más detallada en otro lugar, puesto que merece un tratamiento en profundidad. En el orden de las creencias, en Occidente, la aplicación de la racionalidad socavó el fondo esencial de la religión, procediéndose a la secularización y a la destrucción del mundo sagrado. De este modo, frente a los dogmas e integrismos religiosos se opone la intelectualización del mundo, que acabaría rasgando las tinieblas del mundo sagrado, iniciando el proceso de ‘desencantamiento del mundo’ del que habla Weber. La modernización como proceso de racionalización implicaba la ruptura del mundo sagrado y mágico por un mundo moderno gobernado por la razón y el interés, en un enfrentamiento entre clericales y laicos que duraría siglos. Este enfrentamiento tuvo un desigual resultado.
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Mientras que la ciudad fue el espacio del laicismo y del progreso, el lugar de las ‘libertades’, como se exponía en aquel aforismo urbano de ‘el aire de la ciudad te hará libre’, la religión se refugió en el mundo rural creyente y tradicional. Al menos este ha sido el discurso oficial, si bien estas dicotomías siempre son más teóricas que reales, puesto que las ciudades también han estado sobrecargadas de iglesias, de fieles y de rituales sagrados, vividos eso sí desde un espíritu más laico y con una mayor participación de los poderes civiles municipales, en la mayor parte de los casos. En la sociedad tradicional, el hombre estaba sometido a fuerzas impersonales o a un destino sobre el que no tiene influencia, el mundo de lo sagrado. La religión era el pasado, el oscurantismo, la irracionalidad de las creencias. Frente a ello, el proyecto de racionalización ilustrada contribuiría a liberar al pensamiento humano de buen número de `supersticiones, prejuicios y errores’, con que la religión lo atenazaba. El cambio comienza a introducirse dentro del propio mundo religioso. Luteranismo y calvinismo introducen una nueva visión de lo religiosos, alejándose del catolicismo. El primero iniciaba un proceso de secularización al oponerse al Vaticano con un sistema de creencias que tendía a sacralizar el orden político establecido. Las denuncias de Lutero al poder del Papa y su interesada alianza con el poder terrenal puso en marcha la ruptura entre política y religión. El calvinismo, por su parte, rechazaba el encantamiento del mundo cristiano, representado por los sacramentos y el poder temporal de los papas, que había creado un lazo de prácticas mágico-religiosas entre los hombres y Dios. Para el protestantismo, la relación entre el hombre y la divinidad debía circunscribirse a la esfera de lo íntimo, de lo personal, sin intermediarios. De este modo no se trataba tanto de la desaparición de la religión sino su confinamiento al área privada de los individuos. El derrumbe de las creencias teológicas y la aparición de la visión científica del mundo dio origen, en los siglos XVIII y XIX, a la imagen del mundo como una máquina o como un reloj celestial. El proceso de racionalización y mecanización indicaba una mayor sumisión del universo a la mente del hombre que ya no era una criatura hecha por Dios, sino producto de un proceso de humanización realizado por él mismo. Frente al mundo divino, la secularización introducía una humanización del mundo, liberando a las sociedades de la sumisión a los dioses. Se comienza a construir una sociedad sin fundamento divino, que se ve obligada a invertarse a sí misma de arriba abajo. Si en las sociedades tradicionales las leyes nos eran desconocidas porque eran de orden divino, “los decretos de la Providencia”, los racionalistas ilustrados estiman que las leyes pueden ser conocidas científicamente. El espíritu antirreligioso marcaba en buena medida el pensamiento científico-racionalista. En este momento, y para la teoría de la modernidad, ciencia y religión se convierten en explicaciones antagónicas. De este modo, en la cultura moderna nada es sagrado, todo se desacraliza por lo que la imagen de un mundo sacro deviene en antimoderna. La entrada en la modernidad hace estallar la religión, que una vez desmitologizada, queda convertida en historia. De hecho, la teología, tal y como lo interpretara Robert Merton, se transformará a partir del siglo XVII en una forma de alcanzar el conocimiento divino a través de la utilización de los métodos científicos. El punto de inflexión se manifestaría en la metáfora del teocidio, anunciada por pensadores de la talla de Nietzche, Marx, Durkheim, Weber o Freud. 32
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En esta época Nietzche propugnará ‘la muerte de Dios’, entendida no como una cuestión teológica, sino filosófica o sociológica, puesto que ya no existían valores absolutos ni transcendentes, ni una moral universal, ni una separación esencial entre el bien y el mal, o entre la verdad y la falsedad, apareciendo en su lugar un relativismo moral. En este punto, los hombres se habían separado de los dioses y ese alejamiento en forma de asesinato les ha inyectado un sentimiento de culpabilidad. No obstante, para el filósofo alemán esa ruptura no implicaba el fin del mundo, sino una liberación que abría paso a una nueva época. Sólo la renuncia a la divinidad como tutela humana permite la liberación personal, renunciando a la mentalidad de esclavo alienado, para asumir la de amo consciente de sí mismo, aquella que hace del Hombre un ser plenamente dueño de su destino sin tener que acudir a otras instancias para explicarse o justificarse. La religión pues era el mundo de la esclavitud, de las cadenas, y en ese papel, para el filósofo alemán, el cristianismo era la religión de los débiles y los oprimidos. En relación a la ciencia, ‘la muerte de Dios’, implicaba el paso de las certezas totales a las conjeturas o a las convicciones que, en forma de hipótesis, han de ser verificadas a través de la puesta a prueba empírica. Frente a la búsqueda de verdades absolutas, propia de la lógica deductiva basada en el método racionalista axiomático, la lógica inductiva basada en el método empírico procedía a la búsqueda de conocimientos contrastados con la realidad. Para otro filósofo alemán como Karl Marx, la religión era representada como ‘el opio del pueblo’, proporcionando unas creencias anestesiantes que lo mantenían dormido, inhibiendo cualquier revuelta o revolución frente al poder establecido. La aceptación del orden terrenal con la promesa de la liberación celestial, hacía de la vida un valle de lágrimas en donde el creyente esperaba ser recompensado en el ‘más allá’ por su resignación en el ‘más acá’. En esta situación no cabía ninguna acción revolucionaria que cambiara un orden social injusto, que condenaba al Hombre al sometimiento perpetuo. Frente a esta postura, el anticlericalismo, el ateísmo, el agnosticismo, el laicismo, fueron las respuestas del marxismo al conformismo religioso, cuyo velo había de ser rasgado para contemplar la realidad material, permitiendo formular con ello las leyes que gobiernan la evolución humana. Para Durkheim, la religión no era otra cosa que la conciencia de la sociedad, asociada a las sociedades de solidaridad mecánica. Para este sociólogo francés, toda sociedad se mantiene unida bien por la coerción, ejercida a través del ejército, la milicia o la policía, o bien por convencimiento, por medio de un orden moral generalizado o un sistema de valores compartidos. Históricamente, la religión había desempeñado este segundo papel. Si la concepción de Durkheim fuera válida, la ‘crisis de la religión’ a través de la secularización o la perdida de fe implicaría que los lazos afectivos entre los hombres se habrían hecho difusos y débiles. La disminución de sinagogas, mezquitas o iglesias, no serían sino un indicativo de que las personas han perdido la capacidad de mantener relaciones persistentes entre sí. Decir que ‘Dios ha muerto’ significaba decir que los vínculos sociales se habían roto y que la sociedad estaba muerta. No obstante, en las sociedades de solidaridad orgánica los lazos sociales cohesitivos poseen una lógica bien distintas. A diferencia de la mentalidad tradicional, centrada en la divinidad, la idea de la modernidad había sustituido a Dios por la sociedad. Durkheim fue quien llevó más lejos este pensamiento según el cual la
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divinidad no era sino un producto social. Ahora era el hombre quien crea a Dios, y no Dios el que crea el hombre. Para Weber, la modernidad rompía la alianza y la unidad del cielo y la tierra, lo cual tenía por efecto el desencantamiento del mundo, la desaparición de la magia, y el olvido de las leyendas del bosque. De este modo, el paso de lo sagrado a lo profano, de la religión a la ciencia, el racionalismo, en suma, acabaría socavando el fondo esencial de la religión. Tras la transición de la religión politeísta a la monoteísta, descrita por los evolucionistas, Weber pone el énfasis en la creciente separación entre lo sacro y lo profano, lo cual se manifiesta en una privatización o enclaustramiento de lo religioso a la esfera de la intimidad personal. Freud, en “Tótem y tabú” se retrotrae al inconsciente de la Humanidad en forma de horda primitiva para relatar en clave psicoanalítica el asesinato del padre despótico por los hijos tiranizados. El crimen colectivo y premeditado rompía con los lazos de la autoridad opresora para pasar a un nuevo estado fundado en la igualdad fraternal. Tras el parricidio los hijos, en un acto de comensalidad ritual, comen la carne y beben la sangre del patriarca para incorporar las cualidades del sacrificado. Por tanto, la afirmación de la modernidad implicaba el triunfo de la racionalidad instrumental, de tal modo que el vacío dejado por Dios pasaba a ser ocupado por la ciencia y la economía sin ningún tipo de contrapeso. La esfera de la trascendencia había sido penetrada por una racionalidad que reducía la metafísica a pura física, a la inmanencia material En el orden de las costumbres, el pasado y la tradición pierden su valor central, frente a la consigna del progreso. La racionalización implicaba la destrucción de las creencias, de las costumbres y de las culturas tradicionales, a través de la crítica de las supersticiones y los anacronismos. La modernidad suponía la salida de los particularismos culturales y nacionales, haciendo tabla rasa del pasado, y la entrada en el universalismo de la razón, de tal modo que la particularidad del pensamiento occidental se universalizaba. De esta manera, la modernidad representaba la anti-tradición. La sociedad moderna rechaza la autoridad de la tradición, se desarraiga de las costumbres y creencias, y sólo confía en la razón, a partir del pensamiento crítico y la confianza en las ciencias. El inmovilismo debía ser desterrado para siempre. Los ancianos, como guardianes de la tradición, pierden el papel central que las gerontocracias les habían conferido, y lo joven, la novedad, la innovación, el cambio, cobran cada vez mayor valor. El sujeto ilustrado dejaba de confiar en la costumbre y en los hábitos irracionales para basar su comportamiento en la racionalidad basando sus acciones en elecciones individuales aplicadas sobre un contexto cambiante, en donde las fórmulas del pasado no eran válidas para enfrentarse al presente. De este modo, la racionalidad vaciaba de contenido el recurso a la tradición. En el orden de la creación del sujeto tiene lugar lo que se ha dado en llamar como ‘el nacimiento del individuo’. Aparece así el individualismo como ideología de la sociedad moderna frente a las sociedades holistas tradicionales, en expresión de Dumont11. En este 11
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1983. Dumont, L.
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aspecto, la modernidad afirmará la iniciativa individual a través de la profundización en el proceso de subjetivización, liberando al individuo del sometimiento a la tradición, representada por la religión, la costumbre, la moral... A la primera modernidad, justo con el espíritu burgués, correspondió el éxito del retrato individualizado y la firma del artista del Renacimiento, puesto que antes las obras de arte solían ser anónimas. El amor romántico o el matrimonio por amor era otra de las conquistas de la modernidad en donde los individuos pasaban a elegir libremente a su pareja, sin imposiciones o coacciones externas. El margen de elección del sujeto se amplía en relación a épocas anteriores, en donde el radio de acción era mínimo. Pero si bien el individuo es liberado de las ataduras de la tradición, en la modernidad el sujeto es sometido a nuevas leyes, quedando condenado a las cadenas de la razón. Esta es la tensión que brota y que enfrenta al proceso de la racionalización con la subjetivización. En este aspecto la modernidad será ambivalente, mostrando una doble vertiente. El racionalismo del mundo moderno empuja o alienta hacia el individualismo pero al tiempo desconfía del individuo e introduce la amenaza de la alineación social del sujeto a través de la normatividad que hace que la individualidad quede sometida a leyes generales y principios impersonales. En cierto modo, la sociedad moderna no acabó por aceptar totalmente el individualismo. La burguesía elaboró un orden disciplinario y autoritario aplicado en la fábrica, la escuela, el presidio. La educación ilustrada consistía en hacer hombres de acuerdo con las reglas, que el niño aprenda las reglas de la vida en sociedad y los pasos del pensamiento racional. El trabajo individual había de someterse a leyes basadas en la organización científica del trabajo. El derecho ordenaba la vida social a través de códigos y normativas de obligado cumplimiento para todos los ciudadanos, sin excepciones particulares. En este proceso de socialización frente a individualismo, el sistema social se iba imponiendo sobre la autonomía de los actores estableciendo un modo de vida que tendía paulatinamente hacia la normalización y la estandarización. Los sujetos se identificaban colectivamente según su pertenencia social a una clase, a una profesión,... ocultando su personalidad individual detrás de uniformes o convenciones. De esta manera, en la modernidad la lógica de la vida política, productiva, moral, escolar, social, consistía en sumergir al individuo en reglas uniformadoras, eliminando las expresiones singulares a través de una organización homogenizadora y dirigista. Si el individuo aspiraba a la libertad, la sociedad se lo negaba. Daniel Bell12 afina aun más, manifestando la contradicción abierta en la modernidad entre subjetividad y racionalización. Así, mientras que la sociedad burguesa introducía el individualismo, suprimiendo con ello las relaciones sociales tradicionales, temía las experiencias del individualismo moderno en el ámbito de la cultura. Es decir, individualismo sí, pero hasta cierto límite. Surge así una contradicción entre el capitalismo que asume los valores burgueses basados en el culto al trabajo, el ascetismo, el ahorro, la moderación, el puritanismo, el racionalismo estrecho, el culto al dinero,... frente a un modernismo en el terreno cultural que se muestra hostil a estos valores del espíritu burgués, subrayando aquellos otros que destacan el hecho de vivir con la máxima intensidad, el 12
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desenfreno de los sentidos, la exaltación del yo, la búsqueda del placer, el culto a la pasión, el seguir los propios impulsos e imaginación, abrir el campo de experiencias. La penetración de la racionalidad en la construcción del sujeto ahogaba la expresión subjetiva del individuo a través de la represión normativa. De este modo, las normas de la vida burguesa serían objeto de ataque por parte de la bohemia rebelde del modernismo. En el orden de las relaciones sociales de la modernidad se produce una categorización de las mismas. En la división de las ciencias sociales, la antropología se ocupaba de analizar las formas sociales que no encajaban en el modelo occidental convencional, pueblos de costumbres exóticos, anclados en el tradicionalismo y carentes de racionalidad, mientras que la sociología, pasaba a ocuparse en cambio de las relaciones sociales propias de las sociedades modernas. Frente a las relaciones sociales modernas, las relaciones sociales tradicionales estudiadas por los antropólogos parecían estar cargadas de pulsiones y afectos, emociones incontrolables donde primaban la espontaneidad, las arbitrariedades, los familismos, los nepotismos, los clientelismos,... que reproducían unas formas propias de las relaciones personalizadas sin atenerse a normas tipificadas. La visión del progreso trazada por los evolucionistas describía una secuencia en donde se producía el paso de un tipo de relaciones primitivas a otras formas sociales civilizadas, tránsito por el que los diversos pueblos habrían de pasar a través de distintas fases consecutivas, avanzado de los estadios considerados menos racionales a los más racionalizados. De manera distinta lo formulaban los pensadores de la época para hacer referencia al mismo hecho, el tránsito del primitivismo a la civilización a través de diversas secuencias: Comte: Del estadio teológico al metafísico, y de este finalmente al positivo o científico. Morgan: Del salvajismo se pasa a la barbarie y de ésta a la civilización. Tylor: De la homogeneidad indefinida a la heterogeneidad. Spencer: De las relaciones simples a las complejas. Marx y Engels: Del modo de producción asiático, al esclavista, al feudal y al capitalista. Tönnies: De la gemeinschaft (comunidad) a la gesellschaft (sociedad). Weber: De la comunidad a la sociedad. Durkheim : De la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica. Redfield: De la sociedad folk a la sociedad urbana. Según dichos autores, las formas sociales en cada uno de los estadios obedecían a lógicas distintas, primando en las sociedades tradicionales, asociadas con los primeros peldaños de la civilización, ciertas características comunes tales como: -
las relaciones personales de intimidad y confianza, la personalización de las relaciones sociales, los lazos morales compartidos, las relaciones cooperativas y colectivas frente a vínculos independientes,
En cambio, en el mundo moderno las formas de las relaciones sociales estudiadas por los sociólogos tendían a ser impersonales, anónimas, transitorias, frías, distantes, legales.
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Aparece así la posibilidad de elaborar un estudio científico de las relaciones sociales tratando de hacer una especie de ‘física social’, posteriormente sería rebautizada como ‘sociología’, que utilizaba un vocabulario puramente racional, introduciéndose los términos de fuerza, movimiento, energía, potencia, para describir las relaciones sociales. El uso de tales conceptos ya revelaba un optimismo racionalista puesto que sugería la posibilidad de un análisis científico sobre la realidad social, igual que se había hecho sobre la realidad material. A través de dichos estudios sociales se buscaba la lógica de las interacciones a fin de normativizarlas, estandarizarlas, hacerlas previsibles, calculables. Sociológicamente se estudian roles, no personas, asignando expectativas o papeles sociales con contenidos previsibles. Louis Wirth, Irving Goffman, por ejemplo, estudiaban los comportamientos sociales a través de los roles y expectativas que generan a fin de anticipar las respuestas pautadas de los actores. El empleo de la palabra ‘actor’ dentro de las disciplinas sociales introduce la premisa de la anticipación de sus conductas, y por tanto de la previsión. Para los analistas de la modernización, en las sociedades modernas las relaciones sociales impersonales racionales iban cubriendo un mayor radio de acción en las interacciones. Las relaciones entre sujetos se despersonalizan, se descargan de emoción, de afecto, puesto que el principio de la racionalidad aparece aplicado en las propias relaciones sociales a fin de normativizar las conductas. En el ámbito laboral, lo importante es el puesto no la persona que provisionalmente ocupa el cargo, de tal modo que el sentimiento se sustituye por la racionalidad, expresado en frases cotidianas tales como “te hablo como director(profesor, médico,...) no a título personal”, escindiendo ambas esferas. En las relaciones entre médico y paciente el trato es igualmente impersonalizado. Lo mismo sucede con las relaciones comerciales o vecinales en las grandes ciudades. Sólo quedan reductos como el familiar, aun cargados de afectividad, de tal manera que las relaciones sociales tienden, salvo excepciones, a ser racionalizadas. La propia modernidad tiende a desarrollar unas relaciones sociales características, unas interacciones sociales que tienden a ser impersonales, transitorias, anónimas, basada en el interés personal. Y es que algo tan volátil y resbaladizo como la emoción no podía convertirse en objeto de estudio de las ciencias, puesto que las cosas del corazón no obedecen a las leyes de la razón. Una ciencia social necesitaba un objeto de estudio verificable, objetivable, descargado de emociones, de sentimientos, de afectos que no se puedan medir ni tabular. Desde este punto de vista, habría de considerarse la emoción como algo bárbaro, primitivo, primario. De este modo, la modernidad inculcó que las emociones pueden sentirse pero no manifestarse, pues ello era algo impropio de una persona civilizada. A lo sumo ‘la procesión debía ir por dentro’ evitando hacerlas visibles a los ojos de los demás. Mostrar los sentimientos abiertamente era calificado como un acto sencillamente impúdico. El control social de las emociones implicaba el acatamiento de la normatividad y racionalidad. Quien no respetara dichos principios elementales de la conducta era un bárbaro que no sabía vivir en sociedad.
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En el orden del control social vamos a detenernos en el panóptico de Michel Foucault13, que destaca el nuevo papel de la vigilancia en las modernas sociedades industriales. Para este sociólogo estructuralista francés, el tránsito de las sociedades tradicionales a las sociedades modernas implicaba un cambio en los dispositivos de control social, tal como pasaremos a contemplar. Si recordamos el argumento de Foucault, las sociedades tradicionales sometían al individuo a unas reglas temibles y a unos ritos coactivos. La tecnología del poder sobre el cuerpo pertenecía a las sociedades tradicionales que, con ello perseguían la destrucción física de los condenados, identificados como aquellos sujetos que se desviaban de las relaciones sociales establecidas y marcadas desde la autoridad. Frente a los primitivos métodos practicados en las sociedades tradicionales, las sociedades modernas son bastante más sutiles en sus dispositivos de control social. Pese a los riesgos que entraña la vida en las sociedades complejas, con más riesgos a medida que se complejizan, los aparatos de vigilancia de las sociedades actuales sobrepasan con creces aquellas propias de las sociedades tradicionales. Así, frente a la tecnología sobre el cuerpo, típica de otros tiempos y espacios, ahora se emplea la tecnología del alma, que aplicada por educadores, psicólogos, psiquiatras,... persigue la normalización de la conducta desviada. De esta forma, la normalización del sujeto pasa por la resocialización y no por la destrucción física o corporal. Se trata de propiciar la reinserción del enfermo social, la rehabilitación del delincuente, la readaptación del sujeto desviado. Frente a las tortuosas y laberínticas mazmorras medievales, en donde a cada prisionero le correspondía su guardián, a mediados del siglo XVIII entra un plan de racionalización de los edificios carcelarios, convirtiendo a la prisión en una especie de observatorio permanente. Cuanto más exacta y fácil fuese la vigilancia, menor necesidad habría de buscar en la solidez de las construcciones unas garantías contra las tentativas de evasión y contra las comunicaciones entre los detenidos14. El panóptico, planeado por Jeremy Bentham, llegó a ser alrededor de los años 1830-1840 el programa arquitectónico de la mayoría de los proyectos de prisión, plasmados en edificios que adoptaban la estructura circular o semicircular como forma geométrica ideal. Este aparato disciplinario perfecto permitiría a una sola mirada verlo todo permanentemente a través de un punto central, a modo de un ojo perfecto que todo lo ve. Aparece el modelo 13
1988 (1975). Foucault, M. Si la idea original partía de los principios expuestos, en la actualidad, lejos de tener como función esencial la transformación del comportamiento del condenado y su readaptación social, la prisión es criticada por no cumplir esa función correctora. De hecho, la prisión ha sido denunciada como el gran fracaso de la justicia penal. Se dice que la prisión fabrica delincuentes, reincidentes, de tal modo que después de haber salido de prisión se tienen más probabilidades de volver a ella. Se afirma igualmente, que las prisiones no disminuyen la tasa de criminalidad, sino más bien contribuyen a extenderla. No obstante, asombra que tras más de 150 años de fracaso, la prisión se haya seguido manteniendo. Más que estar destinada a suprimir las infracciones ni los delitos, la prisión permite la localización de la criminalidad sobre la cual ejercer la vigilancia. Se trata pues, dirá Foucault, de un aparato de control de la clase dominante, la burguesía, sobre las capas populares, sobre los individuos y grupos que se resisten a la normalización disciplinaria, que no interiorizan la moral, en suma, los desviados sociales. El adversario del soberano se ha transformado en un desviado social que lleva consigo el peligro del desorden, del crimen, de la locura.
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Tiempos modernos. Mitos y manías de la modernidad
carcelario de la edificación (semi-)circular, haciendo del centro geométrico el punto de vigilancia policíaca. Esta figura arquitectónica que conforma un espacio disciplinario describe una construcción en forma de anillo dividida en celdas en cuyo centro se levanta una torre con ventanas cubiertas de celosías. Se trata, en suma, de una jaula transparente y circular. Llevado el proyecto a sus extremos, tendríamos una edificación transparente con un espacio central opaco. En esta edificación basta situar un vigilante en la torreta central y encerrar en cada celda a un condenado. En esta posición estratégica el vigilante puede observar, de una ojeada, a una gran multitud de hombres simultáneamente, controlando a los presos y al personal. El condenado es visto pero él no ve. Y esta es la garantía del orden: ver sin ser visto. La visibilidad es una trampa. Se trata de inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder, haciendo que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción. Lo que se pretende es que el preso se sepa vigilado a pesar de no serlo efectivamente. Tras la torreta, el detenido no debe saber jamás si en aquel momento se le mira, pero debe estar seguro de que siempre puede ser mirado. De este modo, la vigilancia será perfecta si el director o el encargado, desde una sala central y sin cambiar de lugar, mira sin ser visto. El panoptismo implica una vigilancia permanente, omnipresente, una mirada sin rostro, que hace todo visible a condición de volverse ella misma invisible. Tenemos así un control policiaco, una centralización del saber. La creciente influencia del Estado en la sociedad civil, y su intervención cada día más profunda en todos los detalles de la vida social, modelan una sociedad disciplinaria. Esta fórmula implica aplicar el ejercicio del poder al mínimo costo posible y con la máxima intensidad, por el escaso gasto que representa, la discreción con que se realiza, la poca exteriorización o invisibilidad del agente observador, y la escasa resistencia que suscita. Estamos ante un refinamiento científico de las técnicas penitenciarias. El panóptico, como el propio Foucault analiza, es un modelo generalizable de funcionamiento. Se puede utilizar en las prisiones, pero también en los hospitales, los talleres, las escuelas. El sujeto vigilado puede ser un condenado, pero también un obrero, un escolar, un enfermo, un loco. El panóptico es polivalente en sus aplicaciones: sirve para enmendar a los presos, pero también para curar a los enfermos, instruir a los escolares, guardar a los locos, vigilar a los obreros. El director puede espiar a todos los empleados desde su despacho superior sin ser visto. La finalidad de esta vigilancia es disciplinar, readaptar, curar, educar,... aplicando la técnica del control y la racionalidad. El panoptismo se convierte así en la panacea del poder para una sociedad futura, capaz de reformar la moral de los desviados, preservar la salud de los pacientes, revigorizar la industria aumentando la utilidad de los trabajadores, difundir la instrucción entre los escolares,... De suerte que ya no es necesario recurrir a medios de fuerza para obligar al condenado a la buena conducta, el loco a la tranquilidad, el obrero al trabajo, el escolar a la aplicación, el enfermo a la observación de las prescripciones. Las construcciones panópticas, al margen de su forma espacial, son un aparato de control que no necesita de cadenas, rejas, ni cerraduras. Pero aun más, del punto de partida de las ‘instituciones cerradas’, el panoptismo pasa a aplicarse a la propia sociedad. Hoy los espacios públicos y privados están cada vez más 39