TRAS LAS HUELLAS DE NOÉ EL MILAGRO DEL ORDEN José Reig

TRAS LAS HUELLAS DE NOÉ EL MILAGRO DEL ORDEN José Reig Si queremos empezar nuestro viaje a través del mundo de los seres vivos, lo primero es hacer lo

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TRAS LAS HUELLAS DE NOÉ EL MILAGRO DEL ORDEN José Reig Si queremos empezar nuestro viaje a través del mundo de los seres vivos, lo primero es hacer lo mismo que hizo Noé cuando preparó el arca que le salvó del diluvio: tenemos que reunir a todos los diferentes seres vivos. Pero esta tarea es para nosotros mucho más fácil que para el padre de la nueva humanidad, pues no tenemos que reunir a todas las plantas y animales en un gran jardín o en un barco tan pequeño, sino que, dado que podemos dejarlas en su lugar natural, lo que queremos es solamente conocerlas. Para comenzar basta con dar un paseo por un bosque y contemplar simplemente la naturaleza viva. Incluso en el caso de que no conozcamos nada, nos sentiremos entusiasmados por la increíble variedad de todo lo que vive. Vemos los árboles, la hierba, las flores, una serie de animales: mosquitos, abejas, abejorros por el aire, escarabajos y otros muchos animales por el suelo, y si tenemos suerte, veremos durante un instante un corzo que pasa, o una liebre en el campo de al lado. Muchos de nosotros, cuando éramos niños, podíamos distinguir todas las marcas de coches, pero ¿quién sabría decir los nombres de todos esos innumerables seres vivos? Quizá uno empiece a interesarse por los numerosos pájaros y empezar pronto a distinguirlos por su canto, otro puede divertirse en ordenar la gran variedad de escarabajos que existen, a un tercero podría intrigarle por qué las abejas «saben» con tanta exactitud en qué flores está su alimento y por qué no se les ocurre intentar comer la corteza de un abedul o las hojas de un castaño. Porque en su extrañeza no sabe aún que está en la senda de uno los más interesantes problemas de la biología. Y cuanto más prosigamos nuestro paseo, tanto más de nuevo, desconocido y extraño descubriremos. En una charca, por ejemplo, algunos sapos, que nos resultan feos, pues su piel parece viscosa y está cubierta de verrugas; y al borde de la charca, vemos también una rana, que nos parece «una monada», aunque su cuerpo apenas se diferencia del cuerpo del sapo. Su color verde claro y su brillante piel parece hablarnos. ¿Por qué algunos animales nos parecen, entonces, bonitos y otros feos? Para muchos de nosotros el camello, en el zoológico, nos ha parecido siempre algo presuntuoso y el águila especialmente intrépida, así también el petirrojo nos gusta más que una garza y los niños pequeños provocan nuestro afecto de manera especial. En nuestro viaje nos veremos frente a muchos problemas de este tipo. Pero, en primer lugar, descubriremos (para nuestra decepción) que en realidad no podemos contemplar en absoluto la gran variedad de los seres vivos, que no hemos visto prácticamente nada del desarrollo de la vida, de la «evolución». Así que tenemos que ocuparnos de seguir la aventura de esa evolución en muchos de sus aspectos, aunque por ahora no sepamos qué es lo que verdaderamente significa. Pero lo mismo ocurre con la propia historia de la biología: durante muchos siglos, las plantas y los animales han sido ordenados y coleccionados, y sin embargo fue en fecha más bien tardía cuando se descubrió el poderoso proceso en que consistía tal diversidad. Este proceso se desarrolla de forma tan lenta que no podemos verlo directamente, pues no vivimos lo suficiente para ello; así como la mosca efímera no tiene «idea» alguna de lo que es un año. Hablaremos de forma detallada de ese proceso por el que, en el curso del tiempo, las formas cambian. Y de la misma manera que la mosca efímera no podría hacerse una idea de lo que es un año, tampoco podemos imaginar nosotros los cuatro mil millones de años que lleva en curso este proceso evolutivo. Si durante toda la vida lo único que hiciéramos fuera contar durante ocho horas al día y cada segundo dijéramos un número, para llegar al número de 4.000.000.000... ¡necesitaríamos 80 años! Lo que cada uno de nosotros en el curso de su vida llega a ver de la naturaleza no es más que una «instantánea», un breve momento casi insignificante; tenemos que pensar que lo que nosotros «vemos» de la evolución es lo que veríamos del crecimiento de un árbol si lo fotografiáramos un día cualquier a la velocidad de 1/500 segundos. Más o menos, nada. Por eso tenemos que hacer algo más que

Fig. 1: Dos ejemplos que muestran lo que entendemos por desorden. Arriba, un dibujo de El Bosco que representa un »»organismo caótico»>; ningún rasgo tiene sentido ni se encuentra donde se esperaría que estuviera. Abajo: caos en una habitación.

contemplar las plantas y los animales, con el fin de no encontrarnos en la desesperada situación de aquel individuo que pretendía adivinar, a partir de su propia foto, qué aspecto tenían sus antepasados de treinta generaciones anteriores. No necesitamos ponernos en tan extraña situación cuando dirijamos nuestra vista, en primer lugar, a una de las propiedades de los seres vivos que más naturalmente se acepta y que por eso, a primera vista, no nos extraña casi nunca: la propiedad de que todo lo vivo está ordenado de forma admirable. Esto no es tan natural como parece. ¿Qué es lo que se quiere decir con ello? La palabra orden va unida a una determinada idea. Los padres, por ejemplo, dicen a menudo: «Ordena la habitación!» Y si cuando no hemos acabado decimos: «Esto está a medio ordenar», ¿acaso hay un orden completo, la mitad, un tercio? ¿Qué hacemos en realidad cuando ponemos en orden una habitación? Ponemos cada objeto precisamente en un lugar determinado. Pero pensemos en esto un poco más: tras una buena temporada sin poner orden, con todo en situación caótica, también cada objeto estaría «precisamente en un lugar determinado», el lugar en el que se encuentren. ¿Por qué decimos que es un caos cuando el lápiz está debajo de la silla, la goma de borrar sobre la guía telefónica y el cuaderno de notas en el horno? Diremos que está perfectamente claro que esas cosas no es- tan en el lugar que les corresponde. ¿ Y qué Fig. 2: Dos ejemplos de orden. Derecha: un radiolario del pasaría si una mañana nos despertáramos y nos grupo de los animales unicelulares. Izzquierda: un cristal de encontráramos con un rinoceronte vagando por el Retiro, nieve un pino con colmillos o que la trompa de un elefante estuviera hecha de algodón de feria o que los chimpancés tuvieran alas? Más de uno diría: ¡Por el amor de Dios, que alguien ponga un poco de orden! Parece ser que existe orden allí donde las cosas están en el lugar que les corresponde. Pero ¿cómo podemos saber —interesante pregunta— en realidad el lugar al que un objeto «pertenece»? Porque si no sabemos esto, no podemos tampoco hablar de orden. Veamos algunas cosas ordenadas y así podremos solucionar fácilmente este problema. Empecemos por el principio: ¿qué animales y plantas hubiera metido Noé en su arca caso de que en la naturaleza hubiera reinado el caos más disparatado? Si no hubieran existido dos árboles iguales, dos pájaros iguales o ningún tipo de semejanza reconocible entre los seres vivos, hubiera calibrado simplemente la capacidad de su barco y decidido llevar a bordo un cierto número de unos cuantos individuos cualquiera. Imaginemos ahora que, de repente, tenemos que emprender un viaje y hacer dos maletas en diez minutos y coger lo más necesario, pero nuestra habitación está en un estado de caos tal que podríamos decir que es una auténtica leonera: junto con las camisas están las cerillas, los zapatos están en ci frigorífico, allí donde deberían estar los calcetines hay unos frascos de mermelada y el paraguas está en el cajón de la ropa de cama. Tenemos, como nuestro pobre Noé, sólo diez minutos para hacer las dos maletas y meter lo que sea en ellas, y así, cuando lleguemos a nuestro destino y necesitemos una pastilla de jabón quizá encontraremos, en cambio, una cajita con cinco velas, y junto a ellas la aspiradora y el cubo de la basura. El sentido más profundo de por qué los seres humanos tenemos que mantener un cierto orden no es por mera meticulosidad, como la que preconiza que cada cosa tiene que estar en su sitio y que tiene que haber un sitio para cada cosa. Si fuéramos capaces de reproducir exactamente de la misma manera el caos de nuestra mesa de trabajo, se convertiría de inmediato en orden, pero todos sabemos que eso no es posible. ¿Y por qué? Porque desde el momento en que llegamos a un orden, sólo hay una posibilidad de lugar para cada cosa, de manera que podamos encontrarlo rápida y fácilmente; de desorden hay prácticamente infinitas posibilidades, de forma que nadie pueda encontrar nada. Y ¿cómo hubiera distinguido Noé al macho y a la hembra de cada especie si toda la vida hubiera sido un caos y no hubiera contado con que los mismos rasgos pertenecen a individuos de la misma especie? Lo mismo ocurre en la naturaleza; o sea, que las mismas cosas siempre están en el mismo sitio, que cada cosa siempre se encuentra junto a otras cosas determinadas, pues, como dijo Christian Morgenstern, una rodilla por sí sola nunca sale a dar un paseo. Y el algodón de feria no tiene que ver nada con la trompa de un elefante, ni el rinoceronte con el parque del Retiro, ni los colmillos con el pino. Reconocemos el orden totalmente especial de los seres vivos en que constantemente se repite, es decir, que las cosas particulares son hoy iguales a como las habíamos encontrado ayer. Si el mundo de los seres vivos fuera un caos, Noé no hubiera podido salvarlos, pues antes de que hubiera encontrado a los cien animales adecuados el diluvio se le hubiera echado completamente encima. Pero dejemos ahora a Noé y a su barco, que ya cumplió, y bien, con su tarea. Ahora estamos ante la intrigante cuestión de cómo podemos explicar, por nosotros mismos, el hecho del orden. Porque no es tan fácil decir que todo orden de la naturaleza viviente ha sido establecido en algún momento (como si colocáramos una nueva mesa) y que desde ese momento ha permanecido sin cambios. ¿Quién lo ha establecido? ¿Dios en los siete días de la creación? Quizá, pero en ese caso debemos irnos a la clase de religión y ahorrarnos el viaje a través de la biología. Más bien veremos que, con nuestro viaje a lo largo de la aventura de la evolución, encontraremos una respuesta mucho más excitante que la que nos

dan las opiniones preconcebidas, según las cuales no hay nada por descubrir. Demos ahora un gran salto en el pensamiento y pensemos lo siguiente (en el sentido en el que nos estamos abriendo camino): si las especies están ordenadas de forma tan clara, de manera que nunca saldrá un petirrojo del huevo de un gorrión ni las semillas de haya producirán nunca un cerezo, entonces nos podemos plantear, con toda claridad, la pregunta de por qué precisamente en este mundo hay orden. Y si algunos de nuestros amigos nos toman por locos por plantearnos esta pregunta, pues ellos creen que «eso está absolutamente claro», podremos mostrarles muy pronto que tenemos un problema, pues, en un principio, no está tan «claro». Si de verdad hay un orden, tiene que venir de alguna parte; pero ya dijimos que la solución más simple, que un tal Dios lo creó en un día, aquí no nos basta. La cosa nos interesa como biólogos. El orden de los seres vivos tiene que basarse en otro orden más sencillo, pues, si no, no hubiera sido posible. ¿En qué consiste ese otro orden? En el hecho, naturalmente, de que en el ámbito de lo no viviente ya existe orden; esto lo podemos observar en seguida. Si observamos la sal que le echamos al huevo, por ejemplo, veremos que, sin excepción, consiste en cubitos iguales y no en un montón informe resultado del troceado de los bloques extraídos de las minas de sal. De hecho se trata de un cristal (de átomos de sodio y cloro) que sólo pueden formarse de una forma estrictamente ordenada. ¿Por qué? Porque la energía más pequeña posible con la que tales átomos pueden unirse produce, en ese caso, una parrilla en forma de dado.

Fig. 3: La estructura en forma de cubo de un cristal de sal común como ejemplo de orden geométrico exacto. Los átomos de sodio son los oscuros y los de cloro los claros.

Pero esto es sólo un pequeño ejemplo de un sistema ordenado, que no es un ser vivo; todavía no hemos llegado a la raíz de nuestro problema. Y ello porque tenemos que volver a dar otro gran paso y plantearnos una pregunta verdaderamente osada: ¿Cómo puede ser que este Universo —del que evidentemente es parte la Tierra— cree orden? ¿Es el origen del orden, quizá, una ley universal de la naturaleza, que se da en todas partes, no sólo en los seres vivos? ¿Y de dónde procede ese Universo del que podemos contemplar un pequeño fragmento en las noches de cielo despejado? Con esto hemos aterrizado en el principio de los principios. ¿O quizá no hay tal principio y el Universo ha existido siempre? ¿Pero, quién de nosotros podría hacerse una idea de lo que es la eternidad? «Por suerte», los físicos y astrónomos han descubierto que nuestro Cosmos empezó realmente en un momento dado. Este descubrimiento afecta a dos conocimientos muy importantes, el primero que el Universo no tiene un tamaño infinito, y el segundo que todos los sistemas de estrellas (galaxias) se alejan permanentemente unas de otras. ¿Qué quiere decir todo esto? Muchos padres podrían hablar de la turbación en que se ven sumidos cuando sus hijos se ponen pesados preguntando una y otra vez dónde se acaba el cielo y las estrellas y qué es lo que hay «después». En verdad, hay que reconocer que son los niños los que han descubierto una de las más antiguas cuestiones que se ha planteado la humanidad. Lo más fácil, para hacernos una idea, es imaginarnos el Cosmos como una enorme esfera cuyos con- fines no podemos ver; los espíritus modestos se quedarán contentos con eso, pues pensarán que lo que está fuera de esa esfera no interesa pues, evidentemente, está demasiado lejos. Hasta hace 400 años todos los hombres estaban convencidos de que el universo tenía algún tipo de «límite». Y el primer hombre que afirmó públicamente que era infinito fue poco después quemado en la hoguera por la Inquisición. Fue Giordano Bruno. Vivió, por desgracia, en un tiempo en el que se erradicaban las ideas «heréticas» con la muerte en la hoguera del que las tenía. Pero la creencia de que el Cosmos era infinito se mantuvo por mucho tiempo. Ya a principios del siglo xix cambió la situación. Un médico de Bremen, el Dr. Wilhelm Olbers, se planteó la pregunta, al parecer extraña, siguiente: ¿Por qué está oscuro por la noche? No parece que haya problema en responderla, ¿o acaso es que tenía que estar más claro cuando el sol se oculta? ¿Qué pretendía el Dr. Olbers con su estúpida pregunta? Pero con ella puso de manifiesto la prueba de que el Universo tenía que ser limitado. Podemos seguir fácilmente los puntos esenciales de la argumentación. Si el Cosmos es infinito, tiene que haber entonces un número infinito de estrellas, que producen una luminosidad infinita, y eso independientemente de lo lejos que estén de nosotros.Con todo, se puede objetar que si alejamos una fuente de luz a una distancia doble, la potencia luminosa disminuye a un cuarto, y si la distancia es triple, disminuye a un noveno, es decir, que disminuye el cuadrado de la distancia, o sea: 22 = 4, 32 = 9, etc. Así, la luz de las estrellas, cuanto más lejos estén, menos fuerte será, según esta proporción. Pero esto, y de ello se dio cuenta el Dr. 01- bers, es un razonamiento falso. Porque también tenemos que pensar en lo siguiente: si miramos desde la Tierra al espacio, aumenta el número de estrellas con el aumento de distancia mucho más rápido de lo que disminuye su luminosidad. El reparto equilibrado de objetos en el espacio supone, como se sabe, su aumento a la tercera potencia de la distancia. Vamos a ilustrarlo con un ejemplo sencillo: supongamos que en un área de 10 años luz hay en torno a la Tierra un total de 100 estrellas que producen una determinada claridad. Si doblamos la distancia (hasta 20 años luz), las

nuevas estrellas incluidas nos enviarán sólo un cuarto de su luz. ¡Pero no nos dejemos embaucar! Pues con el doble de la distancia se da que hay ocho veces más estrellas que en el espacio de 10 años luz, pues 2 = 8. Tenemos, entonces, 800 estrellas. Si ahora, de nuevo, doblamos la distancia, la luminosidad vuelve a disminuir, pues la lejanía es cuádruple (40 años luz), a un dieciseisavo, dado que 42 = 16, pero el número de estrellas aumenta en 64 veces (43 = 64). Vemos, pues, que el ritmo de aumento del número de estrellas es más rápido que el ritmo de disminución de la luz debido al aumento de distancia. En algún momento, entonces, se tiene que alcanzar un punto en el que el aumento en cantidad de estrellas «consiga compensar» la pérdida de luz, y por muy alejado que estuviera ese punto, en algún momento, en un universo infinito, se tendría que alcanzar. Por tanto, la distancia de las estrellas, debido a su gran número, no tendría importancia y, ya fuera de día o de noche, siempre tendría que haber igual cantidad de luz. De todo ello se desprende la simple conclusión de que nuestro Cosmos, sea como fuere, es más pequeño que el tamaño en el que el número de las estrellas iguala la pérdida de luminosidad. Si no, no estaría oscuro durante la noche. Los astrónomos han calculado y hallado ya esta distancia, que es algo así como 1020 años luz, que es una cifra difícilmente imaginable, pues indica la distancia que la luz recorrería en 100.000.000.000.000.000.000 (100 trillones) de años. Hoy se sabe que la mayor distancia cósmica es «sólo» de 1,3 . 10” años luz, o sea, una diezmillonésima parte de aquel tamaño que el Universo tiene que llegar a tener para que por la noche no estuviera oscuro.

Fig. 4: El modelo nos aclara la pregunta del Dr. Olbers. Imaginemos que estamos en la esquina de la izquierda; entonces veremos, dentro del cubo, ocho estrellas, que son las que están indicadas como puntos negros. Si duplicamos la distancia a partir del límite de ese pequeño cubo tenemos el cubo grande. En él hay ya (según la misma densidad media) un número de estrellas ocho veces mayor, mientras que su luminosidad disminuye, como media, a la mitad.

Pero ¿por qué nos hemos remontado, de repente, desde nuestro viaje biológico por la aventura de la evolución hacia esas dimensiones del espacio? Recordemos, entretanto, que queríamos saber de dónde procede el poderoso orden que, en líneas generales, hemos descubierto en los seres vivos. Habíamos llegado a la suposición de que tenía que ser, de alguna manera, el producto del Universo. Y, de pasada, hemos visto que ese Universo no es infinito. Esto es muy importante, pues, de no ser así, podríamos habernos ahorrado la cuestión de su origen; ya que un Cosmos infinito no puede surgir en un tiempo limitado, sino, a lo más, de un tiempo infinito; y eso es una contradicción por sí misma, y, por eso, un sinsentido. ¿Y qué pasa ahora con el segundo descubrimiento anunciado sobre este tema, el que todas las galaxias, de manera continua, se alejan unas de otras? Este descubrimiento fue, asimismo, algo tan refinado como sencillo. Pensemos en lo siguiente: todos sabemos, por la física, en qué consiste el efecto Doppler y lo observamos continuamente sin darnos cuenta. Si, por ejemplo, en una carrera de Fórmula 1 nos ponemos relativamente cerca de la pista y uno de los coches viene a toda velocidad hacia nosotros, oiremos el motor en tonos extrañamente diferentes (así ocurre, de forma natural, con todos los sonidos que avanzan hacia nosotros). Cuanto más cerca está el coche, más alto será el sonido, y cuanto más se aleje, más bajo. Pero para quien está dentro del coche, el sonido tendrá siempre el mismo volumen. ¿Por qué se produce, entonces, este fenómeno? Solamente debemos tener en cuenta que los ruidos se basan en movimientos ondulatorios del aire (como las ondas que hace el agua cuando tiramos una piedra a un estanque). Cuando la fuente de ese movimiento ondulatorio avanza hacia nosotros, se mueve hacia nosotros, de alguna manera, junto con la dirección de las ondas, de forma que la frecuencia se hace mayor, dado que toda la onda «se precipita» hacia nosotros. Cuando se aleja de nosotros, en cambio, la onda parece que «se distiende» y la frecuencia, por tanto, es «menor». Ya sabemos que una frecuencia amplia (o sea, muchas oscilaciones de onda por unidad de tiempo) es percibida como un sonido elevado y una frecuencia menor como un sonido más bajo. Dado que las ondas sonoras no siempre se mueven con igual rapidez, podemos percibir tales diferencias. Curiosamente se ha demostrado que el mismo efecto es válido también para las ondas luminosas, pese que se necesitan complejos instrumentos para advertirlo; el ojo no basta. Y ahora llegamos a uno de los más interesantes descubrimientos de la astronomía. Para entenderlo necesitamos tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, se puede dar la vuelta al efecto Doppler y decir que si un objeto produce un sonido de una altura constante y percibo que ésta aumenta, quiere decir que el objeto se mueve hacia

Figura 5.- Efecto Doppler

mí. Si me doy cuenta de que la altura del sonido desciende (la frecuencia sería entonces menor) es que el sonido se aleja de mí. ¿Qué significa esto en relación con las ondas de luz? La frecuencia aquí la percibimos como color. La luz azul tiene una frecuencia muy alta, la luz roja tiene la frecuencia más baja del espectro. Los astrónomos, entonces. investigan una serie de galaxias en las que saben que los elementos químicos que en ellas se dan (como hidrógeno, helio, etc.) producen un espectro luminoso muy concreto que, de manera experimental, puede representarse en la Tierra. No debemos perdernos en los detalles de la química física, porque lo que nos interesa es sólo el principio. Este principio es el siguiente: cada elemento produce dentro del espectro de la luz visible una disposición característica de las «líneas del espectro» como, por ejemplo, una línea estrecha en la gama del amarillo, dos líneas algo más anchas en la del verde y una aún más estrecha en la del rojo. Así se puede medir exactamente la frecuencia de irradiación enviada por este elemento. Lo que sorprendió a los astrónomos fue descubrir que todas las líneas del espectro de la luz de las galaxias, más o menos, tendían hacia el rojo. Y, claro está, dependía de la medida de esta desviación ¡lo distante que podía estar de nosotros una galaxia! Las frecuencias que los elementos envían a la Tierra son, con todo, demasiado «reducidas» y con el distanciamiento serán cada vez más pequeñas. Ya podemos establecer una conclusión: estamos exactamente ante el efecto Doppler, y eso quiere decir que las galaxias se alejan de nosotros ¡y tanto más rápidamente cuanto más lejos estén de nosotros! Este fenómeno podemos representarlo así: imaginemos un globo en cuya superficie, a distancia irregular, están pintados unos puntos negros (que son nuestras galaxias). Según inflamos ese globo, las distancias entre los puntos, vistas desde cada uno de ellos, serán cada vez mayores y se alejarán tanto más rápido cuanto más distantes estén de nuestro «punto de vista». Tomemos aliento por un momento, y pensemos en este descomunal descubrimiento. Todo esto quiere decir que nuestro Universo no es algo estático, sino que está en movimiento permanente, ¡y eso de forma que continuamente se va haciendo más grande! Además, a partir de esa «tendencia hacia el rojo» en el espectro puede calcularse con qué velocidad se alejan de nosotros las galaxias; puede ser de hasta 240.000 kilómetros por segundo, o sea, el 80 por 100 de la velocidad de la luz. ¡En qué extraño Universo ha surgido todo lo viviente! Y, cosa más rara aún: ¡todo parece haber surgido de una violenta explosión de la que salieron desperdigadas todas las partes. Los físicos no han parado hasta deducir esa velocidad de fuga. Así, descubrieron que hace entre unos 14.000 a 17.000 millones de años todo empezó con un estampido auténticamente infernal, que se conoce con el nombre «Big Bang» (palabras inglesas que significan «gran explosión»). El principio de nuestro mundo no tuvo mucho que ver con la música de las esferas. Pero ahora, si es que lo hemos pensado bien, ha surgido un problema. Antes dijimos que siempre hay orden si las cosas tienen un lugar previsible. ¿Quién sería capaz de prever la posición o dirección de las partículas elementales, chocando unas con otras salvajemente, inmediatamente después del Big Bang? ¿Cómo se puede producir a partir de ese trasiego de principios del Universo aquel orden que hoy día es tan evidente? Para responder a esta pregunta debemos atender a la segunda propiedad del orden. Consiste en que no hay simplemente orden cuanto más normas haya, como ya sabemos, sino más bien cuando «se utiliza» una cantidad muy pequeña de normas, es decir, cuando se repiten. Tomemos un ejemplo muy sencillo. La norma «los coches tienen que ir por la derecha de la calzada» es, como enunciado único, muy sencilla: consiste en 43 letras y sólo tres sustantivos. Sin embargo, esta regla es utilizada por millones de coches y origina una enorme proporción de orden, pues podemos prever que en millones de casos los coches irán por la derecha. Esto es un aspecto. Al contrario, una gran cantidad de normas puede, con poca utilización, producir mucho orden. La información en el núcleo celular de las primeras células de un ser vivo recién engendrado está contenida sólo una vez, pero más tarde produce sistemas tan complejos como, por ejemplo, un mamífero. Así vemos que la misma proporción de orden puede alcanzarse ya sea con pocas normas, cuando se repite a menudo, ya sea con muchas normas, repitiéndose menos frecuentemente. Expresado en forma matemática, el orden es, pues, el producto de las normas y su utilización, o sea, orden= N x U. A partir del orden consistente casi sólo en «utilización», tras el Big Bang (el número de partículas elementales era de 1080!) se fueron produciendo, a lo largo del tiempo, cada vez más normas, por ejemplo todos los organismos que pronto conoceremos. Su utilización es comparativamente mucho más reducida, de igual manera que de 300 troncos no pueden obtenerse 300 casas. De forma un poco tosca podríamos decir que el desarrollo de la naturaleza tiene lugar según la tendencia de aumentar las normas de sus sistemas y de disminuir el número de ejemplares de ese sistema. Y este desarrollo va produciendo, a partir del mismo conjunto total de orden en muchos ámbitos diferentes, cada vez una calidad más alta, desde los organismos unicelulares hasta los seres humanos y su cultura; ésta es la historia de la evolución. Y ése es el milagro más grande que podemos observar en la naturaleza, el que de un oscuro caos existente hace unos miles de millones de años se ha producido una cierta proporción de orden y normas que no podemos abarcar en su totalidad. Y como hemos visto, son las propias leyes de la naturaleza las que han forzado ese orden. Desde luego que en ninguna parte está escrito que tengan que existir las rosas, los herrerillos, las ballenas y los seres humanos; todos ellos no

son sino la consecuencia de cientos de miles de casualidades a lo largo del tiempo; pero, sea como fuere, no hubiera sido posible que nada se produjera sin los principios de un orden absolutamente especial. El único milagro, que ciertamente podemos describir, pero que, al fin y a la postre, no podemos explicar, consiste en que la naturaleza está hecha de forma que produce orden en forma de sistemas abiertos, sin cesar y sin límite. Y ciertamente la vida es la expresión inmediata de ese principio. Podemos asfaltar toda la Tierra, pero por la más pequeña rendija que exista la hierba volvería a crecer, toda flor pisoteada volverá a crecer con toda su fuerza, toda herida sanará y también el ser humano más maltratado por el destino atisbará algo de esa luz que se llama vida y le dará fuerza y esperanza para reproducir en él el principio de lo vivo. Ya la física y la química nos muestran que el caos no es la característica esencial de esta naturaleza, sino precisamente el orden. Y cuando prosigamos nuestro viaje en los capítulos siguientes veremos que no buscamos un fantasma, sino que vamos tras el fenómeno más destacado de este Universo: la historia natural de los seres vivos. Y cuando, por último, sintamos respeto por esta aventura, quizá entenderemos lo que significa la vieja frase de Martín Lutero: «Incluso si supiera que mañana se acababa el mundo, de todas formas plantaría hoy un árbol».

Valencia, 4 de Octubre 2009. Día de San Francisco de Asís

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