Tres compositores. 300 años de gran música

Tres compositores. 300 años de gran música Tres compositores. 300 años de gran música. Tal es la estupenda propuesta de la Orquesta de la Comunidad de

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Tres compositores. 300 años de gran música Tres compositores. 300 años de gran música. Tal es la estupenda propuesta de la Orquesta de la Comunidad de Madrid en este nuevo programa de abono. Tres miradas, tres muestras, tres testimonios de otros tantos siglos de música. Beethoven y el poderoso romanticismo de su Sinfonía Heroica; Jean Françaix y su música feliz, que parece eludir la mirada al turbulento siglo XX que la enmarca y, finalmente, Agustí Charles, catalán de Manresa que, tras formarse y surcar los últimos años del siglo XX, alcanza plenitud en el siglo XXI. Tres centurias en las que la música nunca ha dejado de ser grande. Trescientos años que testimonian que la creación humana y el arte no conocen de crisis ni declives. Un tríptico sinfónico que desmiente ese tópico obtuso, ridículo y sin tiempo, de que “en nuestros días no se compone buena música”. Lo mismo que, con seguridad, pensaba el público que el 29 de mayo de 1913 abucheó y montó un cirio de cuidado tras el estreno en el Teatro de los Campos Elíseos de París de la hoy clásica La consagración de la primavera, de Igor Stravinski.

Agustí Charles: Seven Looks Catalán de Manresa, Agustí Charles (1960) es, además de una de las mentes más lúcidas de la actual música española, uno de sus más brillantes representantes. Doctor en Historia del Arte, catedrático de composición en el Conservatorio Superior de Música de Zaragoza, profesor de Composición en la Escuela Superior de Música de Catalunya y autor de una sustanciosa obra literaria y de análisis musical que incluye, entre otros, un libro tan fundamental como Análisis de la música española del siglo XX, publicado en 2002. Esta plural dedicación no distrae un generoso catálogo de obras cuyo origen se remonta a 1985, cuando con 25 años compone títulos como Colors, para clarinete, fagot y piano, o el Quinteto para cuarteto de cuerda y piano que luego, en 1994, será revisado. Otras piezas de este mismo año, como Final del laberint, para soprano y piano o Una peça per a guitarra, serán posteriormente descatalogadas por el propio compositor. Y este afán descatalogador –sorprende comprobar la cantidad de obras de su producción más temprana que Agustí Charles ha eliminado - aporta una de las claves de este músico culto, riguroso y concienzudamente analítico, cuyo afán perfeccionista, su esencialismo irrenunciable, recuerdan y le aproximan a aquel compositor andaluz enamorado de Catalunya que se llamó

Manuel de Falla. De alguna manera, Charles ha bebido de lo mejor de la música española, tradición que le ha sido transmitida también por sus maestros, entre los que figuran Miquel Roger, Albert Sardà, Josep Soler, y de cursos con José Ramón Encinar, Antón García Abril, Joan Guinjoan, Cristóbal Halffter, Tomás Marco y Antoni Ros Marbà. En Italia trabajó con Franco Donatoni, en Francia con Luigi Nono y con Samuel Adler en Estados Unidos. Como Falla, Agustí Charles despoja su música de artificios y retóricas para centrar todo en la idea musical. Esta depuración de lenguaje y de escritura es patente en los 345 compases en que se expande la composición que hoy le representa en este programa: Seven Looks (Siete miradas) escrita en 2004 y que resultó ganadora de la Segunda Edición del Concurso de Composición de la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas (AEOS). El estreno se produjo el 28 de enero de 2005, en el Teatro Cánovas de Málaga, interpretado por la Filarmónica de Málaga, en el marco del ciclo de Música Contemporánea de esta ciudad que promueve y organiza la propia orquesta malacitana. Fue dirigido por ese estrenador inagotable (300 estrenos absolutos a sus espaldas) que es José Luis Temes. Pero nadie mejor que el propio compositor y su prosa precisa para dar detalles de esta obra, instrumentada para una plantilla que comprende dos flautas (+flautín); dos oboes (+corno inglés); dos clarinetes; dos fagotes (+contrafagot); cuatro trompas; tres trompetas; tres trombones; tuba; timbales; percusión; piano/celesta; arpa, y cuerda (violines primeros y segundos, violas, violonchelos y contrabajos). Sus “16 minutos” (así lo anota Charles en la partitura) se configuran en siete episodios culminados por un final “In modo antico”. “Seven Looks se inspira”, escribe Agustí Charles, “en siete textos extraídos de la obra poética de Federico García Lorca, los cuales sirven al autor para construir un universo sonoro alegórico. Con ello el autor no pretende imitar, de modo programático ni sistemático, el significado literal de cada texto. La pieza se compone de siete fragmentos y dos interludios, además del ‘Finale’, que se enlaza temáticamente con los preludios y siempre sin interrupción. Su disposición se halla delimitada simétricamente a lo largo de la obra, es decir, después del segundo fragmento y antes del sexto”. “Además de la alusión a los textos de Lorca”, agrega Charles, “también se emplea –en los interludios y el finale- la cita del “faux-bourdon” de Guillaume Dufay: Qui condolens. En lo que concierne a la práctica orquestal, el uso de los recursos tímbricos es muy significativo, así como la

minuciosidad del tratamiento de las combinaciones instrumentales, todo ello para conseguir un sonido cercano a cierto impresionismo tardío, sin bien con un uso claramente contemporáneo. Para ello cada fragmento se comporta como una pieza temática y gestualmente independiente, aunque no es posible ejecutarla sin las demás”. Jean Françaix: Concierto para clarinete y orquesta Quizá ningún otro compositor haya compuesto una música tan “feliz” como Jean Françaix. Nacido en 1912 en la ciudad francesa de Le Mans, “famosa por su circuito automovilístico, pero querida por mí por su magnífica catedral, que me inspiró el oratorio L'Apocalypse selon Saint Jean”, matizaba el compositor en 1989, Françaix mantuvo su intensa y dichosa actividad como compositor y pianista hasta su muerte, acaecida en París, el 25 de septiembre de 1997. Alumno de composición en París de Nadia Boulanger, Jean Françaix asimila, recoge y refunde las mejores tradiciones de la música francesa para, desde ese pasado, crear un lenguaje inconfundiblemente propio. De alguna manera, en un proceso equiparable al de sus paisanos e ilustres coetáneos Francis Poulenc (1899 - 1963) y Henri Dutilleux (1916), aunque con resultados bien diferentes. Como Françaix, uno y otro digirieron de modo absolutamente normal la tradición heredada, que supieron involucrar y adherir de modo admirablemente armonioso a sus respectivos lenguajes. Y el lenguaje de Françaix es, sin duda, el de un compositor que domina con enorme soltura el oficio y sus resortes técnicos, y que busca “producir placer”, según sus propias palabras. Todas sus composiciones están imbuidas de un optimismo y de un positivismo que impregna y contagia al oyente. Algo que, es importante observarlo, en absoluto supone que la música de Françaix pueda tildarse de superficial o ligera. Sus pentagramas animan y seducen con la misma convicción que lo puedan hacer otros compases más “atormentados”. Música feliz, sí, e inmensamente radiante es la del virtuosístico Concierto para clarinete y

orquesta, que hoy se escucha por vez primera en España a través de los atriles siempre novedosos de la Orquesta de la Comunidad de Madrid y de su ilustre solista de clarinete, Justo Sanz. El concierto data de 1968 y surge dedicado a “mi amigo Fernand Oubradous". Françaix organiza la obra en cuatro movimientos que se suceden dentro de una coherente unidad estética, en la que combinan momentos de gran brillantez y desenfado con otros episodios

lentos en los que aflora con fuerza el inspirado melodista que habita en Françaix. Se trata de una obra especialmente compleja para el solista, tanto por su incómoda tonalidad como por una escritura que parece no querer plegarse a las exigencias del instrumento, con constantes modulaciones a otras tonalidades. A ello se añade la necesidad de superar y sortear estas dificultades sin perder el carácter ligero y desenfado que impregna casi todo el concierto. A propósito de las enormes dificultades técnicas que presenta el concierto, considerado por muchos clarinetistas como “imposible de tocar”, el célebre concertista inglés Jack Brymer escribió en un libro sobre la técnica del clarinete la siguiente frase: “Algún día la mano humana habrá evolucionado lo suficiente como para poder tocar el concierto de Françaix”. El único movimiento en el que el tempo parece ralentizarse es en el tercero, un ‘Andantino’ de carácter pródigamente poblado de temas especialmente hermosos. Se inicia con una larga frase del clarinete, que luego es recogida por la flauta. Todo el movimiento transcurre en un ambiente de serenidad que propicia la sucesión de un bien hilvanado dialogo entre el instrumento solista y otros de la sección de viento de la orquesta, sobre un fondo monocorde y en pizzicato de la cuerda grave. El vivo movimiento final rompe tan serena atmósfera para conducir a velocidad de vértigo y en un ambiente que parece extraído de alguna película parisiense de los años sesenta al trepidante final, que irrumpe precedido de una breve rememoración del lento tercer movimiento y de unas breves células en el clarinete que parecen citar la ópera Falstaff de Verdi. Ludwig van Beethoven: Sinfonía número 3, en Mi bemol Mayor, opus 55, ‘Heroica’ Estratégicamente emplazada en el corazón de la obra beethoveniana, la Sinfonía Heroica asume carácter de bisagra vertebradora, al representar la cumbre del esfuerzo sinfónico anterior, y ser, a la vez, un hito imprescindible para la comprensión total de ese pausado, largo y enriquecedor camino que culminará en la Novena y su apoteosis coral. Beethoven, hijo de la Revolución Francesa, abandona definitivamente en esta sinfonía esbozada en 1802 y compuesta entre la primavera de 1803 y mayo de 1804 cualquier apego clasicista para sumergirse de lleno y sin posible retorno en el gran movimiento romántico. Después de la Heroica, nada será ya como antes. El nuevo músico romántico –Beethoven y sus herederos-

romperá las viejas cadenas con palacios e iglesias para convertirse en ser autónomo que sólo debe pleitesía a su propio credo artístico. Por eso, Beethoven se sentirá plenamente libre para, decepcionado por la autoproclamación en 1804 de Napoleón como emperador, tachar su nombre del manuscrito de la sinfonía y, en su lugar, dedicar la partitura a su protector y amigo el príncipe Joseph Franz Lobkowitz. “Sinfonía heroica, compuesta para celebrar el recuerdo de un gran hombre”, rezaba la dedicatoria original, que quedó borrada por la de su nuevo destinatario. Fue precisamente en el domicilio vienés del príncipe Lobkowitz donde la primera sinfonía romántica se estrenó, con carácter privado, en el mes de agosto de 1804. Su audición pública se demoró hasta el 7 de abril de 1805, en el Teatro An der Wien, cuando fue interpretada bajo la dirección del propio Beethoven. Los críticos, tan despistados como casi siempre ante las novedades, juzgaron la nueva sinfonía –la más extensa escrita hasta entonces- como “pesada, incongruente, interminable e inconexa”. Ya desde los primeros momentos del ‘Allegro con brio’ inicial, con esos dos inconfundibles y espaciados acordes en Mi bemol mayor que preceden al inmediato canto de los violonchelos, un mundo absolutamente novedoso se brinda al oyente. Tras esta presentación del tema principal en la cuerda de violonchelos, el segundo, en Si bemol, llega introducido sucesivamente por oboe, clarinete, flauta, violines y, finalmente, por toda la orquesta. Beethoven plantea la exposición, el desarrollo y la recapitulación en proporciones nunca intentadas hasta entonces, mientras que la coda característica de las sinfonías de Haydn y Mozart se transforma y expande para engrosar una nueva y última sección de ciento cuarenta compases, en la que las trompas harán sonar por última vez el motivo inicial. El compás de 3/4 se mantiene inalterable a lo largo de todo el movimiento, cuya radiante luminosidad es realzada por unas dinámicas verdaderamente desconocidas. Otras de las particularidades de este inmenso primer movimiento –seiscientos noventa y un compases- radica en el modo en que Beethoven trata el material temático durante el desarrollo, al hacerlo evolucionar a través de distintas tesituras, para lo que divide la orquestación entre los instrumentos de viento y los violonchelos, ligeramente envueltos por el resto de la cuerda. En este contexto sonoro, la reexposición del primer tema es uno de los efectos más asombrosos de todo el movimiento: sobre un pronunciado pianísimo de la orquesta

en el que, como armonía dominante, se percibe remotamente un trémolo de violines, irrumpe la trompa con el primer tema enunciado en la tonalidad base de Mi bemol mayor. Este atrevido procedimiento, que desde el punto de vista académico resultaba entonces inaceptable, fue un valiente y genial acierto que abrió las puertas a bastantes de los avances más tarde introducidos por el Coloso de Bonn. El segundo movimiento se ha convertido en uno de los pasajes más difundidos de la historia de la música. Se trata de una elocuente marcha fúnebre en do menor con una sección central modulada a Do mayor e iniciada por una figuración en tresillos de semicorchea sobre la que cantan oboe, flauta y fagot. La sobrecogedora intensidad que domina el fragmento es sólo parangonable a la franca emotividad que destilan sus compases, preludiados por los violines, que, sobre una figuración ascendente de cuatro notas en los violonchelos, introducen el tema principal, que muy pronto –noveno compás- es recogido por el oboe. El contraste tímbrico resulta fascinante, y discurre en pianísimo sobre un aire Adagio assai que permanece inalterable durante todo el movimiento, al igual que el tiempo de 2/4 que enmarca sus compases, para los que Beethoven cuida todos los detalles e inunda el pentagrama de anotaciones expresivas y dinámicas. Tras un inesperado pasaje fugado en fa menor, el movimiento se extingue silenciosamente en un largo calderón colocado sobre el acorde perfecto de do menor. Como acusado contraste, Beethoven emplaza tras la ‘Marcha fúnebre’ un risueño y vivísimo Scherzo en Mi bemol mayor inaugurado por la cuerda. “Sempre pianissimo e staccato”, prescribe el pentagrama. Bajo esa base firme y decidida, el oboe entona el tema principal, que pronto deambula con ligereza por diversos instrumentos. El segundo diseño temático, en Fa mayor e introducido por la flauta, se sumará al tema principal para desembocar en un tutti pleno de vigor y colorido. No falta en el novedoso “Scherzo” –forma rítmica que, aunque ya introducida en la Segunda sinfonía en lugar del tradicional Menuetto, es aquí donde encuentra plena consolidación- el característico trío en su sección central, que llega como una suerte de fanfarria a cargo de las tres trompas. Para el arrollador ‘Finale’ (Allegro molto. 2/4) Beethoven recurre a una contradanza ya escrita en 1801 y que también utilizó en la música del ballet Las criaturas de Prometeo y como tema de las 15 variaciones y fuga para piano en Mi bemol mayor, 'Variaciones Heroica', opus 35,

de 1802. En el largo espacio del movimiento, entre la incandescente introducción y la coda que lo equilibra en el otro extremo, Beethoven construye una excepcional síntesis entre los principios de la variación y de la sonata. Variaciones sujetas a una forma presidida por un tema cuya delicada naturaleza melódica y emocional es desarrollada con mano maestra. La última variación hace las veces de coda: 46 compases marcados por un rapidísimo Presto (Beethoven señala un metrónomo de 116 la corchea) en los que de nuevo surge el motivo de fanfarria asignado en el trío a las trompas. Tres espaciados acordes en Mi bemol mayor, evocadores y prácticamente idénticos a los que inauguraron la sinfonía, ponen punto final a esta maestra obra de arte.

© Justo ROMERO

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