Tres dimensiones de la docencia

Tres dimensiones de la docencia Este País | Pablo Boullosa | 264 | 01.04.2013 | Presa de intereses políticos y económicos, la educación en México suf

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DAVID ROSENMANN -TAUB, POETA EN TRES DIMENSIONES
B EATRIZ B ERGER D AVID R OSENMANN -TAUB , POETA EN TRES DIMENSIONES DAVID ROSENMANN-TAUB, POETA EN TRES DIMENSIONES BEATRIZ BERGER Periodista Desd

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 La morfología de las ciudades es el resultado de la evolución histórica de tres dimensiones:  1. Funciones y usos del suelo: - residencial - indu

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Tres dimensiones de la docencia Este País | Pablo Boullosa | 264 | 01.04.2013 |

Presa de intereses políticos y económicos, la educación en México sufre de un gran desprestigio. Dignificarla implica, entre otras cosas, recordar y aquilatar los ideales que persigue. A eso aspira esta emotiva apología. Con ella, el autor participó en el Encuentro Internacional de Educación 2013 de Fundación Telefónica, en febrero pasado. En la Comedia de Dante, en el Infierno, hay una escena en la que este se encuentra con quien había sido su maestro en la infancia, un tal Brunetto Latini. Dante se conmueve al ver a su antiguo maestro, y le dice lo siguiente: Presente están en la memoria mía tu cara imagen y tu amor paterno, cuando enseñabas en mejores días de cómo el hombre puede hacerse eterno. Pocos maestros se preocupan hoy en día por enseñar “cómo el hombre puede hacerse eterno”. Pero conviene recordarlo: nos hacemos eternos gracias a nuestras mejores obras, como prueban los poemas griegos o las esculturas romanas, pero sobre todo nos hacemos eternos gracias a la civilización. Recibimos un legado de ventajas y maravillas de nuestros antepasados, y debemos heredar todo eso a nuestros descendientes. No exactamente igual a como lo hemos recibido, sino aumentado y enriquecido: nuestra civilización es muy dinámica. Esta es la obra colectiva que mantiene vivo al espíritu humano. Los maestros cumplimos una función esencial en esta tarea. Debemos ser un poco más conscientes de lo que me atrevo a llamar la dimensión espiritual de la docencia. Enseñar cómo el hombre puede hacerse eterno. Admito que eternidad y espíritu son palabras que, por su aire religioso, no encajan fácilmente con el carácter laico de la educación contemporánea. Aún así, deberíamos reconocer, al menos, que los maestros somos los sucesores de los sacerdotes. En un sentido histórico, es obvio que lo somos: la mayoría de las escuelas en México y en otros países de nuestro continente fueron fundadas por religiosos. Pero lo importante son las similitudes que, todavía hoy, guarda o debería guardar nuestro trabajo con el sacerdocio. De entrada, la labor de los buenos maestros es muy sacrificada. ¿Y en qué consiste todo sacrificio? En entregar algo de gran valor en el presente, a cambio de un bien imaginario que, creemos, tendrá mayor valor en el futuro. Nótese que en todo sacrificio se entrega algo muy real a la espera de algo meramente hipotético. El sacrificio es, en todos los

casos, un acto de fe, una apuesta por el futuro. Nuestra fe en el futuro es esencial para ser maestros: nuestro objetivo es siempre futuro, y aquel que no tenga esperanza en el futuro no debería ni acercarse a un salón de clases. (Esta es la razón por la que la mayoría de los artistas e intelectuales de nuestro tiempo no hace buenos maestros; entre ellos dominan el pesimismo, el rencor social, el culto a la transgresión, incluso el nihilismo. Para educar se necesita todo lo contrario: esperanza, confianza en el futuro, humildad frente a la grandeza de nuestro pasado y, por encima de todo, fe en las potencias humanas.) El filósofo y educador José Antonio Marina ve esto con gran claridad cuando afirma que “los maestros somos los profesionales de la esperanza”. Sin esperanza, no hay tarea educativa que valga la pena o, mejor dicho, que valga el sacrificio. Y añade Marina que debemos desafiar las leyes de la física, en concreto la tercera ley de Newton, que afirma que a toda acción corresponde una reacción de igual magnitud. No, dice Marina: nuestro trabajo como maestros es lograr que a las acciones que ejercemos sobre nuestros estudiantes corresponda una reacción ya no de igual magnitud, sino de mayor magnitud. Educamos no solo para volvernos innecesarios para nuestros estudiantes, y que ellos puedan actuar sin nuestra ayuda, sino para que ellos puedan hacerlo mejor que nosotros. En resumen: los maestros, al educar, ofrendamos lo mejor de nosotros mismos (nuestra inteligencia, nuestro esfuerzo, nuestra plenitud), para que otras personas, ni siquiera nosotros mismos, se beneficien y tomen mejores decisiones, actúen mejor, lleguen más lejos y posean ventajas, maravillas y posibilidades superiores a las nuestras. La historia ha demostrado que es a través de la relación directa y de la relación oral como se mantiene viva y pasa de generación en generación la llama del espíritu. En todos los cultos, así como en todas las disciplinas artísticas y científicas, y en la mayoría de las familias, hay maestros y discípulos. Y esta relación entre maestros y discípulos es, en la inmensa mayoría de los casos, una relación directa, personal, oral, presencial, que difícilmente podría ser sustituida del todo por la información contenida en los libros. Y si bien los recursos digitales permiten grabar la voz de los profesores, y otras mil linduras, sospecho que tampoco podrán sustituir del todo la llama viva que se suscita en los mejores y más nobles momentos de la relación entre maestro y discípulos. No creo que en el futuro los maestros vayamos a ser sustituidos por tabletas y por software. Casi todos los grandes sabios de la antigüedad desconfiaron de la información inerte contenida en la escritura; Sócrates, por ejemplo, no dejó nada escrito, y Platón habló con vehemencia en contra de los libros, porque pensaba que estos debilitaban la memoria. George Steiner nos recuerda que, en la medida que la oralidad juega un papel tan importante en la relación entre maestros y discípulos, también podemos decir que nuestro trabajo como maestros se asemeja al de los poetas. La poesía requiere de la peculiar noción de que, con las palabras de uso común y utilitario, puede hacerse algo más grande y trascendente, algo que vaya más allá del uso práctico del lenguaje. Y lo mismo hacemos los docentes o al menos deberíamos intentar hacer: tomar las palabras de uso cotidiano y común, y con ellas hacer algo extraordinario y superior. La poesía no vive en la palabra impresa, sino en la palabra dicha. Ambas, la docencia y la poesía, son artes del tiempo, artes efímeras que, sin embargo, aspiran a dejar huella en

nuestro interior. Ambas admiten la repetición e invitan a la repetición: las mejores lecciones dan ganas de volverlas a tomar y de volverlas a dar. Pero por encima de todo, la poesía y la docencia necesitan de un ingrediente importantísimo para desarrollar al máximo su potencial. Me refiero a la emoción. La poesía y la docencia son disciplinas que aprovechan y necesitan la emoción. Un maestro sin emociones es como un poema sin emoción: en el mejor de los casos puede aspirar a ser correcto, pero no a dar aliento, no a provocar una reacción vital, no a desafiar la tercera ley de Newton. Los maestros suscitan emociones en sus estudiantes, y estos en sus maestros. Alguien podrá objetar que las emociones son peligrosas; el conocimiento también lo es. Lo mejor de la vida (como la vida misma) tiene grandes riesgos. Sin estas dos dimensiones que ya he mencionado, la espiritual y la emocional, la labor del maestro corre el riesgo de volverse estéril e irrelevante. La tercera dimensión de la tarea docente que me falta mencionar, y cuya importancia es también imperativa, es la dimensión científica. En los últimos años, los neurocientíficos, los psicólogos y los mejores investigadores de la educación han estado descubriendo —y siguen haciéndolo— numerosos fenómenos que son de gran relevancia para la docencia. Es apasionante revisar los resultados de las investigaciones que se hacen en el terreno educativo, y que recogen de manera ordenada la experiencia de distintas prácticas educativas en todo el mundo. Los maestros deben interesarse más por la ciencia que atañe a la educación. Hay que destacar que la dimensión científica no entra en conflicto con las dos anteriores, y más bien parece estar corroborando lo que ya he sugerido al hablar de la dimensión emocional y de la dimensión espiritual. La neurología, por ejemplo, es una versión científica de lo que hace 2 mil 500 años Sócrates llamaba la vida examinada. Sócrates, la primera figura trágica de la filosofía occidental, fue, precisamente, la primera persona en considerar como de la mayor importancia el examen de la vida. No es casualidad, me parece, que un discípulo de un discípulo suyo (me refiero a Aristóteles) sea el padre de la biología, ¿pues qué es la biología, sino el examen científico de la vida? Desde las investigaciones de Walter Mischel en la Universidad de Stanford, en torno al célebre experimento de los malvaviscos, investigaciones que por serendipia probaron la importancia que tiene la capacidad de posponer la gratificación, hasta las más recientes, ingeniosas y exhaustivas investigaciones de Roy Baumeister sobre las circunstancias que debilitan o

potencian la fuerza de voluntad, la importancia que posee el dominio sobre uno está ya científicamente establecida. El dominio de uno mismo sirve mejor que las mediciones de iq y que las calificaciones académicas como indicador de las probabilidades de futuro éxito profesional, intelectual, económico, emocional y familiar de los individuos. A mucha gente le extraña que los antiguos griegos tomaran las épicas de Homero como los libros obligatorios de su educación. Pero si algo enseñaban estos libros era precisamente el dominio sobre uno mismo. Ya sea que uno piense en Ulises haciéndose atar al mástil, o en su prodigiosa perseverancia, o en el valor de aqueos y troyanos para enfrentar su deber aun percatándose de cuán ingrato resultaba, y su capacidad para superar las pérdidas y las derrotas, la Ilíada y la Odisea eran —y siguen siendo— grandes lecciones de carácter. (Carácter es el nombre que le damos en la vida cotidiana a ese conjunto de habilidades que pueden aprenderse y desarrollarse, y a las que los científicos dan nombres específicos: capacidad para detener el impulso, evaluar las posibilidades, tomar decisiones razonadas; atención y concentración; capacidad para posponer la gratificación; fijación autónoma de metas, mantenimiento del esfuerzo, resiliencia, etcétera.) Sin embargo, en nuestros sistemas educativos esta capacidad para dominar nuestros impulsos y establecer y lograr objetivos de largo plazo, dando prioridad a invisibles metas futuras por encima de muy visibles tentaciones presentes, no parece tener la importancia que merece. Solo cuando ejercemos la facultad de imaginar lo inexistente y cuando nos aplicamos a crearlo, priorizando nuestras metas futuras por encima de nuestros antojos inmediatos, podemos aspirar a ser dignos de la obra humana que se perpetúa a lo largo del tiempo. “Solo es digno de su libertad quien se empeña en conquistarla todos los días”, dice Fausto en las líneas finales de la monumental obra de Goethe. Es decir: la libertad es un hábito, más que un derecho. Y a eso también acuden los estudiantes a sus clases, a conquistar su libertad, es decir, a entrenarse en el dominio de sí mismos, una tarea en la que los maestros deberíamos apoyarlos con mayor claridad y convicción. Nuestra labor como maestros es esencial en lo que Norbert Elias llamó “el proceso de la civilización” en el clásico de la sociología que lleva tal nombre. Elias demostró que el éxito de Europa occidental a partir del año 1500 aproximadamente se debió, antes que a una serie de ventajas exteriores, de índole militar o geopolítica, a una larga conquista interior, que parece seguir la receta de Platón y Aristóteles para el dominio de uno mismo. Desde el punto de vista de la neurología, podría decirse que la civilización occidental es una victoria, siempre frágil pero victoria al fin, del lóbulo frontal y de su capacidad para rechazar, al menos en algunas ocasiones, lo que en otros animales son los mandatos inexorables de la amígdala. La civilización es la conquista de nuestra propia libertad, que no consiste en ceder a nuestros

impulsos y en hacer lo primero que nos venga a la cabeza, sino muy por el contrario, en desarrollar nuestra capacidad de deliberación y de autonomía. Esta es la libertad que nos permite proyectarnos hacia lo inexistente, ampliar nuestro mundo y aumentar así las posibilidades de que nos vaya mejor en el futuro. Hablo de estas tres dimensiones, la espiritual, la emotiva y la científica, porque me parecen de la mayor relevancia para la tarea de todos los maestros. Es importante y deseable que los maestros aprovechen los mejores recursos digitales que nos ofrece nuestra época. Que instruyan, que guíen y que entrenen. Pero tan importante como esto es que tomen conciencia de la trascendencia de su trabajo, del papel que pueden jugar para sus estudiantes y de estas tres dimensiones: la espiritual, la emocional y la científica, que pueden hacer más grande, más grata y más productiva su labor. Uno de los lemas del sitio , en el que nos proponemos ofrecer buenas lecciones gratuitas sobre todos los temas importantes de la secundaria y la preparatoria, es esta máxima de Goethe con la que cierro estas líneas: “Saber no es suficiente; hay que actuar. Querer no es suficiente; hay que poder”. ____________ PABLO BOULLOSA es poeta, ensayista, traductor y conductor de radio y televisión. Sus artículos y ensayos han aparecido en publicaciones como Reforma, El Universal, Letras Libres y Este País. Desde hace 10 años, escribe y conduce para Canal 22 La dichosa palabra. Entre sus libros están Dilemas clásicos para mexicanos y otros supervivientes. En 1996 representó a México en The Asia Pacific Conference of Young Leaders.

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