Un amigo de otro tiempo

Un amigo de otro tiempo 1  2  JUAN V. DAZI Un amigo de otro tiempo Albert editor Madrid (España) / La Costa (Santa Luz) 3  texto © JUAN V.

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Un amigo de otro tiempo





JUAN V. DAZI

Un amigo de otro tiempo

Albert editor

Madrid (España) / La Costa (Santa Luz)



texto © JUAN V. DAZI

foto de cubierta © HOTEL MARÍTIMO (LA COSTA)

cuidado editorial ALBERT editor JUAN CARLOS ALBERT [email protected]

depósito legal M-12345-6789

ISBN 123-45-678-9101-2

impresión DBRSpirox c/ Azuela, 42 Polígono Industrial P-29 28400 Collado Villalba (Madrid)

aviso editorial ninguna parte de esta publicación, incluyendo el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida con fines comerciales en modo alguno sin permiso previo de la editorial y de sus autores



índice

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plano de La Costa y leyenda

Un amigo de otro tiempo 9 13 18 23 29 34 39 47 52 58 64 78 83 92 110

capítulo I capítulo II capítulo III capítulo IV capítulo V capítulo VI capítulo VII capítulo VIII capítulo IX capítulo X capítulo XI capítulo XII capítulo XIII capítulo XIV capítulo XV



La Costa, capital de Santa Luz

1 el monte "Oros" Su nombre hace referencia al fulgor del tramonto. 2 la ciudad vieja En la falda oriental del monte "Oros" y resguardada de los vientos del Mediterráneo. El primer asentamiento es del siglo XV. El caserío actual data de fines del XVII. 3 la Sinagoga Construida en ladrillo según las trazas de las existentes en Toledo. Siglo XVI. 4 el Ayuntamiento viejo Antiguo depósito de grano reconvertido en el XVIII. Hoy es el Museo de la Ciudad. 5 el hospital de San Pedro De mediados del XIX, fue levantado con el legado del Marqués del Mar.

6 el Ayuntamiento nuevo Conserva la traza original de Ventura Rodríguez y los acabados de granito de la sierra de Guadarrama y de piedra de Colmenar. 7 la Catedral Neogótica. Fines del XIX. 8 la estación de ferrocarril Conocida como "las Rejas", se trata de la primera y más importante muestra de "la arquitectura del hierro" de La Costa. 9 el mercado de Las Rosas Del mismo período que la estación de FF.CC. Piedra, ladrillo e hierro. 10 el Puerto Aprovechando el resguardo natural del monte "Oros". Ha tenido varias ampliaciones.



11 el centro de deportes Complejo social y deportivo. Alberga el campo de la Luz, con pista de atletismo. 12 el Ensanche Proyectado según el modelo del Plan Cerdá, representó la consolidación de la burguesía comercial luceña. 13 el Canal Antigua acequia de regadío de las huertas de la ciudad, hoy es una vía de transporte y recreo, además de servir a dos áreas deportivas. 14 el Polígono Industrial En la antigua entrada de la carretera de Nápoles. 15 antigua carretera de Nápoles La entrada natural a Santa Luz por carretera hasta el último tercio del s. XX. 16 la Moderna Proyectada y levantada en los años cuarenta siguiendo las líneas del "estilo internacional" y los C.I.A.M. para este emplazamiento proyectó Le Corbusier su Unidad de Habitación de La Costa. 17 la autostrada Enlaza Santa Luz con la red italiana de autopistas. 18 el tranvía del mar Comunica el centro financiero con la Universidad, la Costanera, la playa y los barrios periféricos.

19 la Ciudad Universitaria Con las cinco facultades de la Oriental: Medicina, Derecho, Economía, Filosofía y Arquitectura, 20 la Costanera Antiguo barrio de pescadores, partido por la línea del tranvía y amenazado por la transformación urbana. 21 el monasterio de Legos El más antiguo de la ciudad; es notable su claustro. 22 el palacio de Oriente Residencia de Estado destinada a las visitas e invitados oficiales. 23 la playa Principal espacio de diversión de los luceños. 24 la Ciudad-Jardín Proyectada y construida a finales de los años treinta en lo que era las afueras de la ciudad. 25 los Viveros Enorme extensión de terreno dedicada a parcelas de experimentación agrícola. Integrada desde hace diez años en la S.I.E., su futuro está cuestionado por los sectores liberales de la economía y la presión inmobiliaria. 26 el mar Mediterráneo Situada al sur de Nápoles, La Costa tiene conexión por ferry con Nápoles y Palermo.

Para más información sobre Santa Luz y su capital, La Costa, se puede consultar la página http://elecodelacosta.blogspot.com





I

− ¿Rosanna? ¿Rosanna Perdi? Era una voz de mujer, un poco indefinida, lejanamente familiar. − ¿Sí? Soy yo. − No me conoce. Soy Carmen López Señán. Profesora y escritora. Le llamo desde aquí, desde La Costa. − Encantada, dígame. Parecía un poco nerviosa. Pero no incómoda. Como si le diese igual, como si una olvidada complicidad la amparase. − ¿No la molestaré? No sé si es buena hora. − No tengo ningún compromiso, estoy en casa, trabajando, y aún tengo tiempo suficiente para preparar la comida de los niños. − ¿Tiene hijos? ¿Son pequeños? En cualquier otro momento se habría empezado ya a enfadar con tantas preguntas. Ahora le picaba más la curiosidad. Y la verdad es que tenía tiempo, no todo el del mundo, pero el suficiente. − ¿Quién es usted, qué quiere, en qué puedo ayudarle? − Antes le he dicho… ¿podemos tutearnos?… le decía que no me conocía, es decir, quizá ya no se acuerde de mí. Fue hace muchos años, en los tiempos de la universidad. Aunque tampoco es que nos viéramos mucho. En fin, tengo mucho interés en verla y en hablar con usted. 9 

Si se conocieron en los tiempos de la universidad debería estar ahora por los treinta y bastantes años. Su voz sonaba como de una mujer algo mayor que ella. No tenía la menor idea de quién podría ser. Mientras la escuchaba y pensaba en si recordaba alguna amiga de entonces con ese nombre o parecido, se entretuvo buscando a Gina. ¿Dónde narices se había metido? Hacía un segundo la perra estaba a su lado, tumbada plácidamente a sus pies, aprovechando algo de su calor. − Cuando quiera, yo me puedo acercar donde me diga. La Costa es una ciudad pequeña. − Lo sé, lo sé. Pareció que iba a decir algo así como “Ya le he dicho que estuve viviendo aquí…”, pero no dijo nada más, casi parecía que invitaba a Rosanna para que siguiera hablando. Como si su voz se fuese a apagar de un momento a otro. Pasar al tuteo ahora habría sido regalárselo, así que decidió sobre la marcha mantener las distancias. Tenía la sensación de que quien la llamaba no vivía en La Costa, que sí que había vivido aquí, quizá estudiado, como había dicho, pero que su vida la tenía en otra parte. − Si le parece bien, podríamos vernos esta tarde. − Me vendría mejor mañana. ¿Es posible? Por la tarde doy una conferencia en la Sociedad Marítima, pero por la mañana tengo tiempo. Podemos quedar en la cafetería del hotel. Estoy alojada en el hotel Marítimo, justo frente al puerto deportivo. − Muy bien, ¿a las once es buena hora? − Estupenda. Muchísimas gracias, la estaré esperando. − ¿Cóm… 10 

− No se preocupe, no me conoce, pero yo sí a usted. Nada más colgar fue a por un vaso de agua a la cocina. La conversación había sido corta pero tenía la boca un poco reseca, como si se la hubiesen secado a través del hilo del teléfono. Cuando regresó a su mesa de trabajo Gina la estaba esperando tumbada de nuevo tranquilamente sobre la alfombrita que compartían. Antes de sentarse le entró algo de frío y se puso el jersey gordo de lana que reservaba para el invierno, para cuando empezaba un nuevo trabajo de traducción (sobre todo si el invierno era duro y húmedo como a veces eran los inviernos de Santa Luz, y el de este año lo era) Abrigada, sentada, más tranquila, acompañada otra vez por Gina, Rosanna pensó que efectivamente era una mujer fácil. Que su padre tenía razón. Que bastaba con ponerle enfrente un paisaje para que empezase a caminar por él. Decidió estar una horita más trabajando en la traducción antes de ponerse a hacer la comida. Los niños vendrían hoy a la una. Tenía tiempo más que suficiente para avanzar un poco y luego preparar unos estupendos tagliattelle al ajillo. Por la tarde dejó la traducción aparcada. Tenía que aprovechar las dos horas de tranquilidad que le permitía el colegio de sus hijos y quería ver si podía averiguar algo sobre la mujer que le había llamado. En internet no halló nada. En la página de la Sociedad Marítima sí que estaba anunciada la conferencia. A las 19,00 horas, exposición de Carmen López Señán, escritora, profesora en la Facultad de Sociología de la Universidad 11 

Complutense de Madrid, especialista en identidad de género y autora de algunos libros sobre la materia: La

mujer en el cine: de la comedia italiana a la comedia madrileña (2003) y La pornografía como pilar del orden establecido (2007), entre otros. Sobre la autora no se daba ninguna otra noticia, y tampoco encontró nada en la página de la Universidad. Había algunas personas apellidadas Señán, pero le pareció que era meterse un poco en sus vidas privadas. No tenía especiales razones para saber de sus vidas. Decidió que ya le preguntaría a ella. Eso sí, estaba segura que nunca había conocido a ninguna persona con ese apellido. Como las dos noches anteriores, se acostó casi inmediatamente después de que lo hicieran sus hijos, Ana y Perico. No estaba especialmente cansada, pero quería leer un poco de la novela de Dona León Pruebas falsas, con el comisario Brunetti. Enseguida se quedó dormida. Mucho antes de que Pedro se metiera en la cama.

12 

II

Ya casi no se acordaba de cómo era el hotel. Los mismos pasillos, el mismo vestíbulo limpio y antiguo, como de palacio de familia rica de mediados del siglo pasado. Los mismos apliques en las paredes, las mismas lámparas colgadas del techo, encendidas con una luz casi imperceptible e innecesaria en esta fría mañana de aire cortante, pero en la que el sol entraba por los visillos de los grandes ventanales de la cafetería, inundándola. Parecía que todo el mobiliario y la decoración se habían dispuesto para destacar sobre el suelo de mármol. Daba frío. No la conocía pero la reconoció enseguida. − ¿Carmen López? Se levantó del sillón en el que estaba desayunando. Era alta. Se acercó un poco a ella y le dio la mano, una mano ancha. − ¿Rosanna? Me alegro que hayas podido venir. Estaba tomando una cosita de media mañana, ¿quieres comer algo? No están muy buenos los croissants, pero saben como siempre, y eso ya es bastante. − Pediré lo mismo que tú. Gracias. Se sentaron cada una en un sillón. Iban vestidas igual, de manera informal, unos vaqueros usados y un jersey 13 

cómodo. Le llamó la atención que también llevara zapatillas deportivas. Le quedaba bien la ropa. Tendría quizá algún año más que ella pero mantenía una figura joven. Se movía bien. A Pedro le parecería atractiva, pensó. − ¿De qué vas a hablar esta tarde? Vio cómo Carmen sonreía. − Tenía pensado hablar de la mujer en la literatura luceña reciente. Sabes, supongo, que me interesan estos temas, y estos últimos años han aparecido algunas novelas muy interesantes. También había cambiado algo el tono de su voz; ahora era más afable, un poco más suave y un poco más cariñoso. O eso le pareció. − Ese tema siempre es atractivo. Por lo menos para nosotras, para los hombres lo dudo. − También para ellos. Casi te diría que más aún. Que desde algún punto de vista, al menos, les interesa a ellos muchísimo más. Para los hombres somos siempre un territorio desconocido. Siguió hablando. − Y, como territorio desconocido, tiene mucha gracia lo que dicen. Sabes, los primeros mapas de la Tierra, esos mapamundis incompletos… ¿no te parecen curiosos? Con sus deformaciones, con sus titubeos, con sus desproporciones, con esa minuciosidad en el dibujo de la costa, toda llena de accidentes geográficos y nombres, y nada en el interior, a medida que te alejas del mar… Se la veía con ganas de hablar. − Pues muchas veces me imagino que lo que dicen de nosotras es eso, mapas primerizos, tanteos. Torpezas de 14 

quien desconoce la realidad geográfica y física de lo que le preocupa. Es enternecedor ver el esfuerzo con que se detalla cualquier cabo, el curso de los ríos, las montañas. Como si fuese una realidad realzada, a escala, pasada por el matiz de su desconocimiento y de su imaginación. Acabó el último trozo de croissant, se limpió los labios. − Pero en el fondo aciertan. El río existe y la costa tiene más o menos ese dibujo. Y las montañas es indudable que están ahí. − Y nosotras… ¿nos conocemos mejor? − Seguro que sí. Nosotras nos conocemos en estéreo. Por delante y por detrás. Desde dentro y desde fuera. Con nuestros ojos y con los del otro, que siempre es otro. Pero tienes razón, la verdad es que no entendemos el interés de hablar del asunto. No es una cuestión que nos quite el sueño. De alguna forma nos cansa ocuparnos del tema de la mujer. Y además, nos divierte que se ocupen ellos. Ahí puede estar un poco la clave. − ¿Estás casada? Carmen se mantuvo en silencio unos segundos antes de contestar. Como si estuviese acabando de ordenar y guardar las palabras que había pensado decir pero que ya no pronunciaría. Pareció que cerraba la carpeta. − No. Nunca pensé en casarme. Nunca. Entró un poco de aire. La puerta giratoria. − ¿Por qué me dijiste ayer que me conoces? –preguntó Rosanna. − Porque es verdad. Lo que pasa es que hace mucho que no nos vemos y te habrás olvidado. Cerró los ojos y sonrió. 15 

− Hace muchísimos años ya de todo –dijo con una amplísima sonrisa−. Pero el hotel está igual. No ha cambiado nada. Rosanna se quedó callada pensando que tenía que decir algo. − Será interesante tu conferencia. Intentaré asistir. − Por favor, lo estoy deseando. Cuando me propusieron la charla lo primero que pensé fue que quizá podía avisarte y pedirte que vinieras. Y he tenido suerte. Suerte de verte. − Era fácil. − Es verdad, pero no siempre son fáciles estas cosas. − En mi caso facilísimo. Sigo viviendo en La Costa, no me he movido. “¡No como otras!”, le faltó decir. Otra vez la amplia sonrisa de Carmen. Una sonrisa silenciosa, sin enseñar los dientes, pero más que amigable. − ¿Te casaste con Pedro? ¿Sigues viendo a Luis? Diles que vengan también, si quieres, claro. Si pueden... − Se lo diré. ¿Te conocen? ¿Les conoces? − A Luis, sí. A Pedro casi nada. No sé si le habré visto alguna vez. Me gustará conocerle ahora. − Le apetecerá ir. − A las siete en los salones de la Sociedad Marítima, ya sabes. − Sí, lo he visto. Hay ocasiones en que sin saber por qué, uno entiende que debe levantarse e irse. Rosanna pensó que era el momento de hacerlo. Cuando se levantó del sillón estuvo fijándose en Carmen, en sus movimientos. Cuando se desplegó del todo volvió a comprobar que era un poco más alta que ella. 16 

Al despedirse le tomó la mano y se dieron un beso en la mejilla. Dos, uno en cada una. El sol luminoso del invierno.

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III

Al día siguiente el periódico traía una foto de Carmen y el anuncio de la conferencia. − Muy guapa tu amiga –a Pedro le gustaba la conferenciante−, esta noche iremos ¿verdad? − Sí, he quedado con Luis y Teresita, iremos con ellos, si te parece. − Muy bien, yo iré directamente a la Sociedad, me reserváis un sitio. Te toca sacar a pasear a Gina esta tarde. Rosanna seguía dando vueltas a la charla de por la mañana en el hotel con Carmen. Cuando se quiso dar cuenta de que quedaba encargada de pasear a Gina era demasiado tarde para protestar. − ¿Sabes? todavía no sé quién es. Bueno, quién es, sí. Lo que no sé es de qué la conozco. Aún no me lo ha dicho y yo no consigo recordarla. Y dice que también te conoce a ti, pero poco, o casi nada. − No me suena de nada. Ya sabes que yo llegué un poco tarde… Si hubiese estado presente Ana ya habría preguntado que a qué había llegado tarde su padre. ¡Y por qué! − Estarías a otros asuntos… − ¡Si me pillaste al primer vuelo! − protestó. − Seguro… Eso cuéntaselo a mi madre. − No, a tu madre no. 18 

− O a la tuya. − ¡Tampoco! –y se marchó corriendo de la cocina. Al cabo de unos instantes Rosanna le oyó que se despedía y que cerraba la puerta de casa al salir. La foto de El Eco de La Costa le hacía justicia. Estaba guapa. Estaba Carmen en la mitad de su vida, en la parte mejor, cuando ya se sabe cómo son las cosas y cómo hacer. Como ella misma. La nota del anuncio estaba firmada por Néstor Ribera. Informaba también de que Carmen acababa de publicar en España un libro de ensayos: Mapa de medio mundo. Néstor haría una breve presentación y luego Carmen hablaría de su libro y de más cosas. También avisaba que el tema central de la conferencia sería la representación de la mujer en la literatura de hoy. − ¡Ay Gina!, el mapa de ayer no era antiguo, ni era una improvisación. ¿Sabes? − Rosanna miraba a Gina y Gina miraba atentamente a Rosanna−, a nuestra amiga Carmen también le gusta dibujar su mapa, su propio mapa. Gina no sabía a qué mapa se refería, pero mantenía la mirada y movía el rabo, despacio, esperando alguna pista más. − ¿Tú crees que es verdad que me conoce? No sé, ya sabes que yo confío mucho en ti… ¿para qué piensas que ha venido a Santa Luz? La última pregunta se la hizo en un tono confidencial, casi íntimo. A falta de una respuesta a la altura de las circunstancias, Gina optó por hacer como que no la había oído, y dudó entre echarse a dormir allí mismo, entre las patas de 19 

la mesa del sofá, o irse a la alfombrilla de la mesa de trabajo. Decidió irse. Se acordaba de Néstor. Había leído sus dos libros, El mujerhombre y Elogio de la misoginia. ¿Se conocerían? No recordaba Rosanna haber estado nunca con Néstor en ningún sitio fuera de la redacción de El Eco. ¿Habría sido Carmen una de la periodistas o becarias que por allí pulularon en esos años? Ni idea. La conferencia fue un éxito. Carmen estaba espléndida. El traje de chaqueta gris clarito le daba un porte impresionante. Parecía una mujer mucho más alta. En cuanto empezó a hablar se levantó de la silla y comenzó a moverse libremente alrededor de la mesa. Hablaba con el público asistente. Citó a Néstor y sus libros. Comentó alguna novela reciente y también alguna no tan reciente. A Pedro le llamó la atención que citase una de Ramón: La quinta de Palmyra. Se la veía suelta. Disfrutando. A nadie le extrañó que al acabar se le hicieran preguntas y que se organizase un entretenido coloquio. Los aplausos finales no parecieron cortesía ni agradecimiento por la conclusión del acto. Al acabar la conferencia Carmen propuso ir a cenar. Rosanna había tenido la precaución de dejar a los niños en casa de los yayos y así poder estar libres. Además de Pedro y ella, fueron Luis y su mujer, Teresita. Y, desde luego, Néstor y Carmen. La ‘Trattoria Del Monte’ no defraudó. ¿Había reservado Carmen en ese viejo restaurante que hacía años habían abandonado y dejado de frecuentar? Escondido entre los 20 

pinos, a media ladera y a medio camino de la ermita, el mar se adivinaba en las luces de las pequeñas barcas de pescadores que, al atardecer, nunca dejaban de salir a probar suerte. Quizá debió empezar a imaginarse algo cuando, al entrar en la sala, libres ya todos de los abrigos, en la vieja pianola que seguía estando entre la barra y el comedor sonaba el familiar ‘Quartetto Cetra’ con su melodiosa canción Un bacio a Mezzanotte. La cena guardaba una sorpresa. − Amigos míos –Carmen se había levantado y lucía su espléndida figura, recortada sobre el friso ondulado de tablitas de madera que forraba la pared del comedor detrás de ella. − Quizá deba empezar pidiendo disculpas. Y eso hago, de todo corazón. Os pido perdón por el pequeño abuso que, como enseguida veréis, he cometido con vosotros. Carmen miró a todos. A Néstor, sentado a su lado, le puso la mano en el hombro y le apretó con suavidad. A Teresita le dedicó una sonrisa contenida, la misma que a Luis, su marido (se acordó en ese momento de cuando Luis les dijo que quería hacerse policía; estaban también en un restaurante parecido a éste casi las mismas personas, pero veinte años atrás). Por Pedro pasó rápido mientras buscaba los ojos de Rosanna. En los ojos de Rosanna se quedó un ratito. − Sobre todo tú, Rosanna, tendrás que disculparme. Y siguió hablando. 21 

− Sabéis que he venido a Santa Luz a dar una conferencia y que, bueno, no ha salido mal del todo. Pero esto no es lo importante. Seguramente no habría venido si no hubieran existido otras razones. Cuando te llamé, el otro día, para verte, me imaginaba este momento, esta noche con todos vosotros aquí, reunidos los viejos amigos. − Pensáis que no somos viejos amigos, pero sí lo somos. Al menos para mí lo habéis sido todos estos años desde que me marché de Santa Luz para regresar a Madrid. − Me veis hoy y no me veis como entonces. Es natural que no me reconozcáis. Miradme bien, bien mirada, por favor. –Carmen volvió a pasar una mirada, esta vez muy rápida sobre los comensales− Y fijaros bien. − Aquí donde me veis, de pie, hablando… yo hace años era un hombre. − Carmelo –Carmen se apresuró a decir su nombre−, Carmelo Vázquez López. ¿Os acordáis de mí? La sonrisa de Carmen era toda una invitación.

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IV

− ¡Mariconazo! –se le escapó a Luis−. Y todos estos años, ¿qué? ¿Achantado allá en Madrid? ¿Sin decir nada a nadie, eh?... ¿Serás cabrón! ¡Joder, venga un abrazo! Pronunció las últimas palabras ya de pie, con los brazos abiertos hacia Carmen y caminando hacia ella, casi abrazándola. − No tan fuerte, Luis, que la espachurras, que lo espachurras… −Teresita dudaba− , no seas bruto. Luis apretaba a Carmen sin la menor consideración. Como se abraza fuerte a un viejo amigo. − Venga, señores, que ya está bien. El camarero, por su cuenta, acababa de poner en la pianola La Cose in Comune, de Daniele Silvestri. − ¡Con esta música ya no les separamos! − gritó Pedro. Esa noche el restaurante estaba casi vacío. Una pareja cenaba en una mesa próxima y se oía también el ruido y las voces de un grupo de jóvenes que debían celebrar algo en una mesa del fondo. Rosanna miró de reojo a Néstor, pero no entrevió ningún gesto especial y tampoco parecía sorprendido. − Nos tienes que contar qué has estado haciendo todo este tiempo –dijo Luis−. Bueno, ya lo estamos viendo –e hizo un expresivo gesto de admiración con los ojos. 23 

Carmen había conseguido liberarse del abrazo y estaba recolocándose la chaqueta del vestido. − Veo que os habéis dado cuenta… − ¡Que si nos hemos dado cuenta…! ¡Estás estupenda! Seguro que mucho mejor que antes, la verdad… Todos volvieron la mirada hacia Pedro. − ¡Seguro! − Gracias, Pedro. Es muy halagador oír que te dicen eso a mi edad. Una ya va teniendo años… − ¡Qué va, qué va! Estás hecha un pimpollo. Carmen seguía de pie. Evidentemente, todavía no había empezado a decir lo que quería. Todavía esperaba a que se calmase un poco más la sorpresa. Con un ademán indicó a Luis que se sentara. − Bien, bien, os cuento… Seguía de pie, como si fuese a dar un brindis, pero se sentó. La mesa era redonda, lo que permitía que todos pudiesen verla y escucharla bien. − Bueno… no sé si necesito hablaros mucho de Carmelo. Todos me conocisteis aquí, cuando vine de erasmus en el quinto año. Fuisteis muy buenos amigos. Fue un año estupendo. Allí en Madrid no hay esta luz ni esta calidez y esta mezcla. Luego, cuando regresé, luché para que no se me perdiera y olvidara ese año como a veces ocurre con los sueños, que se escapan y desaparecen de las manos. No sabéis lo que significó para mí haber tenido ese ambiente de libertad que me ofrecisteis. Aquí, en La Costa, gracias a vosotros confirmé lo que ya sabía, que aun siendo Carmelo no lo era de ninguna de las maneras. Y que no podía seguir así. Disimulándome. 24 

− Por eso os he tenido todo este tiempo a mi lado, porque me disteis el tiempo que necesitaba para darme cuenta de que lo más importante de mi vida era poder verme en el espejo como de verdad me sentía por dentro. … − No sé si llegasteis a sospechar algo, pero nunca dijisteis nada. Yo sentía vuestro cariño y sabía que cada uno de vosotros me acompañaba de una forma diferente. Cada uno veía en mí un trocito distinto. − He reconocido el abrazo de Luis, ¡cómo no! Fuerte, como siempre. ¡Cuánto lo he echado de menos estos años! ¿Sabes? he intentado también responderte, pero no sé si lo has notado… ¡apretabas mucho! Incondicional, caluroso, un abrazo de los buenos, de los que te rodean. − ¿Sabes, Teresita, que cuando quedábamos en cualquier sitio a lo que fuera, aunque hubiera más personas, aunque tuvieras a tu lado siempre a Luis… yo no podía dejar de mirarte…? Tampoco estos años he querido dejar de hacerlo. Te he visto y admirado todas las veces que he podido, siempre que has estado de gira allá he ido a verte, a oírte, a quedarme casi dormida de gusto con tu música, con tus movimientos, con tu sonrisa, con tu silencio. − Y Pedro –Carmen se quedó callada unos segundos− ¿qué puedo decirte? No te conozco mucho, nada más bien. Pero te has casado con Rosanna, ¡maldita sea! y os deseo lo mejor del mundo, lo mejor para vosotros y para vuestros hijos, para Ana y para Perico muchos besos. − De Néstor no os digo nada, sólo que ha sido durante estos años quien me ha estado recordando siempre que aunque me haya cambiado de sexo, aunque ya no sea 25 

nunca más Carmelo, aunque me veáis aquí contenta y feliz y hasta resultona, los problemas no desaparecen y los sigo teniendo, iguales o parecidos. Que aunque cambies de orilla siempre sigues en el mismo lado. Un beso muy fuerte, Néstor. … Hasta el camarero sabía que ahora le tocaba el turno a Rosanna. Aunque nadie le veía ni le prestaba atención, él estaba casi a su lado, arreglando disimuladamente una mesa contigua, recolocando en silencio los platos y los cubiertos para cuando hiciera falta. … − En ningún momento en estos años he dejado de tenerte a mi lado, Rosanna. Ni un día ha pasado que no sintiera que tocaba tu pelo. Por las noches al moverme en la cama pensaba que era tu cuerpo el que se giraba, el que se iba quedando dormido. − Os decía antes que me ibais a tener disculpar… pero tú Rosanna especialmente un poco más. Porque necesito decirte ahora, para que lo oigan todos, discúlpame… −y parecía que le costaba hablar− que cuando te buscaba entonces lo que estaba buscando en realidad era a mí misma, me buscaba a mí en ti. Que cuando me quedaba mirando tu mirada estaba aprendiendo y entrenándome para poder miraros ahora, que cuando tocaba tus caderas sólo pensaba en que un día yo también tendría unas caderas así, que servirían de apoyo de otras manos y de cuna de otros ojos. Carmen descansó un momento, quieta. Silencio. 26 

− ¿Sabes? Siempre he pensado que tú también lo sabías. Que cuando por fin te acaricié los pechos lo que estaba haciendo realmente era reconocerme, probar si yo también quería ser así y despertar el deseo de tenerlos apretados en unas manos que ya no serían las mías. Silencio. Silencio absoluto. − Y más… Que cuando por fin tomaste en tu mano mi sexo y lo mirabas y tocabas, apretándolo suavemente… lo que hacías era enseñarme lo que nadie puede aprender nunca: lo que siente el otro. Me enseñaste a última hora lo que siente un hombre. Y ahora sé que fue un regalo. Carmen había pronunciado estas últimas palabras con los ojos cerrados. Como si sólo así pudiera hablar, o ser entendida, o perdonada. − Te pido perdón por usarte como instrumento. Porque te usé aunque yo no me diese cuenta y tú no te sintieras usada. Aunque supieras perfectamente lo que estabas haciendo y quisieras hacerlo. Te pido perdón aunque no necesite pedírtelo. Abrió los ojos y miró directamente a Rosanna. − Han pasado más de diez años de todo eso, casi quince, y bien pasados están. Por eso puedo pedirte perdón y a la vez darte las gracias. El cariño de tu mirada no lo he olvidado. Y el calor de tus manos tampoco, aunque ya no sepa cómo sentirlo. − Llevaba mucho tiempo queriendo decirte todo esto. … − De haberlo sabido, Rosanna, me habría guardado un beso de aquella noche. 27 

“Y yo también” pensó Rosanna. Pedro pensó que sí se lo había guardado.

28 

V

Casi no se reconocía. Carmen se ajustó la camisa y el pantalón. No le quedaba mal el traje, gris con un tenue dibujo de ojo de perdiz. Se anudó la corbata, se puso colonia de hombre y se miró otra vez en el espejo. La habitación estaba casi vacía. La cama sin deshacer. Sólo una ligera huella de haberse sentado un momento, el ratito en que había estado viendo la televisión. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Cuántos años de la última vez que Carmelo subió al último piso del hotel, ése donde ya no hay habitaciones de huéspedes? Recordaba perfectamente la sensación de estar haciendo algo indebido. El temblor que apenas conseguía disimular cuando entraba en el hotel como un turista más y pedía la 704. Nunca se encontró con nadie conocido ni nunca ocurrió nada, pero él siempre pensaba que en cualquier momento alguien le saludaría sorprendido y le preguntaría que qué hacía allí. Siempre hacía lo mismo. El sábado por la tarde, después de haber descansado la siesta, bajaba a la plaza de Italia y tomaba el tranvía del Mar hacia la playa. A esa hora eran más los que regresaban a la ciudad que los que salían de ella, porque ya había pasado el sol que invita a bañarse y todavía no había llegado la noche que llena los chiringuitos del paseo que bordea la playa. 29 

Siempre tenía tiempo suficiente para arreglarse antes de cenar. En ocasiones demasiado. El espejo era el mismo. Quien no era el mismo era él. Ahora estaba tranquila, enormemente tranquila. Era como un último regalo el que iba a hacer. Un regalo que, esta vez, quería que también fuese para ella. Cuando llegó a Santa Luz, hace ya dos semanas, casi no le pudo ver. Preguntó por él y le dijeron que no se encontraba en La Costa pero que regresaría en dos o tres días del viaje de negocios (algo relacionado con algún tipo de alianza empresarial con una conocida cadena hotelera española) que le había llevado a Barcelona primero y luego a Palma. Los días habían pasado deprisa; los paseos por la ciudad vieja, el reconocimiento de los viejos escenarios de los encuentros con los amigos; la conferencia y la cena de después habían ocupado la primera semana y la segunda se le había pasado en un suspiro, casi sin ver a nadie, concentrada en las discretas citas nocturnas del último piso del hotel, donde todas las noches le esperaba el único amigo con el que nunca había dejado de verse y de escribirse durante estos años de transformaciones y de cambio. La primera vez cenaron en la azotea, al aire libre, aprovechando una de esas noches que los dioses del mar regalan cuando quieren a las ciudades que les cuidan. Fue una noche apacible, tranquila, estrellada y quieta, muy quieta. ¿Había cambiado también Pablo? Seguro que había cambiado. Siempre supo, sin embargo, que se trataba de una persona especial, paciente y comprensiva, como había demostrado al estar a su lado en los años decisivos en los 30 

que la vida se oscurecía e iluminaba a partes iguales. Sólo en cuatro o cinco ocasiones se encontraron −quizá alguna más, si se cuentan también las escasas coincidencias que hubo en algunos viajes no pensados para verse−, y todos los encuentros quedaron con el paso del tiempo convertidos en recuerdos amables, cariñosos, de los que se enlazan entre sí y parecen como uno solo que hubiese llegado hasta hoy. Desde hacía seis noches, desde el lunes, todas las cenas habían sido un eco de otra anterior. En todas ellas habían acabado en la azotea, más o menos abrigados, paseando fuera de los grandes ventanales, contemplando morosamente el mar, las luces, la ciudad abigarrada al pie del monte Oros y la cuadrícula ordenada del Ensanche. Y el mar. Se contaban recuerdos. Recuerdos que no siempre coincidían. Carmen sabía que estaba clausurando una vida anterior de simulación pero también sentía que estaba inaugurando otra −más pequeña, y subsidiaria de aquélla− al prestarse a presentarse una noche y otra como Carmelo. Hoy, por última vez, se vestía como se habría vestido Carmelo si hubiese continuado vivo en su cuerpo de mujer. Apagó la luz, salió al pasillo y cerró la puerta de su habitación. La escalera principal acababa en el séptimo piso. Para subir al último, a la residencia del director del hotel, había dos caminos: uno era tomar el ascensor directo que arrancaba en el garaje; el otro obligaba a salir primero a la escalera de emergencia, y desde allí abrir una puerta pintada de rojo y 31 

rotulada con un letrero de “Privado”, detrás de la cual había otra escalera, más estrecha y de un solo tramo. Carmelo sintió en la cara el frío de la brisa cuando salió al descansillo abierto de la escalera de emergencia. Había poca iluminación. Desde el hueco de la fachada se veía de refilón el puerto deportivo y a continuación el puerto comercial, los tinglados, la estación al fondo y detrás de todo, el monte Oros. Siguió subiendo. Llegó arriba y salió a la azotea. Le apetecía caminar un poco y disfrutar de la noche. El apartamento no ocupaba toda la planta del edificio, sino sólo la parte central. Alrededor quedaba espacio para una amplia terraza transitable en algunas zonas cubierta por una ligera estructura que en verano servía para dar sombra. “A Carmelo le gustaba pasear por aquí arriba y asomarse a la ciudad” −pensó−. “A mí también me gusta” –y se sorprendió al pensarse como dos personas. Se apoyó en el peto de la azotea y miró abajo, el bullicio de coches del paseo Marítimo. Dos filas continuas de luces blancas y rojas. Un murmullo de motores ahogado por el chapoteo del agua chocando una y otra vez contra los cascos de los yates atracados. Pensaba que de un momento a otro Pablo saldría, en cuanto la viera. Se acercaría por detrás silencioso y notaría lo primero su mano en la cadera. Después se mirarían en silencio y ella le diría: “Te quiero, lo sabes, ¿verdad?” No esperaría respuesta. Seguramente Pablo no diría nada. “Pasado mañana regreso a Madrid. Es lo que tenía pensado. Lo que teníamos hablado ya. Y esta vez será para siempre. No pienso regresar nunca más aquí” −Carmen 32 

había estado imaginando el momento del encuentro y había decidido ya lo que iba a decirle, pero aún no sabía cómo, ni cuándo. Pensaba con todas las palabras como ensayando. En algún momento le diría “… aunque aquí deje a mi novio” Estaba sintiendo algo de frío. Se volvió hacia el ventanal por donde salía la luz del comedor. Sentado en un sillón, el tronco erguido, inmóvil, Pablo parecía mirarla. Estaba de espaldas a la mesa. Muy cerca del ventanal. Carmen se acercó al cristal. Pablo no la miraba. Estaba quieto. Estaba muerto. Seguro.

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VI

La noticia salió en un titular a dos columnas en El Eco: ‘Aparece muerto Pablo Dolces, el heredero de la cadena hoteles HOTMAR’. Pablo acababa de cumplir 57 años y era ya el director de la empresa familiar, pero la prensa luceña continuaba refiriéndose a él como el heredero. Su padre, Samuel Dolces Rufo había levantado, desde sus inicios con un modesto hostal, un imperio hotelero que tenía presencia en España, en la Costa del Sol y en la Costa Brava; en Italia, en Nápoles y en Portugal, además de en Santa Luz. Aquí en La Costa tenían los dos hoteles más importantes de la ciudad, el Marítimo y el Oriental. Desde hacía más de diez años era Pablo quien se ocupaba de la empresa y de dirigir, personalmente, el Marítimo. − ¿Le conocías? −preguntó Pedro. − No, yo no −dudó Rosanna un momento si continuar la frase o no−, quien le conocía era Ernesto, ya sabes. En algún momento llegaron incluso a hablar de hacer o montar algo juntos, un negocio, o algo. Pero creo que no concretaron. − ¿Era rarito también tu ex?

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− ¿Por qué dices también? Sabes que Ernesto no lo era −Rosanna dijo esto mirando a Pedro a los ojos−, cuenta. ¿Dice el periódico que era homosexual? − No, el periódico no dice nada de eso, pero todo es posible, porque el artículo no cuenta casi nada pero insinúa muchas cosas. Por ejemplo, deja caer que la policía piensa que ha sido asesinado. Yo no estoy seguro, pero es muy posible. Eso y otras cosas… Por ejemplo, la noticia no dice nada de cómo fue encontrado, dónde estaba o cómo, en qué circunstancias, qué estaba haciendo… −Pedro esperó un segundo antes de seguir−, el periodista sólo dice que fue Carmelo quien dio el aviso a la policía. − ¿Carmelo? ¿Estás seguro? − Del todo. Fue él quien lo vio y quien a continuación llamó a la policía. Mira. Rosanna tomó el periódico que le pasaba Pedro. En la tercera página venía la noticia. Hablaba de Carmelo. Por lo que decía, el periodista daba a entender que no se trataba de una visita casual ni de una cita de carácter profesional. Insinuaba que alguna relación de carácter íntimo había entre los dos. Seguro que Néstor debía conocer al periodista que firmaba. Pensó en llamarle en cuanto se quedara sola en casa. Hacía días que sabía nada de Carmen. Pensó que lo lógico habría sido que la hubiese llamado después de avisar a la policía. Aunque también es posible que continuase en la comisaría. En realidad no sabía nada. ¿Llevaría el caso Luis? Si Pedro acertaba y había sido un asesinato, ¿qué tenía que ver Carmen con eso? Rosanna confiaba en que hubiese sido una maldita casualidad que se encontrase ella 35 

allí anoche, pero ¿por qué se refería el periódico a Carmelo y no a Carmen? Cogió un cuaderno de hojas blancas sin estrenar, de los que usaba para anotar las dudas que le surgían en las traducciones, y apuntó en la tercera página: 1) llamar a Luis; 2) llamar a Néstor; 3) buscar la dirección de correo de Carmen; 4) ¿por qué el periódico habla de Carmelo?; 5) hacer una visita al Marítimo. Cerró el cuaderno y se quedó unos segundos con los ojos cerrados, para que las malas noticias de la mañana se fueran asentando. Ahora ocupaban toda su cabeza. El inspector encargado de investigar la muerte de Pablo Dolces, Federico Trotta, era unos años mayor que Luis. En alguna ocasión había sonado su nombre como posible comisario jefe, aunque probablemente todo se mantendría igual en tanto no se jubilase Marcos Petacci, el jefe durante los últimos treinta años. Rosanna también sabía de los rumores que situaban a Federico, a quien todos los policías llamaban Tabacos, en posiciones muy próximas a la derecha radical. Rosanna llamó a Luis al despacho. Pablo había sido estrangulado. El asesino le había sentado después en un sillón de orejas que acercó al ventanal, de manera que parecía como si Pablo se hubiese quedado medio adormilado mientras iba cayendo la noche sobre Santa Luz. Rosanna imaginó el sobresalto de Carmen al descubrir que estaba muerto. Se despidió de Luis y le pidió que diera besos de su parte a Teresa y a Carolina, su hija. 36 

Marcó el teléfono del Marítimo y preguntó por Carmen. Nadie contestó en la habitación, y en recepción tampoco supieron decirle dónde podía estar. Néstor. Le llamó y le sorprendió que contestase enseguida (no esperaba encontrarle en casa). − ¿Néstor? − Hola Rosanna −nunca le había reconocido la voz a la primera o, por lo menos, nunca antes lo había demostrado con tanta claridad−, me llamas por Carmelo, ¿verdad? − He preguntado en el hotel por Carmen y no está. ¿Tú sabes algo de ella? Aquí a casa no ha llamado y estamos preocupados. − ¿Luis tampoco sabe nada? ¿Has llamado a la policía? − He llamado, claro que he llamado, y he hablado con él, pero el caso lo lleva otro inspector y no me ha podido decir casi nada. Sólo lo que todo el mundo debe saber. Además, hablaba desde su despacho. − Cuéntame que te ha dicho, por favor, Rosanna. Parecía interesado en lo que Luis o la policía pudieran saber. A través del teléfono se adivinaba el silencio. Néstor vivía en su casa rodeado de silencio. − Nada, que Pablo estaba sentado en un sillón que el asesino había colocado mirando afuera, pegado a la ventana. Y que Carmelo lo vio desde la terraza y que al principio pensó que le estaba mirando, hasta que se dio cuenta de que no le miraba, de que estaba muerto. − ¿Te dijo cómo había muerto? − Estrangulado. Debe estar muy claro, porque no creo que ya tengan el resultado de la autopsia. 37 

− Muchas gracias, Rosanna. Si sabes algo más ¿me lo contarás? − Claro, Néstor. Se dio cuenta de que había sido ella −y no él− quien había contado todo lo que sabía. Néstor no había dicho nada. Se veía que era un investigador. Y de cuidado. Pensó que no merecía la pena continuar hablando. − ¿Me avisarás si tienes noticias de Carmen? − Desde luego que te avisaré. Se despidieron, y tomó buena cuenta de que sería muy complicado conseguir información a través de él. Al colgar vio que Gina la miraba suplicante. Los niños hacía ya más de una hora que se habían ido al colegio, Pedro acababa de salir hacia el ministerio, la luz entraba por todas las ventanas de la casa y Gina veía que se iba a quedar sola sin que nadie la sacara a pasear. − Venga, que nos vamos. Hoy tenemos paseo por la ciudad. Anda, coge la correa y me esperas en la puerta. Gina salió de la cocina hacia la puerta de casa. Se encaramó sobre la silla de la entrada, tiró de la correa que colgaba de la percha y se sentó a esperar a Rosanna. Cinco minutos más tarde estaban en la calle camino del hotel Marítimo. Lloviznaba como llovizna en las novelas de Mankell, intermitentemente. Rosanna ya había recogido por dos veces los excrementos de Gina. La primera vez nada más bajar a la calle; la segunda unos metros antes de entrar en el hotel.

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VII

Era media mañana y ya no había clientes en la recepción del hotel. La señorita que la atendía pareció alegrarse al verla. El asesinato se habría cometido seguramente la tarde del día anterior, pero en el hotel no se adivinaba ningún rastro de la investigación, ni de la presencia de la policía. − Buenos días, deseaba una habitación. Para mí y para mi perrita. El hotel aceptaba perros. − Por supuesto. Mostró Rosanna su vieja Cédula de Identificación italiana, caducada desde hace años, para identificarse. La empleada sonrió y le preguntó si quería habitación con dos camas. − Sí, por favor. Sólo esta noche. ¿Podría ser en la última planta, la octava? No era posible, en esa planta no había habitaciones. Le dio una en el piso séptimo, con buenas vistas, le explicó. Le puso dos tarjetas dentro de un tarjetón doblado con el nombre del hotel. Rosanna le dio las gracias y se despidió hasta la noche. Ya estaban en la calle Rosanna y Gina cuando regresaron. − ¿Tienen internet? 39 

− Sí, para los clientes. Es libre media hora. Hay una mesita al final del pasillo del fondo. En las habitaciones tenemos wi-fi, como en todo el edificio. Si quiere le doy la clave –la chica era en verdad muy amable. − No, muchas gracias. Rosanna comprobó que Gina la seguía. Se sentó, abrió el ordenador y entró en su cuenta. Buscaba un correo de Carmen. No tenía ninguno y decidió escribirle: “Querida Carmen, no sabemos muy bien qué ha sido de ti. La prensa no dice nada pero nos preocupa casi más que no dé detalles y sobre todo no saber dónde estás. Sabes que estamos para lo que nos necesites. Un beso muy fuerte.” Le quedaban diez minutos y aprovechó para ver la página de El Eco de La Costa. Confirmaba el motivo de la muerte. Pablo había sido estrangulado con un cinturón, estrecho, “como de hombre”, ponía. La hora de la muerte entre las 7 y 7,30 de la tarde. Al pie de una foto de Federico Trotta se podía leer un titular que entrecomillaba palabras suyas: “La policía luceña está haciendo las investigaciones precisas para descubrir al asesino” No siguió leyendo la noticia. Buscó por otras secciones del diario. Nunca le había caído muy bien Federico y ahora se daba cuenta que no era sólo por su pelo repeinado. Tampoco le gustaba que para decir los tópicos que la gente deseaba oír tuviera que poner el gesto interesante. Carmen le había dicho que López Señán eran los apellidos de su madre. Escribió “Carmelo Vázquez” en el buscador del periódico. Encontró dos referencias: el artículo que había leído esa mañana en la edición impresa y la reseña de 40 

la conferencia de prensa de la policía. Federico citaba a Carmelo como la persona que había descubierto el cadáver. También dijo que se le había pedido que no abandonara Santa Luz. De vuelta ya en casa, Rosanna tenía todo el día libre hasta que llegara la noche. Podía trabajar en la traducción de la novela y recuperar un poco el ritmo que había perdido. También tenía que convencer a Pedro para ir a dormir al Marítimo. Y hablar con los hijos. ¡Y con Gina! Los yayos aceptaron sin problemas pasar la noche en su casa para poder estar con los niños. Ana era mayorcita pero no podía quedarse sola con Perico. Cuando a la tarde llegaron los padres de Pedro, Rosanna estaba sola. María Laura tenía ganas de comentar la muerte de Pablo. Merendaron los tres. Pastas con unas tazas de leche. − Me acuerdo de cuando era jovencito. Estuvo incluso alguna vez en casa. − ¿Era amigo de Pedro? −Rosanna se sorprendió. − No, de quien era amigo era del mayor, de Quique. Eran compañeros de la facultad y se veían, aunque también había diferencia de edad; Pablo era el mayor de todos con diferencia. − No puede ser que fueran compañeros de estudios, María. Cuando Quique empezó la carrera, Pablo debía tener ya 27 o 28 años, o alguno más. − No sé, hija. Yo les veía juntos y venían de la facultad. Pero tampoco preguntaba mucho. 41 

− O preguntabas y no te contestaba... −puntualizó Fermín. − Eso. Ya te enterarás cómo son los hijos. Primero te llaman a todas horas, luego te ignoran y al final te olvidan. − ¿Puede ser que fuera profesor? ¿Qué diera clase a Quique? − Pues a lo mejor. Nunca se sabe. Despierto sí que parecía. Muy inteligente y amable. Y educado. Muy bien podía ser ya profesor de Quique. − O su novio −Fermín se arriesgaba mucho al decir esto. − ¡Fermín! No me gusta que digas eso. Ni en broma. Rosanna sabía que Quique no era homosexual, pero nadie conoce a fondo a nadie. De todas formas, con cuidado, intentó hurgar un poco en lo que había dicho su suegro. − ¿Usted notaba algo raro en Pablo? − Lo decía en broma. Pero sí que era muy, muy, muy amable y educado. Y siempre iba bien vestido, trajeado. Lo que no era normal en esa época de barbas y pantalones de pana. A tu suegra le gustaba −guiñó un ojo a Rosanna. − Si hubiésemos tenido una hija… ¿por qué no? − ¿Pablo era hijo único? − Tenía una hermana melliza, Irene. Pero si te digo la verdad, no sé nada de ella. Supongo que seguirá viviendo, pero nunca vino por casa. Si salían juntos, si formaban parte de alguna pandilla, eso se lo tendrás que preguntar a Quique. − ¡Y que te quiera contestar…! − ¿Sabrá algo de todo esto la tía Conchita?

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La tía Conchita era la hermana de la madre de Rosanna, napolitana como ellas, pero de muy joven se había trasladado a Santa Luz, donde se casó, enviudó y ahora seguía viviendo. − Lo dudo, pero si le preguntas ya no podrás pararla. María Laura hizo un gesto como de escandalizarse y le dio con la mano un golpe suave en el brazo a su marido, como regañándole una vez más por lo mismo. Los tres sabían que la tía Conchita era un grifo de palabras siempre abierto. − No sabía que Pablo tuviese una hermana. Tampoco se la menciona en la prensa. − Pues la tiene, hija mía. De toda la vida. Y es muy lista. Ella controla mucho más de lo que parece, y yo creo que nada de lo que hacía su hermano lo hacía sin su conocimiento y aprobación. ¿Ves? No me habría importado que en vez de haberse hecho amigo, o lo que sea, de Pablo… Quique se hubiese dedicado a su hermana. Mejor le habría ido en la vida. Ea, ya lo he dicho. Fermín aprovechó. − ¡Rosanna, has sido testigo de uno de los momentos cumbre de tu suegra! ¡Es un momento histórico! –y hacía aspavientos exagerados con los brazos. Su mujer le volvió a dar con la mano, esta vez en el muslo. Gina, que había estado encantada mirando alternativamente a uno y a otro, levantó de pronto las orejas, dio un salto y salió corriendo hacia la puerta de entrada, por donde asomaban ya Pedro, Ana y Perico, por ese orden. En la recepción del hotel no estaba la chica de la mañana. Un hombre, con un bigotito de otra época, se encargaba de 43 

los pocos clientes que por allí aparecían. Les indicó el ascensor para subir a la habitación. Rosanna preguntó si era posible hablar con Carmen. El empleado se mostró diligente. − Se refiere a Carmen López, ¿verdad? −el del bigotito no esperó la contestación de Rosanna−, ya no está alojada en este hotel. − ¿Está usted seguro? Esta mañana he preguntado por ella y no me han dicho que se hubiera marchado. Le digo el nombre completo: Carmen López Señán. − Sí, no hay ninguna duda. Esta tarde a primera hora liquidó su estancia aquí. El importe principal lo tenía ya abonado a cuenta de la Sociedad Marítima −en ese momento pareció que dudaba sobre la conveniencia de hablar de estas cuestiones con una tercera persona ajena a la protagonista−, discúlpeme, poca cosa más puedo decirle, pero ya no se encuentra alojada aquí. − ¿Sabe usted dónde fue, o si estaba acompañada cuando se marchó? − Lo siento, señora. No lo sé. Y compréndame… Rosanna se disculpó por su insistencia y no se atrevió a preguntar por la habitación que había ocupado Carmen durante su estancia. Pedro había estado disimuladamente atento a su conversación todo este tiempo, mientras hojeaba una revista sentado en el sofá. Gina no se movió de encima de los pies de Pedro, sobre los que se había recostado. La habitación era amplia. Estaba casi al final del pasillo. A continuación de la suya quedaba una sola habitación más, y después estaba ya la puerta de la salida de emergencia. 44 

Gina se dedicó a inspeccionar la habitación en silencio. Comprobó que a la entrada, justo nada más pisar la moqueta color caldero y antes de la pequeña zona de los sillones y la televisión y la nevera, había una manta dispuesta sobre el suelo y una especie de plato superestable con agua. Dedujo que esa era su cama. Se tumbó tranquilamente. Rosanna dejó el maletín con ruedas sobre la mesita baja auxiliar y sacó del bolso una hoja de papel doblada. − He hecho una lista. Ven y siéntate aquí. Traigo también un paquete con herramientas. Mira. Desató una bolsa de supermercado y fue poniendo sobre la cama un destornillador de estrella, un destornillador normal, tijeras, esparadrapo aislante y un buscapolos. − Y también he traído esto. Y sacó una especie de muelle en cuyos extremos y en el centro había sendas placas metálicas. − ¿Qué es esto? − Sirve para que no suene la sirena de alarma. Pedro prefirió no preguntar más. − Y también he traído esto otro. Pedro pensó que era un juego de ganzúas, pero nunca había visto uno, si es que era eso. − ¿Qué es esto? − Ganzúas. Si hace falta emplearlas tú las sabrás usar. Pedro prefirió no decir nada. Esta tarde, nada más tomar sus padres posesión de la casa, Rosanna y él se habían encerrado en su dormitorio y ella le había puesto al corriente del plan. 45 

Uno: Luis no era el encargado de la investigación, sino Federico Trotta, y no se fiaba ni un pelo de él. Dos: Tampoco se fiaba de Carmen, de que no hubiese hecho una tontería: en realidad ya la había cometido, porque todas las noticias hablaban de Carmelo, y Carmelo no existía: malo. Tres: No le hacía ninguna gracia quedarse con los brazos cruzados a esperar a que ver qué pasaba. Cuatro: Había que buscar pistas en el hotel. Cinco: Había que buscar toda la información que se pudiera sobre Pablo y su hermana Irene, y sobre la empresa HOTMAR. Seis: Había que estar muy atento a lo que se dijera estos días en la radio, en la televisión y en la prensa. Y siete: A través de Luis, había que estar muy atentos a los pasos que Federico pudiera ir dando. Rosanna colocó a Gina cuatro funditas de lana para sus patitas; dio a Pedro dos guantes de cirujano y dos fundas de plástico para sus zapatos y se colocó las suyas, se lavó, se enfundó los guantes de látex y abrió la puerta del pasillo para empezar con el punto cuatro. En una bolsa atada a su cinturón, Pedro llevaba las herramientas. En un hueco de su cabeza llevaba también una pregunta que le rondaba desde que Rosanna le contó el plan: ¿por qué? Miró a Gina: caminaba delante de él, dos pasos por detrás de Rosanna. No parecía que ella se plantease ninguna pregunta.

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VIII

Ninguna de las puertas del pasillo de planta parecía conducir al piso octavo. Habitaciones, zonas de personal y el arranque de la escalera principal. A un lado y otro, las puertas que daban a las escaleras de emergencia, abiertas al exterior aunque dentro del perímetro de la planta. Miró el reloj y vio que pasaban unos minutos de las doce de la noche. La puerta de la salida de emergencia más próxima a su habitación estaba mal cerrada. Aparentemente las bisagras no estaban bien engrasadas, o quizá el marco se hubiese hinchado. Salieron al rellano y volvieron a entornar la puerta hasta dejarla como estaba, sin tocarse las dos plaquitas del contacto magnético. Gina estaba ya olisqueando la única puerta que, además de la del pasillo, daba al rellano. No estaba cerrada y pudieron pasar. No fue difícil entrar en la vivienda. El precinto policial no era tal, sino que se limitaba a dos cintas cruzadas que no impedían el paso. También estaba abierta la puerta. Seguramente la policía había revisado el piso y rastreado posibles huellas dactilares. Se entraba directamente al salón, que tenía el comedor incorporado y al fondo una zona con mesa de escritorio y librería, que debía servir como despacho o estudio. En la pared opuesta al gran ventanal había dos pequeños espacios que servían de distribuidores; uno para la zona de 47 

servicio: cocina, oficio, cuarto de baño y cuarto de plancha; el otro para los dormitorios: dos, cada uno con su baño incorporado. Comprobaron que desde todas las habitaciones se podía salir a la terraza. En el primer distribuidor, el de la cocina, también había una puerta distinta de las demás: un ascensor. Intentaron abrir la puerta y luego llamar al ascensor, pero no había señal alguna de que estuviese en funcionamiento. Gina había desaparecido. En ese momento sonó el móvil de Pedro. − ¿Sí? −contestó con la voz más apagada que pudo. − ¿Pedro? ¿Dónde estás? He llamado a tu casa y no estabais. ¿Está Rosanna contigo? − Hola Luis… sí, estamos fuera de casa... te la paso, espera... es Luis. − Dime, Luis. − Discúlpame, no sé si os pillo bien ahora, pero no quería esperar a mañana… − ¿Pasa algo malo? − Creo que sí. Acabo de hablar con Federico. Ha estado investigando sobre Carmelo. Sabe que con esa identidad no hay ninguna entrada en Santa Luz en los dos últimos meses. − Claro, cómo va a haberla… − Desde luego, pero sabe que se alojó con ese nombre en el Marítimo. La entrada es de hace una semana y durante todo ese tiempo ha estado ocupando una habitación. − ¿Sabes cuál? − No me lo ha dicho, pero lo sabe. 48 

− Eso es un descuido de Carmen. Vete a saber por qué lo hizo. − No es sólo esto, hay más. Rosanna no dijo nada, se limitó a esperar. − Ha preguntado a Madrid y sabe que Carmelo es ahora Carmen. Y, por supuesto, también sabe que Carmen lleva dos semanas en ese mismo hotel. − El Marítimo. − Sí. − Sospecha de Carmen ¿verdad? − Yo creo que tiene más que una simple sospecha. Ha pedido una orden de registro y seguro que mañana se la llevará a comisaría para interrogarla. ¡Qué cabrón! − Hace su trabajo. − Me refería a Carmelo… a Carmen, quiero decir. ¡Joder!... ¡no sé por qué tiene que meterse en líos! Luis estaba excitado. − Bueno, que sólo sea el interrogatorio. Rosanna oyó a Luis estornudar. − Uf, me estoy poniendo enfermo ¿Dónde estáis ahora? Os he llamado antes a casa y me ha salido tu suegra. − No te preocupes, ahora no puedo hablar. Mañana te llamo. Y gracias. Cuídate ese resfriado. − Nada, nada, no es nada. Hasta mañana. Le devolvió el móvil a Pedro y le rogó que buscase a Gina. Le entró un poco de miedo. − Estamos cinco minutos más y nos volvemos. Sobre la mesa del escritorio había unos álbumes de fotos de los de antes, con hojas de cartulina espesa de color gris muy oscuro y un papel de celofán protegiendo las copias. 49 

Estaban rotulados en la primera página y se correspondían con los años entre 1965 y 2004. Fotos de viajes y fotos de celebraciones. Alguien había despegado fotos y se veían algunas páginas con huecos y restos de pegamento. Le pareció extraño que la policía hubiese dejado los álbumes sobre la mesa y también que Pablo los hubiese estado mirando la noche de su asesinato. Entre las fotos que quedaban no encontró a Carmelo ni a Carmen. Volvían ya por el pasillo Gina y Pedro. − Mira −Pedro traía un marco con una foto de Pablo y Carmen. − No tenemos más tiempo. Nos la llevamos. Regresaron a la habitación sin complicaciones. Se quitaron los guantes y las fundas de los zapatos y Pedro liberó de las suyas a Gina, que correteó aliviada por la moqueta. − ¿Dejaste todo como estaba? − Creo que sí −contestó Pedro− y he hecho fotos. − ¡Bien! −mañana las vemos en casa− ¿Has visto algo que te haya llamado la atención? − Estaba todo muy ordenado. Casi parecía que no viviese nadie en la casa. La foto estaba sobre el cabecero de la cama, pero no pensaba traérmela, sólo enseñártela. − Bueno, tenemos lo que tenemos. Miraremos bien a ver si encontramos algo interesante en tus fotos. Y si hace falta… ¡volvemos a subir! − ¡Nooooo! ¡De eso nada! Rosanna le contó lo que había hablado con Luis y lo preocupado que le había notado. 50 

Gina ya estaba durmiendo y ellos se quedaron dormidos enseguida, en cuanto se metieron en la cama. No oyeron la llamada al móvil que les hizo Luis, a las 6,45 de la mañana.

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IX

Desde luego, Tabacos parecía tener prisa. Siempre había tenido fama de investigador expeditivo, de no cuidar especialmente las formas en las relaciones con los compañeros y, menos aún, con los sospechosos. Y Carmen era sospechosa. En El Eco de La Costa venía una entrevista con Tabacos. Rosanna la leyó con interés y desagrado. Había una novedad: la conexión judía. Según la policía, no cabía descartar como móvil del asesinato la cuestión religiosa. Y tampoco una posible disputa familiar por los bienes que, fundamentalmente, heredó Pablo al fallecimiento de su padre. Rosanna pensó que tenía que hablar con su madre y, quizá también, con la tía Conchita. No hizo falta esperar. Unos timbrazos superpuestos unos a otros le anunció la visita de la tía. Estaba, como siempre, desatada. − ¡Hija mía! ¿Has visto la televisión? ¿Has visto el programa de Floriana esta mañana? ¡Todavía estoy temblando! La tía Conchita abría mucho los ojos cuando decía estas cosas, y movía agitadamente las manos y los brazos, y caminaba deprisa por la habitación de un lado a otro. − No, no lo he visto, dime… 52 

− Ha hablado sobre Pablo, te acuerdas de él… ¿verdad? Sabrás que ha sido asesinado ¿no? Horriblemente estrangulado. − Sí, sí, lo sé… − Hija, por ser judío; sólo por serlo. ¡Ay! Lo ha dicho la policía. ¡Qué desgracia! − Tranquilízate tía… aún no se sabe nada. Todavía nadie ha dicho que sea por eso… ¿quieres un té? − ¿Por qué va a ser si no? ¿Porque era maricón? Hoy ya no se mata a nadie por eso, hija. ¿Porque era rico… para robarle? No seas ingenua, niña. Para robar no hace falta matar. Sólo se mata por odio, y hay mucho odio a los judíos… −pareció que se quedaba pensando− con un poquito de leche si haces el favor, eres un cielo. ¡Ay qué sofoco! − ¡Pero si nadie sabía que era judío! −gritó Rosanna desde la cocina− ¿lo quieres con azúc… − Sí, niña, con dos cucharaditas. ¡Y qué más da que nadie lo supiera! Lo sabemos nosotros y eso es suficiente. Los sabemos quienes lo tenemos que saber. Fíjate lo que te digo: volverán los tiempos del miedo y de no poder andar tranquilamente por la calle. ¡Qué desgracia! Rosanna acercó dos sillas a la mesita, retiró las flores y puso la bandeja con los tés, las pastas, el azúcar y la jarrita de leche. − Ven y siéntate, anda. No tienes que hacer caso de esos programas… sólo buscan hablar y hablar, y complicar todo… − Si tuvieses mi edad no dirías eso. Se ve lo ingenua que eres. Mira, te voy a decir una cosa: ya nada será como 53 

antes. ¿Has visto lo que han dicho? Parece que hay personas preparándose ya para volver a crear el partido nazi, y sabes lo que eso significa, lo sabemos todos, hasta nosotros que no somos de aquí. ¿Han ido tus hijos hoy al colegio? − Pues claro que han ido, tía. Y no se te ocurra decir estas cosas delante de ellos… − Tarde o temprano tendrán que saberlo, hija. Y más vale que sea antes que después… −la tía Conchita marcó muy expresivamente con sus ojos estas dos palabras− sabes que hablar de esto es nuestra obligación… − Venga, tómate el té. Y ahora te acompaño a tu casa. − Nada de eso, hijita, te vas a buscar a los niños ahora mismo. Yo llamaré a tu madre y organizamos todo. Allí en su casa tienen habitaciones suficientes. No habrá problema. ¡Hay que ponerse en marcha enseguida! Se tomó el té de un sorbo y antes de que Rosanna pudiese añadir palabra, recogió su bolso y la gabardina y salió corriendo hacia la puerta. − ¡Ya te avisaré hijita! ¡Bisogna andarsi presto! Cerró la puerta de un golpe y desapareció. Rosanna se quedó pensando en lo que le había dicho la tía Conchita. Puso la televisión y vio a Adolfo Ernesto de la Sierra, el flamante nuevo líder del partido Democristiano Nacional, al final de la entrevista de Floriana, que la estaban repitiendo. Se le veía dominador, seguro de sí, mientras explicaba que la muerte de Pablo debía entenderse como el arranque de la segunda fase de un plan de amoralización colectiva que estaba poniendo en marcha la internacional judaica, y cuyo primer paso había sido la crisis económica. 54 

Adolfo veía en la crisis un proyecto de debilitamiento general de la economía capitaneado por los judíos, que ahora buscaban hacerse la víctima no sólo para disimular que controlan la economía, sino para conseguir incluso más beneficios y prebendas, además de reconocimiento social. Adolfo llamaba a los luceños a rebelarse contra la tiranía de los mercados internacionales y contra los banqueros. Clamaba por un levantamiento cívico contra el judío. Rosanna pensó que nunca nadie podría ser capaz de igualar siquiera el ejercicio de cinismo, demagogia y manipulación lógica que acababa de escuchar. Un segundo después pensó que ya hubo quien sí fue capaz de igualarlo e incluso, de superarlo con creces. Quizá la tía Conchita estuviera en lo cierto, a pesar de haber entendido todo al revés. Pero ¿qué tenía que ver Carmelo con todo esto? Seguramente nada. Sonó en su móvil el aviso de un sms. Pedro le recordaba que tenía que hablar con Luis. Le encontró en su despacho. Descolgó a la segunda llamada. − ¿Puedes hablar ahora? − Sin problema, pero ¡joder qué mañana! − El amigo Tabacos está removiendo lo que no debe, ¿no crees? − Es imposible hablar con él cinco minutos con tranquilidad. Parece como si hubiese tomado este asunto como una especie de reivindicación de algo… o de ajuste de cuentas… no sé, no soy capaz de entenderle bien. Pero tampoco puedo decirle cómo tiene que proceder. 55 

Rosanna pensó que mejor no decía nada a Luis de la visita a la vivienda de Pablo. − ¡Qué cabrón! −Luis rumiaba los insultos. − ¿Ha localizado a Carmen? Supongo que la estará buscando. − Tiene a los agentes por toda la ciudad, ha controlado las salidas y piensa que sigue en Santa Luz, ha repartido las fotos de prensa de cuando la conferencia y también otras que ha encontrado en el registro de la casa de Pablo, fotos en las que aparecen los dos… quiero decir Pablo y Carmelo. Rosanna pensó inmediatamente en los álbumes, en las fotos que faltaban. Intentó recordar qué le había dicho Pedro; sabía que había fotografiado los álbumes, pero no recordaba si todo, parte o sólo lo que le llamó la atención. − ¿Sabes cuántas fotos tiene? − Ni idea, el cabronazo seguro que tiene algunas guardadas. Le encantan los golpes de efecto. Yo le he visto tres. En dos de ellas están solos. En la otra estoy yo también, pero no he conseguido reconocer el sitio, ni qué coño estábamos haciendo. − Mira si puedes averiguar cuántas tiene, aunque no sé si podrás siquiera acercarte… Tabacos siempre ha tenido muy mala leche. Procurará tenerte apartado… − ¿Apartado sólo? ¡Una mierda! ¡Me tiene agarrado de los huevos, diría yo! ¡Y bien agarrado! No puedo hacer nada, sólo mirar lo que él hace. − Procura no alterarte demasiado, y avísame si sabes algo de las fotos, o de Carmen, por favor, o de cualquier otra cosa interesante. 56 

− Descuida. Te diré lo que pueda. − Por supuesto. Eso lo primero. Otra cosa −Rosanna no quería colgar sin comentar la visita de su tía−, no está nada bien que Federico airee el tema judío, me parece… a no ser que sepa cosas que todavía no ha dicho… − Tabacos es así, le encanta remover y liarlo todo. A veces hasta le sale bien, porque mete nerviosismo y siempre hay quien quiere parar las murmuraciones y piensa que lo mejor es cooperar… y lo hacen ellos mismos o exigen a otros que colaboren para que todo vuelva a la calma… nunca se sabe. − Ya, pero luego sale el Adolfito y se crece. − Y saldrá siempre, pero eso no se puede evitar. ¿Habéis tenido problemas? − No, no, pero mi tía Conchita ya está de los nervios. − Bueno, eso tampoco se puede evitar. ¡Menuda es tu tía! − También es verdad. Recuerda lo que te he pedido… ¡y cuídate! − Vosotros también. Llámame cuando quieras. − De acuerdo, dale un beso a Teresa. Y otro para ti. Luis ya había colgado. El segundo beso quedaría para otra ocasión.

57 

X

Pedro había hecho fotos de todo. Eran cuatro álbumes. El primero tenía fotos de Pablo niño, con sus padres, una excursión a Nápoles, algunos cumpleaños, fotos en la playa jugando a pala y al fútbol, en las fiestas de fin de curso y una, sólo una, en la terraza de la casa de un compañero de clase, Rafa, en la que se distinguía muy bien a Carmelo, con su pelo largo moreno, a la derecha del grupo de cuatro formado por Pablo, Rafa y otro amigo que Pedro no supo identificar. En este álbum no faltaba ninguna foto o, por lo menos, no había ninguna falta en sus hojas. Del segundo sí que habían desaparecido fotos. Eran fotos de un viaje a París; sólo quedaban las de los edificios y alguna que otra: un grupo lejano de jóvenes, cuyas caras no eran más que manchas borrosas, en los jardines de las Tullerías; grupitos caminando por el bulevar de Pigalle; los dos coches alquilados, uno detrás de otro por las carreteras francesas, y varias más, pero en ninguna reconocía a nadie que pudiera ser Carmelo. En una de ellas se veía muy bien a Pablo con su parka hasta las orejas y sus vaqueros rotos caminando por entre las patas de la torre Eiffel “el único día de sol de la semana santa de 1988”, qué tiempos. 58 

Por los huecos que quedaban, Rosanna dedujo que Tabacos se había llevado cinco fotos del segundo álbum. El tercero estaba medio vacío. Quizá los álbumes no respondían a un orden cronológico, sino a algún tipo de organización por grupos, temas o afinidades. Las fotos eran todas de trabajo o de compañeros de trabajo. No se distinguían muy bien las personas, pero en una de las hojas faltaban tres fotos seguidas. Rosanna pensó que debían ser de finales de los noventa. El cuarto y último era el más reciente. Fotos personales. Algunas parecían de cumpleaños. Viajes también. Playas que no eran las de La Costa. Pablo en pantalones cortos, bronceado, sonriente, aparentemente feliz. La última foto tenía una anotación: “Canarias, octubre 2004”. Entremedias faltaban seis fotos. Decidió que lo mejor era tener las fotos en papel. Cargó todas en un pen. Era pronto para el paseo de Gina, pero podía aprovechar y adelantarlo un poco. El trabajo de la traducción estaba definitivamente atascado. − ¡Vamos, Gina! Resultaba agradable salir a la calle. Faltaba muy poco para tener toda la ciudad llena del olor especial que la primavera esparce por calles y placitas. En la calle que lleva a la estación de las Rejas había un local donde hacían copias a buen precio. Encargó dos juegos en color y a tamaño grande. Pasaría a recogerlas a la vuelta del paseo. Al salir del ascensor oyó el teléfono. Pensó que sería su madre. Ella nunca la llamaba al móvil. Cuando quiso abrir 59 

la puerta y entrar ya había colgado. Estaba segura de que le había dejado un recado en el contestador. − Pronto? Rosanna? Come stai? Mi ha chiamato tua zia. Sai è molto preoccupata… anche tuo padre ed io lo siamo. Immagino che si tratti di una delle solite di tua zia, ma anche così… Hai bisogno di qualche cosa, possiamo fare qualche cosa? Sai che qui tu hai posto in abbondanza. Tua zia un momento minaccia di venire da noi, ma il momento seguente sostiene che deve starti vicina, potrebbe esserti utile da un momento all’altro. So che non succeederà nulla ma tuo padre ed io vogliamo che tu ci racconti come stai, come state tutti e che succede. Un bacione per i bambini, devi protegerli, sono piccoli e ancora non sanno nulla, un bacio anche per Pedro ed anche tanti baci a te da parte di papà e mamma. Chiamaci. Un bacio. Gina venía sedienta. Rosanna la había sacado a pasear con el sol de primera hora de la tarde y no estaba acostumbrada. Nada más llegar a casa, se desentendió de todo, bebió una buena ración de agua y se fue a un rincón especialmente fresco de la azotea a descansar, a la sombra y con una ligera brisa que cualquiera sabe de dónde procedía. Rosanna pensó que lo mejor era hacer como ella y descansar un rato. Acercó el butacón del estudio a la puerta de la azotea y se tumbó en él. Le gustaba disfrutar del silencio de la tarde, de la soledad y del aire limpio de la primavera. Tal como estaba sentada, sentía perfectamente cómo entraba en la casa y circulaba por ella una suave corriente que, sin embargo, no le daba directamente. Estupendo. Tenía una hora por delante para dormir la 60 

siesta. Se durmió imaginando que estaba en la playa, que acababa de comer una paellita y que el aire del mar le recorría todos los rincones de su cuerpo. Llamaría a su madre mañana, o pasado. En el contestador había, además del mensaje de su madre, uno de Irene, la hermana de Pablo. Le sorprendió. Ayer ni siquiera sabía de su existencia y hoy dudaba que, incluso con la noticia de la muerte de Pablo en todos los periódicos, y en la radio y la televisión, la gente supiera algo de ella. Pensó si había una razón que explicara la invisibilidad social de Irene. Quizá ella misma había decidido que no se conociera. Quizá era una de esas razones que la gente prefiere mantener oculta. También pensó que no tenía derecho a suponer nada. Le decía que quería hablar con ella. Que no la conocía pero que Luis Bonet le había aconsejado que la llamara. Estaba preocupada. Evidentemente no por la muerte de su hermano, que ya no tenía remedio, sino porque suponía que esa muerte podía estar ligada a una estrategia de mayor alcance que buscaría desestabilizar no sólo la empresa, objetivo relativamente fácil por depender ésta casi exclusivamente de la imagen y dirección de Pablo, sino incluso el delicado equilibrio de la sociedad luceña. Insistía Irene en este enfoque, aun a riesgo, decía, de parecer iluminada o paranoica. Había pensado mucho en lo que la muerte de Pablo le afectaría personalmente, en la desaparición del escudo de protección que había supuesto para ella su presencia y vitalidad. Y había tomado una decisión provisional: intentaría seguir manteniéndose en el segundo 61 

plano de siempre, pero intentaría actuar conforme sus intereses, sin renunciar a nada por prejuicios o comodidades. Quería hablar con Rosanna lo antes posible, y se despedía agradeciéndole su dedicación y diciéndole que la volvería a llamar en cuanto pudiera, si podía ser hoy mismo mejor que mañana. ¿Cuántas personas en Santa Luz sabían que Pablo era judío? Revisó las copias que había encargado. Buscaba algún indicio de su judaidad pero no encontró ninguna foto que tuviera ni un ligero rastro, ni siquiera las típicas del Bar Mitzvah o de la familia en un shabat o en cualquier celebración o, incluso, subidos a un árbol en la fiesta de los Tabernáculos. Era posible que Pablo hubiera conservado fotos de estos momentos pero, o no las habían encontrado cuando fueron a su casa o alguien se las había llevado. Rosanna no pensó en Tabacos, ¿para qué las habría necesitado él? Se sentía un punto intranquila. Se imaginaba ella en el lugar de Pablo. ¿Si fuese asesinada… cómo lo valoraría la sociedad? No era una persona conocida, no tenía una imagen pública. Ella misma nunca se había pensado como judía, pero ¿cómo la veían los demás? ¿Alguien podría interpretar su muerte en clave religiosa? ¿Tendría que empezar a obrar de ahora en adelante teniendo presente que siempre habría alguien que la juzgaría en función de ser judía? Pensó en la tía Conchita. Y en sus hijos. Le molestaba no poder evitar representar para los demás lo que no era para sí misma. De pronto se dio cuenta que faltaban dos días para el 31 de marzo. Era el primer año de 62 

su vida que ese día era algo más que una simple excusa para no ir a clase o al trabajo. Buscó a Gina y subió con ella a la azotea. Se quedó tumbada boca arriba en la colchoneta. Oía perfectamente el jadeo cada vez más flojo de la perra y notaba cómo la luz del día iba desapareciendo. No se durmieron. Pero cuando llegó Pedro con los niños ya era de noche, las dos continuaban en la misma posición y Rosanna seguía mirando las estrellas con los ojos cerrados.

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XI

En el buzón de su casa encontró Rosanna un papel doblado, sin sobre, escrito a ordenador. Era de Irene. “Querida Rosanna. Me atrevo a dirigirme así a usted, espero que no le resulte extraño ni le moleste. Gracias. Gracias por atenderme otra vez. Tiene que disculparme mi impaciencia, no quisiera que interpretase mi insistencia con falta de educación o de respeto. Es simplemente la urgencia de hacer justicia que siente la hermana de un asesinado. No ignoro que no tengo ningún derecho para exigir de usted la más mínima dedicación a mi caso, pero quiero creer que Luis Bonet, que es quien me sugirió que le hablase, la conoce muy bien y confía en usted, y yo confío en él. Es Luis más que si fuese de la familia, porque sólo se puede querer de manera incondicional a quien se ha visto crecer desde niño cuando uno todavía estaba en los años de la juventud. ¿Qué pienso que puede usted hacer por mí? Usted conocía muy bien a Carmelo y Carmelo era muy amigo de mi hermano. Siempre lo fueron desde que se conocieron. Las circunstancias parece que apuntan hacia él como sospechoso principal, pero yo no me atrevo a pensar todavía nada; sería prematuro e injusto y lo más que podría pasar es que al dolor por la muerte de mi hermano se añadiese la frustración de una indignación no contenida o de un deseo de venganza más o menos disimulado. Luis no 64 

confía demasiado en el comisario encargado del caso y, por desgracia, poca capacidad tiene de influir en la investigación. Quizá también sea prudente que se mantenga apartado. Yo confío, por delegación, mucho en usted. Quizá no tenga ni los instrumentos y recursos de la policía ni la capacidad o el tiempo para dedicarme, pero le agradecería enormemente que, en la medida de sus posibilidades, me ayudase a averiguar qué es lo que ocurrió en realidad. Muchas gracias. Shalom” Era la segunda petición de ayuda de Irene, pero seguía sin tener forma de ponerse en contacto con ella. Ni un teléfono ni una dirección ni una cita. Irene seguía viviendo en un plano que de alguna forma se situaba más allá de la realidad del común de las personas. Rosanna pensó que era un comportamiento ejemplar, respetable desde luego, y que seguramente estos dos acercamientos que había hecho, el mensaje en el buzón de voz y la carta depositada directamente en el buzón, le habrían debido suponer una cierta violencia y un esfuerzo importante para sobreponerse a su natural inclinación a la invisibilidad. Se dio cuenta, releyendo la carta, que Irene no había firmado y ni siquiera había escrito su nombre, pero daba dos referencias absolutas; una: que había sido Luis Bonet quien le había sugerido hablar con ella, y dos: que era hermana de Pablo. Suficiente. Rosanna no podía hacer otra cosa que esperar la siguiente comunicación de Irene. En el telediario del mediodía dieron nuevas noticias del caso. Carmen −los medios hablaban ya de Carmen como 65 

de una amiga de Pablo− había sido llamada a declarar esta mañana en la comisaría central. La locutora detalló que había estado tres horas allí, acompañada por su abogado. A la salida no había hecho declaraciones; sólo que le habían pedido que permaneciese en La Costa y que no cambiase de domicilio sin comunicarlo a la policía. La televisión había tenido el buen gusto de no ofrecer ninguna imagen de Carmen. Media hora después Luis llamaba a Rosanna para decirle que el juez seguramente imputaría mañana a Carmen como sospechosa del asesinato de Pablo. Quedaron en cenar juntos los cuatro, Teresita y Luis, y Pedro y ella. Dejó en la mesita del pasillo los papeles de la traducción y envió un correo a la editorial comunicándoles que la traducción de la novela tendría que esperar hasta que ella estuviese de nuevo en condiciones de trabajar. Se sorprendió que el responsable de editores la contestase inmediatamente aceptando sus explicaciones. Tenía un mes de cuartelillo. Un mes que tendría que dedicar a Carmen. Un mes que se alejaba también el cobro de los honorarios por la traducción. Había reservado en el club deportivo de La Luz. Con la llegada de la primavera, el restaurante había reabierto el comedor para cenar. Situado en la planta alta de las dos que tenía el edificio social del club, la sala parecía sacada de una foto de revista de los años sesenta. Conservaba el mobiliario de madera de líneas sencillas y ligeramente curvas, robustas, como de diseño nórdico. La tapicería en 66 

tela en colores pastel hacía juego con las grandes cortinas, que por el día tamizaban la luz de los ventanales y ahora por la noche arropaban a los comensales con su calidez. Las mesas bastante separadas unas de otras. Rosanna había pensado que quizá no habría mucha gente cenando y que podrían hablar a gusto. Había preparado un esquema con todo lo que conocía sobre las circunstancias de la muerte de Pablo y quería comentarlo con Luis. Recordó que cobraría, como pronto, un mes más tarde y anuló la reserva. Cenarían en casa. − ¡Cuánto tiempo sin vernos! Estáis estupendos −Pedro exhibía una amplia sonrisa y se acercaba con los brazos abiertos a besar a Teresita. − Parece que hace mucho, sí. Y han pasado muchas cosas −puntualizó Luis. Se le veía preocupado. − Esta mañana he hablado con Tabacos. Joder, el tío ha preparado una buena serie de pruebas que incriminan a Carmen. Sé que ha hablado con el juez. Y, por lo que me ha insinuado, mañana el juez dictará un auto y es muy posible que sea imputada como autora del homicidio. O del asesinato, que también es posible. He llamado y se lo he dicho a Rosanna, pero no podía hablar desde la oficina. − ¿La autopsia ha revelado algo significativo, algo que permita al juez suponer que Carmen iba a por Pablo? −Pedro hizo la pregunta en el tono de voz más impersonal que fue capaz de emplear. − No, no. Sólo sirve para tener la certeza de que Pablo murió estrangulado con un cinturón, y que no era suyo. Y 67 

Tabacos sabe que durante toda esa semana, Carmen, es decir, Carmelo, estuvo visitándole por las noches. Y cuando digo Carmelo es porque se presentaba vestida de hombre. − ¿Se está seguro de eso? − Se ha encontrado ropa de Carmelo en la vivienda de Pablo. A la policía no le cabe ninguna duda. − Pero ¿cómo puede saberse que esa ropa es de Carmelo? − Es fácil, Pedro. La policía ha podido registrar la habitación de Carmelo, la de Carmelo, digo −Luis recalcó especialmente este último punto− la que reservó una vez ya instalado en el hotel, cuando hacía una semana que se encontraba allí ya alojado como Carmen. Y hemos encontrado en esa habitación y en la vivienda de Pedro, pantalones y chaquetas de un mismo traje, además de otros objetos menores como gemelos, alguna corbata o zapatos, que pertenecen y han sido usados, y de esto no hay ninguna duda, por Carmelo. − ¿No hay ninguna duda? − No. Ella misma lo ha reconocido. Quiero decir que Carmen ha reconocido que son de Carmelo. − ¿Qué habitación reservó Carmelo? −preguntó Rosanna. − No te lo puedo decir, Rosanna, lo siento. En realidad no podría ni estar hablando ahora con vosotros. En fin. En peor situación está Carmen. Permaneció Luis unos segundos en silencio. Y continuó. − La verdad es que yo no creo que lo matara ella. Estoy seguro que no. Pero Tabacos piensa distinto o, por lo menos, actúa como si lo pensara. Resulta tentador para cualquier policía agarrarse a la opción que aparentemente 68 

tiene más posibilidades. Quiero decir que Federico no es ni mejor ni peor policía que cualquiera de los nosotros, de los otros comisarios que podríamos estar encargados del caso. Aunque yo piense que sea un capullo. − Un capullo y un cabrón −apostilló Pedro. − Un cabrón con todo su bigote. Un cabronazo. Teresita no había abierto aún la boca, y Rosanna sólo la había abierto para hacer la pregunta que no quiso responder Luis. − Luis −comenzó a hablar Rosanna−, ¿sabes dónde estábamos la otra noche, cuando llamaste a casa, hablaste con mi suegra y al final nos localizaste pero no pudimos atenderte? − Ni idea, pero ya sabes que yo soy muy discreto para ciertas cosas… − Estábamos en la azotea del hotel, y entramos en el apartamento de Pablo. − ¡Joder! Pedro aprovechó para sacar el pañuelo del bolsillo del pantalón y hacer como que tenía que limpiarse algo. − Pedro, ¡estáis locos! Tú y Rosanna, ¡los dos! − Y Gina. También nos llevamos a Gina. − ¡Gina! ¡Pobrecita! Ella no tiene ninguna culpa, pero vosotros es otra cosa… Dios santo. ¿Y qué hacíais allí, si puede saberse? − Investigábamos −contestó Rosanna muy seria. − También Gina…, supongo. − Bueno, pensaba que nos iba a servir de más ayuda, pero no encontró ninguna pista ni nada. 69 

− Sólo que dejaría la casa perdida de pelos. A lo mejor le entra la duda al juez… si imputar el homicidio a Carmen o a vosotros. Pedro seguía enfrascado con sus narices. − No exageres. Pensamos que Tabaquitos no iba a hacer nada por Carmen, y por eso fuimos, para investigar. − ¿Os dije yo esa noche que había ya deducido que Carmen y Carmelo eran la misma persona? − Sí, yo creo que nos llamaste para eso, y para decirnos que estabas preocupado. ¿Ves? lo mismo que nosotros. − Ufff −resopló− por lo que sé no se ha dado cuenta nadie de que fuisteis. Y espero que no lo descubran nunca. Me pondría también a mí en una situación delicada. − ¿Has tenido oportunidad de hablar con Carmen estos días? −preguntó Rosanna. − Te voy a contestar porque si no lo hago eres capaz de meterte en nuestros archivos y prefiero que no te pillen ahí. Hace dos días pude hablar con ella. Lleva ya unos días yendo por la mañana a la comisaría. Está muy despistada. Como si no acabara de creer lo que está pasando. No es capaz de ver que el asunto es serio y que le afecta muy directamente. Piensa que puede estar sin hacer nada, que todo el mundo debe darse cuenta de que no tiene nada que ver con la muerte de Pablo… si acaso, piensa que quizá se ha librado por cuestión de tiempo, que podría haber sido ella asesinada también. Y puede que tenga razón, puede que el asesino fuera buscando algo que desconocemos y que le matara digamos… sin querer hacerlo, sólo porque estaba donde no debía estar; y si es así, desde luego que se pudo librar Carmen por minutos, u horas, a lo sumo. Pero 70 

la policía no cree que fuera eso lo que ocurrió. Más bien piensa −yo no lo pienso, pero eso no importa− que muy bien pudo ser ella quien lo matara. − Puede ser, pero no lo creo. −Rosanna había estado muy atenta a los ojos de Luis mientras hablaba. Dijo esto con voz firme, sin dudar nada. − Bueno, es la hipótesis que maneja la policía y las únicas pruebas van por ese camino, pero ¿por qué dices que no puede ser? − Porque si lo hubiese matado lo habría hecho el último día y eso no tiene mucho sentido. Quiero decir que Carmen tenía pensado marcharse de Santa Luz al día siguiente. Si hubiese querido no aparecer como sospechosa no habría estado dejándose ver siete días, ni habría tomado la personalidad de Carmelo, ni habría dejado tantas pistas, ni habría llamado a la policía. − Todo eso que dices te vale a ti, pero no sirve como argumento para descartar que fuera ella. Por ejemplo: durante los días anteriores bien pudo suceder que Pablo y ella se enfadaran, o que se manifestasen diferencias, o que ocurriese algo que les separara; no conocemos, yo por lo menos no conozco, si hay un móvil, pero bien pudo ocurrir algo esos días que desencadenara el plan de Carmen… o si no un plan, sí una reacción que no pudiera controlar… La policía sabe que se vieron todas las noches. − ¿Lo ha contado Carmen? − Sí, sí. Carmen lo ha contado todo, pero también lo sabíamos por el personal del hotel. Ya sabes que se enteran de todo. − ¿La chica de la recepción? 71 

− No, esa está sólo por las mañanas y no sabía nada; quien lo comentó a la policía fue el de la noche, uno con bigotito. − Sí, estaba él cuando fuimos a la casa de Pablo. − Menudo lío. Os arriesgasteis mucho. Dejaríais todo perdido de huellas dactilares. − ¡Ni una! No sabes cómo es Rosanna para estas cosas… −Pedro aprovechó para explicar las precauciones que tomaron, los guantes, las fundas… − ¿Y Gina? − Incluso Gina −apuntó Pedro, entre avergonzado y orgulloso. − ¿Sabéis a quien vio Carmen durante esa semana? además de Pablo, claro. − Sabemos poco de lo que hizo esos días. Carmen se levantaba pronto y salía a pasear por la ciudad. Normalmente daba una vuelta por la ciudad vieja hasta media mañana y aprovechaba para desayunar en alguno de los bares que hay en el entorno de la estación. Regresaba al hotel y volvía a salir a pasear por el monte Oros, por las veredas que miran al mar, pero sin llegar hasta arriba y, desde luego, evitando la carretera. Algún día, en vez de ir al monte, tomaba el tranvía y bajaba hasta la playa, más debajo de la Costanera. Comía en cualquier sitio y regresaba al hotel. Se echaba la siesta, leía algo y esperaba el momento para subir a ver a Pablo. − Y cómo salía a pasear ¿como Carmen? − Ella misma nos dijo que sí, que salía a la calle como Carmen. Arreglada según las circunstancias, de manera 72 

informal a primera hora y con ropa más o menos deportiva si iba a caminar por el monte, o a la playa. − ¿Y cuando iba a ver a Pablo… −Pedro se mostraba interesado− cómo iba? − Siempre como Carmelo. − Uff −resopló Pedro. − Esa es una cuestión que no acabamos de saber interpretar bien. El que Carmen adoptara la imagen de Carmelo para sus encuentros con Pablo −aclaró Luis−. De eso no ha querido casi hablar. Imaginamos que la explicación debe estar en algo que sólo ellos saben, que sabían, vamos. La realidad es que, aunque hemos preguntado por los sitios que sabemos frecuentaba Carmen, y aun por los que no frecuentaba, nadie ha visto nunca a Carmelo. Parece como si Carmelo hubiese existido sólo dentro del hotel y, más aún, entre la séptima y la octava plantas, entre la habitación de Carmelo y la vivienda de Pablo. − Se trataba de un juego privado entre ellos dos. − Eso pensamos. − ¿Pablo era homosexual? − Tendríamos que encontrar a alguien que nos lo asegurara y, aun así, seguiríamos sin tener la certeza. Carmen dice que no lo era. Pero claro, también dice que ella tampoco lo fue nunca. Rosanna intervino. − Es que no lo era. Porque una cosa es ser un hombre y que te gusten los hombres y otra distinta es que te gusten pero sintiéndote mujer. − Ya. Y también es verdad que ningún homosexual se opera para convertirse en mujer, eso es cierto. A propósito, 73 

¿por qué has dicho antes que Carmen pensaba irse al día siguiente de la muerte de Pablo? ¿Te lo había dicho ella? − No sé por qué lo he dicho… lo pensaba, simplemente, pensaba eso. No, no, Carmen no me dijo nunca nada… −Rosanna intentaba recordar si Carmen le había comentado algo o es que se lo había imaginado… pero ahora se daba cuenta de que más que un argumento a su favor, podía verse al revés, como la prueba de que había un plan trazado de antemano. Encontrar ahora un billete de avión para el día siguiente de la muerte de Pablo podía complicar más aún las cosas a Carmen. − No hemos encontrado nada en el hotel, en ninguna de las dos habitaciones, pero ella tuvo tiempo de sobra para cancelarlas y recoger todo, que es lo que se hace siempre que uno se marcha de un hotel… − ¡Gina! −Teresita había visto a Gina acercarse. Todos volvieron la vista hacia Gina, que se acercaba moviendo el rabo de contento. − En cuanto acabéis de jugar con ella podéis pasar a cenar. Tenemos tortilla de patatas y un vinito especial. − ¿Tortilla con pimientos? −preguntó Luis. − Con pimientos, por supuesto, ¡come Dio comanda! −contestó Rosanna. Teresita se acercó a la cocina para ayudar. Cuando se sentaron a la mesa atacaron la tortilla y el salmorejo que había traído Teresita. Era habitual entre ellos que el invitado llevase algún plato para la cena. − Mmm… ¡buenísimo el salmorejo! − ¡Estupenda la tortilla! 74 

Gina escuchaba las exclamaciones desde la esterilla junto a la escalera de subida a la azotea. No tenía esperanza alguna de que le diesen nada de comer y prefirió seguir medio adormilada. − ¿No habéis pensado en ningún otro sospechoso? −Rosanna se lanzó de nuevo a preguntar−, yo creo que no es prudente centrarse sólo en Carmen. − ¿En quién estás pensando? −se interesó Luis. − La muerte de Pablo podía interesar a más de una persona. A Carmen es a quien no veo en qué le podía beneficiar. Pero si pensamos en su hermana, Irene, posible heredera de parte de las acciones de su hermano en HOTMAR, si pensamos en las complicadas negociaciones que Pablo había estado llevando en España con vistas a la venta total o parcial de la empresa a un grupo con implantación mundial… todos sabemos que la cantidad de intereses que se mueven en estos casos es enorme, desde luego más que suficiente para que alguien pierda el control de sus nervios y se le ocurra alguna barbaridad. Y de ahí a ponerla en práctica, a veces no hay ni un paso, porque siempre hay algún adelantado que se lanza por su cuenta quemando las etapas con la esperanza de aprovechar la ventaja de la sorpresa y el descaro. Y siguió Rosanna. − Y también otra cosa. Pablo era judío. Pocas personas lo sabían, pero lo era. Seguramente no era algo que a él le preocupase, pero por desgracia todos conocemos a quienes sí les preocupa el problema de los judíos, y cuando digo problema… quiero decir que esta gente considera como problema la mera existencia de los judíos. 75 

− Y más aún −Rosanna estaba dispuesta a no dejarse nada dentro−, si en algún momento pensamos que Carmen ha tenido algo que ver con la muerte de Pablo… deberíamos ser honestos y admitir que lo pensamos porque de alguna forma asociamos con las relaciones homosexuales un determinado porcentaje de anormalidad y por ahí se nos cuela lo que de anormalidad tiene también el matar a alguien −Rosanna descansó un segundo que aprovechó para intentar ver cómo reaccionaba Luis a sus últimas palabras−. Quiero decir que si en el fondo lo que pensamos es que hay una explicación digamos turbia e inconfesable en la muerte de Pablo, quizá deberíamos abrir un poco más la perspectiva y no contentarnos con achacarle el muerto a la pobre Carmen, que también tiene narices pensar que organiza el viaje y monta la conferencia para, fuera de casa, en el extranjero, con toda la prensa haciéndola entrevistas, encontrarse con Pablo y matarle en su casa. A mí me parece que no es creíble. Que por muy ingenua que sea, o muy tonta, o yo qué sé qué… un asesinato no se planifica así. No señor. Cualquiera de los amigos de Pablo de aquí podría haber sido el asesino. Incluso, ya puestos a pensar, podría hasta haber habido alguna especie de conspiración que hubiese utilizado, mezclándolas, varias de las posibles explicaciones que acabo de sugerir. Por ejemplo, alguien interesado en dirigir en un determinado sentido la operación de compraventa de HOTMAR, y que para conseguirlo hubiera pensado que lo mejor era empezar por meter ruido, por desprestigiar a una de las partes, para debilitarla. ¿En qué posición se va a encontrar ahora quien acabe asumiendo el control de HOTMAR? Pues tendrá en 76 

las manos una empresa cuyo principal dirigente ha sido la comidilla de todo el mundo, y eso se extiende a sus negocios y contamina todo. O sea, que tendrá que vender más barato. He dicho. − Joder, Rosanna. Nos has dado de cenar pero bien que nos lo estás cobrando. − Pues te aguantas −dijo Rosanna riendo.

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XII

Esa misma noche, antes de acostarse, Rosanna comprobó su correo. En el buzón tenía uno de Carmen, enviado desde la cuenta de Néstor. Le decía que mañana se tenía que presentar ante el juez a primera hora, y que por lo que ella presentía, seguramente ya no saldría de allí sin ser imputada formalmente por el asesinato de Pablo. Le decía también que no merecía la pena explicarle nada, porque estaba segura de que nunca había pensado que ella hubiera sido capaz de hacerlo, y ponerse a contar detalles para lo único que serviría es para que el dolor todavía se le hiciera más presente. Terminaba rogando a Rosanna que no se preocupase demasiado, que todo acabaría saliendo bien. Rosanna no contestó al correo. A la mañana siguiente, a primera hora, llamó a Luis. − Luis ¿puedes hablar? soy Rosanna. No pudo escuchar muy bien lo que dijo, debía de haberle pillado justo mientras estaba hablando con alguien o haciendo algo que le impedía sostener bien el auricular. Al cabo de unos segundos de ruidos y silencios, contestó. − Sí, sí, sin problema, cuéntame. Oye, muy buena la tortilla, riquísima. Me gusta muchísimo cómo la haces. Te sale mejor que a Teresita. − ¡Pero nunca lo confesarás! − ¡Nunca! −dijo riendo− cuéntame. 78 

− He estado pensando… − Venga, venga, ponme deberes. − Mira, tres cosas: Una, que si cuando os llamó Carmelo porque había encontrado a Pablo muerto… ¿Os llamó desde dentro de su casa? Lo pregunto porque siempre me ha intrigado cómo pudo entrar quien lo mató, suponiendo que no sea Carmen, claro. ¿Sabes que la vivienda tiene un acceso directo por ascensor? No sé ni dónde tiene parada ni quien puede usarlo, pero tiene ascensor. Dos, sabes que fuimos a su casa Pedro y yo, y que estuvimos fisgando, pues bien, vimos unos álbumes de fotos, varios, y vimos que en algunas hojas faltaban fotos como si alguien se las acabara de llevar; tu comentaste ayer que Tabacos se había llevado algunas… Y tres, ¿has pensado qué sentido tiene que quien mató a Pablo le dejara sentado en un sillón, perfectamente compuesto, pegado a la cristalera y como si estuviera mirando fuera, a la terraza? Yo pienso que quien lo hizo quería dar un susto, impresionar, a quien sabía que lo iba a ver precisamente desde fuera, desde la terraza de la azotea. Quiero decir que no pudo ser Carmen, porque Carmen era quien tenía que descubrirlo sobresaltada cuando lo mirase desde la azotea. Vamos, eso es lo que pienso. A Rosanna le pareció que Luis estaba tomando notas, porque permaneció un tiempo en silencio. − Sabemos lo del ascensor, pero yo no conozco el asunto en detalle, le preguntaré a Lobatón a ver si puede decirme él algo, y de paso aprovecharé para que me hable de las fotos, pero seguro que las tenemos nosotros, o fue Lobatón quien las cogió o fue Tabacos. Intentaré averiguar algo o 79 

mejor le pido que lo mire él… Y de lo último, qué quieres que te diga, es una interpretación, pero tampoco hay por qué suponer que tenía que ser Carmen quien lo descubriera y, desde luego, lo que dices no es más que una suposición. − Puede, puede, por eso es importante saber cómo estaba la casa, porque si estaba cerrada todo cambia: Carmen no habría podido entrar y seguro que habría intentado ver a Pablo desde fuera, a través de los ventanales, y se lo habría encontrado así, muerto. − Ya, ¡joder! pero muy tonto tendría que haber sido el asesino para matar a su víctima dentro de una casa y dejar la puerta cerrada de manera que la persona a quien le interesa que cargue con la culpa ni siquiera pueda entrar! − Bueno, puede que no pensase expresamente en implicar a nadie, puede que simplemente escogiera el ascensor porque así no salía por la escalera y evitaba un posible encuentro con algún cliente del hotel, o con alguien de personal. − Es posible, pero de todas formas hay que tener en cuenta todas las posibilidades. Hablaré con Lobatón, porque con Federico directamente no me es posible. − Sí, lo sé, gracias, Luis. No quiero meterte en líos, pero… ¿a quién se lo cuento? − Me lo cuentas a mí, como haces siempre. Y santas pascuas. − Eso haré, descuida. Da un beso a Teresita y a Carolina. − De tu parte −y colgó. El 31 de marzo Santa Luz recordaba el edicto con el que los Reyes Católicos decidieron la expulsión de los judíos 80 

de Sefarad. En Nápoles apenas se sabía nada de la fiesta nacional luceña. Rosanna nunca había oído hablar de la fiesta mientras vivió allí. Recordó el primer año que pasó en La Costa. Nadie le avisó de la fiesta y se la encontró de sorpresa. Fue más adelante cuando descubrió que era una fiesta especial, una fiesta en la que todo el mundo se cuidaba de reproducir la sensación de vuelco radical en la vida de las personas que supuso la expulsión. Por la mañana la vida era normal, todo el mundo acudía al trabajo, a las oficinas, a las tiendas, a las clases; nadie podría decir que no se tratara de un día como cualquier otro. A las doce del mediodía, sin embargo, todo cambiaba de repente. Se cerraban los negocios y los edificios de todo tipo se quedaban vacíos. La gente se echaba a la calle hiciera frío, calor, lloviese o nevase, se encontrase sana o enferma, estuviese en casa con la familia o en el trabajo. Bajaba a la calle como arrojada al mundo, como abandonada de todo apoyo material. Era normal ver a las personas caminar por las calles en busca de sus familiares, o simplemente deambular por ellas como perdidas. En los últimos tiempos, los móviles habían alterado el equilibrio en la representación del desamparo que la fiesta buscaba hacer sentir a los luceños, porque era ya normal ver a la gente hablar por la calle para quedar en determinado sitio para hacer determinada cosa. Rosanna intentó imaginarse cómo habría sido el 31 de marzo hace cien años, cuando de pronto a las doce todo el mundo se volcaba a las calles y se ponía a caminar, solo o acompañado, sabiéndose expulsado de sus casas, esperando el atardecer, momento en que, al 81 

ocultarse el sol tras el monte Oros, podía regresar a su casa de nuevo, hasta el año siguiente, resguardado en Santa Luz. El primer año le llamó la atención que nadie hiciese mención alguna del significado de la fiesta. Ninguna referencia religiosa. Ninguna referencia histórica al edicto. Ningún reproche ni ninguna reivindicación. Le parecía como si el luceño intuyera que la historia es cíclica y que más valía mantener un prudente silencio para no despertar los odios y prejuicios que son el germen de todos los males e injusticias que los hombres se hacen y cometen unos sobre otros. Las campanas de la catedral repicaron doce veces y Rosanna y Gina bajaron a la calle. Por las estrechas callejuelas de la ciudad vieja caminaban grupos heterogéneos de personas, todas en dirección a la parte baja, a las explanadas del paseo Marítimo. Algunas personas llevaban la llave de su casa colgada del cuello. Al año que viene se la pondría Rosanna. Cerca de la estación de las Rejas, donde gira el tranvía para tomar el paseo camino de la playa, un grupo de jóvenes gritaba eslóganes que le costó entender: “¡Medio día, medio judío!”, “¡Isabel, Fernando… reyes todo el año!” La cercanía del puerto traía un aire húmedo y fresco que no era especialmente agradable. De nuevo pensó en la tía Conchita y aceleró el paso; si continuaba por el paseo se acercaría a la sede del ministerio de Finanzas y quizá encontrase a Pedro. Le entró un sms de Luis: le confirmaba que el juez había imputado a Carmen por el asesinato de Pablo. 82 

XIII

La mañana se presentaba revuelta: algunos jóvenes habían sido detenidos a última hora de ayer cuando, después de haber estado toda la tarde gritando consignas contra los judíos, decidieron que era momento de hacer algo más productivo y al atardecer se dedicaron a seguir los pasos e insultar a quienes remontaban penosamente las empinadas calles de la ciudad vieja deseando ya encontrar descanso en sus casas. Se habían producido algunas peleas y poco más de diez personas, sobre todo mayores, habían tenido que ser atendidas. Ninguna de ellas permanecía en los hospitales cuando llegó Luis a la oficina después de dos horas de descanso en casa tras haber pasado la noche de aquí para allá, coordinando los escasos efectivos de la policía con las contadas ambulancias de servicio. El agente Lobatón le pasó una lista con los nombres de todos los detenidos, y marcados en rojo los dos que todavía permanecían en comisaría. − ¿Les conoces? −preguntó Luis. − El primero es amigo de Pepe, el hijo de Adolfo de la Sierra, el del PDN. También detuvimos al hijo, pero fue de los primeros que soltamos. No había hecho nada especial, sólo barullo y los gritos. Al otro no le conozco. − Pásame la declaración del amigo y luego hablo con él. 83 

No había nada especial. Lo mismo de siempre. El viejo miedo que sirve para sentirse importantes haciéndolo crecer. A Luis se le ocurrió una metáfora sexual y se sintió algo avergonzado. El chico, ya 28 años, declaraba que en Santa Luz se estaba produciendo un olvido de la historia, y que la realidad que llevó hace más de 500 años a los Reyes Católicos a dictar la expulsión de los judíos estaba ahora más viva que nunca en nuestro país. Ponía como ejemplo el turbio asunto del asesinato de Pablo, una mezcla de sexo, dinero y tramas económicas ocultas que venía a recordarnos lo que significaba lo judío: una estructura económica paralela e invisible a los ojos de la sociedad apoyada en las más bajas pasiones y en la que no se dudaba en emplear el asesinato como mecanismo de solución de problemas. Suspiró. Lobatón acompañó a Javier Oswer a su despacho. Era un joven alto, guapo, bien vestido, informal, con aspecto saludable y una expresión inteligente en el rostro. Fueron los tres a la habitación de al lado, Ernesto y Luis se sentaron y Lobatón encendió la grabadora. − Dime por qué fuisteis a manifestaros precisamente ayer. − Cualquier día es bueno para hacerlo porque siempre hay motivos. − ¿Cuál era el motivo de ayer? − El de toda la vida. Siempre es el mismo. − En tu declaración mencionabas la muerte de Pablo Dolces. ¿Le conocías? 84 

− Yo no. Sabía quién era, como todos en La Costa, pero no le conocía personalmente. Luis admiraba la determinación que mostraba el chico, la fe inquebrantable que se le adivinaba. Veía esa firmeza como un camión sin frenos bajando un puerto. − Parece que conoces bien lo que pasó, y que tienes una opinión clara de lo que pasó. Cuéntamela. − Usted también la sabe. Todos saben lo que pasó. Y cada vez más personas en esta ciudad están al tanto de lo que en realidad hacen y cómo son las personas como él. − ¿Y cómo son? − ¿Quiénes? − Los judíos como él. − Ya se ve. Degenerados. Van buscando siempre lo que se encuentra al margen de la obra de dios, lo antinatural. Y si aceptamos ese comportamiento como normal estaremos perdidos porque ya no habrá referencias para saber lo que está bien y lo que está mal. − ¿Te refieres a que era homosexual? − No sé si lo era, pero si no lo era lo parecía, porque actuaba como si lo fuese, liado con un hombre que ahora es una mujer. No me extraña que lo acabaran matando. Pero no me refiero sólo a eso, me refiero también a que dominan la economía y a que se mueven en el mundo económico de una manera sigilosa, negociando entre ellos, al margen de la sociedad a la que sólo quieren para poder seguir explotándola. − ¿Alguien de tu grupo conocía a Pablo? − Yo no tengo ningún grupo. − ¡No me digas! ¿Os conocisteis ayer? 85 

− Claro que no, pero eso no significa que formemos ningún grupo. Los grupos anulan la capacidad individual de acción y nosotros tenemos toda la capacidad para actuar y pensar por nuestra cuenta. − Enhorabuena, te felicito. Mejor dicho, os felicito. − Deje el sarcasmo que no hace falta. Si tiene algo contra mí me lo dice, y si no, devuélvame donde estaba y aguante lo que pueda hasta que le obliguen a soltarme. − Llévatelo a la sala. Sabía que no merecía la pena amargarse, pero siempre se quedaba amargado cuando hablaba con gente así. Sentía que estaba hablando con alguien con la capacidad de pensar de una apisonadora. Esperó unos segundos para calmarse por dentro. Estas personas te sacan de tu mundo y te descolocan los mecanismos lógicos. Como lo sabía, esperó un poco más. Se le ocurrió pensar que también él había intentado −muy poco, la verdad− cambiar los mecanismos de la lógica de Ernesto, sólo que el chico se había mostrado más impermeable, más convencido, mejor adiestrado para evitar la injerencia externa. Estos pensamientos no le aliviaron. Luis repasó la lista de los retenidos. Cuando regresó Lobatón le pidió que fuera él quien interrogara al último que quedaba en comisaría y que se hiciera acompañar por otro agente. Confirmó que en la lista que tenía en las manos era completa y estaban todos con sus nombres y apellidos. Pensó que no vendría mal ir a ver un momento a Tabaquitos, con la lista. 86 

− ¿Federico? ¿Estás ocupado? El despacho de Tabacos estaba en la planta inmediatamente superior y casi encima del suyo. Aproximadamente igual de grande y también igual de desordenado. La gran ventaja respecto a hace sólo un año es que ahora se podía entrar y salir sin llevarte el olor de media cajetilla de tabaco hecha humo. Quizá la prohibición de fumar en los edificios de la administración, que se llevaba a rajatabla, por lo menos en la policía, le había agriado un poco más el carácter, pero Luis pensó que eso era difícil. − Pasa, pasa ¿qué quieres? − Te quería comentar que ayer detuvimos a unos chicos por algaradas y gritos y algunas amenazas a personas, a las que acosaron con consignas y eslóganes contra los judíos. Algunas de estas personas tuvieron que ser atendidas por golpes y caídas. Nos quedan aún dos alborotadores abajo, pero les soltaremos enseguida… − Sí, lo sé, ¿y? Tabacos tenía una forma de hablar que parecía que te estaba echando para poder encender a continuación, ya solo, sin compañías molestas, tranquilamente su cigarrito. − Uno de ellos, el más espabilado, ya sabes cómo son… en su declaración habló del asesinato de Pablo como si eso hubiese sido la demostración más reciente de la prueba de la veracidad de sus teorías… que si la conspiración, que si son degenerados…, lo de siempre. − Eso es lo que siempre dicen, no debería sorprendernos. − Lo sé, pero me ha llamado la atención que lo expusiese con tanta claridad porque, al fin y al cabo, casi todo el 87 

asunto está aún a medio conocerse; la prensa escribe pero da palos al aire… y el chico hablaba como muy enterado. − Si quieres que haga algo, sólo dímelo. −Tabaquitos se estaba ofreciendo más de lo que había sido habitual en otras ocasiones. − Me gustaría que miraras la lista de los retenidos esta noche. Son los jóvenes que estuvieron acosando a la gente, como te decía antes. Yo he interrogado a Oswer, y todavía están aquí en comisaría él y el último de la lista. Puede que conozcas a alguien. Federico era un profesional, difícil de trato y cabezota, pero profesional. − No todos son jóvenes. Aquí hay alguno con edad para haberte quitado el balón con el que de niño jugabas en la calle al fútbol. − ¿Quién? − El tercero de la lista, Mateo Chocano. Trabaja en la recepción del Marítimo, donde vivía Pablo. Creo que está en el turno de noche. Hemos hablado bastante con él en la investigación del asesinato. − ¿Tienes alguna foto suya? Una foto que puedas dejarme, quiero decir. − Es posible, deja que mire. Federico se levantó y fue hacia el archivador. Volvió al momento con una carpeta. Abrió la carpeta y apartó un sobre transparente, cerrado, donde había fotos, fotos como las que una persona podría colocar en un álbum de fotos privado. Luis recordó que Rosanna le había hablado la otra noche de algo en relación con unas fotos que vieron o que hicieron ella y Pedro en casa de Pablo. Intentó grabar en su 88 

memoria que tenía que preguntarle por ello. Federico abrió otra carpetilla y sacó unas ampliaciones −Luis pensó que de las del sobre− hechas en papel fotográfico. Las extendió sobre la mesa, bien separadas una de otra de manera que no se solaparan. Miró a Luis y dijo: − Esto es todo lo que tenemos. Estas seis fotos, que estaban colocadas en unos álbumes de Pablo que encontramos en su casa… y esta otra que nos la dio Mateo y que se la debió hacer para algún carnet de identidad, en blanco y negro. − Como las de antes −dijo Luis. − Sí, nos dijo que es de hace casi veinte años. Como ves, son fotos de Pablo y Carmelo, que es lo que nos interesaba, pero salvo dos de ellas, en que aparecen ellos solos, en el resto hay más personas. Cuando hemos hablado con Mateo, él no se ha reconocido en ninguna, aunque sí admitía que alguien pudiese pensar que pudiera ser… éste… y este otro −Tabacos señaló a un joven que abrazaba a Pablo por detrás, en un pub, y a un joven con bigote y pelo muy negro que se veía en segunda fila, detrás de un grupito en el que estaba Pablo, situado en el centro. − Podría ser, sí. Se parece, pero podría ser cualquier otro. Luis pensó si sería prudente comentarle algo más sobre lo que le había dicho Rosanna de las fotos. Decidió esperar a hablar con ella. − ¿Cuántas fotos dices que os trajisteis? − Seis. La de carnet nos la dio Mateo. − ¿Podría tener yo unas copias? − Supongo que sí, te las mando hacer. 89 

De pronto Tabacos recordó que Luis había ido a su despacho por el asunto de los desórdenes callejeros. Mateo era un punto común entre los dos casos. − ¿Quieres que vuelva a ver a Mateo? Siempre ha colaborado encantado, no creo que tenga ningún problema en volver a hablar con la policía. − Por mí, no. Y por tu caso, tú verás, pero yo por el momento tampoco haría nada, sólo mantenerle vigilado y esperar. Si veo algo que me llame la atención ya te diré. Antes de volver a su despacho, Luis se pasó por la sala donde los policías y los inspectores de servicio solían reunirse a tomar un café o a descansar y charlar un rato. Lobatón estaba leyendo El Eco y no se había dado cuenta de su llegada. − ¿Interrogaste al último? −preguntó Luis. − Sí, pero nada nuevo. Dice que simplemente estaban expresándose libremente, y que lo que pasa es que los viejos son muy torpes caminando y que al llegar la noche tropiezan más de la cuenta. Que incluso intentaron ayudar a algunos de ellos, pero se negaron y no les quisieron decir dónde vivían. ¡Cualquiera les dice nada! Me daban ganas de mandarle a chirona directamente, sin más. − ¿Dijo algo de un tal Mateo Chocano? − No, ¿por qué tendría que haber dicho algo? − Federico lo tiene también en la investigación de la muerte de Pablo Dolces. Dice que colabora bien. Pero yo creo que no está de más investigarle un poco. Mira si puedes averiguar algo de su vida, y de lo que hace ahora. 90 

− Ok, jefe, a la orden −Lobatón se levantó y saludó militarmente antes de desparecer por el pasillo. En el periódico venía una breve columna en la sección de sociedad, en la que el autor comentaba un programa de televisión que acababa de ver. El programa era de los de cotilleo y la primera parte estuvo dedicada a la muerte de Pablo. En el artículo se decía que no sólo no se había intentado analizar lo ocurrido, sino que la cadena de televisión alentaba la utilización desmedida de los tópicos y prejuicios más triviales y groseros. “En el telespectador quedó flotando…” −escribía− “… un aroma de secretismo, de homosexualidad y de dinero caprichoso, por lo que se fue a la cama pensando que, de alguna forma, había una especie de justicia superior que actuaba a través de las manos asesinas.” Luis pensó que hiciera lo que hiciera la policía, la sociedad ya había elegido lo que más le interesaba, la carroñería.

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XIV

Gina no estaba acostumbrada a estar toda la tarde caminando y trotando, así que nada más llegar a casa y beber un poco de agua fue a tumbarse bajo la mesita auxiliar para cachivaches que había al fondo del pasillo, el sitio más apartado que encontró para que no le molestara nadie en lo quedaba de día. Ahí estaba todavía a la mañana siguiente, cuando la casa empezó a llenarse de visitas. El primero que llegó fue Luis. Ana y Perico ya se habían ido al colegio y Pedro al ministerio. Rosanna iba y venía de la azotea esperando que algo la decidiera a ponerse a trabajar en la traducción, aunque sabía que no iba a ser fácil. Estaba de nuevo contemplando el sueño de Gina cuando Luis llamó a la puerta del piso. − ¿Pasa algo? ¿Hay alguna novedad? − No, pero estoy cabreado. Por eso vengo deprisa y corriendo y sin avisarte. Hay mucho hijoputa por todos los sitios y hasta es posible que nosotros hayamos soltado a uno de ellos. − Ya, supongo, pero no entiendo. Explícamelo. − Hablo de uno de los que pillamos ayer, Mateo no se qué. También Tabaquitos lo tiene en su lista. Por ahora no ha sido interrogado, no es sospechoso de nada, pero como es el recepcionista del Marítimo la policía ha hablado con él, y parece que ha colaborado sin problemas. 92 

− ¿Es el del bigote? − Sí, el de por las noches; su turno empieza todos los días a las 20,00 horas y está hasta las ocho de la mañana siguiente. − ¿Tienes alguna sospecha de él? ¿Por qué lo pillasteis ayer? ¿Qué hizo? − No tengo ninguna, pero me da mala espina y por algún sitio hay que buscar, además ¡no tenemos ninguna pista, joder! ¿Y qué hizo? Pues el gilipollas, exactamente el gilipollas. Como un montón más de descerebrados a los que no se les ocurre hacer otra cosa que ponerse ayer a pegar gritos y corear consignas antijudías en los alrededores de la estación de tren. Estuvieron todo el día incordiando y al llegar la noche, cuando ya estaban calentitos, pasaron a molestar a las personas que regresaban a sus casas. Te puedes imaginar que no hizo falta empujar a ninguna de las personas mayores que habían pasado seis horas en la calle para que se cayeran al suelo. Nos llegaron las denuncias y detuvimos a un grupo de estos imbéciles. − Más que imbéciles. − Ya. Lo sé. Pero además imbéciles. Y tontos. Y descerebrados. Y gilipollas. Y tontos del culo. Y niñatos. −Luis se iba excitando a medida que subía los insultos, y se iba poniendo rojo− ¡Y cabrones! Qué digo… ¡cabronazos! ¡Auténticos hijos de puta! Esta última exclamación consiguió despertar a Gina de su largo y hasta entonces apacible sueño. Se despertó con el griterío de Luis, se levantó de golpe y se vio encajada entre las patas de la mesita; se asustó y trató de liberarse de la cárcel en la que se encontraba por sorpresa. Empezó a 93 

sacudirse y agitarse para quitarse de encima lo que la aprisionaba y consiguió enseguida tirar todo lo que había encima de la mesita antes de volcarla y salir corriendo pasillo adelante hacia Luis, sobre el que saltó sin darle tiempo casi a abrir los brazos para recibirla. En esa mesita es donde todos los miembros de la casa iban dejando las cosas que tenían entre manos y que momentáneamente quedaban en segundo plano de interés. Rosanna había puesto allí, sobre el montón de cuartillas con anotaciones de la traducción atascada, las copias que había encargado de las fotos que hicieron en el piso de Pablo y el retrato que Pedro había cogido del despacho y no habían tenido tempo de ver aún. − ¡Dios mío! ¡Gina! ¡Qué has hecho! Gina no se asustó del ruido de caída de cosas que había provocado. Estaba disfrutando de la movilidad recuperada y también de las carantoñas de Luis, y no prestó atención a las quejas de la dueña de la casa. − ¡Los cristales rotos! ¡Giiiinaaaa! En el suelo todos los papeles esparcidos, algunos libros que hacía semanas habían desaparecido de la vista de los habitantes de la casa y el retrato de Pablo con los restos del cristal que no se habían caído y desperdigado por el pasillo. Rosanna recogió cuidadosamente los trocitos, cuidando de que no quedara ninguno con el que alguien se pudiera cortar. − ¡Te vas a enterar, Gina! Gina estaba inquieta de toda una larga noche sin salir a la calle. Luis se dio cuenta. 94 

− Me saco a Gina a la calle a su paseo… ¿te parece? Nos vendrá bien a los dos… bueno… ¡a los tres! − Sí, ¡llévatela! ¡Y la regalas a quien la quiera! Gina no quiso oír más y ya corría escaleras abajo. Ordenó Rosanna los papeles y las fotos. Intentó clasificar las copias de las fotos y reconstruir los cuatro álbumes. No estaba preocupada; sabía que de ser necesario, podía echar mano de los archivos en jpg del pen o del disco duro del ordenador para reconstruir el orden de las hojas y de las fotos. No se había roto el marco del retrato de Pablo. Lo desmontó con cuidado para poder retirar todos los cristales y, cuando quitó el fondo de cartón duro aterciopelado por el exterior, vio que en su cara de dentro tenía pegadas dos fotos pequeñas, dos fotos que, naturalmente, habían permanecido ocultas y a resguardo no sólo de miradas no queridas sino también de su posible extravío. En una se veía a Carmelo joven, poco más de veinte años, con un niki blanco debajo de un jersey de pico, de pie delante del Palacio de Cristal del Retiro madrileño. En la otra un amigo de Pablo le pasaba el brazo por encima del hombro, los dos mirando a la cámara y con el estanque de los patos del mismo parque del Retiro, detrás. Los dos iban abrigados, como si fuese uno de esos días de Madrid de enero o febrero, radiantes, luminosos y fríos. Rosanna no conocía al amigo de la foto. Sonó la puerta de la calle y abrió con el portero automático sin preguntar quién era. ¡La tía Conchita! No estaba sola. A su lado una mujer de unos cincuenta y tantos años, guapa, con apariencia muy discreta. El pelo, muy corto, ni era rubio ni canoso. 95 

Llevaba un pantalón oscuro, de pinzas, zapato bajo tipo mocasín y una chaqueta como las de los profesores americanos de los años cincuenta sobre un suéter muy fino. Ni idea de quién podía ser. − ¡Tía, qué alegría verte! − Yo también me alegro mucho de verte, hija mía. Mira, ¡conoces a Irene? Supongo que no ¿O sí? Me ha dicho que deseaba verte, así que he pensado… ¿por qué no te vienes conmigo, que voy ahora a casa de Rosanna? Y aquí estamos, las dos. Hija, que estamos que no vivimos, ya te imaginas. − ¡Irene! Encantada de conocerla por fin. −Rosanna se acercó a ella y le dio dos besos. − Como ha dicho su tía… yo también tenía muchas ganas de verla. Confío que no la haya molestado con mis comunicaciones anteriores. ¿Las recibió? − Sí, por supuesto, pero no tenía ninguna forma de contestarle. Me alegro de poder hablar con usted, de verdad −dudó un segundo− ¿Nos tuteamos? − ¡Pues claro que sí! ¡Hala, ya nos conocemos todas! Y ahora, a lo importante. Irene no se atreverá a decírtelo, Rosanna, pero nosotras pensamos que la situación en Santa Luz se está volviendo muy difícil para nosotros, los judíos. Ya viste lo que pasó ayer, la televisión lo ha contado todo esta mañana, y no me digas que eran cuatro jóvenes gamberros, porque no es verdad… − A pesar de todo, no conviene perder la tranquilidad −Irene intentaba que se mantuviera la calma en la conversación−, ellos ganan si nosotros perdemos los nervios. 96 

− Yo creo que Irene tiene… − Puedes decir o pensar lo que quieras, pero yo no veo que la policía esté haciendo mucho para protegernos. La semana pasada mataron a Pablo y ya ves, cualquier día uno de nosotros se rompe la cabeza empujado por esos nazis… − Pero tía Conchita, son cosas diferentes, no puedes… − Eso lo dirás tú. Claro que puedo y, no sólo eso, es que debo pensarlo y decirlo con la voz más alta y más clara de que sea capaz. Y ya me gustaría podérselo decir a la mismísima policía. ¡Ya te digo! ¡No sé qué clase de sangre corre por tus venas, hijita! Rosanna calculaba que en dos o tres minutos la mismísima policía se presentaría en su casa y su tía podría hablar con ella directamente. Le parecía oír ya los ladridos de Gina subiendo las escaleras. Fue a abrir la puerta. Deseaba encontrar allí a Luis. − ¡Luis! −la alegría de Rosanna era sincera−, han venido mi tía Conchita e Irene, la hermana de Pablo, las conoces a las dos… − ¡Encantada de volver a verle! −la tía Conchita manejaba el tuteo y el no tuteo como el carnicero su cuchillo de preparar las reses−, nos gustaría saber qué es lo que la policía piensa hacer en todo este feo asunto del antisemitismo que repunta en Santa Luz. Nosotras estamos, por supuesto, enormemente preocupadas. − Encantado yo también, señoras. Verán, no sé si es éste el mejor momento para discutir el tema, pero tengan la seguridad de que la policía está tomándose la cuestión muy en serio, y que está dispuesta a llegar hasta donde haga falta, tanto en el asesinato del señor Pablo Dolces −Luis 97 

miró unos segundos a Irene, pidiéndole comprensión y prudencia con los ojos− como en el del evidente repunte de la violencia callejera contra las personas, violencia que no estamos dispuestos a permitir que se… − ¡Estaría bueno que la permitieran! ¡No faltaría más! Gina se restregaba contra las piernas de Irene, quien permanecía sentada, atenta a la situación, mientras la rascaba detrás de la oreja. La tía Conchita también era experta en saber cuánto tenía que remover la olla y cuándo debía dejarla reposar. − ¡Me voy! Tú si quieres puedes quedarte Irene, yo ya he dicho a este señor todo lo que le tenía que decir. Rosanna, Irene, señor comisario, ¡buenos días… y adiós! Todos volvieron la cabeza para seguir sus pasos y sus gestos hasta que salió de la casa dando un portazo. − Luis, disculpa −dijo Rosanna, avergonzada y aliviada. − Discúlpeme a mí también, por favor −se veía a Irene sinceramente apenada−, porque no he sabido evitar que se presentase aquí a hablar y hablar… Pero ella también tiene razón, aunque den ganas de decirle que se calle de una vez. Las personas también derecho a dejarse llevar por sus fantasmas de vez en cuando, sobre todo cuando la historia no hace más que darle argumentos para que crea en esos fantasmas… − Tiene razón, Irene. Créame que siento mucho lo de su hermano. Luis se mantuvo en silencio unos segundos. − Pero no creo que su muerte haya tenido nada que ver con que el hecho de que él fuera judío. 98 

− Yo tampoco estoy convencida de que tenga nada que ver, pero lo que sí veo es que hay quien intenta aprovecharse de un asesinato para arremeter contra quienes, de ser algo, son la víctima. − Sabe que yo no llevo el caso ¿verdad? −Irene asintió−, pero me interesa mucho y, quizá hasta tenga algún punto de conexión con el de las algaradas de anoche, que sí que es mío, como sabe ya Rosanna. Gina había vuelto a la mesita del final del pasillo, como vuelve el asesino al lugar del crimen. − He pedido a mi ayudante que investigue a una de las personas que detuvimos anoche y a quien esta misma mañana hemos soltado. Como le decía antes a Rosanna, el encargado de la recepción de noche del Marítimo estuvo ayer con el grupo de pijos y niños de papá que no hizo más que gritar e insultar a respetables personas de edad… − Supongo que, como dice, era un grupo… ¿hay algo que le hace a él especial, además de ser empleado del hotel, que ya es bastante? −Irene se prestaba a colaborar en la reflexión en voz alta de Luis. − Sí, que él no es ni pijo ni niño de papá. Y tampoco es el jefe. Pertenece al grupo, pero no encaja en él, no es el tipo de joven fanático capaz de encandilarse con las consignas y la palabrería pseudorrevolucionaria. Es otra especie de cabrón. Más cabrón, diría yo, más reconcentrado. − No puedo ayudar mucho en esto, yo no le conocía, no me ocupaba de los asuntos de la empresa. Era Pablo quien dirigía todo.

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− Lo sabemos. Y también sabemos que Pablo había estado en negociaciones con una conocida empresa española, para venderle todo el negocio. ¿Lo sabía? − Por supuesto, HOTMAR la dirigía el solo, pero me contaba absolutamente todos los pasos que daba y, las decisiones las tomaba de acuerdo conmigo. Nuestro padre, antes de fallecer, dejó fijados los términos en que tanto Pablo como yo íbamos a participar en el futuro de la empresa. Tendríamos, nosotros o nuestros descendientes, el 50% de las acciones, y dirigiríamos la empresa como nosotros mismos decidiéramos. En caso de fallecer sin hijos, nuestra parte pasaría al comité de empleados, que se incorporaría como accionista de la mitad que fuera. Supongo que eso es lo que ocurrirá ahora. Irene no mostraba especial dolor, como si la distancia en la que se había situado todo este tiempo la protegiera también ahora de los golpes y sorpresas de la vida. Quizá Luis había pensado seguir preguntándola sobre las relaciones de empresa con su hermano, pero después de la breve explicación dada por Irene, eso ya no tenía ningún sentido. − Siento mucho la muerte de su hermano. − Lo sé, y le agradezco que me lo diga. Luis recibió una llamada al móvil. Era el agente Lobatón. − Rosanna ¿te importa que venga aquí Lobatón ahora? − Para nada, que venga, que venga. ¡Qué pena que ya se haya marchado la tía Conchita! La comisaría central se encontraba muy cerca, cuatro calles dentro del ensanche. Lobatón estaba llamando a la puerta cinco minutos más tarde. Enseguida se puso a hablar con Luis, pero tanto Irene como Rosanna se quedaron donde 100 

estaban, como si Lobatón también tuviera que rendirles cuenta a ellas. − Se llama Mateo Chocano, y lleva trabajando casi quince años en hoteles HOTMAR. Al principio estuvo en el Oriental, en labores de almacén e intendencia, y desde hace ya diez está en el Marítimo, llevando un turno de la recepción. Parece que conocía a Pablo y que fue gracias a él como entró en la empresa. Está casado, tiene un hijo de veinticinco años, pero enviudó hace tres y vive sólo desde hace dos veranos, porque su hijo acabó los estudios y se marchó a trabajar a España, a Canarias. No sabemos nada del hijo. De Mateo, hemos investigado si tiene conexiones con la extrema derecha y parece que sí, que desde que se quedó solo ha desarrollado una creciente tendencia a participar en reuniones y foros de carácter radical y xenófobo. En los archivos nuestros se recogen cinco comentarios que hizo en la página de internet de El Eco de La Costa; el primero por la cobertura que dio el periódico a la presentación del PDN, que tildaba de antipatriota y llena de prejuicios por despreciar el ideario cristiano de Adolfo de la Sierra y por no creerse la declaración de respeto a la democracia que figura en los estatutos fundacionales del partido; el segundo cuando las manifestaciones de Adolfo contra el matrimonio homosexual, y en él decía que era el único político luceño que se atrevía a decir lo que todo el mundo pensaba y a llamar las cosas por su nombre cuando afirmaba que el matrimonio entre homosexuales era en realidad institucionalizar la mariconería; el tercero lo hizo para criticar a Benedicto XVI por no mostrarse suficientemente firme contra el laicismo beligerante de las socie101 

dades occidentales y por tener completamente olvidada a Santa Luz; el cuarto lo hizo contra la Academia del Cine Español, todavía no sabemos por qué, y el quinto fue sólo unos días antes de la fiesta, para denunciar la apropiación que los judíos habían hecho de la expulsión de los Reyes católicos y la tergiversación que promovían de su verdadero sentido histórico y de construcción nacional. Aparte de esto, he sacado copia de las fotos que hemos podido encontrar suyas, estas dos, que no son muy buenas… y un borrador de carta, que al parecer no llegó a remitir, a Pablo. − ¿Puedo leerla? −preguntó Irene. − Sí, desde luego. −Y volviéndose a Lobatón− ¿Sabemos la fecha? − No la puso, pero por lo que dice tuvo que ser reciente, quizá hace unos meses, o unas semanas… Me permití leerla… −Lobatón parecía excusarse ante Irene. − Es lo que tenías que hacer. ¿Cómo la conseguiste? ¿Y las fotos? − Una, la peor, la que está muy pixelada, está sacada de una foto de grupo, de una manifestación, que apareció en internet y nosotros la guardamos. La otra, en la que no se le reconoce, me la pasó Trotta, que me vio preguntar por Mateo a todo el mundo; me dijo que te la diera. Lobatón acercó la carta y las fotos a Luis, quien las miró por encima y las pasó a Irene, que estaba a su lado. La carta de Mateo era en realidad un borrador de muy pocas líneas, y contenía una amenaza de extorsión: Mateo le recordaba el tiempo pasado en que habían sido amigos y le decía que en este momento en que las diferentes opciones tanteadas iban a resultar decisivas para el futuro 102 

de la empresa, quizá no resultara conveniente que se supieran determinadas inclinaciones afectivas suyas… inclinaciones de las que él, Mateo, tenía abundantes pruebas. − ¡Qué cabrón! −Luis ofreció la carta a Irene, pero ella pasó fotos y carta a Rosanna y le rogó que se la leyera. Los cuatro escucharon en silencio la lectura. − Bueno… en casa nunca supimos cuáles fueron los verdaderos afectos de Pablo, sus inclinaciones sexuales, la verdad. Lo que sí puedo decir es que las podríamos calificar de cualquier forma menos normales. Pero nunca nos preocupó ese asunto, y casi diría que ni me preocupa ahora, si no fuese por las circunstancias en que aparece otra vez. Supongo que no hablar de él era y es una forma de conseguir que no se hable de mí misma, por ejemplo, o de cualquiera de nosotros… − Esta foto me suena −Rosanna había estado ensimismada con una de las fotos que había traído Lobatón, la que le había proporcionado Tabaquitos. − ¿De qué le conoces? − De nada, pero es la misma persona que… ¿te acuerdas que hace un momento Gina ha volcado la mesa del pasillo… cuando has venido y ella se ha levantado para saludarte? Pues encima de la mesita había un marco con un retrato de Pablo, y se ha roto, se ha roto el cristal. Es el retrato que te contaba antes, o a lo mejor no te lo he contado, que nos llevamos de la casa cuando subimos el día siguiente al asesinato… bueno, pues lo desmonté, y al hacerlo vi que por detrás había dos fotos pegadas en el cartón; una era de Carmelo joven, y la otra de Pablo y un 103 

amigo… pues bien, el amigo de la foto es esta misma persona. Voy a por las fotos −Rosanna fue hacia la mesa del estudio, donde había estado ordenando las copias de las fotos de los álbumes. Lobatón miró extrañado a Luis pero no se atrevió a preguntarle lo que estaba pensando y ahora, cuando estaban volviendo Rosanna y Gina, andando y trotando por el pasillo, ya era demasiado tarde. − ¿Ves? es el mismo. − Decías que había dos fotos… − Sí, ésta es la otra, la de Carmelo en el Retiro. − La anterior también está hecha en el Retiro, en el estanque que hay delante del Palacio de Cristal, a lo mejor incluso es el mismo viaje, en una aparece Carmelo y en la otra es Carmelo quien hace la foto a Pablo y Mateo. ¿Es posible que sean fotos de la misma época? −Lobatón estaba preguntando a Irene. − No sé… yo desde luego conocí a Carmelo algunos años después… yo empecé a oír a mi hermano hablar de Carmelo a finales de los noventa, creo que cuando vino aquí a estudiar… y pienso que la foto de Pablo y Mateo… quizá sea anterior, de los primeros noventa. Pero quién sabe, a lo mejor fue en ese viaje donde se conocieron, a lo mejor pasó lo que a veces ocurre, que pides a alguien que te haga una foto… −Irene se quedó mirando la foto de Carmelo− ¿Cuántos años tendría Carmelo en esta foto? Mi hermano hizo un viaje a España cuando cumplió los cuarenta, en 1994, ¿cuántos años tendría Carmelo en esa fecha? − Veinte −contestó Rosanna. 104 

− Es posible, es posible que tenga veinte años en la foto, se le ve muy joven. − Si es así, Pablo y Mateo conocieron al mismo tiempo a Carmelo, en el viaje a Madrid. Y habrían seguido viéndose… ¿no? −Lobatón iba lanzado. Todos se quedaron callados pensando. − Tengo más cosas… −dijo Rosanna− las fotos que sacamos de los álbumes de Pablo. − ¿Los álbumes? −Lobatón estaba sorprendido y preguntaba con la mirada a Luis. − Sí, los álbumes de Pablo, Lobatón, no pregunte lo que es obvio, ¡joder! − Ya, ya, pero si Taba... perdón, si el inspector Trotta se entera de esto, no sé… − Bueno, pero no tiene por qué enterarse ¿no, inspector? −también Irene quería su parte en la obra de teatro. − Yo no diré nada, desde luego… si eso es mejor para la investigación, desde luego… −Lobatón decidió que a partir de ahora permanecería callado. − Mira. He anotado en cada álbum −Rosanna había grapado las hojas de cada álbum, según la reconstrucción que había hecho esta mañana mientras Luis sacaba a Gina a pasear− las fotos que faltan ¿ves? aquí hay un hueco… aquí otro. Alguien debió llevarse esas fotos. − ¡La policía! −gritó Lobatón− quién va a ser, la policía, que es quien hace la investigación −se le veía a punto de enfadarse, o eso parecía. − ¡Coño! muchas me parecen. ¿Has contado las que faltan, Rosanna? −Luis estaba interesado. 105 

− Lo he apuntado a lápiz en la primera hoja de cada grupo ¿ves? Faltan cinco en el segundo álbum, tres del tercero y seis del cuarto, en total catorce. − Tabaquitos me dijo que él había cogido seis. − ¿Y las otras diez? −Lobatón sabía que él no había sido. − Pues alguien que entró en la casa y se las llevó −dijo Rosanna− ¡Y te aseguro que no fuimos nosotros! − ¿Está usted segura? −Lobatón la miraba fijamente. − ¡Joder, Lobatón, no seas pesado! ¿Cómo van a ser Rosanna y Luis? ¡No digas tonterías! − A ver… ¿Quién pudo saber antes que nadie que Carmelo había reservado una habitación en el Marítimo? −Rosanna estaba decidida a llegar hasta el final. − Pablo −dijo Lobatón enseguida. − Es posible, pero él es el muerto. Quien seguro que se enteró el primero de todos fue Mateo. ¿No estaba en recepción? Lo más probable es que Carmen, que ya estaba alojada en el hotel, decidiera, dentro de algún tipo de juego planeado con Pablo, registrarse también con el nombre y la apariencia de Carmelo. Y es muy posible que lo hiciera por la noche, en un momento que ella viera propicio, cuando hubiera poco trasiego de gente y tranquilidad en el hall. Y da la casualidad de que ese es el turno de Mateo, quien seguramente le reconoció… − Pero Carmelo no reconoció a Mateo… −Lobatón empezaba a atar los cabos. − Carmelo había visto a Mateo una vez, si es que es verdad lo que suponíamos antes, que se conocieron los tres en Madrid en 1994, y de eso hacía ya más de quince años, demasiados para una persona que ha sufrido muchos 106 

cambios en ese tiempo, cambios personales, quiero decir, íntimos. Sabemos que había enviudado… y suponemos que en algún momento había vuelto a ver a Pablo… − Eso es lo que suponemos, sigue −Luis seguía hojeando las copias de los álbumes que había traído Rosanna− que en esos años reconoció su verdadera sexualidad. A Irene no pareció hacerle mucha gracia lo de la sexualidad, pero calló también. − ¿Y qué pudo pasar? Pues que todo se le juntó a Mateo en la cabeza y no supo ni entenderlo ni asimilarlo. Durante la semana siguiente al registro de Carmen como Carmelo, la segunda que pasaba aquí en La Costa, Pablo y Carmelo se estuvieron viendo todas las noches. Carmelo subía a la noche y la pasaba allí, aunque luego deshiciese la cama de su habitación, de sus habitaciones. Lo más seguro es que Mateo estuviese al tanto de los encuentros. Ya hemos visto que sabía lo de las negociaciones para la posible venta de HOTMAR, que incluso pensó en la posibilidad de extorsionar a Pablo, que había visto cómo su matrimonio y su estabilidad habían desaparecido y ahora se veía solo, más solo aún en la soledad de la noche del hotel… y ahora, un viejo amor de Pablo −eso pensaría Mateo− aparecía como por arte de magia para acapararle de nuevo. Seguramente Mateo no llegó a relacionar a Carmelo con Carmen. Lo más probable es que el recuerdo de Madrid le agobiase y le ofuscase tanto que sólo se le ocurrió matar a Pablo… −Rosanna miró a Irene como disculpándose−. Seguramente todas las tardes, antes de ocupar su puesto en la recepción, se pasaba por la azotea y espiaba a los dos amantes, creo 107 

que les podemos llamar así… a Pablo y a Carmelo, sólo que no sabía que Carmelo no era Carmelo, sino Carmen. − ¿Cómo pudo subir sin que nadie se diese cuenta? −preguntó Irene. − Cuando subimos nosotros tampoco nadie se dio cuenta. − ¿Habría cambiado algo si Mateo hubiese sabido que el amante de Pablo era una mujer? −preguntó Irene. − Seguramente sí −contestó Luis por Rosanna. En ese momento, el teléfono. − ¿Sí? −es Néstor− dime… sí, no, no sabemos nada… cuenta, cuenta… −Rosanna escuchaba y se tragaba las ganas de hablar− ¿En serio? ¿Estás seguro? ¡Dale dos besos fuertes! ¡Cuatro! ¿Necesita algo? Bien… bien… avísanos… ¿vale? Gracias, un abrazo. Hasta Gina estaba esperando una explicación. − ¡Han soltado a Carmen! ¡Y han detenido a Mateo! Parece que Tabaquitos, después de hablar contigo, Luis, decidió pasarse otra vez por el Marítimo, a ver de nuevo el apartamento de Pablo y la habitación, para después ir a ver cómo respiraba nuestro amigo, pero se lo encontró allí, sentado en el mismo sillón donde apareció estrangulado Pablo… estaba mirando uno de los álbumes… Dice Néstor que casi no tuvo que hacer nada… que Mateo estaba como si estuviese deseando que le detuvieran. Néstor estaba muy contento. Y dice que también Carmen lo está. − ¡Cómo no va a estarlo, coño! − ¡A qué viene tanta fiesta? ¿Qué narices hacéis todos aquí? −Pedro y los niños acababan de entrar sin que nadie, ni Gina, se hubiese dado cuenta. Hoy venían a comer. 108 

− ¿Qué hacéis vosotros aquí? −Rosanna ya se veía teniendo que hacer comida para todos− ¿Y el colegio? ¿No tenías que estar en el ministerio? Ni los niños ni Pedro contestaron. − ¿Qué tienes de comida, Rosanna? −preguntó Luis− ya sabes que yo me apaño con cualquier cosita… − Ya… ¿y Lobatón? − Supongo que también ¿verdad Lobi? − Aaagg. − Tengo hambre, mamá −dijo Ana. − Y yo también mucha hambre, mamá −dijo Perico. − Aaagg.

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XV

− ¿Sabes? Nunca pensé que me iba a acostar con una mujer. − Ni yo tampoco, nunca. Y menos que esa mujer ibas a ser tu. − ¿Sabes? Muchas veces he pensado en qué era lo que de verdad buscaba cuando me acosté contigo. A veces pienso que era sentirme hombre, pero no, no era eso. Otra veces se me ocurre que quizá fuera que quería aprender en ti, viéndote, lo que hace una mujer cuando está con un hombre, como si fuese una clase práctica por adelantado, aun antes de que yo hubiese tomado ninguna decisión de cambiarme. Hay momentos, sin embargo, en que veo claramente que lo que buscaba era tocarte, verte, mirarte por todos los rincones para saber cómo iba a ser yo en cuanto me atreviese a dar el paso que me faltaba. También, las menos, he llegado a pensar que buscaba acercarme al futuro hombre que me tuviese en sus brazos, y así saber de extranjis cuáles iban a ser sus claves, esa claves que nunca tuve pero que enseguida serían ya imposibles de conocer. − Yo nunca he pensado nada, ni esa noche, ni ahora. Sabía que era algo que deseabas y que necesitabas, que me pedías con los ojos silenciosos de quien no está seguro. Casi igual que ahora. Que tampoco pienso nada. − ¿Sabes? Casi es ahora cuando más hombre me siento. 110 

− Lo sé. Pero no eres ni la sombra. − ¿Lo echas de menos? − Para estar con un hombre no me acuesto contigo. Pero te digo una cosa, te pareces a ellos en que estás preguntando siempre. − Perdona. − En eso también te pareces a ellos. ¿Estás segura de que te han operado? − Segurísima, toca, toca. − Sí, sí, es verdad.

FIN

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Esta novela es la primera de la serie que narra los casos en los que ha intervenido decisivamente Rosanna Perdi en el esclarecimiento de algún crimen. Rosanna ha nacido en Nápoles, es ciudadana italiana y luceña, traductora, está casada con Pedro López y es madre de dos niños, Ana y Perico. En http://elecodelacosta.blogspot.com, la página de El Eco de La Costa, el diario decano de Santa Luz se puede ver más información. La editorial sabe que es posible que haya quien conozca otras historias en las que nuestra protagonista ha participado, por lo que desea que, quien quiera contarlas lo haga y le remita la narración resultante, para su publicación en las mismas condiciones que la presente novela… … que se acabó de imprimir en los talleres de DBRSpirox el 19 de agosto de 2011, habiéndose tirado 50 ejemplares, sobre papel gris y con Iskoola Pota como fuente principal.

ejemplar nº

112 

de 50

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