UN PLATO DEMASIADO CRUDO: EPISTEMOLOGÍA Y GUERRA EN LA FORJA DE UN REBELDE DE ARTURO BAREA

UN PLATO DEMASIADO CRUDO: EPISTEMOLOGÍA Y GUERRA EN LA FORJA DE UN REBELDE DE ARTURO BAREA TERESA HERRERA-DE LA MUELA Allegheny College En diciembre

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UN PLATO DEMASIADO CRUDO: EPISTEMOLOGÍA Y GUERRA EN LA FORJA DE UN REBELDE DE ARTURO BAREA TERESA HERRERA-DE LA MUELA Allegheny College

En diciembre de 2010, Antonio Muñoz Molina, Santos Juliá y Paul Preston, entre otros, contribuyeron monetariamente a la restauración de una lápida en memoria de Arturo Barea (Badajoz,1897- Faringdon, Oxfordshire, Inglaterra, 1957) en el cementerio de Faringdon. La estela se encontraba muy deteriorada, pues no había recibido ningún cuidado desde que un amigo del novelista la encargara poco después de su muerte (Ruiz Mantilla). Su desatención durante más de sesenta años, unida al hecho de que quien la mandara erigir no fuera español, son indicios de que quizá el autor de la magistral trilogía La forja de un rebelde no haya sido siempre tan venerado en España como sugiere el presente afán de escritores e historiadores. Sin embargo, a la obra de Barea no le faltaron elogios en su momento: según Michael Eaude, en los años cuarenta fue el escritor español “más conocido internacionalmente” (123). Santos Juliá, por su parte, opina que fue el que “mejor ha retratado” el Madrid de la guerra (cit. Ruiz Mantilla). Sin embargo, -y la suerte que ha corrido su placa conmemorativa parece simbolizarlo rotundamente-, la recepción de Barea en España ha cambiado significativamente desde la aparición en 1941 del primer volumen, La forja, hasta el presente.1 Desde 1977, año de su primera publicación en España, hasta hoy, La forja de un rebelde se ha editado seis veces, y ha sido objeto de una de las más caras adaptaciones que nunca ha producido la televisión estatal a cargo del cineasta Mario Camus. No obstante, si comparamos sus avatares editoriales en el tardofranquismo con los de otros autores exiliados de igual o inferior resonancia internacional, la novela queda en franca desventaja. Es sabido que Rafael Alberti y Mercé Rodoreda fueron publicados en España ya en los años cincuenta. Diferente suerte corrieron aquellos cuya publicación no tuvo lugar hasta la relajación de la censura con la Ley de Prensa de 1966. Las editoriales Delos-Aymá, Destino y Aguilar publicaron a partir de esta fecha algunas de las novelas autobiográficas de Max Aub y Ramón J. Sender, como Campo de los almendros del primero, o Crónica del alba, El rey y la reina y La esfera,

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del segundo, que transcurren durante la Guerra Civil.2 Sin embargo, La forja de un rebelde, aunque circuló ilegalmente por España, no fue publicada en la península hasta la edición de Turner en 1977.3 Habiendo sido Barea el más publicado en el extranjero en los años inmediatamente posteriores al conflicto, sorprende esa espera de once años, con la censura ya haciendo aguas, que no sufrieron sus homólogos exiliados. Esta exclusión es todavía más inexplicable en tanto que los estudios acerca de la actividad editorial en torno a 1975 revelan cómo algunas casas editoriales, como fue el caso de Delos-Aymá, Destino, Aguilar y Planeta, tenían la intención de rescatar a autores que “por razones de censura, se habían visto obligados hasta entonces a publicar en el extranjero” (Moret 88). Planeta incluso otorgó en 1969 su generoso premio a En la vida de Ignacio Morel, de Sender (133). A día de hoy, se encuentran en proceso de catalogación los documentos del archivo personal de Barea y de su pareja, Ilsa Kulcsar, los que podrían ayudarnos a elucidar las razones circunstanciales (cesiones de los derechos de autor, quizá) por las cuales, después de que Losada publicara la trilogía en Argentina en 1951, tuvieran que transcurrir 26 años para que sucediera lo mismo en España.4 Lo más lógico sería pensar que Losada retuvo los derechos de publicación, adquiridos en 1951 de las manos de Ilsa, durante todo ese tiempo. Que el nombre de Barea estaba presente en la mente de los principales editores del franquismo tardío (Carlos Barral y José Manuel Lara, entre otros) nos lo confirma un dato importante: Ilsa Barea fue la traductora al inglés de algunos autores españoles publicados por estas editoriales, como Juan García Hortelano (Tormenta de verano, Seix Barral, 1961, Summer Storm para New York: Grove Press, 1962). Es de suponer que en el mundo editorial se conocía la labor como traductora de la viuda de Barea, siendo fácil la comunicación con ella en caso de haber querido adquirir los derechos de La forja de un rebelde. La pregunta continúa sin responder ¿por qué no fue la trilogía plato de su gusto? Otras razones, de corte misceláneo, son alegables. Cabe la posibilidad de que, como afirma Eaude, a los comunistas, que componían buena parte de la oposición al régimen, no les gustara la crítica que hacía Barea en La llama; o que dentro de la oposición franquista todavía latieran prejuicios hacia Barea por su extracción obrera y esa gramática áspera y a veces errónea de sus novelas. El hibridismo genérico de la trilogía (novela, crónica, biografía) por otro lado, tampoco ayudaría a que encontrara su lugar en un mercado tan compartimentado como lo era el editorial en la postguerra. Otra razón es que, simplemente, el autor no estaba vivo para promocionar su obra como si lo hicieron Aub, Sender, Chacel o Rodoreda (Eaude 169).5 En este ensayo se expande la hipótesis que esgrimió hace 16 años José Luis Giménez-Frontín, y en 2010 Antonio Muñoz Molina, y que, aunque no elimina las anteriores, propone como causante de su exclusión el desplazamiento de Barea frente

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a la corriente de pensamiento mayoritaria en la oposición al franquismo. Así, Muñoz Molina sostiene que La forja de un rebelde no “respondía a la ortodoxia política de la cultura antifranquista,” ya que, aunque Barea había sido “intachablemente republicano,” también había sido muy libre en su posición personal (“Dos exilios ingleses”). Giménez-Frontín, por su parte, ya lo había sugerido en 1986 al afirmar que el olvido de Barea se debía a que era “un plato demasiado crudo” en esos años -hablamos del período entre 1966 y 1975- de liberalización autocontrolada y restringida (47). Este trabajo pretende abrir un camino de reflexión acerca de lo que proponemos como uno de los escollos que hicieron la novela difícil de asimilar por las voces disidentes del franquismo de ese decenio: la epistemología de la Guerra Civil en La forja de un rebelde. La epistemología de la guerra, el modo en que se lleva a cabo el conocimiento de este fenómeno, no ha sido apenas analizada por la crítica; los estudios suelen abordar aspectos de la representación en los que se exploran cuestiones fundamentalmente ideológicas, marcadas por el género, la clase social o la posición política. Así, los juicios acerca de La forja de un rebelde han girado en torno a sus aspectos ideológicos y a su veracidad histórica.6 Por razones políticas, la crítica conservadora peninsular de los años cuarenta y cincuenta la recibió negativamente, pero en los setenta se empezó a reconocer sin ambages su mérito humanista y su doble valor de testimonio personal y relato histórico.7 Kern Lunsford la llamó un “relato autobiográfico de las causas de la Guerra Civil,” afirmando que es “una biografía del autor, pero también es un documento histórico que testimonia la realidad de un Barea personal inserto dentro del marco más amplio de la guerra” (78). Se hace así eco de lo que defendía José Ortega años antes: que se trata de una síntesis de biografía y crónica social donde la “penetración de la realidad corre paralela al autoanálisis existencial” (379). Este “análisis existencial” que ya intuía Ortega no ha llegado a ser analizado en profundidad por la crítica, pues la fluctuación ideológica ha atraído más interés que la erudición. Críticos de los setenta observaron cierta ambivalencia ideológica en Barea, indicando que su opción republicana “aunque auténtica, está sembrada de dudas” (Sobejano 52). Suele apuntalar este juicio el hecho de que, de forma similar a lo que sucedió en los textos bélicos de Orwell, Ramón J. Sender u otros combatientes del bando republicano, el fervor político se fue transformando en incertidumbre y consiguiente desapego frente a algunas de sus creencias iniciales.8 El desengaño de Barea se dirigió hacia el gobierno republicano que abandonó Madrid en noviembre de 1936, hacia individuos transformados en asesinos y, antes de partir al exilio, hacia el partido comunista y sus maquinaciones en el gobierno. Eaude explica el desasosiego del escritor antes de su partida:

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Like many a rank-and-file UGT militant, Barea was at first impressed by the PCE’s commitment and successes; he was relieved to find the PCE was prepared to stop the killings of the early months of Revolution, when he later found that the PCE’s order was turning into bureaucratic control, he was too demoralized and confused to know how to act […]. The less pleasant implication -because it implies more calculation- is that keeping his mouth shut was the only way to get out of Spain. (86)

Recurrimos en este ensayo a la epistemología de la guerra como vehículo para ahondar en el análisis de las experiencias traumáticas que narra el yo testimonial. Tras sufrir una experiencia dolorosa sin parangón, el lenguaje no siempre va a poder recrearla de un modo preciso. Dori Laub sugería, refiriéndose a la dificultad de contar la experiencia en los campos de concentración, que la magnitud de la vivencia hacía que el lenguaje fuera insuficiente, ya que “The degree to which bearing witness was required entailed such an outstanding measure of awareness and of comprehension of the event -of its radical otherness to all human frames of reference- that it was beyond the limits of human ability (and willingness) to grasp, to transmit, or to imagine” (84). Proponemos que la fluctuación en la epistemología de la guerra que nos encontramos en su obra es un recurso del Barea testigo para hacer frente al brutal estímulo de la destrucción que lo rodea. En este trabajo se acomete un análisis exhaustivo de los pasajes de la novela en los que el autor dota de sentido a la guerra que ocurre a su alrededor. Para ello manejamos las conceptualizaciones epistemológicas de Fritjof Capra y Morris Berman acerca del método científico y su repercusión en el desarrollo de la conciencia. En su estudio The Turning Point. Science, Society, and the Rising Culture, Fritjof Capra traza la diferencia entre los modos de conocer de la Edad Media y los de la llamada Edad Moderna, exponiendo cómo en la primera el conocimiento del mundo era más fenomenológico de lo que lo es en la Edad Moderna y en el presente: Before 1500 the dominant world view in Europe, as well as in most civilizations, was organic. People lived in small cohesive communities and experienced nature in terms of organic relationships, characterized by the interdependence of spiritual and material phenomena and the subordination of individual needs to those of the community. (53)

Berman, que también ha explorado el cambio epistemológico operado en la Edad Moderna, explica cómo en el presente el conocimiento del entorno está basado en la “filosofia mecanicista,” o las teorías de la materia y el movimiento (16). A esta manera “moderna” de ver el mundo, la llama

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“paradigma cartesiano” (24). Lo que nos interesa subrayar de este proceso señalado por Capra y Berman es la importancia de las implicaciones del pensamiento de Descartes en la formación de la conciencia europea, pues instaura un modo de conocimiento en que la mente “confronts the world as a separate object [of itself]” (Berman 34). La consecuencia de esta evolución epistemológica de la cultura de Occidente relevante para nuestro estudio de la experiencia de la guerra es la consolidación de la separación entre el objeto y el sujeto en el proceso cognitivo que Platón inició. Esta epistemología llevó a la disolución de la “conciencia participativa,” es decir, aquella en la que no hay una rígida separación entre observador y observado, entre sujeto y objeto, y a la consiguiente aparición, en la Edad Moderna, de la “conciencia no participativa,” es decir, “that stage of mind in which one knows phenomena precisely in the act of distancing oneself from them” (Berman 39). La conciencia “participativa” que describe Berman se refleja plenamente, a nuestro entender, en la narrativa mítica, una narración sagrada y compartida por un grupo de personas, que cuenta cómo “gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea esta la realidad total, el Cosmos... un comportamiento humano, una institución” (Eliade 14). Como veremos, el último proceso de significación de las causas de la guerra que La forja de un rebelde exhibe es aquel en que la conciencia se torna plenamente participativa, asemejándose a una narración mítica de las causas del conflicto. Sin embargo, esta epistemología participativa no se consume hasta el final ya que en la narración de su trayecto vital, Barea alterna estas dos formas de experimentar su entorno. Por un lado, de un modo científico, racional y analítico, en el que el sujeto (Barea personaje y narrador) toma distancia del entorno bélico para someterlo a un análisis mecanicista fundamentado en la experimentación empírica y la existencia de una cadena de causas y efectos. Pero, por otro lado, también posee experiencia de la guerra de un modo acientífico, en el que su conciencia es “participativa,” es decir, el narrador-sujeto no se distancia de la guerra-objeto. Unas veces Barea establece una neta distinción entre su yo analizador y el objeto “guerra” y, otras veces, Barea observador y la guerra se funden en la misma entidad. Veamos cómo aparecen en la novela estos dos paradigmas, científico y acientífico, en la comprensión de la guerra. El predominante, como en cualquier discurso adherido al logos, es el científico. El propio Barea autor es consciente de que la exposición lógica va a guiar su relato de las causas de la Guerra Civil: Me parecía que podía entender mejor lo que estaba pasando a mi pueblo y a nuestro mundo si descubría las fuerzas que me habían forzado a mí, el hombre solo, a sentir, actuar, errar y luchar como lo había hecho.

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Comencé a escribir mi libro sobre el mundo de mi niñez y juventud. [...] Traté de limpiar la pizarra de mi mente, dejándola vacía de todo razonamiento, y tratar de retroceder a mis orígenes, a las cosas que había olido, visto, palpado y sentido, y cuáles de estas cosas me habían forjado con su impacto. [el subrayado es nuestro]. (La llama 472)

Estas líneas sugieren que la intencionalidad de Barea al escribir la novela es el análisis, desde su yo sujeto, a partir de unos datos provenientes del exterior. Aunque el narrador quiere limpiar su mente de “razonamientos” y basar su examen únicamente en el impacto de los fenómenos, la expresión “descubrir las fuerzas” sugiere la búsqueda de un porqué; es decir, el sujeto no sólo va a procesar lo que sus sentidos reciben, sino que va a aplicar sobre esa información cierto grado de raciocinio. La mayor parte de la crítica académica de La forja de un rebelde citada al comienzo de este ensayo se enfoca en lo sobresaliente y eficaz que es este acercamiento epistemológico de Barea, y cómo este hace de su novela un retrato fiable de las causas de la Guerra Civil. Este gran mérito del texto, su epistemología racional, se nos da globalmente en una de las metáforas que permean la novela: la del “engranaje” o la “rueda dentada,” formada por la unión de todos los elementos (la Iglesia, los altos industriales, los capitalistas y las oligarquías) que contribuyeron a la miseria de las clases humildes en torno a 1936. El engranaje es un término de ingeniería, el símbolo del progreso industrial que se transforma en el pilar discursivo de esta epistemología mecanicista de la que esta impregnada la novela desde el principio. En el primer tomo, La forja, Arturo declara su intención en la vida: Si resuena el Avapiés en mí como fondo sobre todas las resonancias de la vida es por dos razones. Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y de ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. [El subrayado es nuestro] (137)

Esta declaración presenta el proyecto central de la vida de Arturo, pudiéndose decir que La forja de un rebelde es la exposición de las causas que obstaculizan ese “ansia de subir y ayudar a subir,” es decir, que impiden al prójimo de Arturo -y al propio Arturo, en ocasiones- ascender en la escala socioeconómica. En el primer tomo, ambientado entre los años 1907-1910, la Iglesia es la principal paralizadora de la prosperidad de las clases bajas. Es codiciosa (como en el caso del cura jesuita que quiere retenerlo en su escuela para atesorar la herencia que le corresponde por la muerte de su tío) y cómplice del status quo. En el segundo tomo, La ruta, que transcurre entre 1920 y

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1923, un ejército corrupto, los magnates industriales, el capital extranjero, los terratenientes y el rey se unen a la institución religiosa en una coalición que mantiene hambrienta a buena parte de la población. Durante el servicio militar obligatorio por el que es enviado a luchar en la Guerra de Marruecos, Arturo es testigo de la masacre de las clases pobres, que es carne de cañón en el frente, y de la corrupción de sus oficiales. Estos, en su mayoría provenientes de estratos bajos pero que albergan el firme proyecto de medrar en el ejército, roban sistemática e impunemente del dinero presupuestado por el Estado. En su análisis de las transacciones bélicas, Arturo observa que la conquista de Marruecos parece ser un “negocio” rentable no sólo para los oficiales que hurtan, sino también para aristócratas, dirigentes políticos e industriales que invierten en ella, tales como el conde de Romanones, Miguel Mateu y el propio Alfonso XIII (La ruta 169-171). Arturo describe las intrigas políticas del primero para conseguir el monopolio de la única empresa de construcción bélica del país, Motores España, de la que los otros dos son también principales accionistas. Arturo recuerda estupefacto el periodo en el que trabajó en Guadalajara como administrador para un gran industrial, promotor de esta nueva empresa. La clase militar, el Estado monárquico y las oligarquías de la industria son piezas del engranaje que configuran el modo en que se perpetúa la pobreza de las clases bajas. Finalmente, en La llama, que cubre los años 1935-38, Arturo expande algunos de los temas ya bosquejados en La ruta: la miseria, ignorancia, represión y desigualdad social en las zonas rurales, por un lado, y las maquinaciones de los altos industriales que se dan cita en la ciudad, por otro. En el campo se encuentra a campesinos hambrientos y analfabetos enfrentados a los caciques, nuevamente poderosos desde 1934, y a la Iglesia. En la ciudad la miseria se crea de una manera más soterrada, a través de las complejas negociaciones de la industria. Arturo describe cómo en su trabajo, una oficina de patentes “en cuyos sillones profundos de cuero se hundían más veces grandes figuras de la industria y de los negocios,” los magnates capitalistas “volcaban todo su poder y todo su cinismo. ¡Los negocios son los negocios!” (La llama 37). Las patentes, expone Arturo, plantean disyuntivas económicas en las que la búsqueda de dividendos conduce inexorablemente a una subida del precio del producto al consumidor.9 Para desconcierto de Arturo, el sistema judicial forma parte también del “engranaje.” La novela cuenta los sobornos y coerciones de los que él es testigo directo.10 Finalmente, la Guerra Civil española aparece como la confabulación de todas las piezas del engranaje, que se ha puesto en marcha para impedir las reformas de la Segunda República. No obstante, aunque el discurso predominante pertenece a un paradigma científico, con un sujeto Arturo Barea que analiza su entorno previamente separado de este, existen pasajes en la novela en los que el proceso de

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significación del entorno se efectúa desde un paradigma acientífico donde sujeto y objeto son difícilmente discernibles, en los que el observador no se puede distanciar de lo observado, y dentro del cual la conciencia de Arturo Barea se vuelve “participativa.” 11 Marruecos: guerra sin sujetos El primer ejemplo de la dificultad de Arturo para observar su entorno con objetividad y distanciamiento tiene lugar en su experiencia de la Guerra de Marruecos, el llamado Desastre de Annual. La división de Arturo ha llegado a Melilla, ciudad sitiada, con el objetivo de romper el cerco e iniciar la reconquista de la zona. Según se van adentrando en campo abierto, se van encontrando el horror de los soldados españoles masacrados; lo contemplado se describe como un impacto sensorial dominado por el olor de la carne putrefacta que les hacía “Toser, estornudar, vomitar... disolvía nuestra sustancia humana” (La ruta 124). El sujeto que observa la guerra ha perdido algún grado de consciencia cuando narra que: Las marchas a través de los arenales de Melilla, [...] no importaban; ni la sed y el polvo, ni el agua sucia y salobre, [...] ni nuestros propios muertos calientes y flexibles, que poníamos en una camilla y cubríamos con una manta; [...] Nada de esto era importante, porque todo había perdido su fuerza y sus proporciones. (124-25)

Arturo pierde en esta experiencia la capacidad de ser objetivo, de separarse de su entorno para poder analizarlo. Unas páginas antes, Arturo había descrito la pérdida de capacidad analítica a la que la guerra le somete, y cómo el sujeto es receptor de los fenómenos sin poder digerirlos mediante la razón: ¿En qué pensamos? En la guerra los hombres se salvan por el hecho de que son incapaces de pensar. En la lucha el hombre retrocede a sus orígenes y se convierte en un animal de rebaño sin más instinto que el de autopreservación. [...] Las orejas se enderezan al silbido de un proyectil próximo; [...] ¿Pero pensar? No. No se piensa. Durante estas retiradas en las cuales un hombre marcha tras otro como un sonámbulo, [...] El cerebro se os llena de un deseo de beber, de un deseo de dormir. En la oscuridad, sed y sueño cabalgan sobre el cuello de cien soldados en marcha, en cien cerebros vacíos. (La ruta 115)

Estos párrafos son el preámbulo a una conciencia participativa que, según se aproxima y se desarrolla la Guerra Civil, se va consolidando. Pero ya antes de 1936, la experiencia en Marruecos le lleva a diferenciar una vez más entre estas dos técnicas de conocimiento de la realidad. Tras Annual,

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Arturo contrae el tifus, y vuelve de baja a Madrid a reunirse con su madre y hermanos. Allí, al leer los periódicos reflexiona acerca de su experiencia en el país africano, de nuevo discerniendo entre las dos maneras de experimentar su entorno como “actor” y como “espectador” de una película, en lo que entendemos como un comentario de esas dos epistemologías: Lo que un soldado ve de una guerra puede compararse con lo que un actor ve de un film en el que toma parte. El director le dice que se coloque en un lugar determinado, que haga determinados gestos, que diga determinadas palabras. Le pone en un campo y le hace repetir una secuencia de frases y de gestos; diez veces le hace abrir la puerta de la sala que no tiene más que tres paredes, y besar la mano de la señora de la casa. Cuando el actor ve la película terminada, difícilmente se reconoce a sí mismo y tiene que forzarse para reconstruir mentalmente las escenas que repitió un sinnúmero de veces. El actor así llega a tener dos distintas impresiones: una es parte de su propia vida y consiste en una serie de posturas, de maquillajes, efectos de luz, de ensayos y repeticiones, de órdenes del director de escena. La otra serie de impresiones se produce cuando ve la película terminada, en la cual ya ha dejado de ser él mismo y es una personalidad distinta, es parte de un argumento, es una persona con una vida artificial que depende de la forma en la cual las escenas que él interpretó se encadenan con las escenas que ejecutaron los otros. (156)

Las impresiones desde el punto de vista de la actuación ante la cámara corresponderían a la conciencia no participativa, pues el sujeto no está sumido en su entorno y todavía puede diferenciarse de él. Las impresiones del espectador ante la película ya terminada serían la conciencia participativa, pues el yo sujeto se ha diluido en el universo imaginado del filme. Vemos que, sirviéndose del símil del arte cinematográfico Arturo narra sus dos maneras de obtener “impresiones” de la realidad. Lo que él experimenta como sujeto, las instrucciones del director de escena, es un modo, y el sentido global de la guerra, que nace de otro tipo de “impresiones”, la “vida artificial” que depende de la forma en que “las escenas que él interpretó se encadenan con las escenas que ejecutaron los otros,” es otro. Cuando le llegue el turno a la narración de la Guerra Civil española, Arturo no se detendrá, como en el caso de la Guerra de Marruecos, en la exposición de las dos impresiones, sino que será absorbido plenamente por la participativa. En los fragmentos que vamos a analizar a continuación, no sólo la epistemología científica de la conciencia “no participativa” o no distanciada del objeto deja de imperar, sino que la acientífica o “participativa” emergente toma la forma narrativa del mito. Es en 1938, en el Madrid sitiado por el ejército nacional, cuando Arturo Barea, que se ha quedado en la ciudad tras la huida del gobierno republicano

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a Valencia, y ha sufrido el acoso de las intrigas políticas dentro del partido comunista, conversa acerca de la guerra con una de las pocas personas en las que todavía confía, el Padre Lobo, trasunto del propio Barea; de nuevo, el análisis racional es el que inicia la expresión de la experiencia de la guerra en el autor: Le hablé de la ley terrible que nos hacía herir a otros cuando no queríamos hacer daño [...]. Le hablé de la guerra, repugnante porque enfrentaba a hombres de la misma sangre unos contra otros, en una guerra de dos Caínes [...]. Millones como yo, que amaban sus gentes y su pueblo, estaban destruyendo, o ayudando a destruir, aquel pueblo y aquellas gentes tan suyas. Y lo peor era que ninguno de nosotros tenía el derecho de permanecer neutral. [...] Sabía que la mayoría de los que estaban luchando con las armas en la mano, matando, muriendo, no pensaban en ello, sino estaban animados por las fuerzas desatadas de su propia fe. Pero yo estaba obligado a pensar, para mí esta matanza era un dolor agudo que no podía olvidar ni calmar. Cuando oía el ruido de batalla no veía más que españoles muertos en ambos lados. (La llama 420)

En este pasaje todavía permanece la narración de la experiencia de la guerra bajo el paradigma científico, es decir, aquel en el que el sujeto se distancia de ella, considerando sus “leyes” y analizándola (“guerra de dos Caínes”), lo que le permite distanciarse y “pensar” –aunque dolorosamenteen ella. Sin embargo, en este último tomo de la trilogía, esta episteme racional, que “obliga a pensar” al narrador, va perdiendo fuerza y siendo cada vez más percibida por este como un acercamiento insatisfactorio a lo que ve a su alrededor: ¿A quién tenía que odiar? ¡Ah, sí!, a Franco, a Juan March, a sus generales y monigotes partidarios y a los que cimentaban negocios sobre la sangre, a las gentes privilegiadas del otro lado. Pero entonces tenía que odiar también a ese Dios que les había dado a ellos callos en el corazón que les permitía organizar la matanza, y que me torturaba a mí con la tortura de odiar el matar, y que dejaba a mujeres y niños sufrir su raquitismo y sus jornales de hambre, para acabar despedazándolos con obuses y bombas. (La llama 420)

Ante la confusión de no saber a quién odiar, el argumento racional de Arturo se debilita, disminuyendo la distancia entre su yo pensante y el fenómeno que ha sido objeto de su pensamiento, el “engranaje.” Existe en este párrafo una duda implícita hacia lo que la vía de conocimiento “no participativa” o científica tiene que ofrecerle, e intuye el autor cómo él también es susceptible de ser “tragado” por las circunstancias que lo rodean y perder la distancia

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y la capacidad de análisis cuando afirma “Estábamos cogidos todos en un mecanismo monstruoso que nos trituraba entre sus ruedas dentadas; si nos rebelábamos, toda la violencia y todo el odio se volvía en contra nuestra, arrastrándonos a la violencia” (La llama 420-421). Arturo ha pasado de ver la guerra como el producto de la acción de ese engranaje, a verse a sí mismo inmerso en otro mecanismo, uno que transciende las coordenadas sociales, políticas o económicas de su momento histórico. Arturo realiza el salto definitivo hacia la conciencia participativa mediante la narración de la guerra a través del mito. Ocurre en su diálogo con el Padre Lobo, que tras escuchar sus vacilantes pensamientos le increpa: Y esta guerra. Tú dices que es repugnante y sin sentido. Yo no [...] Esta guerra es una lección. Ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a las gentes de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias. En nuestras trincheras, los analfabetos están aprendiendo a leer y hasta a hablar y están aprendiendo lo que significa la hermandad entre hombres [...] Aunque nos derroten seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad. (La llama 421-22)

En esta explicación de la guerra, en la cual la palabra “lección” es sobresaliente por sus resonancias bíblicas, se manifiestan varios elementos que la diferencian de la epistemología científica. Los españoles, los que luchan en el bando republicano en la Guerra Civil, han ganado, como dice Barea, voluntad. Sin embargo, no ha sido mediante las diferentes “fuerzas” que, según afirmaba en La llama le habían obligado a “sentir, actuar, errar y luchar como lo había hecho” (472). Tampoco ha sido resultado de un deseo o iniciativa de los hombres del bando republicano. No. La lección viene de alguna parte, ajena a la voluntad humana, ajena a la iniciativa de los que padecen los efectos de esa lección, de una voluntad quizá enviada por un ser sobrenatural, que impone su destino al hombre. Se cumple la epistemología acientífica en la medida en que la conciencia de Arturo se ha vuelto “participativa” ya que dicha lección recae sobre el mismo Arturo y lo envuelve a él y a la comunidad de la que él forma parte. La posibilidad de analizar la guerra desde la posición de sujeto cognitivo exterior a ella se ha desvanecido, ya que el propio Arturo ha pasado a formar parte del fenómeno mismo que era su objeto de análisis. Explicar la Guerra Civil como una lección tiene claras resonancias en la mitología cristiana. El mito que vislumbramos en La forja de un rebelde es el del “eterno retorno,” la creencia de muchas civilizaciones antiguas y algunas tradicionales contemporáneas, de que, cíclicamente, el universo (o su pueblo, protagonista de éste) atraviesa un estado de caos al que le seguirá uno de regeneración. En la conversación entre el padre Lobo y Barea (la

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misma persona al fin y al cabo) se observa la narración mítica en la referencia a una lección irrevocable, y en la sugerencia de que el sacrificio de la muerte es necesario para despertar a un nivel superior de conciencia. Según Mircea Eliade, en la visión apocalíptica de la tradición judeocristiana, “El cosmos que reaparecerá después de la catástrofe será el mismo cosmos creado por Dios al principio del tiempo, pero purificado, regenerado y restaurado en su gloria primordial” (67). Las implicaciones de esta narrativa milenarista no irían más allá si esta epistemología no surgiera inmediatamente antes de que Arturo y su pareja, Ilsa, abandonaran España con un sentimiento de profunda desconfianza hacia su entorno, desencantados y acosados por las intrigas políticas urdidas por dirigentes republicanos, comunistas, o personajes suscritos a ambos grupos a la vez. De alguna manera, es esta definición de la Guerra Civil como “lección” la conclusión final que La forja de un rebelde arroja de la experiencia de la guerra de Arturo Barea. La guerra es un fenómeno que no permite la distancia entre el sujeto y el objeto, que arrastra y tritura bajo sus ruedas dentadas a personas que ya estaban de por sí alienadas en una sociedad injusta. La lección que le es impartida a Arturo no viene de la formación política, ni del proselitismo partidista, sino de una voluntad exterior al hombre. Su adopción del discurso mítico nos sugiere que, si hay alguna razón en la guerra, no está cifrada en el objetivo político que persiguen (pese a sus diferencias) los republicanos, sino en un ciclo cósmico de destrucción y regeneración en el que, de un modo no intencional, está envuelta la humanidad. Conclusión A falta de evidencia documental que demuestre que se debió a que Losada retuvo los derechos de publicación de La forja de un rebelde, se ha pretendido abrir una exploración del porqué de su ausencia en España entre los años 1966 y 1975 basada en el análisis textual. La transformación del discurso lógico en uno mítico es el punto culminante de un acercamiento epistemológico a la experiencia de la guerra en La forja de un rebelde, que la convierte en una novela discursivamente más compleja de lo que la crítica ha sugerido. El tratamiento que da Barea a la Guerra Civil es primeramente lógico o científico, y le lleva a afirmar que su causa es el deseo del “engranaje” oligárquico de mantener el status quo, a costa de la opresión de las clases desfavorecidas. Sin embargo, según transcurren los meses en el Madrid sitiado, afloran otras concepciones de la guerra, que se apoyan de lleno en un discurso acientífico o de conciencia participativa. La visión de Barea entonces se asemeja a la experimentada en la Guerra de Marruecos, alienante y absorbente; sin embargo, mientras en el país norteafricano la epistemología participativa recrea en la mente del lector la brutalidad de una guerra colonial,

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esa misma epistemología, cuando aparece aplicada a la comprensión de la Guerra Civil, emborrona, como mínimo, la nitidez de las posiciones políticas del narrador. Las oligarquías que componen el “engranaje” ya no aparecen tan notoriamente señaladas como perpetradoras de la destrucción, ya que la lección va dirigida tanto a ellas (los rebeldes) como a sus víctimas (los republicanos). La aparición del discurso mítico conlleva cierta desconfianza en el discurso del logos, asociado éste al pensamiento racional y científico, que tiene no pocas implicaciones en el análisis histórico que el autor realiza de la Guerra Civil. Lo que podría ser un relato “objetivo” según el paradigma científico no siempre lo es, ya que observador y entorno observado confluyen. Si bien esta noción de la Guerra Civil como un fenómeno más allá de la comprensión racional analítica trajo algo de paz al angustiado ser de Barea en 1938, reconciliándolo con un sentido trascendental de la existencia, hizo, quizá, demasiado ambigua su posición hacia las partes contendientes, a ojos de sus compatriotas antifranquistas. El valor testimonial de la novela se convirtió en los sesenta en un obstáculo para su divulgación. Señala Zoe Waxman, en referencia a cómo no todos los testimonios de supervivientes del Holocausto gozaron de la misma aceptación, que “It is not always the case that the identity, concerns, or experience of a survivor tally with the concerns of the collective memory” (158). Carlos Barral, en sus memorias de aquellos años de publicaciones bajo el ojo incansable de la censura del tardofranquismo, afirmaba: “el culto a la obra literaria, desde cualquier ángulo de dedicación, redime de casi todos los pactos de resignación con la vida diaria” (33). Si aceptamos esta máxima como el credo editorial de uno los más arriesgados editores de los setenta, sorprende menos que La forja de un rebelde no fuera publicada. La crudeza de su conclusión final acerca de la guerra, que conlleva la aceptación resignada de una lección y una disolución de la conciencia política, no podía resultar redentora. El discurso mítico del Barea sobre la guerra era visto en torno a 1966, probablemente, como una victimización sin la objetividad requerida para ser aceptada por las narrativas hegemónicas de la oposición. La novela se constituye incapaz de redimir alguno de los “pactos de resignación” bajo el tardofranquismo, alejándose de propuestas tangibles y factibles para socavar el discurso hegemónico franquista.

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OBRAS CITADAS Aub, Max. El laberinto mágico. Campo de los almendros. Madrid: Alfaguara, 1968. Barea, Arturo. La forja de un rebelde. Buenos Aires: Losada, 1951. —. La forja de un rebelde. Madrid: Debolsillo, 2006. —. The Clash. Londres: Faber & Faber, 1946. —. The Forge. Londres: Faber & Faber, 1941. —. The Track. Londres: Faber & Faber, 1943. Barral, Carlos. Los años sin excusa. (Memorias II). Madrid: Alianza, 1982. 1ª ed. 1977. Berman, Morris. The Reenchantment of the World. Ithaca and London: Cornell UP, 1981. Bertrand de Muñoz, Maryse. “Historia y Ficción, historia y discurso: Doble dualismo. Análisis narratológico de tres novelas de la Guerra Civil Española.” Actas del Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Ed. Juan Villegas. Irvine: Univ. of California,1994. 239-248. Capra, Fritjof. The Turning Point. Science, Society, and the Rising Culture. New York: Bantam Books, 1982. De Nora, Eugenio. La novela española contemporánea. (1927-1960). Madrid: Gredos, 1962.

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Eliade, Mircea. Mito y realidad. Barcelona: Kairós, 2009. Eaude, Michael. Triumph at Midnight of the Century. A Critical Biography of Arturo Barea. Brighton, England: Sussex Academic Press, 2009. Giménez-Frontín, José Luis, “Arturo Barea, una asignatura pendiente.” La Vanguardia (Barcelona, 8 de mayo de 1986): 47. La forja de un rebelde. Dir. Mario Camus. Intérpretes: Antonio Valero, Magdalena Ritter y Jorge Sanz. RTVE, 1990. Miniserie. Laub, Dori. “An Event without a Witness: Truth, Testimony and Survival.” Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History. Shoshana Felman y Dori Laub. New York: Routledge, 1991. Lunsford, John. “La forja de un rebelde de Arturo Barea: Relato autobiográfico de las causas ideológicas de la Guerra Civil española.” Cincinnati Romance Review 7 (1988): 75-84. Moret, Xavier. Tiempo de editores. Historia de la edición en España. Barcelona: Destino, 2002. Muñoz Molina, Antonio. “Dos exilios ingleses.” El País (28 de agosto de 2010). Web. 13 de abril de 2011. Ortega, José. “Arturo Barea: novelista español en busca de su identidad.” Symposium 25 (1971): 377-91. Ponce de León, José Luis. La novela española de la Guerra Civil (19361939). Madrid: Ínsula, 1971. Ruiz Mantilla, Jesús. “La forja de una memoria. Escritores e hispanistas restauran la lápida que guarda en Reino Unido el recuerdo del novelista Arturo Barea.” El País (12 de diciembre de 2010). Web. 5 de diciembre de 2011.

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Sender, Ramón. Crónica del Alba. 3 vols. Barcelona: Delos-Aymá, 1956-1966. —. El rey y la reina. Barcelona: Destino, 1970. —. En la vida de Ignacio Morel. Barcelona: Planeta, 1969. —. La Esfera. Madrid: Aguilar, 1969. —. “The Spanish Autobiography of Arturo Barea. Towards the Amortization of a Legitimate Neurosis.” The New Leader (11 de enero de 1947): 12. Sobejano, Gonzalo. Novela española de nuestro tiempo. Madrid: Prensa Española, 1970. Torrente Ballester, Gonzalo. Panorama de la literatura española contemporánea. Madrid: Guadarrama, 1956. Waxman, Zoe Vania. Writing the Holocaust: Identity, Testimony, Representation. Oxford: Oxford U P, 2006. Ynduráin, Francisco. “Resentimiento español. Arturo Barea.” Arbor 24 (1953): 73-79.

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NOTAS 1 Todos los volúmenes de la trilogía La forja de un rebelde fueron publicados por primera vez en inglés en Londres por Faber and Faber: La forja (The Forge) en 1941; La ruta (The Track) en 1943 y La llama (The Clash) en 1946.

La información bibliográfica completa es: Campo de los almendros (Alfaguara, 1968), Crónica del alba (publicada por más de cinco editoriales, entre ellas Destino y Alianza, 1965-1966), El rey y la reina (Áncora y Delfín, 1970) y La esfera (Aguilar, 1968).

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La primera edición en castellano fue de la editorial Losada en 1951.

Les agradezco aquí a Uli Rushby-Smith, prima de Ilsa Kulcsar, y depositaria de los derechos de autor de la obra de Barea, y a Eva NietoMcAvoy, investigadora que trabaja en el archivo personal del novelista en Londres, su gentil ayuda y la generosa información facilitada.

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Las razones sintetizadas en este párrafo aparecen, en su mayoría, citadas en el estudio de Michael Eaude. Otras fueron comentadas por éste a la autora mediante correo electrónico personal. Le agradecemos a este erudito y periodista británico toda la ayuda prestada.

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Otro tema, en el que no nos detenemos, es la ambivalente identificación de Barea con la clase social –obrera- de la que procedía. Ponce de León afirma que la novela es “la historia de un proletario que llega a encontrarse moviéndose en círculos burgueses, con el consiguiente conflicto de lealtades y el problema de llegar a dudar, incluso, a qué grupo pertenece” (171). Cita Ortega cómo el carnet de la UGT le pone a Arturo en una situación de exclusión simultánea frente a los obreros y los patronos (384). Eaude también sostiene esa opinión (55). Los aspectos narratológicos, como la equivalencia entre el autor, el narrador y el personaje en un supuesto relato de ficción, han sido discutidos por Maryse Bertrand de Muñoz. 6

La crítica conservadora alegaba que los materiales que componen la novela son, entre otros, “alegatos políticos y [de] justificación personal” (Torrente Ballester 386). Otros fueron más allá y comentaron la “conciencia política, de socialista militante. . . la sutil agresividad ideológica” de Barea (De Nora 64). Francisco Ynduráin llega incluso

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a sugerir que dentro de la trilogía “apenas había algo más que truco propagandístico, hábilmente jugado a favor de una corriente política internacional” (74). Ortega afirma a su vez cómo, ya antes del estallido de la guerra, “desengañado por la inoperancia de las izquierdas en sus soluciones prácticas al problema socio-económico del pueblo español, Barea sufre una crisis ideológica” (377).

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Arturo cuenta el ejemplo concreto de la industria alcoholera, que impide la aprobación de una patente que produciría el azúcar cinco veces más barato. La alcoholera necesita las melazas que compra a la azucarera; aprobar el invento significaría trabajar con una melaza de peor calidad pues de ella se ha extraído el 85 por ciento del azúcar y no el 15. Bloqueando el progreso de la patente, la empresa continuaría recibiendo melazas ricas en azúcar, pese a que así se le priva a la población de un azúcar más barato (38).

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“Yo sabía quién pagó doscientas mil pesetas por el voto del más alto tribunal de España en el año 1925, para que se resolviera un pleito a su favor en el que se discutía nada más ni nada menos que el que España pudiera o no tener una industria aeronáutica propia. Sabía que los fabricantes de paños catalanes estaban a merced de un concern de industrias químicas que figuraba como español pero que de hecho pertenecía a la I. G. Farben-Industrie. Sabía quiénes pagaron y quiénes cobraron miles de duros para que el pueblo español no pudiera tener aparatos de radio baratos, a través de una sentencia injusta. Y quiénes fueron los que a través de la ceguera estúpida de un dictador de cuarto de banderas [Miguel Primo de Rivera] se apoderaron del control de la leche en España, arruinaron a miles de comerciantes honrados… a los granjeros de Asturias y obligaron a pagar al público leche más cara y sin valor nutricional.” (La llama 41). 10

Recordamos al lector que el término “conciencia participativa” puede llevar equívocos. Al contrario de lo que el término puede evocar, la “conciencia participativa” es aquélla en que la mente se encuentra inmersa en los fenómenos que contempla, es decir, el sujeto no se distingue del objeto, como sí lo haría la “conciencia no participativa” del pensamiento científico.

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