Un siglo de ausencia

Raúl Pérez Torres Un siglo de ausencia y otros cuentos Estudio introductorio de Alicia Ortega Caicedo de la Universidad Andina Simón Bolívar UN SIG

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Raúl Pérez Torres

Un siglo de ausencia y otros cuentos Estudio introductorio de Alicia Ortega Caicedo de la Universidad Andina Simón Bolívar

UN SIGLO DE AUSENCIA Y OTROS CUENTOS Raúl Pérez Torres Derechos reservados conforme a la ley LIBRESA www.libresa.com Murgeón Oe3-10 entre Jorge Juan y Ulloa P.O. Box 17–01–356 E-mail: [email protected] Telfs.: (593-2) 2230925 2525581 Fax: 2502992 Quito-Ecuador Cubierta: Felipe Ñacato, a partir de un aguafuerte de Ismael Olabarrieta. Edición: Estuardo Vallejo Supervisión editorial: Miguel Vallejo ISBN 978-9978-49-434-9 Inscripción N° 34631 Depósito legal N° 4528 Primera edición: 2.000 ejemplares Este libro se acabó de imprimir en los talleres de “Editorial Ecuador F.B.T. Cía. Ltda.” Santiago Oe2-131, entre Manuel Larrea y Versalles. E-mail: editecua@ interactive.net.ec, Telfs. (593-2) 2528492 2228636. Fax: 2227551, Quito, noviembre de 2010

ÍNDICE Estudio introductorio.................................................. Algunos juicios críticos................................................ Cronología..................................................................... Bibliografía recomendada ........................................... Temas para trabajo de los estudiantes ......................

7 37 42 48 50

Un siglo de ausencia y otros cuentos El marido de la señora de las lanas................ El Cuico ............................................................. Este merino ....................................................... Micaela ............................................................... Cuando me gustaba el fútbol.......................... Las vendas ......................................................... Ana la pelota humana ...................................... De terciopelo negro ......................................... U.S.A. que te usa............................................... Eras martes digo, acaso que me olvido......... Rondando tu esquina ....................................... Panamá Hotel.................................................... Ciudad, mi ciudad transfigurada..................... ¿Te acuerdas ñata?............................................ Cañabrava .......................................................... Usted es la culpable.......................................... Flor de Azalea ................................................... Solo cenizas hallarás......................................... Macorina ............................................................ Cien mujeres han pasado por mi vida........... Regálame esta noche........................................ Un siglo de ausencia......................................... Qué será de mí..................................................

57 62 71 74 95 100 107 113 117 131 140 149 155 159 167 175 185 192 203 206 230 234 247

Estudio introductorio

Alicia Ortega Caicedo, Guayaquil, 1964. Escritora, ensayista, crítica literaria y catedrática universitaria. Obtuvo la Maestría en Artes en la Universidad Estatal Lomonosov, de Moscú, la Maestría en Letras en la Universidad Andina Simón Bolívar, de Quito, y el Doctorado en Letras en la Universidad de Pittsburgh. Es profesora de literatura y estudios de la cultura en la Universidad Andina. Es autora de numerosos trabajos de crítica. Ha publicado La ciudad y sus bibliotecas: el graffiti quiteño y la crónica costeña, Quito, UASB, 1999. Tuvo a su cargo la selección y estudio introductorio de la Antología Esencial Ecuador Siglo XX, El Cuento, Quito, Eskeletra, 2004. Fue editora de Sartre y nosotros, Quito, El Conejo, 2008.

CRITERIOS DE EDICIÓN

Esta es una antología personal; es decir, los cuentos que la integran han sido escogidos por Raúl Pérez Torres. El autor ha seleccionado los que, desde su mirada, son cuentos representativos de los libros que, desde 1970, viene publicando en su oficio de cuentista. El estudio introductorio ofrece, por un lado, una información que ayuda a situar al autor en su generación, en su época y en una tradición literaria; por otro lado, hago una lectura valorativa, y sin duda personal, sobre lo que, desde mi trabajo crítico, considero son las características, fortalezas y aportes de la narrativa de Pérez Torres. Así, en un primer momento, presento al escritor en el contexto de lo que significó el tzantzismo, el Frente Cultural, La bufanda del sol, el proceso de profesionalización de la escritura, y cierro este primer acápite con los hitos de la historia que, a ojos del autor, marcaron su escritura y la de sus compañeros de generación durante las décadas del sesenta y setenta. En un segundo momento, sitúo al autor en la tradición literaria ecuatoriana; es decir, lo pongo en diálogo con las innovaciones que la llamada «nueva -9-

narrativa ecuatoriana» formuló, a partir de la década del setenta, bajo el impacto del boom latinoamericano y en diálogo con Pablo Palacio y otros escritores de la Generación del Treinta. Los aportes que la nueva narrativa hizo son presentados y explicados a la luz de los cuentos que Pérez Torres propone para esta antología. En un tercer momento, propongo una lectura detenida de algunos cuentos, destacando las características recurrentes de la escritura de Raúl Pérez. Por tratarse de una antología de cuentos, parece útil introducir una reflexión sobre el cuento como género literario. Para ello, se establecen algunas diferencias con la novela y, sobre todo, se reflexiona a partir de la propia definición que sobre el cuento ofrece Raúl Pérez Torres. El estudio ofrece una cronología de las obras publicadas por el escritor, los premios recibidos, una bibliografía de referencia actualizada, algunos juicios críticos que destacados críticos y escritores han hecho sobre la obra de Pérez Torres tanto fuera como dentro del país. El estudio se cierra con un listado de propuestas para trabajar con estudiantes en el aula. Parece fundamental consignar la procedencia de los cuentos que forman parte de la presente antología: • El marido de la señora de las lanas» Da llevando (1970) • El Cuico, Da llevando (1970) • Este merino, Manual para mover las fichas (1973) • Micaela, Micaela y otros cuentos (1976) • Cuando me gustaba el fútbol, Micaela y otros cuentos (1976) • Las vendas, Musiquero joven, musiquero viejo (1978) • Ana la pelota humana, Musiquero joven, musiquero viejo (1978) -10-

• De terciopelo negro, Musiquero joven, musiquero viejo (1978) • U.S.A que te usa, En la noche y en la niebla (1980) • Era martes digo, acaso que me olvido, En la noche y en la niebla (1980) • Rondando tu esquina, En la noche y en la niebla (1980) • Panamá hotel, Un saco de alacranes (1989) • Ciudad, mi ciudad transfigurada, Un saco de alacranes (1989) • ¿Te acuerdas ñata?, Un saco de alacranes (1989) • Cañabrava, Un saco de alacranes (1989) • Usted es la culpable, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) • Flor de Azalea, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) • Solo cenizas hallarás, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) • Macorina, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) • Cien mujeres han pasado por mi vida, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) • Regálame esta noche, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) • Un siglo de ausencia, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997) • Qué será de mí, Los últimos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997)

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RAÚL PÉREZ TORRES: RETÓRICAS DEL RECUERDO, EL AMOR TRÁGICO Y EL DESENCANTO. SOBREVIVIR: EL ÚNICO APRENDIZAJE DEL HOMBRE CONTEMPORÁNEO El autor, su época y oficio El oficio de Raúl Pérez Torres (Quito, 1941), como otros de su generación, está marcado por las búsquedas políticas, sociales y culturales que la década del sesenta posibilitó, bajo el impacto del triunfo de la Revolución Cubana, en 1959: los sueños guerrilleros de transformar la sociedad en un mundo más justo y el imperativo parricida de romper con los tabúes y referentes de una cultura percibida como anacrónica en sus ataduras con las clases sociales dominantes. Los compañeros de generación de Pérez Torres son: Francisco Proaño Arandi, Iván Égüez, Abdón Ubidia, Alejandro Moreano, Carlos Béjar Portilla, Jorge Dávila Vázquez, Javier Vásconez, Vladimiro Rivas, Jorge Velasco Mackenzie, Carlos Carrión, Ulises Estrella, Fernando Tinajero, Eliécer Cárdenas, Fernando Nieto Cadena, entre otros. -13-

Durante los años sesenta surgió en Ecuador un amplio movimiento de renovación cultural, una de cuyas expresiones más importantes fue el grupo Tzántzico1. El tzantzismo fue, a partir de 1962, el movimiento de vanguardia y ruptura que protagonizara la escena cultural, en Quito, a la vez que negaba y desacreditaba la herencia cultural occidental y cristiana, impuesta por la colonización. Movimiento de negación, marcado por el llamado a la acción, la demanda de presente y el sentido de la urgencia; que propone nuevos modos de asumir la literatura, las tareas del intelectual y el ejercicio de la militancia política en el marco de una búsqueda que deviene primordial: la construcción de una «auténtica cultura nacional y popular». Los tzántzicos llevan la poesía a la calle, a los sindicatos de obreros, a las universidades, a las organizaciones barriales, en el esfuerzo por romper con los espacios y sujetos de recepción tradicionales. Se trata, al decir de Alejandro Moreano «del develamiento de la dimensión ética y estética de la praxis social, política y cultural. Una ética y una estética de la insurrección, del hombre nuevo, la nueva sociedad»2. Las tesis y actitudes parricidas, el carácter subversivo del movimiento, el afán de experimentación formal, la predilección por la poesía oral, el teatro agitacional, el deseo de nacionalizar la cultura en el reencuentro con sus raíces tradicionales, el esfuerzo por replantear la relación entre el pueblo y los intelectuales, son elementos que estuvieron ligados a la demanda de compromiso del escritor inspirada en las tesis sartreanas3. El café «Águila de Oro» —rebautizado por los intelectuales que protagonizaban la escena cultural como «Café 77», ubicado a una cuadra del Palacio de Carondelet— fue el punto de encuentro al que acudía un numeroso público a los «Coloquios sobre arte y literatura», a recitales y manifestaciones de oposición a la junta militar. Cabe recordar que la década del sesenta se abrió con la crisis del auge bananero; -14-

intensas movilizaciones populares traducidas en huelgas estudiantiles y obreras; nuevas esperanzas alentadas por el triunfo de la Revolución Cubana; la tercera presidencia de Velasco Ibarra, seguida de su casi inmediata deposición, a raíz de lo cual Arosemena Monroy asume la presidencia. Como resultado de una campaña religioso-política contra la izquierda y contra el gobierno, en 1963 el ejército da un golpe de Estado y asume el poder una junta militar. La nueva dictadura se caracterizó por su carácter anticomunista, desarrollista y tecnocrático. La junta militar fue derrocada en 19664. Las revistas que canalizaron las ideas y estéticas del movimiento tzántzico fueron: Pucuna —de la que salieron un total de nueve números, de octubre de 1962 a febrero de 1968—, Indoamérica —fundada por Agustín Cueva y Fernando Tinajero, de la que se publicaron ocho números, entre 1965 y 1967— y La bufanda del sol —dirigida en su primera época por Alejandro Moreano y Francisco Proaño, de la que salieron tres números, entre junio de 1965 y julio de 1966. En su segunda época, a partir de 1972, aparece como revista del Frente Cultural, que aglutina a un amplio número de jóvenes intelectuales—. El movimiento tzántzico se disolvió hacia finales de 1969. El sector de la izquierda que había participado, en 1966, en la «toma» de la Casa de la Cultura, en Quito, se dividió pronto, pues su ala más radical se vincula a tendencias maoístas y provoca la disolución de la Asociación de Escritores y Artistas Jóvenes. Como resultado se forma, en 1968, el Frente Cultural, al margen de la Casa de la Cultura y como proyecto que aspiraba a ser la «vanguardia cultural de la revolución», al que se vinculan Ulises Estrella, Fernando Tinajero, Alejandro Moreano, Agustín Cueva, Francisco Proaño, Abdón Ubidia, Jaime Galarza, Esteban del Campo, Raúl Pérez Torres, entre otros. Por otro lado, a partir de 1972 asume el poder la corriente nacionalista de las Fuerzas Armadas, que concretaría una política petrolera nacionalista. En -15-

1978 se prepara el retorno al régimen constitucional. Raúl Pérez inició su carrera como escritor en la revista La bufanda del sol —órgano de difusión del Frente Cultural— y con el primer libro de cuentos Da llevando. Sobre su pertenencia al Frente Cultural y a su funcionamiento como espacio de aprendizaje colectivo, Raúl Pérez ha señalado lo siguiente: Tenemos ideas comunes, que dan coherencia al grupo. Nos reunimos frecuentemente para discutir, para criticar mutuamente nuestro trabajo; estamos organizados en un «taller», donde ponemos a prueba nuestras ideas y nuestra manera de expresarlas, y es una prueba de fuego, porque los comentarios son de una franqueza que a veces duele5.

Esta afirmación no solamente da cuenta de la existencia del Frente como colectivo, sino que apunta a una nueva conciencia que los escritores tienen sobre la escritura literaria como un oficio, que, como tal, exige el dominio de unas ciertas técnicas. Tiene que ver con la conciencia que tiene esta nueva generación de escritores sobre la dificultad estética de la nueva literatura, así como con la voluntad de experimentación en la búsqueda de nuevos lenguajes y técnicas narrativas. En este sentido, vale la pena incorporar la definición de cuento que propone Pérez Torres: Una iluminación, que te revela, de golpe, el lado oculto de la realidad; es una iluminación que te sorprende en cualquier parte, en media calle. El cuento se te ofrece completo, el instante menos pensado. Lo demás, es oficio6.

Esta concepción del oficio de escritor hunde sus raíces en una nueva forma de pensar la literatura, que compartió la generación a la que pertenece Pérez Torres y que se formula en el contexto de la -16-

década del sesenta, al interior de los colectivos arriba indicados. El gesto parricida exigía romper con la concepción tradicional de la escritura para poner el acento en el trabajo, en la profesionalización del escritor; en el imperativo de construir una mirada atenta al presente, al devenir cotidiano de la gente que, desde diferentes posiciones sociales, construye el mundo de vida compartido. Se trata, entonces, del surgimiento de una nueva literatura, abierta a lo cotidiano, a lo aparentemente insignificante y anodino (están muy presentes las enseñanzas de Pablo Palacio), pero que, desde su casi anónima presencia define la vida de los seres humanos. Las siguientes palabras de Raúl Pérez dan luz sobre lo dicho, a partir del esfuerzo por recordar lo que él y su generación hicieron para reformular la cultura, en el marco de las décadas del sesenta y setenta: Uno de los símbolos inequívocos de esa literatura [la de los nuevos escritores] es justamente el de tomar el hecho artístico como una vocación, como una dedicación, como una profesión rigurosa y diaria. No era obra y gracia de la inspiración o de las musas, era un hecho real, que requería investigación […]. Entonces lo aparentemente insignificante se llenaba de significado, lo cotidiano estaba lleno de latencias, de reflejos interiores, la persona que pasaba por la calle, su actitud frente a un niño, frente a una mujer, su manera de sentarse en el parque, las palabras adquirían otro significado7.

Para reconstruir aún con más detalles, y desde múltiples aristas, la época en la que al autor le tocó iniciarse en el oficio de escritor, quiero concluir este apartado citando, en palabras de Pérez Torres, los hitos que marcaron las «nuevas realidades» de toda una generación, que «desempantanaron una literatura que ya olía a sahumerio y le dieron una actitud más vital bajo un nuevo realismo más profundo y complejo»: -17-

• «Nacimos en el centro de un cacareado sentimiento de derrota, por la gran guerra fratricida con nuestro país hermano, el Perú. […] Empezamos a acumular una formidable vocación para la derrota. Y para el sufrimiento. • «Soportamos una larga, mediocre y folklórica época de populismo y militarismo. • «Más tarde la fragmentación de la izquierda y sus luchas intestinas, que se dieron también entre nosotros y nos tornaron enemigo del amigo y viceversa. Varios compañeros de entonces eligieron un radicalismo vehemente, a otros —como diría Hemingway— el marxismo les estropeó el estilo. • «Y más cercano a nosotros, toda aquella avalancha de vida, de esperanza y tragedia que se generó en la década del setenta. Pero… qué es lo que no pasó en aquella década, porque el mundo bullía en todas partes, la gente estaba viva, las cosas estaban vivas, la naturaleza estaba viva. […] • «Se empieza a generar en nuestra América grupos literarios iconoclastas y vagabundos. Dadaísmo, Tzantzismo, etc. • «Auge del petróleo en el país, nos encaramamos en una modernización postiza, que a duras penas nos convirtió en consumidores y nos “elevó el estatus del jean y el rockanroll”. • «La epopeya de Cuba. El asalto a lo imposible. Fidel. El Che. Las luchas de liberación latinoamericana. Los Tupamaros. Los Montoneros. Nuestra frustrada y también folklórica guerrilla del Toachi. • «La tenaz y ejemplarizadora lucha de la mujer por la reivindicación de sus derechos. • «La juventud del mundo contra el monstruo de mil cabezas: el poder. • «La Teología de la Liberación. • «Los movimientos Beat (especialmente en poesía) y Pop (en pintura). • «Los Beatles y su profundo “Let it be”. • «Mayo del 68, la Revolución de los Muros […]. -18-

• «Sartre, Marcuse, Debray, Evtuchenco, Angela Davis, Cortázar, y muchos otros aireaban la política, la filosofía y la literatura. Se dio entonces una liberación de los comportamientos, una búsqueda de autenticidad en los afectos, una apertura de la mente, de sus posibilidades infinitas […]. • «Vendría luego la guerra de Vietnam […]. Y mucho más tarde, la Perestroika, la caída del muro de Berlín, la Guerra del Golfo, los sucesos de Nicaragua. El desangre vertiginoso y valiente de la revolución cubana. Su espantosa soledad y aislamiento. La cobardía e indignidad del silencio de los países del mundo cómplices obedientes del imperialismo. • «La tecnificación acelerada, la deshumanización, la robotización del ser, la vergüenza de ser humano en esta humanidad. […] «Estas y mil más han sido realidades que han constituido nuestro marco sociopolítico y espiritual en el que ha crecido y se ha desarrollado nuestra literatura. Una literatura de la ambigüedad, de la angustia, de la incertidumbre, del desencanto del hombre y sus instituciones, una literatura que sin embargo busca la identidad perdida, la inocencia, el gesto, el otro rostro de una existencia urbanizada y encementada. […] Literatura de la crisis, pero que se fortaleció en la crisis, sin olvidar el punto de vista, mordaz, incisivo, a la sociedad de la cual se desprendía […]. Generación que todavía tiene mucho que decir, quizá algo menos estentóreo y espectacular, pero más reflexivo y sabio»8. Los cuentos de Raúl Pérez Torres y la «nueva narrativa ecuatoriana» Raúl Pérez Torres pertenece a una generación de escritores que sale a la luz a inicios de la década del setenta y configuran lo que se conoce como «la nueva narrativa ecuatoriana». Como hemos venido -19-

apuntando, esta literatura se caracteriza por una conciente voluntad de romper con los modelos del realismo tradicional y, por ello, privilegia las siguientes preocupaciones: a) Predilección por escenarios urbanos: la ciudad deviene no solamente escenario de los acontecimientos narrados, sino que el proceso modernizador que la urbe experimenta a partir del impacto del boom petrolero afecta de modo radical a la vida de sus habitantes. Pérez Torres ha subrayado la necesidad que vivieron los escritores de su generación por redescubrir su ciudad, por sentirla y ahondar en sus raíces y en sus transformaciones. El cuento Ciudad, mi ciudad transfigurada habla precisamente de esas transformaciones urbanas, percibidas desde una perspectiva íntima y cotidiana, pues la ciudad afecta de manera radical a sus habitantes aun en sus espacios más privados. b) Tendencia a la interiorización y ahondamiento en la subjetividad de los personajes. Más que la descripción de la realidad externa, importa la percepción que de ella tienen los personajes, lo que ocurre en la conciencia de ellos. Muchas veces se trata de una conciencia en crisis, en conflicto con las instituciones que configuran el armazón de la sociedad a la que pertenece. De allí cierta predilección por la narración en primera persona. Ejemplo de ello, El Cuico, que inicia así: «Yo, cuando era pequeño, era marica». c) En cuanto a personajes, Cecilia Ansaldo ha destacado, en los cuentos de Raúl Pérez, «la visión dominante del narrador pequeño-burgués, que se funde en un personaje joven, universitario, con tendencias intelectuales»9. La crítica también subraya en Pérez Torres la preferencia por la visión del narrador-personaje niño o adolescente. Así mismo, sobresalen en la nueva narrativa personajes desarraigados, habitantes de los márgenes sociales: mendigos, prostitutas, prisioneros, personajes de circo, -20-

bandoleros, ladrones. Basta considerar Las vendas o Ana la pelota humana, o el Virolo del cuento Micaela. Raúl Vallejo señala que el personaje del nuevo cuento ya no es más el «héroe triunfante clásico», sino el «antihéroe, ese personaje común, de todos los días que nunca consigue triunfar totalmente a pesar de sus luchas»10. d) Modos de narrar: caracteriza a estos escritores una preocupación constante por el lenguaje, en el paso de la observación y el testimonio a la revelación y el descubrimiento. Sus maestros fueron, entre otros, aquellos que protagonizaron el surgimiento del boom latinoamericano: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. A propósito del nuevo cuento ecuatoriano, Raúl Vallejo habla de «la evidencia de la dificultad»: se trata de una dificultad estética: El tema de la dificultad replantea el hacer literario como un hacer profesional, vaciado, hasta cierto punto, de las preferencias políticas del autor. Este reconocimiento de la dificultad logra ser literaturizado por cuanto existe conciencia del acto creativo y del sentido que tiene la literatura como ficción en su proceso de constitución de un mundo autónomo que re-crea la «realidad real»11.

Raúl Pérez ha observado que en los inicios de su carrera como escritor, se trataba de matar a nuestros inmediatos padres del cincuenta […]. Se trataba de mirar a nuestros abuelos de los años treinta con mayor detenimiento […], y seguir adelante, contemporanizando más bien con los tíos de más allá del charco, es decir, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Alejo Carpentier y Juan Rulfo, quienes filtraban para ellos y para nosotros las sabias enseñanzas de Maupassant, Poe, Faulkner, Hemingway y Quiroga, en una dialéctica de circulación sanguínea12. -21-

Las nuevas estrategias narrativas incluyen el abandono de la estructura lineal y ordenada, la ruptura con las nociones tradicionales de tiempo y espacio para dar cabida a nuevas formas de percibir y narrar el transcurso del tiempo: la simultaneidad y superposición de tiempos diferentes a partir de variados recursos: los monólogos interiores y fragmentarios, el flashback (tiempo retrospectivo), el cambio de perspectivas narrativas, los finales inacabados y sugerentes, los comienzos in medias res (la narración comienza en cualquier lugar de la historia, en lugar del comienzo de la misma), la búsqueda de nuevas formas de realismo Esta voluntad experimentalista y de renovación literaria es resultado del impacto que tuvo entre nuestros escritores las búsquedas ensayadas por el denominado boom latinoamericano. En este sentido, vale la pena detenerse en la estructura del cuento Este merino. Observar que la narración no sigue, en sentido tradicional y riguroso, la cronología de una historia: el encuentro entre merino y el personaje femenino innombrado. El deseo sexual de la mujer es reprimido («su miedo secular a los hombres»), por ella misma, dado el peso social: la familia —«su padre televisión su madre buen tallarín»—, la religión —«Dios te salve María Dios me salve María Dios merino María»—. El texto carece de signos de puntuación, lo que obliga a una lectura atenta pues la escritura superpone imágenes y momentos que, sin embargo, no impiden la comprensión del texto. Cabe destacar el uso irónico de los diminutivos: «la pobrecita», «sus dieciocho añitos», «una florcita sinosino». Un buen ejemplo de cuento que se inicia in medias res es Micaela: «No estimado, yo siempre tuve la suprema confianza en Micaela. Ella fue para mí como la última palabra, qué le digo a usted, como la primera. Es decir que ni necesitaba hablar con ella, todo lo comprendía de antes. El café listo. La cama caliente». Un cuento narrado también en primera -22-

persona y dirigido a un «tú», con quien el narrador conversa en el encierro. Otro ejemplo de inicio in medias res es Ana la pelota humana: «Cuando ninguno de nosotros se esperaba, Demetrio el de los puñales dijo que sí». Son inicios que cautivan la atención del lector, pues éste debe estar atento a comprender los sentidos de una historia que parece haber comenzado antes. e) Búsqueda de un lenguaje que responde a una matriz coloquial y, muchas veces, en diálogo con los aportes de la cultura popular. Se trata de llevar a la escritura el lenguaje de la calle. Así, observemos el tono coloquial, los giros y expresiones que utiliza el narrador de Micaela para contar su historia. Importante en este cuento son los recursos que el autor elabora para recontar la historia del país, de la patria, desde una perspectiva algo carnavalesca e irreverente, de matriz popular: Velasco Ibarra —«y que su sueldo de Presidente lo entregaría íntegro a los necesitados y que solamente el pobre es un revulú, dijo, y que él era un revulú»—, Eloy Alfaro —«Y esa noche fue lo del caballo de Eloy Alfaro, y nos dijo que sin caballo el tal Alfaro habría sido una mierda, y que solamente construyó el ferrocarril Quito-Guayaquil porque hubo una peste de caballos, y se murieron todos y había caballos muertos hasta en los confesionarios de las iglesias, y hubo que construir el ferrocarril para llevárselos a Guayaquil y arrojarlos a la ría»—, la guerra con Perú —«Hasta que un día yo me la encamé. […] Pero yo nunca me entregué por completo, porque era peruana y uno tiene conciencia después de todo y en plena tirada por ejemplo, me venía lo del profe de primer grado, que los peruanos son enemigos, que nos quitaron el territorio, entonces ni bien acababa ya, la zampaba por allí y le gritaba: peruana piojosa». Como en otros cuentos de Pérez Torres, los diminutivos o el humor, como en este caso, tienen un alcance irónico, que empata -23-

con la actitud contestataria en donde se ubica el escritor para construir sus historias. Se desprende, en los ejemplos anteriores, una crítica a una manera de contar la historia patria, desde una mirada irreverente y popular. La recreación de Julio Jaramillo, el mundo de las rocolas, el amor trágico, —«Dónde estarás amor que yo te espero, porque no es cierto que te hayas muerto ñerito, ruiseñor, rocolero»—, en el cuento Rondando tu esquina responde también a una estética y a una sensibilidad de matriz popular. En Solo cenizas hallarás, por ejemplo, la voz narrativa recurre a los giros más coloquiales en su relato, pues se trata de dos amigos que conversan mientras beben cerveza: «Fresco, suave nomás. Ponte las pilas para que captes». Casi todos los cuentos que forman parte de Los últimos hijos del bolero llevan como epígrafe el fragmento de la letra de algún bolero: de Leo Marini, Los Panchos, Chabela Vargas, Toña la Negra, Lucho Gatica. Estos cuentos de amor, al decir de su autor, narran diferentes aventuras amorosas, pero todas ellas tienen algo en común: un signo cruel y de fatalidad que remite al mundo del melodrama, de la cultura popular, recreado precisamente por los boleros. Un amor romántico y fatídico al mismo tiempo, un amor inalcanzable e imposible. En este amor, la mujer, usualmente es representada desde una perspectiva patriarcal: divina y traidora. Aunque, también hay que decirlo, el concepto romántico e inalcanzable que los boleros recrean se hace sensual y atrevido, más libre de tabúes. f) Los escritores buscan, en la línea inaugurada por Palacio, más que mostrar la realidad, desacreditarla. Se persigue develar las contradicciones y prejuicios de una sociedad conservadora y represiva que aún lleva el peso de la colonia. De allí que el tema de la familia y las relaciones de pareja ocupen un lugar privilegiado en la nueva narrativa. El mundo -24-

de la cotidianidad se impone y la narrativa se abre hacia nuevos ámbitos temáticos: la infancia, el fútbol, la iniciación sexual. El Cuico, por ejemplo, se inscribe en esta línea, pues relata la entrada de un niño a la adolescencia: el barrio, los pequeños (y a la vez definitorios) descubrimientos de la infancia, el fútbol, la masturbación, el amor. En esta línea de reflexión podemos interpretar la definición que sobre el cuento propone nuestro autor estudiado, y citado al comienzo de este estudio: la vocación por «revelar, de golpe, el lado oculto de la realidad». El tema de la pobreza continúa siendo una preocupación —de hecho es elemento definitorio en la configuración de personajes en Micaela, Las vendas, Cuando me gustaba el fútbol—; sin embargo, el autor narra ese mundo mirando otros ángulos que conviven con la tragedia y el dolor: los afectos, la familia, la pareja, los amigos, el barrio. Propuesta estética de Raúl Pérez Torres Las características de la nueva narrativa ecuatoriana arriba anotadas, en las que se inscribe la escritura de Pérez Torres, al parecer tienen dos grandes fuentes nutricias: el magisterio de Pablo Palacio y el impacto de los escritores del boom. Estas fuentes, sin duda, no anulan otras, pues en literatura los procesos de renovación se construyen en permanente diálogo con la tradición. De hecho, los escritores que irrumpen en la década del setenta deben mucho a la Generación del Treinta: por ejemplo, la vocación por indagar en los márgenes sociales y culturales, la sensibilidad frente a las circunstancias de aquellos que viven en situación de pobreza y exclusión, la afinación del oído para escuchar los tonos y giros del lenguaje coloquial, el interés por conocer y narrar mundos de vida diferentes a lo que señala el sistema oficial (otros modos de vivir la sexualidad, la experiencia religiosa, las relaciones de -25-

pareja, las filiaciones políticas, las relaciones sociales, entre otros). De hecho, Raúl Pérez responde, en una entrevista realizada por Carlos Calderón Chico en 1983, lo siguiente: Creo que muchos de nosotros salimos de la cantera explorada por Pablo Palacio, desde luego habiendo asimilado críticamente las virtudes y los defectos de los escritores de los años treinta. Dentro de ese contexto aparecen mis libros, con un lenguaje más abierto, coloquial, libre, pero meticulosamente cuidado13.

En la misma línea, y en una entrevista realizada por Rodrigo Villacís Molina en 1980, Raúl Pérez consigna lo siguiente: Cuando yo escribo sobre el crimen de Aztra, tal vez está en el fondo Gallegos Lara, el de Las cruces sobre el agua; cuando escribo Micaela, quizás está en el fondo Alfredo Pareja, el de Baldomera. Y así en todo lo demás, seguramente están Icaza y Chaves, de la Cuadra y Palacio…14

Como habíamos sugerido en líneas anteriores, el ámbito temático en la literatura que producen los escritores de la generación a la que pertenece Raúl Pérez se amplía notoriamente: la ciudad, el barrio, la militancia política, la familia, las relaciones de pareja, la sexualidad, la soledad, el amor. En el cuento ecuatoriano que se escribe a partir de la década de los setenta sobresale una perspectiva de enunciación ligada al desengaño, la desconfianza y el escepticismo. Esta perspectiva narrativa traduce un imaginario y una sensibilidad que responde a varias situaciones: el crecimiento y vertiginosa transformación de las ciudades, la expansión de nuestra clase media, las contradicciones de una modernidad que evidencia incapacidad de cumplir sus promesas de realización social, las paradojas y dificultades que encuentran -26-

los movimientos sociales en sus luchas a favor de la igualdad, las vicisitudes de la pareja humana en relación con los nuevos roles sociales y laborales que asume la mujer en su decisión de integrarse a la historia desde la militancia, la academia, el arte, el trabajo. El mapa de los géneros sufrió modificaciones que llevaron a un profundo desconcierto de la subjetividad masculina y, también, a nuevas estrategias estéticas que configuraron, entre otras cosas, una galería de varones derrotados y empolvados de fracaso como expresión de una problematización estética de la nueva condición masculina. La nueva distribución de los roles genéricos y la presencia activa de la mujer en escenarios públicos trajo profundas transformaciones en las estructuras familiares y en las relaciones de pareja y, sobre todo, la certeza de una pérdida de los viejos valores. Muchos cuentos evidencian precisamente la crisis de pareja que enfatiza la incomunicación y la soledad el individuo. Es importante también destacar que otra importante fuente de ese sentimiento de derrota se relaciona con la evidencia que tiene una generación de ver sus sueños e ideales de juventud rotos e incumplidos. Así, por ejemplo, los personajes de Raúl Pérez Torres se caracterizan por una vocación de fracaso, son seres aniquilados y sin futuro, que se encuentran en laberintos de múltiple pobreza y desarraigo. Pérez Torres tiene cuentos en los que sin duda es posible realizar una lectura diferente, ya que el fracaso ha sido representado desde un cierto aliento épico: en el cuento Ana la pelota humana los personajes deformes y circenses finalmente se rebelan al poder cuando deciden asesinar colectivamente a Demetrio, el autoritario dueño del circo. Así también, el inolvidable cuento Era martes digo, acaso que me olvido narra, desde un intenso y logrado lenguaje marcado por el dolor y la palabra oral, el enfrentamiento al poder desde la perspectiva de quien está preso y ha participado en la huelga que condujo a la -27-

matanza de los trabajadores indígenas del ingenio Aztra en 1977. A lo largo de toda su obra, sin embargo, es posible rastrear la configuración de personajes marcados por el fracaso y la derrota; seres capaces, sin embargo, de sobrevivir, como único aprendizaje del hombre contemporáneo. La crítica ha destacado en la cuentística de Pérez Torres los comienzos exabruptos que generan intensidad y complicidad con el lector, el tono reflexivo y nostálgico de voces narrativas que se articulan desde una retórica del recuerdo, el tratamiento estético del habla popular en la búsqueda de lo coloquial y de mitos urbanos, la indagación en lo político desde la problematización del individuo, el trabajo con lo alegórico, la imposibilidad de una plena realización humana en una sociedad represiva; una matriz popular urbana que reproduce el sentimiento trágico del bolero, la construcción de personajes marginales y deformes. En el contexto de tal amplitud temática, vale detenerse en el cuento El marido de la señora de las lanas, puesto que concentra varios elementos recurrentes en la narrativa corta de Raúl Pérez: el tono hondamente pesimista como resultado de una visión desencantada de la realidad, la vocación de fracaso y la construcción de personajes que evidencian una radical puesta en crisis de la subjetividad masculina: […] mi mujer, dulce algodón, lana tibia de otras épocas empezó a cambiar de formas físicas y de actitudes: siete de la mañana café con lana, doce del día sopa con lanas, siete de la noche café con lanas. […] Me miró desorbitada y sin hablarme, ya no sabía hacerlo, se había olvidado de hablar. […] Me corté las venas y un hilillo de sangre, el último que nos quedaba, largo, largo, rojo, largo, para el rrr rrr rrr rrr de derecha a izquierda siempre y siempre viceversa, de sus manos adorables, se mezcló a la máquina devoradora e inclinada. -28-

En este cuento el narrador percibe que su mujer, «lana tibia de otras épocas», ha comenzado a cambiar sus formas físicas, ha perdido su antigua suavidad de «gacela, de paloma japonesa»; una musculatura fuerte y bien hecha le ha crecido en los brazos y en las piernas debido a la manipulación constante de una máquina de tejer: el exceso de lana ha cubierto totalmente a la pareja, han dejado de hablarse y él ha terminado finalmente devorado por unas manos ansiosas que le arrancan el último hilo de sangre para continuar con su obsesivo tejido. El tópico de la mujer devoradora de hombres no es nuevo en nuestra literatura, puesto que Tigras y salvajes ya poblaban el imaginario de nuestros escritores desde los años treinta. Ahora el tópico alude a la radical desestabilización que la subjetividad masculina ha experimentado a raíz de la emergencia pública de la mujer y del discurso feminista, y su consecuente transformación de las estructuras familiares y de pareja. Definitivamente la modernidad plenamente enraizada como horizonte social y cultural ha trastornado el universo humano. Abundan personajes varones que expresan o evidencian miedo al abandono, puesto que está en entredicho precisamente el rol tradicional de la mujer. En el cuento Cañabrava, el narrador se caracteriza a sí mismo como un fantasma dispuesto a contener la naturaleza bravía y fulgurante de su mujer: Yo me había echado sobre los hombros la responsabilidad de contener aquel temperamento demasiado apasionado, aquella voluntad perseverante y arrolladora, aquella fuerza magnética y altiva que se impuso al dolor y a la tragedia, que se impuso a la desazón que produce el vivir con un fantasma, con un cazador de palabras, con una entelequia.

El amor parece irrealizable e inalcanzable, ella muere trágicamente cuando la pareja parecía estar más cerca de alcanzar la felicidad. -29-

Los últimos cuentos de Pérez Torres reactualizan e intercalan letras de boleros (mujeres traicioneras y culpables del dolor masculino), a la vez que recrean una forma de amor y de conquista que ya no existe en un mundo que procura ser cada vez menos jerarquizado. El narrador del cuento Usted es la culpable afirma, en un diálogo imaginario con su amante casada: Ya no quiero seducir a nadie, ya no puedo seducir a nadie, ya nadie se siente seducida, nadie siente la seducción. Y lo que es peor, ya no podemos seducirnos a nosotros mismos.

Ese nosotros que se reconoce en la incapacidad de seducción evidencia una subjetividad en crisis y un imaginario masculino en reconstitución bajo la necesidad de inventar nuevos códigos y lenguajes para la interacción humana. La crítica ha llamado la atención sobre una característica recurrente de su narración: la nostalgia y el desencanto de unos personajes que, en la edad adulta, miran hacia atrás y se encuentran con el fracaso de sueños no realizados. Se trata del sentimiento de desencanto de una generación ante una sociedad a la que no pudo transformar. Así, en el estudio introductorio a la novela Teoría del desencanto (1985), César Chávez Aguilar afirma lo que sigue: Teoría del desencanto es un canto de nostalgia, de lo que se fue, de lo posible, de lo que nunca llegó a ser; pero también es la evidencia —clara de sus participantes— del fracaso de sus intentos revolucionarios15.

No en vano el autor se ha definido a sí mismo, y a su generación, como los «últimos hijos del bolero», título de su libro de cuentos publicado en 1997. Frente a la pregunta ¿Por qué Los últimos hijos del bolero?, Raúl Pérez responde: -30-

No sé, es un título nostálgico, una necesidad de evocar otros tiempos, tiempos del amor, de la solidaridad, de la militancia, tender un puente para encontrar otra vez esas sensaciones en estos tiempos del desprecio y de la codicia16.

Cuentos de amor, narrados a son de bolero y en primera persona. La pregunta que vertebra el libro parece ser: ¿Cómo se sobrevive al desencanto, al fin de unos ideales que alentaron a toda una generación? A propósito del cuento Solo cenizas hallarás, ganador del Premio Juan Rulfo, Francia 1994, su autor propone que es: […] un contrapunto entre mi generación, la de los 60 y 70, con la actual. Se trata de alguien que rememora su amor de juventud por una mujer mayor, y en ese trance se revelan actitudes diferentes propias de tiempos diferentes. Obviamente tiene elementos autobiográficos. Sí yo escribo muy cerca de mi piel, a lo que me ha pasado, a lo que he vivido. Entonces este cuento fue cuajándose en mí, mientras observaba y conversaba con jóvenes de hoy, y recordaba mis propias experiencias17.

Se trata, en efecto, de un recuerdo, la narración de quien en su temprana juventud se enamora de una mujer mayor a él. El cuento se articula alrededor de una tensión: el encuentro/desencuentro de dos generaciones: la de ella y la de él: Qué son ustedes, me decía, con el afán de meter en un saco mi juventud […]. A nosotros nos asombraba todo, íbamos de asombro en asombro, de descubrimiento en descubrimiento, de búsqueda en búsqueda. ¡Asómbrense de vivir, carajo!

El cuento recrea el enfrentamiento simbólico entre dos generaciones: «ustedes»/«nosotros», los -31-

sesenta/los ochenta (y los referentes culturales de cada una), la nostalgia/la ironía. Sin embargo, ese enfrentamiento está narrado no desde la nostalgia, pues se trata de una historia de amor fallida, con un final de agudo humor irónico, que hace excelente uso del lenguaje coloquial. Después de todo, el narrador cuenta su historia de amor a su amigo Patitas mientras chupan bielas. Cronología de publicación FICCIÓN: 1970 Da llevando (cuento) 1973 Manual para mover las fichas (cuento) 1976 Micaela y otros cuentos (cuento, Premio Nacional de Cuento, 1976) 1978 Musiquero joven, musiquero viejo (cuento, Premio Nacional «José de la Cuadra», 1977) 1980 En la noche y en la niebla (cuento, Premio Casa de las Américas, 1980, Cuba; Premio Nacional «José María Lequerica» al mejor libro publicado) 1983 La dama de rojo (teatro) 1985 Teoría del desencanto (novela) 1989 Un saco de alacranes (cuento) 1994 Poemas para tocarte (poesía) 1995 Sólo cenizas hallarás (cuento, Premio «Juan Rulfo», 1994, de Radio Francia Internacional, Premio Internacional de Narración Breve «Julio Cortázar», 1995, España) 1997 Los últimos hijos del bolero (cuentos) 2001 Me cogió la depre (teatro) ENSAYO 1992 Índice de la narrativa ecuatoriana (ensayo conjunto) 2000 Cultura y libertad 2006 El tiempo, esa pluma. Textos y pretextos -32-

ALGUNAS ANTOLOGÍAS 1991 Cuentos escogidos (antología) 1999 Solo cenizas y otros cuentos (antología) 2005 Papiro ciego (antología) 2006 Área de candela (antología de fútbol) Algunos de sus textos han sido traducidos al inglés, alemán, francés y griego. El cuento según Raúl Pérez Torres Como se desprende de la lista de obras publicadas, Raúl Pérez Torres ha incursionado en diferentes géneros literarios —novela, cuento, poesía, teatro, ensayo—; sin embargo, confiesa el escritor que es en el cuento el género en donde mejor se siente. La definición de cuento, la historia corta, ha dado lugar para muchas polémicas en el ámbito de los estudios literarios; sobre todo cuando se trata de diferenciarlo de la novela y, más aún, de la novela corta. Pues la diferencia, ciertamente, no es un asunto de extensión. El cuento, a diferencia de la novela, no construye un mundo de vida completo y autónomo. El cuento comunica, de manera condensada, una experiencia del mundo: un suceso significativo, un instante amplificado. De allí que se hable de los efectos de intensidad y, a veces, de suspenso que tiene el cuento sobre el lector. Así, por ejemplo, Julio Cortázar, con el propósito de establecer una diferencia fundamental entre cuento y novela, propuso que «la novela gana por puntos, mientras que el cuento gana por nocaut». La novela, por su propia naturaleza en la demanda de configurar todo un universo humano, suele ser morosa en su escritura; ella narra simultáneamente varias historias. El cuento exige síntesis, brevedad, precisión, sorpresa18. Raúl Pérez ha formulado la siguiente definición de cuento: -33-

Siempre será ejemplificador lo que decía nuestro José de la Cuadra, uno de los mejores cuentistas de América: cuando le preguntaban por qué había escogido el cuento, él respondía: «Yo soy como los gallos, acabo pronto». Sí, acabar pronto, decir las cosas como en un ataque, como en una convulsión, como en un abrazo. Es en el cuento donde mejor me siento, en el relato, en la historia corta. Allí mi espíritu se tensa como una cuerda de violín. […] El cuento es muchas cosas, pero ninguna de las que dice la teoría literaria, el cuento es una garrapata que nos camina en el corazón, en los intestinos, es la manera desdichada que tenemos de afianzar la melancolía de instante. Contiene la duración de una lágrima, de un beso, de una bala. Es la mala pasada que nos hace la memoria, el hijo legítimo del recuerdo que ha dejado huellas, es sacarse el escarabajo de la espalda, es como el bolsillo del payaso o el sombrero del mago, o la cartera de la mujer amada, donde siempre cabe algo que te sorprenderá. El cuento es un rayo, una flecha que parte rauda hacia el corazón de la inteligencia. En el cuento pretendemos atrapar el espacio y el tiempo de un solo manotazo, en una cohesión donde cada palabra tiene el deber de ser inteligente, cada final una descarga eléctrica, buscando lo que buscaba Eliot, la plenitud de la fórmula verbal19.

Estupenda definición del género que Raúl Pérez propone, desde su experiencia y oficio de escritor. Conocedor de los retos del género, de sus alcances y deslumbramientos, el autor elabora, a partir de muy sugerentes imágenes, una certera y seductora definición. Premios, reconocimientos, funciones del autor Raúl Pérez Torres realizó sus estudios secundarios en el Colegio Mejía. Estudió en la Facultad -34-

de Comunicación Social, en la Universidad Central del Ecuador. Ha recibido los siguientes premios y ha ejercido, entre otras, las siguientes funciones: 1. Premio Casa de las Américas. Cuba 1980. 2. Premio Juan Rulfo. Radio Francia Internacional 1994. 3. Premio Julio Cortázar. España 1995. 4. Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2000-2004. 5. Ha representado al país en la UNESCO y en diferentes cónclaves nacionales e internacionales. 6. Presidente de la Coordinadora Ecuatoriana de Solidaridad con Cuba. 7. Doctor Honoris Causa de la Universidad Ricardo Palma, Lima. 8. Director de Educación y Cultura del Consejo Provincial de Pichincha. 9. Director Cultural y Catedrático de la Universidad Alfredo Pérez Guerrero.

NOTAS 1.

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3.

Tzántzico y Tzantzismo son palabras etimológicamente ligadas a «tzantza» y que remite a una práctica ritual indígena de los shuar de «reducir las cabezas» de los enemigos. De allí el llamado al parricidio simbólico, en el sentido de buscar y crear nuevos referentes culturales y políticos, desde la negación de una cultura heredada, percibida como anacrónica y de raigambre colonial. Alejando Moreano, «El escritor, la sociedad y el poder», en varios autores, La literatura ecuatoriana en los últimos 30 años (1950-1980), Quito, El Conejo, 1983, p. 113. Para ampliar la reflexión en torno al magisterio que ejerció Sartre en esta generación de intelectuales, revisar Alicia Ortega Caicedo, «Trayectorias y memorias del diálogo con Sartre en la escena cultural de Quito», en Alicia Ortega Caicedo, editora, Sartre y nosotros, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/El Conejo, 2007. -35-

4. 5. 6. 7.

8.

9.

10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18.

19.

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Ver Agustín Cueva, «El Ecuador de 1960 a 1979», en Nueva historia del Ecuador, vol. 11, Quito, Corporación Editora Nacional, 1996. Raúl Pérez, en Rodrigo Villacís Molina, Palabras cruzadas, Quito, Banco Central del Ecuador, 1988, p. 210. Ibíd., p. 212. Raúl Pérez Torres, «Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana», en La palabra vecina. Encuentro de escritores Perú-Ecuador, Lima, Universidad Nacional Mayor San Marcos, 2008, p. 58. Raúl Pérez Torres, «La generación del desencanto», en La literatura ecuatoriana en las últimas décadas. Encuentro Nacional de Escritores, Tulcán, noviembre95, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1996, pp. 63-67. Cecilia Ansaldo, «El cuento ecuatoriano en los últimos treinta años», en varios autores, La literatura ecuatoriana en los últimos 30 años (1950-1980), Quito, El Conejo, 1983, p. 54. Raúl Vallejo Corral, «Estudio introductorio», Cuento ecuatoriano de finales del siglo XX. Antología crítica, Quito, Libresa, 1999, p. 37. Ibíd., p. 41. Raúl Pérez Torres, «Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana», en La palabra vecina, p. 60. Raúl Pérez Torres, en Carlos Calderón Chico, «Con Raúl en la noche y en la niebla», Literatura, autores y algo más. Entrevistas, Guayaquil, s.e., s.f., p. 183. Raúl Pérez Torres, en Rodrigo Villacís Molina, Op. cit., p. 211. César Chávez Aguilar, «Del encantamiento al fracaso», en Raúl Pérez Torres, Teoría del desencanto, Guayaquil, Municipio de Guayaquil, pp. 15-16. Raúl Pérez Torres, «Soy un bigote que escribe», en diario Hoy, 8 de agosto de 1997. «Raúl Pérez Torres: escribir para existir», diario Hoy, 17 de febrero de 1995. Para una reflexión sobre el cuento, revisar el estudio introductorio de Raúl Vallejo Corral a su antología critica del Cuento ecuatoriano de finales del siglo XX, Quito, Libresa, 1999. Raúl Pérez Torres, «Oficio de escritor», en La literatura ecuatoriana en las últimas décadas. Encuentro Nacional de Escritores. Tulcán, noviembre-95, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1996, p. 77.

ALGUNOS JUICIOS CRÍTICOS Raúl Pérez Torres publica su primer libro de cuentos en 1970. Da llevando contiene ya elementos de esa agresividad, de esa intensidad exasperante que marca su progresión cuentística. Cuentos que comienzan por el enunciado lapidador de una tragedia que luego se nos desgrana con la precisión que exige esa característica inapelable del cuento: la economía artística. […] Pasando por Musiquero joven, musiquero viejo (1977), con el cual consiguió el Premio José de la Cuadra, Pérez llega a En la noche y en la niebla (1980), el libro que le hiciera acreedor al más prestigioso galardón de América Latina, el premio Casa de las Américas. Se mantienen los recursos ya presentes en libros anteriores: preferencia por el narrador-personaje niño o adolescente, la insistencia en la búsqueda de sentidos en la mujer mientras el contorno es deplorable y desolador, las mezquindades aberrantes de la burguesía. Lo reiterativo de la obra se manifiesta hasta en la opción lingüística de aprehender la realidad mediante el uso del lenguaje coloquial. Un punto importante en el rastreo del habla popular y su consiguiente visión del mundo, lo consigue en el cuento dedicado a Julio Jaramillo -37-

y su inserción en el ánima del pueblo: «Rondando tu esquina». Cecilia Ansaldo La década del setenta se abrió con positivos augurios para nuestra narrativa gracias a la aparición de dos buenos libros de cuentos en 1970: Simón el mago, de Carlos Béjar Portilla […] y Da llevando, de Raúl Pérez, que anuncia al gran escritor en ciernes: buen contador de historias, poetizador del lenguaje y la sensibilidad populares, de frase cadenciosa. Cuatro años después, Raúl Pérez ratificará con creces esas cualidades en Manual para mover las fichas y las reiterará en Micaela y otros cuentos (1976) y Musiquero joven, musiquero viejo (1978). Culminación de una década pródiga y de una brillante carrera personal, Raúl obtendrá el Premio Casa de las Américas con En la noche y en la niebla (1980). Cinco libros en un mismo autor en tan corto tiempo: la cifra sola es significativa si se recuerda que en el decenio precedente probablemente no se escribieron más de cinco libros de cuentos de nivel decoroso. Agustín Cueva Más que inventario de una crisis, más que la revelación implacable de un naufragio, Teoría del desencanto es la búsqueda —o más bien, el rescate— de una nueva conciencia individual y social. Tiene algo de tragedia y de bolero, esa extraña mezcla de nostalgia, de lucidez, de crueldad y de ternura que suele ser la vida cuando se asume agónicamente, como una dramática contradicción y, a la vez, como un proyecto irrenunciable. Lo que aporta esta novela a la nueva narrativa latinoamericana es su insólita capacidad para dar testimonio de una época -38-

con el tono desgarrador de un diario íntimo, la frialdad de una radiografía y la pasión de un estilo intensamente personal. Antonio Fornet Raúl Pérez Torres utiliza un lenguaje poético en su prosa, trabaja con el comienzo in medias res para intensificar el conflicto de lo que cuenta, utiliza flujo de conciencia y el cambio de perspectiva del narrador, busca y desarrolla una propuesta estética sobre el habla popular, introduce un personaje femenino siempre en conflicto y lo político específico desde el conflicto individual, y plantea con sus personajes la búsqueda incesante del amor y la realización plena del ser humano atormentado por un cuerpo social represor. Raúl Vallejo El lenguaje de Pérez Torres es lírico y cadencioso ciertas veces, patético, irónico, ametrallante, inquisidor, fugaz, en otras. La fuerza humana que emerge de las calles, los harapos, las pailas, la pobreza, la injusticia, acometen su sensibilidad, destruyen su sueño, amargan su aliento. La mirada directa, los laberintos del amor, la conciencia alerta, la honestidad, predisponen su espíritu al ruedo sin límites, al hedonismo posible, a la muerte devastadora siempre presente. El lenguaje en Pérez Torres sorprende, abre, sumerge, señala al lector. Lo involucra como un atardecer único y delineado, que una vez contemplado, jamás se olvida, porque tiene la vocación de la paz y de la guerra. Luz Marina de la Torre -39-

Este último libro de Raúl Pérez Torres [Los últimos hijos del bolero] contiene ocho cuentos, que el autor los distingue como «cuentos de amor». Incluye el que mereció el primer premio en el afamado concurso internacional que se convoca en Paris periódicamente, bajo la advocación de Juan Rulfo, correspondiente al año 1994, titulado «Solo cenizas hallarás». Pero en esta colección narrativa hay mucho más que cenizas. Se trata de una colección de cuentos sombríos, de un amor desesperado. Predominan en ellos la revelación introspectiva de un mundo interior de pesadilla, que salta hacia fuera, y se sumerge en el mundo circundante, no menos cruel, desolado y trágico que aquél. […] Raúl es uno de los escritores representativos de su tiempo y de su generación. Es el suyo un sensualismo amargo y deslumbrado. Pero el veneno que destila tiene, para el lector más exigente, un sabor de pecado que embriaga. Es un poeta maldito que, con su palabra lacónica y penetrante, descubre los secretos más recónditos del alma, a la cual lleva, cuando menos se piensa, a sumergirse en antros de pesadilla donde todo es bajo, vil y canalla. Incluso el erotismo que satura sus bellísimos relatos, está teñido de tragedia y remordimiento. Pero su lectura apasiona y atrae. Ángel Felicísimo Rojas Encuentro en los cuentos de Raúl Pérez, como elementos constantes que hilvanan toda la obra y estampan en ella el sello de una personalidad totalmente definida, la poesía y la ternura. Son todos cuentos cuya forma expresiva se ajusta a una inspirada elaboración de la experiencia vital —saudade, soledad sola—, observación sagaz y dolorida de nuestra realidad y memoria viva que -40-

se proyecta hacia sus propios abismos humanos, mediante la palabra poética y la imagen de una verdad que nos toca más profundamente, gracias a una sensible combinación de calidad humana y calidad estética. Edmundo Ribadeneira

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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA Ansaldo, Cecilia, «El cuento ecuatoriano en los últimos treinta años», en varios autores, La literatura ecuatoriana en los últimos 30 años (1950-1980), Quito, El Conejo, 1983. _____, «Dos décadas del cuento ecuatoriano: 19701990», en La literatura ecuatoriana de las dos últimas décadas: 1970-1990, Cuenca, Universidad de Cuenca, 1993. Astudillo, Alexandra, Nuevas aproximaciones del cuento ecuatoriano en los últimos 25 años, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/ Corporación Editora Nacional, 1999. Calderón Chico, Carlos, «Con Raúl en la noche y en la niebla», Literatura, autores y algo más. Entrevistas, Guayaquil, s.e., s.f. Cueva, Agustín, «Claves para la literatura ecuatoriana de hoy», en Lecturas y rupturas. Diez ensayos sociológicos sobre la literatura del Ecuador, Quito, Planeta, 1986. Chávez Aguilar, César, «Del encantamiento al fracaso», en Raúl Pérez Torres, Teoría del desencanto, Guayaquil, Municipio de Guayaquil. De la Torre, Marina, «Estudio introductorio», en Raúl Pérez Torres, Cuentos escogidos, Quito, Libresa, 1991. -48-

Ortega, Alicia, «El cuento ecuatoriano durante el siglo veinte: retóricas de la modernidad, mapas culturales y estrategias narrativas», estudio introductorio a Antología esencial del Ecuador siglo XX. El cuento, Quito, Eskeletra, 2004. _____, editora, Sartre y nosotros, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/El Conejo, 2007. Pérez Torres, Raúl, «La generación del desencanto», «El oficio de escritor», en La literatura ecuatoriana en las últimas décadas. Encuentro Nacional de Escritores. Tulcán, noviembre95, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1996. _____, «Soy un bigote que escribe», en diario Hoy, 8 de agosto de 1997. _____, «Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana», en La palabra vecina. Encuentro de escritores Perú-Ecuador, Lima, Universidad Nacional Mayor San Marco, 2008. Ribadeneira, Edmundo, «Poesía y ternura en los cuentos de Raúl Pérez», en Universidad, arte y sociedad, Quito, Editorial Universitaria, 1980. Rodríguez, Juan Manuel, «Raúl Pérez Torres o el absurdo agónico», en Manuel Corrales Pascual, Situación del relato ecuatoriano. Nueve estudios, Quito, Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1977. Vallejo Corral, Raúl, «Estudio introductorio», Cuento ecuatoriano de finales del siglo XX. Antología crítica, Quito, Libresa, 1999 Villacís Molina, Rodrigo, Palabras cruzadas, Quito, Banco Central del Ecuador, 1988.

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TEMAS PARA TRABAJO DE LOS ESTUDIANTES 1. Encargar a los estudiantes que, en trabajo individual o en grupos, amplíen alguno o algunos de los hitos históricos que el autor señala como definitorios para comprender la atmósfera política y cultural de su generación. Este punteado, que reproduce textualmente palabras de Pérez Torres, se encuentra al final del primer apartado del presente estudio introductorio: «El autor, su época y oficio». 2. Reflexionar en torno a la definición de cuento que propone Raúl Pérez Torres en uno de los apartados anteriores. Discutir las diferencias entre cuento y novela. Estudiar al cuento, en tanto género con características propias, a partir de un cuento en concreto y en diálogo con la definición del autor. Poner el acento en la idea de intensidad, del instante y la sorpresa (la imagen del rayo, del manotazo, del sombrero del mago). 3. En el cuento El marido de la señora de las lanas, ¿qué significado tiene la invasión de tanta lana en la vida del marido? ¿Cómo percibe el narrador los cambios de su mujer? ¿Qué añora de ella? Pensar el tema de la pareja. -50-

4. A partir de la lectura de El Cuico, observar cómo trabaja el escritor el paso de la niñez a la adolescencia: ¿Cuáles son esos ritos de paso? ¿Qué significan el Cuico y el fútbol en la vida del personaje narrador? ¿Por qué la madre del narrador representa el ejercicio del poder? Poner atención a la narración escrita en primera persona y el tono coloquial de la escritura. 5. Discutir el tratamiento del tema de la sexualidad femenina en el cuento Este merino. Prestar atención al uso de los diminutivos. ¿Cómo se representa el tema de la represión sexual? ¿Qué papel juegan la familia y la religión en la configuración del personaje femenino? 6. ¿Por qué dice el narrador de Micaela, en el último párrafo del cuento, «solamente me queda la venganza que siento y que a veces me da fuerza para seguir aguantando hasta el final, en este hueco para salir un día a barrer a todos los que me han hecho tantísimo mal, sin que yo haga nada»? Poner especial atención al lenguaje coloquial, a la forma cómo son narrados diferentes momentos de la historia nacional desde la perspectiva de la cultura popular. ¿Cómo está representada la mujer en la figura del personaje Micaela? 7. ¿Desde dónde está narrada la pobreza de una familia en el cuento Cuando me gustaba el fútbol. Observar que el autor no destaca solamente el aspecto trágico de la pobreza (que sí es un elemento definitorio en la configuración de los personajes y en el devenir de la anécdota). El escritor también da cuenta de otros ámbitos: la familia, lo cotidiano, los amigos, la chica, el barrio y, como argamasa de lo social, el fútbol. 8. ¿Por qué se puede hablar de ternura aún en narraciones que dan cuenta de mundos sórdidos y de tragedias, como en Micaela o en Las vendas? ¿Cómo describe y rememora el personaje narrador del cuento Las vendas a Juanita? ¿Cómo se rememora la infancia en el cuento? -51-

9. ¿Por qué se puede hablar de una dimensión heroica en algunos personajes de Pérez Torres; por ejemplo Ana, la pelota humana, o Micaela, o Carmela en Era martes digo, acaso que me olvido, o la ñata en ¿Te acuerdas ñata? Anotar que se trata de personajes femeninos, en situación de extrema pobreza y vulnerabilidad. Argumentar las respuestas. 10. Investigar quién fue Julio Jaramillo. ¿Qué elementos del cuento Rondando tu esquina nos permiten hablar de una forma de sentir, de amar y de narrar de matriz cultural popular? ¿Por qué algunos párrafos del cuento están escritos en letra cursiva? 11. ¿Qué le ha sucedido a la ciudad del narrador, en el cuento Ciudad, mi ciudad transfigurada? ¿Qué papel juega el «sucio ángel de la guardia»? ¿Cómo perciben los estudiantes su propia ciudad? Suscitar debate a partir de la lectura del cuento en diálogo con la vida urbana contemporánea. 12. ¿Desde qué perspectiva está narrada la vida de pareja en el cuento Cañabrava? ¿Quién cuenta la historia? ¿Qué diferencias existen entre el personaje masculino y el femenino? ¿Qué piensa sobre el final del cuento? 13. Los ocho cuentos finales, que pertenecen al libro Los últimos hijos del bolero, recrean diferentes formas de amor: triángulos, amores fuera de matrimonio, amores con finales melodramáticos y signados por la fatalidad. ¿Por qué la mayoría de ellos llevan como epígrafe el fragmento de algún bolero? Investigar sobre los boleros, cómo cantan los boleros al amor, ¿qué historias cantan los boleros? Investigar sobre Leo Marini, Los Panchos, Chabela Vargas, Toña la Negra, Lucho Gatica. ¿Quiénes fueron, qué cantaron? Escuchar boleros, cuyas letras estén presentes en los cuentos, y discutir sobre la representación del amor. ¿Cómo se narra el drama amoroso? ¿Cómo aparece la mujer en los -52-

boleros?: divina y traidora. ¿El hombre?, representaciones de la traición y de la soledad propia del don Juan, por ejemplo en Cien mujeres han pasado por mi vida. Proponer debate, a partir de la lectura de los cuentos y de los boleros. Llevar boleros al aula. 14. A partir de la lectura del cuento Solo cenizas hallarás, señalar el presente enunciativo del cuento y destacar los elementos que ejemplifican usos y giros del lenguaje coloquial. No olvidar que se trata de una conversación de dos amigos (el narrador y Patitas) mientras beben cerveza. ¿Cómo recrea el cuento el encuentro/desencuentro de ambas generaciones, la del sesenta y la del ochenta?

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Raúl Pérez Torres

Un siglo de ausencia y otros cuentos

El marido de la señora de las lanas Al principio era yo un pequeño hilito suspendido de otro. Me cortaron y heme aquí viviendo con zapatos, con mujer, con angustias, en fin, como hacen todos. Mi mujer es bella, trabajadora y necia. Le gusta mucho tejer. Hace un año por ejemplo me pedía todos los días que le comprara una máquina tejedora. Yo, a decir verdad, estaba fastidiado con las lanas. Ella tejía con las manos interminables sacos, pequeños, grandes, rojos, azules, verdes. Yo la veía siempre con sus agujetas enormes, entremezclándolas, blandiéndolas y sacando como por magia una larga, cada vez más larga labor de lana. Me daba miedo a veces, pero ella era muy cuidadosa. Todas sus lanas guardaba en una canastilla que había sido de su madre. Alguna vez me contó que era muy diestra para tejer porque desde pequeña su madre le había obligado a ello. Que en los tiempos malos, cuando el padre les abandonó y antes de conocerme, vivían de eso. A mí me parecía increíble. Vivir de lana, casi como vivir de flores o de agua, pero ella me explicaba una y otra vez que por ejemplo por seis pares -57-

de escarpines le pagaban tres sucres y que esos seis pares se hacían volando, que eran tres hermanas, en resumen cuatro obreras y que los pares se cuadruplicaban, que levantándose temprano, tranquilamente tenían para almorzar más o menos bien. Alguna vez pensé que seguramente por eso, por su infancia de lanas, ella era tan suave, tan dúctil, tan blanda. Cuando tocaba su cuerpo me parecía que entraba en un bosque de algodón, inclusive intuía colores, azul, rosa, anaranjado en lo profundo de su amor y sus cabellos se me figuraban hebras de lana delicadas y caras. Pero luego fue otra cosa. A la final como siempre me venció por pereza. Tuvo entonces su máquina de tejer, porque en realidad a mí se me iban las lágrimas de verle con su larga labor interminable, con sus deditos finos que luchaban endiabladamente como en los tres mosqueteros, dale que dale, dándole a la figura, de tréboles, de cordones, de trenzas, punto de arroz, punto de cruz, punto de pajarita, punto final. Tuvo su máquina, se lo merecía, el ruido no me fastidiaba mucho, era un rrrrr simple. Al principio llegaba a la oficina sordo y mi jefe creía que le estaba tomando el pelo, por poco y ahí no más, pero luego ya me acostumbré, parecía que vivía en un avión, pero mi mujer comenzó a endurecerse, la máquina la manipulaba con ambas manos, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda rrrr rrrrr rrrrr rrrr y las pelusas que volaban por todo el cuarto. Pensé llevarla a vivir a otra parte, donde hubieran dos cuartos pero luego desistí porque había que pagar la máquina mensualmente, y de todas maneras las pelusas se las podía quitar del pelo y de la ropa con un poco de paciencia, y yo tenía paciencia porque ya no era joven, total que siguió la cosa y mi mujer, dulce algodón, lana tibia de otras épocas empezó a cambiar de formas físicas y de actitudes: siete de la mañana café con lanas, doce del día sopa con lanas, siete de la noche café con lanas. Pasar sí -58-

pasaba, aunque un cosquilleo gracioso en la garganta me hacía estornudar a cada momento. Y rrrrrr a la izquierda y rrrrrr a la derecha. Sus brazos y sus piernas parece que le crecieron un poco y en ellos una musculatura fuerte, bien hecha. Yo no tenía miedo, ¿por qué iba a tenerlo? Además no tenía tiempo de pensar en ello. Un día, uno de los compañeros de oficina me preguntó si yo era el marido de la señora de las lanas y yo le dije que sí, que yo era ese, y luego me quedé pensando, pensando tanto que ya no me acuerdo lo que pensaba. Mi terno empezó a adquirir un colorcito de tristeza, afelpado, gris, taciturno. Ya era voz general esto de quién era yo, todos sabíamos. Cuando me subía al bus oía murmurar «mira allí va el marido de la señora de las lanas» pero esto no me molestaba, era una cosa hasta cierto punto graciosa, insignificante, se puede ser el marido de la señora Beatriz, o de la señora reina de Inglaterra, de todas maneras no era el marido de la señora puta, no había por qué preocuparse. Seguramente mi preocupación empezó cuando mi mujer me pidió más canastas, tenía ya tres, todas llenas de lana. Yo creo que no podría comprarle más o en ese tiempo estaba reuniendo para un J. P. Sartre baratísimo, lo cierto es que me daba pena verla obsesionada, así que empecé a sacarme de la oficina toda clase de cajitas, bolsas de cartón, canastillas de papeles, etc., todos mis pocos libros los vendí porque no había dónde ponerlos, solamente me quedé con alguno de Hamsum, no sé por qué, tal vez por su tamaño. Y mi mujer ya no podía con tanta lana, solita la pobre rrrr rrrrrr de izquierda a derecha y viceversa, yo le ayudaba embobinando, desenredando, le ponía mis brazos como dos estacas para que envolviera, luego por algún escondido de la vida yo ya no tenía nada que hacer, solamente ayudarle, me hice experto, conocía todas las lanas, acrílicas, tempex, san pedro, el gato, fibra, hilo, algodón, y ya no me -59-

importaba mucho que en la oficina se acercara mi amigo y simpáticamente me quitara de la solapa algún hilillo sin importancia... Yo adoraba en mi mujer su suavidad de gacela, de paloma japonesa, de esas que se usan en ese país para calentarse las manos en invierno, su situación de espuma, de nube, de cigarrillo, pero todo esto se acabó. Ya no nos hablábamos, nos tapaban las lanas, yo apenas veía su cerquillo desordenado y sus ya gordas manecitas de otros tiempos. Hubo que ocupar parte de la cama y vender el armario, ella empezó a dormir en el suelo pero yo soy hombre y me pareció más lógico que yo debía dormir en el suelo y ella en el pedazo de cama, aunque a decir verdad ella tenía más resistencia. Un día me planteó la necesidad de que era imposible que vaya a la oficina, que debía quedarme junto a ella, y en realidad me pareció justo, ella no podía con tanto, así que falté una semana, luego fui y me recibieron blandamente, lo que me satisfizo porque estaba acostumbrado a esa blandura, a esa suavidad de contacto con lana —aunque me cancelaron por supuesto—, pero al regreso no encontré a mi mujer, la llamé, la grité, la busqué lana por lana, ovillo por ovillo, caja por caja, inútil, luego un pequeño, suavísimo sonido gutural, ella, debajo de la cama, con la máquina inclinada hacia el suelo, dale que dale rrrrr rrrrr rrrr rrrrr de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Consideré que no era cosa de dejarla sola y desesperada, me acomodé a su lado como pude y luego le iba soltando su lana poco a poco, sin enredarla y con cuidado hasta que se acabó. No el cuento sino la lana, ya no había más, ni una sola hilacha más. Me miró desorbitada y sin hablarme, ya no sabía hacerlo, se había olvidado de hablar. Se acercó un poco más y dulcemente empezó con mi saco, lo rasgó finalmente, en largas tiras y sigue y sigue, luego el pantalón, la camisa, su vestido, sus medias, y más desorbitada, y más ansiosa, con los ojos en blanco, ella, la misma de ojos de agua clarísima, de -60-

pestañas de pluma de tórtola de otros tiempos. Todo había acabado. No quedaba ni una sola hilacha, ni el más mínimo len. Mi mujer, la bella, la cósmica vidriosa y vegetal. Me corté las venas y un hilillo de sangre, el último que nos quedaba, largo, largo, rojo, largo, para el rrrr rrrr rrrr rrrr de derecha a izquierda siempre y siempre viceversa, de sus manos adorables, se mezcló a la máquina devoradora e inclinada.

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El Cuico Yo, cuando pequeño, era marica. Tenía miedo a todo, a la noche, a los árboles, a la quebrada, a la cocina de mi casa, a los retratos de las artistas antiguas, colgados de las paredes. El Cuico en cambio era todo lo contrario. Yo no comprendía cómo uno podía ser tan desprendido de la vida. Se atravesaba solito los túneles de la quebrada de Miraflores. Yo me quedaba esperándolo, sentado a la entrada o a la salida del túnel. Luego de media hora salía, yo veía su figura alta, delgadísima, venía de la noche, de la oscuridad, de la valentía, parecía un fantasma. Con paso alegre, las manos moviéndolas inexplicablemente muy alto y muy bajo, se acercaba sonriente y me decía «tú no puedes entrar allí Quique, me han sucedido cosas fantásticas» y se ponía a contarme de brazos peludos, de caras fosforescentes, de golpizas invisibles. Yo le oía embelesado y nervioso. Era mi ídolo, el que todo lo podía. Lo odiaban en mi casa, para ellos era un patán, yo no sé cómo mi madre podía equivocarse, cómo mi madre no pensaba que él también tenía su madre que decía que el Cuico era el mejor hijo del mundo, la madre de él sabía quién era su hijo, luego -62-

ella no se equivocaba, la equivocada era mi madre. Hubo un tiempo en que yo despreciaba a mi madre, me pegaba continuamente y no me dejaba salir con él. Yo lo miraba desde la puerta de calle, lo distinguía al punto. El Cuico siempre se paraba en la esquina de mi casa. Su figura era inconfundible. Lo miraba paseándose alegremente por toda la calle Asunción, esa calle era suya y la Panamá y la Canadá y la intersección de la Río de Janeiro y Vargas, todo era de él, era en definitiva dueño del barrio, dueño del mundo. Así empecé a amar la libertad, a añorar la libertad, a odiar la opresión. Por circunstancia especial, mi madre se convirtió en la primera opresora de mi vida, ya luego con el tiempo conocería yo todas las formas de opresión. Un día, el Cuico vino a visitarme con una novedad, siempre venía con una novedad. Ahora era un palo curvado con la piola templada a los extremos. Igual a la que había visto en películas de Weismuller. Era un arco. Traía también muchas varas finísimas, con un poco de brea en la punta. Me enseñó a lanzar. Poseía una puntería extraordinaria. Me decía jactancioso: «Donde pongo el ojo, pongo la flecha» y a mí me sonaba esa frase como cuando por la noche yo recitaba «Dios te salve María, llena eres de gracia...». Fue el acabose la temporada en que nos dedicamos al arco y la flecha. Allí me nació otro trauma pequeñito. Comencé a despreciar a los soldados. El Cuico siempre me decía: «Tira contra los chapas de charreteras, hay que acabarlos» y mi imaginación calenturienta veía ejércitos invisibles de soldados con cascos, odio y botas. Un año después mi hermano me hizo leer a punte pescozones Don Quijote de la Mancha y yo secretamente me burlaba de esa porquería, del molino y de todo aquello, porque el Cuico y yo siempre lo habíamos hecho mejor y contra peores enemigos. Me obligaban a leer El libro de las selvas vírgenes, Tom Sawyer, y todas -63-

esas bazofias que el Cuico y yo las vivíamos quintuplicadas. El Cuico era formidable. Yo siempre atrás de él, aprendía las cosas con facilidad. Mi cobardía no tenía nada que ver con mi habilidad. Yo aprendía rápido y el Cuico se sentía orgulloso de ello. Él me decía: «Sáltate de aquí allá...» y él lo hacía primero, yo probaba una, dos, diez veces y no me atrevía, me quedaba en el filito del muro. Él me demostraba otra vez y luego me decía: «Eres un maricón», y continuaba: «Esto lo hago yo cerrado los ojos, mira...» y se lanzaba de un lado a otro por sobre el abismo con los ojos completamente cerrados. Entonces yo quedaba abochornado, aniquilado y regresaba silencioso. Él se olvidaba al instante de esas cosas pero ahora me parece que se hacía el olvidadizo. Nos despedíamos, entraba yo a mi casa y luego como un ladrón o un criminal que va a cometer su peor fechoría, me regresaba al sitio del salto y probaba mis nervios. Cuando estaba solo, las cosas me salían más rápido, era una especie de vergüenza al Cuico, de respeto, de inseguridad delante de él, de mucha, demasiada responsabilidad delante de sus ojos. Al otro día lo iba a buscar yo, nunca supe dónde vivía, las calles del barrio eran su morada. Yo le preguntaba: «¿Dónde duermes?» y me contestaba: «En las estrellas» y yo indagaba: «¿Y tu madre?» y replicaba: «Conmigo, en las estrellas». Lo buscaba, digo, y disimuladamente, como quien no quiere la cosa, lo llevaba al sitio de la aventura, hipócritamente y sorprendido le decía: «Mira, estamos donde ayer no pude saltar...» y él, comprensivo, superior: «¿Probamos nuevamente?» Entonces yo, infinitamente agradecido, me daba aires de no querer, de no poder, luego como un esfuerzo supremo llegaba al sitio corriendo y saltaba sin más. El Cuico se lanzaba donde mí, me abrazaba y me felicitaba, pero ahora que lo pienso, luego de estas demostraciones, siempre se quedaba un poco silencioso, como que -64-

sospechaba que lo engañaba... Así conocí el engaño, por mí mismo, por mi alma. Solo en una cosa no me ganaba. En fútbol. Yo era muy hábil, demasiado hábil. El mejor del barrio. Yo escogía en los partidos, el tal acá, el tal allá, y siempre, todas las veces, primerito a él, al Cuico. El era arquero, su valentía iba más allá de las piedras del pavimento, del dolor, de la sangre, siempre ganábamos los partidos, jugábamos contra grandes y a mí me pateaban de lo lindo. Cuando se armaba la bronca el Cuico me ponía a sus espaldas y se convertía en una espada filosa e imbatible. Nadie sabía que en las profundidades de mi alma, más allá de los pies, yo era un cobarde. Todos creían lo contrario y me temían, ahora comprendo que no me temían a mí sino a mi amistad con el Cuico. Solamente mi hermano, que en las noches, por fastidiarme, me mandaba a traer vasos de agua de la cocina, donde el retrato de una artista antigua me miraba fijamente con sus ojos de cartón negro, sólo mi hermano digo, sabía de mi miedo. En las horas del almuerzo, mi hermano me permitía contarle alguna cosa, yo le decía mis aventuras y se reía burlonamente, pero yo no me daba por vencido, me emocionaba y seguía hablando. Tenía ansias de explicarle todo lo mío. Era como un defecto, una enfermedad. Sentado junto a él me buscaba enseguida los bolsillos y le enseñaba cualquier cosa, cualquier certificación de mi hombría, unas piedras recogidas, las flechas, la alineación del equipo en el que yo siempre era centro delantero, mis magulladuras en las piernas, en los brazos, en la cara. Luego a menudo en mi vida siempre he sentido esta misma sensación de meterme las manos en los bolsillos en presencia de mi hermano y buscar algo para enseñarle. Hasta hoy, cuando nos encontramos cada siglo, saco instintivamente mi libreta y de golpe pienso que no tengo nada extraordinario que indicarle, que la vida me ha sorbido todas aque-65-

llas cosas principalísimas, las piedras, la primera fotografía de ella, el cuchillo con el mango que me construí yo mismo, y guardo nerviosamente la libreta porque en ella apenas están escritos unos versos sosos y ridículos. Cuando me lastimaban, yo llevaba vivito, sangrante, el trofeo para mi hermano, y como que nada se lo mostraba. Mi hermano me veía con esos ojos hermosos y cansados y despectivamente me decía: «Lávate, estás hecho un cerdo...» pero yo veía un brillo de satisfacción en su gesto. Este era mi premio, mi gran premio. Dormía tranquilo, a pierna suelta y hasta apagaba la luz de nuestro cuarto antes que él viniera, en señal de valentía, y ahora me viene a la mente una idea, aprendí a leer libros no por el gusto que ello implica, sino por el miedo, leía hasta las doce, una de la mañana, hasta cualquier hora, hasta la hora que mi hermano llegaba. Él venía, me decía: «Hola» y comenzaba a desvestirse lentamente. Arreglaba su pantalón para que no se le dañara la raya, siempre, viniera como viniera, a veces venía un poco pasado de copas, pero siempre era igual, yo lo miraba entre Huckleberry Finn y un pedazo de mi pijama, a hurtadillas, su espalda siempre digna, justa, levantada, y pensaba «así debe pararse Dios...» y me dormía como un santo. Pero el Cuico llenaba todas mis horas, hasta que empecé a notar en él una limpieza que no conocía, venía todos los días con la camisa «hecha un anís» como decía mi madre, ya no traía palos y a cada momento me decía «no me manches». Yo había admirado también en él su pelo copetudo, desordenado, tirado como quiera sobre su frente estrecha, al estilo de Burt Lancaster, pero empezó a mojarse bárbaramente el cabello, a cada momento, y se alisaba con furia con una peinilla que compró en la tienda de la gorda. Me acuerdo que compró allí porque para esto hizo todo un acto solemne o al menos a mí me pareció así. Luego vino con menos frecuencia y cada día estaba más reservado, yo no -66-

podía cortar esa especie de hielo seco que se había formado entre nosotros y opté por callarme. Luego empezó para mí el descubrimiento del todo. Fue como todas las cosas de mi vida, de golpe. El Cuico me dijo: «¿Te acuerdas de la Tini, la que vivía en la zapatería del barbas?» y yo, perplejo: «¿Cuál Tini?», «La flaquita, la que le decían cactus». «Sí, ahora me acuerdo, la que te gritó una vez ¡tísico! y tú casi la matas de un piedrazo?», «Sí, ella». «Bueno, ¿qué pasa con ella?» y el Cuico «Nada, nada...» y luego los silencios que días más tarde el Cuico los llenaría con el tabaco. Cuando empezó a fumar se quedaba embebido, como alucinado con el humo, lo miraba con sus ojos claros y me decía: «Mira, no hay en el mundo un azul tan bello como este, pero no es del cigarrillo, es de mis manos...». Alguna vez le pedí una pitada pero me negó y me dijo que eso era cosa de hombres, fui a mi casa y por ser hombre me encerré en el baño con un cigarrillo que le robé a mi hermano y luego el vómito, el semidesmayo, el dolor incontenible del estómago, la asfixia y más tarde el descubrimiento de mi madre, la tranquiza de mi hermano, el llanto de mis hermanas, el niño perdido, desgraciado, degenerado, asqueroso. El juramento: «No mami, el Cuico no tiene la culpa, no lo haré nunca más, lo prometo...». Luego hacia el precipicio, un precipicio por el que todo el mundo baja, unos con cuidado, como cabras, otros de frente: «Mira» me dijo el Cuico un día, «has pensado alguna vez en mujeres», «Sí», le contesté, «todas las noches pienso en mi mamá y mis hermanas, creo que si no existieran sería libre». «No seas bruto» me contestó el Cuico, «sin tu madre no podrías vivir, yo que soy todo un hombre necesito de la mía, pero no te hablo de eso, quiero decirte por ejemplo —y empezaba a toser delicadamente— no tendrías ganas de besarle a la Tini, bueno no a la Tini, a cualquier muchacha de tu edad, besarla en la boca...». Me recorrió un escalofrío que se hizo consuetudinario siempre que me -67-

hablaba de estas cosas, le contesté que sí, por no ser menos, pero la verdad no había ni pensando en ello, conocía el beso abierto de mi madre, el beso que no me daba mi hermano pero que yo lo sentía cuando me dirigía la palabra como a una persona, el beso seco y acostumbrado de mi abuelita y punto final. El Cuico me dijo: «Es lo único que cuenta en la vida, para eso vivimos, para nada más», «¿Y el fútbol?», «Nada, todo es una porquería, besar, besar, besar, de lo contrario eres una maricón que no sirves para nada». «¿Tú has besado, Cuico?», «Claro, ¿soy un hombre, no?», «¿A quién, a Tini?», y el Cuico prendía un cigarrillo y se silenciaba como tintero (no sé por qué hasta ahora pienso que el tintero de mis años de escuela es lo más silencioso que he conocido nunca). Y en la quebrada de Miraflores, el Cuico: «Bueno, date una pitada» y yo, la cara de mi madre, el llanto de mis hermanas, el servicio higiénico, y el Cuico con su mano extendida, autoritaria, buena... —¿Se te para tu paloma? —¿Cómo? —Nada, ¿que si se te para esto? —Y su ademán vivo, viril, como de torero, con sus dos manos brindándome el conocimiento del mundo. El desabrocharse, enseñarme y deleitarse: «Hazlo tú también, es como un salto... Se llama la paja...». Y el entrar paulatinamente a otro túnel, más claro, sin miedo ya, con un poco de temor pero con un gusto raro. Luego la somnolencia, el silencio en casa, los ojos bajos y el acostarme enseguida, taparme bien y no rezar... Un hueco enorme en mi vida, el Cuico desapareció, no lo vi más. Don Miguel, el gordo de la tienda donde nos fiaban, me dijo: «Creo que se ha ido a Guayaquil para embarcarse...». Conocí la ingratitud y la pena, más que todo lo insoportable de no poder llenar las horas, de enfrentarme solito a todo lo desconocido, de no tener un valiente que tapara en el equipo y mi hermano como adivinando -68-

sin hablarme días. Algunas noches soñé que en verdad el Cuico vivía en las estrellas y yo lo buscaba de una en una, saltando virilmente y sin miedo, de primera y con estilo, pero en ninguna aparecía, hasta que en la última, su madre, envuelta en cinco puntas blancas, me miraba cariñosa y me decía: «Mi hijo ya no vive aquí, se ha pasado al sol» y se reía mientras desaparecía... Me olvidé con mucho esfuerzo del Cuico, y vislumbré lejanamente que tal vez solamente yo importaba, que había varias amistades rodeándome y que yo era el centro de una atracción especialísima. Conocí la jactancia. Una tarde entré al dormitorio de mi madre (olía a mantilla, a jabón, a cera), busqué su cartera y cuando la encontré la abrí, tomé un frasco de perfume y salí. Ahora la calle Asunción era mía, igual que la Vargas, San Juan, la América y, en definitiva, el mundo. Me dirigí directamente donde Tini, la flaca, la que le decían «Cactus» y por la que seguramente el Cuico desapareció. Timbré en su puerta y cuando salió le dije «Bésame», me contestó que si me había vuelto loco, que era muy niño, entonces yo definitivamente le entregué el frasco de perfume de mi madre. Tini lo tomó y dijo silenciosamente: «¿Qué es esto?», lo destapó y absorbió su olor. Yo miraba pálido el aletear de su nariz, la languidez de sus ojos, pensé en el Cuico. Tini me miró largamente, como la distancia de los abismos que el Cuico y yo saltábamos, y tomándome el rostro con ambas manos me besó en la boca, luego me dijo: «Te espero mañana». Conocí entonces la codicia. Salí apresuradamente y corrí hasta mi casa. No me dejaron acariciar mi sueño, mi hermano me esperaba con su cara de juez: —¿Y, el perfume? Y yo nervioso, colorado, indigno: —Lo regalé a Tini. La desgracia, la mano quemada con tabaco, con el mismo tabaco que me hacía vomitar, la estatura de mi hermano sextuplicaba para arriba, hasta -69-

los árboles, hasta el horizonte, y más tarde, el caer la noche, la inigualable, en el centro de mi sueño, en lo más profundo de mi inconciencia de niño, en el hueco enorme de mi amistad perfecta, pensaba: «Cuico, estás vengado". Nunca más volví a ver a Tini...

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Este merino La pobrecita era tan buena tan domingo misa y fiestas de guardar una palomita acurrucada en su tejido en su librito de misa en su mamita quieres café estas son las galletitas que a ti te gustan las compré al salir de la oficina la pobrecita tan dichosa en su pena mística tan soñadora con sus ojitos lánguidos su miedo secular a los hombres su seriedad su sonrisita a las compañeras y nada más su atento saludo y no pasar por allí tan digna tan sonrojada quedarle mirando y decirle qué bonito se ha peinado hoy y la niña al borde del llanto de la escondida sus dieciocho añitos tan bien llevados sus olor a jabón porque el asco su casita tan bien barrida tan silenciosa su padre televisión su madre buen tallarín te ayudo en algo y por la noche sus oraciones su arrepentirse por lo que oyó y en aquel baile cuando merino le apretó a la fuerza contra su pecho la pobrecita ahogada desesperada pidiendo auxilio a su falda plisada a su sostén paradito sintiendo la inmaculada rodilla tosca tangueándole hiriéndole el pecado original ese pecado con pelitos finos ese pecado que cuando se baña se enjabona fuerte, pero no se mira y este merino apreta y apreta el atrevido el sinvergüenza y la noche la noche trágica hola mamita hola papito las -71-

oraciones inclinada avergonzada Dios te salve María Dios me salve María Dios merino María este merino metido en su almohada entre las cobijas en la pijamita de franela Dios mío apártalo de mi mente y soñar y soñar en largos túneles en postes enormes en paraguas finos y al otro día merino en sus ojeras en el café en las tostaditas la bendición papi la bendición mami y en la oficina los ojos bajos en cada timbrada del teléfono el rubor la exaltación la corazonada este merino hola muchachita no he podido dormir pienso solo en ti quiero verte no es imposible no me llame nunca por favor pero el oficio estaba mal hecho la liquidación no salía las facturas interrumpidas y día a día este merino en la esquina en el teléfono en las cartas hasta que al fin la pobrecita bueno pero sólo amigos los heladitos el paseíto de tres minutos una florcita sinosino y este merino pues bien yo necesito decirte que te quiero decirte que te adoro con todo el corazón que es mucho y ella no que no era imposible que mi papito que mi mamita pero en la almohada que sí que sí cómo será y este merino sólo en la frente como de amigos un beso chiquito como de amigo como si fuera tu papito será pecado Dios mío cuídame líbrame ampárame ay sus bellos ojos parecidos a los del padre Vásquez y luego al mes los rinconcitos pero sólo de la mano vamos volando no puedo llegar tarde y luego al mes uno en la boca pero cerrada y luego al mes saca la lengua ya ya basta será pecado pero sus ojos, y luego al mes a este merino le han crecido las manos tiene dos o tres no tiene tres es infinito mami la bendición papi la bendición y no rezar y luego al mes bésame fuerte te amo tanto la pobrecita con su trémulo no me dejes nunca, te amo tanto y este merino, su mano abajo su mano arriba su mano pulpo entre el sostén junto a las medias y al otro mes la pobrecita desorbitada buscando el miembro de este merino todos los días con sus manitas tan delgadas, tan tejedoras, ya es imposible muchachita déjame entrar a tu cuarto y ella gritar y al otro mes -72-

te espero a las diez papi y mami duermen tírame una piedrita y acurrucada la pobrecita báñase y báñase hasta las nueve porque a las diez este merino introducirle la lanza larga hasta la médula de su aflicción y no te vayas y quiero más pero merino tan agotado tomar su cabecita y bueno prueba y toma esto la pobre pobrecita babeando y crujiendo tascando la calle larga el poste este paraguas tan fino y dulce del sueño antiguo más fuerte y fuerte este merino Dios te perdone merino pálido bajo esos tristes y santos bajo esos dientes todo kolinos y no te vayas la pobrecita y no me dejes que nunca nunca. ¡Este merino!

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Micaela No estimado, yo siempre tuve la suprema confianza en Micaela. Ella fue para mí como la última palabra, qué le digo a usted, como la primera. Es decir que ni necesitaba hablar con ella, todo lo comprendía de antes. El café listo. La cama caliente. Ni para qué decirle Micaela pásame esto, porque eso ya estaba en mis manos hace mucho rato. Y cuando yo volvía, muy entrada la noche y con una jarra de tragos virada en el cuerpo, ella ya desde la esquina misma me sentía y se levantaba en pie limpio y hervía la sopa. Entonces yo estaba carajeando a los maceteros y a los perros y pateaba la puerta, y ella sin hablarme, con sus ojos medio patojos del miedo, indicándome que la sopa estaba buena y que ya basta, que no la maltratara. Pero yo, que nada, enrabiado y maldecido entonces le pegaba sus dos puñetes y Micaela mía los recibía con cariño, con mucho cariño, porque luego se iba calladita a calentar mi puesto en la cama, para que cuando yo me acostara, después de la sopa y la vomitada, pudiera dormir tranquilo, sin tanto frío ni miedo, ni pendejadas, que a veces me acogían cuando estaba en mis cabales y tenía que dormir con dos velas prendidas. -74-

Me da mucha pena contarle a usted, que también está encerrado por parecidas amarguras, pero si no hablo me ahogo y ni modo que las paredes escuchen, aunque haya grabado ese corazón que puede mirarle en la pared de la esquina, junto al lavadero, con esa M grandota, que cuando la vio el Virolo dijo que era la M de mierda y allí mismo tuve que zanjarle la cara con el trinche de palo. ¡Qué se le va a hacer! Uno debe cuidarse de sus iras, pero la M era de Micaela y el Virolo se equivocó. Allá él con sus equivocaciones. Aunque ese día me mandaron a la Sección S por esta vaina mas lo soporté bien porque me acordaba de la cara del Virolo, parecía mi cuaderno de primer grado, primero y último manito, bien rayado, y la sangre chorreándole por todos lados y formándole muchas emes en el rostro y en el pecho y en el piso donde estaba parado. Para que no se le olvidara nunca la M y el corazoncito que sea como sea, era de Micaela, o como que lo fuera. Que nunca se me ha quitado su aliento de la cara y a veces me llega en aires tan fortalecidos que debo sostenerme parejo para que las lágrimas no mojen este colchón de porquería y vayan a figurarse que es la pegada o el sufrimiento lo que me tiene así medio desgarbado y como cojudo para todo. El Virolo era malo como un plato de sopa fría. Y además mano quebrada. Siempre andaba a la caza del nuevo. Cuando alguien llegaba a pagar su condena, él se lo cobraba primero que nadie. Zalamero y puto bailaba a su alrededor, le prestaba su manta, le contaba historias, le regalaba escapularios, estampas mugrosas, pedazos de vidrio, puchos de tabaco, se inventaba juegos de calentamiento, manoseos diga usted, y el rato menos pensado, en el urinario o donde sea el nuevo dejaba de ser nuevo para siempre y el Virolo salía con los ojos más alrevesados que de costumbre. Al Virolo le cogió la brisa de las maldades en edad muy temprana, duro y amargo como un pan viejo ya no le quedaba la comprensión, -75-

ni siquiera el buen afán de la tontera, simplemente un salvajismo que reaccionaba a los golpes o a lo extraño como el tigre o la culebra. Tenía quince escapadas y ocho difuntos. Un día, cuando yo era un recién llegado trató de enconfianzarse conmigo. Estábamos en la peluquería que era el mismo servicio higiénico pero donde el primer viernes de cada mes el latiguero Brito colgaba un letrero en la puerta y oficiaba de peluquero, para recibir a Dios sin piojos según decía lleno de alborozo y ahí me soltó su historia entre suspiros y lloriqueos tan mal puestos que creo que la mitad fue mentira y la otra mitad casi también, me dijo que cuando era chiquito tenía los ojos rectos y azules como los dones y que sus cinco hermanos y sus tres hermanas idem, pero que su taita le arrojó un día el bacín y le apachurró el ojo, que desde ese día se silenció para siempre, aunque la madre le había curado con algas y hierbas santas, pero ni modo que nunca se le volvió derecho y comenzó para él un nuevo aprendizaje. Que todo lo veía al revés, pues todo era al revés mismo y así mientras dormían en el cuarto, el Virolo se apiñaba para donde su hermanita menor y se la pasaba tanteándola todita la noche y luego que se volteaba para el otro lado y comenzaba con la otra, haciéndoles hueco donde todavía no había, porque aún no estaban en la edad de Dios, dijo, y que cuando ya joven trajinaba por las vecindades, entrándole a todos los oficios, mendigando en las tiendas, buscando en los basureros, robando en los mercados, pero así, sin técnica, sin sabiduría, como mudo con hambre y que muchas veces lo embarrilaron por un lío de bocallenas, por un atado de leña y que cuando regresaba de esos hospedajes en el cepo, nadie se había muerto, todo seguía igual, el mismo cuarto y la misma mierda, dijo y que entonces empezó a tirárselas a las hermanas y que cuando las hermanas no iban por la noche pagaba los platos rotos el menor, porque le obligaba a que me acaricie la paloma horas enteras, decía y que un maldito día que llegó -76-

medio borracho y lleno de base se echó en el suelo sin saber exactamente cuál era su puesto, y tanteó a la deriva y se encontró con una cosa más grande que la suya y que empezó a acariciarla y a sobarla hasta que despertó su legítimo, que era su padre y levantó las mantas con sigilo y pilló su mano y fue tan grande el susto que no tuvo la reacción de padre y allí se quedó un largo rato sin decir esta boca es mía, insomniado y perplejo y que a los otros días solamente le miraba, una hijueputa mirada, decía, como de alambres de púas, como de lagartijas, y esa mirada me perseguía hasta cuando no estaba el camarón, hasta cuando me escondía en los prostíbulos, y un día fui y me metí tres días en un rincón de la iglesia de La Merced, y la mirada ahí, clavándome su güevona luz, sin dejarme dormir, entonces fui al cuarto y cogí la piedra de moler y la machaqué y le molí su cabezota, procurando saltarle los ojos, pero la vieja no me dejó terminar la faena, decía, y también me molió a palos hasta que vinieron los cabros y me trajeron a este paraíso, pero yo me les escapaba en cada descuidada, porque decían este Virolo puto no es nadie, con esas luces no va a ninguna parte, pero sí iba porque me comenzó a gustar el olor de la sangre y en cada fugadita dejaba un cristiano menos con mi marca, pero los cabros siempre daban conmigo o yo los dejaba que se enteren para jugar a los palos y nunca les eché un quejido en el palo mayor, para que se me cabrearan más y cogieran más fuerza y me dieran más duro y cuando me desataban, yo me abría la bragueta y les enseñaba la pinga, entonces recomenzaban por turnos hasta que yo perdía el seso pensando en tanto y tanto culiandero, dijo. Le cuento todo esto para que usted vaya pensando por adelantado en lo que se me venía, porque luego de esa rajadura que le practiqué en la cara, el Virolo se terció para siempre conmigo, y hasta el día de su muerte pasó jugándome maldades a escondidas, orinándose en mis prendas, escupiendo en mi plato, poniéndome de a malas con el -77-

latiguero, echándole cuentos al Caimán, enemistándome con todos los sangradores y con los carceleros y con el Director y con los compradores de redes y de canastos y de bateas, que era lo que se hacía a diario para obtener el fin de semana un descanso con cigarrillo en el patio de los musgos. Yo no entendía cómo la maldad volaba tanto y tan rápido, para todos los lados diga usted, y cómo era tan oído por todos hasta el punto de dejarme solo y aislado. Aunque eso fue muy bonito al principio porque me la pasaba en el recuento de mi vida con la Micaela mía y me ponía a practicar la memoria y me decía por ejemplo: ¡A que no te acuerdas cómo eran los zapatos de la Micaela mía cuando el Juanito cumplió los dos años; o cuántas estampitas tenía pegadas en la pared o cuál su receta para el mal de ojo y hacía puñete los ojos, viendo para dentro y el cuarto estaba igual, igualito, hasta con ese infinito olor a diarrea del recién nacido y Micaela mía también allí en el fogón, sopla y resopla, con sus amplios follones oscuros, con esa apaleada tristeza de vaca! Entonces me daban pálpitos tan fuertes y me sentía tan grande multitud que, bendita soledad, decía, dije. Pero en pasando el tiempo, y viendo cómo les apestaba a todos mi presencia y que el grupo no existía para mí y estaba solo en el día y en la noche y en la noche y en el día, se me empezaron a caer los últimos esfuerzos, y me daba lo mismo el sol que las estrellas, la sopa que la mierda, el látigo o el sueño. Así me fui pasando un año o más, no sé, como deambulando, que no se puede decir viviendo, hasta que un día se me acercó el mismo Virolo con sus ojos desabridos y empezó a dar saltitos a mi alrededor y al otro día igual, y así muchos días para que yo abriera los ojos que los tenía abiertos pero sin ver, y los abrí y le rogué, Virolo no saltes más, Virolo no saltes más, y seguidamente fui a la carpintería y agarré el serrucho del maestro Juan. El resto no recuerdo. Solamente puedo decirle que ya no saltó más. Pero patojo y todo siguió haciendo de -78-

las suyas y dicen que hasta al propio Secre se le comió el invicto. Por parecidas pendencias alguien le finiquitó y un día le encontraron muerto con la cabeza dentro del higiénico, todo él desnudo y con una tusa metida en su magullado poto, cosa de grande significancia, tanto que durante un mes no se volvió a saber de amores tan desiguales y clandestinos, y yo volví a tener amigos y a echar humo en el patio de los musgos, casi como un hombre libre. Por esa época fue que le conocí a usted que también pescaba solo y como que desde el primer día nos atornillamos y empezamos a echarnos los lances de la amistad sincera, hablándole yo primero, indicándole dónde estaban las cosas, quién era el Caimán, cuál el Gringacho, dándole los horarios, el turno de la comida y de la meada, el rato más oportuno para ir al grifo y usted a todo me contestaba ajá, como si ya tendría por sabidas las cosas, como si estuviera de vuelta en estos menesteres, callado y como lejano. Y yo diciéndome que siempre he tenido mucho rebote con la gente silenciada, no sé por qué, diciéndome carajo allá él, sin saber nada de su pasado, que nunca lo he sabido, tan solo sospecheras y figuraciones, desde esa noche que nos tocó barrer las esclusas y a mí me vino al recuerdo la Micaela mía por algo de la escoba o de la actitud resignada en la que nos hallábamos en la limpiadera y se me salió su nombre de la boca, como suspiro carajo, y usted me dijo en silencio, la mía se llamaba Eloísa y luego nos miramos como con gratitud y sonreímos por primera vez y mi cuerpo era un júbilo espantoso, un payaso diga usted. Entonces se me vinieron las ganas de contarle estas cosas, y muchas veces comencé, pero usted, ajá y ajá, carajo, que no es así como le cogen a uno las ganas de contar sus amarguras. Entonces yo me le fui sacando el cuerpo a su amistad, como quien dice, pero usted se metía en mi celda y en el patio se ponía a mi lado y me ayudó con el Caimán cuando hubo que hacerle la parada y se me avivaron los ojos de completa amistad el día -79-

que por mi culpa recibió los vergajazos del Sánchez y yo en la consolación le pregunté si había estado muy fuerte y usted, ajá, recordándome ese otro adúo mío que pasaré a contarle y que seguramente andaba en las libertades, pero lleno él también de no sé qué prisiones, estoy seguro. De eso tanto tiempo, para volver a las andanadas de tristeza porque la verdad es que me acuerdo y quisiera que los días saltaran para adelante, para adelante, a ver si al pasar del tiempo el recuerdo se pierde o por lo menos se hace más bajito y sólo me quedan en la mollera las cosas buenas, que fueron pocas como las papas, pero que hubo, como que a veces se nos iba la mano con esto de los cumpleaños y los priostazgos. Porque cuando yo agarraba un día con el licor, me lanzaba para dos o tres, siempre corrugo, sin que nadie me tumbe. Y Micaela mía, a mi lado, cargándome para la casa cuando ya todos se desmadraban, acostándome, sacándome los zapatos, insultándome entre dientes, con ganas de que le zarandee porque esas trifulcas terminaban siempre en caricias, eran manotazos que iban tomando como pereza hasta que me quedaba enredado con los brazos alrededor de su cintura, que fue hecha para mí, como anillo al dedo, y todo su cuerpo mismo si a eso vamos, porque ella dormida, pero requetedormida, ya movía un poquito las piernas y ella poniendo las suyas en el sitio exacto, arreglando su cuerpo de manera que calce con el mío, o sea que ni qué cobijas sino solamente su inconsciencia que también me quería y que me seguirá queriendo desde el cielo o donde esté, que del purgatorio no pasaría para abajo con semejante abnegación y aguante. Micaela mía, que por terciar con mi brazo, o por medir mis ínfulas, le guiñó al compadre Misael un vaso de chicha con el síguemesígueme y desde ese día el pobre sin poder despegar sus ojos del cuerpo de ésta mi Micaela maldita que de pura gana se le extravió la mente para meterse por esos huecos oscuros de los hombres, de donde -80-

solamente se sale con fuetazos y resquemores. Porque dígame usted entonces, para qué estamos aquí de uno en uno, para qué hay que estar limpio de pecado, para qué la pobre se encomendaba siempre al Jesús del Gran Poder, como cuando fuimos con el Muro, mi amigo de las libertades, a realizar ese trabajito que nos pidió el cabo Flores, trabajito para cojudo. Solamente teníamos que lanzar piedras en la Plaza de la Independencia el momento en que discursiara un tal falsete que quería tumbar al Gobierno del Profeta, nos explicaba el cabo Flores, y eso no podíamos aguantarlo ni de fundas, así el cabo no nos pegará, ¡qué carajo! porque ése si era hombre de respeto y le quería mucho toda la vecindad, siendo el único que nos había visitado. A toditos. De casa en casa. De cucho en cucho. De cuarto en cuarto. Que le dijéramos lo que nos hacía falta. Que le diéramos apuntadito. Y usted podía pedirle así, como de a igual, doctorcito: a mí unas cuatro paredes, y mi excelencia que sí, que bueno; a mí un fogón para las tortillas; a mí un carrito para las legumbres y mi doctor que sí, que cómo no, serio, sin reír jamás diciéndoles a sus ayudantes que tomen nota. Yo no le pedí nada cuando nos visitó, porque le habría apabullado con tanto pedido, que me faltaba todo y no habría sabido por dónde empezar y preferí esperar para comunicárselo al cabo Flores que me había prometido un puesto de policía, pues él era de más confianza con mi doctor y hasta había llegado a las gradas de su palacio. Y en esa espera he andado siempre, pero mi cabo contándome de sus ocupaciones y de sus heroísmos en defensa de nuestro sagrado tricolor, que ni modos, ni forma de exigirle nada porque era seguro que la razón le asistía. Y mi doctor en las visitas, señalando con su dedito al cielo, contándonos a gritos de cuánto y cuánto sufrimiento pasaba por defender a los pobres y castigar a los ricos, jurando por su madre que nos daría escuelas para los mocosos, agua potable, -81-

decía; parques para el respiro, luz para las tinieblas, dijo; mercados y hospitales, canchas de fútbol y circos y hasta nos prometió una verbena con fondos del Gobierno, que para eso son fondos del pueblo decía... Y yo lo miraba atontado, sin poder despegar los ojos de su dedo, la oreja de su voz, asustándome a ratos de una luz que contorneaba su rostro, sus brazos y su cuerpo flaco, igualito que un Cristo, espántese. Y también dijo que no olvidaría nuestra pobreza, porque también él era igual, y que su sueldo de Presidente lo entregaría íntegro a los necesitados y que solamente el pobre es un revulú, dijo, y qué él era un revulú, y que algún día el pobre será dueño absoluto de todo, en ésta y en la otra, que no importaba sufrir un poco si a la final sería para nosotros el reino de los cielos, y ahí nos decía que es más fácil que una aguja entre por el ojo de un camello, que un camello... bueno, eso no me ha entrado nunca, pero da igual para lo que le cuento, porque también por él le conocimos y le adoramos a ese Jesús de mi Micaela, fíjese cómo somos de ignorantes los pobres, porque fue este profeta nuestro, quien le sacó a la luz, lo hizo adorar en procesiones, lo tenía a su lado cuando hablaba en la plaza, ordenaba que lo rezaran antes del combate, los toros y los toreros, los boxeadores y los futboleros, así lo hizo el lerdo Kid Gualotuña y adquirió fama y fortuna, milagro seguro, y dicen que hasta les exigía a sus ministros que tuvieran siempre una estampita de este milagroso y gentil Crucificado en sus oficinas, para que los librara de la bronconeumonía, el mal picado de ganso y contra unos barbudos que, decía el profeta, eran peor que las siete plagas del Ejido, y todo esto yo lo sabía por el cabo Flores, y también que su excelencia le tenía a su esposa encadenada a una pianola para que se inventara música en honor de los pobres, sesenta horas al día, cosa que no hace cualquiera, diga usted. Pero con todo y eso, y nuestras ganas de defenderlo, lo botaron de arriba y lo expulsaron del país, sin siquiera -82-

dejarle despedir, y nosotros quedamos en las mismas, bajo la única protección de este Jesús nuevo del Gran Poder, la Virgen que venía a ser como su madre y una señora del barrio Alcedo que nos regalaba plátanos los sábados por la tarde. El cabo Flores vivía en el cuartel y cuidaba los caballos de su coronel Suárez, soy el mejor lustrador de caballos, decía, y le brillaban los ojos y se pone a contarnos de cómo se levantaba a las cuatro de la madrugada y se bañaba en agua heladita, trotaba una hora y media y luego iba para las caballerizas a cepillar el lomo de los caballos de su coronel Suárez y se pasaba cepillándolos hasta el mediodía, acariciando su pelambre, peinándoles la crin, despeluzándoles la cola, masajeándoles las patas, embolándoles los cascos, haciendo que florezcan en sus lomos los dulces pensamientos que de a poco se confundían con las ganas de tener entre sus brazos a la joven Maruja, igual de suave, igual de quieta, en las noches en que el cabo le hacía las visitas en nuestra vecindad y se iban para la colina del Panecillo, sin más testigos que el polvo mínimo levantado al caminar. La joven Maruja era hija de la comadre Inocencia. La Micaela mía los había presentado un día que fue de lavandería a donde el coronel Suárez y la joven Maruja insistió en acompañarla. De allí venía el cariño del cabo para con nosotros y siempre que tenía un día franco se llegaba a la vecindad y a nuestro cuarto trayendo un poco de harina de cebada, para los guambras, decía, para que se hagan fuertes y machos con el chapo. Cuando la joven Maruja no llegaba de sus trabajos habituales, el cabo se ponía triste y parecía cabo de esperma, entonces yo le aligeraba el ánimo diciéndole que vamos a buscarle al Muro que siempre andaba por el lado de las iglesias, entonces salíamos en su busca y yo me paseaba muy orondo a su lado, con bastante orgullo de cabo tan verde y tan simpático. Cuando dábamos con él, nos metíamos a la cantina de la peruana, y el cabo sacaba un -83-

fajo corto de billetes, separaba, uno o dos y decía, esto es lo que vamos a bebernos a nombre de las ingratas, y luego decía bajando los ojos, ¡ey Muro, pídete una jarra de agua de revólver! A los primeros tragos estaba como ausente y desmadejado, pero en cuanto el calorcito empezaba a picarle el vientre, se aventaba a divulgarnos de los caballos o de la historia, pero siempre, siempre terminaba mezclando las dos cosas y si el Muro hablaba de que su cuchillo era blandengue, el cabo le respondía que solamente la médula del caballo lo podía templar y endurecer, y si hablábamos de queridas o inqueridas, el cabo salía con que en el campamento de Jaramijó había una clase de caballo, que si tú le logras sacar tres pelos de la crin en ayunas de un viernes, vísperas de San Juan, podrás saber si tu mujer es casta y prudente, solamente tenías que amarrarlo a la punta de tu pañuelo y tenerlo dos noches bajo la cabeza de la mujer amada, si la tal amada era casta y dura de necesidades abrazará a su marido, y si no se saldrá de la cama como alma que lleva el diablo, y contaba que todo esto les había dado muy buen resultado a Constantino y Napoleón, que seguramente eran dos compañeros suyos de cuartel, caídos en desgracia. Y así el pensamiento del cabo Flores se llenaba también de pelos, colas y crines y terminaba sermonéandonos por no haber tenido en la vida un hijueputa caballo, decía, ni siquiera para limpiarlo, para cepillar sus patas, para oler su pelambre, para acariciar su lomo, para mirar por sus ojos, dijo. Y esa noche fue lo del caballo de Eloy Alfaro, y nos dijo que sin caballo el tal Alfaro habría sido una mierda, y que solamente construyó el ferrocarril Quito-Guayaquil porque hubo una peste de caballos, y se murieron todos y había caballos muertos hasta en los confesionarios de las iglesias, y hubo que construir ese ferrocarril para llevárselos a Guayaquil y arrojarlos a la ría, pero quedaron flotando como tres o cuatro días, decía, hasta que desaparecieron de golpe, y no era que se habían hundido sino -84-

que los comealgas menesterosos de los suburbios, se habían banqueteado de lo lindo, dijo, y remataba sus frases con palabras tan fuertes que hacía temblar las puertas, pero luego se desinflaba como un globito y quedaba llora que te llora. Pero es mejor que le vaya contando en orden. Entonces ese día del que le hablo íbamos con el Muro para la plaza. Las piedras listas en los bolsillos, y la Micaela mía con el susto en el pañolón, que no, que es peligroso y yo riéndome en sus narices anchas, en su cara de caimito, enseñándole los veinte sucres de trabajo tan güevón, para luego, fíjese usted cómo tienen las pilas las mujeres, mejores que las nuestras le digo, porque al rato de las primeras piedras ya cargaron contra nosotros y en un santiamén nos pusieron como el propio Cristo y yo desperté en sus faldas olorosas a cebolla, mi Micaela me hacía compresas calientes y yo desperdicié todo eso y le dije ¡carajo! que me den un buen trago y que también me pongan en las heridas un buen trago, que como los gallos peleadores, de esa manera se me pasaba el susto, pero ni nada de trago me dijo Micaela, que no había ni gota, ni plata para comprar mercurio cromo, me dijo, ni para comprar mentol o cebo, ni para mierda, dije yo, un poco resentido no sé con quién, y ahí mismo me levanté y salí para la calle, que era mi fuerte y mi refugio, dejando en el suelo el llanto de esta Micaela mía y el llanto de los guambras, que de ellos le contaré en otra ocasión porque ahora se me hace un desbarajuste el día si los recuerdo y eso no es de machos sino de mecas que han perdido su varón, porque así mismo siempre me salía del cuarto cuando el hambre o el lloriqueo se paseaban como una rata cerca de mí y les puteaba a todos y les decía que si no podían aguantar un día más sin la maldita pendejada de la comida, y les contaba de los faquires, que Dios entonces para qué los criaba sino para la penitencia y que las plantas no comían y se criaban y que por qué mierda estaba yo en el mundo solamente para ocuparme -85-

de ellos, de sus hocicos, si no tendría un día de paz para mí sólo. Pero sí tenía muchos, porque siempre me emborrachaba, más no de gusto, lo juro, sino para espantar las moscas, quiero decir el tiempo, porque con el Muro no podíamos hacer nada más, allí en las gradas de la Catedral esperando a que alguien se descuide, insultando a cualquier cabrón que venía respetuosamente a darle al Muro sus veinte centavos, como si fuéramos pordioseros, aunque mi amigo tenía esas espaldotas y cara de tonto que la gente se confundía y le creía un rechiflado y le aventaba sus centavos, pero él, vaya para la puta, diciéndoles, con todas las dignidades y sacando la botellita y pegándose un buen trago en las mismas barbas de los pacos, que no de los curitas, a esos los teníamos como respecto y miedo porque de noche son feos o así los veo yo, Dios me perdone, pero las noches yo me balanceo para la mariconería, sin culpa, claro, y tengo pánicos y rezo todo lo de primer grado y luego se me aparecen haciéndome uh uh uh uh uh uh y ni que te duermas porque allí mismo acaban con mis costillas, aunque usted dirá sueño, pero yo sé que es el alma en pena de mi Micaela mía que aún me manotea y me escarba como cuando se ponía a espulgarme a la vera del sol. Pero si aún me quiere, por qué me pega, digo yo, por qué me pega y desaparece. Aunque el otro día por un poquito y le pesco sólida. Fue luego de que salí de la Sección S, yo estaba, usted sabe, apaleado y medio fiasco y me echaron aquí, allá en ese rincón y ¡zas! que se me aparece y se me enrodilla a mi lado y empieza con sus compresas. Sus manos olor a cebolla, su pelo a carbón, toda ella encenizada de los soplos, diciéndome que esté bueno que ya está bueno, que no me queje, pero yo sin quejarme, lo juro, que para eso somos hombres, y ella frotándome y haciéndome a un lado la sangre con un poquito de babas y la punta de su blusa y yo diciéndole que no sea bruta, que se olvidara de pendejadas y tratando de tumbarle allí mismo, de amarla desde sus pies -86-

hasta sus huesos, rasgándola poco a poco sus adefesios, tantos y tantos trapos, que las mujeres mientras más pobres más quesos de hoja, saca y saca trapos, y ella, que estás muy débil, límpiame y límpiame la frente y yo carajo sudando en el forcejeo, abriéndole las piernas con estos labios hinchados que usted los ve, y encontrando en el lugar de la cosa, un nido lleno de moscas y cucarachas que me hicieron dar gritos y lloriqueos de loco, y ahí mismo desapareció como el diablo y vino el guardia y me la emprendió a patadas, que me callara hijo de puta, que le dejara dormir el turno, y yo preguntándole: ¿señor Guardia, la Micaela mía dónde está?, ¡cuál mía! diciéndome, calenturiento hijueputa, puñeteándome en el hocico, favoreciéndome como quien dice, para que pudiera cerrar los ojos de una buena vez, teniendo en las manos (juro) un retazo mugriento del vestido de ésta mi maldita, que desapareció cuando desperté y me miré las manos molidas, y qué retazo, y me las remolí contra el piso por puras y santas iras, pensando en lo que pensaba mi vieja cuando su marido se le escapó, diciéndome en el cerebro que Dios nos da la llaga y también la medicina, pero diciéndome así no más, de gana, de loro, porque no aparecía la medicina por ningún lado y solamente sufriendo afuera y adentro, como si el apaleo hubiera llegado al alma, destrozando a su paso riñones y testículos. Pero el Muro siempre estuvo a mi lado. En las malas y en las peores. Porque buenas hubo pocas. Cuando yo todavía estaba en lo ágil y no era tan lechuga y tenía mi pinta para acercarme a cualquier don y solicitarle un cigarrillo con la navaja lista para sacarle los tintineantes que luego se hacían humo en la cantina de la peruana, peruana puta que de puro patrioterismo me la comí por los dos lados, el uno por el Oriente que nos robaron y el otro por el poniente que era de ley. La peruana ésta se llamaba Clemencia y era tetona y tenía un rabito puntiagudo y la barriga crecida. No sé cómo ni cuándo llegó a -87-

la vecindad, pero un día que veníamos con el Muro de buscar en la quebrada, cansados y apestosos, la vimos junto a un fogón, en plena calle, tratando de prender el carbón. Entonces nos acercamos y el Muro le preguntó ¿tan buen culito necesita ayuda madrugadora?, entonces nos miró y sonrió. Tenía los ojos de no sé qué color, pero dormidos o como en descanso y un vestido rojo lleno de flores y pajaritas, pero tan sucio que donde estaban las flores usted podía creer que estaban las pajaritas, y se equivocaba. Por éstas o parecidas curiosidades fue que entramos en confianza y luego con el pasar del tiempo supimos su historia. Que era peruana, de Piura, dijo, abandonada de tres maridos, cargada de cinco guaguas, ignorante hasta la pared del frente; fíjese, que no sabía nada de la guerra, ni de Abdón Calderón, ni de nadie. Había venido en busca del último hombre que la dejó, cruzando en canoa, en bus y a patadas. Y no porque le amara, sino para reclamarle su infamia y un medallón de Santa Rosa de Lima, dijo, que había sido recuerdo del primero, muerto de tifus en las selvas del caucho. Y le pedíamos que nos cuente de la santa esa que para nosotros no valía nada, y ella muy seriamente que era una santa de santidad absoluta, nacida en el Perú, fíjese usted, como si las santas nacieran. Viven no más de por siempre, y que su abuelito más viejo le había conocido en carne y hueso, y que sus restos estaban en una iglesia de la Lima, decía, custodiados por los hijitos del Presidente y por el propio Presidente los días domingos. Y con el Muro nos encaramábamos en la risa, al ver tanta ignorancia junta y le llegamos a tomar cariño por éstas y otras simplicidades. Hasta que un día yo me encamé. Es decir, que me la tiré allí mismo en las oscuridades, y luego vinieron todas las veces más. Pero yo nunca me entregué completo, porque era peruana y uno tiene conciencia después de todo y en plena tirada por ejemplo, me venía lo del profe de primer grado, que los peruanos son enemigos, que nos quitaron el -88-

territorio, entonces ni bien acababa ya, la zampaba por allí y le gritaba: peruana piojosa y terminaba saliéndome en marcha, cantando las pocas estrofas que me sabía del himno nacional que nunca me entró entero por la rudeza. Y la peruanita se quedaba triste como un perro de playa. Shunsha. Pero así también había veces que en las ternezas de las caricias, yo me ablandaba y despacito trataba de explicarle la historia, con la escondida esperanza de que terminara pasándose a nuestro bando, y le contaba de cómo, en la guerra pasada, mil bravos soldados ecuatorianos que en ese tiempo, no sé por qué, se llamaban colombianos, derrotaron a ocho mil piojosos peruanos, que en ese tiempo eran españoles, casi sin armas, solamente con cuchillos, palos y catas de matar pájaros, y de cómo Abdón Calderón, el Héroe Niño, Dios lo tenga en su seno, se había comido solito a setecientos, con el chuzo en una mano y la bandera en la otra, sin soltarla ni de fundas, hasta que le balearon los brazos, pero él se dio modos para mantener la tricolor muy alta con los pies y hete aquí que también le balearon por allí y él, carajo, cogió la sagrada con la boca. Y así le seguía contando todas las historias verídicas que nos refería el cabo Flores cuando iba los fines de semana a visitarle a su mocita. Pero la peruana se quedaba calladota y me miraba con ojos de no comprender nada, y luego salía con su media mecha y me preguntaba que para qué se mataban, fíjese usted la ignorancia. Aunque con esto que me viene al contar, yo peco y lastimo la memoria de esa Micaela mía, pero es para que usted sepa que no siempre ha estado uno así tirado en el mundo, sino que también ha hecho cosas grandes, como ese día que el Muro me picó diciéndome: ¡A que no le quemas a tu inquilina! y yo que sí, que me la quemo, con las ganas que le tenía a esa malvada. Figúrese que cuando yo no pagaba el alquiler, la vejeta se me orinaba desde arriba y caía todito por las hendijas al colchón de -89-

los guambras, ¡y que me la quemo también en este recuerdo! Entonces esa vez, esperamos casi toda la noche con el Muro, escondidos tras de la piedra de lavar, hasta que la vieja salió con un bacín en las manos y arrojó su contenido en el patio de los geranios y yo ese momento poniéndome el pañuelo como Tonny Aguilar en El Pistolero de la Noche y encomendándome al Jesús de la Micaela mía, que era el del Gran Poder y acercándomele de golpe, con el chuzo afilado, clavándole en el culo, con toda mi alma, ¡qué cosa grande! con toda mi alma y ella dando el alarido más durísimo que han oído estas orejas, gritando ella también por su lado ¡Dios míooooo! encomendándose a gritos, con pleno derecho eso sí, porque para eso está Dios en todas partes. Y ya luego con este Muro tirados para la esquina, riéndonos a carcajadas (las mías eran nerviosas, esa ha sido mi quebradura, no poder entrarle de lleno a la maldad) y luego regresando donde mi Micaela con cara de cura o de pan de a sucre, con cara de qué ha pasado. Pero ella siempre ha sabido todo de mis adentros y me miraba con sus ojos encendidos, preguntones, y yo ni tal que se ha ofrecido, como si no fuera conmigo, hasta que se me puso al frente y me pidió que la mirara, y yo le contesté que le mire su madre desgraciada, pero era porque ya tenía los ojos como difuntos de la vergüenza y le pegué un sopapo para que no se metiera en cosas de hombres y me salí nuevamente a ese refugio grandote de la calle y regresé al otro día, chumado de frío, teniendo en la cabeza esa canción de las hermanitas Sangurima que dice: de dónde cansados pies, y mirando a la Micaela dormida, riéndose en el sueño, y pensé allí mismo que en el sueño estaba conmigo, que ella soñaba en que le hacía cosas, entonces le desperté un poco dulcemente pero luego se fue todo para el carajo porque me di cuenta que no había ni un centavo para afianzar la felicidad y allí le salió lo de que ya no aguantaba más y que estaba cansada, cosas que a uno le duelen más que los -90-

pencos y fue como si se hubiera subido a un tren, como si se hubiera disparado por un túnel enorme. Desde allí empezó todo. O al menos así me lo afiguré yo, porque ya no hablaba y hasta el amor lo hacía medio descuartizada, con harta pereza, y yo sentía que mientras me alocaba en su cuello, Micaela tenía su mirada fija en las telarañas del tumbado, poniendo de a poquito ella también, su ración sobre mi desventura. Entonces empecé a seguirle los pasos que mejor no los hubiera seguido, porque fueron pasos para un lado, escondido y vergonzante, esperándola que salga de lavar las ropas de las casas ajenas, con sus manos en pellejo y amoratadas, que de lejos parecían langostas muertas. Pero ella yendo directamente a nuestro cuarto, a darles café con raspadura a los guambras, muy resentida de mis actitudes. Y yo en la noche, disimulando el dormir, rozando sus manos apenitas, y ella retirando ya sin quererme, faltando piezas a este rompecabezas que le contaba. Entonces me tapaba bien con los costales y aprisionaba los ojos a lo macho para que no me hicieran alguna diablura como la que me hicieron cuando fui a pedir trabajo donde la niña Lucrecia, conocida del cabo Flores, y me dijo que bueno, que limpiara el jardín, y yo hecho un gusto entre las rosas, aligerando la tierra alrededor de los cipreses, jugando con las babosas, esos gusanitos que viven adentro y no salen para nada a esta miseria de desconsolación, volviéndolos a tapar, para luego oír el grito del marido de la niña Lucrecia, insultándome, diciéndome que me largara, que cómo me atrevo, y gritándole a la niña que es una bestia, que si no se daba cuenta de que tenía dos hijas casi señoritas. Entonces ahí fue que quise meterme también con el gusano y taparme con las piedras, palos y tierra y con años y con casas y con árboles, y ahí mismo fue lo de la diablura que le cuento, porque de mis ojos empezó a salir agua y agua y agua y de mi garganta no salía ni un centavo de palabra, sino ya en la esquina de la vecindad, cuando limpiándome los mocos con -91-

la manga de la camisa me pude decir yo mismo: cabrón, cabrón y me puñetié los ojos de lo lindo, tanto que luego no le vi venir al Muro que me dio un gran susto al gritarme en la oreja ¡viva el Aucas, carajo! para luego silenciarse como envoltura, tal vez comprendiéndome, aunque su silencio fue el de siempre. Pero su presencia para mí era la gracia, el descanso, diga usted. Como que tenía espalda para los dos. Entonces yo me arrebaté contra todo el universo y le propuse que decidiéramos emborracharnos y el Muro me dijo con qué y yo le contesté que no se preocupara, que para eso Dios había puesto los carros en las calles, para que si a algún don le faltaba el tapacubos o las plumas de su flamante, nosotros se lo proporcionaríamos ipso facto, sacándolo de algún otro que ni se mosqueaba, es decir, haciendo de mediadores entre tantas y tantas necesidades del mundo. Entonces el Muro comprendía y ponía los labios a un lado que era su forma de sonreír y se echaba a caminar fuera de la vecindad, yo siguiéndole para allá, bastante lejos donde había luz eléctrica, y todo, y los señores caminaban de a corbata y usaban sombreros estupendos y carteras enormes como las de las mujeres, y ellas también llenas de vinchas y argollitas con tan poco vestuario que yo me arremojaba los labios y metía la mano en el bolsillo del pantalón de puro instinto... Y hacíamos el trabajo como Dios manda, es un decir, mientras él me cubría y yo desatornillaba hasta el alma de los flamantes estacionados y como esperándonos. Esa noche sí que fue la borrachera papal, porque don Cristóbal, el perro viejo de la calle de las traperas, nos dio cincuenta latas por todo y de paso nos convidó a los primeros aguardientes, pero nosotros nos salimos luego, luego para donde la peruana, porque nos gustaba chupar solos y chupábamos como los machos, como los mexicanos de las películas, y a mí se me dio por las canciones y cantaba traicionera y ésa de Miguel Aceves que dice: y tú que te creías el rey de todo el mundo -92-

y el Muro me asentía y decía: otra mano, cántale otra, y tú que nunca fuiste capaz de perdonar, pero yo le dije que ya estaba bueno de serenatas porque tenía el corazón hecho un menjurje, y cruel y despiadada, de todo lo que me pasaba y que nos fuéramos a armar bronca por algún lado. Pero yo me sabía el lado, sino que no se lo decía al Muro de tamaña vergüenza, hasta que al final se lo conté todas mis sospechas como si fueran la pura verdad y él me comprendió como gallo que era y me dijo con igual voz gangosa: hay que matarlo mano, y se levantó él primero diciendo: mierda, mierda. Así fue que cruzamos abrazados toda la vecindad y llegamos a la quebrada de la basura (de allí sacaban mis guambras algunas cosas. Un día me trajeron un par de gafas casi enteritas, pero eso pertenece a otro rollo) y luego llegamos a la casa del tal compadre Misael, que para mí dejó de ser compadre y que luego de un momento también dejaría de ser Misael, por mi hostia santa, dije, pero así y todas mis ínfulas, ya en el lugar se me subieron, y como que temblaba, pero el Muro que me conoce me entregó su cuchillo como si me entregara a su hembra y me dijo ¡por la cresta de tu madre, no te paniquees! y no habló más nada, porque él era así, de palabras esenciales, y también por eso es que se le decía Muro y yo le respetaba y le tenía dolor de corazón, porque el que no habla y chacharea y baila en la conversa es un pobre amargura que se está despepitando solo, y si peor se invocaba la cresta de mi santa madre, yo ya estaba dirigido desde un principio y el destino de Dios me impulsaba a acuchillarle hasta los suspiros a este mal don que entre la sangre y las tripas se le fue saliendo el nombre, el parentesco y todos esos pecados que yo se los presentía. Aunque, pensándolo bien, creo que le desgracié no por sus maldades, sino de pura desesperación junta, qué lástima me da. Ahora ya no sé qué fue del Muro, ni de Micaela, ni dónde mismo me agarraron. -93-

Es como si tanta pena me hubiera borrado el antes, y como usted ve, se me han fundido todos los colores de la vida. Solamente me queda la venganza que siento y que a veces me da fuerza para seguir aguantando hasta el final, en este hueco, para salir algún día a barrer con todos los que me han hecho tantísimo mal, sin que yo nada. Que de otra manera yo no estuviera aquí, sino en los brazos de la Micaela mía, o arreglando el jardín de los señores, o caminando con el Muro calle abajo, llenándome de su silencio, caliente a la sombra de sus espaldas, serenando la desazón en la cantina de la peruana, durmiéndome este insomnio, que por mi culpa, a usted también lo descobija.

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Cuando me gustaba el fútbol Yo bajaba con Oswaldo por la avenida América, rodando la pelota con pases largos de vereda a vereda, cuando mamá salió a la ventana de la casa y me llamó a gritos. Me paré en seco mirando cómo la pelota se iba solita, sin nadie que la detuviera, que la acariciara, como lo hacía yo con mis zapatos de caucho ennegrecidos y rotos. Oswaldo estupefacto por un momento, corrió luego tras ella y yo regresé donde mamá, limpiándome las manos en el pantalón. Mi vieja, enfadada y marchita, llena de grandes surcos sus mejillas, me habló de la misma manera que hablan todas las madres pobres, me recriminó mi suciedad, mi vagancia y ese juego maldito que destruía mis zapatos y dejaba la ropa «hecho sendales». Luego llevándome al comedor me dijo: «Desclava ese cuadro de la pared y límpialo porque debes ir a empeñarlo». Me dediqué por entero a esta labor y Oswaldo me ayudaba, tratando de sacarle el mejor brillo con el trapo que utilizaba mamá para limpiar los cubiertos (que casi siempre estaban limpios). Era un cuadro -95-

plateado de La Divina Cena tallado a mano. Despreciaba ese cuadro, siempre lo había mirado desde mi silla con esa muerta benevolencia que no servía para nada, con el tipo de barbas largas sentado en la mitad de una mesa enorme y los doce más mirando nuestro almuerzo de caras macilentas y sopa de fideo. Oswaldo me dijo: «Hay que jalarle las barbas a éste» y yo me reí buscando en su actitud esa sombra protectora de la amistad, pero luego me puse triste y con ganas de decir puta madre, porque me daba pena ver cómo poco a poco nos íbamos quedando sin nada, primero el radio, luego la vajilla que le regalaron a Micaela cuando se casó, el despertador de Julia, el abrigo que Manolo heredó de papá, el prendedor que le regaló el tío Alfonso a mamá cuando regresó de España, los libros de Medicina de cuando el ñaño estudiaba y así todo, y también estaba eso de que podía verme Gabriela en el momento de entrar a la casa de empeño de don Carlos, como ya me había visto otras veces. Por eso y por mucho más estaba triste. Pero Oswaldo me dijo que me acompañaría y además recordé que el cuadro no me gustaba y que ahora podría comer en paz, mirando las paredes vacías y las telas de araña que siempre me produjeron una extraña fascinación. Guardamos la pelota en la red que Micaela tejió cuando estaba encinta y bajamos a lo de don Carlos. Quedaba en el primer piso de la casa de Gabriela; había que atravesar un zaguán largo y embaldosado. Yo procuraba no topar las baldosas negras y caminaba en puntillas. Siempre que no tocaba las baldosas negras don Carlos me recibía afectuosamente y decía: «Veamos, veamos, qué me traes ahora condenado». Al final había dos puertas cerradas y despintadas, con mucha mugre y manoseo, con el timbre a un lado (todas las veces que tocaba ese timbre me daban ganas de orinar), se abría sigilosamente una puerta pequeña corrediza y unos ojos chiquitos sin luz, escudriñaban a los lados de mi -96-

rostro, sin fijarse en mí, hasta que finalmente me miraba y decía con voz gangosa: «Veamos, veamos, qué me traes ahora condenado». Estiré el paquete y don Carlos preguntó, ¿qué es esto?, a la vez que abría el envoltorio con sus manos amarillas y temblorosas. Me desentendí del asunto y me puse a mirar tras suyo todo lo que mis ojos podían ver, medallones empolvados, chalinas de diferentes colores, relojes, radios, libros, máquinas de coser y de escribir, dos o tres biblias de enorme tamaño, un cofre de hueso, cobijas, un estuche de cuero, una espada, un título de abogado con marco tallado de madera, ternos de hombre, abrigos, todo ordenado y pegado con un papelito blanco. Pero el cuarto lleno de humo no me dejaba ver más allá, donde una bruma espesa se extendía como borrándolo, como debe ser la entrada al infierno, hasta que su voz ronca sonó en mi oído como cuerno y dijo: «Esto no sirve, es pura lata». Volví mi cabeza desamparada hacia Oswaldo que estaba escondido inclinado tras la puerta y él me hizo una seña impaciente frunciendo las cejas y agitando las manos, indicándome que insista, entonces yo mientras bailoteaba desesperadamente en mi puesto, frotándome las piernas, le dije: «Es nuevo, el tío nos lo trajo de Roma». Don Carlos pasaba el dedo por los apóstoles y mascullaba algo entre dientes, luego prendió un foco y se iluminó el cuarto con miles de reflejos dorados que por simple coincidencia venían a estrellarse contra mis ojos, al rato dijo: «Cuánto», yo respondí: «Cien, mamá lo sacará a fin de mes». Don Carlos lanzó una risotada y gritó: «Ni comprado, ni que estuvieran vivos». Tragué saliva y respondí: «Cuánto ofrece» y me sentí como esas mujeres que vendían verduras en el mercado del barrio. Don Carlos fue a su escritorio y sacó dos billetes de a veinte, diciéndome: «Toma esto, condenado, para que no te vayas con las manos vacías, firma aquí» y me señaló el libro azul con la pasta rota. Firmé y recogí los dos -97-

papeles y sentí un profundo resentimiento con mamá, con Oswaldo, con don Carlos y con esos viejos plateados de la divina cena. Cuando me retiraba don Carlos me gritó: «Espera la contraseña» y me lanzó un recibo que lo doblé y guardé en el bolsillo de la camisa junto con los billetes, pensando en que ya teníamos para otro día de comida. Antes de salir pedí a Oswaldo que saliera primero y me avisara si Gabriela estaba en la ventana. Oswaldo salió alegre, pateando la pelota y luego me hizo unas señas que yo no entendí bien. Cuando salí, la voz inconfundible de Gabriela me gritó: «Chino», pero yo acalambrado hasta los talones me lancé contra Oswaldo, le quité la pelota y corrí con todas mis fuerzas. En la esquina de la Panamá cambié un billete y compré un helado y dos delicados. Allí le esperé a Oswaldo, pero no apareció; entonces empecé a subir a la casa pateando las piedras y aplastando las pepitas de capulí que encontraba en la calle, ese sonido me producía una dulce satisfacción en la planta de los pies y en el oído. Cerca de la casa me encontré con la jorga del flaco Darío, todos estaban en rueda, tecniqueando con una cáscara de naranja. Me quedé viéndoles hasta que se acercó el Chivolo Sáenz y me dijo: «Chino, juguemos un partidito». Yo me iba a negar pensando en que mamá me estaría esperando para tomar café y comprar la leche de la mamadera del hijo de Micaela, pero el flaco vino por atrás y me hizo soltar la pelota, así que decidí irme con ellos diciéndome: qué carajo, que esperen. Había una canchita frente a la Escuela Espejo. Allí jugaba yo siempre al salir de la escuela, en el tiempo en que asistía, pero desde que murió papá ya no volví porque mamá me dijo que era preciso que le acompañara, que se sentía muy sola y triste y que yo era su único halago, pero ahora sé que no fue por eso, sino que necesitaba alguien a quién insultar, a quién mandar a los empeños, a quién enviar a la tienda a fiar el pan de la tarde. Pero en la -98-

cancha me olvidaba de todo y le daba a la pelota más que ninguno, tal vez sólo por eso gozaba de un pequeñísimo respeto como ahora en que el flaco me decía: «Chino, haz vos el partido» y yo meditaba, me daba aires, miraba a todos uno por uno y decía serio: «Vos Chivolo acá, vos Patitas allá». Ellos metieron el primer gol. Nos sacamos las camisetas y entonces sí se distinguía más. Yo me entendía bien con Perico pero más con Oswaldo, lástima que Oswaldo no haya estado porque si no era goleada. De todas maneras ganamos un partido y suspendimos el otro porque casi ya no se veía y decidimos pararlo para continuar al otro día. Cuando fui a ponerme la camisa, ésta había desaparecido. Comencé a buscarla primero con una risa nerviosa, luego angustiado y luego con lágrimas en los ojos, pero la camisa nada. Todos empezaron a abandonarme. Se me abrió un abismo oscuro, largo, de donde salía mamá, Micaela, su hijo, Oswaldo, el profesor, los zapatos de caucho, don Carlos, Gabriela, los apóstoles. Seguí buscando por horas, debajo de las piedras con las que señalábamos el gol, tras de los árboles, debajo de las yerbas, fui a la tienda y rogué que me prestaran una esperma y seguí buscando, con el dorso desnudo, empapado en lágrimas, tras de las matas de chilca, en el tapial, al otro lado de la cancha. Ya muy entrada la noche, desolado y vencido, lleno de frío me dije: «Bueno, Chino, qué mierda» y me llené de tristeza. De la misma tristeza que tenía mamá cuando perdió a papá. Ahora estoy en la estación esperando que pase Oswaldo y el negro Bejarano a ver si nos vamos a Guayaquil para embarcarnos.

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Las vendas Yo no sé Juanita por qué gladiadores caminos, por qué vastas soledades, por qué encabellados entuertos, por qué laberintos de múltiple pobreza venimos a dar a esta noche de espanto, a este espantajo de noche, donde te fuiste sacando las vendas ante el ojo perplejo y destartalado de una ventana de hotel y ante el patojo furor de este corazón que ya no suena. Tengo fresca en mi pupila la imagen de tus diez años, el pedazo de pan entre los dedos, ese saco de lana enorme que conjuraba tu frío y que tu abuela usaba en los días de lluvia, esa odiosa manera de coleccionar arañas muertas, de cazarlas en los rincones del techo, cada vez que caía de la silla y yo miraba tu calzonario cercenado de agujeros, la carne lívida, las caderas nacientes, las repetidas veces que empujamos mi coche de madera, yo a la bajada y vos a la subida porque tal vez eras más fuerte o quizá lo era yo y quería probar mi pequeño poder obligándote a que arrastraras cuesta arriba esa carcacha sucia y vieja que nos hacía olvidar el hambre y la soledad. Las continuas veces que fuimos a la quebrada a buscar zapallos, matas de toronjil, pepas -100-

de shanshi y luego las cambiábamos en el mercado por un vaso de jugo, por un plátano frito y volvíamos repletos y orondos donde la abuela que te jalaba las trenzas diciéndote sucia machona y te ponía a lavar los retazos de ropa vieja en ese riachuelo que bajaba del Pichincha y yo te miraba desde el tapial de mi casa hasta que caía la noche y con tus manos hinchadas me hacías la última seña fragante y esquiva, esa misma seña clandestina que vendría a parar hasta acá, luego de tantos años, a este cuarto donde sigues desmadejando vendas sin poder reconocerme en la penumbra mortecina que ha dejado tanto gesto repetido, tanto sudor de parejas precarias y marchitas que vuelven a la vida como un pequeño vómito, como un pequeño desliz, hipando a la muerte y a la resurrección entre dos carnes temblorosas. Una lavacara desportillada y herrumbrosa, llena de agua turbia, yacía en algún lugar del cuarto como una premonición. El agua, el agua Juanita que nunca nos faltó en los carnavales, cuando juntos íbamos por las calles del barrio con una lavacara igual, llena de globitos viéndoles a los jugadores ensopados y nuestro corazón era una fiesta mientras vos guardabas el dinero debajo de uno de tus zapatos. Eran los atisbos del amor Juanita, las primeras fulguraciones que caminaban por nuestras calles empedradas y sucias, como deben caminar los ángeles cuidadores por nuestras almas haraposas y marchitas. Pero nunca necesitamos mucho para estar contentos ni tampoco para estar tristes, el rostro se te iba descomponiendo como estos helechos que arrancábamos de la quebrada para llevar a la escuela, se iba descomponiendo como ahora en que esta venda interminable que desenvuelves de tu cuerpo va dejando ver lo macilento de tu vida, lo verdadero. Y te ponías triste por cosas simples, como cuando lloraste por no poder jugar a quién orina más lejos y rasguñaste a Perico porque me ganó (Ahora ya no te veo triste, ni siquiera eso). -101-

Y por qué secreta vía he venido a encontrarte ahora Juanita, cuáles son las puertas que se han abierto de golpe para dar paso a este vendaval que me sacude. Vos en el rincón más oscuro sacándote esas vendas que en la calle te rellenaban a la luz de la luna, mostrándome quizá todo el despojo, el desalojo, el ojo patético de la desolación que te contiene y aprisiona como una venda más, si hasta hace un momento yo estaba tranquilo paseando por la Alameda, lleno el corazón de remotos olvidos, de empolvados fracasos, arrastrando a paso lento los duendes de mi borrachera incurable, sacándome yo también, igual a cualquier boxeador derrotado, estas húmedas vendas de protección. Pero te vi, te vi con esas sandalias doradas, ese pobre cinturón dorado que refulgía en la noche como una llama, como una llamada, como una llamarada y recibí el mensaje en pleno vientre y acudí como el niño a quien ofrecen una manzana, y percibí tu olor, tu triste olor inconfundible donde se habrían pegado como sanguijuelas la alegría imperdonable de los hombres y te traje hasta aquí para refrendar mi vacío, para olvidar viejas imágenes que me obsesionan como aquellas donde estoy a tu lado ofreciéndote un mango, hablándote de cuando sea capitán, marinero, futbolista famoso; pero vos te sonríes resignada y empiezas a desenvolver la ropa para lavar, esa ropa interminable y ajena que ha llegado hasta acá donde sigues desenvolviéndola enviciada ya con la humillación, con la trampa, convirtiéndola en bandera. El agua de nuestra infancia, Juanita, que nos sirvió para lavarnos la culpa original, ni siquiera aquella agua de la iglesia que llevábamos en frascos a tu abuela para que se curara las reumas, el agua bendita de esa iglesia que escuchó tu voz cuando cantabas en el coro, que recogió tus pasos vanidosos cuando iban con la canastilla de mimbre, sucia de tanto golpeteo, recibiendo la limosna, delegada -102-

del cura por tu rostro de cera, esa iglesia que nos escuchó tanta ingenuidad, tanta risa apurada, tanto cuchicheo lívido antes del catecismo, esa iglesia llena de pasadizos oscuros, de ventanas, techumbres, campanarios, de corredores largos, de ornamentos inútiles ante los que yo me quedaba embobado, repitiéndome en silencio «cuando Juanita canta hay una misa en su voz» y vos orgullosa creías que rezaba y luego salías con el corazón lleno de bondad y los pies livianos y me tomabas de la mano y no parabas hasta la tienda de la esquina donde vendían melcochas y te endulzabas aún más Juanita y de paso me endulzabas a mí que ese momento era marinero de algún barco, viajador de países, derrotador de guerras y nos envolvía la alegría que ahora vas desenvolviéndola con tus manos para que yo me dé cuenta de la culpa y trace el puente que me regrese al día en que vos y yo Juanita inventábamos truculencias para que la gente nos tuviera pena, nos quisiera un poco, entonces vos amanecías enferma, más pálida que de costumbre porque echábamos azúcar en la sábana y tu abuela llamaba a mi mamá y todos íbamos a verte y vos abrías los ojos apesadumbrados y dejabas escapar estas palabras «mañana me he de morir, ¿no? mañana me he de morir», entonces tu abuela hacía hervir agua en nuestro reverbero y te ponía paños calientes y te daba masajes en el corazón y te colmaba de atenciones y vos me veías sonriente desde el fondo de tu mentira, significándome que sí te querían, que se ocupaban de ti, que había alguien en el mundo que sufriría tu muerte, que te pondría paños frescos como los que te vas sacando mientras el puente se acorta y yo siento la desolación de dejarte ir sin haber atrapado tu concepto, culpable como todos de tu increíble desnudez, de tu secular despojo. Sentado, lleno de pánico mirando tu saqueo, comprendo por qué me atrajeron en la noche tus carnes repletas y bien torneadas, comprendo esta macabra trampa que tiendes a los transeúntes que al -103-

fijarse en tu cuerpo te abordan sin pensar siquiera que luego, en el lecho, se encontrarán con un esqueleto momificado, un esqueleto relleno de trapos que suplica en silencio hacer el amor a oscuras para que la afrenta sea menos alarmante y ante este engaño vuelvo a recordar aquel día en que me regalaron esa trompeta destartalada para engañar mis navidades y yo te la entregué a ti porque mis pulmones no daban para nada y vos te paseabas por el barrio desgreñada y firme repitiendo la misma irrecordable melodía de tres notas. Todos decían allí viene la loca, disgustados por tu trompeta que sonaba adelantándose al viento y al oído como si estuvieras tocando en un tiempo absurdo, en un tiempo supremo. Finalmente me volqué a tu conquista para aminorar el desfallecido acontecer de tu soplo, la canibalesca actitud de los circundantes, la tremenda esfera en la que se mantenía tu deambular, y llegaba la noche, esa circunferencia total, repleta de imponderables donde las cosas se movían con una pasividad de hondo maleficio y yo quise cambiar esa rutina y cambiar también la melodía y fuimos a la quebrada donde solamente se escuchó el taratara de tu alocado corazón y te toqué los pechos que tenían la edad de la naranjilla y acaricié tus muslos que se me resbalaron como el agua, Juanita, y abrí tu boca para que me entrara la música y deposité mi niñez en tu vientre y vos me recibiste con acalambrada y sangrante mansedumbre, soltando la trompeta que ya inservible fue dando tumbos hasta el riachuelo que se tragó tu empecinado taratara... Pero ahora, si hubiera tenido el valor de quedarme en la esquina de la cama, esperando mirar tu verdadero ser luego de ver esa silueta cadavérica, esos senos ancianos que te llegaban a la cintura, esas fofas y desmadejadas nalgas puestas en libertad, esa sangre morada que se apretujaba a ti como una última venda, si hubiera tenido el valor de quedarme para darte mis recuerdos que te harían algún -104-

bien, para poner en tu cabello aceitoso y desteñido unas incipientes flores de dicha, porque luego de ese encuentro fuimos olvidando pausadamente todas nuestras hambres y uníamos la soledad cuando queríamos, en la cama de tu abuela mientras ella trabajaba sentada frente a un cajón, Juanita, a la puerta de los servicios higiénicos municipales, vendiendo pedazos de papel a todos los que entraban. Te habías convertido para mí en algo mágico como la sombra, como ciertas plantas, trayendo contigo un arco tendido en tu cuerpo, una elástica presencia de selva, una lengua de gato o de fuego; apenas una vela alumbraba esa mortecina dicha de alcanzarte para siempre, aunque su resplandor te disipaba en las paredes de ladrillo, te engrandecía y achicaba en los rescoldos de cemento, te sumergía y ahogaba en la penumbra de la puerta. Pero poco a poco aprendí a mirar nuevas fulguraciones que salían de tu cuerpo acurrucado y extendido. Cuando quedabas desnuda yo pensaba «lámpara, noche negra» y me ponía a beber de tu fuente la fuerza de la solidaridad, olvidando hambres, pobrezas y pasados, hasta que nos quedábamos dormidos en una duermevela donde la caricia se postergaba y vos entrabas al verdadero sueño como a una piscina de agua tibia y yo continuaba el rito circular de ponerme los zapatos, la camisa, el overol, para salirme nuevamente a no sé qué presencias inquietantes, a no sé cuáles dolorosos pavimentos, llevando en la mano, en la boca, en las axilas, esa nueva verdad, esa nueva desdicha de tu cuerpo que ahora no para de desenrollar vendas, de desmadejar tiras, tal como si tu carne no existiera, como si tu piel también la hubieras entregado en holocausto a cambio de la vida. Entonces yo regresaba a mi casa por oscuros y solitarios caminos y te escribía versos porque toda la noche era poca para redescubrirte y creo que desde allí empezó esta enfermedad que me ha durado hasta ahora, este mal sueño que me acosa, estas pesadillas que como largas vendas se apropian de -105-

mi ser y lo ahogan, y me he repetido siempre en las mañanas, como una oración, como un reclamo, esto que leí alguna vez: «¿Los muertos duermen?, por qué carajo, si nosotros no podemos» y me levantaba a recorrer la misma infamia diaria, mirando pasar a los niños a la escuela con sus rostros adormilados todavía y sus bocas henchidas de pan mientras yo iba a la mecánica del maestro Rueda para aprender el oficio de forjador, de tornero, de útil para todo, y me inscribieron en su equipo de fútbol y corría con ellos por las tardes mientras tú, Juanita, te llenabas de sol a un lado de la cancha esperándome con una botella de agua y luego nos íbamos a caminar lejos, muy lejos, y subíamos a Cruz Loma olvidando tu corazón débil, mi cansancio, y hablábamos del futuro y nos envolvíamos en una ternura larga, larga, que ha llegado hasta este cuarto desolado donde vas desnudando tu esqueleto cansada de la rutina y de la angustia, de la densa y punzante falta de pan, aceptando esta penosa forma de culparme, diciéndome con una voz ronca que nunca conocía: «No se asuste amigo, de otra manera no engancho» y yo estoy paralizado al borde de la cama, entumecido de tus vendas fatales que se han ido enroscando en mi cuerpo Juanita, sin poder decirte que me cambié de barrio, que mi vida va siendo solamente un continuo cambio de cuarto, que mamá murió, que papá me ha pasado su copa como una herencia inigualable, que he logrado aplastar el futuro, aniquilarlo, responder al despojo, al desalojo de una manera estoica y babosa, y te miro Juanita al borde de una lágrima inútil como todo, mientras vos me señalas tu cadáver desenvolviendo los últimos ropajes que te lanzan a la cama como pluma al aire, como pluma abatida por la fuerza de los huracanes y me repito y me repito: por qué gladiadores caminos, por qué vastas soledades, por qué descabellados entuertos, por qué laberintos de múltiple pobreza venimos a dar a esta noche de espanto, donde has terminado de sacarte las vendas para ahorcarme. -106-

Ana la pelota humana Cuando ninguno de nosotros se esperaba, Demetrio el de los puñales dijo que sí, que había que castigar a la enanita. A Julio y a mí, que hacíamos los malabares en la bicicleta de una rueda, nos dio mucha pena, porque la enana se pasaba todo el tiempo en nuestro camerino lleno de esteras y papeles viejos, sacándole lustre a las botas, al eje de la bicicleta (que Julio solamente la llamaba cleta porque, en realidad, no tenía nada de bici), a los radios de la llantita, al freno del manubrio, al cabezote del centro, y daba un poco de gusto mirarla con ese cuerpo deforme, ese tronco de piedra irregular, esas piernas que parecían ramas de betibé, esos dedos atrofiados que nunca salieron del todo, ese caminar estilo títere, con un paso suelto y otro solemne, dándole a mis botas, a las de Julio con un trapo que le había regalado Marisol, la gorda más gorda del mundo, vieja de mala entraña que atendía el gallinero del circo y se comía veinte y cinco huevos diarios con cáscara y todo, por lo del calcio, según decía cuando podía hablar. A la enanita la habíamos robado en el último viaje a Esmeraldas. Aunque no creo que lo más -107-

apropiado sea decir esto, porqué se roba algo cuando ese algo hace falta a alguien, digo yo, pero ella no pertenecía a nadie, estaba sola y desgualingada en el mundo. La encontró Irma, la Serpiente Azul, merodeando cerca de la jaula de Marco Porcio en busca de desperdicios. Irma la trajo de una oreja donde Demetrio. Recuerdo que en ese momento él estaba contando el dinero que había producido el día, y todos a la expectativa esperando que, esta vez, nos regalara una moneda más para celebrar la entrada a la Costa. «Qué es esto» había dicho Demetrio tomándola por un brazo y dándole vuelta, una y otra vez. «Es una niña» contestó Irma «la encontré comiéndose los plátanos de Porcio». «Está bien, está bien» dijo Demetrio luego de examinarla, «se quedará con nosotros, Julián y El Chino se encargarán de enseñarle alguna cosa que nos sirva». Las decisiones de Demetrio eran inapelables: mi espalda conocía bien sus cuchillos afilados, también las piernas de Belinda Dientes de Oro los conocía y también el rostro de Aparicio el negro domador de caballos tenía una cicatriz profunda que nos recordaba a cada instante la obediencia que se le debía, al fin y al cabo comíamos por él y si alguna vez salíamos a conocer los caminos del amor en los pueblos, era por Demetrio, por su generosidad. Sin él no éramos nadie. ¿Qué me haría yo, por ejemplo, si Demetrio me quitara la rueda, las botas, los pantalones de seda roja, la cachucha de terciopelo, ¿qué sería de Julián si Demetrio no autorizara que se escribiera su nombre en los cartelones que pintábamos para poner en las esquinas más concurridas de los pueblos?, ¿qué sería de Belinda Dientes de Oro si Demetrio escondiera la soga con que se daba vueltas en el aire asida de sus dientes?, ¿qué sería de Aparicio si Demetrio vendiera los caballos o los matara para alimentar a la Gorda más Gorda del Mundo, que le escondía entre sus faldas cuando venían los municipales a cobrar los impuestos?, -108-

¿qué sería de la pobre Conchita Espinal si a Demetrio le diera por ensartar sus cuchillos filudos en el vientre en lugar de hacerlo a escasos centímetros de su cuerpo en la prueba central que día tras día, noche tras noche, nos quitaba la respiración a todos y, especialmente, a Juancho «el Payaso» que también hacía de tragafuegos y que en Potosí, luego de una penosa enfermedad por efecto del querosene, pudo hablar un poco para decir: «Conchita vos, Conchita para mí vos» y que luego se le apagó nuevamente el habla como una tea más. Sí, Demetrio era todo para nosotros, no teníamos a nadie más en el mundo, igual que la enana a quien le fabriqué un nombre antes de enseñarle a darse trampolines, a convertirse en nudo, a caminar con las manos, y le dije —luego de consultar con Julio— te llamarás: «Ana, La Pelota Humana» y a ella se le pusieron los ojos como se me ponen a mí cuando estoy encima de la bicicleta o de Manuela la cocinera del circo, es decir, que le entró la felicidad y ya no se le salía sino cuando miraba a Demetrio desde lejos, que nunca lo miró de cerca porque no avanzaba. Entonces fue bueno el día de su debut aunque la lona estaba resbalosa porque había llovido mucho en Sangolquí, un pueblo importante cerca de la capital, donde Demetrio tenía harta gente conocida y el éxito era casi seguro. En la matiné contamos con poco público, creo que treinta o cuarenta personas, razón por la que Demetrio encargó la presentación al loco Esparza y se largó de muy mal talante a tomarse unos tragos «para templar el pulso», como decía, así que no pudo ver a «Ana, la Pelota Humana» que se desempeñó muy bien, más allá de cualquier buena esperanza saltó, brincó, se anudó, se hizo un alfandoque y su magro cuerpecillo parecía en realidad una pelota de plastilina lista para tomar la forma que se imaginara. Julio, Manuela y yo espiábamos tras bastidores con mucha alegría y cuando la trompeta anunció el fin del número, nuestras almas descansaron como después de un combate. Ana se acercó corriendo y por -109-

unos momentos la levanté en vilo mirando cómo brillaba su rostro de sudor y aserrín, luego la deposité en el suelo como quien deja caer un florero y salí a emborrachar al respetable con mi bicicleta de una rueda. Para la función de especial Demetrio no llegaba y Marisol lo mandó a buscar a la taberna del pueblo. No había quién hiciera sus números porque Demetrio no solamente era Demetrio, «El Lanzador de Cuchillos», sino además era «La Saeta Voladora» y cuando estaba de humor el «Payaso Malaquitos», pero Demetrio mandó a decir con el recadero que se fueran todos a la puta madre y que si la lluvia no paraba no regresaría al circo y que la gorda Marisol tendría cinco huevos menos por tanto joder. Antes de la función de la noche llegó Demetrio con unos cuantos del pueblo. «A prepararse todos», dijo, «quiero que mis compadres vean la mejor función». Gritaba por todos lados afilando los cuchillos en una piedrita plana y brillante que recogió en el Río Blanco en Santo Domingo de los Colorados. Fácilmente se notaban los estragos del alcohol en su rostro y Conchita Espinal se puso a prepararle café con raspadura pasado por media de seda. Demetrio temblaba, temblaba su corpachón, temblaban sus manos, el circo temblaba. —Te jodiste —dijo Julio acercándose a Conchita— en esta te clava—. Conchita derramó el café y se puso a llorar. Los amigos de Demetrio entraban con mucha algazara y las tablas mojadas estaban casi repletas. Demetrio ordenó que salieran los payasos para aligerar el ánimo de los espectadores y nos mandó poner nuestras mejores galas. Yo mismo arreglé el vestido de «Ana, La Pelota Humana» con la ayuda de Manuela. La peinamos, lavamos su cara, la polveamos, Julio se opuso a que pintáramos sus labios, diciéndonos que era una niña y que a la gente no le gusta que las niñas se metan a señoritas, entonces la dejamos con sus labios medio amoratados y medio pálidos y acariciamos su huesuda -110-

jorobita dándole ánimo y diciéndole que debía tener cuidado porque el piso estaba mojado. Luego hicimos algunas bromas pero Ana, con tono de reproche, dijo en su media lengua: «A yo no me moleste porque te vo a tapia». Estábamos en mi camerino. Yo empecé a maquillarme y Ana salió dando traspiés enfundada en unos mamelucos morados que se los había tejido Manuela. Julio me miró y me dijo que mejor me pusiera la boina verde porque él saldría con la roja; accedí y le pedí que me pusiera un poco de sombra en los ojos. Luego me calcé y ayudé a Julio a armar la cleta. Estábamos nerviosos, un aire buhonero, una noche como de fantasmas, como de telarañas espesas. Intempestivamente entró «Ana, La Pelota Humana» lloriqueando como un ratón herido, se agarró de mi malla y gritó: «Yo no quiero salir, el malo va a morir a Conchita». Julio y yo nos miramos y en sus ojos rebotó mi miedo y se fue rodando para siempre, como desocupándonos. Casi sin proponernos, a un mismo tiempo agarramos la bicicleta, Julio se montó en mi espalda y fuimos directo al camerino de Demetrio. Allí encontramos a todos rodeando su puerta, inclusive Marco Porcio había roto los barrotes, y su cuerpo descomunal permanecía erguido y a la expectativa. Conchita refregándose las manos nos contó que Demetrio había dispuesto castigar a la enanita por no salir a escena. Tenemos que entrar dijo Aparicio, pero Irma, «La Serpiente Azul», ya se arrastraba por una pequeña reja que había acomodado Demetrio para el respiro, y abrió la puerta. Demetrio estaba lavándose la cara. Nunca olvidaré su rostro cuando levantó la mirada y recibió el primer latigazo de Aparicio, el Domador de Caballos, sus ojos hirvieron por un momento pero, al segundo mordisco de Belinda Dientes de Oro, empezó a maullar como gato en tejado; poco quedó de él cuando Marco Porcio asentó su mano en el pecho de Demetrio y menos aún cuando Conchita Espinal -111-

clavó la hoja brillante en la frente mojada de Demetrio, y peor todavía cuando la gorda Marisol estrelló un huevo en su rostro descolorido. Pobre Demetrio. Descolgado de la vida como un trapo, ya no podría hincar su cuchillo en Ana la Pelota Humana. Ni en nadie.

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De terciopelo negro De terciopelo negro tengo cortinas para enlutar mi pecho si tú me olvidas. (Canción popular ecuatoriana)

—Para enlutar mi pecho si tú me olvidas —dijo Manuel mientras dibujaba con su dedo sobre las pestañas de Rosario, como un niño que estuviera calcando una golondrina y descubriendo absorto los primeros destellos de la magia. Tomó seguidamente el rostro de Rosario con las dos manos ya desacompasadas y quedó mirando extraviado el disco que daba vueltas como una conciencia loca. —En qué piensas —dijo ella y agregó—; creo que ninguno de los dos debe pensar. Manuel asintió con la cabeza y luego de un rato, como si la idea hubiera llegado atrasada a aquel movimiento, repitió: —Es verdad, es verdad. Se dio vuelta y tomó del velador los cigarrillos. Rosario descubrió entonces que estaban desnudos y con un ademán inconsciente se tapó el pecho, luego se rió de esta actitud y se desembarazó de las sábanas con un pataleo absurdo como el de una -113-

persona a quien estuvieran ahorcando. La desnudez para ella ese momento era la necesidad de convalecer ante tanto vestido, ante tanta máscara: —Tienes que prestarme otro libro —dijo atropelladamente—; he terminado lo de Genet y he quedado sola. —¿Te ha gustado? —preguntó Manuel prendiendo el cigarrillo. —Sí —dijo Rosario con una sonrisa irónica—, piensa de ti igual que yo, si me pasas la cartera te leeré una frase. Manuel se inclinó hasta la alfombra y recogió la cartera entregándole a Rosario que luego de buscar en ella sacó una libreta pequeñita y leyó: «—Lo adoro, cuando lo veo, acostado, desnudo, me dan ganas de decir misa sobre su pecho —luego cambió de página y siguió leyendo—: me gustaría jugar a inventar las formas que tiene el amor para sorprender a la gente. Llega como Jesús al corazón de los ardientes, viene igual de taimado, como un ladrón». Así has llegado tú Manuel, así has llegado —dijo finalmente y se dio la vuelta hacia otro lado con el único fin de que él la mimara haciéndole olvidar ese horizonte trágico de los días cotidianos. Manuel acarició su espalda, con un rozamiento delicado que casi no llegaba al cuerpo, como si solamente la estuviera mimando. Rosario se encrespó contrayéndose y dilatándose y pareció que un pequeño ronquido brotara de su piel, era el rumor esperado, la voz increíble del exceso, la apretada angustia de una vez más, la única posibilidad de fuga, de estampida, el acto heroico, el pasaje deslumbrante hacia otro ritmo, hacia otra tentación. Era la hora en que los cuerpos sucumbían y el pensamiento se extraviaba por recovecos increíbles, la hora en que el pensamiento se llenaba de fugaces estruendos y el cuerpo renacía con el vigor del mar, una ola ensangrentada, una esplendidez de dicha, una ritual angustia que se iba desmadejando con más violencia a medida que el ovillo del tiempo -114-

destejía los últimos hilos vespertinos. Luego el espasmo. Suave como el primer aletear de la golondrina, como cuando se va cayendo en el sueño hacia un abismo eterno, como cuando en un pueblo desolado se van apagando las últimas luces, las últimas presencias. Empezaba entonces para ellos la noche. La verdadera noche. Aquella en la que se despedían para luego conocerse en la pesadilla, en el monstruo parado del insomnio, en la fatal desesperanza de la cotidianidad que paso a paso iba carcomiendo lo mejor de sí mismos con una constancia indeclinable, como un torturador bien entrenado. Y venía el silencio, llegaba el silencio un poco antes que la melancolía, cobijados por una sábana indecisa, dueños aún de la sensación, con los rostros extenuados después de la batalla, con la última caricia sumergiéndose ineluctablemente hacia el olvido, como el delfín que desaparece ante el rostro curioso y canallesco de los hombres, el silencio que iba ocupando gradualmente el gesto avergonzado de los cuerpos. La mano de Rosario pendía a un lado de la cama como una muerta pequeña, como algo que ya se hubiera ido, sin objeto, sin destino. Su boca amoratada y temblorosa como queriendo retener el efluvio violento del beso, masticando apenas el deseo que cambió de página, escondiendo en las palabras el temor del momento dijo: —Manuel, quiero escuchar otra vez el disco. Manuel se levantó desnudo. Un sonámbulo manejado en la penumbra por manos imponderables. En ese silencio bailaban ángeles con cascos y con cuernos y con uñas, volaban codornices de picos afilados, danzaba Lucifer con su trinche loco. Manuel tanteó en la oscuridad con el miedo que sienten los guerreros y avanzó épico caminando sobre una escarcha recién descubierta. Hizo girar el disco y regresó a la cama introduciéndose en ella con la sensación de que entraba a su ataúd. Prendió un cigarrillo y le ofreció otro a Rosario, ella levantó levemente la mano y la dejó caer abatida y sin fuerzas: -115-

—No, ya no —dijo—, es hora de irme, Alfonso debe estar por llegar. Manuel puso uno de sus brazos bajo la cabeza y aspiró el humo tratando de adivinar todos los movimientos que hacía Rosario al vestirse. —Adiós —dijo ella. «—Para enlutar mi pecho, si tú me olvidas» —dijo Manuel mientras dibujaba con su dedo en el aire una despedida en negro.

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U.S.A. que te usa Volar, no saber de ti ya nunca, pequeño paisito polvoroso, olvidar tu nombre, tu camino y tu idioma, toda la vida dormida que he pasado evaporándome entre tus árboles, confundiéndome en el sopor del vegetal. Me voy, abandono la novia querida que me cambió por un capitancito, la madre a quien hay que alimentar su placer de sufrir, el trabajo en el que pasaba las ocho horas fumando el no hacer nada, la puta tristeza de las seis de la tarde que carcome tu pensamiento, tu sentimiento, tu descontento manuel, sin nada que te sostenga o te defina, te atrape o te suelte, te obligue a rendirte o combatir. Volar, irse, partir mañana manuel, hoy, a Estados Unidos, a Chicago donde la tía Raquel, la gorda cenicienta que escribe a mamá para contarle cuánto gana, para hablar de su marido gringo y para mandarle fotos en la que aparece fumando y tomando wisky cerca de un perro verde y un arbolito de navidad plateado, volar donde ella, la valiente que se fue sola y ahora triunfa, volar donde ella, refugiarse en sus alas, pero solo unos días querido sobrinito porque tú entenderás este país es otra cosa, aquí -117-

cada cual vive su propia vida (su propia muerte), unos días, conoces el ambiente, te busco un trabajo y luego te instalas y empiezas tu propia, tu verdadera vida querido sobrinito, mi verdadera vida, la mía propia, no la de mamá, ni la del jefe, ni la de la novia no hagas esto, no me hagas sufrir tanto, maldita sea, mi propia vida, mi única flaca y asquerosa vida. *** Estoy en lo alto. A muchos miles de kilómetros del suelo. El paisito por fin ha desaparecido. Horas de horas solamente aleteo de las abejas en el corazón. La azafata anuncia que no se podrá aterrizar. No hay por qué atemorizarse, es por la niebla, no hay por qué asustarse. Un cura a mi lado saca con aspavientos un largo rosario de pepas negras y gruesas. La señora de mi costado derecho se ha puesto pálida, a su lado una joven rubia se arregla el cabello con persistencia. Yo no puedo concentrarme en la lectura de un estúpido reportaje a miss mundo, el cura me habla y dice que no hay por qué preocuparse, que ya ha rezado su rosario, «ya recé mi rosarito» dice con una mirada en blanco y a mí me vuelve a la memoria lo que decía a mi madre antes de acostarme: «Mami, ya oriné». Desde siempre la religión tan estrechamente ligada a mis terrores. Alguien atrás mío dice entrecortadamente: «Ajústate el cinturón perlita»; la niña responde: «Me comprarás acuarelas en Chicago». Dejo la revista en la bolsita del asiento y el cura se siente con atribuciones para hablarme: «¿Usted se quedará en Chicago?», le digo que no, que quizá, que es posible, entonces me cuenta algo de Filadelfia, de sus parientitos, su mamacita que está al morirse, la vida es dura, yo en Panamá, metido en la selva, evangelizando, construyendo iglesias, escuelitas, bautizando a los pobres niños, llevándoles la palabra de Dios. No hay por qué preocuparse, ya está despejado, amarrarse los cinturones, vamos a aterrizar. -118-

Un frío intenso me golpea el rostro, me voy para atrás imperceptiblemente. Me empujan, me registran, me interpelan, me esculcan, me sueltan. Soledad de quince bajo cero. No sé qué hacer. Recorro toda la inmensidad del aeropuerto y encuentro casi al final un lindo rotulito «Ecuatoriana de aviación». Largarme, no pensar nunca más en la oficina, ni en la amante de ojos de borrego que me dejó por un cap... Sí tía, todos están bien, le mandan recuerdos, besos y estas pulseritas, estas camisitas bordadas que se trabajan allá, estas shigras y estos shuéteres. Oh, Oh, ¡qué lindo! very beautiful, lindo, prety, very prety mijito. Ahora pégate una ducha y a dormir, mañana hablaremos. Ojalá te consiga un trabajo en el Mac Ray Company, allí trabaja Moqui, el del segundo, por ahora te acostarás en la cama de Claudita, ella dormirá conmigo aunque a Henry no le gusta. No te olvides de regular la calefacción. Dormir, dormir, pero no puedo carajo, no puedes manuel, desde un almanaque un perro te mira tieso, más allá un cajón lleno de ropa y muñecas destrozadas, las piernas abiertas descuartizadas, como debe estar ella, lejos, en esta noche. Me levanto y miro por la ventana, las notas de la nieve caen sobre el piano negro y silencioso de la noche. Mi madre estará dormida soñando en aviones, en aeropuertos, en desgracias, se martirizará porque he olvidado el cepillo de dientes, porque no alcanzó a servirme el café, su último café dirá entre sollozos. Me recuesto nuevamente y pienso que es preferible no pensar y esperar lo que venga. Pero no viene nada. Entonces me masturbo y quedo desolado, sucio, rencoroso. *** Alguien golpea la puerta, me despierto con la sensación de que es mamá, luego miro el perro del calendario y me digo bruto. Es la tía Raquel, espantosamente gorda, son las calorías mijito, aquí todos -119-

los alimentos están llenos de calorías, hasta el agua. Me dice que ella va al trabajo, que volverá a las cinco de la tarde, que a esa hora hablaremos, yo le digo que sí, que bueno señor Ministro, me recomienda que no haga ruido porque Henry duerme, debo despertarlo a las cuatro para que vaya a su trabajo, nuevamente me acuesto y me digo que todo está bien manuel, trato de buscar a tientas la última imagen de mi sueño, pero éste se ha deshilachado completamente. Miro el cuarto, por allí dos o tres revistas, más acá un cuaderno borroneado con dibujos y dos lápices de colores, uno azul y otro verde. Salgo y me paseo por el apartamento, recuerdo el cuarto de Henry en la última fotografía, un rubio masacote digno para una a colores con caballitos y desierto. Tengo sed. En la cocina, sobre una hornilla está una sartén con dos huevos fritos y en la mesa dos trocitos de pan y un plato de mermelada, meto el dedo en la mermelada y lo chupo, es de fresa como mamá, la pobre tan lejos, si al menos le hubiera aceptado sus galletas con paté, espere mijito le limpio el cubierto, tome, tenga la servilleta, amabilidades de víspera de ausencia. Las cuatro de la tarde. Debo ir donde Henry y despertarle. Golpeo la puerta pero no me contesta, la abro y entro. Henry está tirado en la cama con las piernas abiertas, y resopla como un volcán. Su bigote rubio palpita y hace vibrar unas mínimas bolitas de cristal, la frente está llena de lágrimas. Le remuevo suavemente pero se da la vuelta y dice gangosamente okey, okey, luego abre unos ojos de sapo y se refriega con brutalidad, oh, oh, dice, tú eres manuel, si yo soy manuel, le dice manuel sorprendiéndose, como acurrucado, está bien dice Henry hay que trabajar. Yo lo dejo pero escucho todos sus movimientos, se baña, se viste, va a la cocina, saca los huevos de la sartén y los pone junto con el pan en un papelito de aluminio, luego me mira, me palmotea el hombro y me dice okey, okey, luego sale y se va. -120-

Hay dos dormitorios, una sala, una cocina y un baño, pero todo huele a cocina, el olor es espeso, cargante, tú estás con la piel tensa manuel y entre las piernas tienes algo así como un asco implantado desde anoche, un asco de recuerdos y de semen, debes bañarte pero la pereza (¿o no es pereza?) te hace decidirte a ponerte el pantalón, a vestirte con urgencia, con violencia manuel, y sales alocadamente, pulsas el ascensor y se te abre un hueco con dos caras negras brillantes y un rostro de ojos alargados como si el fin del mundo. Tú no hablas manuel, no puedes, te llevan del quinto al tercero y del tercero al décimo, pero yo me quedo metido hasta que entran dos portorriqueños habla que te habla, mira Juanito abajo tengo el cago, vamos a lo de Magía, ¿yo pago todo okey? pero tenemos que volver temprano, que tú dices men, ni me miraron, ni te miraron manuel, por fin saliste y el frío te comió como una gran boca, pero ya no quisiste regresar y caminaste un bloque mirando los arbolitos cadavéricos, pisando la nieve con tus mocasines de niñito bien, con tus mediecitas de hilo que te regaló mamá para que no le suden los pies mijito, pensando que no era nieve sino bicarbonato, como el que te preparaba María cuando llegabas borracho del fútbol y cerveza, mirando y admirando toda la organización, los camioncitos amarillos lanzando por sus bordes agua con sal para que la nieve despeje el camino. Hay que regresar, he tropezado ocho veces con la misma esquina, las cinco de la tarde, tenemos que hablar mi querido sobrinito. *** Tía Raquel es el colmo de buena, ha encontrado trabajo para ti manuel, lástima que sea el tercer turno, es decir de nueve de la noche a ocho de la mañana, ganaré noventa dólares semanales, el día puedo estudiar inglés o lo que yo quiera aunque es preferible que duermas querido sobrinito porque el -121-

trabajo no es muy fácil, cada semana debes darme cuarenta dólares y tendrás casa y comida, no creo que prefieras un hotel, los hoteles son very sucios y peligrosos. También los de la fábrica son un amor, la mayoría latinoamericanos y portorriqueños, al contrario de lo que dijo tu tía manuel encuentras que el trabajo es muy simple, solamente tienes que estar parado junto a una máquina esperando que salga el molde plástico de la televisión, le sacas, le empaquetas y lo vas amontonando a un lado, no importa que salga muy caliente, las manos se te acostumbrarán a los tres días, luego todo es un juego de niños me dice Moqui, el del segundo, yo he llegado a trabajar quinientos televisores en mi turno, si te ven que respondes te darán over time y tendrás más garantías, te dejarán trabajar los sábados y domingos. Entonces manuel tú te dispones, te entregan unos guantes de hilo blanco y empieza la cuestión, son ocho horas parado, sin pensar en nada querido sobrinito, a la quinta hora sientes un poco de sueño manuel pero debe ser porque ayer no dormiste, ahora en cambio llegaré a casa y dormiré como un lirón, largarme, olvidar la novia querida que me dejó por un... Es formidable la chiquilla que está al frente de mi máquina, ella no saca televisores sino máquinas fotográficas, luego con un cuchillo pequeñito les raspa el borde, el flash manuel, eso se llama el flash, en sus manos se ha instalado la rudeza del hombre, luego viene un gringo rubio hasta la porquería te dice okey, okey, your brake, es tu descanso manuel, tiempo para irte al saloncito donde están las máquinas y meter en la ranura una cuora para que salga café caliente, te impresiona la máquina aquella en la que metes un dólar billete y al segundo te sale en sueltos, como esas maquinitas de mi pueblo, sólo que en éstas no pierdes, únicamente es para ayudar al trabajador, para que no pase tiempo, porque the time es gold querido sobrinito. -122-

La muchacha me mira y me mira; al regresar de mi descanso traigo en la mano un vasito de cartón con café caliente, pienso dárselo porque su palidez me conmueve, pero en su máquina encuentro a un negro de pelo blanco que me mira sin mirarme. El ruido es enorme, ¿mamy me comprarás témperas en Chicago?, ya te acostumbrarás. Está amaneciendo, los ojos se me aplastan, a duras penas tengo fuerzas para sacar la televisión antes de que se cierre nuevamente la máquina, ¿qué hora será? Hay un pequeño movimiento, caras nuevas, frescas, con bolsitas en las manos, algunos traen un envoltorio de papel aluminio como el de Henry, se pasean con sus rostros adormilados y friolentos, es el turno de la mañana. Podemos irnos, hay que ponchar la tarjeta que está muy bien ubicada junto al reloj con tu nombre manuel, todos hacemos cola. Afuera un frío que da miedo, debo comprarme unas botas como las de Moqui y unas medias de lana (para que no te suden los pies mijito). De la fábrica a casa de la tía Raquel hay cuarenta y cinco minutos de caras dormidas. Yo no puedo dormirme ahora, si me paso del bloque me pierdo. Llego a casa, la tía ya se ha ido, Henry duerme. Todavía no le conozco a Claudita, estará en la escuela este momento. Voy a mi cuarto, es decir, al cuarto donde duermo y me tiro en la cama. No puedo sacarme la ropa, los párpados pesan como rocas. *** Ha pasado el tiempo, ¿cuánto? no lo sé, no tengo idea, trabajo y duermo, es decir, trabajo y como, me ha venido el insomnio, llego a las diez de la mañana a casa completamente agotado; los ojos se me cierran, me tiro en la cama y me pasa el sueño como por encanto, luego por la noche en el trabajo me quedo dormido parado frente a mi máquina, -123-

agarrado a la mancuerna de la ventana que se abre y se cierra, que se abre y se cierra mamá, que se abre y se cierra las ocho horas. Van dos veces que el gringuito me ha trincado dormido, dijo a la tercera leir off, por eso cuando voy al descanso me mojo el rostro y los cabellos, empapo mi camisa, llevo a mi mesita tres cafés cargados, me lleno de recuerdos lejanos y los voy soltando de a poco, tratando de pensar, de recordar minucias, olores, rostros, estampas, cosas viejas, interesantes a pesar de todo, interesantes para que no te duermas manuel, para que el plástico no se solidifique antes de que abras la puerta y caiga más y eches a perder otra televisión porque aquí el que no trabaja no come querido sobrinito, hay que tener los ojos bien abiertos (largarme, no pensar nunca más en la oficina, la política rastrera, la amante solapada que me dejó por un capit...). He conocido a Claudita, un día que no fue al Colegio, tiene doce años, sus senos empiezan a mostrarse como pensamientos tímidos, es más alta que cualquier señorita de mi tierra y habla un inglés lleno de pucheros. Hace dos días entró a mi cuarto completamente desnuda y la tumbé en la alfombra, luego me invitó a la biblioteca, allí te alquilan libros, ahora ya tengo la tarjeta y cada vez que llego del trabajo me hago el que me acuesto para que el insomnio me patee y voy a la biblioteca, buscas algo en español (¿una piedra en que sentarme no habrá ahora para mí?) y te encuentras con Ciro Alegría, lo cual te da mucha, y pasas el día entre un libro, un hot-dog y un jugo de naranja, por la noche vas dispuesto a pensar en todo, a no dejarte ganar por el sueño, a poner una idea entre cada segundo y piensas y repiensas en ella, en la que te dejó, recuerdas sus manos finas, tibias, sus caderas duras, sus muslos ansiosamente abiertos para la caricia y la deshonra, sientes que la quisiste, que la quieres, que eres capaz de escribirle y decirle que se venga, que aquí juntos ganarían mucho dinero, que irían todos los días al cine o al parque o a los conciertos, que todo -124-

sería diferente, que eres otro, uno que quizá ya nunca reconocería. *** Cada día más nieve, cada día más frío. He roto con la tía Raquel, Claudia me fastidiaba hasta lo inconcebible. Vivo ahora en un cuarto de hotel donde he pasado metido doce horas, solamente bajé dos veces a comprar tarros de cerveza en la taberna de la esquina. Una vieja sentada frente a la televisión lloraba borracha viendo un partido de golf, sus dedos amarillos, los ojos rojos, el vestido azul le daban un aspecto de collage trabajado por algún párvulo melancólico, se servía con aplicación su trago anaranjado, rara mezcla de jugo de tomate, gin y lágrimas, había puesto su cuota de dólares en la barra y el mesero iba restando el dinero conforme le servía, a una de sus manos le faltaban tres dedos, lo que seguramente le recompensó el seguro, raro gusano reptando hacia la copa, pero ya no tengo pena, tampoco tengo sueños como allá en mi patria andina, pienso en los televisores que empaqueto toda la noche. El sábado pasado fuimos con Moqui a vender sangre. Siempre lo acompaño porque se pone débil y me da pena, le pagan diez dólares por litro pero al momento ya no tiene nada porque fuma y absorbe muchas vainas. He puesto en la pared del cuarto una fotografía que me encontré en la calle aquel sábado, sucia y pisoteada por los transeúntes, es una muchacha hermosa, morena, el cabello largo le cae hasta los bordes de la fotografía, a veces pienso que traspasa esos bordes, creo que amo a esa muchacha, es profunda, lo único que me acompaña en esta soledad. Dos veces me he masturbado frente a su imagen, no quiero hacerlo más porque estoy débil y por las noches en la fábrica me quedo dormido parado. ¿Qué estará pasando en la Línea Equinoccial? -125-

Ayer asesinaron a tres estudiantes de la Universidad de Kent, los policías aquí tienen doble máscara, no entiendo para qué, hoy he visto a muchos estudiantes con una franja puesta sobre las chaquetas, es una protesta silenciosa, amarga, la única que pueden permitirse. Tengo miedo, los apaches se pasean borrachos por estas calles oscuras, ellos tampoco viven. Como yo. Solamente están, les han sacado de su sol y de su tierra, miran idiotizados los edificios enormes que se levantan como fantasmas de un rito cruel. *** Entré a un supermercado, mirando asombrado tanta y tanta cosa, banano enlatado, maíz enlatado, mote enlatado, cacao enlatado, mierda enlatada. Y a la gente que compraba como si se acabara el mundo. Me quedé en una esquina enlatada y empecé a mirar a una muchacha enlatada con su sexo enlatado. Me miró fríamente pero no a mí sino al borde de mi cara, una mirada congelada (ya te estarás cansando de la otra palabreja manuel) una mirada indormible, de doble turno, me dio tristeza de su vacío y decidí favorecerle, es decir seguirla, hacerla partícipe del mundo, entrarla en la vida. La seguí un bloque, ella regresó su rostro amarillento, su cabello amarillento, su blusa amarillenta y se paró en seco. Me acerqué y extendí la mano, ella me habló con un gesto brusco «cuánto pagas» le contesté «cuánto quieres» me dijo en un inglés volado «quince dólares» yo asentí y fuimos caminando calle bajo, luego tomamos un taxi y nos dirigimos a la Clarense, una calle llena de mexicanos y portorriqueños. Su apartamento tenía dos cuartos divididos uno de otro por una cortina de flores como las que usan en mi país las amas de casa jóvenes, adentro alguien lloraba, un lloro tenue casi no-lloro, como si fuera un sonido que se hubiera instalado para siempre en -126-

la boca de ese alguien, algo como llave de agua descompuesta. Cerró la puerta y entró al baño, salió completamente desnuda, es preferible que lo hagamos aquí, dijo indicándome un diván descolorido, la abuela molesta. Traté de hablarle, de entablar algo, siquiera una aproximación delicada pero fue inútil, todo se fue consumando llevado por un rigor de hielo, pero no se consumó del todo porque yo no pude, mi sexo flácido, amargado, recayente. Me insultó, pero al sacar los billetes del bolsillo y entregárselos, estiró una mano que temblaba. Al salir, ella apagó la luz y se oyó más nítidamente aquel llanto largo, largo y también riguroso que me fue persiguiendo hasta mi cuarto de hotel. *** La tarde. El sol pleno aleteando mi cabeza, las sienes larvas pequeñas que se agitan convulsivamente. Tengo frente a mí una tarde enorme, no chiquita como las de mi pueblo sin verano esplendoroso, enorme, de ocho horas sol. ¿Qué hacer?, ante todo no obstinarse en el recuerdo. Sentarse a la sombra de un árbol y espiar a la parejita que se hace el amor, ella parece rubia pero el verano aquí es engañoso, se diría que lo ama, él tiene la espalda bronceada, brillante, ella entre beso y beso le aplica alguna cosa, parecería que toda ella da saltitos, lo besa, lo frota, se alisa el pelo, mira el sol, lo besa, lo besa, mira su cuerpo ávidamente, examina palmo a palmo, juraría que es conocedora pero el verano aquí, sorpresivamente me regresa a ver y yo ya no puedo bajar los ojos al libro, ese socio hipócrita, ella se acurruca pero desiste, se distiende, hace un ademán con la cabeza y el cabello vuela por el aire, soy el único que he visto su cabello, rayo cósmico, dibujado a través del sol y el mar, hasta diría que uno se desprendió y vino a caer cerca de mí. Me arden los ojos, me restriego, dejo el libro junto al árbol y me acuerdo de Whitman. Corro hacia -127-

la playa y me zambullo con pantalón y todo, el agua muerde, el agua del lago Michigan es fría siempre, en invierno y verano, de mi cuerpo sale humo, ella me está mirando sonriente, su novio de espaldas piensa en que la yerba huele bien pero el verano aquí es engañoso, a mí me empieza a doler el amor de ellos, ese amor de estar allí, acariciarse, asolearse, besar la yerba, mirarme. El libro aún ésta allí y también el árbol y Whitman, pero yo ya estoy lejos, mirando pasar esa película dulzona de los recuerdos, ahora ella no es rubia ni él huele la yerba, ella es María y yo a su lado huelo la tierra pensando en su sexo diminuto, el contacto húmedo de la yerba me cosquillea el estómago, es una dulce sensación, siento como mi pantalón va desplazándose, siento su mano en mi espalda acariciándome a milímetros del cuerpo, casi sin acariciarme, únicamente siento el calorcillo que se desprende de sus dedos, viaja por mi columna hacia arriba y hacia abajo, María, su amor ofuscado, en alfombras, en prados, en zaguanes donde tú quieras pero no a esa casa de citas por favor. Regresaré al hotel, allí me esperan tres o cuatro cervezas, la fotografía de la pared, las estampillas, mis cuatro o cinco horas de insomnio, y si no la encuentro a miss Clairet, la drogadicta del segundo, una masturbación total. *** Manuel siente ganas de proyectarse en la noche oscura como los rascacielos que le rodean, de entrar en la noche, de olvidarse, pero algo atrás suyo no le deja morir, es el aire buhonero, el ruido de los zapatos, su sombra fantasmagórica a metros y metros de sí mismo, como si se le empujara para adelante, como si fuera necesario, imprescindible dar otro paso, uno más. El pavimento es una soledad aparte, pesa, se hunde a sus pies como un espejo amelcochado, tiene -128-

una vida larga, se diría infinita, manuel va pensando, esta puta vida, por qué no se la encajaron a otro. Tan lejos del amor, tan cerca del hospicio más barato, tan irreconciliable con ese mundo de hamburguesas y prostitutas, debe caminar un poco más, llegar donde Alice, esperar que ella se imponga, que se suba, que lo anule, no pensar, ser ella únicamente, ser la goma de mascar, ser Alice, musitarle en voz baja, Alice, Alice, para asegurarse profundamente de que dice Alice, Alice, acariciar su rostro, sus labios, sus muslos, ser la caricia, ser la palabra, ya no ser él, estar fuera, a la vuelta, en la contratapa, cerrar los ojos, apretarlos, acostarse con ella, ser Alice, pero ayer también manuel el coito deslumbrante y hoy su huella de tristeza, no hay que darle vueltas. esta puta vida y la sierra andina de allá lejos que te aprieta en la garganta como una corbata o una mala comida, sin nada que te sostenga o te defina, te atrape o te suelte, ¿me comprarás acuarelas en Chicago? —Hola hany, hola amor mío. —Hola Alice, Alice, Alice. Son torpes tus ojos manuel cuando empiezan a ver las cosas invisibles, como cuando Henry se pincha, tus ojos son dos pájaros muertos en el aire, pero de un escopetazo manuel, como cuando te quedaste mirando el cigarrillo, alelado, transformado, lleno de ceniza el corazón o como cuando descubriste que Alice no era más que Alice, como si sería necesario que las personas o las cosas fueran más allá para que existan, alelado, sintiendo que la vida no podía ser sólo eso, sólo Alice, que debía haber algo encima o debajo o a los lados, insolentado con la geometría, gritándole puta a la geometría como si ella tuviera la culpa en los volúmenes. ¿Me comprarás acuarelas?, ¿me esperarás?, ¿me perdonarás? Te quedaste mirando el cigarrillo manuel, pero eso te salvó, eso te extinguió y te quemó, y te hizo volver a la realidad de la televisión, del cigüeñal, a la -129-

realidad de Alice y sus kissme y te convenciste de que no podías ser un astronauta, ni vendedor de carros, y peor aún evangelista, porque tu realidad iba cargada de papelitos sueltos, de cintas de colores, de montañas altas, de agua de mar...

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Era martes digo, acaso que me olvido A los trabajadores del ingenio AZTRA, asesinados el 18 de octubre de 1977.

Bonita era la Carmela, mi arrejuntada, mi compañera que ahorita ya estará en huesos, atormentada por los gusanos manavalís. Yo se lo decía compadre. No vaya usted a creer que yo no le daba explicaciones de las cosas, pero ella me interrumpía a cada rato: «Esperate Manuel, voy a meter a las gallinas» o «Aguantá un ratito voy a trancar la puerta», entonces si yo le decía, «Ve Carmela, en el Sindicato hemos decidido...» ella me salía con que me esperara porque tenía que darles la yerba a los cuyes. Así, me oía a saltos y a brincos hasta que se serenaba en la noche, pero ahí en cambio era yo el que me olvidaba de todo, porque su cuerpo calientico me llenaba y me descansaba más que todas las cosas del Sindicato. Pero un día, cuando ya estábamos preparando la huelga, tuve que golpearle la tutuma para que se le abra, y le dije: «No seas así Carmela entendé lo que te digo» y lo que decía era que ya no vaya por la -131-

Troncal porque los soldados estaban rondando por el ingenio y también le dije que si alguno de ellos se asomaba por nuestro cuarto, que no le dijera nada, que se silenciara como noche, como tumba. Pero ella necia, con ese amor tan pendejo que tienen las longas, creyendo que si no me llevaba el caldo me iba a morir. Me decía que la sopa de choclo era ella, y que el plátano frito era nuestro hijo, y que las habas tiernas eran las dos marías que se nos murieron al mes y medio. Engañándome como a guagua para que coma. Yo nada más verle con la portavianda azul y el corazón un saltamontes. Entonces nos sentábamos atrás del trapiche para que no nos molestara el Selaya y yo me tomaba dos cucharas de sopa disimulando mi hambre para que le alcanzara a ella, y enseguidita pasaba al seco: arroz con fréjol, arroz con yuca, arroz con mote sazonado, arroz con cuy, seco de chivo, choclotandas en hojas de achera, maíz tostado, habas tiernas. Tierna se ponía ella cuando tomaba la sopa. Te vas a ahogar le decía yo siempre porque su boca casi se metía en la vianda. Pero de chiste le decía, nunca creí que un mal brujo me dictara estas palabras. Te vas a ahogar le decía, y así me cuenta el Felipe que murió, ahogada en el canal con las cebollas y los ajos mezclados a sus pechos y a sus brazos, como queriendo prepararme la última comida. Lástima que no llegué a tiempo. Jueputas, me han de pagar. Fue al caer de la tarde cuando después de largas discusiones decidimos la huelga, hacía mucho frío y las palabras de cada uno me iban arropando como cobijas. —Hay que hacer la huelga, no ven que los patrones no nos contestan, no dicen ni esta boca es mía, —por qué han de ganar ellos tantos millones y nosotros ni para un peje, —¡explotados, masacrados, humillados, hasta cuándo carajo!, -132-

—el gobierno subió el precio del azúcar y por eso el coronel anda que se le caen los chinchulines por todas partes, fíjate como se viste, vele esos zapatos, y vos, llapango caminas, enseñá tus manos pendejo, vete los lastimados del pecho, mírale al Juan quemado las patas, a la Maruja cortada el brazo, y ahora acordate del coronel engordando como un chancho, sentadote o puteando, —no hablés así Felipe, las paredes tienen oídos, —¡qué carajo! tenemos que aprovechar que la ley está de nuestro lado, —decidamos la huelga, de todas maneras nos moriremos de hambre, —¡la huelga! —gritó la Clementina, flaca y chupada como una rama de lluvia... Le digo compadre, esa fue la que me envalentonó, si una mujer se duele de nuestra circunstancia como no un hombre bien puesto. Entonces todo se hizo una mescolanza de gritos y vociferos y las máquinas se silenciaron como cuando uno está soñando en camaretas y de golpe se despierta. Así era. El Felipe dijo entonces que había que parar los camiones cargados de caña y que iban a la molienda, y nombramos comisiones para aquí y para allá. Todos en el ajetreo nos veíamos las caras como si fuera la primera vez, como si recién nos conociéramos y ya en el reparto de las comisiones le dije al cholo Pancho que se viniera conmigo, olvidándome de golpe lo del resentimiento de hace un año, el cholo me sonrió nomás, dándose aires de valeroso, de buen amigo. Cholo Pancho, ¿dónde estarás? Ya eran las cinco cuando cerramos las puertas. Yo me fui para las calderas porque me gustaba mirar aquel borboteo hirviendo, me gustaba el olor de la caña, que era como una mariadita caricia. Allí me pasé un buen rato sentado y nervioso. Luego miré afuera, al campo, a las pequeñitas luces que se morían, iguales a ojos de borrego, en una de ellas estaría la Carmela suavita y sabrosa como la chirimoya, -133-

y me dije «carajo, lo único que me hace falta es un gloriadito para calentar el cuerpo, un draquecito» como decía el azogueño Martín. Miré también los canales de riego, largos y oscuros ataúdes de gigantes. Era martes y no me olvido porque todos los martes tenía turno largo. Era martes, digo, acaso que me olvido. Usted no entiende compadre, o a lo mejor sí me entiende sino que le han tirado para lado equivocado los adulas del patrón, los pagos que le hace, las artimañas con que le envuelve. Tenía que haber estado allí saboreando esa furia de años, esas iras contenidas desde el tiempo de la Micaela, esta pobreza que nos tenía despachurrados los rostros y las barrigas, tenía que haber vivido en este pueblo de iglesia, prostíbulo y cantina, cortando caña todos los días, rajándose, sudando al mismo tiempo que esa fruta jugosa, emborrachándose a diario para dominarse, tenía que haber escuchado todas las noches los suspiros flacos de la Carmela, quejas silenciosas como de ratón, su brazo tembloroso en medio de algún sueño pesado. Tenía que haber vivido aquí toda una vida junto a los perros, mirarles a sus ojos, usted no ha visto los ojos de los perros de esta parroquia, son ojos llenos de frío, de hambre. De neblina, digo yo. Eso tenía que haber hecho compadre para que comprenda y no me diga la cantaleta de que por mudo, por irresponsable estoy preso. Aunque yo le cuento solamente lo que pueden aprisionar las palabras y eso no es legítimo porque mal conversador he sido, silencioso como la Carmela y como todos nosotros mismos, y la entonación no me gusta, el canto de la palabra no me gusta cuando le estoy relatando estas cosas porque en alguna palabra como que se me quiebra la voz y hay arañas o pulgas en mi garganta, y yo no quiero eso carajo sino contarle las cosas con furia, sin miedo porque el miedo ya se quedó enterrado para siempre junto a ella, arrejun-134-

tado a todos los que murieron ahogados en los canaletes, quebrados la cabeza, quemados en esas pailas enormes que nunca más despedirán el olor que le contaba, metidos el yatagán por la espalda y también por el costado, abiertos la barriga y tirados a los canales como en los tiempos del veintidós que nos contaba el Felipe, borrachos los milicos como si hubieran bebido todo el guarapo del mundo, aguarapados con mala esencia, con mal instinto, como el fruto del chamico: venenosos, erizados de púas por todo lado. ¡Ay de una palabra que me saque una lágrima, la lengua me he de arrancar, los ojos me he de sacar! Si la Carmela misma nunca lloró, ni cuando le hacía turumbas o le pegaba un cuesco, o cuando le contaban que yo era el arropado de la Florinda, callada se iba a chalar lo que había quedado de las espigas, y regresaba con la miseria de granos y tierra, un afrecho raro, a repararme el champús que me abrigaba y me quitaba la desaquerencia; por algo dicen que los duelos y los quebrantos son vianda de gente pobre. Unos mil quinientos éramos los compañeros, entre los del campo, los estables, los eventuales, y hasta los que despajaban la caña de azúcar, todos metidos, cerradas las puertas de la única entrada, apuñeteados los rostros y los corazones, calienticos por dentro con la rabia, las mujeres atendiendo aquí y allá, los niños jugando como desapercibidos, como inconscientes, hasta que alguien, creo que era, el Oswaldo Galán, empezó a gritar desde la caseta de la báscula: «¡Ahí vienen, ahí vienen!», pareciéndome sus gestos como alas de curiquingue, el pájaro sagrado de nuestros abuelos. Estábamos dispuestos a no dejarles entrar, queriendo que primero nos escuchen, que les escuchen a nuestros dirigentes, que nos dieran una respuesta concreta, que no se vinieran con un ejército de tierra y aire a matar un enjambre, pero nada porque ya le vimos a un malencarado de verde, con -135-

ojos de cuscungo, pintarrajeado como payaso (después supe que se apellidaba Cruz el que dirigía la masacre y no sé por qué me recordé del otro, del que rezábamos los días de siembra para que la cosecha no se chamuscara) y vociferó que saliéramos y alguno de los más verracos le gritó: «Que salga tu madre», entonces aparecieron los otros, arrastrándose como lagartijas, y el tal Cruz gritó que si no salíamos en dos minutos empezaría la balacera, y allí fue que muchos nos atarantamos y nadie sabía qué hacer, mientras los dirigentes nos pedían que nos calmáramos, pero ya era tarde porque las puertas se abrieron, puertas de a uno cincuenta de ancho y todos trataban de salir, gritándose y empujándose, aunque afuera ya les esperaban los soldados, y disparaban como si estuvieran jugando a la guerra, sin importarles de cada uno, de los pelados, de las mujeres que se cubrían de los disparos con sus chalinas. De mentira no más dijo ese malvado que dos minutos, cómo iban a salir mil quinientos trabajadores por esas puertas, ni siendo conejos, ni siendo invisibles, por eso a unos les empujaron a los canales donde pataleaban heridos, otros querían esconderse en los trapiches, otros se tapaban entre las cañas, pendejos, otros fueron tirados a las calderas. Todos indefensos, sin un palo, sin un machete. ¿Y la Carmela?, ¿dónde estaría? Dónde también estaría, carajo. Yo le buscaba atolondrado pero el Quito me empujó y me llevó por atrás, donde ya había una siembra de cadáveres recién tronchados que al pasar los iba reconociendo: el Romualdo Tenesaca, el Luis Morejón, el Ángel Saquipulla, el Espíritu Miguitama que vino de Gualaceo solamente para la zafra, el Manuel Siguencia que la otra semana no más me prestó dos libras de harina, el Juanacio Latacea, el Oswaldo Galán, el Octavio Paredes, que había reservado pasaje para Loja, el Segundo Saitán que vendía jugo de piña los domingos, todos golpeados, maceteados, ahogados, con la sangre -136-

colgando como hilos de telares. Los gases no me dejaban ver bien y me hirieron en la pierna, vea compadre, pero el Quito me jaló más de un kilómetro, y me decía que me salvara porque había que contar, había que seguir. ¡Ay de un recuerdo que me saque una lágrima, la lengua me he de cortar, los ojos me he de arrancar! Así que no me venga con que soy un sangre de horchata, y que por mi culpa mismo murió la Carmela y todos los demás, porque igualito hablan esos ministros de la ciudad, chinchosos con nombres de héroes, salvadores y bolívares que no han servido sino para llenar de majada sus ministerios, chambones y desleales hasta a sus nombres, gritando por los periódicos y por las radios que nuestros muertos son terroristas, son activistas, son conflictistas y otras palabras que hasta a usted, que aún no abre el ojo, le han de dar dolor de barriga, escupiendo al cielo para que algún día no les caiga en la cara. No me diga nada compadre y si quiere llévese no más esos tamales que un gran dolor nos ha costado la comprensión y ahora sabemos que por uno que no oiga siempre habrán dos atentos. Eso es lo que hemos aprendido después de que nos escapamos, porque de allí viajamos con el Manuel Quito para Cuenca en un camión de papayas y de casa en casa, de radio en radio, fuimos contando, fuimos diciendo nuestra verdad que se regó como la sangre de la parroquia. Otros fueron hacia San Antonio, a Pacho Negro, a Boca de los Sapos, al Juncal, a Ingapirca, a Chontamarca, a El Tambo, a Gualleturo. Luego, al anochecer, me acuerdo, me fui solito para los filos del río Patate porque quería recordarle a la Carmela, y allí me estuve acodado sobre el puente de los herreros, como una estatua que no siente ni el viento, ni el frío, ni la lluvia, ni nada mismo sino su propio viento, su propio frío, su propia lluvia. Y así me pasé acariciando en el aire su blusa de a colores, su follón quemado por chamiza, hasta que el amanecer me dio en los ojos y ya -137-

desentoldado el cielo vi cosas tan lindas que tentado estuve de gritarle a la Carmela, que viniera un ratito, el último minuto, a ayudarme a mirar cómo el río se iba llenando de Carmelas, lavanderas que colgaban sus trapos formando mil banderas, formando la bandera que nos toca, alumbradas poco a poco por unos árboles azules como focos, como luciérnagas, jacarandás dizque eran, jacarandás y arupos y palmeras que les acompañaban a lo largo de las aguas, como homenajeándolas, como quitándolas preocupación, y me pregunté compadre, arrancándome los pelos, que por qué, por qué mierda nos trataban así, nos arrinconaban así, nos masacraban así, si era sólo de repartirse la alegría. Fue al amanecer y el viento daba en el pecho. Duro daba en el pecho. Y luego en Cochancay, el pueblito de Manuel Cajas, donde el Arzobispo de Cuenca quiso dar una misa campal para que se volaran las culpas de los nuestros, ¡ellos, qué culpa!, pero los soldados no le dejaron ni siquiera poner un pie en el carro y casi le manchan su sagrado vestido con el fusil, advirtiéndole que se callara carajo y que se fuera con su Dios a otra parte, pero el cura verraco gritó en todos los papeles que condenaba esta violencia y que en nombre del Hermano Miguel, beatificado en Roma dijo, se dejen los soldados de matar cristianos indefensos, pero ahí mismo, delante de sus ojos cayeron algunos que quisieron defender y escudar su paso o recibir su bendición, clamoreándole todos los del ingenio que habían logrado escapar, llorándole las mujeres, pidiéndole que les diga a los cursientos, a los malvados, que nos devuelvan nuestros cadáveres, que nos dejen enterrarles aunque sean podridos ya de tres días, que nos permitan mirarles sus calaveras por última vez, pero nada, porque ni este arzobispo, ni los políticos de las ciudades, ni los estudiantes, ni los de afuera, nadie mismo pudo hacer nada, y ellos se sacaron a nuestros muertos calladito y les llevaron a quemarles lejos, donde nosotros no oliéramos -138-

sus huesos chamuscados, donde yo no apercibiera las cebollas blancas de los pechos de mi Carmela, las remolachas de sus mejillas. ¡Ay de un recuerdo que me saque una lágrima, la lengua me he de cortar, los ojos me he de vaciar! Luego de esto me sorbí los mocos y subí por la escalinata a buscarle al Manuel para irnos a Guayaquil. Le encontré sentado, medio dormido a la puerta de una iglesia, con la cara de tonto perplejo que pone el que no sabe a quién volver sus ojos. De allí nos fuimos al Guayas, donde tuvimos tiempo de contar lo sucedido antes de que nos trajeran presos acá, y hablamos en todas partes, medio desatados como perros con hambre, y nos llevaban para aquí y para allá y nos exhibían como animales de feria y nos fotografiaban y se condolían y nos hacían repetir cien veces el mismo sufrimiento, sin darse cuenta que ellos estaban igual, que las palabras se nos agarrotaron de tanto ser dichas y el silencio comenzó a coagular nuestro dolor, a llenarse de costra nuestros ojos, de un tumor maligno mis orejas para no escuchar las palabras con pucuna de los milicos, que nos habían seguido juicio penal dizque a nosotros compadre, entienda bien, a nosotros que quedábamos más huérfanos que el sapo del monte, que la cuzma sin cuerpo, que la sopa sin sal. No compadre, usted recordará que desde los tiempos en que ese recinto se llamaba La Cecilia, nuestro estado común ha sido el sufrimiento, mucho sudor y sangre ha regado esa tierra y es justo que florezca. Nuestros guaguas tienen que aprender a reír, a jugar a la bomba, a los cachacos, y usted también tiene que aprender a mirar de frente, no sesgo como los malparidos. Ahora nosotros ya no tenemos miedo. Usted tampoco tendrá miedo cuando recuerde la caricia del viento a la caña, con sus brazos largos, como brazos de fantasma.

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Rondando tu esquina A Julio Jaramillo, cantante popular

Dónde estarás amor que yo te espero, porque no es cierto que te hayas muerto ñerito, ruiseñor, rocolero, no es verdad que me hayas dejado abandonada en este tugurio de melancolía donde tu voz entra por todas las goteras de la cantina. Montuvio mentiroso. Pájaro del suburbio Tundulí. Estarás donde los charros, seguro, cantándole a la Olga, o en Guayaquil donde la puta mariquita que sabe de mi dolencia desde el último zapatazo que le dejó mi firma en su mollera, o quién me dice estarás en Quito, en la Casa Blanca, cantando para los ciegos de la veinticuatro, dándoles un poco de tu voz, de tu rubateo mágico, de tu brujo chorro de aliento que despierta en los pobres toda esa desazón acumulada por siglos y siglos de miseria. Eso es lo que tú piensas zamba mientras por segunda vez estás haciendo cola para dar otra vuelta y mirarle su rostro desocupado ya de toda posibilidad de dicha o de tormento, pero a la vez saber que es verdad, que ahora sí se encuentra en los bajos fondos de la noche y que ni siquiera tus ojos em-140-

panizados de tanta lágrima, podrán regresarlo, que su vida arrabalera y melancólica ya no volverá a agitarse en ningún escenario, ni siquiera en ese pequeñito que tú misma lo hiciste en la casa de Las Lomas, junto a la estampa del corazón de Jesús, adornado con dos velas del cumpleaños de la Norma. ¡Basta ya! ha dicho el morocho y es inútil que esperes en la noche su regreso, porque la muerte es la única melodía que no se la canta, que ya no se la puede cantar por más cantores que calienten su catafalco. Así es zambita, ese estirón ya no tiene resorteada. Rómpete el corazón. Ríete. Resígnate. Esta será la última vuelta que te dé, malparido canario de nuestro estercolero, porque se me está acabando la botella. Desengáñame, dime que es otra de tus sucias bromas, que de pronto aparecerás como hace tantos años, con ese coche de madera que te prestaba la niña Clara para que llevaras las herramientas a la zapatería; dime que aparecerás así, flaco y desgarbado con tu ancha sonrisa de mono, silbando las canciones del Olimpo Cárdenas y tratando de embestirme a mí que ya te quería desde hace un montón de tiempo y te gritaba cuando no estaba la abuela: «Laurido, Laurido, perro mal parido». ¡Qué enorme este cariño Laurido, qué enorme y frío Laurido este despido! Eso comprenderías Julio, jugo, juguete, para que esa noche te me acercaras como gato lerdo y luminoso a decirme que te acompañara a la covacha del compadre Juan y yo obedecí o más bien me arrastró ese sentimiento que vos más tarde lo llamarías fatalidad sino cruel, porque si no decime: qué sería de mi vida, qué habría sido de este cuerpo negro y desanimado si tú no lo hubieras penetrado por todos sus huecos y rodeado de manoseos como a un acordeón, si esa noche la vieja maldita me hubiera condenado a que vele sus sueños milagreros. Fatalidad ñerito, ruiseñor, porque si no, no te habría oído cantar, ni coger la guitarra como ya más luego me cogiste a mí, ni te hubiera visto la cara de -141-

perro mojado que ponías al pedirle al compadre que te enseñara el rasgueo de la batea, ni hubiera visto al correr de la vela tus ojos que tenían más de pedigüeño que de cantor. Pobrecito de esa noche nocturna de celaje deslumbrante, yo la negra Emilia, tu encanto rememora a cada instante y no creo que te hayan metido en ese ataúd de encajes, cristales y maricadas porque a los pobres no nos ponen en caja sino que nos tiran por los aires, como lo hacen en vida, por allí entonces estarás volando cantor cojonudo, con tus alas tiples. Pero será eso lo que piensas negra, hembreadora de la ciudad, no será quizá culpa de la mota, la grifa o el alcohol, o tal vez el cansancio de dos vueltas en este Coliseo de Guayaquil, lleno de polvo y de gente y de alaridos, no sabrás que lo que piensas es pura fantasía, que únicamente lo veías venir en el suburbio con su camiseta manchada de tinta y sus pantalones de zapatero destrozado en las rodillas. ¿No comprendes que nunca reparó en ti, ni te brindó el más mínimo silbo, ni el más pequeño chasquido, ni el más leve gargajo de su garganta genial? No ñaño, brother, aparcero, déjame caminarte, déjame pensarte una vuelta más. Yo no creo que has muerto, moribundo de los ojos, porque muerto no hubieras podido encharcarme en ese lodazal de las algas, no hubieras podido entonces meterme tus alforjas, tu alegría, ni me hubieras dicho que ahorita yo sería tu esposa, porque eso me lo dijiste en los quince, cuando salíamos de la buenaventura de tus muslos y llegábamos a Boyacá y Nueve para que nos miraran juntos los que nunca quisieron mirarnos. Por eso digo que no te has muerto, panita, sino que estás ahí, recostado un chance nomás. No mulata, tus recuerdos se tropiezan, te olvidas de sus amigos, de la noche en la que Julio no volvió a la querencia de su madre, cuando por la lengua larga de su hermano mayor supiste que había arrendado un cuarto en lo de la Patoja -142-

Iriarte y que vivía olvidado vivamente de lo que había sido su vida. Mejor dicho, te me tomaron de prestado, tu voz, tu aliento, tus huesos malaparte que nadie los entendería, entonces te mandé un mensaje mintiéndote que la niña Clara no tenía quien le hiciera sus mensajes, aunque hubiera querido decirte que lo que yo necesitaba eran tus masajes, y tú me contestaste en el sueño de la abuela, tal vez mañana cuando muera el día y esperándome estés con gran ternura, la brisa entonará su sinfonía, si no es mañana volveré otro día. Pero no volviste ni en ese año ni en él otro y yo agarré la cola de ese puerco sueño y se lo tiré a lo oscuro, de donde las pesadillas no regresan y tuve que salirme del subterráneo con la plata del platanal del abuelo para llegar hasta tu cuarto vacío de trastos y tristezas y encontrarte con esas mejillas mentirosas, de un color que ya no era tu color, para luego preguntarte con la vergüenza de mi soledad que si nos ibas a dejar para siempre, y tú diciéndome no sé qué cosa que no entendía porque dentro de tu voz había algo de goma; algo pegajoso y piadoso que la tomé como una injuria, aunque alcancé a escuchar que entre las sombras vegetando vives, que me llamó mucho la atención porque siempre habías vivido así entre las sombras, y nuestro amor se daba entre las sombras que es lo que nos dejan, pero claro luego lo comprendí, eran sombras de la ciudad, sombras, sombras, es decir no como las que vivimos, sombras claras llenas de luna, eran sombras lelas, llenas de locos, de locomotoras, de lívidos, de lentos latigazos de oscuridad. ¿Y ahora quién me dará cantando lo que siento? Vaya por ti este puchito y este trago largo como la espera hasta llegarte. Aguanta suave ahí que solamente faltan veinte cofrades. Pero vos no comprendías zambita que no era eso. Era que ya le había tomado la ciudad, y él estaba tomando la ciudad, tomando en un trago la ciudad, y los amigos daban -143-

serenos a sus muchachas con la voz serena de ese montuvio de pobre facha. Y comenzaron a aparecérsele los empresarios que eran como si dijéramos los don panchitos y quisieron manejar su voz, meterle imitaciones, fundirle ese metal que desde hace tiempos sonaba como el pueblo. Porque nacimos tirados en el mundo pajarraco. Aparecimos sin saber de dónde nos venía tanta desgracia junta, y nunca te salió la explicación cuando decías que hace muchos años vino la tristeza a caballo, por Venezuela decías, a lomo de mula, entre los malos hábitos de un tal Flores, entre las ingles y los pelos de los soldados que se asentaron aquí, desarraigados dejando sus guarichas lejos; en la casa, y que la traición también vino así, cabalgando en las espadas y en la cruz, solitaria machona decías, la traición, animal de cien cabezas, y hablabas de la soledad mientras tomabas cerveza, tanta cerveza y tanta soledad que yo me ponía a pensar que estabas hueco y que tu cuerpo era un gran tonel de soledad, entonces templabas la guitarra y tu voz iba dibujando esos paisajes que ahora los veo más nítidos, más frescos, mientras yo te acariciaba esa cabeza donde cien mujeres espulgaron su nido, buscaron tu afecto, tu palabra, guerreando por recibir de vos eso que el hombre oculta. Déjame que tome otro sorbito mientras te llego y pide que estos malacatos no me empujen porque se va a derramar mi sustento. Estás borracha negra, floja como un banano podrido. Nunca te conoció, nunca te ha visto. Después no tuvo tiempo. La gloria le llegó como esos tumores malignos, de a poco se fue reproduciendo. La gloria es la glorieta que oscila al viento y de todos los escenarios era llamado para que tiemple su guitarra y su soga. Desde el Balcón del Pueblo hasta el destartalado salón del Capitán Pérez, desde Radio Tarqui y Radio Cristal hasta la Voz de México su voz fue creciendo como crece el patíbulo bajo la mano vibrante del Carpintero. -144-

En las noches las cosas se alargan como fantasmas, me decía mi taita, mártir de insomnio, los pensamientos velan prendidos debajo de la cama y la angustia pincha sus alfileres por todas partes. Así decía, ñerito, antes de que el hambre remediara para siempre su mal dormir, y yo lo creo, porque si te has dormido tan largo es porque te has llevado mi sueño, negro ladrón, infame de voz negra. Nunca te conoció. Ya sus pasos caminaban junto a fresias y rosales. Frescas rosas donde el rocío es de alcohol. Nunca te conoció. Pero mientras te recorro pienso que yo también te estoy haciendo un pasillo, te estoy escribiendo el último pasillo, y este no es de soldados que han perdido su hembra sino de una hembra negra que no ha tenido más oportunidades que tu voz. Te estoy haciendo el último pasillo desgarbado, aguántame un ratito; tal vez mañana cuando muera el día me olvidaré de ti y empezaré por otra punta. Mientras tanto déjame caminarte un rato más, un trago más. Emilia, azabache, palmera, terciopelo negro, así eras, pero el mal del ojo te ha dejado como un saco de polvo. Ni siquiera un sucre, un peso, una pulsera dorada, un chal que te despiste el frío de las noches. Nada te ha dejado el trovador. Nunca te conoció. Un trago más, con el alma iluminada descubriendo en tu mirada, un amor que nadie tuvo para mí, mientras grababas un disco en «La Voz Liberal» junto con el requinto de oro, el chino, el cara de haba, todos esos perdidos que te me quisieron robar, pero que no estuvieron contigo cuando impregnaste en el acetato esa marcha política para nuestro líder Guevara Moreno, peleador de la guerra civil de la España, porque en ese entonces solamente éramos vos y yo y el viejo tumbero zapato loco, que le daba al cuero con frenesí, ni tampoco -145-

estuvieron cuando a los nueve años la guardia civil de Arroyo del Río, puto pinturreteado que vendió la patria, te metió al camión porque no había cómo estar en las calles pasadas las nueve y yo le avisé a tu vieja que salió como loca a insultar a los chapas y a quitarles de las garras su tesoro mientras tú te orinabas en las botas con ese miedo que te nació junto con el asma, esa enfermedad que les da a los gatos por palurdos y por mensos. Sólo yo, tu negra Emilia que te acompañaba siempre a la lagartera y te esperaba por ahí, por Lorenzo de Garaicoa entre Colón y Sucre, para luego sostenerte el vaso en la serenata de las madrugadas, hasta que caías hecho una sopa, borracho como las mariposas y así de lívido, mientras yo te arrastraba hacia mi cuarto, donde se levantaba tu sexo antes que vos y se relamía en mi cuerpo, haciéndome olvidar el frío de la noche, el frío que ahora me trasquila a pesar de esta caña que se mete en mis huesos como fósforo: pero ya te estoy llegando, mientras cerca mío los mentirosos se desmayan y desploman, ya desde aquí diviso el ataúd, tu gabardina café, tu horrible corbata gris a cuadros, tu corbata de mono que no aprendió nunca la lección de las elegancias. Tú estás descuartizada vieja Emilia, nunca te conoció, nunca te vio. Su fama le llevó por otras latitudes donde nunca alcanzarían tus alas de mariposa negra, y en Puerto Rico, en México, en Venezuela, las muchachas se le entregaban en los pretiles de las iglesias, en los pasamanos de los corredores, en las bodegas de los barcos, y grabó tantos hijos en todas ellas como si solamente fueran discos de cuarenta y cinco. Ya no te achaques hermanita, termina esa botella y sal a la boca del lobo. Y después Julio, juguete, cuando ya seguramente conociste la felicidad de tres platos diarios, cama y cobijas limpias, no te mareaste con los galanteos de esos señorones de las altas torres, no te mareaste ruiseñor, vos que tan mareado eras. La tristeza de tu raíz, huella profunda, no dejó que tu boca dibujara la sonrisa idiota de los satisfechos y -146-

entregabas dinero a manos llenas para que te dejaran conmigo y tu guitarra, que era la misma cosa, sin apreciar, sin darte cuenta del valor de esos billetes porque nunca los habías tenido y te bastaba solamente con lo que te lanzaron al mundo, tu voz y tu corazón grandote como deben tener los elefantes, y agarrabas la billetera con tus manos gordas de cholo montuvio como si fueran ponzoñas y repartías en la mesa a Héctor, a Pepe, esto para la vieja, esto para los comunistoides de tu jorga, esto para la Blanca Rosa y te embolsicabas lo que sobraba para nuevamente embutirte de cerveza y soledad, obligado, quizás para siempre, a llenar ese tonel sin fondo de nuestra melancolía, de nuestro silencioso desgaste, de nuestra única arma, y luego venías a mí, sorteando los charcos de tus perseguidoras, a mirarme en los ojos, y te ponías a tocar en esa guitarra de guadúa que estorbaba en mi cuarto y cantabas ya hace treinta años, esa canción que en alguna parte me estremecía como si estuvieras penetrándome: miradas de brujería, que saben esclavizar, quien fuma tu marihuana, tu esclavo siempre será. ¡Hace treinta años ñerito! cuando por estas calles de Guayaquil nadie te vendía la pasividad de una mota, el sueño maravilloso de una grifita. Déjame que te aspire. Hondo. Largo. A ti no te conoció negra Emilia. Apártate. Desamontónate. Y ahora está bien que todas las rocolas del mundo, rocolero, estén abrazadas por un crespón negro, y que de todas salgan tus alaridos, tu horrible voz de dos sexos que sirvió para que los pesquisas de la farándula te acanallen, y escamoteen tu hombría que a mí me la dejaste clavada como un cuchillo, como una estaca, chévere entre mis dos trémulas columnas negras. Nunca te conoció rumbera. No era a ti a quien cantaba. Cantaba para expresar ese sentimiento trágico del que no -147-

tiene nada. Y cuando lo tuvo le dio lo mismo porque ya era muy tarde. Por eso regresó a Guayaquil desde otras más finas latitudes, para morir como el perro que olfatea la hedentina del amo. No regresó por ti. Nunca te conoció. Alcohol compadrito, diablos de la lujuria, brujas del vicio, sosténgamen un momento más, déjemen caminarlo al hombre otro rato, déjemen mirar sus labios de maricón y de macho, esos labios donde la promesa era como una piedra o un martillo: así de pesada, pero como una hoja de capulí, como un pez en el agua, así de liviana: «Negrita, te pondré la zapatería más grande del mundo», «Viviremos a un lado del estero salado, en una casa de cristal». Todo, todo pude yo creer de ti, menos en tu falsía. Pero caminen, caminen ladrones, escaperos, criminales, caminen putas, vírgenes de medio uso, caminen porque quiero llegarle con el último pucho, a sacarle en cara lo de la china Rosa, lo de la María Rivera, o de la Elsa, caminen, caminen...

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Panamá Hotel La mañana se cuela hipócrita intentando separar delicadamente las orillas de la cortina que da a la habitación 117 donde estoy acostado soñando en el lenguaje de las plumas del pájaro chouí. Mis ojos cerrados se contraen y las pestañas aletean. El hilillo de luz atraviesa mi frente. Abro un ojo y siento que el televisor me hace un guiño, lo cierro y me tapo con la sábana hasta la punta de los cabellos. Se ha instalado el día con sus tentáculos férreos de máquina opresora. Saco una mano del ataúd y tanteo en el velador las pastillas, luego viro la cabeza y tomo de la botella dos sorbos de agua. Vuelvo a cerrar los ojos tratando de perseguir en mi noche la cola del sueño que dejé, y lo consigo, pero las plumas se transforman en el delicado rostro de la Bella, siento que toco ese rostro con mis labios secos y heridos por el alcohol, pienso en el bálsamo, en el atardecer andino y me voy metiendo más aún en esas tinieblas que finalmente se deshilachan y desaparecen como aquellas cometas de colores que exigen a los niños más hilo, más hilo. Es el sueño, la nada. Esa profunda calma de la matriz. -149-

Pasan muchas horas en el mundo. Ahora es la noche. Aparto las cortinas y miro el jardín del hotel, lleno de luces fosforescentes, hongos de colores, mesas repletas de viajeros, derroche de candelabros, de plantas, de música que sale por los parlantes disimulados entre los árboles, en la piscina se bañan varios niños, una pareja de viejos pasean por el jardín arrastrando dos french-puddle gemelos, no hablan, para ellos la palabra es un lejano recuerdo. Es la vida —digo—, su oropel, la misteriosa consigna de huir de la soledad. Alguien grita en una pieza cercana y su grito se pierde entre las palmeras que agitan sus ramas también gimiendo. Es la vida, su metal, su urgencia. Bajo las cortinas y me visto con la rapidez de una prostituta, al ponerme el calcetín miro el libro tirado a un lado de la cama, sus páginas dobladas como si los personajes estuvieran planteando por sí solos una nueva miseria, lo pateo y lo vuelvo a su estado natural e inútil. Por fin salgo y choco con un calor espeso como una pared. Atravieso el largo corredor alfombrado, las piezas numeradas a los lados del pasillo, cuartos donde quizá se estarán amando, desamando, destruyendo, esperando, y apresuro el paso como si el jadeo de esas presencias invisibles me empujara como a un indeseable. Llegaré al Show, estoy a punto. Alguien pasa a mi lado con una maleta. Intento una sonrisa pero el sueño me ha dejado el rostro como el pergamino duro de lo ya vivido. El maitre se acerca, me señala una mesa, me lame, me relame, me cuenta que es cubano pero que al fin salió de esa madriguera, sus ojos rojos e hinchados se prenden como focos cuando le tiro un dólar, finalmente me desacomoda en una silla cerca del negro de la trompeta. Yo acepto esta violencia y pido un vodka doble. Las mujeres pasan contoneando sus pobres atributos, me siento jurado de un desfile de modas. Me acuerdo de la Bella, de sus nalguitas frías, azules y apagadas, de sus pechos -150-

estropeados por tanto desliz y llevo el vodka a los labios. Es la vida —pienso— su maléfico tesón, su espejismo, su dialéctica implacable. Los hombres pasan, se sientan, beben, escuchan, aplauden, enmudecen; las mujeres se mueven, abren neceseres, se maquillan, entreabren los ojos, los labios, los muslos, enmudecen; los negros uniformados como pajarracos pululan de aquí para allá, meten maletas, sacan maletas, cargan maletas, vomitan maletas, enmudecen, distribuyendo su desgraciada sonrisa bilingüe. Pienso: los transeúntes solitarios de los grandes hoteles son carne de fantasma, inmateriales, tenebrosos, melancólicos, beatos vagabundos cuajando misterios insondables. ¿De qué lejanos recuerdos está hecha su gelatina provisoria? El trompetista se descoyunta delicadamente armonioso, con esa gatuna parsimonia de los de color. La trompeta entrega al viento aquel grito aterciopelado de alma negra, mientras el gordo del órgano acompasa sus dedos gruesos con un movimiento de la cabeza, parecería que golpea en el aire moscardones invisibles. Corre un vientecillo, se filtra dulcemente en la noche caldeada, entra a navaja en el cuerpo caluroso de la noche. Los transeúntes se alegran, si así se puede llamar a su aplauso roto, se animan, se aplican su daiquirí con hielo, fuman, fabrican, flirtean. El negro ha dejado la trompeta en el estuche y canta con una voz porosa, auxiliar, metafísica: Amalia Batista Amalia y los hombres, qué tiene esa negra que amarra a los hombres. Alguien se acerca presurosa a los músicos y dice: «¡Ya vine, I’m here, estoy aquí». Es una mujer sin edad, es decir con aquella edad donde los cosméticos y los afeites obran como un pasaporte falsificado. -151-

Creo que en alguna parte he mirado ese rostro y de golpe recuerdo al afiche de la entrada: HOY Y TODOS LOS DÍAS ROSITA BELTRÁN El alma de Panamá No cover

Los músicos le sonríen sin parar de tocar. Rosita entonces se retira a una mesa. Se sienta y abre una cajita rosada, saca un abanico, una botella de wisky, tabacos, una fosforera de nácar, un vasito de cristal, llena el vaso, llama al mesero y pide hielo, mucho hielo dice, luego se toma con devoción el trago, desenrolla el abanico cuya estampa representa el matrimonio de una pareja andaluza, y empieza a darse aire agitando ostensiblemente su manita derecha que luce uñas postizas de un color sangriento. Sus gestos se han quedado en la solemnidad de los años cuarenta y sus ojos miran a la lejanía como recordando esa época. No se diría una presencia sino un remedo de presencia, gruesas oscilaciones rodean su cintura, su vestido espejea brillante pegado al vientre, por encima una protuberancia aprisionada implora libertad; es la última de las cantantes románticas, su rostro acalaverado, lleno de polvo, disimula aquellas cavernas pintarrajeadas que han sido testigos de tantos fracasos. En su momento se levanta, toma el micrófono que le ofrece el negro de Amalia, se sirve el trago, deja el vaso en el filo del órgano, chasquea los dedos y empieza a cantar con una desvaída imploración rítmica al amante que encalló en alguna primavera. Es la vida, su fantasma, su vieja reminiscencia. Canta con fuerza Rosita, como si todos sus amantes estuvieran colgados de su voz, canta Rosita mientras la vena central de la frente se le hincha, parecería que va a saltar, canta y ensaya unos tímidos pasos de bolero. Yo me fundo -152-

en ese metal oxidado, me pierdo en el ojo del túnel de la Bella. No es lo inútil de la vida —pienso— es la vida inútil, no es su falta de sentido, es un sentido dormido. ¿Cómo despertar a ese monstruo que ha dormido cuarenta años? Rosita vuelve a la mesa trayendo consigo el alma de Panamá, abre nuevamente la cajita, sombrero de mago, saca la polvera, se repasa en las mejillas flácidas una mota de algodón, su rostro se reanima, mira a los lados buscando una aprobación a sus pequeñas meticulosidades, llena el vaso nuevamente y paladea el licor a sus anchas, sin el espasmo de la primera copa. Rosita ahora sonríe para nadie. Salgo entonces de mi sopor, me froto los ojos y voy directamente donde la cantante. La sonrisa de Rosita aún no ha terminado por lo que me siento audaz y acerco la silla. La orquesta ha vuelto a tocar y ahora el negro canta «I will never fall in love again». Rosita dice: yo estuve en Guayaquil en el cincuenta, y se pone a evocar, con María Luisa Landín, dice, con Toña la Negra, esos eran tiempos, la voz y la pasión la guardábamos en estuche, sí, sí, también la Tongolele, pero esa nos servía de relleno, sí, en Guayaquil, cincuenta o cincuenta y tres, ya no recuerdo, no en Quito no estuve aunque tenía muchas propuestas, tú sabes, pero me decían que allí se congelaba la voz, yo soy de clima caliente, tú sabes, y sacaba el pecho como para que yo me cerciore. ¡Ah, Guayaquil, dice, pueblito para cabrón, todos te quieren tocar las piernas, y no lo digo por ti, una lagartera, tú sabes, sí con Toña, con la Negra de Oro, ¡qué tiempos! y se sirve otro trago, yo acompaño con la mirada el tránsito del vaso, su viaje conocido, impertérrito, seguro: es la vida —digo mientras recuerdo a la Bella—, su inútil prosapia, su descoyuntado afán. Rosita carraspea, se prepara, saca el cepillo y se peina su cabello plateado, acude nuevamente al vaso y se levanta mimosa, olvidándome, contoneándose, cadereando al respetable que va y -153-

viene con la parsimonia de las olas. Rosita canta para nadie, apenas un aplauso quebrado de algún piloto borracho, del maitre que no desperdicia oportunidad para hacerse notar de la vieja gringa que por tercera vez ha dejado caer su copa y quiere recomponer su imagen. Rosita canta: Por la sangrante herida de nuestro inmenso amor nos dábamos la vida como jamás se dio... Yo pido más y más vodka, me escondo, me emborracho, oscilo entre el recuerdo y el olvido, me lleno de telarañas. Anclado —pienso—, estoy anclado, me enamoro de la palabreja: anclado, anclado y es como si estuviera tocando mi propia música. Cuando llego a la habitación la palabra utiliza su yunque y me golpea, me arrojo entonces a la cama y me tapo los oídos. No sé por qué tengo la esperanza de que esto no ha sucedido.

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Ciudad, mi ciudad transfigurada Estaba sentado en el cuarto de baño, leyendo con dolor el último crimen de la calle Amazonas, cuando miré salir de la canastilla de la basura a mi ángel de la guarda. Al principio no le di mayor importancia porque estaba alelado pensando en el agresivo cambio de la ciudad —otrora ciudad María campanario, como lo dijera Rafico, poeta y guitarrero—, pero cuando voló hacia mi rodilla y agitó sus alitas increíblemente parecidas a la hoja del sauce, detuve mi lectura y empecé a acariciar su cabeza, pelada como un limón. Era tan apacible estar así, sentado semidesnudo mirando su aleteo, que olvidé la noticia, dejé de escuchar los gritos de Claudia en los cuartos distantes y me puse a recordar el mes de junio en mi ciudad, cuando luego de hacer el amor, con la sensación aún tibia como si todavía estuviera regando el semen en su boca de flor, separaba un poco la cortina de la ventana y me ponía a respirar el verano de Quito, sobrecogido, presa de un mortal arrobamiento, al ver en la mañana espléndida los nevados que la rodean, que la acarician con sus pechos de hielo; a respirar el color rosado de los arupos que empiezan a florecer y cuyos pétalos caídos -155-

por la caricia del viento formaban una alfombra aterciopelada a su alrededor. En esa alfombra mi indolencia me recreaba por horas, se revolcaba con la maligna sinrazón del niño, para luego subir hacia los castaños, pececillos dorados que únicamente necesitaban mi mirada para empezar a agitarse, a conmoverse, dejando que la armonía del universo se manifestase con el mismo esplendor del que, ahora (en el recuerdo) entraba en la pieza, dueño y señor de los secretos, atravesaba la cortina, el cabello luminoso de mi amada, secaba la sábana húmeda, se proyectaba hacia la pared anterior, rebotaba en el espejo y luego caía desparramado al pie de la cama, quizá embriagado por el aroma salobre de las prendas íntimas que yacían tiradas como capullos en el cuarto luminoso. Y digo que al hacer abstracción de todos los ruidos, empecé a escuchar el silencio con el que me hablaba mi sucio ángel de la guarda, que a pesar del salto, aún conservaba cerca de su oreja un resto de papel higiénico, delicadamente se lo saqué y puse la mayor atención esperando escuchar de sus labios sucesos infaustos, graves noticias, premoniciones trágicas, dolores imprevistos, advertencias locuaces, porque en ese momento todo lo hubiera soportado puesto que ya la quietud me atravesaba como un sable. Escuché atento, digo, y empecé a recordar mi infancia, aquella infancia solitaria donde los dos jugábamos con la pelota de trapo que hicimos con las medias de mamá, me parecía escucharlo encaramado en mi oreja, diciéndome a la salida de la escuela «no te quedes jugando porque se te van a perder los libros...». Ángel premonitorio. Sucio ángel conocedor de mi destino, ahora agitas las alas y no te entiendo, he ido perdiendo el rastro de tu lenguaje y pienso que solamente eres un pájaro que este verano se olvidó de encumbrar. Vuelvo los ojos a la noticia que dice «entre las lesiones constan cinco escoriaciones por golpes en la región fronto parietal izquierda...» pero el monstrito no deja de aletear. -156-

Oigo apenas, como un eco, los sinsabores guturales de Claudia que se afana en rechinar las cacerolas, remover las camas y cerrar los candados, en aspergear por todas partes el agua bendita de su prolijidad, veo al enanito que me mira desde mi rodilla, que tuerce su único ojo de cetáceo y lo agita dentro de la cuenca enrojecida, y sé que algo va a pasar, que algo me va a pasar al salir de este claustro, de este vientre, de esta cueva, entonces prefiero estar aquí caliente, en la dulce posición de la inercia, mirando cómo la vida regurgita en el fondo del agua y ya no me importa mucho su desesperado intento de librarme, porque me siento en el fondo de mí mismo, como cuando aún no nacía y apenas un óvulo iba al encuentro de su complemento. Acaricio sin embargo sus alas (recordando lo que fuimos), me inclino hacia su oreja que parece la mitad vaciada de una avellana y me escucho decirle: «Comprenderás, recordarás, reconocerás, este verano, él ha traído a la ciudad el viento de los locos...» El eco de la última palabra pervive en el cuarto de baño de azulejos nacarados, retumba y da saltitos desesperados en las baldosas sin tener por donde salir (debo decirle a Claudia que arregle las ventanas. Si salgo algún día, claro) y mi ángel se retuerce aún más con sus patitas que semejan las arrugas que han empezado a salirle a ella alrededor de los ojos. Sé que algo va a pasar. Entonces debo quedarme quieto, sin moverme a pesar de no poder descifrar el mensaje de mi ángel que tal vez querrá decirme que al levantarme resbalaré y daré con mi pobre cabeza en el lavabo o que al abrir la puerta me estará esperando Claudia con el hacha de Raskolnikoff (tanto copia la vida de la literatura) o que en la calle al chofer del micro se le ocurrirá mirar mi sangre ennegrecida sobre el pavimento asoleado de la mañana. Alguien está esperando por mí para injuriarme, alguien me acecha desde un segundo piso, alguien va a disparar sobre mi humanidad temblorosa, alguien va a sentir un pájaro en el corazón -157-

cuando me desmadeje. Ángel enano insoportable, insufrible como la exaltación del salto, viejo cultor del trapecio (quiero decir de su vacío). Afuera se está quemando el maleficio. La ciudad arde del líquido negro, de su torpe pasión. No me importa. Y por eso prefiero cerrar el periódico, tirarlo lejos, a la tina, luego aprieto con mis dedos las alas del angelito (su polen se pega en mi piel), lo deposito delicadamente en el suelo, me incorporo y lo aplasto con mi pie enorme que ya no es el de un niño.

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¿Te acuerdas ñata? A Jack; el negro de la Belmont, con quien morimos este cuento.

Fue en el verano del sesenta y seis. Chicago era la misma ciudad sucia y oscura de siempre y los dos vivíamos ovillados en lo de los pinches mexicanos, que eran siete ¿recuerdas? pero que parecían catorce. Habíamos venido a cosechar árboles de oro pero estábamos más arrancados que las hilachas que cuelgan de las chalinas de nuestra gente. Los árboles no asomaban por ninguna parte y lo único que nos mantenía era el amor, que lo hacíamos todas las noches, en el beisman ¿recuerdas? junto a la basura, porque adentro ni modo, abrazándonos con la esperanza de que los de afuera no nos quitaran, no desunieran, no se repartieran ese pan que nos alimentaba. Pero no fue así. El cordón resultó demasiado frágil para tantas manos tironeando, y ahora sólo me queda el recuerdo que es el único coito que no se acaba sino con la muerte, el recuerdo del que sales (ya con el tonito mexicano que nos abrumaba, que era como si siempre estuviéramos cargando pistolas) -159-

y me dices: «Entrémole Manolo, qué más da» y yo todavía con la últimas reservas de dignidad (que ese verano se me acabaron), «Que no, que no», para finalmente aceptarte esa ínfima posibilidad de ganar dinero, y entrarle de lleno a la práctica del baile para participar en la marathon. Nosotros, tan esmirriados ñata, tan frente filo, dándole al baile todos los días, practicando como si estuviéramos felices, como si estuviéramos paseando por la Alameda, o El Carmen Bajo, en nuestra ciudad, tomados de la mano. El verano del sesenta y seis, esa mancha roja y pesada que caía sobre los rascacielos, sobre tus hombros únicos, dorados y pecosos como las hojas secas de capulí. El verano como un diluvio universal que hacía más larga, eterna, la espera de la noche. Verano que diluía la máquina de mis ocho horas sin over time, que hacía agua en la curva delicada de tus rodillas, que nos comía la piel con la misma insistencia del tiempo perdido, que quemaba los afanes y encendía la sed. Verano gruñente como un oso, lleno de garras o de escamas, animal antidiluviano paseándose sobre nuestra pasmada hambre de tortillas con guacamole. Cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Quiero decir cuánta vida. Pero los árboles de oro, ¿qué se harían ñata? A dónde iría a parar toda aquella riqueza que nos dijo la tía. A duras penas su reflejo en este verano lleno de espejismos, su duro reflejo en aquel baile que duraría toda la eternidad y al que nos inscribimos reuniendo las últimas cuoras que se habrían de multiplicar milagrosamente si nuestros pies resistían con la misma fuerza que nuestras ganas acuciadas por el hambre de tantos veranos. Y me ponía a contarte que siempre ha sido igual desde hace cuarenta años, cuando la depresión económica de este país cabrón, muchas parejas (como nosotros ahora) buscaban en este pastiche de azar, orgía, kamándula y lotería, la forma de calmar -160-

su hambruna, sólo que en aquel tiempo eso estaba reservado para los negros y ahora el espectáculo éramos los latinos, nosotros que desde chiquitos habíamos sido preparados para esperar llenos de pereza que un día lloviera diamantes sobre nuestras cabezas vacías. Los mexicanos nos alentaban, ¿recuerdas? y uno de ellos, el viejo Tony, también se inscribió con su hija «para no tener que dividir los pesos con nadie», como decía, aunque finalmente se quedó sin trabajo y sin guita porque para entrar a la marathon tuvo que renunciar a la fábrica. Al cuarto día de baile y en medio de un bolero, se desplomó. Tuvieron que sacarlo arrastrado de la pista y más vida en un hilo que Agustín Lara. Porque todo fue entrar al Royal Center para saber que perderíamos, es decir, para que se reafirmara mi vocación de fracaso. Habían como cincuenta parejas, muchas de ellas gordas, llenas de energía, aunque los ojos grisáceos y apagados les delataban de otra manera. El manager, un gringo alto, rubio y masacote como todos los de estos lares, con el cabello rapado al ras, nos llamó la atención con un silbato para que hiciéramos silencio y se puso a ganguear en el micrófono las reglas de juego, que para nosotros no era juego sino algo como una culpa ya que nos preguntábamos unos a otros: «¿Por qué estás aquí?» y tú, «¿Qué pasó?», tratando de esconder la vergüenza que en pocos minutos más llenaría la pista. Vos no entendías nada ñata porque el inglés te entraba por la una y te salía por la otra y yo te iba traduciendo lo poco que entendía. «Descansos: diez minutos cada media hora y media hora cada dos horas», luego nos colocaron grandes números en la espalda y en el pecho con alfileres de colores (fue cuando sentí que nos crucificaban), los cinco parlantes dispuestos en la sala empezaron a funcionar a todo volumen, las pocas personas que habían pagado la entrada para espectar este baile de fantasmas -161-

aplaudían sin ganas y el manager dio el pitazo inicial. Todos comenzamos a bailar agitadamente, como tratando de llamar la atención desde un principio para que se aprecie nuestra pobre voluntad ganadora, pero luego nos fuimos calmando y a las ocho horas nuestros pasos no correspondían en nada al ritmo vibrante y estrepitoso del rockandroll y apenas si dibujábamos unos pasos cansinos en el tablado que a medida que pasaba el tiempo iba tomando un color ennegrecido por el taconeo de los zapatos de caucho y por el sudor que emanaba de las parejas. Al segundo día, en uno de los descansos y mientras me tiraba rendido en el gigantesco sleeppingbag dispuesto en el camarín, te dije ñata que nos retiráramos, que nos fuéramos enseguida, que ya vería yo la manera de solucionar la pobreza, pero vos no quisiste oírme y me gritaste que lo que yo decía era puro cuento, y que te demostrara mi amor en el tablado, hasta que ya después ni siquiera nos hablábamos, ni nos veíamos la cara, comidos por el cansancio (quizá por la vergüenza), que ese momento era más pesado que cualquier otra cosa de este mundo. Al quinto día no soportaba mi camiseta empapada de sudor, pesada y turbia como un caparazón de tortuga, pedí permiso para sacármela y me amarré los números al cuello. Pasadas unas horas, también ese hilo se hincaría en mi piel como un cilicio. A duras penas el sudor me dejaba entrever que conforme pasaban los días la gente acudía en mayor cantidad, la gente buscando el dolor, la gente arremolinada ante el dolor, oliendo el dolor, pagando para mirar el dolor, tocando el dolor de esa espesa bruma tejida de sudores, enlatados, cigarrillos y hotdogs. Fue cuando recordé nítidamente lo que una vez había dicho, con lágrimas en los ojos, el viejo cantinero de la Clarense: «Cuídate muchacho, la crueldad es una enfermedad norteamericana...», y sin embargo, en medio de esa grotesca aberración, de ese espectáculo de retorcida eroticidad, pasándonos -162-

la toalla sucia de mano en mano, pesada como una piedra, repartiéndonos en los descansos una naranja, una coca cola, una palabra, mirando con tristeza cómo poco a poco se iban retirando algunas parejas, cómo salían de la pista descorazonadas, maldiciendo quizá su resistencia endeble, su fuerza precaria, con rostros espectrales, lívidos, el cabello pegado a la cara, las bocas secas y el sudor continuó indetenible, que se introducía por las pestañas y cegaba las pupilas. Tratando entonces de pensar en los remedios para el cansancio, en los remedios que en nuestro pueblo se encuentran en las quebradas, la calaguala, el chugchuguaso, la guayusa, el chontaduro, el palo santo, y hubiera querido tener algo de eso a la mano para administrarle a la pareja del Guacho Oleas, que se quedó dormida, parada en el centro de la pista, como si la hubieran sembrado. Vos no viste eso ñata, no querías ver, y te adormecías en mi hombro calcinado pero yo tenía que soportarlo todo sin decir ni esta boca es mía, porque tu entereza (¿o qué era?) se metía en mi carne como un clavo. Al séptimo día empezaron las trampas, comenzamos a recelar de los demás, a no aceptar ni un pedazo de pan, ni un vaso de soda (una mano angustiada deslizaba somníferos), y todos nos veíamos con odio, mientras uno dormía, el otro vigilaba. Fue el día en que en medio de un blue empezó a regarse la noticia de que al pibe Abadie (rioplatense profesional de la marathon) le habían asesinado en el baño. Nadie supo en realidad lo que pasó, pero el tanguero no apareció más en la pista y a su pareja le encontré arremolinada en el cajón de los desperdicios, con los ojos abiertos desorbitadamente y mirando fijo un poster donde Louis Amstrong lengüeteaba su trompeta. Me acerqué y le pregunté si se sentía bien: «Yes», me dijo, y prosiguió: «I’m very, very, very...», no terminó la frase porque se quedó dormida y al instante roncaba como oso. -163-

El olor nauseabundo era ya una plancha de acero que se daba contra nuestras narices, las parejas me parecían manchas de sangre que subían y bajaban paredes hasta el infinito, los ojos me dolían y la luz me hería los párpados como si me cayeran cien latigazos. Ya no podía soportar que alguien se acercara, que me rozara con algo más que con su aliento fétido y dos o tres veces vomité en tu pañuelo, ¿recuerdas?, aunque ya había perdido la conciencia de los olores y mi mente viajaba por remotos recuerdos, tratando de aprisionar, de hacer más larga en mi cerebro la muerte de mi madre, la niñez de mi pueblo, mi autoexpulsión de la universidad, los bailes del carnaval, de San Anselmo, de la Mama Grande, algo que me abrumara el pensar, que me hiciera olvidar el agotamiento, porque más que todo era eso lo que yo tenía, y si mi resistencia se alargaba era únicamente por la pena, por la pena de vos ñata, por la congoja ante tus afanes, y ya ni siquiera pensaba en el premio sino en descubrir tu rostro al final de este espejismo, en limpiar con mis manos tus pómulos llenos de olores execrables, en masajearte con meticulosidad las mínimas partes de tu cuerpo, aquellas que con tanta solicitud conocieron mis labios, ahora secos y partidos, y mientras gesticulábamos y nos contorsionábamos como animales de feria, los de afuera, los que venían de una ducha caliente, se desgañitaban, gritaban tu número, el mío, el del negro Pezantes, el del cholo peruano, se masturbaban con el mismo sadismo del torturador, se refocilaban viéndonos hacinados en el estiércol, en la mierda, en esa barahúnda de porquerías y aires viciados, se burlaban de la desmadejada comicidad de nuestros gestos repetitivos y mecánicos, se reían de verse ellos mismos representados en ese guiñol estrafalario. Pero vos, ¿qué pensabas en esos momentos?, ¿qué fuerza te sostenía?, ¿qué aliento contenía tu corazón desgarrado?, ¿de qué lugar te venía esa energía que nos alimentaba a los dos? No sé. Pero -164-

de a poco fui notando que tu actitud cambiaba conforme pasaban los días, que ya no lo hacías por la necesidad de unos dólares, ni por calmar el hambre de las horas posteriores, ni por pagar las deudas acumuladas, sino por algo más perentorio, más profundo y definitivo como que querías demostrar a alguien tu entereza, tu rabia, tu lucha desigual, heroica. ¿Pero a quién ñatita?, a mí no, porque yo te conocía desde siempre, tampoco al público que nos miraba desde afuera con ojos lúbricos, tampoco a dios porque para nosotros no existía sino paradójicamente en la cara de la moneda americana donde leíamos «In God We Trust». ¿A quién entonces? Había un monstruo más grande al que desafiabas, lo sé, lo supe. Y a partir del quinto día te silenciaste como si quisieras guardar toda tu energía para este desigual combate y ya ni en los descansos respondías a mis pequeños requerimientos, parecía que tus labios se hubieran sellado con una espesa goma, y solamente utilizabas los ojos para señalarme que te frotara las piernas, que te pasara el agua, que te secara el rostro, caminando borracha hacia el camerino, pisando las botellas vacías, las cáscaras de plátano, sin importarte ya tus hombros desgarrados, tus pies en carne viva, porque tenías una idea fija que te borraba cualquier otra consideración. Nadie nos podrá hablar a nosotros de fatiga. ¿O sí podrán? ¿Quizá los guerrilleros, que por ese año morían de cansancio en las montañas de Bolivia? ¿Quizá Jesús subiendo por el Gólgota? Al noveno día ya no quedábamos sino tres parejas en la pista, velermos transfigurados, fantasmas trashumantes, zupays del infierno, pierrots, polichinelas, títeres de piolas escondidas. Las otras parejas casi no se movían y a duras penas se sostenían el uno sobre el otro. Ninguno de nosotros sabía si era de día o de noche, habíamos perdido la noción del tiempo y del espacio y en uno de los descansos miré por la ventana. El amanecer me hirió con su luz violenta. -165-

Al regresar a la pista estábamos solamente nosotros y la pareja del negro Fletcher (un americano que lavaba pisos en el Sears), fue cuando sentí que me mirabas de una manera extraña, y mirabas al negro que nos veía con esos ojos blancos, llenos de desesperación, como suplicándonos, mientras sostenía en sus brazos a una muñeca de trapo inerte, entonces vos, ñata, le dibujaste una sonrisa, quizá la última de tu vida, y me dejaste estupefacto, boquiabierto, lelo, cuando bailando te separaste de mí, y te dirigiste fuera de la fiesta, saliéndote a la calle, girando como un robot, con los ojos vidriosos y la mirada completamente extraviada, moviendo tu cuerpo sin poder parar, dando saltitos como si te murieras de frío, y te grité ñata que esperaras un poco, que hicieras el último esfuerzo, pero vos sorda, enterita como si te hubieras comido mil culebras, contorsionándote sin parar, despidiéndote para siempre y dejándome solo, a mí que en ese momento escuchaba el pitazo de descalificación del manager y sentía, al mismo tiempo, el golpe seco que dio mi cabeza al rebotar en el tablado.

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Cañabrava Aquel amanecer la flaca manoteó en el aire, dio dos resoplidos y finalmente se despertó. Me quedó mirando como si no me reconociera y luego dijo entre bostezos: —Qué feo sueño, marido, soñé que la nieve ardía. —Eso no es sueño —le dije, besando sus cabellos alborotados—, es la novela del cholo Oropeza. —Pero yo acabo de soñarla —dijo y se sintió transportada. —Bueno —contesté—, olvida eso. Hoy es nuestro aniversario y quiero que lo disfrutemos. Nos iremos de la ciudad. La flaca se incorporó como un resorte, me lanzó los brazos alrededor del cuello y me estampó un sonoro beso olor a tiempo, a sueños, a restos de noche. —¿A dónde iremos? —dijo, mientras saltaba de la cama y me permitía ver su enagua de seda negra, su figura tierna, menuda y firme a pesar de los mil años de matrimonio. Siempre fue así, diáfana y fulgurante, obsesionada y bravía. Yo me había echado sobre los hombros -167-

la responsabilidad de contener aquel temperamento demasiado apasionado, aquella voluntad perseverante y arrolladora, aquella fuerza magnética y altiva que se impuso al dolor y a la tragedia, que se impuso a la desazón que produce el vivir con un fantasma, con un cazador de palabras, con una entelequia. —A cualquier parte —le dije, ocultando la sorpresa que le tenía preparada—. Quiero ir a la costa, viajar a tu infancia, a tu primera inocencia. Ella, sorprendida, me miró como a un resucitado, y escondiendo las palabras para que no se le tricen, entró al baño y abrió la ducha. Una vez camuflada por el sonido del agua dijo: —En un minuto estoy lista. Mientras la esperaba, una especie de melancolía iba entrando por las cortinas deshilachadas y se instalaba en las paredes viejas, en los cuadros castigados por la polilla de los días, en los libros descuadernados por la vehemencia, en las mil y una cosas inútiles que habíamos amontonado durante tanto tiempo, entre restos de polvo y sal. Prendí, entonces, un cigarrillo y empecé a soltar grandes bocanadas de humo, arrojándolas con fuerza como si silbara, como si quisiera empujar este maletín de años hacia otro lado, y desde el fondo del humo iba naciendo algo como la alegría, al pensar que al final del viaje por fin podría ver sus bellos ojos de antaño. Mientras viajábamos, el viento enloquecía los cabellos de la flaca; y yo veía su rostro un poco lánguido, su frente amplia surcada por caminos que yo había pisoteado, que había hundido con dura pala, por ese vicio de mirar por el contorno de la aguja. Ella observaba los montes, los indios labrando la tierra, los campos de trigo y maíz donde el sol explotaba como en un espejo; en algún momento dijo: —Teníamos dos vaquitas, una se llamaba Petra y era lechera, la otra se llamaba Cañabrava, papá la disparó cuando le vino el mal. La enterramos junto -168-

a la cabaña, al otro lado del pozo, mi hermano lloró tres días y aprendió a silbar las tonadas más tristes. Luego, en homenaje a ese animalito, mi padre mandó construir un gran cartel de madera con su nombre y lo puso a la entrada de la hacienda. A la Petra la ordeñábamos muy de madrugada y yo miraba las manos mutiladas del Pedrín (ya te he contado de él) que jugaba con sus tetillas como si fuera un milagro. Eran los tiempos en que Dios estaba en la leche y en cada árbol de ceibo. Daba veinte litros diarios y alcanzaba para todos, lo que sobraba regalábamos a la escuela de la comunidad. Allí empecé a enseñar a los niños a cantar, a leer, a dibujar, a rezar. Mientras la flaca hablaba yo iba recordando un poema de Keith: «¡El pasado es un residuo/es lo viejo, lo feo/el polvo, la ceniza/la muerte/es un rescoldo vano/. Pero hay un hombre que se alumbra con esa luz». Y me asombraba de la malicia de la poesía. La veía entonces, veinte años atrás contradiciendo el poema de Keith, con su uniforme de colegiala, vivaz y alegre, caminando en la calle junto a mí, arrimando su cuerpo maravilloso a mi angulosidad llena de expectativas como todo hueso, canturreando boleros de Virginia López o Monna Bell, acariciando con sus pies menudos la Avenida América que brilla al sol como una lengua plateada, apropiándose en cada gesto, en cada movimiento no sólo de mi amor sino también del efluvio de la ciudad, del aire tranquilo y diáfano de Quito, que movía sus cabellos rubios como instándola al juego, a la liviandad, mientras yo hacía acopio de todo mi valor para repetirme en silencio la declaración de amor que tantas veces había ensayado con mi hermano. Pero era inútil, porque cualquier palabra, por más tenue, meditada o sincera que fuera, habría roto el encanto que despedía su libertad, su pulsación interna que yo la sentía tan adecuada a mi timidez; entonces me quedaba callado, mirándola como una aparición de mi otro yo, como una alegoría de mi -169-

timidez y mi recato, esperando feliz que ella me pidiera que le llevara sus cuadernos, mientras alegraba la calle con la fanfarria de su caminar (podía entonces hojear algún cuaderno y penetrar en el secreto de su letra, alta, ovalada, con los rasgos de la sensualidad que se adelantaban a su vida), aunque los corazones atravesados por una flecha con jeroglíficos secretos, con retazos de iniciales apenas perceptibles, me desalentaban un poco, y más aún las fotografías de Elvis Presley o Los Beattles que ella introducía furtivamente entre el papel de empaque con que forraba sus cuadernos o en los libros de Historia del Ecuador, cosa que siempre me pareció una falta de patriotismo. Tanto tiempo y tanto viento. Pero ahora se había acabado el verde paisaje de la sierra, la visión de los indios caminando cansinos, llenos de polvo, por el filo de la carretera. Se había acabado el frío, el entumecimiento de los cuerpos. Me recompuse, aplasté el acelerador y abrí la ventana mientras sonreía porque la flaca daba una nueva entonación a sus palabras, un dejo costeño apenas perceptible en la rapidez del hablado, o en el final recortado de las frases, y también noté un ademán novedoso al sacarse el saco de lana, al desabotonar su blusa, mientras yo, con el acelerador a fondo, iba recordando esos adulterios enanos, subdesarrollados, que habían dado al traste con su vida llena de expectativas, obligándola quizás a aceptar esa rutina falaz de los días y las noches combatiendo con el viento. —Cañabrava —dijo, mirando las palmeras frondosas, los platanales extendidos a los lados de la carretera, los racimos de banano, que colgaban como hijos—. Nunca me olvidaré de Cañabrava. Sólo allí fui feliz. En las noches contábamos cuentos de aparecidos y jugábamos a la penitencia. Cuando perdía, mis hermanas me mandaban traer agua del pozo. No tenía miedo a la noche, ni a las culebras, ni a los ceibos donde veía a Dios en sus más bellas y extrañas formas, sino a los hombres. Un día vinieron a -170-

comprar banano, mi padre no estaba y mi hermano estudiaba en Guayaquil. Se bajaron de los caballos y preguntaron por el hombre de la casa, salió mi madre con su escopeta cargada y uno de ellos se acercó taimado, sereno, repasando con una mirada que nunca olvidaré, a cada una de nosotras hasta fijar sus ojos en mí, alargó apenas la mano y rozó con el dorso mis mejillas encarnadas: «¿Cómo te llamas?» me preguntó con una voz sofocada, caliente. «Adriana» le dije mientras sentía que su mano quemaba mis mejillas. «Vendré por ti» dijo y dirigiéndose a mi madre hizo una reverencia con su sombrero alón y montó en el caballo. Aún me quema esa mano. Si miras bien mis mejillas apreciarás la diferencia. A los pocos días me enfermé por primera vez y las mañanas y las noches me las pasaba rezando porque se me quitara la candela de la cara. El calor era cada vez más pesado, algo se pegaba a la piel, a las manos, al volante, a los ojos nuevos, alados, de la flaca, a sus muslos que se desleían en mi mano. Atravesamos Santo Domingo entre el griterío de los niños vendedores de todo lo imaginable y el aullido de los perros, y seguimos a gran velocidad mientras ella cantaba feliz y arreglaba de vez en cuando mis cabellos alborotados por el viento. En Pueblo Viejo me pidió que nos detuviéramos a tomar algo. Un caserío lleno de moscos, niños desnudos, hombres montados en yeguas famélicas. Entramos a un salón cuyo nombre, «El Guadual de Ña Meche», se destacaba pintado en rojo intenso, las mesas rústicas y con las huellas de los años. Nos atendió una mujer de ojos tristes. La flaca pidió una cerveza y reía feliz mientras acariciaba la cabeza de uno de los chiquillos que le ofrecía maduro con queso. «Esto es una maravilla» repetía insistente y me preguntaba sin esperar respuesta «¿Verdad que es una maravilla, marido?» olvidada de todo, de los sinsabores y las ofensas, entregándose plena e íntegra al goce que le producían sus recuerdos infantiles, con esa bondad innata -171-

de la montuvia que solamente necesita una pequeña demostración de cariño para volcarse entera. Se levantó y fue hacia la rocola, al poco rato sonó el vals llenando el salón: «Llora guitarra porque eres mi voz de dolor/grita de nuevo su nombre si no te escuchó...». La flaca continuaba inclinada sobre la máquina, mirando como perdida las letras de las canciones que apenas se divisaban por entre el cristal sucio de tiempo. Ese momento se me vino a la cabeza su imagen, ayer nomás, acodada a la ventana de nuestro dormitorio, mirando caer la lluvia mientras su aliento empañaba el cristal. ¡La flaca! para sí misma ese momento no era más que una mujer triste mirando por la ventana, pero para mí era todo, su historia y su vida, su niñez, sus ideales, sus fracasos y sus vicios. Yo procuraba darle queriendo a sí misma, la ayudaba (sin que lo percibiera) a no evaporarse del mundo, a no envejecer, a anclarse en la tierra con todo el peso de la desdicha, con toda la tragedia de la dialéctica y de la historia. Y la ayudaba con mis pobres ademanes de titiritero. Sí, era bella, profunda como ahora su ausencia. Sus gustos, su movimiento daban la sensación de que caminara bajo el agua. Ayer su pereza era su sensualidad, la pereza le arrastraba en rengos caballos azules, su lento envejecimiento maravilloso, profundo, me traía al recuerdo aquel ron extraño que su padre envejecía en barricas de roble. Miraba ahora su rostro donde parecía que tremendas caricias le habían impregnado hondos mazazos en la carne, quedando solamente algo como la cuenca de la cara, un rostro artesanal, trabajado diariamente por mí, por un pequeño ser que quería parecerse a Humprey Bogart cuando apenas tarareaba canciones de J. J., un ser que, desde luego la amaba, pero equivocaba torpemente las manifestaciones del amor. Sentí entonces, con más urgencia, la necesidad de lavar mi espíritu, de librarme de culpas ante sus ojos recuperados, y a punto estuve de decirle ese momento que la sorpresa reservada para ese día, era devolverle Cañabrava, -172-

que la había recobrado luego de prolongados y secretos trámites, para ella, para los dos, para volver a ser felices en esa frondosidad que aún conservaba el perfume de su niñez, junto a los brazos multiformes de los ceibos donde ella había encontrado a Dios, pero me quedé callado y aplasté más aún el acelerador para llegar lo más pronto a aquel lugar que borraría definitivamente la candela que ahora brotaba nítida de la mejilla de mi amada. —...mi padre murió de ausencias —me dijo de repente—. A poco de lo que te cuento, nos mandó a Quito y nunca más lo volvimos a ver, es decir en carne y hueso, porque en sueños lo veo siempre. Han pasado tantos años y aún lo siento acariciando mis cabellos sudados y diciéndome «tranquilita, tranquilita, la culebra ya se murió...» De la vaca Petra ya no me sueño, ni del Pedrín, ni de las tonadas que silbaba el Gus, solamente de mi padre y de los álamos donde bailaba Dios... La flaca se fue poniendo triste y yo no hice nada por consolarla para que el efecto de este rótulo enorme que había mandado pintar en la entrada de la hacienda, fuera más directo a su corazón. Tomé el volante con las dos manos y me ensimismé en el color de la tarde que iba cayendo, dejando una estela rojiza en el horizonte desde donde se desprendía su falda de franela, la Avenida América, el primer beso de labios cerrados, la primera cerveza angustiada al ritmo de Leo Marini o Benny Moré, mi primera borrachera arrimado de la garganta de Los Platters. Y me veía asustado (luego de su primera ausencia), caminando por las calles tortuosas de Quito, a la sombra de su recuerdo que se perdía en Riobamba, en no sé qué vaina, en no sé cuántos versos que escribía en la cajetilla de full blanco, quedándome a llorar en las aceras, o en las servilletas, o en los libros que ya empezaban a desarreglarme la vida. Ahora el calor era más húmedo, habíamos pasado como una exhalación por todos esos pueblitos -173-

olor a bahareque y pescado, Palenque, Pueblo Viejo, Vinces, Palestina, Boca de los Sapos, y el carro rugía feroz mientras la flaca señalaba con el dedo los sitios de su infancia, incapaz ya por la emoción, de articular palabra. En algún momento me dijo, tomándome del brazo: «...por ese desvío, a la izquierda, queda Cañabrava, ¿por qué no pasamos por allí, marido?» Yo tenía la garganta seca y ese momento la dicha me atoraba, «está bien», le dije y curvé bruscamente sin poder eludir al camión rojo, cargado de plátanos, que se estrelló brutal contra nosotros. Entre los restos, aún viva, palpitante, la culpa se aferraba a mi cabeza herida.

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Usted es la culpable «...de todas mis angustias...» Leo Marini

¿Por qué no fui otro hombre? Bien que no fui otro hombre. Soy ninguno. Me llamo ninguno. Ulises. Odiseo. Nadie. Ninguno. Pero usted quería ser Penélope, ese símbolo de fidelidad conyugal, mientras yo prefería a Calypso o a Circe, por su irremediable acabamiento, por su falta de eternidad, y quizá porque eso era lo único que iluminaba nuestro amor: su fragilidad, su liviandad, su falta de asideros, de garantías, su eventualidad, ese constante equilibrio en el filo del abismo, esa maravillosa angustia de clandestinos y desaforados. Así, al menos, pensaba yo en el maldito tiempo en que la conocí. Tiempo en el que prefería las brasas a cualquier quietud, a cualquier serenidad. Pero ahora que está muerta, y bien muerta, voy a escribirle la carta que le prometí aquel día en que usted se comparaba con Camille Claudel y me acusaba de ser un Rodin cien años después, y lloraba por haberla abandonado en el hospicio de Montdevergues -175-

y sus lágrimas dejaban en mi carne como un tajo de navaja, lágrimas terroristas que más bien asemejaban su rostro, no al de la loca de la calle Turenne, sino al de la Dolorosa de Caspicara, y yo aprovechaba la ocasión para leerle versos del hermano, de ese loco hermano, que se llamaba Paúl como cualquiera, y usted, en el intersticio de esos versos, me decía agitada, que a esa poesía no hay que leerla sino rezarla. Y he llegado hasta acá, para escribirle, porque quiero bajar al corazón, a la oscura sangre de la lengua, escribirle como un acto gratuito, como el acto de su muerte, escribirle antes de que lleguen los pensamientos, cuando aún estoy vacío de lenguaje, inocente de sintaxis, tratando de aumentar, ingenuamente, la realidad del mundo, la realidad de este mar que moja mi melancolía y su recuerdo. Y he venido acá, a este paraíso, porque usted alguna vez, ahogada de lentitud y quizá de misericordia hacia mi vehemencia, me dijo «vete a Alandaluz, allá terminarás tu libro», y fíjese que ha sido verdad, porque mi libro es usted y usted ya se ha muerto, y esta carta que escribo en la arena, con mi cuchillo de conchaperla, es el epílogo, un epílogo que se lo llevará el mar, y que de alguna manera modificará el Sahara, según me lo ha prometido Borges. Y he venido más solo que una mitad, afianzándome a la mirada de los pasajeros para no desaparecer en el camino, y he atravesado Portoviejo, Jipijapa, Libertad, y en cada uno de ellos ha ido quedando colgada mi mirada, llena de congoja, hasta que he llegado ciego a esta luz alada, a esta Alandaluz, a recostarme en la playa que alguna vez contuvo su liviandad de plomo. Ciego, dije. Ninguno. Nadie. Homero. Melisígenes. Me llamo nadie, y el agua del mar es la madeja de lana que usted teje en la espera. Acostado en la arena, con los cangrejos en los bolsillos, apenas divisaba, entre brumas, la lejana isla del ahorcado, donde murió Francis Drake, usted -176-

misma me lo contó obsesionada por los cofres del pirata. Un cangrejo, cerca de mí, me miró y detuvo su andar parsimonioso. Se convirtió en estatua. Iba a decir de sal, pero ahora reniego de los mitos. Ya he cruzado todos los mitos que usted contenía, me quedaba uno, ya amado muchas veces, pero quizá no hasta la saciedad. El mito de su cuerpo, donde está regada la historia de este perro mundo. Dibujé con mi cuchillo un pez en la arena, y pensé que ese era el único pez que ahora vivía y fulguraba en la playa inmensa. Era un pez plateado por la desolación de mi mano, un pez tristísimo por la inmensidad del mar. Drake me llamaba desde la bruma. Yo ya sabía que en alguna otra vida había sido corsario (corsario y no Rodin, señora, yo qué culpa), por eso hundí mi daga en la arena y la llené de sangre, quiero decir de palabras, palabras para usted, para adornar su sudario. Ahora, aquí, sé cómo pasa el tiempo, huelo al tiempo, lo escucho; la playa es un rugoso lomo de elefante, y por allí camina, imperceptible, la diminuta arena de la edad, y yo sigo escribiéndole mientras las olas tocan aquella canción de Prokofiev: Marcha de amor para tres naranjas, música para recordar que usted me ha obligado a quedarme huérfano de un sentimiento precioso. Cuando la conocí, yo me sentía veraneado, es decir que cualquier mujer habría hecho hueco en mis camisas, porque la tramontana para mí tiene forma de mujer, y en verano, perdone la flaqueza, una nueva mujer me acecha. Pero la conocí a usted que no sabía nada del misterio de las estaciones y que estaba, más bien, llena de primavera, fue en el recital que hicimos los ex-militantes en el Pabellón de Oro, donde alargué mis poemas para tocarle. Su rostro dulce, su cabello de colegiala, su mirada amarilla como la cerveza, atenta a mis pobres textos que babeaban Kavafis por todos lados. Su rostro, señora, cualquiera diría que se había alimentado de miel toda su vida. -177-

Pero como sucede siempre con la mujer fatal, usted pasó desapercibida para mí en el primer momento, inclusive puedo decir que cuando nos presentaron me gustó mucho más su marido, o mejor dicho, esa algarabía recurrente y dichosa que formaba su marido con su conversación inútil, como si de sus palabras y de sus cabellos fueran saliendo bombillos de Navidad; aunque ya después, cuando la bruja apareció con la varita mágica de sus ojos, alentado por el vino, que pone antifaz a mi cobardía, me entregué por completo a percibir las volutas de su amor, yo, inocente, poeta miserable que por ese tiempo aún desconocía que el amor no es un estado de ánimo, sino un estado de gracia. Empezamos entonces a charlar, ese menage a trois del lenguaje, en el que los dos tienen los dardos apuntando, mientras el tercero está en el cielo. Luego de una gran perorata de su señor, sobre las bondades de la unión conyugal, yo, en broma, es decir furtivamente, dije: «El matrimonio me recuerda siempre “La Divina Comedia” (lo dije recitando lo que alguna vez había anotado en mi diario, quizá de cosecha ajena): los habitantes del infierno están condenados a sufrir eternamente, los placeres que alguna vez desearon». Usted, señora, se sonrió con una mueca naif y dijo siniestra: «¿Por qué eternamente?», mientras su marido dibujaba pajaritos de gestos en la sombra, y usted se retrasaba en sonrojarse, como si el sentido de sus propias palabras le llegaran como un eco bastante tardío. Inmediatamente, desde luego, se acercó a él y lo rodeó con sus brazos, lo besó en la mejilla y le dijo palabras tiernas, como para que, por favor, la perdonara lo que había dicho tan espontáneamente, es decir demostrándome, que usted, señora, tenía todos los complejos de mujer de marido único, que son peores que los de hijos ídem. En algún momento, cuando su marido feliz llevó a su jilguerito canoro al water closet, le rogué -178-

que me dejara verla otra vez, mañana mismo, pero usted me habló de su hija, y de las ocupaciones domésticas, y del pretexto, y de la escoba, y de las camisas planchadas, y del teléfono; toda una burocracia para que usted dijera sí, y dijo sí, seguramente afectada por mi inquietud y mi palidez y justo el momento en que su marido regresaba entonando sin saberlo, la danza de las pulgas. Y así, poco a poco, con angustia y vehemencia y violencia, fui entrando en la magia de su vida y de su cuerpo, que eran como dos cosas distintas. Usted también había seguido paso a paso, el periplo que marca la angustia de nuestro tiempo: la universidad, el partido, la ambigüedad, la preñez, el descoloque, la inercia, el vacío, el compañero para que haga ruido, para que espante a la soledad, y mientras asistíamos a recitales, conferencias, exposiciones, usted seguía recibiendo el vacío de la época, como se recibe la comunión, se rodeaba de vacío como la aureola de los santos, y era eso lo que me entregaba, su vacío, como una dádiva, como un gran sacrificio, mientras ponía una cara de arte moderno, desfigurada por el sufrimiento. Es que usted, señora, en aquel tiempo en que la conocí, tenía una irremediable, envidiable vocación para el sufrimiento, y había que alimentarlo de cualquier manera, para que no fuera a sentirse feliz por equivocación o negligencia de mi parte. Es decir, mis ingenuas maldades estaban teñidas de amor y sin embargo usted me trataba de perverso, quizás sin comprender que yo simplemente desgarraba mi piel de lobo para que usted asentara sus pies de caperuza. Y la primera vez que nos amamos fue la primera vez que se sintió completa, así me lo dijo usted, señora, con la alegría de la inmoralidad pintada en sus ojos de ámbar, y en el acto del amor, dichosa por fin: «Me estoy yendo, gatito, me estoy yendo», utilizando un gerundio y un tono que la penetraba aún más. -179-

Yo grababa en mi mente la inflexión de su voz, para después, para el recuerdo. Creo que en definitiva la amaba para después, para cuando se fuera, para cuando pudiera hacer silencio en mi corazón y en mi cabeza. Creo que no quería permanecer desprevenido, quedarme solo y abandonado en su huida (usted me decía que nuestro amor tenía una pistola en la cabeza). Recuerdo su voz, tan delicada, tan pequeñita, pero ¿por qué sonaba tanto? Era como esas piezas escultóricas diminutas, que contienen en sí mismas la monumentalidad. El sentimiento que yo tenía de usted me acompañaba de la noche a la mañana, como un enjambre de abejas zumbando a mi rededor, caí entonces en su trampa porque usted me hizo cotidianizar la dicha, que era como escuchar un bolero pegado a su piel, y yo, ya marcado y derrotado en alguna parte, me transformaba en un perro cazador, al acecho de sus pequeñas vulgaridades, para recordarlas, para que en un momento las cadenas fueran más livianas. Había un barcito tránsfuga, desde donde se divisaba la melancolía pesada de los transeúntes, se llamaba Le Passy, allí usted me abría su corazón desdichado, mientras escuchábamos a Tracy Chapman, dolida por los sinsabores de la negritud y que cantaba «no somos nada, y menos en la ducha». ¿O eso lo decía usted? Allí yo le di mi curriculum vitae, que era más corto que un suspiro, a saber: poeta, ex militante. La peor profesión del mundo. Ahora no sé nada. Todos me exigen computación. Y usted reía como si estuviera dejando caer orquídeas, y me preguntaba ¿pero por qué has tenido tantas mujeres? Y yo le contestaba sonriendo triste: «Álguienes tienen que ayudar a llevarme». Mujeres. Pero ahora ya ni eso me alienta. Lo que pasa es que desde que la conocí estoy condenado a no ver la superficie, cuando veo una mujer estoy viendo su hueso, es como un desvío profesional (como ahora, en que ya no la veo a usted, sino su cadáver). Ya no quiero seducir a nadie, ya no -180-

puedo seducir a nadie, ya nadie se siente seducida, nadie siente la seducción. Y lo que es peor, ya no podemos seducirnos a nosotros mismos, ya no confiamos en nosotros, la seducción es estrategia del diablo, ya no sabemos qué significa esa palabra, ni siquiera sentimos su sedosa piel semántica. Pero yo tenía que seducirla a usted, y adorarla, y protegerla del virus de la infamia, porque usted, señora, en alguna parte de su cuerpo, era enferma mental y yo tenía que entrar en esa maravilla fosforescente ahora que mi dolor de cabeza no existía realmente, pues había empezado a ser tan solo una metáfora de su ausencia. Usted, de alguna manera, ya traía de la mano a su ausencia. Era su ausencia. Desprenderme de usted todos los días era empezar a cojear, a sentir ese dolor absurdo que siente el mutilado, un dolor del miembro que no tiene. Mi vida empezó a reducirse, mi destino era la tzantza de mi destino, maravilloso destino que únicamente se preocupaba del atardecer, de visitar con usted aquellos lugares habitados por los dioses, por Eros y Tánatos, y Dionisio y Safo y Eos y Erinies, y Afrodita y Artemisa, y los de la lujuria y la gula, y las cantinas solitarias, los cafés oscuros, los tristes moteles, los hoteluchos de carretera, los albergues para extranjeros (extranjeros de la vida), las calles adyacentes, tenebrosas, la que cruza, y las ocho de la noche inmoral. Cuando usted, señora, me hablaba de su marido, de su olímpico quemeimportismo, yo me ponía más neurótico que un francés recién bañado, y con profunda melancolía pensaba que no quería escapar de él, sino del tedio que la rodeaba. Usted había sido bella, y lo seguía siendo, quizá ahora más bella por esa triangularidad que daba a su rostro una sensación de abismo, esa triangularidad que es como la firma del primer amante. Pero pensar en su marido —burdo, vulgar, desnudo de contenidos—, me desazonaba, la veía con otro rostro, con otros ojos. Cuando usted me contaba arrepentida, que había -181-

tenido que hacerlo, su cuerpo me daba una especie de asco, señora, con el respeto que se merece, su cuerpo ya no era suyo, era un cuerpo de él, un cuerpo que no había sabido conservar su trascendencia, un cuerpo sin luz, sometido a infames penetraciones, lleno de groseras acometidas, de repugnantes derechos de un hombre que no era de su sangre, que no era de su familia (quiero decir de la familia de las Camilles), que no la contenía, que no la alcanzaba. El rastro que dejan en la arena estas palabras es un rastro parecido al que dejan los piqueros de patas azules en esta playa desierta, un rastro sufrido, egoísta, atormentado, que lo va tapando el viento lleno de benevolencia, es como la poesía, como su huella trágica. Infinidad de veces, desde el charco que iba formando nuestro amor, le había repetido a usted, señora, que yo poseía una sola realidad: el arte. Si procreo hijos bastardos —le decía—, si me vuelvo un asesino o un ladrón, si busco el coño de todas las mujeres, si traiciono o engaño, o me vuelvo un santo o un prostituto (esas son mis categorías ahora), no es más que por eso, no tiene otra función que esa, el arte, esa maldita bruja que ya no tiene nada que ver con la realidad de una vida convencional, y que me arrastra como en un sueño surrealista, un sueño donde miro una calavera magnífica, posada sobre mis hombros para ver mejor la desolación del tiempo. Pero usted empezó a cambiar, mordida por el perro de los remordimientos, y yo la sentía lejana, atormentada, seguramente pensando lo que pensaban los rigurosos rusos de Ana Karenina, es decir que la pasión que sentía era condenable porque violaba el deber, pero yo le reprendía con versos de William Blake, diciéndole que solo reprimían su pasión, sus deseos, aquellos que los tienen tan débiles como para poderlos ahogar. Entonces nos volcábamos a ese amor literario y usted ya más serena se quedaba dormida, pero horas más tarde, se despertaba, y su profunda emoción, su rencor, su maldita -182-

conciencia, manipulaba su estética, la tornaba un poco vieja, un poco tonta, casi disléxica, y las serpientes empezaban a enroscarse en el nido de sus ojos. Yo miraba, feliz, hay que decirlo, su confusión, y empezaba a dormirme del lado izquierdo, para tener la certeza de sentir mi corazón. Al amanecer, usted lloraba, lloraba como si estuviera cantando las arias de Glück, las de Orfeo y Eurídice, mientras yo frotaba sus muslos con algodones mojados en espíritu de vino, porque usted siempre sangraba, como si fuera la llaga del costado. Ahora que le escribo por última vez, y que tengo la certeza de que no leerá los grafitis de muerte que se forman en la arena, puedo decirle que, no sé por qué, empecé a tener un sueño recurrente, un sueño de cuchillos, una necesidad de volcar hacia usted un acto gratuito, aquél acto gratuito que siempre me fascinó y que, en mis constantes pesadillas, siempre estaba, tenaz, persistente, ocre, y que me atraía como un imán irresistible. Claro, usted era una pesadilla que se le había olvidado grabar al viejo Goya, la yegua de la noche, como quien dijera. Y hasta me parecía milagroso despertar razonable (es decir repugnante), después de aquellas pesadillas. «Si el amor no es maldito, es una forma de piedad», me martillaba desde la pesadilla un poeta guayaquileño. ¿Usted, entonces, se había vuelto tan retorcida que me traicionaba con su propio marido? ¿O yo estaba loco? ¿O yo estaba loco? ¿O yo estaba loco? Creo, señora, que yo la inventé. Y si es así, la desinventaré. De usted ya no me importa nada. Quizá solamente recoger pedazos de amor propio, aunque siento un gran desconsuelo de que, cada día, usted vaya desapareciendo un poco, como si el tiempo, inmisericorde, tenaz, inalterable, fuera pasando y repasando su mano atroz por su figura de mujer preciosa, borrándola, convirtiéndola apenas en el ectoplasma del olvido y de la muerte. -183-

Dicen que el que va a morir, ve pasar toda su vida ante sus ojos, usted tenía que morir, con los ojos abiertos y tristes. Usted moriría mirándome. Yo sería su última imagen. Yo sería toda su vida. Por eso, en esta playa de Alandaluz, estoy recordando lo que quedó de su luz. Por eso la cosí a puñaladas. Acto gratuito, casi desinteresado, liviano, borroso, como en las pesadillas. Le cosí a puñaladas, porque cuando uno da la primera, entra a chapotear en un lago pleno de felicidad. No siento ningún remordimiento. Soy ninguno. Soy nadie. Soy este tiempo. Soy Argos, el perro de Odysseus, que murió al presentir su regreso. Ahora es la noche y los piqueros azules ya no agitan sus alas. ¿Por qué yo aún las escucho?

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Flor de Azalea «...la vida en su avalancha te arrastró...» Los Panchos

¿Sabes por qué te escribo, Ñañón? Porque no tengo nada que hacer. Nunca tengo nada que hacer, me pagan por no hacer nada. Para que me rasque las pelotas. Para que no me olvide del vacío, del olor a cloaca que despide este mundo, pero he aquí que te escribo farrullero sólo para recordarte lo que fuimos, lo que somos, mientras vos estarás por allá, por los mismísimos mayamis, aliado a los cubanos, chico, alumbrando algún crimen de la puta madre, y está bien porque como decía el gordo Pacheco: «Ya somos todo aquello contra lo que luchábamos a los veinte años». Quién como vos, Ñañón, mientras yo (por no hacerte caso) sigo viviendo con los harapos de la felicidad, a saber: sueldo mensual, corbata maltrecha, terno de casimir estilo tres cargas familiares, una mancha de huevo en la solapa, sexo los sábados, y el viernes infaltable al Flor de Azalea. Parece mentira. ¿Sabías que la flor de azalea no tiene perfume, y que es venenosa? Parece mentira, -185-

pero ya ves, nunca te escuché. Te acuerdas cuando me decías (tiempos en los que pendejeábamos en el Partido) «tomá conciencia, no seas bruto» ¡Ahí tienes! Ahora he tomado conciencia... de que no hay esperanza. Todos los libros que me he tragado no me han hecho digestión y apenas me han servido para putear en la cantina o dármelas de sabio con mi jermu. No sé si serán sentimientos de derrota. Sé de la angustia, del abatimiento que cae en mi espíritu como una negra mariposa nocturna, pero no sé si seré un desesperado, o un desarrapado o un desperdiciado, pero ya ni siquiera el cine me llama la atención. Ayer no más daban La Cucaracha, con esa rica mexicana de nuestro tiempo, la Flor Silvestre pero nada, le dije a la flaca que se vaya con las guaguas y yo me quedé viendo el tumbado. A la nochecita me vino a ver el Diablo, y nos fuimos para la Samba (Samba de mierda entre paréntesis como te consta) que me advirtió que esta era la última vez si no traía las platas ¡ay! Pero basta de preámbulos, como dirías Ñañón, si estuvieras aquí y déjame contarte al correr de la máquina (ni loco que corrija esta porquería si solo es para vos), el caso es que la otra tarde fui a la biblioteca de la Universidad para ver si me afanaba algún libro y qué encuentro, una diva sentada, una diosa polveada y esmaltada, un poco vejancona pero con pulseras y todo, y voy y me le siento y le digo ¿qué lees? Y qué crees que me dice sacando su enorme pecho y sonriendo fullera: «Leo el destino». Ese era mi destino, Ñañón. Los dioses me la habían puesto como mandada a hacer. La cortejé, la enamoré, la acorralé, diciéndome para mí mismo, como un porfiado, como un atarantado: «Cien mil, solo cien mil, con eso el arriendo atrasado, las pensiones de los chamos, sacar del empeño el pickup, y si alcanzaba algo, para mis vegetales, para mis hermanitos, un sostencito para la flaca». Todo hecho, todo clarito, lástima que cuando se levantó se le notaba el desnivel ¿cachas? Claro, brother, cojeaba de la -186-

derecha, pero yo ya estaba, como quien diría, demasiado motivado para fijarme en pequeñeces y seguí en el enjuague como si ni tal que se ha ofrecido. Me subí casi al vuelo a su Trooper rojo que me dio la puñetera idea de que era una ambulancia que llevaba un enfermo grave: yo. Pero espantado y todo le di a la conversa y me porté como quien te dice, un Agustín Lara cualquiera; palabra que le decía, palabra que ronroneaba como un gato de abasto. Era de una cultura que daba dolor de corazón, la típica cultura piel de gallina, fíjate que cuando, para medirla, le hice una referencia sobre Marx y algo sobre Engels (perdonarás no más pero en esta liturgia todo vale), ella me quedó mirando como desenchufada y me hizo repetir unas dos veces para finalmente decirme con su cara de mimo: —¡Ahí tienes! Yo siempre he pensado que Marx y Engels eran una sola persona, como Ortega y Gasset. ¿No cierto que siempre se aprende algo? Ahora que, si lo pensamos bien, podía estar en lo correcto aunque por otra vía, es decir que daba en el centro sin apuntar, como en el Zen; preferí entonces llevar la conversación hacia las telenovelas, donde no hay lugar a equivocarse ni a sentir vergüenza ajena con los ladrillazos de la estupidez. A propósito, te acordarás Ñañón de las desveladas que nos pegábamos oyendo el radioteatro, eso sí era bello, imaginativo, misterioso, me parece estar escuchándole al Gato, a Maczuma clavando su cuchillo en el enemigo de la noche y diciendo con voz arrastrada y pegajosa: «Muerrre perro...», si hasta ahora prefiero escuchar Porfirio Cadena o cualquier huevada y no la tele, pero en cambio a la flaca no le levantas del aparatito ni con grúa, y eso que sólo es blanco y negro. La pobre tiene que vivir ficción si no, ¿cómo? ¿En qué íbamos? Ah, ya. Total que parqueamos por allí, por la Amazonas, ya tú vé, y me invitó a un salón que se llama Nirvana Bar, donde según me dijo servían el mejor daiquirí con hielo, como -187-

para sentirme Hemingway, Ñañón, yo que en estos tiempos a duras penas y cuando la sed acecha, ando buscando por la calle esos raspados de hielo de nuestra infancia, que ya se van extinguiendo, esos granizados que sacaban de un enorme trozo de hielo, con una especie de cepillo parecido a un sapo, ¡viruta de hielo, Ñañón!, que te lo repletaban en un vaso y encima te ponían el almíbar del color que quisieras, ahora creo que esos fantásticos colores no me quitaban la sed pero cómo me llenaban de alegría. Bueno, al segundo daiquirí ya estaba en la fase del levante propiamente dicho y ella me miraba embelesada estas pestañas de María Félix que me ha regalado Dios: —¿Qué edad tienes? —me dijo, recitando la lección. Yo no me acuerdo de mi edad, Ñañón, no creas que es finta, no me acuerdo ¡por mi hostia sagrada! Más bien creo que no tengo edad, como los locos, pero para no asustarla dije que tenía cuarenta, entonces se sintió más tranquila (ya te dije que ella estaba en la curva del nunca más, al borde de la menor pausa) y se sintió en la obligación moral de decirme que estoy muy bien conservado, y yo aproveché para lanzarle que ella me recordaba a la Bella Otero. No sé si fue esa frase, esa comparación o los tres tragos que ya se había zampado, lo que la hizo poner los ojos en blanco y tomarme las manos, lo cierto es que de allí en adelante ya éramos conocidísimos y yo veía cada vez más cercana mi pequeña felicidad, aunque con un poco de miedo porque no sabía cómo respondería, a la hora de la verdad, mi garabato. Bueno, la primera vez no fue tan mala, torcido y todo, el coito se dio, ayudándome con dedos, dientes, lengua, labios, como en las peleas de barrio y ella más desatada que un paralítico. Pero lo que se trataba es de marcarla, Ñañón, para que surtiera efecto mi sacrificio, entonces tuve que proyectarme mentalmente varias películas, a saber: Nueve semanas -188-

y media, El último tango, El imperio de los sentidos, Calígula, coma, etcétera. Desde aquella tarde tuve que emborrachar mi cabeza para ayudarme a que su imagen me diga algo, que tenía ojos de lejanía, que su cabello olía al seno de mi mamá, que sus palabras eran mensajes cifrados, que su desazón tenía algo de Madame Bovary, pero nada, porque cuando la miraba desnuda, desprovista de la magia que yo le impregnaba, no era más que un pescado frito de tres días, sus carnes flácidas, sus pechos más manoseados que puerta de baño, y encima, la pobre, «entre el confesionario y el sillón del sicoanalista» como tuve la oportunidad de leer en un grafiti que se refería a nuestra ciudad. Así y todo, la aventura fue profundizándose y ella empezó a ver todo a través de mis ojos, a prodigarme atenciones, pequeños regalos, insignificantes para mí, quiero decir para mis necesidades, libros, discos, estilógrafos de marca, pendejadas con las que quería llegar a mi corazón porque alguna vez, por charlón, se me había ido aquello de que escribo poemas y hasta le había hecho un acróstico con su nombre y su apellido, entonces fíjate un poco, Ñañón, si ya en frío era insoportable, cómo sería soportarle romanticona, babeante, era como para preguntarse aquello que por las calles de Quito andaba preguntando la Torera, la loquita, ¿te acuerdas? Ella preguntaba en el bus a las señoras: «¿Querer morirse es pecado, madamita?» Mientras tanto, en mi casa de La Tola vivíamos al borde del desahucio, con los síntomas cotidianos que tenemos en este país casi toda la población y que no te enumero para que no se te ocurra mandarme un money order. Entonces, luego de tomarme unos guaspetes con el Diablo, decidí que esa noche le aplicaría el sablazo genial. Por si acaso fui para donde el poeta doctor del barrio Pobre Diablo, a que me pusiera a punto, quien me explicó algo sobre la testosterona y la libido, diciéndome que la cuestión estaba en la cabeza, pero que con todo me daba una pastillita que ya se la querría un burro. -189-

Ni para qué decirte que ella estaba hasta las patas, hasta las patas torcidas, es cierto. A las tres de la tarde iba y se parqueaba frente a mi ventana y se quedaba allí dos, tres, cuatro horas, esperando que este que suscribe y firma, salga a carajearla y a hacerla feliz. Aquella noche, entonces, fuímonos por las laderas del Pichincha. Le dije que yo no quería moteles ni huevadas, sino la luz de la luna. Empezamos a besuquearnos, ella feliz con mi herramienta y yo pensando en el arriendo, hasta que le paré en seco y le conté mi tragedia, le dije que para salir de este atolladero necesitaba un préstamo, un préstamo, Ñañón, no una paga, un préstamo, pero ella como que no era con ella, que no, que no, que no tenía, que estaba gastada (claro que estaba gastada, pero en un sentido metafórico, ¿me cachas?), que tenía que pagar las letras del vehículo, los impuestos de la casa, y para retomar la iniciativa del agarre empezó a practicarme un lavado de cabeza que ni qué chilena. Fue cuando de las sombras salió el tipo y golpeó con rudeza la ventana del carro. Para qué decirte el susto. Ella, espantada, se arregló como pudo sus bragas, el negro sostén que le colgaba como un maleficio y empezó a llorar. El hombre, enfundado en una chaqueta militar, abrió la puerta de mi lado y se hizo un sitio a la fuerza: «Ya, carajo —dijo—, vamos para la policía putos de mierda». Lo demás ya lo intuyes, Ñañón, gritos, aullidos, ruegos, vea jefe, jefecito, por su santa madrecita chi, chi, chi. Qué van a decir mis hijas, mi papacito. Yo, un poco sereno pero pálido me acerqué al oído de la pobre y mascullé unas palabras. Ni que hubiera escuchado a Dios, inmediatamente se sacó sus anillos, sus pulseras, esto es de oro jefecito estos son brillantes, este zafiro recuerdo de mi abuelita. «Pendejadas» decía el milico impertérrito, mientras sopesaba las joyitas y las masticaba, «pendejadas», entonces la javie abrió su cartera desesperada y sacó -190-

un puñadísimo de billetes y se lo entregó dramática como si fuera su virginidad. Ya habíamos entrado a la avenida La Gasca y yo, con una voz de ultratumba le solicité al tira que ya basta, que nos perdone, que nunca más. «Bueno», dijo condescendiente, «que sea la última vez. Tengan cuidado, carajo, esta ciudad se está pudriendo. Aquí me quedo». Y se alejó metiendo los billusos en una bolsita de cuero. Yo traté de calmarla pero la pobre temblaba como perro en canoa. Tomé entonces el volante y fui a dejarla en su casa. «Mañana será otro día», le dije, besándola en la frente, «estas cosas pasan». —¿Me llamarás mañana? —preguntó ansiosa. —A primera hora —respondí yo, pensando «si te he visto no me acuerdo». En la esquina de su casa me tomé una bielita a pico y al salir encendí el último cigarrillo. Hice parar un taxi y ordené: «A la Tola, maestro. ¿Conoce el Flor de Azalea?» Al entrar le vi al Diablo sentado en la barra, rodeado de fulanas, con su carota de felicidad. Al verme se levantó y sonriente me extendió la bolsita de cuero, diciéndome: «Esta es tu parte, viejito, también están las joyas, ahora hay que festejar». Por aquí todos bien, como verás, solamente con la pena de que al gordo Diego, el fotógrafo, le atropelló adrede el camión de la basura, mejor dicho se lo llevó con basura y todo. Creo que eso es todo lo que te quería contar, Ñañón, para que te dieras cuenta de que en esta maldita ciudad, lo que pasa es nada, es mierda. Te estoy hablando del derrumbe, de la carcoma, es decir del nuevo mundo, loco. Ni se te ocurra escribirme ni decirme nada, porque ando con el mohicano de la culpa dándome hachazos en la cabeza. No te preocupes, yo sé que estás. Aunque lejos, pero estás. Cerca, ya no queda nadie. Tu íntimo. -191-

Sólo cenizas hallarás «Y si pretendes remover las ruinas que tú mismo hiciste sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor». Toña La Negra

Te lo digo con el corazón en la mano, Patitas, cuando la conocí yo ya era malo sin excesos. Dios y el diablo me llevaban de la mano. Claro, tenía yo veinte años. Lo que pasa es que sus ojos olían a menta, ¿puedes creerlo? Es lo único que recuerdo. El olor de sus ojos que me viene en bocanadas. Sí, seguro, no es lo único, pero es lo que más recuerdo. Ojos desilusionados, como desvaídos por el tiempo. Puede ser que te suene a falsete lo que te narro, pero toma en cuenta que este rollo ya está atravesado por el tiempo, la memoria y, de alguna manera, la cultura. Siempre la espiaba a la salida de la Facultad. Sí, Filosofía, ¿qué otra cosa podía estudiar yo que no quería estudiar nada? Llena de polvo de tiza y pesadumbre salía ella de dictar sus clases. Me parecía a veces que primero salía ella, vacía, sin contornos, y luego sus mil años que se le metían en el cuerpo al -192-

final de la escalera. Era cuando se sacudía la blusa con un ademán efímero y se alisaba un poco el cabello con un gesto y un movimiento imperceptible de su cuello que me alimentaba para toda la vida de ese tiempo de vida. No, ¿estás loco?, yo no era su alumno, ni modo, ¿quieres saber cuál era la materia que dictaba? Enseñaba una disciplina que no existe: Cosmogonía del Vidente. Te imaginas. Era como para reírse. Yo me habría reído de no haber estado enamorado como un perro. Solamente tenía tres alumnos, medio lelos, que la seguían a todas partes como hipnotizados, le prendían el tabaco, la rodeaban en el café, le acomodaban la silla, le recitaban poemas orientales, pero especialmente la protegían como una coraza para que no le llegara el mal viento, ni el susurro de los otros (que era yo), ni la música estrafalaria de Vangelis, en el bar, que porfiadamente decía «good to see you», ni siquiera la impotente caricia de mi mente que se desperdiciaba entre el humo antes de llegar a tocarla. Sí, tenía un nombre, pero era un nombre rutinario, un nombre que te hacía entrever el desafecto de sus padres. Se llamaba Esthela. Pero no es de su nombre de lo que quiero hablarte, sino de la estela que ella iba dejando en mi camino, camino que sin ella pudo haber sido el de un gran futbolista, o un tremendo líder, o por lo menos un auspicioso pederasta, pero ahí tienes Patitas, siempre la vida de un joven desalmado tiene sus ojos verdes, y fue en una exposición del pana, del Marcelo Aguirre, donde por fin Esthela detuvo su trajinar para reparar en mí. Sí, despacio, loco, como tú dices, despacio te desenrollo esta historia para que dure más en la cerveza que en la vida real. Marcelo Aguirre, o sea ese pintor que ha bajado a los infiernos, el que nos ha abierto una puerta que no se sabe a dónde llevará, sí, sí, pero no, tus lecturas son tibias, ligeras, nada del Dante, nada de Beatriz, apenas la zorra de la inteligencia devorándose a sí misma. -193-

Ella estaba sola en uno de los salones, es decir que la sorprendí sola, ¿entiendes lo que te quiero decir?, estaban sus tres zombies, desde luego, pero ella estaba sola, sola, desprotegida, desmamantada, huérfana, ella y el cuadro, ella y el túnel del óleo. ¿Te dije Patitas que yo ya era malo sin excesos? Bueno, me puse atrás de esa soledad que daba frío, atrás pero encima, pero dentro, ¡maldita sea, para qué sirven las palabras!, las palabras son como la camisa, nunca la piel. Bueno, me puse atrás de su nuca, en posición de orar al dios de su nuca, a que me escuchara aquel músculo porfiado y en actitud de firmes, les pedí a Yahvé, a Otúm, a Pachacámac, a Jesús, a Taita Marcos, una brizna de solidaridad y de energía para que alargue las manos de mi cerebro en actitud de súplica y el milagro se dio, ella regresó su mirada llena de colores tétricos y se topó de golpe con la felicidad de mi edad. Fresco, suave nomás. Ponte las pilas para que captes. Lo que te cuento tiene mucho que ver con la cerveza y con aquello que en ese tiempo se llamaba tenacidad. Así se acercó ella a mí en ese momento, obsesionada por la fulguración de mi amor, pálida te puedo decir si la palidez tiene el color de la magnolia, como dice el bolero, se acercó pálida, se acercó lívida y tímida y besó el carbón de mi mejilla al tiempo en que decía, casi avergonzada de su desasosiego: «El sueño es la mayor conquista del arte moderno». «No», le dije yo, mientras viajaba por el oro de su vejez, «el arte moderno es la pesadilla». ¿Qué más quieres que te cuente? El resto es siempre el resto. La magia es el principio, el resto es el final. Lo que sucede es que con ella siempre fue el principio. Ya luego empecé a conocer sus cadenas, el simulacro de los años sesenta, la algarabía romántica que alguna vez vivió y que la dejó desarticulada como la plastilina, sin ánimo de enfrentar este riquísimo tiempo del vacío. De allí fuímonos (te lo digo con esa palabreja para aclararte la velocidad), fuímonos hacia Guápulo, -194-

solos, por primera vez, solos, a recoger sus pasos, a recoger su edad. La noche era muy noche esa noche. A veces me parecía que era como la sonrisa del negro, es decir una noche con espasmos, es decir una noche que por momentos se blanqueaba, chispeaba, con sus palabras. Hablaba mucho, atropelladamente, me recriminaba mi tiempo en el que se habían perdido las rosas, y la sensualidad, y las palabras bellas, y las utopías. «Qué son ustedes», me decía, con el afán de meter en un saco mi juventud, «generación ambigua, irónica, desalmada; ustedes alimentan la vaciedad, son ‹monjes› del vacío, eso es lo que son, viven al día porque el pensamiento no les alcanza para el otro. ¿Crees que no te he mirado, crees que no he mirado tus tristes poses de estar más allá?», y lo decía poniendo énfasis en ese «más allá» que lo tiraba más lejos «ustedes han llegado al momento de la nada intelectual», («¿no has leído a Macedonio?», me preguntaba mientras yo desfallecía en el ojo de su cintura), «ustedes tienen una especie de humorismo trágico de la vida, y está centrado solamente en la emoción, en el estado de ánimo, en la ironía, sin conciencia moral ni política. A nosotros nos asombraba todo, íbamos de asombro en asombro, de descubrimiento en descubrimiento, de búsqueda en búsqueda. ¡Asómbrense de vivir, carajo!». «De vivir a la vera de un río pestilente», dije yo, «un río de palabras gastadas, de actitudes gastadas». Pero solo lo dije por parecer duro, por alimentar su palabra. Desde luego prefería que ella hablara, que me desnudara de todo conocimiento, de toda reflexión. Te digo sinceramente, casi no me importaba lo que ella pensara. Ella no creía mucho en lo que decía, o en el mejor de los casos, estaba dándole de comer a su culpa. Pero qué me importaba su culpa mientras tuviera a mi lado esos huesos fosforescentes. Guápulo. Yo ya sabía todo de las calaveras, de las lecturas, del ácido, de la pintura, de la marihuana -195-

que se había consumido en homenaje al hombre nuevo, inclusive ya la había entrevisto en sueños a ella (¿si te he dicho que yo primero sueño y después vivo?), vestida de negro o con algún estropajo hindú, sandalias, un collar de coral y pepitas doradas y su shigra repleta de piedritas de cuarzo, de ámbar, y de un Sartre subrayadísimo y manchadas sus páginas con el amarillento y circular alcohol de la vida, subiendo agitada, bullente, pletórica quizá, con una alegría comunitaria, una alegría de minga, porque un poco era eso lo que hacían, minga para arreglar la cabeza, para arreglar el mundo, para desarreglar el orden. Sí, yo la miraba subir, en el sueño, con su rostro triangular que ya pronosticaba abatimiento, y mientras ahora me hablaba como de una gran lejanía, como si fuera su eco y no ella, yo la veía subir, y subir, y subir, quince años antes, incansable, urgente, llena el corazón de carbones encendidos, y de los Beatles, y de Los Panchos, sin pensar ni por un momento en la ceniza que iba quedando en el camino y que esa noche, precisamente, la estábamos recogiendo para que ella calentara un poco su corazón. Arrimada al mirador del calicanto, de espaldas a mí y a la iglesia, bebía del tarrito de cerveza alemana, como los pájaros, con breves piquidos, con un levísimo sonido gutural, con una persistente, tenaz saudade (dicen que no hay traducción para esa palabreja pero conténtate con saber que se trata de una bola de melancolía que se te atraganta en la memoria) mientras yo me dirigía al carro y ponía en su honor aquel bolerísimo recuperado por Luis Miguel: «Usted es la culpable de todas mis angustias...» Sí, de todas mis angustias Patitas, menos de esa, menos de la angustia de estar a su lado y beber el tiempo de su cuerpo, porque esa no era angustia, sino algo como el salto en paracaídas. No, no he tenido esa experiencia, pero sí alas delta, me he lanzado desde Cruz Loma, ha de ser algo así porque su cuerpo era un abismo en el que yo iba cayendo poco a poco, un abismo de sortilegios y de hechicerías que me iban -196-

llevando en el aire hasta la cima de esa época, que por ella, hubiera querido vivirla en carne propia. A la tercera Clausen, me dijo con desparpajo que ya se orinaba. Por allí había una casetita que alguna vez sirvió para esos menesteres pero que ahora yacía cuarteada, vacía, sin la alegría del desagüe del retrete; para allá se dirigió acompañada del oso de su melancolía. Su estela me arrastraba con la fuerza del huracán, pero claro, no la seguí, no seas tan burdo; esperé que regresara y con su permiso me volé al mismo sitio. Su olor todavía estaba allí, más penetrante aún, más tirano, y allí estaba la hierba humedecida por su urgencia, me incliné entonces y recogí con unción una hojita sobre la que había orinado, hasta ahora la tengo guardada entre las páginas del I Ching, Libro Sagrado que algún día me regaló para que supiera quién era yo y a dónde iba. De vez en cuando la saco para olerla, sí, la hojita, aún conserva ese singular sabor a su pubis, que era como de té pero un poquito más salobre. Sí, de té, no sé Patitas, no sé, nunca he probado la infusión de coca, ¿un poco amoniacal?, no es eso lo que quiero decir, mientras yo me esfuerzo por encantar tú te esfuerzas por descifrar. Claro, eres más pollo que yo. «Estás preciosa», le dije mientras miraba embobado su perfil nítido, negro, recortado en el turbulento lila de esa noche. «Pareces una mujer de Viver». «Tú estás loco», me dijo madremente, acariciando mi rostro con el dorso de su mano fría, «pero tu locura es demasiado normal». Bueno, en vista de que mi inocencia me tornaba impune, le rogué que fuéramos para mi cuarto, «allí tengo unas reliquias musicales», le dije sin ánimo de ofenderla, o no sé, «allí duermen entreverados Lucho Gatica y Led Zepellin, María Luisa Landín y Tina Turner, Elvis Presley y Daniel Santos, Leo Marini y Nat King Cole. Y claro, Julio, siempre Julio». ¿Iglesias? ¡Qué Iglesias! no seas tarado, Julio Jaramillo. «Vamos», me dijo, hiriéndome en alguna parte por su falta de resistencia. -197-

Pero pedí más cerveza, Patitas, si quieres que te eche el resto. Aunque el resto ya sabes... Bueno, la primera noche me porté como un enano verde. Si te cuento lo que pasó no me creerás, pero ahí te va. La primera noche lloré por su belleza. Cuando la miré desnuda me eché a llorar como un coreano, era tan conmovedora, tan desgarrante su desnudez, apenas quedaba bajo el sol pecoso de su hombro el corpiño de encaje negro, la vacuna, para qué decirte más. De puro desprotegido me afiancé a sus pechos lánguidos, no, no era nostalgia, ¡qué Edipo!, nada de Edipo, era solamente miedo, miedo a la maravilla. Besaba sus pechos y ella agrandaba los ojos, yo sentía que por aquellos ojos entraba mi edad, toda la nostalgia que ella sentía por mi edad. De todas maneras fue un fracaso. Casi siempre la primera vez es un fracaso, no, no es disculpa, lo que pasa es que los cuerpos no se ensamblan, no se constituyen, se miran extraños, como animales. Luego, varios días después, el aleteo y el quejido fueron uno solo, pero aquella noche yo sentía, no sé por qué, que hacíamos el amor junto a una gran multitud, quizás era a causa de sus recuerdos, que entraban en bandada en el cuarto, se apoderaban de mi lengua, de mis manos, de mis ansias, y hasta sentía que me querían echar de la cama como a un indeseable. Cuando dimos fin a ese simulacro, ella se puso muy triste y empezó a llorar, llora que llora, con un llanto lastimero, monocorde, como la garúa de Lima. El silencio era una charca llena de sapos. Al amanecer se vistió y se fue. Esthela. Me puse entonces a recoger su inteligencia olvidada en mi cuerpo, con la esperanza de cotidianizarla, de darle un sentido más sencillo, menos agitado, pero nada, porque a partir de aquella noche empecé a amarla como un autista, como una yegua mansa que la seguía a todas partes, que hacía todas las cosas por ella, para ella, no quería que ella hiciera nada do-198-

méstico, nada prosaico, nada humano en definitiva, le traía agua pura de una acequia sagrada del Pichincha, le preparaba infusiones de hierbas para sus malestares, le calentaba los pies frotándolos con mis labios, coleccionaba bromas para sus horas de espanto, le compraba frutas exóticas para perfumar su piel, níspero, pomarosa, mandarina de viento, contrataba saltimbanquis para su soledad, en fin, yo estaba en el mundo para servirle, para que su corazón no sufriera la trivialidad, ni la estupidez, ni la maldad circundante. No estar a su lado me fraccionaba. Alguna escena de teatro, un libro, una canción, una película que ella no podía compartir conmigo, me dejaba triste, disminuido, paralítico, ¡carajo!, puede que yo exagere como una mala corista, pero qué quieres, va media docena, y este momento todo tiene su sombra, hasta el color de la cerveza me recuerda las mariposas de su risa. Me resultaba un martirio, una tortura no estar a su lado, yo, imagínate, que siempre me retiraba de las peladas para poder extrañarlas, para poder quererlas un poquito. Casi siempre amanecía a su lado porque ella me concedió la gracia de dormir en su casa los días lunes, miércoles y viernes, que no eran días de mal presagio. Pero aquellos amaneceres en los que despertaba solo en mi cuarto, poco a poco iba tomando conciencia de eso que los ciudadanos llaman realidad; me encomendaba a ella como a una diosa, para que ayudara en ese nuevo día a soportar la presencia de los militares, la caída del pelo, el olor de los curas, las charlas de la familia. Entonces me levantaba y tenía apenas ánimo para llegar a la ducha y soñar en el agua su cuerpo líquido. No te rías cabrón, no tenía nada de cómico, yo estaba llegando a la locura de la sensiblería, como la de los homosexuales. Imagínate que un día por teléfono, me dijo con su voz de felpa «te he estado pensando» y yo quedé tan triste y desolado como un trapeador, porque eso significaba que había mo-199-

mentos en que no lo hacía, en que no me pensaba, entonces yo, ¡estúpido alfeñique!, ¿por qué no podía sacarla de mi maldita cabeza ni por un instante? Por aquél tiempo yo deletreaba la poesía, sí, nunca pasé de allí, pero quién a los veinte años no ha ordenado en columna sus vulgaridades y sus quejumbres, deletreaba la poesía y la atormentaba diariamente con mis poemas y mis flores que ella se las llevaba a sus labios con un gesto que en alguna parte era japonés... A propósito de japonés, por ese tiempo apareció el alemán, un antropólogo con ojos de frambuesa que había alquilado un cuarto en lo de Esthela. La primera vez que lo vi conversando con ella, el corazón se me fue al piso, era lindo el cabrón, lindo como un retablo, como un dios, como el rostro de Marlon Brando al momento en que muere en «Los dioses vencidos», ¿viste esa película?, ¡qué va!, vos no has pasado de Pink Floyd hermanito. Bueno, te digo que era lindo y a mí su imagen junto a la de Esthela me hizo trizas, me desbarató más bien dicho porque era como si alguien hubiera puesto en el rostro del joven Jesús el aura que le faltaba, y luego, más tarde, la atormenté sistemáticamente con mis celos absurdos, sin que ella diera la menor importancia al hecho, con su carita llena de amor, con sus labios húmedos que se prodigaban en reconocer todo mi cuerpo, un cuerpo joven que todas las noches estaba inventando, para ella, inventando tanto que alguna vez me dijo: «Lo que más amo de tu cuerpo es la perversión, es una perversión que no te concierne, como la de los niños», pero yo siempre a la expectativa de sus gestos, a la caza de algo que me descifrara su malquerer, algo que no podía definirlo ni siquiera en las nítidas noches largas, insomnes, en las que me pasaba como si fuera un amanuense de sus mínimas palabras, de sus actitudes, de su mirada desmayada en otros carretes. Nunca había tenido cerca de mí un rostro que cambiara de expresión con tanta rapidez, de repente era la perplejidad, la estupidez, la -200-

tristeza, muy poco, pero muy poco la alegría. Su rostro era piscis, ¿está claro? Muchas veces ella mortificaba mi amor hablándome y hablándome de cosas pasadas, mientras la miraba ya desnuda, abierta como una amapola, sentada sobre mi pecho y yo sin poder contener la vulgaridad de mis manos, de mi lengua que quería paladear la miel salada de sus muslos, porque yo no necesitaba escucharla sino beberla, saborearla, catarla, entonces frente a mis ansias se paraba en seco y me miraba con ojos extraviados, lejanos, fríos. ¿Qué pasa?, le preguntaba yo con la vergüenza que se siente frente a la propia desnudez analizada, y ella me respondía «no pasa nada, la edad es lo que pasa», y se ponía a hablarme de sus malditos años sesenta, de no sé qué guerrilla y no sé qué montañas. «Recuerdo», me decía, «recuerdo aquellos años, cuando todavía nos amábamos los unos a los otros, y nos respetábamos, y la inteligencia era como un vino macerado que se repartía una y otra vez». Pero me lo decía de una manera tan lejana, tan vaga, como si fuera una referencia al paleolítico. De esas sesiones yo salía aburrido como un esquimal porque luego ella saltaba de la cama sin consideración alguna a mi hombría, y se ponía a sacar de sus cofres aquellos recuerdos conservados con naftalina, fotografías amarillentas de cuando era reina del colegio, presidenta del curso, abanderada, campeona de oratoria, hijita de papá, sus quince años, sus veinte en un canchón de Portovelo abrazada de Olimpo Cárdenas, y las revistas Ecran y Lana Turner y Ava Gardner y Rock Hudson, ¿sabías Patitas que era maricón?, y James Dean y Julieta Greco y se ponía a recitar pilches poemas de César Dávila, de Vallejo y del coquito Adoum. No sé por qué ahora que estamos chupando, mi recuerdo de ella se parece a la viudez, pero no es para tanto hermano, no te pongas amargo, pareces argentino, espérate un momento, ya vengo, voy al baño, siempre que me pongo muy lúcido siento ganas de vomitar. -201-

Bueno, te sigo palabreando. Una noche soñé que ella me hablaba en otros idiomas, te das cuenta pendejo, me hablaba en otros idiomas, ¿por qué soñé que me hablaba en otros idiomas? No lo sé, ya no me importa, pero pesado y amargo y borracho como estaba, los huracanes de la liviandad me permitieron permanecer despierto y angustiado hasta el día siguiente en que me levanté y fui a su casa mordido por perros imprevistos. Golpeé su puerta, su adorada puerta de madera vieja que yo había claveteado con rigor para que no le entrara el frío. Ella la entreabrió con el desasosiego triste de la complicidad, su rostro estaba lleno de pesadumbre (déjame decir pesadumbre para que mi dolor sea menor), pero no, ¡qué va!, era cansancio, agotamiento, a ti no te puedo mentir, a nadie puedo mentir. Sírvete la última cerveza, Patitas, ya van a cerrar, pero lo que viene merece la última bielita, bien, no es nada, no pasó nada, más bien dicho lo que pasó es nada. Solamente que al trasluz, en el intersticio que dejaba su pelo desordenado, pude divisar nítidamente la figura dorada y desnuda del alemán. Imagínate esto: sus ojos espantados mirándome, y atrás, alumbrando la cama, el sol del alemán. El vómito me alcanzó en el patio de los geranios. De mis entrañas empezó a salir una masa negra y pesada, como de sangre coagulada y me vino a la cabeza aquella imagen o palabra que vi o leí en alguna película o libro. El venado cuando se ve perdido se deja morir. No lucha. Le estalla el corazón. Solo eso. Le estalla el corazón. Eso me habría pasado a mí Patitas, si en la esquina no me encuentro con el flaco Encalada que traía mi maletín de fútbol en la mano. «Te he estado buscando por todas partes», me dijo, «ahora es la final del campeonato y tu mamá me sugirió que te buscara donde la vieja». Fue el día en que ganamos cinco a cero al equipo de la Belisario. Yo hice cuatro goles. -202-

Macorina «Ponme la mano aquí, Macorina ponme la mano aquí...» Chabela Vargas

¿Que por qué me he separado? ¿Es que acaso no lo ves, no lo sientes en la fulguración de mis ojos, en el aura de mis gestos, en el temblor de mi cuerpo? Ya no siento nada. Ahora solo me conmueve la perversión, es decir, lo que los moralistas llaman la perversión, y yo lo llamo epifanía, encuentro, aparición, piel del éxtasis. Es como te digo, María Clara. Cuando no estoy en ese tiempo sin tiempo, en el contacto más profundo con mi piel, en esa elevación sexual que no contempla ni pasado ni futuro, empiezo a sentir un vacío en mi cabeza, como los huecos del aire en el aire, nada lo llena, a no ser el amor, ese amor diferente, iconoclasta que me obliga a olvidarme de mí, que me consume y me tiraniza, que afila mi estética y me desarma ante la percepción de algo feo, violento, marchito, desagradable, pestilente, sucio. Mi corazón se marchita, se enferma, deja de latir ante algo grotesco, vulgar, -203-

innoble. Es como si mi sexo no se compadeciera de lo que soy, como si otra religión me habitara. En la noche, apenas soporto su presencia porque duerme. Pero por la mañana, cualquier persona es un estropajo, un resucitado del sueño, en su piel han caído la tristeza, la edad, la pesadilla, como una espesa sombra. Sólo la perversión, te digo, ese culto, ese fervor, por eso vivo esos instantes con la lucidez anterior al ataque epiléptico. Así lo viví cuando hice el amor con Julia, cuando descubrí luego, en la ducha su rostro felino, las gotas de agua regándose por el final del cabello y rodando presurosas, nítidas, por sus hombros desnudos, por su frente tersa, por el contorno de sus ojos lúbricos, apenas abiertos por la sensualidad tibia del agua. Labios entreabiertos que paladeaban la humedad donde minutos antes mi lengua se había empecinado como un pez loco, cavidad oscura, viva, llena de leche y vino y aleteos, boca que me ha mordido más que con sus dientes, con su jadeo, con sus insultos, con esas palabrotas que se refriegan a mi sexo y me sacuden, me elevan a la cima y me sueltan voluptuosamente al mismo centro del mundo, a ese centro que luego lo vería perlado, casi cristalino, mientras la espuma del jabón va bajando delicada, torpemente por su cintura, y se arremolina en su ombligo donde brillan unas pelusillas que recuerdan lo grato de mi paso por allí. Y otra vez Lorna, hace muchas noches, sentada en la playa, desnuda, con las piernas apenas abiertas, y la ola, esa caligrafía barroca que delicadamente golpeaba sus muslos, metía arena en sus rincones, acariciaba su pubis con un quejido inaudible y regresaba hacia el mar como huyendo de tanta maravilla. Pero también Esparta, su magro cuerpo que parecía una filigrana, mis dedos dibujando círculos un poco más arriba de su vientre, y en su vagina, completándola, permitiéndola aquel movimiento -204-

continuo y perezoso, casi torpe, como si estuviera pensando bajo el agua, metiéndole mis dedos, sí, o cualquier cosa que estuviera a la mano: una flor, una fruta, la cabeza de una botella, la copa, la sangre del vino, un cigarrillo, algo que la ayudara a mantener el ritmo, la cadencia y el furor, algo que en definitiva le abriera la puerta de aquel paraíso de donde han sido expulsados los ángeles. O Andrea cuya belleza me ha sacado lágrimas. La inteligencia de su cuerpo que me ha avergonzado como a monja de escuela. Con ella ha sido como si cada parte de su piel pensara por sí misma, como si cada muslo, cada pecho, cada oreja, cada nalga, durmiera y soñara apaciblemente. El más ligero temblor de mis manos, la caricia más sutil de mi boca, la fragilidad de mi saliva, el susurro de mi lengua, iba despertando sus partes secretas, una a una, disponiéndose para la fiesta, para la liturgia, para el abrazo alacranado con Dios o el Diablo, no lo sé. Cuerpo lleno de multitudes el suyo, cuerpo pensado para el amor y el dolor, la vejación y el vicio. Dime, pues, María Clara, dime tú, ¿cómo entonces sujetarme a la grotesca, áspera, monótona, cotidiana trivialidad de Alfonso, mi marido...?

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Cien mujeres han pasado por mi vida «...y ninguna me ha robado tu cariño». Los Panchos «Mas yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón...» Mateo, V, 28

Desde que murió mi amigo Patitas, yo me he dado a la desafortunada tarea de beber solo. Bueno, solo no. Quiero decir con él. Hasta creo que él me lo exige, quizá porque en vida no se cumplió todo el ciclo de la amistad, porque nos faltó cosas que decirnos, tiempo, ganas, ¡qué sé yo!, o porque la desazón que me ha producido su muerte, me obliga a arrastrarlo del lado de acá, a ponerle huesos y ojos y palabras a su ausencia. Lo cierto es que ahora, cuando nos carcome el tiempo de los desechables (todo es desechable, comidas, amigos, amores), su presencia se va haciendo más tangible, más humana, casi corpórea, y muchas veces tengo la sensación de que lo huelo y lo toco con otros sentidos, y -206-

que lo miro a mi lado, sentado, bebiendo su Lima Dry, como ayer, en casa de las Villafuerte, mientras los amigos de la jorga bailaban, yo le hice un espacio en el bar, me acomodé junto a su vacío y le dije en silencio y riéndome: «Creo que eres el único muerto que bebe como un vivo», lo que me costó una puteada del coronel dueño de casa, porque pensó que se lo decía a él, que también estaba muy aplicado en acaparar los licores, y como muerto, porque desde hace mucho tiempo no había guerra con el Perú, los universitarios se arrastraban en su mediocridad individual, los obreros iban a misa de siete a agradecer a Dios su resignación, y mi coronel se sentía más inservible que un paraguas en verano. Lo cierto es que esa noche la agarramos fuerte, y a no ser porque el Patitas estaba muerto, la charla hubiera seguido hasta estas mismísimas horas, en que vuelvo a leer su carta y trato de prolongar su voz, de comprender su necesidad de franquearse conmigo, de entregarme los pormenores de su culpa, de esa culpa que finalmente acabó con su vida. Al revisar esta confesión, que quizá nadie leerá (porque nadie concibe una amistad más allá de la muerte, y porque ya nadie escucha), descubro vacíos, desvaríos, ambigüedades, oscuros velos, confidencias gelatinosas del recuerdo, desconexiones, sintaxis del azar, máscaras, que quizá sean el verdadero material de la muerte, y que justamente las paso a limpio porque me voy convirtiendo en un experto para escribir en el agua... Sus palabras, tal vez triviales e intrascendentes, estaban cruzadas por la pasión, y dicen que, a veces, la profundidad se agita en la superficie; quizá por eso las rescato y presto mi pluma a su voz que este momento tiene el olor del ciprés. Sus notas, sucias de cerveza, o soledad, o tiempo, decían así: «Así es, mi viejo, como te cuento, mi verdadera vocación han sido las mujeres, no he tenido ni patria, ni partido, solamente he sido militante de su -207-

maravilla. Es una enfermedad que, como todas, ha ido agravándose con el pasar del tiempo. Enfermedad que me ha humillado y me ha convertido en un solitario empedernido. La mayor soledad es tener muchas mujeres. A esa soledad me he acostumbrado desde adolescente, desde cuando tenía trece años o un poco más. Creo que desde ese tiempo yo ya era machista como mi mamá, o por su culpa, y coleccionaba mujeres con la misma aplicada maravilla con la que mi hermano mayor iba juntando alacranes en su cajita de galletas, para, en la noche, prenderles fuego, mirando cómo ejecutaban su harakiri, con ojos alucinados y en parte inocentes como la perversidad. »Yo ya usaba una chaqueta de cuero ajustada en la cintura, llena de hebillas y sellos y murmullos y perfumes y de música de alas, botas vaqueras, camisa a cuadros, y, cuando se podía, una cicatriz en la mejilla, es decir que era Marlon Brando en pintura, más que todo por la moto, que fue el primer dinosaurio en el que me monté y me estrellé, junto con la Gabriela (ella alquilaba la moto, claro), esa peladita que vivía frente al colegio Mejía y que se acostaba por una caja de acuarelas. La he vuelto a ver al cabo de los años, en los periódicos, en la TV, con su fama a cuestas, pintora, obviamente. »Siempre sufrí por esta enfermedad, sufrí mucho, y a veces, cuando llegaba de mi doloroso trajinar por los cuerpos que agudizaban mi desdicha, el olor de mis culpas despertaba al barrio entero y yo sentía que me acusaban y que me daban látigo, y que decían: “Allí va el don Juan, el traicionero”, pero yo no quería traicionar a nadie, te prometo, sino que ese maldito vicio me arrastraba de una mujer a otra con una fuerza diabólica, irresistible. Te lo juro, hermanito, he consultado psiquiatras, médicos, paramédicos, brujos, shamanes, pero todos me han recetado más o menos lo mismo: agua de pasiflora y reposo completo. Si hubiera una vacuna contra eso, un jarabe, una maldita inyección que te obligue -208-

a permanecer imperturbable ante unos ojos verdes, seco e impávido ante una piel morena, con ganas de formar una familia, amar a una sola mujer, coleccionar hijitos y gatos y electrodomésticos, pero ¡qué va!, apenas estoy saliendo del juego del amor con Martha, mi pensamiento ya revolotea junto a la imagen de Sofía. Estoy enfermo te digo, como los alcohólicos, como los drogadictos. »A mi madre le conocí dos amantes, es decir al primero solamente lo presentí, era un hombrecillo bonachón, siempre con corbata negra, una especie de profesor de secundaria, algún residuo de los amigos de mi padre, poroso, liviano, parecía fabricado en corcho, me daba la mano y la mía la atravesaba, y en la sala, sentado con las manos juntas y entrelazadas, desaparecía entre los muebles, se evaporaba, se transfiguraba, y cuando nuevamente aparecía, se encontraba mirando a mi madre con un gesto de completa adoración, a mi madre, la Pola Negri del barrio América, las piernas más preciosas de este hijueputa mundo. (Recuerdo un día, cuando tenía seis o siete años, mi hermano me sorprendió acariciando las piernas de mi madre que dormía, y me propinó una bofetada que me estremeció tres días). El amantito la visitaba jueves y domingo, pero nadie sabía en la casa si estaba o no, ni siquiera mi madre, a no ser por los moldes de pan de agua que traía para el cafecito de la tarde. Parece que finalmente desapareció de verdad, y nos dimos cuenta de su ausencia tres meses después, cuando mi hermana, que como siempre andaba mal en matemáticas, dejó caer una pregunta como si arrojara un pañuelo: “¿Qué será del profesor?” »El otro amante me hacía lindos regalos: pelotas de viento, yo-yos, perinolas, y todas las quincenas traía la revista Ecran para que viéramos nosotros cómo las artistas de cine se parecían a mamá, pero mi hermano mayor era un celoso de mierda, y una vez que mamá estaba lela, con los ojos en blanco, escuchando un bolero de Lucho Gatica, y no -209-

respondió a alguna pregunta de él, me tomó de la mano y me dijo: “Vamos Pato... en esta casa ya no podemos vivir...” De nada sirvieron las lágrimas de ella, que empezaron a inundar el dormitorio, y me arrastró hasta la casa de la tía Bertha. Lástima que de allí tuvimos que salir a los tres días, pues se quejó de que yo le había estado espiando cuando se bañaba. Mi madre nos recibió como a héroes de Paquisha, y acarició durante dos horas el rostro lloroso de mi hermano. »Él era el más guapo del barrio América, tenía los ojos más tristes del mundo, ojos que necesitaban protección, y todas las mujeres que conocía querían protegerle. Las mujeres de mi hermano desfilaban por la casa durante todo el día, y mi madre las atendía, les brindaba tamales y cafecito, les contaba capítulos de su infancia, tenía un pacto secreto con él, un pacto no dicho, era su confidente, su alcahueta, su celestina, ¡qué sé yo!, coleccionaba las fotografías, las cartas de sus novias, y a veces se las enseñaba a las visitas, explicándoles, diciéndoles: esta es la venezolana, esta la que vive en la Mariscal, esta es la hija del doctor Gangotena, y ponía cara de perdonavidas, de comprensiva, y decía con un suspiro: “¡Ay, es que mi hijo es un terrible!”, dándose ella el crédito de tener un hijo así, guapo, bandido, codiciado. »Los hermanos éramos como conejos, no me acuerdo si seis o siete, y no me acuerdo porque fuimos anónimos, es decir él era todos, y en la mesa siempre almorzábamos con la infaltable visita de una de sus adoradoras, y él presidía con su rostro de santo y de diablo, y regaba la maravilla de sus ojos por cada uno buscando cuál de nosotros sería ese día el objeto de sus burlas, de su inteligencia superior, de esa ironía despiadada que haría que la visitante lo admirara mucho más. »Casi siempre me tocaba a mí. Su insistencia conmigo era morbosa. Especialmente cuando nos visitaba mi prima Martha, una mujer inolvidable, -210-

fatal, que desgració mi corazón a los catorce años, y que levantaba los ojos del plato de tallarín, con una pesadez aterciopelada, como la de los osos, para acariciar el rostro de mi hermano, ojos que eran la cámara lenta de la lujuria, de la aceptación, de la placidez. Y mi hermano desde el cielo de su autosatisfacción se reía y volvía a la carga. Recuerdo claramente cuando tomaba la mano de mi madre deteniéndola en su ajetreo, y le preguntaba muy serio: “¿Mamá, por qué el Pato será tan feo?”, y mi madre solícita, hacendosa, cómplice, contestaba sonreída: “¡Caramba, muchacho!, lo que pasa es que está en la edad de la fealdad, ya se le pasará”, pero mi hermano insistía mientras yo estaba al punto de las lágrimas: “Pero ya van años que me dices lo mismo mamá”, y ella se contentaba con decir: “¡Muchacho malcriado!” Y se iba para la cocina a traer los ajiceros y los saleros, festejando en su interior las ocurrencias del preferido. »Otras veces contaba en la casa una historieta de su invención, y decía que a mí me habían recogido en la quebrada de Miraflores, y que por eso era tan diferente a los otros conejos. Todos lo festejaban, y la chica de turno se levantaba asfixiada de la risa, besaba el bello rostro de mi hermano y, cachetéandolo delicadamente, le decía: “Eres horroroso”, mientras yo me levantaba y me iba al baño a llorar. »Recuerdo una vez, cuando llegó un famoso circo a Quito. Mi hermano vino con la cantaleta de que fuéramos todos, porque allí se presentaba una pizpireta (así le decía mamá) acróbata que él había conocido en Manabí. Cuando la familia se disponía a salir a algún maldito lado, nos preparábamos como para ir a la guerra, peor aún si era una invitación de mi pulcro hermano. Los conejos nos bañábamos por turnos, nos frotábamos hasta el cansancio, nos poníamos una horrible agua de colonia, cremas baratas, etc., pero lo que no podían solucionar ni las cremas, ni las brillantinas, ni los menjurjes, era la rebeldía de mis cabellos. Digo rebeldía, hermanito, -211-

para aminorar mi dolor, pero la verdad es que eran unos hijueputas pelos que no se asentaban con nada, y que daban la apariencia de que mi cabeza estaba llena de alfileres negros, como si de por vida estuviera asustado y loco. Mi hermano se burlaba sanamente y me puso un apodo que lo repetían mis hermanas, ecos de él, y a veces mi madre cuando la desobedecía: Cerco de pencos, eso es lo que me decían, cerco de pencos. Durante mucho tiempo, en el frío de mis noches de infancia (en mi infancia siempre ha llovido), me ponía una gorra de nylon, que me fabricaba con las medias de mamá, y al otro día mis pelos adormecidos empezaban nuevamente a despertarse, a pararse, tanto que llegué a odiar los espejos, las peinillas y los asquerosos ojos de toda mi familia, que eran más hirientes que mi cerco de pencos. »Bueno, pero esa noche íbamos al circo, y mi hermano deliberaba con mi madre el asunto de mi cabeza. No había ni una gorra, ni un sombrero, ni una maldita cachucha. Finalmente, entre risas, decidieron peinarme con agua de azúcar, un agua amarillenta, densa, melosa, que me pesaba en la cabeza pero que por fin dominó la aspereza de los cabellos. En el circo, mi hermano me sentó a su lado y empezó a explicarme algo de los hijueputas elefantes. El calor que producían los reflectores, los gritos de los payasos, el roncar estrepitoso de la motocicleta de la muerte, la mierda de los tigres y los leones, los chocolatines que me daba mi madre a cada momento, el contacto del brazo de mi hermano sobre mis hombros, la mirada de mis hermanas que, como idiotas, investigaban mi cara, todo, me producía un sudor asqueroso, unas ganas de morirme, de meterme en la jaula de los leones y de terminar, de una buena vez, con esa tortura inconsciente a la que sometía a mis hermanos a causa de mi fealdad. Los números se sucedían interminablemente, pero siempre eran los mismos artistas disfrazados, hasta los payasos eran los mismos equilibristas, como en la vida, y en algún momento, mientras los tambores -212-

sonaban para preparar el ambiente del salto triple, mi madre regresó a mirarme por milésima vez y estalló en la carcajada más sonora y estrepitosa que jamás haya escuchado, tanto que hasta ahora que está muerta, la oigo, y me señalaba con el dedo, diciéndole a mi hermano: “Pero, mírale amorcito, mírale el pelo”. El asunto es que el agua de azúcar se había empezado a secar y que mi cabello estaba absolutamente blanco. »La función se suspendió. No recuerdo hasta cuándo duraron las risotadas, las explicaciones, las conversaciones con la gente del contorno, los cuchicheos de boca en boca, los saludos de conmiseración, los ademanes de comprensión, los remedios caseros, las anécdotas, las ridiculeces de los payasos que se tomaban la cabeza y se cagaban de la risa, el gesto de mi hermano, abierto al público, acariciándome, diciéndome “pobre guambra”, dándome palmaditas y enseñando al respetable sus preciosos ojos dormidos, ojos que la funámbula besuqueó, ante la admiración de todos, mientras nos acompañaba a la salida, con su minúsculo traje de luces, colgada del brazo de mi hermano y entre el aplauso general. »Desde ese día y para siempre, no volví a salir ni a la puerta de calle con mi madre o con mi hermano, y en el fondo de mi corazón les di por muertos. Me corté el cabello al rape, con afeitadora maestro, y me dediqué a la natación. El agua de la piscina del colegio Mejía era helada, pero a mí no me importaba un carajo lo que sintiera mi cuerpo, y, luego de clases, a las cuatro de la tarde, yo me metía en el agua y no salía sino cuando Don Beto, el cuidador, me decía: “Ya muchacho, te vas a empanizar”. »Hasta que él se enamoró como un cerdo, como un mariquita, se enamoró de una flaquita puntiparada, maniquí, que estudiaba derecho internacional, y que ya traía, desde el nacimiento de alta alcurnia, el anillo de bodas como si fuera Saturno, la telita de -213-

la virginidad como ofrenda, y unas pulseritas de oro que tintineaban en los ojos tristísimos de mi hermano. Y fue una noche, una noche toda llena de murmullos, cuando en medio de una de esas fiestas que religiosamente armaba mi madre cada viernes para exhibir su prenda amada, mi hermano, borracho como una bicicleta, se acercó a mí, que bolereaba con una de mis tías, y me ordenó que fuera a dejar a su reina porque ya era muy tarde. »Había que atravesar la Alameda y yo caminaba junto a ella contento, entonando a ratos aquella canción de Raúl Show Moreno que dice: “Río Manzanares, déjame pasar...”, y estaba contento porque en el colegio les habíamos dado una paliza en fútbol a los de cuarto. Feliz, un poco cerveceado con los restos de los vasos, valiente, me introduje en la Alameda con mi tesoro a cuestas y mirando de reojo el miedo pintado en su rostro de muñeca. Cerca de llegar a la laguna, donde meses antes apareció ahogado un estudiante comunista, la fulana me tomó de la mano, y me pidió que no caminara tan rápido. La noche era pesada, sin luna y sin estrellas. Yo sentí su mano helada y empecé a frotarla delicadamente con mis dedos. “No tengas miedo”, le dije, “ya falta poco”. En un momento, se paró en seco, y me obligó a que mirara su rostro. Pálida, sudorosa, sus ojos adormecidos por el vino, me preguntó: “Patito, ¿crees que tu hermano me ama?” “Sí”, le contesté sinceramente, “él ama a todas”. Seguimos caminando, su silencio se mezclaba con la mortal oscuridad de la noche. Estaba llorando, yo sentía que estaba llorando y mi alegría me obligaba a aminorar el paso. “No llores”, le dije mientras la invitaba a sentarse un momento en el pasto húmedo, “te pareces a una artista de cine”. “A cuál”, me dijo, enjugándose las lágrimas y viéndome vanidosa. “A Dolores del Río”, le dije nervioso, huyendo de su mirada. Me tomó de la cara con sus dos manos y me obligó a entrar en sus ojos, fijándolos en los míos con tornillos, y luego acercó su boca a mi me-214-

jilla y empezó a besarme agitadamente, con besos pequeñitos, como los de los pájaros, hasta que encontró mis labios, mis labios olor a las primeras cervezas, al primer lukystrike, mis labios resecos por la edad y la inconformidad. Entonces fue la eternidad. Los siglos pasaron por la noche, suspendiéndome, dejándome conocer la nada en la que caminaba Dios, seguramente. El tiempo se tornó desesperado. Su blusa desesperada, su falda mojada y desesperada, sus muslos, y sus tetas, y sus uñas, desesperadas, mi sexo, su vagina impenetrable, y sangrante, y desesperada, llena de latidos luego, como su corazón, como mis sienes, como toda su carne, como el pasto y el rocío que se abría y nos devoraba. »Volví a este patético mundo cuando los primeros rayos de la aurora empezaron a dibujar los árboles, el agua quieta de la laguna, los rastros de sangre sobre la hierbecilla sometida a nuestros cuerpos. Sentí la mano temblorosa de la novia de mi hermano, sujeta a la mía, y recordé lo que él, emocionado, le vino a contar a mi madre cuando la conoció: que una gitana, leyéndole la mano, y luego el tarot, le había dicho a ella que tenía la línea de un solo amor. Lo que mi hermano no sabía era que ese amor terminaría siendo yo. Me sonreí mirando al cielo claro. »Lo primero que hice más tarde, fue contárselo. Su bofetada sonó en todo el barrio, pero también en todo el barrio empezó a regarse como pólvora, el acontecimiento de su primera aflicción, de la que no pudo recuperarse nunca, porque desde ese tiempo se dedicó a la marihuana mientras mi madre iba desapareciendo, encogiéndose de tristeza. No volví a ver a la noviecita y dejé, para aumentar la colección de mi madre, todos los asquerosos recados que me enviaba. »Creo que desde aquella noche otro Patitas me habitó. Era como si me hubiera cambiado de rostro, de cuerpo, de palabras. El mundo tenía un sentido y -215-

ese sentido eran las mujeres. Qué importaba que viviera la incertidumbre, si la incertidumbre era mi luz. La incertidumbre era la mujer. Empecé entonces a dominar las palabras y los ademanes, los gestos y las miradas, los ritmos y los sonidos, las manos y los labios, y bien podía pararse delante mío la hermana Teresa de Calcuta, con el perdón, que yo ya estaba sometiéndola a la tiranía de mi deseo. Creo que empecé a despedir un olor raro, un olor apetecido por las mujeres, lujurioso, salaz. Mi rostro también cambió, nunca más me corté el cabello y un bigote incipiente afinaba mi lascivia. La fama empezó a golpetearse en las esquinas del barrio, y las colegialas pasaban frente a mi casa, como quien no quiere la cosa, pero con la morbosidad de las perras en celo. »Para darme un toque más grave, empecé a leer los libros peligrosos, Niezstche, no, primero Vargas Vila, Nietzsche, Miller, Sartre, y luego cuando entré en la célula, Franz Fannon y el joven Marx. A la célula me llevó la Julieta, igual me hubiera llevado al cadalso o al infierno, porque sus piernas eran como un imán, ellas solas tenían temperamento. Los elegidos nos reuníamos en un cuarto mugriento, sillas de madera, libros, afiches de Lenin y de Trosky, un telefunken que no servía para maldita la cosa, una mesita, un reverbero eléctrico en forma de culebra enroscada, unas cuantas tasas manchadas de café, y claro, ella, la Julieta. »Luego de las peroratas de los panas, de la fe ciega que ponían en decirnos, a los más pollos, que allí, en ese cuartito, empezaba a nacer la célula Augusto César Sandino, que derrocaría a los milicos, que inauguraría el parricidio, la vida nueva, la subversión, el camino de Fidel, luego de todo eso, digo yo, me quedaba con Julieta, ayudándola a poner un poco de orden, para finalmente tirada allí, en pleno suelo, manoseando como un poseso su maravillosa rebeldía, su afán de justicia y de igualdad, sus pechos firmes cuyas puntas empezaban a inyectarme -216-

esa droga que me transportaba al otro mundo. Era grotesco pensar que tras esas paredes iluminadas constantemente por la luz de su inteligencia, de su cuerpo y su deseo, existía el mundo real, la necesidad de trabajar, de estudiar, de combatir, de tener miedo, de soportar la infamia de los hombres. Pero ya por Julieta (a los dos o tres meses de mezclar la política y la lujuria, con una desfachatez que a mí mismo me asombraba y me avergonzaba), empecé a darme cuenta de la verdad de aquella máxima irreversible de que todo lo que dura se acaba, todo lo que dura se empieza a descomponer, a podrir, un plato de comida, una flor, un pedazo de queso, un hombre, un amor, un cadáver, y empezaba agitado, angustiado, a olfatear entre las militantes o entre las amigas de mis hermanas, algunos ojos nuevos, una nueva mirada, un nuevo cuerpo que aplacara mi impudicia. »Me mataba el pensar que la amante de turno comenzara a hacerse predecible, cotidiana, recuperada quizá de aquellos originales conflictos que eran mi rompecabezas, mi pasatiempo favorito, la manía permanente que sentía de ir armando, descifrando, el reloj descompuesto de su desequilibrio, de su soledad. »Fue por ese tiempo que empecé a sentir la ajenidad. A eso te lleva este vicio, a sentir la ajenidad. Todo es ajeno. Todas las personas son ajenas. Todas las cosas son ajenas. A duras penas me pertenezco a mí mismo por ese cordón umbilical que tengo en el cerebro. La ajenidad es también el signo de nuestro tiempo, como la mediocridad o la codicia. »Esa ha sido mi mayor desgracia, no poder permanecer mucho tiempo con ninguna mujer, y peor aún, ninguna mujer ha podido soportarme, ninguna mujer ha querido seguirme a este abismo de fatalidad, a duras penas trinarme, acompañarme por un rato, como dice la mona Carmen, hasta que se han dado cuenta de mi inconsistencia, de mi debilidad. -217-

»“Eterno peregrino de cloacas”, me decía alguien que no hay cómo nombrarla, y yo me ponía tristísimo, al borde de las lágrimas, aunque ya sabemos que nadie es más insensible que la gente sentimental. He aprendido a manejar mi debilidad, mis traumas de infancia, me he vuelto un manipulador, hermanito, y cuando se descubre mi descalabro, mi vacío, saco a relucir la otra cara, y soy el pobrecito, qué pena. En realidad soy un hombre asqueroso, un drogadicto, y eso no es un hobby sino un asunto que dura todo el día. »¿Será verdad lo que pregonaban antes? ¿Será verdad aquello de que en el principio de los tiempos había un solo ser, el andrógino, y que luego se dividió en dos? ¿Será verdad que el amor es la nostalgia que tenemos de volver al andrógino? Es probable, porque muchas veces, asediado por la culpa, he pensado que la mujer total, la ideal, la que he buscado como un demente, está agazapada en el fondo de mí mismo. ¿Te das cuenta cómo, apenas te hablo de griegos y ya me salta la tragedia? »Prefiero entonces contarte lo de la negra, la peladita que vivía al final de la Asunción, donde la avenida se perdía y empezaba el tugurio de San Juan. Al principio, cuando tenía diez años apenas y servía en casa de los Zurita, nadie la miraba, ni Dios. Sólo yo la trataba dulcemente, le regalaba pan de leche, un poco de pinol, bolas de maní. Pero cuando fue creciendo, su cuerpo se convirtió en una filigrana que estremecía la calle. Entonces empezaron a reparar en ella, y hasta vos me dijiste una vez, cuando hablábamos de su puta miseria: “Pero hermanito, con esa cara y ese culo, ni qué lámpara de Aladino”. Y Aladino fui yo, que poco a poco fui sacando las cosas de valor que había en la casa, y entregándoselas para que las vendiera en la Plaza Marín. La llevaba a la quebrada de Miraflores, y me la comía a besos como si se fuera a acabar el mundo, mis manos eran peces azules en sus nalgas que tenían una piel de eternidad, como la de los tambores africanos. -218-

»De ella pasé sin pena ni gloria, porque al rato sus patrones se la llevaron a vivir al Guayas y yo tuve que reconfortarme con la gringa, que en verdad no tenía un carajo de nalgas, sino los ojos más azules de la tierra y el cielo. No sé por qué a ella le tenía ternura, sentía ganas de protegerle. ¿Te has dado cuenta que las gringas son huérfanas desde que nacen? Pero ¡qué va!, ella me pagó con la moneda que yo había puesto en circulación, la moneda de la inconstancia, de la infidelidad, y alguna noche de farra en casa de las locas Pérez, al Gálvez le dio por bailar con el torso desnudo, exhibiendo sus músculos al reviente, y la gringuita se olvidó de mí y empezó a bailar con él, contra la pared, un set entero de Felipe Pirela, transpirada de deseo, con los ojos más azules que nunca. Era bella la gringa. Tú has visto una espiga de oro, una espiga en el campo, cuando el sol cae ya de una manera delicada sobre las ramas floridas, en junio, pues eso, ella era una espiga dorada por el sol de junio, una espiga mojada ahora, irreconocible, habitada por demonios. »Nunca la perdoné realmente. Es decir, en el fondo de mi corazón nunca la perdoné. Yo ya era viejo en estas lides, y perdonarla hubiera sido humillarla, avergonzarla, dejarla sin culpa, sin nada. Yo la quería mucho como para hacerle la canallada de perdonarla. Además, ¿perdonarla de qué? Al otro día me regaló un reloj Lecoutre y una pistola Luger07 automática, que se había afanado de su padre, pero ni eso sirvió (aunque todavía los conservo), y con el rabo entre las piernas decidí volver con la pecosa Carrión, con quien siempre volvía a curarme el amor propio. Ella me propuso ir a Loja a conocer a sus padres, y yo, sensible como estaba, no solamente que acepté sino que en el viaje le ofrecí de todo para aligerar mi corazón, le pedí que nos casáramos, le juré por su madre santa que nunca más, le prometí una media agüita llena de niños y una perrita que se llamaría Laika, en honor al primer animal, que, como yo, estuvo en la luna. -219-

»Pero apenas llegamos a su casa de Loja, yo ya empecé a oler síntomas de desgracia, y todo mi cuerpo empezó a liberarse de su cárcel desde el momento en que su hermana me clavó en el suelo con su mirada. Tenía algo de bestial, de otro mundo. Te miraba, y tú te sentías en la cochinchina, y tenías ganas de esconderte. Cejas unidas, ojos de cristal de noche, pecas a montón y una nariz adornada con una argolla y que miraba permanentemente el cielo. El novio, con mucha razón, pasaba cosido a su mano, parecía que se lo habían pegado, que llevaban esposas invisibles, como las que les ponen a los criminales (te has puesto a pensar por qué se llamarán esposas), pero lo que él no podía aprisionar era su mirada, y su mirada me tenía agujereado todo el cuerpo, hecho una calamidad. Alguna vez fuimos a Vilcabamba (Paréntesis: al cruzar Vilcabamba el negrito Alvear me dijo algo que hasta ahora me produce risa: “Nunca te cases con una mujer de Vilcabamba”. “¿Por qué?”, le pregunté, presintiendo su respuesta. “Porque te ha de durar mucho”, me dijo y se echó a reír). En el río Ushima yo propuse que nos bañáramos. Y claro, allí fue. »Entre la luna, la pomarrosa y el níspero. Bastó alejarnos un poco, inventarnos algo para perdernos entre las enormes piedras, resbalar nerviosos y agitados, para fundirnos en algo que no se llamaba amor sino locura. Más tarde, perro apaleado (la metáfora es siempre un encubrimiento), asqueroso salvaje, me sentía tan indigno como cuando en la escuela le robaba las indulgencias al Chino, y al final de mes tenía mejor calificación que él, en conducta. No te alargo el cuento porque estoy muerto, pero mi noviecita se enteró de todo, y luego de ataques, desmayos, puteadas, promesas, bofetadas, suicidios fracasados, me obligó a afiliarme, ¿así se dice?, a una secta cristiana, en la que tenía que confesarme todos los viernes. La desgracia es que ellas pertenecían a la más rancia aristocracia de Loja y era vox populi mi compromiso con ella. Me atormentaba entonces la -220-

confesión, y cada viernes tenía que buscar otro cura, porque el pecado (cada vez más secreto) seguía siendo el mismo. Hasta que se me acabaron todos los curas de Loja y yo tenía que buscar pretextos para irnos a confesar a los pueblos cercanos: Malacatos, Celica, creo que hasta a los Llanganates, pero igual, mi pecado siguió incólume, gracias a Dios, hasta que tuve que salir pitado porque a la hermanita se le habían apagado los ojos y daba muestras de manía persecutoria obsesiva. Antes fui al parque de Jipiro, donde se habían dado nuestros juramentos de amor eterno, a recordar con envidia y dolor aquella maravillosa historia, que era ya una leyenda entre los pobladores, de Miguel Carpio, aquel viejito de ciento treinta y seis años, que cada onomástico le daba serenata a su adorada Emperatriz Luzuriaga, con la misma guitarra vieja y descolorida, con las huellas profundas de esos dedos sarmentosos y dichosos de fidelidad. Triste, me levanté del banco, y frente al monumento al Capitán Don Alonso de Mercadillo, derramé una lágrima por mi inconstancia y mi mala fe. »Así es mi viejo, como te cuento, mi única vocación han sido las mujeres, mi vocación y mi ruina. Nunca sabré el porqué. Apenas leves indicios, imperceptibles roces con Freud o Jung, presentimientos fugaces, como luces fosforescentes que irremediablemente son apagados por el interruptor de mi cobardía. Miedo, mucho miedo, miedo al caballo del insomnio, miedo a la almohada que habla, miedo a que me pesque solo, a que me grite, a que me deje desprotegido y en huesos. Creo que toda mi vida me he sentido tan desolado y huérfano, tan cobarde, que pienso que me he volcado a escribirte únicamente para inventarme un pasado, para buscar una memoria, para dejar una huella, una llamada, algo que diga que mi angustia ha sido perdurable... »“Militante del pubis”, me decía la Lorena, la secretaria de propaganda del partido. Por ella entré a la cancillería un par de meses, y por ella conocí a -221-

la colombianita. Una niña de quince años que ya le entraba a todo. Una noche, en casa del Pancho y mientras los almidonados se dedicaban al póker y a las divagaciones sobre una eventual conflagración con el Perú, yo me acerqué, correspondiendo a su mirada sugestiva, incitadora, y le dije: “Sardinita, palomita, saque el chicle de los ojos”. Creo que eso bastó, porque riéndose a carcajadas me llevó a su recámara, quiero decir a su dormitorio, y empezamos a ver revistas de cine y a fumar un chafo hasta que mi mano hizo contacto con su pubis angelical y ella fue abriendo el encaje de su enagua que, hay que reconocerlo, era lo único almidonado entre los dos. »Su tierna edad me producía vértigo (aunque ya se sabe que hay infancias que empatan, no importa la edad), pero más vértigo y morbosidad me producía su precocidad, su desenvoltura, su maravilloso tono de voz, su dialecto caleño, que sonaba en mis oídos como música del séptimo cielo: “Ay mijo...” (cuando podía ser su padre) “¡Ay, oiga niño, hágamelo por el otro lado, que ese lado es sagrado!” Como dice una canción brasileña: cara de diablo, nalgas de bebé... »Su padre era ecuatoriano desgraciadamente, director de protocolo, yo lo conocía muy bien y por eso no sentía ningún remordimiento. Cuando tú conoces de cerca a los hombres, o vomitas o los abofeteas. La vileza que hizo con don Remigio (el escritor, el padre del Zapata), me marcó para siempre. Aprovechando la pobreza del santo viejo, le compró una novela inédita sobre la historia del cacao, y la publicó con su nombre, elevó su status y fue nombrado agregado cultural en Pasto. Al viejo Zapata también lo desprecio, pero ya se sabe que en nuestro país los escritores son invisibles, para la gente, para el Estado, para el poder, e irremediablemente se mueren de hambre, entonces se vuelven como las putas, venden su cuerpo y su sangre a una oficina, a un sueldo, a un gerente de mercadeo, -222-

a un mercachifle. No, no me arrepiento de nada, más bien me festejo cuando recuerdo ese culito de quince años, por donde había pasado el kama sutra. No sé por qué me separé de ella. No lo recuerdo. Quizá por la remota posibilidad de llegar a convertirme en un socio más del Quito Tenis. De todas maneras, a la sardinita la casaron un año después con el maestro Antonio, un prospecto de poeta que por ese tiempo andaba por las nebulosas de la sociología y que ya tenía una cuenta muy larga (me consta) en casi todos los bares de la universidad (aunque no lo creas, yo también entré a darme un bañito de mediocridad en ese templo). Le regalaron un departamento en la González Suárez, un automóvil de lujo y un frac con zapatos de charol incluido. No pudo seguir con la poesía pero en cambio se convirtió en un gran adulador de palacio, y tuvo gemelos a los cinco meses de la boda. »Así ha sido, hermanito, cien mujeres han pasado por mi vida, mancilladas, humilladas, atacadas de histeria por mi simultaneísmo, por mi capacidad maldita de amar a tres o cuatro a la vez, pero amadas, diferenciadas, respetadas, dar todo mi amor con cada una, lo mejor de mí, los sentimientos más nobles, más sinceros. Cuando, por una casualidad o descuido, me veía con una sola mujer en mi corazón, empezaba a sentirme más triste e inseguro que un sordo. Muchas de ellas empezaron a engrosar las filas del feminismo, a escribir artículos sobre este machista hijodeputa, heridas por mi desdichado afán de libertad, y te digo desdichado, porque bastaba que yo viviera una semana con alguna mujer, para empezar a sentir los barrotes, para tener esa pesadilla recurrente en la que unos seres extraños me cubren los ojos, la boca, los testículos, con pegajosas cintas negras y me atan al palo mayor en una plaza pública, donde me lanzan piedras y me escupen y me golpean, hasta que llega mi madre, y con sus manos tibias, empieza a despegar los cilicios. -223-

»Asustado de mi edad, voy sintiendo que lo que soy no me alcanza para vivir, la culpa acumulada me ha neurotizado y el suicidio me guiña después de cada coito deslumbrante. Asustado de mi edad, sí. Más que a Cristo compadezco a Casanova, su crucifixión en los clavos de la vejez y la impotencia. Peor para él, seguramente, porque Casanova era puro esperma, no comprometía su cerebro ni su corazón en la aventura, apenas una sutil eroticidad que detectaba la poesía de la piel, un sacerdocio de la sensualidad donde no entraba para nada ni la sensiblería ni la mojigatería. Una comunión de los cuerpos. Una liturgia. Una oración. »A veces he pensado si no seré yo un santo, ¿un monje de las cloacas?, ¿un redentor del pubis?, ¿de la libertad sensorial?, ¿un adelantado? La palabra libertino debe provenir de libertad. »Con Don Juan la cosa era diferente. Don Juan Tenorio era enemigo de la mujer. La despreciaba, sólo la buscaba para mancillarla, desflorarla, únicamente le interesaba el hecho diabólico de la humillación, la necesidad enfermiza de desenmascararla, de descubrir y evidenciar su fragilidad, su servidumbre carnal, así lo leí asombrado en el libro de Zweig, que compré para buscarme, pero del cual salí más desconsolado, porque yo solamente quería quererlas, amarlas hasta el punto de morirme. »Miraba a mi alrededor y a mi alrededor el amor se desprestigiaba: a mis tías les pegaban sus maridos, mi prima Martha se casó con un capitancito que le obligaba a hacer instrucción militar todas las mañanas, a mis hermanas las llenaban de hijos y luego huían despavoridos, mis sobrinos tienen más apellidos que la guía telefónica, los grandes matrimonios de mi pobre hermano (tres hasta aquí) han terminado siempre en la comisaría. El afecto, el amor, era sujeto de Derecho, imagínate. Y a propósito de Jurisprudencia, yo entré a estudiar esa canallada. Solamente lo hice por darle gusto a mi madre (que ya se había muerto), aunque yo sabía que, como -224-

en el tango, ese era un Derecho viejo, un Derecho al servicio de los poderosos, porque aquí también la justicia ha sido más peligrosa que los criminales y la ciudad de Quito, bella y pacata en otros tiempos, empezaba a cubrirse con ese manto de infamia, todo el país empezaba a podrirse, el barrio ya no existía, las casas se volvieron prisiones de paredes altas, indignas de la vida, barras de hierro en las ventanas, alarmas, vigilantes cada cuadra, se visitaban por teléfono. Un nuevo monstruo iba creciendo desde la mitad del mundo: la corrupción, el robo, la perversión burocrática, la epidemia de la coima, y hasta tu padre te pedía dinero para tramitarte la cédula de identidad. Los ex-revolucionarios, compañeros de banca, de ideales, de amores, se unían a los poderosos, levantaban enormes empresas con doble contabilidad, con doble discurso. Los nuevos ricos dictaban leyes, ponían diputados, compraban magistrados, sacaban a sus familiares de los manicomios y los nombraban ministros. Los candidatos se vestían de payasos, bailaban y cantaban en las tarimas, practicaban el strip-tease, se arrastraban por los suelos, besaban la mierda de los niños menesterosos, se casaban con putas. Todo por el poder. Un nuevo y misterioso comercio apareció: el estudiante de la esquina vendía sangre; el de más allá comerciaba polvos embrujados contra la pobreza, la joven Anita salía del colegio directamente al salón de masajes, la señora Carmela vendió su riñón, el doctor Rodríguez traficaba con niñas recién nacidas. Todo el pueblo empezó a espantarse de su miseria y a inventarse una desquiciada forma de vivir, de sobrevivir. Una violencia espejo de la brutal violencia del Estado, una ratería ídem. Las mujeres se acostaban por un toque de coca, por un par de aretes, por un saco de lana. El amor andaba parapléjico por las calles, las personas acezantes, alertas, para pescar a alguien, a cualquiera, que le ayudara a cruzar, a cruzar tan sólo, el temor de la noche. -225-

»Por aquellos tiempos, que duran hasta ahora, me empezaron a dar los ataques de abstracción. Sentía que me iba del cuerpo y de la mente, estuviera donde estuviera, me iba, no estaba, no escuchaba nada, no existía, estaba fuera, no me importaba. Las reuniones, las fiestas, las charlas, me enfermaban, los compañeros empezaron a aislarme porque no me salían las palabras, hacía un esfuerzo enorme para estirar la mano, para caminar, y en la facultad los profesores me trataban como a un tarado. Sólo Teo, el amigo leal, permaneció junto a mí siempre, tratando de sacarme de ese marasmo, de alentarme, de inventarse alegrías, ganas de vivir, y me llevaba a su departamentito para que estudiáramos el código civil. »Pero yo no podía estudiar el código civil, ¡maldita sea!, porque su esposa era la imagen patética de todo lo que yo, con tanto dolor y angustia, había buscado durante toda mi vida. Llevaban un año de casados y ya se empezaban a percibir los gestos del tedio, la sensación de pereza con que mira el uno al otro, los ademanes domésticos de la rutina, la desgracia de despertar juntos luego de atravesar el campo de batalla de la noche. Yo era, entonces, como el hada madrina que les proporcionaba un giro a su aburrimiento, una bondadosa presencia que les ayudaba a ahuyentar el esplín. Un giro que empezó a ser diabólico porque ante cualquier palabra que yo echara a rodar por el cuarto, ella reaccionaba en cámara lenta, como los felinos, con unos movimientos tan plásticos que, luego, durante toda la noche, cabalgaban en mi cerebro con una parsimonia desesperante, cada vez más desesperante, cada día más desesperante. Una vez, mientras Teo fue a comprar tequila para preparar un coctel de su invención, me contó el sueño del camello. Iba montada en un camello por toda la ciudad y en su recorrido se sentía más alta que los pasos a desnivel, que los edificios, que los árboles más altos, acariciaba dulcemente la jiba del animal mientras -226-

buscaba algo, alguien, hasta que lo encontró adormecido, en el balcón de un palacete. »No dijo quién. No dijo más nada, pero ese fue un primer indicio para desarrollar mi infamia. Luego, en un paseo a Rumicucho, en el momento en que mágicamente nos habíamos separado de los demás, mientras el viento agitaba sus cabellos murciélagos, me preguntó: “¿Cuál es tu mayor agonía?” “No sé”, le dije un poco pasmado y proseguí con tristeza, “mi agonía se esconde en el reloj, mi agonía es el tiempo en que ya no podré amar”. Me miró lánguida, embrujada, como en el sueño, su cuerpo habitado seguramente por todas las energías del lugar, transformada, puso su dedo del corazón entre mis labios y balbuceó: “No hables de amor, ¿no ves que esa palabra hace ruido?”, y luego sacó de su bolso folklórico unas esferas de cuarzo, que se las habían traído de China con hexagramas pintados del I Ching, y que ella había lavado y luego expuesto al sol, en el Aguarico, para dármelas cargadas de energía: “Para cuando estés desolado”, me dijo, “sólo tienes que frotarlas entre tus manos...” »¿Había pues, llegado al fin de mi calvario? Me sonaban en el cerebro las palabras que alguna vez, en la cantina del chulla Pérez, lleno de cerveza y rokolería, me dijo Teo: “No hay nada, hermano, nada, ningún sentimiento en esta puta vida, que se compare a la amistad...” »Pero los caballos estaban allí. La vida con sus caballos desbocados de deseo, me llevaban a ella, me llevaron a ella. Su piel me martirizó desde la primera vez que nos amamos, una piel inventada por Dios, con extractos de limón y cachalote, con secreciones de lujuria mojada en vegetales. Su piel era exactamente como la de los gatos: cuando dormía (minutos, segundos, en piezas empapeladas de amor clandestino), cuando dormía, digo, ronroneaba en un plano metafísico inalcanzable, pero cuando despertaba era lo más vivo que hubiera parido la humanidad, y cada poro de su cuerpo contenía la -227-

sabiduría de la forma y el movimiento, y mientras se perdía nuevamente en el paroxismo de su deseo, alcanzaba a decirme frases que, no sé por qué, me recordaban a mi madre, frases como esta: “No importa, Patito, lo que te hagan por afuera, cuida que no te lo hagan por adentro...” »Desnuda, era para mí como un recuerdo de adolescencia. Yo le pedía a cada momento que se levantara, que caminara un poco. Los hombros levantados, los brazos en bandolera, las piernas un poquito para adentro, frente al espejo, regresando su mirada hacia mí, coqueta, ruborizada, casi infantil, tomándose con sus manos las caderas, enseñándome su lunar, caligrafía sensual, los pelos oscuros de su vientre donde mi lengua había dejado una pertinaz huella humedecida. »Muchos intentos hice —lo juro ante la muerte— de sacármela de la cabeza, pero cada intento me acercaba más, me obsesionaba más. Dejaba de verla durante días, pero regresaba a ella con la ansiedad del dipsómano. Para huir de su espantoso atractivo de lujuria yo me decía: “Ella orina, come, defeca, como todas”, pero eran vanos los intentos. Apenas la veía quedaba bajo su hechizo. Mi padre Nietzsche (¡quién más!, yo no tuve padre), decía: “¿Vas con mujeres? No olvides el látigo”, y claro, yo lo llevaba, pero para que ella me latigueara como quisiera. Me disfrazaba de Chaplin, de Elvis Presley, de Cantinflas, para que siempre le pareciera otro, pues ella estaba enferma de rutina, y me tomaba yerbas de mucuna, feronia o guayusa, para estar a la altura de su recién descubierta sexualidad, pero a ella le bastaba con el afrodisíaco más grande del mundo: la palabra. Le gustaba que yo le hablara vulgaridades, palabras obscenas, que le remitiera a ese mundo burdo, pesado, salaz, de la putería. Le gustaba también que le platicara de mis otras amantes, y, a veces, me decía con tristeza: “Cuando te hagan falta otras historias me dejarás e irás en su búsqueda”. Y yo le decía que sí, que claro. Pero fue -228-

ella la que me dejó. Teo y ella desaparecieron un día, yo había ido a las Galápagos con un grupo de alemanas (todas enormes y desarticuladas) y cuando regresé no los encontré. Ni un papel, ni un teléfono, ni una maldita, pequeña, ínfima noticia. »Asquerosamente solo, encarcelado en la culpa, sin metas, sin patria, sin familia, sin amores, sin amigos. ¿Para qué vivir, no crees? »Lo único que tenía por delante era mi pasado. »No tengas pena de mí. Mi cuerpo contiene las huellas del amor. Es todo. Más tarde, cuando termine esta cerveza, me acercaré al cajón del velador y tomaré la Luger 07 que me regaló la gringa. Iré por última vez a la Alameda, aquel parque de mi adolescencia, y junto a la laguna donde apareció ahogado un estudiante comunista, escribiré con mi dedo en el aire: “Mamá...”»

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Regálame esta noche «...retrásame la muerte...» Lucho Gatica

sí, preciosa, es un motel, algo como un hotel pero sin h, es decir sin sonido, silencioso, eventual, fugaz, como quien dice; sí, es el primero en la ciudad, no, no se está prostituyendo, la ciudad no se está prostituyendo, no exageres, son los años sesentas, está creciendo nomás pero ya no pienses en eso y deja de espiar por las puertas, no toques los botones, ese es el timbre, vamos, desvístete, sí, es un bolero, ¿de quién?, creo que es felipe pirela, no, venezolano, para vos todos los buenos son cubanos, sí, de la esquina, allí arriba ves el parlante, ven, ven, déjame acariciarte, sí, más tarde, recién estamos en abril, todavía hay tiempo, lo escribiremos más tarde, deja de caminar por favor, para qué has traído el libro, dame acá, pero ¡qué va! pones ojos de ardilla, de las que vi en chicago trepándose a los árboles frente al ruido asqueroso de los hombres, negra miedosa, maricona en plenos sesentas, buscas pretextos, palabras, recuerdos y seguramente te está doliendo el estómago, la cabeza, las pestañas, las -230-

uñas, por no enfrentar tu esencia y empiezas a charlar, a buscar en el lenguaje de la perorata, el escudo que te tape el vientre, las ganas, el deseo, a platicarme cosas que yo creo que están un poco más allá de tu realidad, que son mentira, pero tú dale y dale, sigues sosteniéndote en lo mismo, con un afán desgastado de hablar siempre de lo mismo, que las contradicciones y la clase obrera, apabullándome un poco, a mí que en este momento estoy desnudo, entonces te digo que te dejes de vainas y te dediques a lo que vinimos, quiero decirte también que tengo frío y que de tanto oírte sobre las hojas volantes se me han volado las ganas, y ahora será difícil que anime a este inanimado compañero que yace en el centro de mí, como si dijéramos a la expectativa, esperando una provocación explícita que no llega, porque tú sigues tratando de clarificarme lo que piensan los maoístas de tu facultad, diciéndome que ellos no piensan nada y que ustedes sí, que ustedes tienen la verdad, que el socialismo, pero negrita, a qué vinimos. porque está bien que tengas a lenin de libro de cabecera pero eso no quiere decir que lo tengas también en mi cama, aquí no cabemos tres, a la final nos vemos cada nunca, está bien todo, como tú quieras, como tú digas, la izquierda tiene cincuenta y cinco fracciones, no era eso lo que pensaba marx, aficionada, y ahora tengo frío, por lo menos déjame unas cobijas y no escondas la cara, no, nadie nos espía, es el parlante, no, esa es una ventana por la que yo tengo que pagar cuando salgamos de aquí, no, no parece un establo, es un motel, el primer motel de la ciudad, ya te dije, y es lo más simple del mundo, no hay caballos, ni espías, ni nada, solamente hay gente que se hace el amor, gente que se ama, aunque sea un momento, tampoco estoy agitado pero creo sin embargo que es suficiente, qué te parece si pido dos tragos más mientras tú redactas la hoja para el primero de mayo, pero cúbrete un poco, allí en mi saco hay un esfero, espera te voy a pasar papel higiénico, no, no -231-

se borra, tienes que doblarle en varias partes, yo he escrito allí algunos poemas, cúbrete, ahora ya no hay cómo hacer nada, estoy diseminado, tránsfuga, helado, desgraciado, cohibido, ajeno, viejo, pero si no estoy haciendo ruido, además, qué importa, ja, tu sonrisa desnuda es tu mejor sonrisa, vestíte, vestíte, vamos, me estoy emborrachando, entumeciendo, entristeciendo, encasquetando, y ahora que se ha ido la luz te atreves a tocarme, a deslizar tu mano de terciopelo, ahora me besas, pasas tu desnudez sobre mi barba como el viento sobre el trigo, me besas en el pecho y te dejas mirar. no sé por qué me siento arrinconado y creo que peleo con alguien. con gran esfuerzo mi viejo amigo responde a tus caricias, luego cabalgas sobre mí, eres una amazona a trote lento, no sé por dónde haces nudos, me pones zancadillas, te viras nuevamente, reptas, tu lengua lengüetea, gime, te bajas del caballito y otra vez tus ojos atónitos, lúbricos, te tapas de los pies a los cabellos y dices algo sobre preservativos, sobre hijos abandonados, pero yo no tengo, yo no uso, yo no quiero, son como las flores de plástico, ¿te gustaría que te regale un girasol de plástico?, ¿qué te bese con una lengua de plástico?, y bueno, la sociedad, claro que está mal hecha, pero todo está mal hecho, y dios, dejé de creer en dios el día de mi primera comunión, entonces no te parecería si por lo menos esto lo hacemos bien, sí, a mí me da mucho dolor ver tanta gente pobre, ¿cuántos?, yo qué sé cuántos pero me imagino que muchos, miles, sí, millones, mientras los dos estamos aquí, pero tú ¿quisiste o no?, bueno, si por lo menos hubiera luz, cuando se acabe la vela nos vamos, igualito, claro, como en el doctor zhivago, sí la vi, la vi dos veces, sí, yo también creo que estaba mal planteada, la amante se parecía mucho a mi mujer, y lo que el viento se llevó, nada, una porquería, solamente el color, ¿qué tipos no?, son unos puercos, y viste cómo asoman esos negros elegantísimos, hijos de puta, nos dan en pastillas lo que les da la gana, no te -232-

alteres, yo también creo eso, burgueses de mierda, quién eres tú, quién eres, los manotazos de luz te rozan la espalda, tienes espalda de ladrón, de esos ladrones delgados y tortuosos que se meten por las varandas de las residencias, no, un hijo nunca, y ahora qué hacemos, aquí venderán, ¿no? no, aquí no venden, tus manos alargándose hacia un deseo que no encuentra respuesta, pero no, no es mi complejo machista, sí, los mejicanos sí, méjico para los mejicanos, cuando yo estuve, estuviste en tlatelolco, no, esa matanza. tu escalofrío hace contacto con el cigarrillo que por enésima vez se consume como esta época de consumo, si lo mismo, tú tienes razón, nos obligan a comprar majaderías, no aquí no venden, en definitiva nos obligan a venir acá, qué carajo, cuando se acabe la vela nos largamos, pero vámonos a ver cómo se apaga, lo pusiste en el rincón más distante, ven aquí, arrodíllate así, no, no, pon los pies así, sí, yo tengo uno o dos libros sobre eso, te pueden servir, creo que explican el derrumbamiento económico de alemania después de la segunda guerra mundial, no antes, no, yo no me baño con este frío, pero el agua está caliente, vení, y bueno pero no puedo mojarme el pelo. mamá. tómate este trago te puedes resfriar, pero eso ¿ya no lo dije?, qué te pasa, no, no preguntes así, qué no te pasa, por qué me pasa todo, me sucede todo, me aplasta todo. sécame la espalda, no, ese es lunar, déjale tranquilo, no hay como sacar, lo tengo desde chico, te digo que no, eso duele, apagá la vela, vamos.

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Un siglo de ausencia «En la multitud busco los ojos que me hicieron tan feliz...» Los Panchos

Cuando Greta Garbo decidía retirarse del cine, yo nacía. Es decir que por los benditos años sesenta ya la tuve en mi cama unas cuantas veces. En sueños, claro, pero ¿acaso los sueños desprestigian la realidad? A medida que pasa el tiempo uno va confundiéndolo todo, y los que hemos sido pobres de desafíos, recordamos más los sueños que las realidades, como ahora en que, tratando de escribir el cuento del Camarada Humo, ese perrito de ceniza, me voy hundiendo en otras soledosas melancolías. Es raro, pero en la edad que tengo, en la que casi todos los lobos se han acostado, lo único que me sale al papel es solamente memoria, nostalgia. ¿Será que en los noventa ya no pasa nada en el espíritu? Parecería que la vida resbala hacia el pasado, ese pasado cada vez más vertiginoso, como más cercano; el pasado es ¡ya! Ahora, ¡carajo! El pasado es la palabra ¡carajo!, que acabo de poner hace un -234-

instante, y me embarga la nostalgia, quiero decir: me embargó, me embarga, me embargó. Es que la memoria es el único laberinto que no tiene salida, pero también es la guerra de guerrillas contra el olvido, y yo, en las noches, me aparto un poco del cuerpo tembloroso de la flaca, desenrollo la cobija del recuerdo, y vuelvo a vivir lo que ya está muerto. Al otro día ella no entiende la luminosidad de mis ojos y ese cuerpo mío que salta de la cama canturreando un bolero y luego se mete a la ducha a lavarse el pasado. Y mi recuerdo ahora estaba centrado en la figura de María, la mica del piso de arriba, cuando vivíamos en lo del Guido Longo de puro milagro, o mejor, cuando vivíamos de puro milagro en lo del Guido Longo. Milagros de mamá claro, porque papá marchó con el fuete hacia otra parte, la mica del piso de arriba, que tenía la boca más perfecta y los pechos más olorosos de este perro mundo. Esa noche precisamente, María cumplía veinte años, porque había nacido pisándome los talones, pero nuestra célula tenía que pintar pancartas y muros, y agitar a los moradores del barrio de La Tola, recordando lo que había pasado unos años antes, por ese mismo junio, en el gobierno de un borracho encopetado, quien había decretado el imperio de la ley militar, para asesinar legalmente al pueblo guayaquileño. Murieron miles de compatriotas, y este señorito dijo días después que lo más representativo del país y de la prensa ha aplaudido esta matanza de unos pocos hampones, mariguaneros y prostitutas, en nombre del orden, la tranquilidad y la seguridad nacional. A esa prensa y a lo más representativo del país era a quienes nosotros íbamos a enfrentar muy pronto, y mientras tanto nos fogueábamos en la lucha clandestina, en las maravillosas noches que presagiaban ese día luminoso. María cumplía veinte años en este aniversario de criminales, entonces, mientras escribía en las paredes frases encendidas contra los tres militarotes -235-

que nos gobernaban y que nos tildaban a los comunistas de «hijos de Satanás», escribí en una pared, que con su blancura me imploraba que la utilice, escribí sin darme cuenta estas palabras: Feliz día María, y firmé con mis iniciales cruzadas por una espada. Me sentía Rubén Darío, o quizá algo más, Martí, y decidí con los panas, que esa madrugada le llevaría serenata con los ciegos de la avenida 24 de Mayo. Antes de contratar a los ciegos nos tomamos unos copetines con la Pecosa, una putita que hacía la calle por la Maldonado, y que le gustaba acariciarme las pelotas en cuanto me veía, fuimos al Casa Blanca, un antro pestilente que brillaba en la noche con el acerado cuchillo del peligro. A veces me gustaba ir a esa cantina antes de llegar donde María, eso me daba coraje, un coraje cegatón que se daba de tumbos apenas vislumbraba su imagen adorada, porque desde la primera vez que la vi, en el coro de la iglesia de los Redentoristas, cantando «Salve, salve, Gran Señora», yo ya sabía que ese vientre y esa voz pararían en un libro, y empecé a reunir sus encantamientos para encuadernarlos algún día. A los ciegos les había contratado para cuatro canciones (aunque todas las cantaban igual), a saber: Río Manzanares, que no sé por qué le fascinaba a María, Un siglo de ausencia, de los Panchitos, Perdón, que cantaba Daniel Santos, y una de Juan Legido que en alguna parte decía: «En la palma de la mano la gitana lo leyó», porque esa frase me convencía de lo irremediable, convencimiento que, ahora lo entiendo, era el resultado de esa nerviosa certeza que tenemos los que vivimos en los límites del azar y la hechicería. Cuando se terminó la última canción y me disponía a tomarme un sorbito de Lima Dry, ella entreabrió la ventana y en ese momento tuve la certeza de haber visto, sentido y tocado sus pechos, que por aquel entonces eran como la macadamia o el caimito, es decir casi no eran, solo parecían. -236-

Desde esa noche me convertí en un sátiro que ni por un instante dejaba en paz su cuerpo y aprendí a hacerle el amor (¡qué horrible expresión! ¿por qué las expresiones están tan lejos del corazón?). Aprendí a regarle mi amor con los ojos, de cerca, de lejos, sin que estuviera, todo mi cuerpo era una enorme ofrenda húmeda que se entregaba al suyo apenas la miraba, y más aún, me excitaban su mojigatería, sus dulces rechazos, su cuerpo almidonado, lleno de miedos y pecados, y procuraba no darle respiro, leerle mis poemas, hablarle de Sartre y de Fidel, y del partido y de las tareas, como si todo esto me ayudara a tender la trampa, la trampa para jilgueros que le estaba construyendo de puro amor, y se me empezó a borrar el mundo y mi madre bien podía irse al carajo y mis hermanas allá mismo, y el colegio y el futuro, porque yo hacía abstracción de todo lo que no fuera ella, no existía ni la política ni el combate, ni la humillación, ni la pobreza, y yo junto a María era un titán, un quijote que a la vez contenía los molinos de viento y el aire que los zarandeaba, y me gustaba verla cuando la dejaba en reposo, cuando por fin me iba y no la atormentaban las urgencias de mi amor, cuando no estaba abriendo a la fuerza sus labios con los míos, tangueándole sus piernas con las mías, arrinconando con mis manos su precioso rechazo, me gustaba verla en reposo, digo, espiarla con esa actitud soledosa que la definía de cuerpo entero, olvidada ya de mí, gata parsimoniosa con instinto de perro cazador, es decir que de la cintura para abajo se quedaba como serena y de la cintura para arriba parecía que volaba, y yo, desde ese entonces empecé a vislumbrar que mi única profesión, mi única habilidad en adelante, sería acoplarme a sus huesos. Decidí entonces aceptar el trabajo que nos ofrecía un misionero evangélico que, desde luego, parecía agente de la CIA, lo que a mí me importaba un coño porque ya había ingresado a las juventudes comunistas y el metal de mi cabeza y de mi cuerpo -237-

eran incorruptibles, pues allí no entraban ni la carcoma de Dios ni del Diablo. El trabajo consistía en pintar postales, colorearlas con un pincel delgadito. Creo que nos pagaba veinte centavos cada una, y yo llegué a reunir como cien sucres o más, porque quería comprarle a María aquel perfume espantoso que usaba mi madre y que olía a su cartera y a su mantilla, creo que se llamaba Maja y en el frasco venía una imagen de mujer españolísima, como las que no me han gustado nunca. Cuando la vieja Raquel, dueña del bazar «La Linares», que era el más barato de todo el barrio, me regateó el precio del frasquito, tuve el gusto de mandarle para la puta madre, y me fui con Patitas para el mercado de Santa Clara, donde teníamos que repartir hojas volantes y darles una arenga a las madamitas del mote y la fritada. Fue allí donde me topé de manos a boca, manos a hocico mejor dicho con el perrito. Estaba dentro de una jaula, tristísimo, desprotegido, aún sin nombre, sin padre ni madre, sin nadie que le ladre. Me acerqué y metí un dedo entre la malla para sentir su pelambre, abrió los ojos lánguidos y me miró con una complicidad de vagabundo. Quedé tocado por esa mirada y sentí de golpe que la ternura de María venía a depositarse directamente en mi cabezota y a punto estuve de que se me escapara una lágrima furtiva en homenaje a todos los perros abandonados del mundo. Tuve que comprarlo inmediatamente mientras el Patitas veía esfumarse las esperanzas de una tarde en el cine, con los tabaquitos y las hermanitas Brizuela, que eran las únicas fáciles de ese barrio de zánganos, puritanas y futbolistas. Lo llevé en el bolsillo de la camisa. Era de un color cenizo y sus orejas afelpadas colgaban como lengüetas de plata, es decir que al final sus orejas se tornaban blancas plomizas e igual de blancas plomizas eran las cejas que tapaban sus bolas de cristal inteligente como el cuarzo. -238-

Cuando se lo entregué a María, el perrito aleteó (ya sé que un perro no puede aletear, pero qué quieres, si el lenguaje es tan limitado), aleteó en sus manos y luego se acurrucó como si por fin hubiera regresado al vientre cálido de su madre callejera. A María se le fueron las lágrimas y no paraba de besar ese pedazo de terciopelo, prodigándome a mí también, como al descuido, uno que otro beso en mi boca áspera y olor a los primeros cigarrillos. Era increíble pensar que un perro me trajera esa felicidad, porque desde ese momento ella sintió que yo era bueno, y su entrega fue más desafiante y definitiva, aunque yo sospechaba no sé por qué (técnico en incertidumbres), que cuando acariciaba mi cuerpo con insistencia, de alguna manera estaba acariciando al perrito, que por ese tiempo ya lo bautizamos con el ritual comunista, con asistencia de toda la célula, y le habíamos puesto el nombre de compañero Humo, «pero solo Humo para los amigos», como decía ella desbordante de coquetería y sacando pecho con orgullo. Pecho que, como anoté, no existía, sino sólo presentido por mi urgencia. Y fue en carnaval (luego del loco juego con el agua, ese pequeño simulacro de violencia sensual en el que participábamos todos, y que nos unía más y nos prodigaba la secreta camaradería que más tarde terminaba irremediablemente en casa de la Rita Villafuerte, con el pickup a todo volumen, y las parejas empapadas bailando al ritmo de las voces somnolientas y también mojadas de Aznavour o Gatica o Leo Marini, escribiendo en la alfombra casta, los nuevos jeroglíficos del amor y las certezas), y fue allí, digo (lo recuerdo tan claramente como si aún tuviera la ropa humedecida, mi camisa celeste de niño pinta, como decía mi pobre madre para sostener mi desgarbada figura, mi camisa celeste pegándose al olor de su blusa blanca, de segundo curso, atado a su blusa por el agua adormecida, con una necesidad de fundirla en el bronce de mi afán, diciéndole palabras resbalosas al oído, sintiendo su -239-

maravillosa mitad entre mis piernas y mi corazón, mientras ella me regalaba su aliento suave y sosegado, como el de las panteras después de los excesos), fue en ese carnaval que yo deposité en el caracol de su oreja mi ruego desquiciado. Y fue mucho después de la insistencia y la epilepsia, que nos encerramos en el baño de la casa, picados por alacranes imprevistos, ciegos y tumultuosos, y allí fue quitándose poco a poco su falda azul del uniforme, sus enaguas interminables, sus dulces medias blancas de colegiala, sus pantaloncitos que aprisionaban una montaña escalada por mis labios, un volcán negro que empezaba a regarme su lava. Y fuimos verdaderos sobre las baldosas frías y conocimos la vida, y presentimos la muerte, y otra vez la vida y otra vez la muerte, y otra vez la muerte y otra vez la vida, hasta que se nos apareció el hada madrina de la saciedad, luchando contra los fantasmas de miel de la complicidad y la gratitud. ¿Cuántos años pasaron de ese amor carnavalesco? No lo sé. No quiero saberlo. Como decía mi tío Nacho: «El amor es eterno mientras dura»: pero lo que sí recuerdo es que el perrito empezó a hablar con María. No, mentira, pero era como si hablara porque sus ojos y su cola eran tan expresivos, que bastaba una seña o una mirada de él, para que María le abriera la puerta del jardín, o le pusiera en su plato preferido, las chuletas de cerdo, o las presas de pollo, o las bolitas de carne. Entendía todo lo que se le hablaba y cuando yo, por mortificarlo, pedía a María que saliéramos, el perrito se desesperaba y empezaba a aplicar sus dos patas sobre el cuerpo de María, reteniéndola, suplicándole que no se fuera, y luego me miraba, rencoroso, gruñente. Era como un hijo, engreído y molestoso, pero yo lo quería también porque él empezó a alivianar a María de su profunda soledad luego de la muerte de su padre, cuando ella decidió romper con propios y extraños para poder pasar unas horas con un fantasma que se deshacía entre sus manos, con un espejismo etéreo, -240-

de una sustancia ambigua, gelatinosa y huidiza, que era yo. El compañero Humo empezó entonces a crecer en su corazón, y casi siempre la encontraba tirada en la cama, repasando en voz alta sus libretos de teatro, platicando con él de los más extraños temas y luego me contaba las anécdotas del día donde siempre estaba presente el perrito, o me decía obsesiva: «Te juro, Manolito, te lo juro, es posible que los perros no sepan reír, pero éste sí lo sabe, éste si lo sabe...», y lo apretaba contra su corazón y le prodigaba besos en la boca y le cepillaba la piel con insistencia, y le curaba maniáticamente sus pequeños lastimados de las patas delanteras, que él se las mordía para sentirse mimado y atendido. Era obvio que a veces yo sobraba, y tanto, que en muchas ocasiones, y como quien no quiere la cosa, María salía para la sala con algún pretexto, seguida imperturbablemente del camarada Humo, y cuando demoraba y yo empezaba a sentir su ausencia, iba en su búsqueda y la encontraba sentada en la alfombra, leyéndole Brecht en voz alta mientras acariciaba su barriguita cenicienta. Como su casa ya no la retenía nada, puesto que ella cargaba con la imagen de su padre a donde fuera y a veces hasta transmigraba a su alma, María decidió alquilar unas piezas en el barrio de San Juan. Desde allí se divisaba todo Quito, un Quito a veces neblinoso como el lomo del camarada Humo. ¿Fue allí, quizá? Fue allí donde su corazón empezó a endurecerse, fue en ese bochorno de pobreza y sufrimiento, en el que las cosas suceden con el ritmo frenético de la injusticia y el desamparo, donde su rostro se hizo más frío y su actitud se templó como una lámina de acero. No lo sé, cada uno sabe la intensidad de su hambre y de su dolor, lo cierto es que desde ese tiempo ella empezó a participar en las tareas del partido con más vehemencia y me reprochaba mi abulia, mi desencanto, esa enfermedad idiosincrática que iba minando lo mejor de mí, lo mejor de nuestro pueblo. «Somos pocos», le decía -241-

yo cuando a veces accedía a una discusión, «somos muy pocos». Y ella me contestaba firme, segura: «Parecemos menos porque estamos dispersos...», y movía la cabeza de un lado a otro, casi exactamente como lo hacía el compañero Humo. Desde luego, empezaron a parecerse físicamente, no sé, ciertos gestos, cierta temperatura, cierta obsesividad, esa manifiesta, secreta complicidad que me dejaba fuera, que me hacía sentir indeseable. En uno de aquellos días de desesperanza, se perdió el perrito. Nunca había visto a María más frenética, irascible y desesperada, al borde de la locura si la locura tiene bordes; me llamó por teléfono, y entre sollozos y gritos me contó la desgracia: en la mañana, le había llevado al camarada Humo a donde una amiga, para que conociera a Pilú, una perrita burguesa que pedía a gritos unirse con un miembro del partido, y luego de dejarlos en la terraza olisqueándose y midiéndose, María se fue a ensayar, y cuando llegó a su casa, recibió la llamada de su amiga que le contaba angustiada el acontecimiento: el perrito, sintiendo la ausencia de María, había saltado desde la terraza y corrido calle abajo, rastreándola. Lo buscaron toda la mañana, en carro, a pie, en la motocicleta de su hermano, pero el perro, haciendo honor a su nombre se había hecho humo, y luego de cuatro o cinco horas de recorrer calles y timbrar puertas, descorazonada y empapada por una lluvia pertinaz, María regresó a su casa y me llamó. Al caer la tarde pude ir a verla, no sin antes echarme una bielita en El Celeste, una madriguera para estudiantes. Algo bullía en mi corazón, un pálpito, una certeza, una maldita esperanza. Cuando la vi, sus lágrimas aún rodaban por esas mejillas aceradas y dulces. La saqué a rastras y caminamos y caminamos y caminamos, sin ton ni son, a no ser por esa maravillosa intuición que en ciertos momentos se despedía de mí y me permitía rastrear los recovecos oscuros y siniestros del misterio, de la otredad. (A veces yo sentía patéticamen-242-

te esas intuiciones diabólicas que me permitían ver a través de las paredes, o de los días, o de los hombres, y presentir el suceso, la persona o el terremoto que estaba por acontecer, mamá me decía que era de tanta lectura, pero yo sabía que mi hermano muerto vivía unos días adelante de mí, encaramado en mi mismo cuerpo y obligándome a ver lo invisible de las cosas, como cuando se toma zayapi o ayaguashca, ese desayuno preferido por nuestros shamanes de Imbabura. Por otra parte, yo siempre me siento drogado, pero en eso no tiene que ver ninguna yerba a no ser la yerba de la intensidad.) «Ya no, Manolo, ya no, regresemos», me decía angustiada, y yo necio, insistente, viraba a la derecha y luego a la izquierda y luego a la derecha, como si estuviera recorriendo un camino ya transitado y conocido en algún sueño, hasta que nos topamos de bruces con él, mojado, indigno, callejero, con sus motas de terciopelo aplastadas, y sus orejas aún más plateadas por la filigrana de la lluvia. «Ahí lo tienes», le dije, mientras el camarada Humo la miraba distante, con sus ojillos cruzados por el reproche y el desconsuelo. Fue por aquel entonces, digo, que su corazón empezó a endurecerse, o quizá sólo eran figuraciones mías, lo cierto es que para apurar esa maldita duda, yo buscaba la manera de que explotara, y un día, mientras ella me hablaba del hueco inmenso que había cavado en la carne la sabiduría ausente de su padre, yo le contesté con desgano: «El mejor padre, es el padre muerto...» No me contestó nada pero percibí en sus ojos el mismo rencor del Humo, en aquella tarde cruel. A la noche fuimos al recital del poeta Cisneros, fuimos es un decir porque los caballos del encono la alejaron a siete leguas de mí, entonces bebió como una loca y se emborrachó y se tiró en mitad del salón, enseñando la canela de sus piernas maravillosamente altas, dando un espectáculo al respetable, que desde luego no se perdía la ocasión de humillarme, y nadie la podía levantar -243-

porque ella exigía que fuera el poeta Cisneros, laureado y sacramentado, el que besara sus labios para levantarse, especie de Blancanieves a destiempo, tragada por la manzana de la perversidad, una tristísima perversidad que a mí me tenía al borde de las lágrimas, y que me obligó a desaparecer. Ya en otros momentos me pasaba una cosa extraña, sentía urgencia de abandonarla, pero cuando la dejaba empezaba a extrañarla, parecía que más bien estaba enamorado del sentimiento que me producía su ausencia, pero esta vez su ausencia era como si estuviera creciendo un absceso en el cerebro, y me venían a la cabeza los mejores momentos de ese acontecer, como si el tiempo se encargara de seleccionar solamente los buenos recuerdos para no lesionar más aún el corazón, y evocaba la virginidad de sus gestos, sus pucheros de los primeros lances. (Siempre que terminábamos de hacer el amor, yo quedaba listo para recibir sus lágrimas desatadas). En esos días de su ausencia, me despertaba sin ella, es decir con el bochorno de un día que había que botar a la basura, y empezaba a elucubrar situaciones donde Otelo era apenas una migaja, una ameba, tanto que en la desesperación de los celos yo llegaba a tejer ardides contra mí mismo, confabulaba contra mí, para que la desgracia fuera más definitiva, y salía despavorido a buscar entre la multitud aquellos ojos que me hicieron tan feliz, ojos de mujer y humo, es decir de mar, de abatido mar y dolorida tierra. Finalmente la encontré y le supliqué y le confundí, hasta que fuimos nuevamente a su departamentito, donde yo empecé a mirar enmudecido la furia de mi cuerpo desatado, una furia llena de maldad que la obligó a las posturas más extrañas, a violar los nueve agujeros donde se escondía su inconstancia, y que la dejó desmadejada por muchas horas. Dolida y silenciosa, empezó a vestirse con otros trapos que ya no eran mi lujuria, y me dijo: «Debo ir a un ensayo, mañana estrenamos Esperando a Godoy», me miró con piedad, acarició la cabeza -244-

del perrito que yacía silencioso en la cajita de cartón (respetando quizá la eroticidad sagrada de su dueña), y salió. Desde que se fue, mi presente empezó a ser tan sólo mi pasado; su lástima de mí quedó pegada a las sábanas, junto a ese semen seco que empezaba a ser la primera escultura del olvido. Hice un paneo de la habitación. La fotografía de ella junto a un tigre embalsamado, en Guano, donde juramos pasar nuestra vejez, una lata de café colombiano, el sombrero de su padre crucificado en el espejo, y Bertold Brecht y Alfred Harry, y Nietzsche, y Vallejo, y Stanislavsky. En la cabecera de la cama, recortado y pegado con engrudo, el título de ese cuentísimo de Benedetti: «Gracias vientre leal». Fue el momento en que el camarada Humo se acercó al velador, con sus orejas levantadas extrañamente, y empezó a hurgar con su hocico hasta que derrumbó todo el papeleo en el que se distinguía, singular, nítida, diabólica, la fotografía de mis certeros augurios: un hombre desconocido para mí, serio y encorbatado, con rostro de futuro brillante. Atrás de la fotografía, con letra segura y clara: «El sábado, en el aeropuerto, no lo olvides, a las siete. Te amo». El camarada Humo saltó sobre mi desnudez y yo acaricié como autómata su lomo lleno de negros sortilegios enroscados y empecé a sentirme solo, de soledad absoluta, lelo y desprotegido como un gringo, como un hombre recién cortado el pelo, recordando lo que decía Greta Garbo, aquello de que es triste estar solo, aunque en ocasiones es más triste estar con alguien, como ahora en que el compañero Humo lengüeteaba mi desconsuelo y me decía con su colita nerviosa y afelpada que yo, como el niño de Günter Grass, no había crecido nunca y seguía aferrado al tambor de hojalata de mi niñez. Me vestí despacio, como en cámara lenta, y a punto de abrir la puerta para largarme, regresé a mirar al camarada, y su melancolía me traspasó. Volví sobre mis pasos, fui a la cocina, saqué las dos copas -245-

de cristal que utilizábamos en nuestras noches de vino y rosas, las reduje a polvo con la piedra de moler, las junté a un pedazo de carne e hice tres bolitas del tamaño de un rulimán. Las puse en el plato de cerámica, que habíamos comprado en Pujilí, y en el que yo había pintado con letras rojas ese nombre maravilloso: «Humo», acaricié por última vez su cabeza de algodón negro, y salí. Afuera, densos nubarrones presagiaban tormenta.

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Qué será de mí «Cuando te ausentes al verme de nuevo muy solo, sin ti, cuando te vayas dejándome en sombras que será de mí... » Leo Marini

La encontré una madrugada, descuajaringada, saliendo del Seseribó, con su novio, un rubio que olía a porvenir dorado. Llevaba los ojos a la espalda y la cartera en bandolera; uno de los tacones se había quebrado y con el zapato en la mano, desconsolada, golpeaba una y otra vez en la ventana del Bronco mil nueve noventa y tres. El rubio le increpó de mala manera con su voz gangosa y ella se lanzó contra él, en cámara lenta, con un gesto tristemente alcohólico. El hombre, rechazándola de un empujón, abrió la puerta, prendió la máquina y se alejó tumbando el triángulo del parqueo y gritando alguna blasfemia en inglés. Se sentó desconsolada en la vereda y empezó a hurgar desesperadamente en la cartera. Me acerqué despacio y le ofrecí un cigarrillo prendido. Levantó sus ojos vidriosos y entrecerrándolos con esfuerzo me dijo: -247-

—¿Eres milico? —No —le dije—, es una chaqueta heredada. Sonrió entonces y exclamó, ya segura: —Soy una perversa en estado de pureza. Luego empezó a llorar con dedicación, con grandes suspiros, con gestos ambiguos, como si estuviera ahogándose, limpiándose la nariz con el dorso de su mano dormida. Me senté a su lado en silencio, mirando cómo las lágrimas formaban un hilillo negro que iba de sus mejillas a sus labios, y empecé a recordar lo que decía mi tío Nacho con respecto a las lágrimas, lleno él también de soledad e ingratitud: «Toda gran pasión termina en una gota de agua. La memoria sólo existe para eso, para acumular olvido. Soportar la ausencia es el olvido», y se tomaba su ron como quien está comulgando. —Vamos —le dije dulcemente—, te llevaré a tu casa. En estos tiempos un hombre no significa nada, peor si es gringo. Se rió con ganas y se arrimó a mi hombro. Su cabeza pesaba, olía a tabaco. —Vamos —insistí—, ya es muy tarde. La luna. Siempre la luna. Cara de tonta la luna a esas horas. Una hora antes yo había salido de mi casa, para enfrentarla (a la luna), para que me dijera de una vez y al aire libre lo que quería decirme a través de la ventana de mi dormitorio, mientras Viviana dormía a mi lado con la placidez de los cadáveres, y yo estropeaba la última pesadilla para levantarme decidido e ir tras su huella de plata. Pero ya no me importaba la luna. Me importaba ese juguete lloroso que a ratos se estremecía y lanzaba leves suspiros que iban dejando atrás al llanto. —Está bien —me dijo limpiándose las lágrimas—, me levanto si me das un beso. Un beso. Sal, saliva y lágrima. Un beso que cubra mi agobio, la pesadilla nocturna, la mariposa negra de la cotidianeidad. Un beso entonces para comenzar a recorrer los laberintos del azar. -248-

Echamos a caminar. —John es mi novio... —me dijo con una voz asustada— Tengo un novio de porquería. Entrelazó su mano a la mía y como siempre empecé a ahogarme. Caminaba danzando, metiendo en su cuerpo la alegría de la madrugada. Por allí tomamos un taxi y ella dio una dirección. Los Sauces. Avenida de Los Sauces. —Los sauces llorones —dije. Ella se apretó contra mi pecho, alzó su rostro y me dijo: —No me dejes sola, no esta noche. Así que también ella. Así que el vacío era ecuménico. Así que esta luna regaba soledad por todas partes. Así que el miedo y la tristeza y la angustia viajaban en taxi por las calles de Quito. Así que nos iba creciendo como una nueva piel, como una nueva costra. Sus padres vivían en la casa delantera, ella en el departamento de atrás. En el tiempo de las vacas gordas ese departamento utilizaban las criadas. Pero ahora, tú sabes... —Podrían despertarse —dije, mientras ella jugaba con las llaves como si fueran cascabeles. —Siempre duermen como osos —me dijo—. Duermen seis meses y seis meses trabajan. Son asquerosos. Legañas y ojeras. Prendió la luz. Un dormitorio de juguete. Horrorosos afiches de Frida Khalo sujetándose con hebillas todas sus enfermedades. Por allí un Chaplin que era un alivio. Un colchón en el suelo, libros tirados, en una silla de mimbre dos o tres calzonarios como rosas. Se acercó a la casetera y aplastó un botón. Un ronco estertor salió del aparato: —Es Janis Joplin —dijo—, me muero por ella. Me gustaría atravesar su garganta. Prepara un bareto —masculló, señalando los libros del veladorcito—. En el libro de la Yourcenar hay un poco de hierba. Y luego fue al baño. El ruido de su vómito -249-

espasmódico, largo, hizo por un momento dúo a la voz de la Sony. Cuando salió era otra. Pálida y bella como una virgen del medioevo, con una camisa de hombre por toda vestimenta, un cuerpo desprotegido, falto de insolencia, un cuerpo de hermana, que me lo ofreció sentándose junto a mí. Con tristeza empecé a divertirme con los botones de su camisa, sus gestos eran tan intensos que me reprochaba la pasividad de los míos, y he aquí que de pronto sentí la bruja de su carne, bruja blanca apretada contra mí, violentándome, produciéndome quejidos de asombro y de deseo. Se sacó la camisa y dijo: —Por hoy basta de preámbulos. Su cuerpo desnudo era un canto al arte de la brevedad, como esos cuentos perfectos que jamás escribiré. La inteligencia de su cuerpo me avergonzaba como a un muchacho de escuela. Parada frente a mí parecía un templo, un templo percibido en sueños, un templo como el que alguna vez vi en Samarcanda, ¿fue en Samarcanda o en Pyong Yang? —Eres bella —le dije, tomándola en mis brazos—, eres un cuerpo para toda la vida. Meandros, algas marinas, tacto del sueño, caballos galopando, caracoleando. Caricia infiel, solapada y abierta, espuma, más espuma, vértigo y vértice, imprecación su cuerpo, blasfemia. Ardilla perseguida y muerta y viva, túnel para llegar al otro día, mágico túnel por el que me estaba yendo, por el que me iba. Y luego ¿qué? ¿El restallar de la mariguana viva, con su ojo abierto hacia el tumbado? ¿El cuerpo agradecido virado hacia el lado de la culpa? ¿La caricia submarina y nostálgica del tiempo que se va? Las palabras empezaron a caer como una lluvia tenue mientras el día se sacaba la máscara. Palabras maltrechas apoyándose en el bastón de la promesa, de la ofrenda, palabras con esparadrapo para las llagaduras. -250-

—No sé tu nombre —me dijo, mientras acariciaba mi rostro con su mano abierta— y sin embargo no he conocido nada más profundo. ¿Cómo es esto? Has hurgado mi vida, me has violado, me has robado, me has dejado sin mí. Quiero que me ames siempre, para siempre. —Sí —le dije, apenas apenado, chupando uno a uno sus dedos húmedos—, te estoy amando para siempre. La eternidad es solo este momento. —Eres un monstruo, un malo —dijo. —El azar produce monstruos —dije convencido. —Y ahora ¿qué haremos? —dijo desconsolada—, ¿qué harás? —Sobreviviré —dije—. Estoy acostumbrado a sobrevivir. Es lo único que el hombre contemporáneo ha aprendido: a sobrevivir. Somos los sobrevivientes de la post-guerra, pero de la post-guerra fría. En todo caso, parece que algo nuevo me llevo entre los ojos. Sonó el teléfono. Un cadáver sacó la mano del ataúd. —Sí, sí —dijo ella desde otra voz—, estoy bien. Eres un puerco. Okey, a mediodía, I want to talk to you. Me vestí y salí. El sol de las once se clavaba en mi cabeza como un puñal. No sabía si pasar por mi hogar o irme directamente a la oficina. Como Lázaro, eché a andar.

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