Una década del Plan Colombia: por un nuevo enfoque

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Una década del Plan Colombia: por un nuevo enfoque By Michael Shifter Política Exterior, June 21, 2010 A version of this article in English is available here. Pocas políticas de Estados Unidos destinadas a Latinoamérica han generado tanto interés y controversia en los últimos años como el programa plurianual para ayudar a Colombia en su lucha contra la droga y la violencia relacionada con ella. Ahora que ese programa, conocido como Plan Colombia, cumple una década –fue aprobado por el Congreso de EE UU en julio de 2000– es útil evaluar sus logros, además de sus fallos y decepciones. Como en la mayoría de las discusiones sobre el plan –y sobre la compleja situación en la propia Colombia–, se da una desafortunada tendencia hacia la polarización. Para algunos, el Plan Colombia es la historia de un gran triunfo, mientras que para otros ha constituido un fracaso estrepitoso. Como suele ocurrir, los hechos demuestran que la verdad se encuentra en un punto intermedio. Es incuestionable que las condiciones de seguridad en Colombia han mejorado considerablemente durante la última década. Ya no se puede afirmar, como ocurría hace 10 años, que es un país “al borde del precipicio” con verdaderas posibilidades de convertirse en un Estado fallido. Los datos sobre la caída drástica en los niveles de masacres, homicidios y secuestros hablan por sí solos, al igual que la información sobre la presencia policial, ahora establecida en todo el territorio nacional, y la merma de la capacidad operativa del grupo insurgente más sólido: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Lo que no está tan claro es en qué medida la ayuda estadounidense en el marco del Plan Colombia, unos 7.000 mil millones de dólares a lo largo de una década, ha contribuido al cambio. Metodológicamente, es difícil determinar el peso relativo de la ayuda del Plan Colombia y otros factores, como el efecto de iniciativas locales y nacionales para controlar la violencia y el delito que podrían haberse llevado a cabo con o sin el importante programa de asistencia. No obstante, es razonable concluir que el apoyo prestado dentro del Plan Colombia ha sido al menos un factor importante que ha contribuido en cierta medida a la mejora de las condiciones de seguridad. Aunque ese respaldo se canalizara de manera indirecta y fuese consecuencia de los fondos destinados explícitamente a la lucha contra los narcóticos, ha conseguido ayudar a los colombianos a instaurar una mayor seguridad en el país. A su vez, los numerosos detractores del Plan Colombia señalan, y con razón, que no ha cumplido el propósito fundamental por el que se desarrolló el programa: reducir la oferta de droga, en especial cocaína, en EE UU (en torno a un 90 por cien de la que se distribuye en el país procedía de Colombia). La idea era que, al proporcionar helicópteros, equipos y otros apoyos, el ejército colombiano podría erradicar el suministro de coca, sobre todo en la zona sur del país, que en última instancia mantenía a los grupos violentos de izquierda y derecha en Colombia. Esto finalmente redundaría en facilitar la gestión del problema de la droga en las ciudades estadounidenses. En un principio, el objetivo era reducir en un 50 por cien el cultivo de coca en Colombia. Sin embargo, en este aspecto concreto –meta reiterada y explícita del Plan Colombia– la política tiene pocos defensores. Difícil evaluación de los resultados Los datos sencillamente no son alentadores. La disponibilidad y el precio de las drogas ilícitas consumidas en EE UU han cambiado poco a lo largo de la última década, pese al enorme esfuerzo y

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la inversión en recursos. Un informe de 2008 elaborado por la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito muestra un incremento en el cultivo de coca en los años previos. Sin duda, hay quien sostiene que, por muy grave que siga siendo el problema de la droga hoy, sería mucho peor sin el Plan Colombia. Sin embargo, las conjeturas en contra de los hechos no resultan tranquilizadoras. La realidad es que incluso los congresistas estadounidenses que hace una década se mostraban más entusiastas con el Plan Colombia reconocen ahora (al menos en privado) que la política antidroga ha sido un tremendo chasco y que deben explorarse otros planteamientos alternativos. Con todo, algunos estudios, como Back From the Brink, realizado por el Center for Strategic and International Studies en 2007, siguen afirmando que las iniciativas antidroga del Plan Colombia han dado unos resultados favorables: por ejemplo, frenar la canalización de los beneficios derivados de la droga hacia la guerrilla armada y reducir la producción de amapola. Desde luego, se han registrado triunfos en determinados momentos y lugares. Pero si adoptamos una perspectiva a más largo plazo, y sobre todo si observamos no solo Colombia sino toda la región, así como la actividad relacionada con la droga, rutinariamente modificada por grupos sofisticados y ágiles, es difícil mostrarse optimista respecto a los resultados globales. En 2008, la Oficina de Contabilidad General del gobierno de EE UU elaboró un riguroso informe para el Comité de Relaciones Exteriores del Senado que revelaba los éxitos del Plan Colombia en lo tocante a la seguridad, pero un relativo fracaso en la cuestión de las drogas. Una valoración así a veces se interpreta como que el plan ha supuesto un triunfo para Colombia, pero un fracaso para EE UU. Sin embargo, esta perspectiva es corta de miras. El hecho de que el gobierno colombiano, en parte gracias a la ayuda proporcionada por el Plan Colombia, haya sido capaz de reafirmar con efectividad la autoridad del Estado y ampliar su presencia en todo el país –evitando así situaciones precarias de seguridad plausibles en 2000– no solo constituye un éxito para Colombia, sino también para EE UU y toda la región. El proceso de toma de decisiones que precedió a la aprobación del Plan Colombia en 2000 puso de manifiesto las diferentes motivaciones de los distintos actores políticos de Washington. Algunos miembros de la administración de Bill Clinton se mostraban profundamente preocupados por el deterioro de las condiciones de seguridad, en especial el hecho de que el ejército colombiano pareciese cada vez menos preparado para hacer frente a los avances de las FARC. El crecimiento y la proliferación de las poderosas fuerzas paramilitares en el país eran también una preocupación de suma importancia. Por otro lado, un grupo de congresistas de línea dura (en su mayoría republicanos) se vio estimulado por la “guerra contra la droga” y creía sinceramente que el Plan Colombia (aunque muchos preferían a la policía y no al ejército, al que consideraban corrupto) era lo que se necesitaba para atajar un problema que afectaba a las familias y comunidades estadounidenses. Para muchos miembros del Congreso, el plan era además políticamente ventajoso. El entonces presidente de la Cámara de Representantes, Denis Hastert, era un defensor particularmente acérrimo de esa política e insistía en seguir una estrategia de línea dura contra la droga. Independientemente de que la preocupación fuera el problema de la droga en EE UU o la situación de la seguridad en Colombia, estaba claro que la única manera de recabar y movilizar un apoyo político importante para obtener unos recursos significativos –en un principio, el Congreso aprobó 1.000 millones de euros para el Plan Colombia– era presentar la propuesta como una medida esencialmente antidroga. Los argumentos sobre la necesidad de ayudar a los colombianos a apuntalar y reforzar su situación de seguridad habrían obtenido escasas adherencias políticas en el contexto posterior a la guerra fría. Plantear el reto como una defensa de la democracia colombiana –la más antigua de Suramérica– habría tenido todavía menos resonancia entre el electorado estadounidense. La dura realidad política –que las autoridades de la administración Clinton comprendían de manera implícita– exigía que el Plan Colombia debía presentarse y venderse como un paquete de medidas antidroga. La alternativa, al parecer, era cruzarse de brazos y contemplar el deterioro progresivo de Colombia, un deterioro que podría atribuirse a la demanda de drogas casi insaciable de los estadounidenses y que, de no abordarse, podría tener graves consecuencias para EE UU y el resto del hemisferio. Al principio se oyeron numerosas advertencias sobre el Plan Colombia, y se plantearon ideas y propuestas alternativas. En un informe de 1999 titulado Towards Greater Peace and Security in Colombia –que analizaba las recomendaciones de una comisión independiente dirigida por este autor y organizada por Inter-American Dialogue y el Council on Foreign Relations– se destacaba la

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necesidad esencial de mejorar la capacidad y la efectividad del Estado colombiano a fin de abordar de forma más efectiva toda una serie de desafíos, entre ellos la seguridad y las drogas. La crítica del informe hacia el Plan Colombia, tal como fue aprobado por el Congreso de EE UU, era que había entendido al revés la situación, ya que se centraba demasiado en la cuestión de las drogas sin tener en cuenta el problema más general de ayudar a los colombianos a consolidar y renovar instituciones clave debilitadas con el tiempo. En concreto, el informe instaba a poner un mayor énfasis en la profesionalización de las fuerzas de seguridad colombianas e insistía en que se respetasen las normas y los derechos humanos. Sin embargo, resultó que las consideraciones institucionales más genéricas del Plan Colombia –que sin duda estaban presentes y en cierto sentido eran muy importantes– se hallaban subordinadas a un interés preponderante en erradicar las drogas en el sur de Colombia. Por cierto, en aquel momento, muchos gobiernos europeos, así como organizaciones no gubernamentales –tanto en Colombia como en EE UU, Canadá y Europa– criticaron con dureza el planteamiento eminentemente militar del Plan Colombia (un 80 por cien del mismo consistía en ayuda a la seguridad) y promovieron medidas alternativas que prestaban más atención a cuestiones sociales y de desarrollo. Según sus detractores, dichas propuestas estaban estrechamente alineadas con la avalancha de medidas surgidas de la administración de Andrés Pastrana tras llegar a la presidencia de Colombia en 1998. Pastrana se había embarcado en un proceso de paz con las FARC que incluía conceder a los insurrectos una zona desmilitarizada en el centro del país con unas dimensiones comparables a las de Suiza. La idea era que, prestando más atención al programa social, el gobierno colombiano podría conseguir que las FARC negociaran de buena fe y pusieran fin al conflicto. En efecto, la administración Pastrana había confeccionado dicho plan de desarrollo, pero también había solicitado unos 600 millones de dólares en concepto de ayuda militar. La administración Clinton combinó los elementos relacionados con la seguridad y el desarrollo social en un solo paquete pero, sobre todo a consecuencia de la presión del Congreso, lo que predominaba claramente era el énfasis en la seguridad dentro del plan antidroga. Aunque algunos miembros de la administración Clinton concedieron a Pastrana el beneficio de la duda y estaban dispuestos a comprobar si el proceso de paz daba resultados positivos, muchos congresistas que defendían el Plan Colombia eran sumamente escépticos. El hecho de que el Plan Colombia no solo conllevara la provisión de equipamiento militar a Colombia, sino también la presencia de personal del ejército de EE UU sobre el terreno, provocó fuertes reacciones y advertencias. Los detractores se temían “otro Vietnam”, en el que EE UU se sumiría en una ciénaga en su propio hemisferio. Con frecuencia se empelaban expresiones como misión creep (misión furtiva) y slyppery slope (pendiente resbaladiza). El temor era que, con el pretexto de la guerra contra la droga, EE UU se viera arrastrado al conflicto armado interno de Colombia que se había librado durante décadas. En aquel momento reinaba un escepticismo enorme entre los detractores, que no sabían si los límites legales impuestos al personal militar de EE UU y los contratistas privados se respetarían plenamente. La diputada Jan Schakowsky (demócrata por Illinois) se mostró muy crítica con el uso de empresas privadas para llevar a cabo la política colombiana. Advirtió del riesgo de una “guerra secreta”, y comparó la situación con la época en que la Casa Blanca burló la prohibición del Congreso de suministrar armas a los rebeldes de la Contra nicaragüense en los años ochenta. Malestar entre los vecinos Esa inquietud tuvo eco en toda Latinoamérica, y sobre todo en la vecina Venezuela, donde el presidente Hugo Chávez se refirió de manera explícita a “otro Vietnam” y advirtió que el Plan Colombia podía “generar un conflicto de intensidad media en toda la zona septentrional de Suramérica”. El anuncio de una política estadounidense notablemente orientada a la seguridad –que implicaba el despliegue de recursos militares en Latinoamérica–tocó la fibra sensible de muchos habitantes de la región. En septiembre de 2000, Heinz Moeller, ministro de Asuntos Exteriores de Ecuador, puso objeciones al “tumor cancerígeno que iba a extirparse de Colombia y que hará metástasis en Ecuador”. Los líderes regionales creían que los problemas de seguridad de Colombia debían ser abordados principalmente por el gobierno de ese país. Teniendo en cuenta la envergadura del Plan Colombia, la intervención exterior, sobre todo de EE UU, les inquietaba profundamente. En realidad, parte del problema fue que EE UU desarrolló el plan sin realizar las consultas oportunas con los vecinos regionales de Colombia, lo cual no hizo sino acentuar las sospechas sobre las

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motivaciones de Washington. La ausencia de un previo trabajo diplomático adecuado se repetiría en 2009, casi una década después, con el acuerdo de cooperación en materia de defensa firmado entre Colombia y EE UU, y que permite a este país la utilización de siete bases militares en el país suramericano. Cuando se filtró la información sobre el pacto, se produjo una fuerte reacción en muchos países de la zona, entre ellos grandes aliados de EE UU como Brasil y Chile, que exigieron explicaciones sobre los fines y parámetros e dicho acuerdo. Los temores generalizados a “otro Vietnam” en el hemisferio occidental, unque tal vez comprensibles, terminaron siendo muy exagerados e infundados. Un análisis minucioso de la aplicación del Plan Colombia durante la pasada década arroja escasos signos de ser una mission creep. De hecho, el total de efectivos (800 de personal militar y 600 contratistas privados) no solo se mantuvo dentro de los límites legales sino que, supuestamente, cayó por debajo de los niveles acordados. Juzguemos como juzguemos la efectividad y el éxito del Plan Colombia, hay que reconocer que EE UU ha sido capaz de poner en práctica una política orientada a la seguridad con apoyo militar y sin verse metido en un atolladero. Como muchos observadores habían anticipado, ciertamente se produjeron graves problemas “de arrastre”, como el movimiento de refugiados que huían de la violencia y las actividades relacionadas con la droga en países vecinos, sobre todo en Ecuador. Pero ya había un arrastre considerable incluso antes de lanzar el Plan Colombia, y podría decirse que, de no existir dicho plan y las mejoras de seguridad derivadas de él, esos problemas transfronterizos habrían sido incluso mayores. Seguridad y derechos humanos Sin embargo, los progresos en la reducción de las amenazas a la seguridad en Colombia han tenido un coste elevado. Aunque la situación de los derechos humanos ha mejorado gracias a varias medidas clave adoptadas a lo largo de la década, sigue siendo muy crítica. Las cifras de población desplazada internamente continúan aumentando de manera drástica –con unos tres o cuatro millones de personas– y hoy Colombia solo se ve superada por Sudán como el país más problemático del mundo en este ámbito. Si bien la situación de la seguridad ha mejorado en muchas zonas, otras regiones –en especial las rurales, donde el conflicto continúa– siguen siendo muy peligrosas y arriesgadas. Los avances han sido reales, pero limitados y desiguales en un país con múltiples regiones. Asimismo, desde que se puso en marcha en Plan Colombia hace una década han surgido problemas muy preocupantes. Entre los más graves se encuentra el denominado escándalo de los “falsos positivos”, en el que el ejército disfrazó a civiles con uniformes de las FARC para ceñirse a los parámetros extraoficiales del ejército sobre el éxito militar. Este aluvión de asesinatos extrajudiciales es injustificable, sobre todo porque las mejoras de seguridad del país estaban afianzándose. Por suerte, la destitución de varios altos mandos del ejército colombiano en octubre de 2008 demostró que la administración de Álvaro Uribe reconocía la gravedad de estos crímenes y hacía frente al problema. También ha sido objeto de mucha atención por parte de los medios de comunicación lo que ha dado en llamarse escándalo de la parapolítica de Colombia. Las constantes revelaciones sobre los vínculos entre las brutales fuerzas paramilitares y algunos sectores de la clase dirigente política ponen de manifiesto una corrupción que se ha convertido en algo endémico en Colombia. Por supuesto, y como ejemplo una vez más de las paradojas de Colombia, cabe señalar que fue la Ley de Paz y Justicia de Uribe –que desmovilizó a más de 30.000 efectivos paramilitares entre 2003 y 2005– lo que permitió a la oficina del fiscal general investigar estos casos. Aun así, varios grupos defensores de los derechos humanos han manifestado preocupaciones legítimas, aduciendo que la campaña de desmovilización debería haber sido más dura e imponer castigos más severos por los crímenes. Lógicamente, es imposible saber a ciencia cierta cuál sería a día de hoy la situación de los derechos humanos en Colombia sin la ayuda que EE UU ha prestado a través del Plan Colombia. No obstante, haciendo balance, es plausible afirmar que la influencia conseguida por el gobierno de EE UU gracias al plan antidroga y de seguridad ha contribuido a contener los peores abusos, y también ha acentuado la presión sobre las autoridades colombianas para que procesen a los responsables de los mismos. Sin esa ayuda, es probable que las exigencias que planteó EE UU al gobierno colombiano con respecto a los derechos humanos hubieran sido menos efectivas. Además, desde el principio, el apoyo estadounidense ha actuado dentro del marco que estableció la Enmienda Leahy de 1997, según la cual las unidades militares colombianas que reciben ayuda de EE UU debían ser investigadas a fondo para garantizar su adhesión a las normas sobre derechos humanos. Aunque la aplicación de

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la enmienda tropezó con algunas dificultades, al menos existe una práctica establecida que pretende asegurar el respeto por el Estado de Derecho. Hasta agosto de 2002, la ayuda estadounidense del Plan Colombia solo podía utilizarse siempre que la operación tuviera una conexión con la droga o un componente de la misma. Debido a los orígenes del plan, se estableció una distinción políticamente artificial y absurda en su vertiente práctica entre el apoyo estadounidense destinado a la lucha contra las drogas y la ayuda que podía utilizarse con fines de seguridad más explícitos, hubiese o no un vínculo con la droga. La distinción se estableció para reforzar la idea de que el Plan Colombia iba destinado a la lucha contra el narcotráfico, y no contra los actores violentos de Colombia, con el riesgo de quedar empantanados en un complejo conflicto interno. Desde el principio, los políticos creyeron que tal distinción tenía poco sentido en vista de las condiciones que imperaban en Colombia, pero tenían que actuar dentro de las realidades y las limitaciones políticas que prevalecían en aquel momento. El giro del 11-S La posible utilización de la ayuda estadounidense se flexibilizó en el contexto de los atentados cometidos por Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001. A consecuencia de ello, las preocupaciones de seguridad adquirieron mucha más relevancia en todo Washington DC, no solo en la administración de George W. Bush, sino también en el Congreso. El cambio de talante forjó nuevas realidades políticas que influyeron en la ayuda del Plan Colombia. Las normativas autorizadas por el Congreso de EE UU entonces permitieron que los colombianos utilizaran la ayuda con fines de seguridad, independientemente de que existiese un vínculo con la droga. Ese cambio tuvo una buena acogida entre los colombianos, que creían, y con razón, que las restricciones previas respondían más a la política interna de EE UU que a las condiciones de seguridad sobre el terreno. El 11-S afectó al Plan Colombia en otro aspecto fundamental, al margen de agudizar notablemente las preocupaciones de los políticos en materia de seguridad. Los atentados también significaron que, en adelante, EE UU se vería absorbido y consumido por la guerra en Afganistán y, desde marzo de 2003, en Irak. La ayuda destinada a contener la violencia asociada al narcotráfico en Colombia tendrían que competir con otras situaciones que de inmediato cobraron mucha más urgencia en la política exterior estadounidense. Aunque las restricciones presupuestarias fueron desde luego una consideración relevante cuando se aprobó el Plan Colombia en 2000, se acentuaron a raíz de la respuesta estadounidense tras los atentados del 11-S. La idea era que, debido al éxito de Colombia en la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla y al cambio de prioridades en EE UU, la ayuda empezaría a disminuir. Es interesante preguntarse sobre la suerte que habría corrido el Plan Colombia –o sobre si este habría existido– si los atentados terroristas contra EE UU se hubiesen perpetrado antes de 2000. De hecho, merece la pena señalar que, transcurrida una década desde la puesta en marcha del Plan Colombia –y a tenor de su éxito relativo en materia de seguridad y de las realidades económicas y financieras de EE UU, ahora mucho más complejas– la administración de Barack Obama ha propuesto ofrecer a Colombia casi 600 millones de dólares en 2011. Aunque el paquete se ha visto reducido alrededor de un 10 por cien en relación con 2010, y refleja un cambio de equilibrio en la ayuda, que se inclina hacia un mayor apoyo social e institucional, es una cantidad importante y expresa el compromiso permanente con los esfuerzos de Colombia por abordar sus problemas de todo tipo. La hora de un nuevo enfoque antidroga Casualmente, el Plan Colombia cumple una década a la vez que Juan Manuel Santos asume la presidencia de Colombia tras los ocho años de Uribe. Al planteamiento de “seguridad democrática” de Uribe se le suele atribuir que llevó al país una mayor sensación de seguridad. Aunque al final se vio asediada por escándalos y controversias, la administración Uribe llevó a cabo un programa centrado en la lucha contra las guerrillas y la droga que encajaba bien con los objetivos de la ayuda estadounidense en el marco del Plan Colombia. Hay todo tipo de razones para esperar que Santos siga argumentando que Colombia necesita un apoyo continuado para consolidar sus mejoras e intentar impedir cualquier recaída en el ámbito de la seguridad (de hecho, ya se aprecian signos de esa recaída en zonas concretas, sobre todo en Medellín, donde la violencia se ha incrementado). Sin embargo, teniendo en cuenta las realidades políticas y económicas de Washington –y las constantes preocupaciones por cuestiones de derechos humanos–, es probable que Santos haga frente a una negociación difícil.

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El Plan Colombia podría haber estado mejor concebido y diseñado, con una mayor incidencia en el apoyo y el desarrollo institucionales. Pero la política vino determinada por el contexto político que prevalecía en aquel momento, y sus limitaciones deberían examinarse desde esa perspectiva. Lo que ahora resultaría especialmente valioso y necesario para Colombia –y en realidad para toda América– es un replanteamiento serio de la política antidroga seguida desde hace tiempo, y cuyos resultados han sido decepcionantes en el mejor de los casos. Sería productivo partir de las propuestas sensatas e inteligentes que contiene el informe elaborado en 2009 por la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, copresidida por los ex mandatarios Fernando Henrique Cardoso (Brasil), César Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México). El informe muestra su lógica preocupación porque la criminalidad continuada, gran parte de ella relacionada con las drogas, genere problemas todavía más graves en la región, incluidos riesgos para el Estado de Derecho. Ese enfoque alternativo de la política antinarcóticos podría realzar la importancia de una cooperación internacional más eficaz, una revisión exhaustiva de las leyes penales sobre varias drogas, así como modelos y estrategias de desarrollo viables. Ese es el principal desafío a la hora de avanzar.

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