UNIVERSIDAD INTERNACIONAL MENÉNDEZ PELAYO Seminario: La formación del profesorado y la mejora de la educación para todos: políticas y prácticas

UNIVERSIDAD INTERNACIONAL MENÉNDEZ PELAYO Seminario: La formación del profesorado y la mejora de la educación para todos: políticas y prácticas. Escud

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UNA PROPUESTA PARA LA MEJORA DE LA
V OL . 16, Nº 3 (sept.-dic. 2012) ISSN 1138-414X (edición papel) ISSN 1989-639X (edición electrónica) Fecha de recepción 30/03/2012 Fecha de acepta

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UNIVERSIDAD INTERNACIONAL MENÉNDEZ PELAYO Seminario: La formación del profesorado y la mejora de la educación para todos: políticas y prácticas. Escudero Muñoz, J. M y Luis Gómez, Alberto. -----------------------------------------------------------------------------------------Introducción.La formación del profesorado es, con toda seguridad, uno de los ámbitos de políticas y prácticas, así como de ideologías y concepciones sobre la educación y quienes trabajan en ella, donde se juega la posibilidad de garantizar la formación debida a todos los niños y jóvenes que asisten a las instituciones escolares. La preparación inicial del profesorado y su desarrollo profesional a lo largo de toda la carrera son retos permanentes que hay que encarar bajo cualquier perspectiva que aspire a realizar mejoras sustantivas de las escuelas y los aprendizajes de los estudiantes. Los buenos profesores no nacen, sino que tienen que crearse a través de diversas actuaciones; la formación ocupa un lugar destacado entre ellas. Es objeto de un consenso bastante generalizado y difícil de cuestionar, a pesar de que también haya evidencias para poder afirmar que, de hecho, las políticas y las prácticas tradicionales y corrientes dejan bastante que desear en relación con las expectativas en ella depositadas. De modo que, como se viene repitiendo hace tiempo, la formación del profesorado es una de las soluciones más prometedora para mejorar la educación y, al mismo tiempo, uno de los problemas más difícil de resolver. Hay certezas fundadas para sostener que lo que los docentes son, piensan y hacen, es el factor escolar más decisivo en los aprendizajes de los estudiantes. También para afirmar que la formación del profesorado merece ser considerada como un espacio privilegiado para la construcción de los profesores necesitados. La realidad de los

está plagada de razones que la justifican y de buenas expectativas, también provoca, una y otra vez, continuas dudas, escepticismo y diversos interrogantes difíciles de despejar. A estas alturas, por poner un ejemplo, todavía persiste una creencia bastante extendida en el sentido de que, en realidad, donde los docentes se hacen es en la práctica, una vez que entran en la profesión y la ejercen. Desde este punto de vista, se piensa que la formación previa es tal vez un prerrequisito razonable, pero no por ello demasiado útil para dotarles de los repertorios de ideas, habilidades y compromisos de que tienen que echar mano para afrontar con sentido y capacidades el día a día de su trabajo. En relación con la formación permanente, también hay planteamientos según los cuales las concepciones, los modos de hacer y de relacionarse los docentes con los alumnos, con los colegas o con los centros donde trabajan tienen raíces muy singulares, dependientes de determinadas características personales. Asimismo hay otras que se alimentan de tradiciones heredadas y culturas más o menos explícitas y compactas que les socializan en sus lugares de trabajo, los centros escolares, y de forma más específica dentro de las unidades organizativas (etapas o ciclos, disciplinas, departamentos, tipos de centros...) donde sostienen relaciones profesionales de indudable influencia. Estas u otras visiones

remiten, en el fondo, a que la formación docente es motivo de

interrogantes bien justificados; a la postre, por la innegable pluralidad compleja de los factores y dinámicas que la conforman. Algunos de ellos son: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de formación?, ¿en qué debieran ser formados los profesores, cómo y para conseguir qué tipos de aprendizajes: conocimientos, capacidades, compromisos, competencias? ¿cuáles han de ser los contextos, tiempos, condiciones y, desde luego, cuáles los marcos de derechos y deberes a los que habría de atenerse? ¿de acuerdo con qué criterios y exigencias han de ser diseñadas y gestionadas las instituciones de formación, así como cuál ha de ser la misma preparación y desarrollo profesional de los

apertura. De un lado, al vincular su sentido, contenidos y finalidades con el propósito y el imperativo de garantizar una buena educación a todos los estudiantes, o sea, una educación democrática con todas sus consecuencias. El conjunto de valores, principios y contenidos de una buena educación son, entonces, un determinante de la formación, un marco de referencia que le confiere carácter ético, la abre y fundamenta en una orientación y propósito moral. En realidad, las respuestas que hayamos de dar a cuestiones como qué tipo de profesores necesitamos, en qué debe consistir su formación y cómo debe realizarse, tienen que asentarse sobre el modelo o idea de escuela y de educación que consideremos pertinente y defendible. Por otra parte, este mismo anclaje lleva a pensarla y desarrollarla de forma tal que no podamos quedarnos satisfechos con el diseño y realización de programas y actividades de formación, sino que hayamos de prestar atención, además, tanto a sus referentes y fundamentos como a su eficacia y resultados. Es preciso ir más allá de la formación en sí y someter sus políticas y prácticas a determinados criterios de eficacia, poniendo el énfasis debido en para qué se plantea y ocurre, cuáles son y habrían de ser sus resultados y efectos.

LA FORMACIÓN DEL PROFESORADO Y LA GARANTÍA DEL DERECHO A UNA BUENA EDUCACIÓN PARA TODOS. Juan M. Escudero Muñoz Universidad de Murcia.Tomar el título del Seminario como algo más que una bella proposición exige pensar no en cualquier formación, sino en la que sea coherente con el tipo de profesor que es preciso para garantizar a todos con eficacia una buena educación. Bajo esta perspectiva han de establecerse las finalidades, contenidos, capacidades, actitudes y compromisos de la preparación docente, así como también los criterios que habrían de aplicarse a la selección, el acceso a la enseñanza y el desarrollo de las personas que vayan a dedicarse o estén trabajando en las instituciones escolares. Digamos que, desde luego, cuando hablamos aquí de la eficacia de la formación nos estamos refiriendo a una eficacia éticamente orientada, tanto en sus contenidos como en sus efectos. Éstos debieran proyectarse al menos sobre estos tres dominios: el logro de ciertos aprendizajes por el profesorado, los procesos de enseñanza y aprendizaje en las aulas y los aprendizajes de los estudiantes (Cochram Smith, 2001. Este panorama inicial al que hemos hecho referencia en la introducción eleva los listones de la profesión docente y de su formación. En esa dirección apuntan hoy algunos planteamientos sobre competencias o estándares, incluidas las controversias al respecto. Es bien cierto que elevar el punto de mira tiene riesgos y no pocos escollos. No basta con validar y enunciar propuestas formativa deseables, sino que es necesario mejorar al mismo tiempo las condiciones de trabajo y la preparación docente, así como remover los múltiples escollos de tantas realidades y mentalidades corrientes que no van precisamente en esa dirección. En cualquier caso, si la formación se inscribe bajo el discurso de la ética, tal como vamos a proponer, es preciso establecer un diálogo

Vamos a desarrollar esos argumentos en distintos apartados: 1) Una serie inicial de consideraciones sobre la pertinencia de la formación en el contexto de ciertas reformas en curso. En los posteriores, procuraremos a algunos interrogantes. 2) ¿Qué supone una buena educación para todos y por qué hay que luchar a favor de esta causa justa? 3) ¿Qué tipo de profesores se necesita para garantizarla?. Esta cuestión ocupará la mayor extensión del texto. 4) ¿Qué formación hay que diseñar y garantizar para crearlos? 5) ¿En que concierto de otras responsabilidades y actores hay que situar el papel del profesorado y su formación?. 1. La pertinencia coyuntural y perenne de la formación del profesorado. Antes de entrar en las cuatro preguntas formuladas procede alguna consideración a propósito de la pertinencia actual de la formación del profesorado al hilo de las reformas educativas en curso. Como sabemos, en la actualidad

tienen entre sus

objetivos impulsar cambios desde la etapa infantil hasta la enseñanza universitaria. Quizás a algún lector le pueda parecer un tanto oficialista un título como el que preside este Seminario, pues tiene una indudable coincidencia con el reciente Documento para el debate del MEC (2004), que fue titulado “Educación de calidad para todos y entre todos”. En realidad, sin embargo, esa coincidencia es sólo circunstancial. Aunque una reflexión sobre el profesorado y su formación le puede venir bien a reformas en perspectiva como la futura LOE y el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), la verdadera justificación del tema y su título reside en que el horizonte de una buena educación para todos es uno de los enunciados que mejor traduce hoy un cierto estado de conciencia nacional e internacional cuyo núcleo sustantivo se define por la idea de una mejor educación, una educación de calidad para todo el mundo. Una buena muestra de ello es, por ejemplo, el proyecto que ya hace años viene impulsando la UNESCO, precisamente bajo el lema de “Educación para todos”

buenas intenciones se limitan sólo a declarar bellos y justos objetivos o llevan consigo algo más sólido, concretamente en materia de profesorado y su formación. Al menos hasta la fecha, las reformas conocidas y desarrolladas, así como sus efectos directos o colaterales, en particular sus relaciones con el profesorado y su formación han sido bastante insatisfactorias. La historia de los cambios educativos más recientes, los nuestros y los de otros, es un testimonio fehaciente de desencuentros manifiestos entre los objetivos de los reformadores con sus leyes y decretos y las múltiples realidades, sentimientos, percepciones y compromisos del cuerpo docente. Se trata de una tensión difícil de resolver con equilibrio y sensatez. Es razonable sostener que las reformas escolares no puedan reducirse exclusivamente a los intereses y demandas del profesorado. Pero también lo es, desde luego, que los cambios significativos no pueden hacerse a espaldas del profesorado, desconociendo sus puntos de vista, voluntades y condiciones, o pretendiendo ingenuamente pasarlos por encima. Las reformas y los docentes representan dos polos de un continuo difícil de comprender y más todavía, si cabe, de gobernar razonable e imaginativamente. Son delicadas las puntadas que hay que coser para tejer estos dos paños, ya que su naturaleza y lógicas de funcionamiento discurren por senderos no necesariamente coincidentes. Qué objetivos persigan las reformas escolares, cómo se creen condiciones para su despliegue aceptable y cómo se orqueste el sentido y las contribuciones de la formación son, al lado de otros muchos asuntos, algunos de los que forzosamente hay que plantearse. De manera que nuestra situación actual, en la que se está cociendo una nueva reformas (otra más tras las precedentes que dejaron varias asignaturas pendientes en esta materia) es un buen motivo que le confiere pertinencia y actualidad a la formación del profesorado. Si el nuevo proyecto de la LOE llega a legislarse, una parte muy importante de sus desarrollos y consecuencias va a depender, con toda seguridad, de cómo se haga cargo

llegará a ser una oportunidad de mejora de la formación inicial del profesorado si, como ha planteado con acierto la Asociación Europea de Universidades (AEU, 2003), somos capaces de convertir el EEES en “objetivos educativos significativos y realidades institucionales”. Para ello, la formación docente del profesor universitario está llamada a adquirir un nuevo protagonismo. En un sentido, como objeto de diseño y desarrollo de las que serán nuevas titulaciones; en otro, como un recurso decisivo que habrá que activar para que los profesionales universitarios abramos un espacio de atención, interés y capacitación respecto a nuestra docencia, al trabajo formativo de nuestros estudiantes. Más importante que aplicar los criterios de homologación al diseño de las carreras o traducir al sistema de créditos europeos (ECTS) los tiempos, contenidos y competencias de la formación, lo realmente decisivo serán las ideas y argumentos que se expresen y concierten para determinar qué profesionales formar (maestros, profesores de educación secundaria, pedagogos y psicopedagogos....) y cómo capacitarnos para ofrecer una enseñanza universitaria mejor, de mayor calidad que la actual. Las nuevas titulaciones sólo serán mejores si, en el marco del Espacio Europeo de Educación, que ha de ser discutido y convertido en oportunidades de cambios fundamentados y razonables (Escudero, 2005a), se aprovecha la ocasión para despejar los múltiples interrogantes que hoy que se ciernen sobre la Universidad y la formación de profesionales, en particular de aquellos que opten por trabajar en educación. En todo caso, con o sin reformas particulares, con o sin el EEES, la formación del profesorado sigue sobre la mesa como uno de los nudos gordiano que cualquier sociedad y sistema educativo ha de deshacer para proveer a la ciudadanía el derecho debido a la educación. Cualquier sistema educativo que se deje interpelar por los tiempos cambiantes y sus demandas, no sólo tiene que revisar estructuras escolares, la organización y el gobierno de la educación y el currículo escolar, sino que también ha

Si, como dijimos más arriba, los valores, contenidos, procesos y resultados de la formación del profesorado han de vincularse a una buena educación para todos, es preciso dedicarle un cierto espacio a precisar su naturaleza y sus implicaciones. Como la tan traída y llevada calidad, éste un lema que también es gratuito de enunciar, elástico en sus contenidos, políticas y consecuencias. Por eso mismo hay que hacer explícito lo que se quiere decir al subscribirlo y cuáles puedan ser algunas de sus implicaciones. Una buena educación para todos exige, desde luego, condiciones que hagan posible y efectivo el acceso universal y la permanencia de todos los estudiantes al menos en la educación básica y obligatoria. Ello representa una condición necesaria e irrenunciable, pero que no es suficiente. Bien entendida, la buena educación requiere, además, el desarrollo y el logro satisfactorio de aquella enseñanza y aprendizajes que podamos considerar esenciales, indispensables y exigibles en tanto que contenidos del derecho de todas las personas a la educación. A propósito del programa de la UNESCO antes mencionado, Rosa Mª Torres entiende la “educación para todos” como la capaz de satisfacer las necesidades de aprendizajes referidos a: “los conocimientos teóricos y prácticos, habilidades, valores y actitudes que, en cada caso, circunstancias y momentos concretos, son indispensables para que las personas puedan encarar sus necesidades básicas en estos ámbitos: supervivencia, desarrollo pleno de sus capacidades, conquista de una vida y trabajo digno, participación plena en el desarrollo, mejora de la calidad de vida, toma de decisiones y posibilidades de seguir aprendiendo” (Torres, 2001:20). Otras formulaciones similares como la de un “salario cultural mínimo” (Perrenoud, 2002), un bagaje formativo de base o las ahora denominadas “competencias claves o básicas” de la educación obligatoria (Eurydice, 2002)1, aluden al mismo

quede fuera” - así como también el Informe francés que reclama la determinación precisa de los aprendizajes indispensables. Su relator, Ph. Clause (2005), lo ha expresado bien con una frase clarificadora: “no todo lo que se podría aprender, sino aquellos aprendizajes de los que no debiéramos consentir que algún estudiante saliera de la escuela sin haberlos alcanzado satisfactoriamente”. Por lo tanto, hablar de una buena educación para todos equivale, en primer término, a determinar y concertar el núcleo de los contenidos y aprendizajes indispensables, básicos, que hay que garantizar a todos los estudiantes de la educación obligatoria. Han de incluir no un cúmulo de conocimientos inertes y volátiles, sino una comprensión profunda de los mismos, capacidades de relacionarlos e integrarlos, de aplicarlos a diversas situaciones, a la resolución de problemas diversos y sacar provecho de ellos para que los estudiantes crezcan como sujetos capaces de comprender la realidad, de entender y construir su lugar como personas y ciudadanos en el mundo donde vivimos. Además, los aprendizajes que le corresponde a la escuela garantizar no han de ser sólo cognitivos, sino también aquellos que conciernen al desarrollo emocional y personal, así como al conjunto de valores y formas de vida que requiere y hacen posible vivir con los demás en democracia (Delors, 1996). El currículo escolar, pues, tiene que representar una selección y organización adecuada de la cultura y su conversión en oportunidades efectivas para la formación de ciudadanos con la cabeza bien formada y un corazón honesto (Darling Hammond, 2001). Conviene precisar, además, el sentido en que han de entenderse los referidos aprendizajes indispensables o básicos. Como se sugiere en el párrafo anterior, no debieran consistir en aminorar el currículo, empobrecer los contenidos o la calidad de la enseñanza, en bajar los niveles del aprendizaje hasta mínimos instrumentales que artificialmente reduzcan las tasas del fracaso escolar y suban de ese modo las tasas de

activamente en las distintas esferas de la vida cultural, personal, social, política y laboral. En ese mismo sentido, los contenidos y aprendizajes de la buena educación que estamos describiendo equivalen a una educación de calidad democrática, justa y, por lo tanto, incluyente (ONUEEC, 2004). La razón última que la justifica es que representa el contenido propio del derecho esencial a la educación reconocido en la Declaración Universal de los derechos de todas las personas. Tiene un valor intrínseco, de modo que la escuela y la educación propia de una sociedad democrática y justa ha de asumir el compromiso de garantizarla de modo efectivo. Ha de hacerlo, además, porque es un derecho que, si se realiza satisfactoriamente, habilita y capacita para acceder y ejercer otros derechos (económicos, sociales, culturales, políticos), así como también para asumir los deberes propios de la ciudadanía (Klasen, 1999; Klinberg, 2002; Bolívar, 2005; Escudero, 2005b). En este sentido, una buena escuela y educación para todos no es sólo democrática por los valores y principios que la inspiran y reclaman, sino también porque es una contribución escolar y educativa a hacer posible la vida en democracia a lado de otras responsabilidades que han de asumir, desde luego, otras fuerzas sociales y espacios de socialización. Esta concepción de la calidad como una buena educación para todos, democrática e incluyente por imperativos de justicia, no tiene nada que ver con las interpretaciones y políticas de la calidad educativa como excelencia. En este caso, la calidad (buena educación) es un bien reservado a minorías, condicionado a méritos y dones personales y sustraído, así, del discurso normativo de los derechos de la ciudadanía, privado de las políticas públicas y colectivas que serían precisas para universalizarla. Asimismo, esta concepción de una buena educación no se agota en la mera determinación de los aprendizajes indispensables (competencias básicas o

explícitos o sutiles de profundización, todavía más, de las desigualdades.. De ello advierte con fundamento Apple (2002), quien interpreta el nuevo énfasis en las competencias o estándares, al ir acompañado de la activación de mecanismos de control y evaluación estandarizada, como una muestra explícita de los intentos conservadores por colocar a la educación bajo la lógica del mercado y el individualismo competitivo. El afán de los Estados por regular y controlar la educación, de una parte, y su ahora debilidad a la hora de proveer los recursos necesarios y liderar proyectos colectivos de redistribución justa y equitativa de educación, de otra, dejan en manos del individualismo y las responsabilidad de los particulares el acceso y garantías de un derecho formalmente reconocido de iure, pero negado de facto. Es una de las notas de la sociedad individualizada de la que tan acertadamente ha escrito Bauman (2001). Si las competencias básicas no fueran otra cosa que la obsesión por regular el currículo estandarizando aprendizajes discutibles o incluso dignos de ser perseguidos, endurecer los sistemas de evaluación. Liberalizar los sistemas escolares y ajustar la educación a la horma de la competitividad entre las instituciones y los diferentes actores escolares, las fracturas de la desigualdad entre los que tienen y pueden y los que no, serán todavía mayores que las ahora existentes y manifiestamente injustas. Con o sin competencias básicas o estándares, los mejores lemas de proyectos que declaren la bondad de la educación para todos, pero que no lleven consigo las decisiones y compromisos pertinentes, serán sólo retóricas. O quizás algo más: una vuelta de tuerca más en perjuicio de la educación pública como derecho y prioridad colectiva (Elmore, 2003, Escudero, 2005c). Una buena educación para todos requiere actores y líneas simultáneas y bien coordinadas de actuación. Algunas decisiones y tareas a acometer son repensar a fondo el currículo escolar, seleccionar con fundamento los contenidos culturales y los

emprender los caminos que pueden llevar a alcanzarlos. Así mismo, una educación de esas características requiere una educación y una escuela pública fuerte (Escudero, 2005d). Hoy por hoy, es la única que está en condiciones de encarnar esos valores, pensar y proveer a todos un currículo sólido, atender a las diferencias personales, sociales y culturales de los estudiantes y, tomando como una de sus prioridades la lucha contra la exclusión educativa, seguir peleando para que aquellas no se traduzcan y se legitimen como desigualdades sociales injustas a través de lo que se enseña, cómo se hace, qué y cómo se evalúan y acreditan los aprendizajes. Como quiera que las políticas y las prácticas efectivas de una buena educación no se juegan tan sólo en la escuela, ese objetivo exige políticas sociales y económicas que coadyuven al progreso hacia ese horizonte, hacia esa utopía educativa y social. En la medida, no obstante, en que parte de todo ello se juega en la escuela, al diseño, gobierno y funcionamiento de los centros como organizaciones les corresponden tareas y cometidos inexcusables. Y, desde luego, en ese concierto de papeles y responsabilidades compartidas, es ineludible preguntarse por el tipo de profesor necesario, así como por la formación y el desarrollo profesional que sea necesario para construirlo y cuidarlo con esmero. 3. ¿Qué tipo de profesor se necesita para garantizar a todos una buena educación? Hablar de una buena educación como un bien social que hay que garantizar a todos le coloca al profesorado en un espacio compartido de responsabilidades con otros agentes escolares y fuerzas sociales. Sólo se puede responder a la pregunta planteada, por lo tanto, procurando delimitar un espacio intermedio entre estos dos extremos: de un lado, la atribución a los docentes de responsabilidades desmedidas y aisladas; de otro, desconsiderar o minimizar su papel, quizás bajo el pretexto de que son otros y más

creencias y concepciones, conocimientos, capacidades y compromisos de los docentes. Si el propósito de garantizar a todos una buena educación es realmente ambicioso, también ha de serlo, en consonancia, el modelo de profesor que pensemos para poder avanzar hacia su logro aceptable. Dentro de lo posible, la propuesta que formularemos intenta moverse en un espacio intermedio entre lo ideal inviable y el realismo conservador, entre el exceso de responsabilidad docente y el tirar los balones fuera. a) Una cuestión perenne: ¿qué define a un buen profesor? La pregunta acerca de qué conocimientos, capacidades y características personales y sociales definen a un buen maestro o profesor no es nada novedosa. La historia conocida de la educación es un buen testimonio de cómo ha sido respondida en tiempos y contextos diferentes, así como también de que las propuestas ofrecidas han bebido de ideologías e ideales sociales y educativos determinados respecto al valor de la educación, las relaciones entre la sociedad y la escuela, los sujetos humanos y, más específicamente, la consideración, demandas y trato (intelectual, social, económico...) pensado y dispensado a las personas dedicadas a enseñar y educar en las escuelas. En fechas más recientes, la investigación y literatura pedagógica han sido prolíficas en visiones, ideas y propuestas sobre el buen profesor. Otro tanto ha sucedido con las políticas educativas. Cada nueva reforma ha llevado consigo, al tiempo que otros cambios respecto a los centros, el currículo o las relaciones entre escuela y sociedad, intenciones y medidas empeñadas (al menos sobre el papel) en demandar un tipo determinado de docente, con sus conocimientos y adhesiones, tareas, capacidades y, más sutilmente, hasta valores y vivencias de la profesión. El abanico de “ingredientes” asignados a la condición docente ha sido y es casi inabarcable. Incluye desde su caracterización con atributos, intereses, actitudes y talantes personales (sobre los que siempre ha sobrevolado la idea inaprensible de la

Al irse haciendo más democráticos los sistemas escolares, crecer las demandas sociales y personales de educación y hacerse más totalizadoras las reformas, cada vez ha ido siendo más visible un fenómeno ahora bien documentado que tiene varios frentes: uno, la ampliación (al menos en teoría, pues las políticas docentes son otra cosa) de los ámbitos de conocimiento que el profesorado debe conocer y dominar (disciplinas y áreas, aprendizaje y desarrollo de los estudiantes, currículo escolar de etapas, cursos o materias, organización escolar, política y sociología...); dos, el incremento y complejidad de las tareas que se le exigen (instruir y educar, planificar y realizar una enseñanza sensible a la diversidad, estimulante del pensamiento, motivadora y conectada con el mundo personal, cultural y sociales de los estudiantes, reflexionar y evaluar la propia enseñanza y resultados, trabajar en grupo con otros profesores, implicarse en el gobierno de los centros e identificarse con sus valores institucionales, trabajar con las familias....); tres, la intensificación docente, al reclamar una fuerte implicación intelectual y compromisos de una profesión en cuyo desempeño quedan afectadas no sólo aspectos racionales, sino también afectivos y sociales (Escudero, 1999; Tedesco, 2003, Day y otros, 2005). Intentar redefinir con esa profundidad y extensión la profesión docente tiene otras caras más prosaicas. La elevación de las demandas y expectativas depositadas en esta profesión, de un lado, y la incidencia que tienen sobre su ejercicio los cambios profundos que están ocurriendo fuera y dentro de las escuelas, la pérdida de respaldos sociales, la ceguera de las administraciones o la dejación de las familias y el nuevo desorden socializador de las nuevas generaciones, de otro, son condiciones suficientes para que también se esté levantando acta del denominado malestar docente. Es la expresión de la conciencia de una crisis profunda de identidad que están experimentado muchos docentes (Esteve, 2001; Tedesco, 2003; Bolívar, 2004). Unos y otros factores y

se acaban de mencionar (Perrenoud, 2004) . Se trata de una forma de pensar, hablar e imaginar la profesión docente en el contexto de ideologías, políticas y sistemas de racionalización que están haciendo acto de presencia en las reformas de la última generación. Tales competencias, por consiguiente, no quedan al margen de políticas mucha más amplias ni de las fuerzas e ideologías que están detrás de las mismas. Están afectando a la gestión y al gobierno de la educación, el currículo escolar y los aprendizajes básicos (competencias) de los estudiantes antes referidos, a tendencias paradójicas entre una descentralización inevitable ya y movimientos explícitos de recentralización, con nuevos énfasis en la regulación, control, rendición de cuentas e intervención estatal sobre la educación (Darling Hammond, 2000; Elmore, 2003; Apple, 2004). Es comprensible que las competencias, como una forma particular de responder a la pregunta que nos ocupa, generen controversias diversas. El debate necesario será provechoso si propicia valoraciones fundadas sobre las concepciones de la educación y la profesión docente, si no dan la espalda a los contenidos y valores de la profesión y si, desde luego, son arropadas por las políticas y prácticas pertinentes. Algo similar, pues, a lo que ya dijimos a propósito de los aprendizajes o competencias básicas del currículo pensado para los estudiantes. c) Un par de propuestas de competencias docentes La respuesta a la cuestión de fondo que aquí se va a ofrecer quedará articulada en torno a cuatro ejes sobre los que determinar las referidas competencias o estándares del profesor o, si se prefiere, el conjunto de contenidos y aprendizajes de la profesión. Pero antes nos haremos eco de un par de propuestas que permiten visualizar por dónde apuntan algunos planteamientos al respecto. La primera de ellas corresponde a un profesor

suizo,

Phillipe

Perrenoud

(2004),

que

ha

descrito

y

analizado

pormenorizadamente diez competencias que en su opinión son claves para la enseñanza

La segunda procede del contexto anglosajón, particularmente de EEUU, donde la terminología más usual es la de estándares profesionales. Hay relaciones de los mismos donde se especifican por materias del currículo y su elaboración ha sido realizada por ciertos colectivos o asociaciones de profesores. Como un ejemplo de carácter genérico podemos contemplar las que se citan a continuación, tomadas de diferentes fuentes (Wilson, Darling Hammond y Berry, 2001; Cochram Smith, 2001; National Comisión on Teaching and America´s Future, 2002, Darling Hammond y Bransford, 2005) recogemos las siguientes. Están agrupadas en torno a tres grandes núcleos. - Conocimientos de base sobre el desarrollo y aprendizaje de los estudiantes y su diversidad personal, cultural y social, así como el dominio de los contenidos específicos de las materias y áreas, incluidas sus relaciones transversales y el conocimiento y

dominio de diversas metodologías para facilitar los

aprendizajes. - Capacidades de aplicación del conocimiento a: 1)la planificación de la enseñanza, tomando decisiones fundadas sobre las relaciones y adecuaciones necesarias entre contenidos, estudiantes, currículo y comunidad; 2) la selección y creación de tareas significativas para los estudiantes; 3) establecer, negociar y mantener un clima de convivencia en el aula que facilite la implicación y el éxito escolar; 4) la creación de oportunidades instructivas que faciliten el crecimiento académico, social y personal; 5) el uso efectivo de estrategias de comunicación verbal y no verbal que estimulen la indagación personal y en grupo; 6) el uso de una variedad de estrategias instructivas que ayuden a los estudiantes a pensar críticamente, resolver problemas y demostrar habilidades prácticas, desarrollar su creatividad; 7) la evaluación y su integración en la

Como puede verse, las competencias o estándares descritos tienen poco que ver con aquellas listas de conductas derivadas de la investigación sobre la eficacia docente bajo un enfoque de racionalidad técnica, donde no sólo se ofrecía una imagen de la práctica descompuesta en un sinfín de conductas aditivas, sino también una idea injustificadamente reducida de la actuación docente, de los procesos y valores subyacentes a la misma. Ello, sin embargo, no cierra ningún debate, sino que lo abre sobre otros planos. Es evidente, a primera vista, que este modo de responder a qué tipo de profesor necesitamos apunta en una dirección en la que, en efecto, la ampliación e intensificación antes mencionadas quedan servidas. Como ya apuntamos, eso no remite sólo a concepciones más o menos defendibles de la profesión docente, sino que también ha de ser puesta en relación con los contextos de trabajo y sociales en que se ejerce. Y, desde luego, cualesquiera de las competencias o estándares tomados como ejemplos, u otros de los que se están proponiendo, no cancela, sino que tiene que activar la cuestión de cuáles han de ser

los contenidos que las sustenten y desde qué criterios

seleccionarlos, así como también el grado de integración que habrían de tener más allá de una perspectiva disciplinar, que es la dominante en la preparación del profesorado hoy por hoy. A eso hay que añadir otro escollo no menor, como el que se refiere a quiénes establecen las competencias y para qué propósitos, así como todo lo relativo a la congruencia entre las mismas y las políticas de formación, selección, promoción y condiciones de trabajo del profesorado (Cochram Smith, 2001) 2. d) Un marco para articular las competencias docentes desde el imperativo de garantizar a todos una buena educación. El sentido con que aquí se toma el término competencias docentes equivale al conjunto de valores, creencias y compromisos, conocimientos, capacidades y actitudes

modelo de escuela y educación previamente expuesto, conviene poner el acento en un marco teórico más comprensivo, articulado sobre un eje ético y moral que nos ayude a justificar mejor las competencias en cuestión y los conocimientos, capacidades y actitudes que hayan de integrar. En otro momento propuse para ello cuatro ejes o dimensiones de la profesión docente (Escudero, 2003; 2004a). El primero de ellos se refiere a ciertos valores, creencias y compromisos sociales y morales con la educación; por identificarlo con un término sintético, lo denominé “fe” en la educación. El segundo alude al sentido de la eficiencia y su construcción sobre la base de los conocimientos disponibles (teóricos y buenas prácticas) y el desarrollo de capacidades; la “esperanza” podría ser el término para nominarlo. El tercero incluye un conjunto de visiones, actitudes y prácticas necesarias para establecer con los estudiantes relaciones basadas en el respeto, el cuidado y la responsabilidad; la palabra “amor” podría ser la que mejor resumiera el núcleo de esta dimensión. El cuarto, finalmente, concierne al convencimiento del valor e importancia de trabajar con otros, la disposición efectiva a formar parte de comunidades de profesionales escolares comprometidas con la mejora continua de la educación (finalidades, contenidos, procesos y resultados), abiertas, asimismo, a establecer alianzas deseables con las familias, la comunidad y otros agentes sociales; el término “colaboración”, podría ser el que designara este eje. En síntesis, un profesor creyente en lo que tiene entre manos (fe), con conocimientos y capacidades necesarias para desempeñar su trabajo con eficiencia (esperanza), presto a establecer determinadas relaciones personales y profesionales con los estudiantes (amor), comprometido y responsable de crear y sostener comunidades escolares (colaboración). Como puede apreciarse, los términos elegidos tienen resonancias altruistas e incluso una cierta “religiosidad”, aunque, como es fácil de suponer, no tienen nada que

y voluntarista, sino como una plataforma de capacidades y aspiraciones que es necesaria para no caer en la tentación de tirar la toalla (lo que suele ser fatal para los estudiantes), así como para no cejar en encontrarle sentido a una profesión que, en caso contrario, puede llegar a ser insoportable, frustrante. Si a alguien le parece en exceso romántica la palabra amor y, quizás, preferiría otra más aséptica y empírica, baste decir que, particularmente en relación con estudiantes en riesgo de exclusión, la investigación viene insistiendo, hace tiempo, en que el establecimiento de “vínculos personales sólidos” (capital social) entre ellos y sus docentes es uno de los factores más importantes para cortocircuitar su deriva hacia la exclusión educativa y el fracaso (Croningen y Lee, 2001; Martínez, Escudero, González y García, 2004; Escudero, 2004b). La colaboración, finalmente, es una apelación que, a pesar de la carga retórica y el vacío que puede adquirir bajo determinadas circunstancias, permite acoger algunas de las mejores propuestas acerca de los centros escolares como comunidades de profesionales (Louis y Kruse, 1995; Bolívar, 2000). Un marco similar ha sido propuesto por otros autores con matices propios, pero básicamente coincidentes. Ph. Meirieu (2004), por ejemplo, propone “cinco campos de trabajo” en la escuela de hoy: la lucha contra la dualización escolar y las desigualdades; dar la batalla a una escuela y educación como una refinería que paulatinamente va depurando a los más débiles; restaurar un modo democrático de vida escolar entre alumnos y docentes, afrontando aquellas situaciones proclives a convertirse en una especie de western escolar; poner coto al desierto educativo allí donde siga imperando la obligación de aprender cosas sin sentido, la existencia penosa de alumnos zombies zarandeados por

métodos arcaicos y evaluaciones al modo de devolución de

conocimientos al remitente; abrir la torre de marfil que a veces son los centros a las familias y la comunidad.

servicio de la educación como una actividad que gira sobre el propósito fundamental de marcar una diferencia positiva en la vida de los estudiantes; sostenimiento de altas expectativas respecto al aprendizaje de los alumnos; implicación intelectual y emocional en la profesión y disposición a reflexionar sobre la práctica y los contextos de trabajo, como una base para seguir creciendo personal y profesionalmente a lo largo de la carrera. Otra autora, Furmam (2005) ha recurrido a distintos contenidos e interpretaciones éticas para caracterizar los centros escolares como comunidades democráticas. Su planteamiento, que reitera prácticamente en las mismas facetas que venimos comentando, puede aplicarse a la profesión docente. Desde su punto de vista, cinco serían las versiones de la ética (conjunto de valores y principios inspiradores de las prácticas) que debieran converger en los centros como comunidades democráticas: una ética de la justicia (lucha a favor de la igualdad y equidad educativa), una ética de la crítica (conocimientos y denuncia de las estructuras y dinámicas que impiden la justicia y generan discriminaciones y desigualdades en las escuelas y el currículo), una ética profesional (entendida como un compromiso en ejercer la profesión de la mejor forma posible al servicio de los estudiantes); una ética del cuidado personal (respeto, cuidado, responsabilidad) y una ética comunitaria democrática (valores, principios y prácticas democráticas en las relaciones y el trabajo con los colegas, los centros, las familias y la comunidad en orden a garantizarle a la ciudadanía el derecho esencial a la educación). Integrando, pues, nuestra primera referencia con estas otras aportaciones, se puede componer un marco como el que sigue:

comunidad.

con los colegas, la institución, las familias y las

Ética comunitaria democrática para el trabajo

É tica de una relación educativa basada en el respeto, cuidado, responsabilidad y am or.

Ética profesional: conocimientos y capacidades

UNA PROFESIÓN DOCENTE AL SERVICIO DE UNA EDUCACIÓN DE CALIDAD PARA TODOS

para hacer posible el éxito de todos los estudiantes.

Ideología, valores, creencias y com p r o m isos con una ética de la justicia y crítica sobre la educación: buena educación para todos.

Cada uno de esos ejes daría pié a un tratamiento mucho más extenso que el que es posible en este momento. Nos limitaremos, por lo tanto, a destacar su contribución a la cuestión de qué modelo de profesor se requiere para garantizar una buena educación a todos los estudiantes. En la parte superior del esquema se alude a “ideología, valores, creencias y compromisos con una ética de la justicia y una ética crítica en relación con la educación”.

Se trata de una referencia explícita a ciertos valores y creencias del

profesorado que se justifican y requieren, precisamente, por el imperativo ético que emana de entender la educación de calidad para todos como un derecho esencial. Es un eje inexcusablemente ideológico en sus contenidos y moral en sus propósitos. Reclama un profesional de la educación que sea consciente del valor personal y social de la educación, así como de los compromisos que ha de asumir en orden a garantizarlo con coherencia y eficacia. Ya que ese objetivo no depende sólo de lo que se haga en la

ideología democrática que legitima y exige una buena educación para todo el mundo. Si no se asume esa creencia como un valor y contenido sustantivo, o se echa mano de unas u otras formas de objeción, tal derecho no podrá garantizarse. No estamos pensando en un docente militante radical, sino en uno que entienda su profesión como un servicio básicamente social y humano y que asuma, por lo tanto, su condición de protagonista en un proyecto educativo inspirado en ese ideal, esa prioridad y horizonte hacia donde caminar. A fin de cuentas, no por ningún motivo raro, sino porque se trata de un imperativo ético, un imperativo de justicia social a través de la educación. No se justifica porque sea fácil de alcanzar o porque pertenezca ya a la realidad de los hechos; bien sabemos que no es así. Tampoco, porque tengamos argumentos fácticos que nos permitan imaginar su realización plena. Se justifica, en último extremo, porque pertenece al universo de una ética de la justicia, de una ideología social y cultural que alimenta la tensión utópica que esencialmente define a la educación; sin ese vínculo perdería su sentido social y humano más constitutivo. Por su parte, una de la ética de la crítica tiene que ocupar su propio espacio contribuyendo a que la búsqueda de la justicia educativa no se vea contaminada de alguna forma de romanticismo o ingenuidad. Sus contenidos incluyen conocimientos y denuncias del conjunto de las fuerzas y dinámicas sociales y educativas que fabrican la inequidad y reproducen fuera y dentro de las escuelas y del trabajo docente fatalismos sociales o personales que niegan el derecho de las personas a crecer y ponen en riesgo la misma cohesión social. La naturaleza de este eje de la condición docente no sólo es fundamental para pensar y progresar hacia una educación democrática, sino también para la discusión acerca de las competencias del profesorado. Según lo que estamos comentando, es fácil de entender por qué aquellas no han de quedar marcadas por una fiebre utilitarista, así como tampoco por la búsqueda obsesiva de la rentabilidad de la formación. Las

centros, el currículo y la enseñanza. La formación del profesorado habrá de hacer lo posible para integrarlos como es debido, superando en concreto las limitaciones propias de la organización de la preparación docente en disciplinas o materias separadas y yuxtapuestas. Su organización, por ejemplo, en torno a núcleo de cuestiones, problemas y capacidades como las antes mencionadas, así como utilizar metodologías de casos y discusión, podrían ser oportunidades para aprender a tomar conciencia, plantearse y afrontar los dilemas éticos y los propósitos sociales, culturales, morales y humanos que el ejercicio de la docencia no puede sino tener que encarar. En la franja derecha del esquema se refiere la segunda dimensión, “ ética profesional: conocimientos y capacidades para facilitar el éxito escolar de todos los estudiantes”. Aunque la noción de ética profesional puede emplearse para abarcar todas las dimensiones, aquí se utiliza en el mismo sentido que lo hace Furam (2005), como búsqueda y preparación para la mejor prestación profesional posible de su servicio respecto a las necesidades y el aprendizaje de los estudiantes. Tiene que ver, pues, con el conjunto de conocimientos y capacidades necesarias para fundar las decisiones y prácticas docentes, así como para aprender reflexivamente de la propia experiencia. Darling Hammond y Bransford (2005) han organizado un libro interesante para seleccionarlos e integrarlos. Destacan tres categorías: 1) conocimientos del desarrollo y aprendizaje de los estudiantes en contexto social y del lenguaje, 2) conocimientos de las disciplinas y áreas del currículo, así como de los objetivos de cada etapa referidos a habilidades, conocimientos y actitudes (convendría añadir, también los relativos a la naturaleza e incidencia de las estructuras y dinámicas organizativas sobre el currículo y la enseñanza (Darling Hammond, 2001; González, 2004); 3) conocimiento de la naturaleza y los procesos de enseñanza y aprendizaje en el aula: contenidos y pedagogía de los mismos, capacidades de enseñanza que tomen en cuenta la diversidad de los

Ésta es la dimensión sobre la que construir capacidades docentes sólidas, sentido de la eficiencia y esperanza, hacer del encuentro de los estudiantes con el saber una experiencia rica y motivadora que facilite la comprensión profunda del conocimiento (Gardner, 2000), la personalización de las trayectorias de formación y, en el sentido ya indicado, el cultivo del pensamiento, el desarrollo personal positivo de los estudiantes, el conocimiento e interiorización vivenciada de valores y comportamientos cívicos. El desarrollo del juicio profesional para relacionar los conocimientos disponibles con los propios contextos y estudiantes, así como aprender a aprender en y desde la acción docente, merecen considerarse, asimismo, como facetas claves de una profesión que no sólo asuma los valores y principios de la buena educación para todos, sino que también cuente con competencias para hacer el camino que pueda llevar hacia esa meta, echando mano de la inteligencia prudente y atenta a las necesidades de los estudiantes. En la base de la figura aparece: “ética de relación educativa basada en el respeto, cuidado, responsabilidad y amor”. Si el primer eje comentado incluye valores, creencias y compromisos morales y el segundo, inteligencia convertida en capacidades, éste tercero apunta directamente a contenidos de carácter personal y social (representaciones y percepciones de los estudiantes, comportamientos, actitudes y propósitos referidos a su desarrollo personal y social) que los profesores habrían de aportar a las relaciones pedagógicas. Una ética del cuidado incluye, pues, valores y principios que han de inspirar y constituir las relaciones de un adulto, el docente, con los niños y jóvenes como personas singulares en proceso de aprendizaje y desarrollo tanto de sus capacidades cognitivas como de las facetas subjetivas y sociales de su personalidad. La escuela y el aula ha de ofrecerles oportunidades valiosas para relacionarse positivamente consigo mismos, con los demás, con los compañeros y compañeras y con el adulto que les ofrece y ayuda a descubrir el modelo de ciudadanos

insertarla dentro de un proyecto que obedece y ha de ser inexcusablemente humano y social. Plantear y gobernar adecuadamente todo lo que tiene que ver con esta dimensión incluye desde conocer y saber promover aprendizaje cooperativo entre los estudiantes hasta construir un orden social de aula donde el respeto y la autoridad no se impongan arbitrariamente, sino que se construyan responsablemente por todos, alumnos y profesores. Una ética profesional del cuidado conecta directamente con la atención personal a los estudiantes, la sensibilidad a sus vivencias y sentimientos, la capacidad de desarrollar su sentido de la responsabilidad en su paso por la escuela. No se trata, desde luego, de ningún culto incondicional al niño o al joven, sino de propiciarles una atmósfera de relación en la que tan importante es el afecto y la comprensión como la exigencia del esfuerzo, la constancia y la responsabilidad. Esas son facetas esenciales en las que aprender y crecer como sujetos. Esta dimensión de la docencia no sólo es importante porque, como decíamos, los vínculos personales positivos facilitan el aprendizaje intelectual, sino también porque pueden y deber ser una experiencia viva de valores y normas que conciernen a derechos y deberes que hay que aprender, con los que regir la propia vida. Es otra contribución necesaria para que alumnos y profesores vivan y hagan cultura democrática en la escuela y las aulas a través de las relaciones personales y sociales que en ella ocurran. Finalmente, en la franja izquierda, se propone: “ética comunitaria democrática para el trabajo con los colegas, con el centro escolar, las familias y la comunidad”. Este eje, por lo tanto, re refiere a todo lo que caracteriza al profesor como un profesional al servicio de la causa justa que estamos comentando y que, por sus dimensiones y complejidad, no puede acometerse sino formando parte de un colectivo, una institución,

sino también con los demás colegas, la institución y otros agentes sociales, familias, comunidad. Por ello Furmam (2005) sostiene que es ésta la ética que ha de englobar a todas las demás, tanto para construirlas moralmente como para desplegar los compromisos que son precisos para realizarlas. Trabajar con otros, embarcarse en actuaciones de crítica constructiva, diseñar proyectos conjuntos, seguir su devenir, analizar y valorar sus resultados a la luz de los valores y principios de una buena educación para todos, aprender de otros y con otros sosteniendo dinámicas orientadas a la mejora permanente, son algunas de las competencias singularmente vinculadas a esta dimensión. Aunque en el marco comentado se analizan con cierta especificidad los cuatro ejes referidos, es precisa una visión de conjunto que los tome en su conjunto, los relacione e integre. El primero de ellos destaca los propósitos e imperativos a los que ha de servir la profesión docente, pero, como puede suponerse, de poco valdrán si no se desarrollan los conocimientos y capacidades para contribuir a su logro, al como se establece en el segundo. Por su parte, el tercero aporta una necesaria atención a la singularidad de cada estudiante y el cuidado que merece como persona, así como las contribuciones convenientes para que el profesorado ayude armónicamente a su desarrollo personal y social. En alguna medida, el cuarto provee una perspectiva necesaria para pensar y desarrollar el conjunto de facetas y dimensiones en tanto que contenidos y procesos que han de acometerse institucional y comunitariamente. A fin de cuentas, lo de menos es que denominemos competencias o de otro modo lo que pueda resultar de discutir y validar el tipo de profesión docente según esos ejes. Lo realmente importante es que saquemos a la luz, discutamos y definamos un norte más público y trasparente que el habitual para concretar qué han de saber los docentes, qué deben saber hacer y qué compromisos con la educación y la profesión han de

tareas abiertas a una discusión bien situada en los contextos pertinentes y orientada a buscar la coherencia entre la educación que las escuelas y profesores hemos de garantizar y las condiciones y procesos que hay que activar para hacerla posible(Escudero, 2003). Una de las decisiones más importantes atañe a la formación y el desarrollo del profesorado. Como dijimos más arriba, sin embargo, aún llegando a justificar, determinar y proponer adecuadamente las competencias docentes en el mejor de los supuestos, eso no basta. Queda todo por hacer en orden a convertirlas en oportunidades para que los docentes las aprendan, para que lo hagan de forma que tengan incidencia en sus prácticas de enseñanza y en los aprendizajes de los estudiantes con quienes trabajan (Cochram Smith, 2001; Darling Hammond y Brandsford, 2005). Dos tipos de problemas al menos hacen delicada la cuestión de la formación. De un lado, todo lo relativo al hecho de que la construcción de la identidad docente y el desempeño de la misma en las aulas y centros es el resultado complejo de factores y dinámicas muy diversas. La formación, en sentido estricto, sólo ocupa dentro de ellas un espacio limitado y,

en cierto sentido, hasta difícil de determinar.

De otro la

constatación generalizada de que las ideas y prácticas en uso, tanto en la formación inicial como en la permanente, están alejadas de lo que sabemos que debería hacerse para mejorar la preparación y el crecimiento del profesorado (Elmore, 2000; Spars, 2002, Darling Hammond y Bransford, 2005). Y, todavía más, de las implicaciones derivadas de la aspiración a garantizar una buena educación a todos. Los profesores como profesión y cada uno de sus miembros a título individual son el resultado de un abigarrado y desordenado proceso de confluencia de factores como la historia y tradición, las motivaciones, aspiraciones y trayectorias de quienes optan por este trabajo y permanecen en el mismo, las dinámicas de socialización estructural y espontánea ligadas a la consideración social, las condiciones y las

conocimientos y capacidades (competencias) que acabamos de referir. Sin ideas, políticas y prácticas adecuadas de formación, puede que sea difícil, por no decir imposible, presentarle cara a una crisis de identidad que, desde luego, nos ha visitado y parece decidida a quedarse. Constatar su incidencia y limitarnos a mirarla preocupados no será, quizás, la mejor manera de gobernarla. Son múltiples las cuestiones a abordar en relación con la formación del profesorado, así como las distinciones en que habría que detenerse para considerar lo común y propio de la inicial y permanente (Feiman Nemser, 2001). Nos limitaremos tan sólo a enunciar algunos principios generales de procedimiento. A)

Si se quiere preparar y desarrollar el profesorado necesario para hacer

posible una buena educación que garantice a todos los estudiantes los aprendizajes indispensables, es preciso determinar simétricamente los “aprendizajes indispensables” de la profesión y concebir su formación como una oportunidad para conocer a fondo los contenidos antes mencionados y desarrollar capacidades y compromisos, buscando su incidencia en el trabajo de aula y conectándolas con el aprendizaje de los estudiantes. De modo similar a lo que decíamos en relación con los alumnos, una “formación de base” del profesorado no puede limitarse a mínimos. Ha de ser culturalmente rigurosa, capaz de desarrollar las capacidades necesarias para afrontar aceptablemente las tareas y cometidos docentes, así como para atender a su desarrollo personal y colegiado. Si las competencias pudieran convertirse en una trampa para minimizar la formación del profesorado, o sólo atender a las facetas más instrumentales de su ejercicio, habría que descartarlas como referentes para la preparación del profesorado. Si los contenidos y prácticas de formación, bajo la cobertura de buscar la relevancia cultural, siguieran atrapados por el academicismo, la desconexión de los contenidos opacos de los programas y la incapacidad de desarrollar repertorios prácticos, la brecha entre las

reclama, seguramente, diseñar y promover una variedad bien articulada de contextos y actividades de formación que sean adecuadas para facilitar el aprendizaje docente, debiendo prestar atención, a su vez, a la singularidad y diversidad que también define a las personas dedicadas a esta profesión. La formación ha de dar respuestas a cómo hacer las cosas, pero también a qué cosas pueden hacerse, deben ser hechas y por qué. Tiene que hacerse cargo de la realidad de los hechos (situación del profesorado, alumnos con los que trabajan y contextos), así como trabajar reflexiva y críticamente las líneas de cambio y transformación que debieran acometerse buscando alternativas deseables. Ha de cultivar la capacidad de reconocer y criticar lo que está sucediendo y simultáneamente el compromiso de idear y plasmar proyector de respuesta y transformación. C)

A la hora de decidir la formación es preciso atender y ponderar las

perspectivas y necesidades docentes, pero, además, equilibrarlas con los aprendizajes de los estudiantes, la respuesta a sus necesidades y dificultades escolares. Es razonable asentar la formación sobre las necesidades del profesorado. Pero sólo hasta el punto de no someter los sistemas de formación a la lógica de “satisfacer las necesidades” presuntamente sentidas y atribuidas al profesorado (Escudero, 2004a) La inserción de los programas de formación en proyectos de mejora de los aprendizajes escolares en etapas o áreas del currículo es, quizás, una de las perspectivas más prometedora para conectar la formación del profesorado con el aula y los resultados escolares que no sean satisfactorios. El profesorado no es la estación de destino de la formación, sino que ésta, como ya se ha reiterado por imperativos éticos, ha de estar al servicio de garantizar a todos los estudiantes una buena educación. D)

La vinculación de la formación con niveles educativos y materias –qué

conocimientos y capacidades proponerse en matemáticas, lengua o música, por ejemplo,

socialización docente vinculadas al puesto de trabajo, un determinado diseño de los contenidos y contextos de formación puede contribuir a cultivar adicionalmente la denostada cultura individualista de los centros y la profesión docente, confinándola a islotes profesionales de asignaturas, departamentos o niveles. Hay que poner, pues, un ojo en la singularidad del ejercicio de la docencia y el otro, en la condición de los profesores como miembros de proyectos colectivos e institucionales. E) La formación tiene más posibilidades de mejorar las ideas, creencias y capacidades del profesorado si facilita su acceso a conocimientos teóricos valiosos y a buenas prácticas de enseñanza y si, además, crea condiciones y procesos idóneos para que el profesorado construya conocimiento compartido realizando proyectos y reflexionando sobre sus procesos y resultados. Para ello parece necesario vertebrar el currículo de formación docente con una serie de actividades variadas: cursos que permitan conocer y trabajar sobre ideas, métodos, materiales, relaciones pedagógicas, etc., observación y análisis de experiencias, planificación conjunta del currículo y la enseñanza, elaboración y desarrollo de proyectos de investigación ligados a la mejora de la enseñanza y aprendizaje, observación entre pares, participación en redes docentes, etc. F) La formación docente debe entenderse en un sentido amplio, abarcando tiempos, lugares y modalidades diversas. Es preciso, pues, arroparla con las decisiones precisas para que el profesorado disponga de tiempos y espacios donde encontrarse, hablar, pensar juntos, conocer y desarrollar capacidades, lograr apoyos y respaldos institucionales y de los colegas. Al mismo tiempo, ya que la formación ha de obedecer a la mejora de la enseñanza y aprendizaje de los estudiantes, los proyectos y actividades de formación han de ser objeto propio de seguimiento y evaluación, incluyendo criterios y contenidos referidos a su incidencia en el aula y los aprendizajes de los estudiantes.

acometer. No es fácil, desde luego. Supondría, por citar un par de elementos de discusión, ajustar la ratio entre tiempos de docencia directa y tiempos efectivos para otras actividades de formación en el lugar de trabajo, entendida en un sentido amplio como se ha sugerido más arriba. Si también pertenece al plano de los deberes, la dedicación a formarse y crecer no puede ser tan sólo una opción individual, así como tampoco voluntaria, a pesar de que esta característica haya sido una de las más ingenuamente destacada para que el desarrollo del profesorado sea significativo. Si el alcance de una buena educación de todos los estudiantes es una tarea social e institucional, y la formación docente es precisa para ello, ésta no puede dejarse al arbitrio de cada docente. Como bien ha denunciado Elmore (2003) la “ética de la voluntariedad”, concretamente en materia de formación, es uno de los mensajes sutiles que la escuela pública ha de cuestionar en relación con sus profesionales, pues representa un serio obstáculo para que pueda ofrecerse como portavoz y defensora de avances notables en la provisión del servicio social y educativo que le corresponde. 5. ¿En qué concierto de otras responsabilidades y actores? Desde luego, si de lo que se trata es de acometer el objetivo de una buena educación para todos los estudiantes, por importante que sea el papel del profesorado y las contribuciones de su formación a ello, no es sino uno de los registros a tocar en concierto con otros muchos. Se requiere, pues, un pensamiento global, sistémico, capaz de pensar y relacionar la docencia con los diversos niveles y actores que también intervienen en la educación de los estudiantes, algunos de forma muy poderosa. Las políticas de escolarización y redistribución del alumnado (recuérdese al respecto la denuncia de la dualización escolar y la urgencia de pararla); las políticas de cambios y reformas que deben reconsiderar seriamente sus prioridades y decisiones de cara a liderar mejoras generalizadas de los sistemas escolares; la gestión y el gobierno de los

formarlos. De manera que, además de que tendremos que seguir debatiendo acerca de los contenidos y metodologías de la formación docente, también habrá que prestarle más atención que hasta ahora a en qué, cómo y quién forma a los profesores, tanto en la fase previa a la enseñanza como a lo largo de su carrera. Si el EEES pudiera servir, en esa dirección, como una oportunidad para rediseñar nuestras instituciones y servicios de formación del profesorado en congruencia con los valores, principios y contenidos de una buena educación, con compromisos y capacidades para generar transformaciones educativas, habría que aprovecharlo. Al mismo tiempo, también para determinar las competencias de los profesionales que trabajen dentro de los centros de formación y apoyo (Facultades, Centros de Profesores, etc.), así como de otros profesionales, como los inspectores. Sus conocimientos, capacidades y compromisos también tienen que ser debatidas, así como su formación y la incidencia que habría de tener. Entre otros frentes, soportando al profesorado, colaborando en crear condiciones y dinámicas que coadyuven a su formación y desarrollo. Intentar, por lo tanto, mejoras sustantivas en la educación como un derecho democrático que hay que garantizar a todos los estudiantes exige nuevos esfuerzos que hay que aplicar a responder a preguntas como las que nos hemos planteado y tan sólo se han esbozado: ¿qué han de saber y saber hacer los docentes, en qué deben comprometerse y cuáles habrían de ser sus competencias? ¿quiénes y cómo habrían de determinarlas? ¿a través de qué oportunidades de aprendizaje y condiciones de trabajo pueden desarrollarse, cómo y por quiénes debieran ser evaluables y con qué efectos, sea para la entrada, la permanencia o la promoción en el trabajo?. Para no distorsionar el foco de atención, esas mismas cuestiones habrá que formularlas en relación con los formadores de profesores, los asesores, inspectores y, en otro nivel, los gestores y administradores de la educación. Adoptar la perspectiva

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