Valerie Mejer. Luz submarina

Valerie Mejer Luz submarina Llegamos a mediodía. Un vapor fantasmal se levantaba del pavimento. Era tan denso que desvanecía mis pies descalzos. Había

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Valerie Mejer Luz submarina Llegamos a mediodía. Un vapor fantasmal se levantaba del pavimento. Era tan denso que desvanecía mis pies descalzos. Había llovido toda la noche y las grandes ramas descuartizadas por el viento estaban regadas por la avenida. Yo estaba mareada. El vertiginoso zigzagueo para evadir las ramas me había dejado el estómago revuelto. Como siempre cuando mi papá se estacionaba me sorprendía de haber llegado, de aún estar viva. En la parte trasera de la camioneta, Bobby, nuestro perro pastor alemán, se tambaleaba de un lado para el otro. Cada vez que se golpeaba contra uno de los costados, daba un ladrido agudo, semejante a un quejido. Al bajarme vomité en la acera. Bobby corrió hacia la playa y también vomitó, sólo que él cubrió el suyo con arena usando las patas delanteras como pala. El sol relumbraba en la entrada de la casa que hacía las veces de local comercial. Bobby y yo íbamos unos pasos atrás de mi papá. Éste llamaba a gritos a Rita, la dueña del local. Se trataba de un negocio de buceo, así que a la entrada había una pintura de laca sobre un trozo de madera reventada que mostraba a un niño buceando de la mano de un adulto. Abajo estaba pintada la flora marina, tan carnosa que te hacía pensar que eran animales y no plantas. Arriba, formando un arco, estaba el letrero que decía “Scuba Divers” en letras plateadas. Decenas de aletas de todos los tamaños, visores empañados y escafandras colgaban de los maderos del pórtico mientras que, apilados contra el muro, resaltaba el color amarillo chillón de los tanques de oxígeno. Cuando los vi recordé lo fácil que me fue distinguirlos, las veces que había estado bajo el agua. Rita apareció en la puerta y un poco atrás de ella su hijo, con la cara pegada a sus costillas. Ambos estaban bronceados. Recuerdo la impresión que me dejaron sus músculos bien formados, su piel tensa y el contraste que hacía aquello con sus caras tristes. Yo los había visto antes, cuando eran una familia completa. Su padre y sus dos hermanos mayores habían muerto en el mar. Buceamos con ellos algunas veces, todos juntos. Vimos plantas rosas y amarillas en el fondo y cientos de peces que pasaban a nuestro lado saliendo de las rocas. Una vez su padre me ayudó a bajar un poco más, hasta donde reposaba una pila de huevecillos. Ahora que él ya no existía sentí que la presión de su mano sobre la mía, que la luz que se filtraba desde la superficie y la pila de huevecillos tendrían que seguir ahí, que era cuestión de abrir una puerta, la correcta, y ahí estarían. Lo vería a él, con todos sus hijos, inclinados sobre la mesa de la cocina, ese gran tablón lleno de conchas: el padre limpiando el interior de los esnórqueles con un cepillo para lavar biberones, Rómulo, el mayor, echado en la hamaca, meciéndose, empujándose con un pie cada vez que llegaba al muro y Rolando

mirando por la ventana hacia el mar. En ese momento detrás de esa puerta no se veían más que las cosas. A mis ocho años no las podía aún desligar de las personas que las habían llevado hasta ahí. El tablón de madera estaba cubierto de visores y tubos de oxígeno. Rita nos invitó a pasar a la cocina. Me ofreció un vaso de agua y dejó su mano apoyada en mi cabeza unos instantes. La tristeza que era evidente en su cara, también estaba en su mano y todo mi cuerpo se sintió invadido de ella. Ese gesto me recordaba a su marido ahogado, como si sus manos despidieran impresiones semejantes. Yo no sé si todos los niños piensan en esto, pero esa era la clase de idea que ocupaba la mayor parte de mis pensamientos. Desde entonces pensaba en mi cabeza como en una casa. Y esa casa tenía infinidad de habitaciones. Yo no había abierto todas las puertas. Aún no las he abierto. Ella sigue ahí, en alguna de ellas. El Bobby estaba tomando agua de la alberca y Sebastián se acercó a él. Le mostró el reverso de la mano, que el perro lamió enseguida. Empezó a olfatearlo y pronto hundió su hocico en el cuello de Sebastián. Si mi hermano hubiera estado ahí, aquel momento hubiera sido imposible, o pronto Sebastián habría acabado en la alberca de una patada. El Bobby era de Charlie. Yo lo había aprendido el primer día que llegó a la casa. Era un cachorro de pastor alemán, con los ojos oscuros y luminosos. Yo me acerqué a abrazarlo y éste respondió con el ánimo vital y juguetón con el que las criaturas recién llegadas al mundo responden al cariño. Estábamos al pie de una escalera cuando el perrito rodó a consecuencia de la punta de patadas que Charlie le propinaba. Aprendí enseguida que mostrarle afecto al cachorro lo pondría en riesgo, así que tuve mucho cuidado de no volver a acercarme a él. Sebastián, inconsciente de esta regla tácita que yo jamás rompía, se puso de pie, echó a correr por la playa para arrojarle una rama al Bobby, que iba y volvía con el trozo de madera en el hocico. Se alejaron, adquiriendo bajo el resplandor del sol, un perfil difuso y flexible. Esa imagen es una de las primeras impresiones que tengo de la belleza. La cocina era el despacho de la escuela de buceo. El muelle comenzó a llenarse de turistas que salían del agua. Habían tomado su clase por la mañana y entraron cargando tanques que dejaron arrinconados en una esquina. Venían del fondo del mar y sus caras eran semejantes a las que tiene alguien cuando despierta. Rita recibía las aletas y las iba colgando de unos clavos en el muro, sonriendo a cada uno de los que las entregaban. Me pareció una sonrisa amable pero no alegre. Era un esfuerzo visible y sentí admiración por ese intento. Mi papá estaba en la mesa, desayunando. Esa misma mañana lo había visto desayunar también, pero no me sorprendió verlo comer de nuevo porque siempre tenía hambre. Pesaba ciento veinte kilos y medía un metro noventa centímetros. Yo había leído ese dato en un formulario que él había llenado y esos números me poblaron la cabeza, pues eran semejantes a los registros de las grandes magnitudes que se describían en mi libro de Ciencias Naturales: Números que me parecieron inasibles, de tan enormes, como cuando leí que la distancia entre la tierra y el sol era de ciento cincuenta millones de kilómetros y que la tierra tenía cuatro mil quinientos setenta millones de años. Eran números, pero de momento me parecían fenómenos. Mi papá comía a una gran velocidad y Rita iba retirando los platos, hasta que al final, entre un visor que recibía y otro, le puso media sandía en un plato. “Eso te tendrá ocupado un rato” le dijo, mientras le

devolvía a los clientes su ropa metida en bolsas y les señalaba el cuarto donde podían cambiarse. Una pareja que hablaba en sueco, como la misma Rita, se cambió de ropa ahí mismo, en la cocina. Mi papá casi siempre estaba desnudo, así que aquello no me causó mayor impresión. Lo que sí capturó mi atención fue que se trataba de cuerpos armoniosos que me recordaron las láminas que había visto sobre Adán y Eva y que ilustraban la Biblia. De algún modo ellos ahí, secándose el agua con una toalla que se frotaban sobre la espalda, me hicieron pensar que Adán y Eva no habían empezado por estar desnudos, sino que venían de bucear; que se salvaron del mar de un modo en el que el marido de Rita y sus otros dos hijos no lo habían conseguido. Así, de pronto tuve la ocurrencia de que el primer hombre y la primera mujer fueron también los primeros sobrevivientes. Dios los premió con el Edén. Sólo que más tarde olvidó el esfuerzo que a estos les costó nadar hasta la superficie, así que los castigó por comerse una manzana. No me costaba ningún esfuerzo concebir que Dios era capaz de actos tan irracionales, porque era padre, Dios Padre, y el mío era a mi juicio por completo irracional. De pronto vi la gran cáscara de sandía sobre el platón, y a mi papá con la cara cubierta de pulpa roja. Los turistas terminaron de salir de la cocina, el fondo del mar en sus conversaciones mientras partían y nos quedábamos otra vez los tres. Sebastián entró y mi papá le estiró una navaja. Era un regalo. “Te va a ayudar a volverte hombre” le dijo y Sebastián la guardó en un puño y volvió a arrimarse a su madre. Entonces mi papá se acercó a él, lo tomó de la cintura, lo cargó y lo sentó sobre la mesa. Le fue mostrando cada uno de los cuchillos que encarnaban aquel objeto y enumerando los animales que podría matar con él. En eso estábamos cuando el Bobby entró con un pájaro en el hocico y Sebastián se apresuró a liberarlo. Rodeó al perro y se le sentó sobre el espinazo, luego le abrió el hocico. El pájaro estaba mal herido, le sangraba un ala. Entonces Sebastián le arrojó una vara al Bobby afuera de la cocina. Eso lo alejó. Sacó un estuche de primeros auxilios mientras me pedía que mantuviera al pájaro envuelto en un paño. Era difícil porque se agitaba mucho, pero su disposición de salvarlo me inspiró valor. Rita miraba la escena, impasible, con la cara que tiene alguien cuando recuerda algo. El pájaro sangraba muy poco y la sangre se absorbía en el ala como si ésta fuera de algodón. Mi papá rodeó a Rita por detrás con un brazo sobre el pecho y yo me apresuré a sacar al pájaro de la cocina para que Sebastián me siguiera. Al llegar a la puerta se detuvo un momento a recoger su navaja. Vi cómo la apretaba en su puño cerrado. Sentí que despedía una violencia animal y sin embargo no estaba segura si él había visto lo mismo. Caminé lejos de la casa con la esperanza de alejarlo de ahí. La arena se había secado y resplandecía. Todo lo que se abría frente a nuestros ojos era un espejo cegador que reflejaba al sol. En el muelle Sebastián jaló hilo de la caña de pescar y con un palito le hizo un emplaste al pájaro. Sacó la navaja y cortó el hilo con ella. Luego untó el filo de la navaja con la sangre del pájaro y se quedó mirándola. Los dos estábamos en cuclillas. Yo a la expectativa. Sebastián me miró y yo con esfuerzo le retuve la mirada. Yo no sabía si él estaba consciente de lo que ocurría en su casa ahora mismo, ni si me culpaba. Extendió el brazo y se apoyó en mi hombro para ponerse en pie. Con la navaja me señaló el pájaro y yo lo levanté con el paño a manera de camilla. Caminamos hacia la sombra y coloqué al ave sobre un camastro. Con una concha Sebastián le dio de beber en el pico. Luego me señaló la casa otra vez con la navaja y echó a andar hacia allá con determinación. Las venas me latían en el cuello mientras lo seguía. Nos quedamos detenidos en el camino porque pasaba frente a nosotros un grupo de caballos. Sus

jinetes eran niños aprendiendo a montar. Iban muy despacio y con la cabeza agachada por el calor. Los niños se agitaban como si emprendieran una gran carrera mientras sus caballos y el guía se movían despacio. Aquella simulación de ser jinetes ocurría en una especie de anacronía, al tiempo que atrasaba nuestra marcha hacia la casa. Por fin se terminó de desplazar la caravana y avanzamos. Al pasar a lado de la alberca el Bobby se acercó a Sebastián y este empujó al perro con un pie. El Bobby se levantó en dos patas y lo lanzó a la piscina. Y mientras éste chapoteaba desconcertado yo entré a la cocina. Ni Rita ni mi papá estaban ya ahí, pero un intenso jadeo que provenía de la habitación del fondo llegaba hasta mi. Tomé dos tanques y los arrastré hacia fuera. Entré otra vez y tomé lo que faltaba: los visores, las aletas. Cuando Sebastián me vio jalando todo hacia fuera trató de detenerme tomando mis manos entre las suyas y empujándomelas hacia abajo. “Enséñame a bucear” le dije. “Tú ya sabes bucear, mi papá te enseñó” me respondió él. “Estaba distraída y no aprendí”. Sebastián sabía que yo mentía y tal vez sabía que yo sólo quería alejarlo de la casa, de lo que mi papá tomaba de su madre, y a lo que Rita cedía por falta de fuerza. Me respondió entonces señalando hacia el mar. Echamos todo en una carretilla y avanzamos por el muelle. El Bobby nos seguía agitando la cola. Sebastián me colocó el tanque y me indicó cómo respirar a través de la boquilla. Sus palabras, una por una, eran las que su padre solía decir al comienzo de una lección. Está vez salían de la boca un niño de nueve años y aunque yo misma tenía ocho, aquello me estremeció. Me indicó que nos pusiéramos de espaldas. A la cuenta de tres nos echamos al mar. Por fortuna el mar de Acapulco nunca llega a estar muy frío ya que no llevábamos el traje especial. En aquella época los corales todavía estaban limpios. Con una mano me mostraba que entráramos a una cueva. Yo agitaba la cabeza diciendo que no, pero él me tomó de la mano con una fuerza semejante a la de su padre, mínima, firme, que me hizo pensar que estaba a salvo. A la cueva entró una mantarraya y la ondulación de su cuerpo nos guió a través de la gruta. Estaba muy oscuro y lo único que se veía de momento era aquel animal. De pronto mi aleta se quedó atrapada en una de las rocas. Yo hubiera querido que alguien bajara ahí con una antorcha para iluminarnos y enseguida, al desearlo, vi cómo ésta se apagaba en el agua. El resplandor de una anguila iluminó brevemente la roca donde estaba atorada y Sebastián consiguió liberarme. Llegamos al final de la gruta y le indiqué con el dedo la superficie del agua. Subimos siguiendo la filtración de la luz submarina. Al llegar a la superficie vimos que el Bobby seguía ahí, mirando hacia el agua y que ahora agitaba la cola al vernos. Llegamos al muelle y Sebastián me ayudó a quitarme el tanque. El miedo nos había dejado exhaustos y nos tendimos sobre los tablones. La potencia del sol había menguado y había una brisa que me hizo presentir que esa noche también llovería. Nos quedamos dormidos. Cuando desperté, tenía el dorso de su mano recargada en mi hombro y ese mínimo contacto nos despertó a ambos y nos hizo desviar la mirada. “¿Quieres volver a bajar? tenemos suficiente aire” y yo incliné la cabeza indicando que sí quería. Sí, sí quería. Quería bajar como si el mundo submarino fuera otro país. El Bobby puso el hocico entre las dos patas y echó el resto del cuerpo hacia atrás. Supongo que es así como los perros se preocupan.

Esta vez descendimos más y tuve que mantener el ritmo de las inhalaciones. Al principio me causó angustia y quise subir a la superficie, pero su determinación de bajar aún más me disuadió y pude ir haciéndolo más despacio, a voluntad. Ahora, lejos de la gruta los peces pasaban por nuestros costados y se volvían a reunir como hacen los pájaros. El agua enfriaba un poco y nos acercamos a algo que resplandecía. Era un auto. Estaba completo pero oxidado, tenía los asientos rojos y una medallita que colgaba del espejo. La ventana estaba bajada, así que metí el cuerpo y traté de desprender la medalla. Sebastián agitaba la cabeza, diciendo que no, pero era tarde yo ya tenía medio cuerpo dentro. Alargué los brazos y la desamarré. No podía distinguir mucho. Era una virgen y supuse que era de oro porque no estaba oxidada. Se la mostré a Sebastián. Asintió. Me ayudó a amarrarla a uno de los cordones que ataban el tanque y seguimos bajando. Encontramos un arrecife con un pila de huevecillos. Los miramos flotando, agarrados del arrecife. Era evidente que Sebastián lloraba por cómo se agitaban sus costillas. Lo dejé ir un poco más adelante para que pudiera llorar en la privacidad del fondo del mar. Unos cuantos peces grandes pasaron cerca de nosotros, más arriba. Tenían los ojos casi a un lado de las comisuras de sus bocas, que eran como secciones profundas, cortes que marcaban sus caras. Se movían muy despacio, casi como si fueran rocas flotando bajo el agua. Rocas verdes de boca naranja y ojos color oro. Volví hacia el auto y esta vez traté de abrir la cajuela. Encontré una maleta pequeña que mostré agitando muy despacio, tan lentamente como el agua me lo permitió. Le indiqué que quería subir apuntando de nuevo hacia la superficie pero Sebastián no me seguía. Daba vueltas alrededor del auto. Volví hacía él y lo jalé del brazo. Él tiraba hacia abajo. Una desesperación furiosa me hizo tomarlo de las axilas para jalarlo, aleteando. Por fin cedió y se quedó así camino a la superficie por el camino que marcaba la luz submarina. Cuando llegamos a la superficie era ya la tarde y nos empujamos con los brazos sobre el muelle. Yo exhausta, él sobresaltado. Echamos las cosas a la carretilla: la maleta, los tanques, las aletas. Deshice el nudo que tenía a la virgen atorada a los cordones del tanque. El Bobby seguía ahí, con las orejas en punta, girándolas hacia atrás, en dirección a los gritos. Nuestros nombres voceados a todo volumen empezaban a crear los contornos de lo que era la vida en la tierra. Sebastián corrió a la casa, invadido de una extraña euforia. Cuando Rita lo vio echó a llorar y empezó a rasgar camisas que tenía en un ropero. Tal vez eran las camisas de su marido, porque no era ropa de niño. Estaba fuera de sí y rasgaba una tras otra. Mi papá le gritaba a Sebastián y me zarandeaba de un brazo. Entonces el pequeño buzo sacó la navaja de su traje de baño y se lanzó sobre el cuello de mi papá. No alcanzó a hacerle mucho daño. Sangró tanto como el pájaro de la tarde: casi nada. El Boby ladraba. “Es la nitrosis” decía Rita, se ponen fuera de sí y se creen capaces de todo. Sebastián se fue al grifo y lavó la navaja. La puso en la repisa bajo la foto de su padre y de sus hermanos. Yo puse la medalla en el mismo sitio. El triste abandono de la cara de Rita se había retirado de su expresión. Se acercó a Sebastián y le puso la mano en el hombro. Él se retiró y me jaló a la mesa para ver qué había en la maleta. Sólo había libros, libros húmedos, inservibles. Ahí la dejé. No recuerdo que hayamos vuelto.

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