VIDA CONSAGRADA Y FORMACIÓN PERMANENTE

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VIDA CONSAGRADA Y FORMACIÓN PERMANENTE  GIANFRANCO AGOSTINO GARDIN, OFMCONV.

Premisa Tengo muchas razones para pedir disculpas por ésta mi conferencia. Temo que para muchos de vosotros repetiré cosas baladíes. Una asamblea tan grande e importante merecería más, pero sin duda los otros dos oradores repararán con creces mi limitada aportación. Tengo, espero, una comprensible justificación: me he encontrado estirando estas páginas (o tratando de estirarlas) justo en los días complejos de mi nominación a obispo de Treviso, cuando no sólo la mente estaba en otras cosas, sino que era difícil digerir tantas “molestias”. Así pues, pido venia: se ha tratado de una coincidencia que no dependía de mí, sino de acontecimientos que “me superaban”. Sin duda debería haber escrito después de haberme documentado mejor. Pienso por ejemplo en los tres volúmenes del p. Amedeo Cencini sobre la formación permanente1. En cambio yo me he limitado a hacer hablar a mi experiencia, obviamente limitada, haciendo referencia a los números siempre actuales de Vita Consecrata (VC) sobre este tema (nn. 65-71 en particular) y de Pastores dabo vobis (PDV), nn. 70-81. Quisiera pues recordar a esta Asamblea algunas ideas que creo necesarias para un estudio serio del esencial compromiso de la formación permanente en la vida consagrada.

1. Una mirada a la vida religiosa hoy: grandes riquezas y grandes tentaciones Empiezo intentando encuadrar nuestro tema en la situación actual de la vida religiosa (prefiero esta dicción a la de vida consagrada, al hablar a religiosos). Quien sabe lo que ha caído recientemente y lo que está cayendo a la vida religiosa, seguramente intuye a qué aludo al hablar de riquezas y tentaciones. Las riquezas. Si antes no existía, hoy disponemos de una teología de la vida religiosa convincente, incluso fascinante: en su primera parte, Vita consecrata concibe la vida religiosa como un efecto de la atracción por la belleza divina (VC 20: “La vida consagrada es una de las huellas tangibles que la Trinidad deja en la historia para que los hombres puedan advertir la fascinación y la nostalgia de la belleza divina”; cf. También VC 104); como un no poder resistirse a abandonar todo y seguir al Señor, tras encontrar su mirada (cf. VC 19); como un ajustarse al modo de vivir de Él en medio de nosotros (cf. VC 18), etc. Para mí, este enmarque cristológico de la vida religiosa, que la focaliza como una particular forma de sequela Christi, es el más interesante y atrayente. Pero también está la visión eclesiológica, con las profundas innovaciones introducidas por la Lumen gentium; en particular el tema de la llamada universal a la santidad, que presenta la vida religiosa como una forma de plasmar la fundamental consagración bautismal, redimensionando oportunamente su presunta connotación de “perfección”, y plasmando el sano fluir entre los diversos “estados de vida” en la Iglesia: todos aunados en el compromiso de seguir el esencial mandamiento del amor. Hay algunas otras riquezas, fruto de reflexiones y enseñanzas teológico-espirituales muy interesantes: miro a la Palabra y a la Liturgia, fuentes principales de la espiritualidad de los consagrados; miro a la vida fraterna en la vida religiosa (con la preciosa aportación de la 1

A. CENCINI, Il respiro della vita. La grazia della formazione permanente, Ed. San Paolo, 2002; L’albero della vita. Verso un modello di formazione iniziale e permanente, Ed. San Paolo, 2005; La verità della vita. La formazione continua della mente credente, Ed. San Paolo 2007.

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Instrucción La vida fraterna en comunidad), a la antropología y a la teología de los tres consejos evangélicos, al ejercicio de la autoridad, a la relación vida religiosa-mundo; ídem entre consagración y misión, así como entre vida fraterna y misión, etc. También en el plano de los “medios” mediante los que se construye la vida religiosa en la cotidianidad –por ejemplo para ayudar la oración, la vida fraterna, la misión- es posible encontrar ayudas, métodos, apoyos, experiencias ajenas, a menudo preciosas. Alguna vez conviene preguntarse si quien espera aún cosas nuevas sobre la vida religiosa, es como el Bautista que manda a preguntar: “¿Eres tú el que debe venir o debemos esperar a otro?” Y Jesús responde: “Andad y referid lo que oís y veis” (Mt 11, 3-4). Es verdad que, en nuestro caso, no siempre por desgracia, sucede algo nuevo y atrayente en el plano de los hechos, de la vivencia; pero cosas nuevas, inimaginables hace cincuenta años, a nivel de doctrina, de nuevas consciencias, y también de nuevas propuestas, hoy están aquí: son las que apenas he mencionado y muchas más. Las tentaciones. La vida religiosa está sufriendo, sin embargo, algunas tentaciones, o empujones que la desvían de los buenos caminos indicados. Tentaciones que seducen más o menos clamorosamente a los religiosos/as, y se cede a ellas más o menos vistosamente. Quizás sean las de siempre, pero con nueva apariencia, con vestido “moderno”. También en este caso me limito a señalar rápidamente (en referencia principal a las áreas geográficoculturales que mejor conozco: las del llamado mundo occidental). Pienso que tales tentaciones se pueden resumir en las siguientes. El secularismo. Con este término me refiero a cuanto reduce la fe a cosa de poco relieve, a algo apenas central, decisivo. En estos años ha descendido, oportunamente, cierto fideísmo, cierto devocionismo (se oye decir a los jóvenes: “basta de rezar a la Virgen…”), para dar prevalencia de la religión basada en la fe; pero no siempre ha sido reemplazado por una fe sólida, de raíz bíblica, asiduamente cultivada a nivel espiritual y teológico. Puede suceder, paradójicamente, que quien está en el convento no sea tan creyente… Pero sin una fe robusta, aunque difícil, todo el edificio de la vida religiosa –con su praxis, tradiciones, simbología, regla de vida, etc.- no se mantiene en pie; todo resulta máscara, puesta en escena, incoherencia. La mentalidad secularista induce a no tener en cuenta la propia vida de fe, la propia vida espiritual; la celebración litúrgica y la oración personal ni son deseables ni están en grado de incidir en la vida; cuanto hace más o menos directamente referencia a la fe, aun con cierta fidelidad exterior, se considera irrelevante. Se podría aplicar a estas situaciones la expresión de Isaías 29,13: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”, que Jesús aplica a los fariseos (cf. Mc 7,7). Por otra parte, si en el mundo secularizado la fe de los (presuntos) creyentes está puesta a prueba de manera notoria, la de los (presuntos) religiosos, ¿por qué no habría de sufrir las mismas pruebas? El aburguesamiento. Si la primera tentación afecta sobre todo al mundo de la fe, esta segunda afecta al estilo de vida, a la conformación a Cristo pobre y crucificado, a la condición –también social, económica, etc.- de quien puede seguir al Señor sólo tras vender cuanto tiene y darlo a los pobres (cf. Mt 19,21), y es invitado a la misión, sin “alforja para el viaje, sin dos túnicas, sin sandalias ni bastón” (Mt 10,10). La tentación de la penetrante mentalidad consumista, del buscar el bienestar a todo coste, es muy seductora e insistente. La vida religiosa ha abandonado, en general, una idea del “sacrificio” inspirada en una concepción a menudo “dolorista” de la salvación, que tendía a ver el sufrimiento como signo de ser amados y de amar a Dios. Se ha visto recuperada la dimensión gozosa de la experiencia cristiana entendiendo que el bienestar psicológico y físico no es forzosamente antievangélico. Hemos eliminado o interpretado ciertas formas de ascesis consideradas superadas: desde la disciplina (flagelación) al ayuno del viernes (a propósito, aún está en las Constituciones 85a, ¿quién no lo sabe?). Pero una vez más existe el riesgo de que la eliminación de algunos Gardin - Vita consacrata e formazione permanente

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ejercicios ascéticos, motivada por una discutible concepción de la penitencia, no se reemplace por una nueva pero también exigente visión de la sequela Christi que, en todo caso, comporta “llevar la cruz” y entregarse, no sin sufrimiento. La tentación de aburguesamiento puede hacer que la espiritualidad de la vida religiosa pierda la importante dimensión de “combate espiritual”, necesario a una vida cristiana seria. De hecho sin tal lucha se puede caer en una fácil, a veces inadvertida, adaptación al mal, o en la inercia espiritual; poco a poco, se renuncia a ser gestores atentos de la propia vida y de la propia historia, para ser víctimas de influjos externos o de mecanismos internos incontrolados. Entonces sucede –como justamente observa alguno- que si no se vive como se piensa, se termina por pensar como se vive; no nos modelamos según las propias convicciones, sino que somos modelados por convicciones extrañas que nos invaden. El individualismo. Me parece que se puede considerar el individualismo como el peaje que tal vez se debe pagar a la verdadera fraternidad, la cual se expresa en el respeto al otro y en la aceptación de su fragilidad. Es como si alguno dijera: puesto que tú me debes aceptar “fraternalmente” como soy, yo simplemente… hago lo que va en mi interés y comodidad; y si tú eres en verdad “fraterno”, respétame. Así, quien no se adhiere al proyecto de vida fraterna, propio de la vida religiosa, chantajea a los que aman la fraternidad. El individualismo es caer en la tentación de encerrarse en el “propio” mundo, cerrando las puertas: espacios, amigos, intereses, tiempos, aficiones… todo es propio, mientras los otros quedan fuera. Pero resulta que la vida religiosa está, por naturaleza, hecha de compartires: no sólo la casa, el dinero, las actividades, sino también la fe, la búsqueda de Dios, la oración, el estar juntos, la formación... Es inútil señalar en qué medida la mentalidad individualista pueda dañar la disponibilidad a la misión y al ejercicio de la obediencia. Por desgracia se debe reconocer que aquí y allí, tiende a crecer el número de religiosos que conciben todo, o casi todo, en función de la propia individualidad, sin sentirse vinculados a un proyecto común y sin querer rendir cuentas a otros de la propia vida. Por esto se podría decir que la vocación a la vida religiosa comporta una ulterior vocación a la vida fraterna, casi una “pasión fraterna”, un justo compartir la propia existencia con los otros, unidos en un proyecto de vida en el que todos se reconocen en profundidad. A la descripción de las tres tentaciones, quisiera añadir dos observaciones. La primera: estas tres tentaciones, o estilos de vida, se reclaman el uno al otro, van juntos; es difícil que exista uno sin los otros dos: eventualmente uno estará más acentuado, pero no será el único. La segunda: detrás de estas tres tendencias se podrían reconocer también exigencias o preguntas no tan negativas: por ejemplo, la necesidad de liberarse de una fe sólo exterior; una búsqueda legítima de “estar bien”, de llevar una vida serena y pacífica; un deseo de ser uno mismo, de tener una personalidad propia y no ser un simple número en una comunidad que a todos uniformiza. Quiero decir que no debemos demonizar todo y a todos, sino que debemos buscar las posibles preguntas legítimas que, tal vez, se esconden tras actitudes de por sí problemáticas o negativas. Vuelvo a la vida religiosa de hoy, situada entre las grandes riquezas y las grandes tentaciones dichas. Sea la capacidad de reconocer, asumir, valorar, vivir las riquezas, sea la de reaccionar sabiamente y con inteligencia evangélica ante las grandes tentaciones, ni son fáciles ni se improvisan. Y, volviendo al tema, exigen una disponibilidad a modelarse y remodelarse continuamente. Trabajar en estos frentes –acoger nuevas enseñanzas, nuevas indicaciones, nuevos estímulos, defenderse del ataque insistente de las tentaciones que inducen a debilitar la vida religiosa– es comprometido, requiere fortaleza, amén de constancia puesta a prueba ante tantos cotidianos soplos que buscan apagar eventuales entusiasmos. La formación permanente, surge más que nada como exigencia de actualizarse respecto a las res novae de la Iglesia, de la cultura, etc., deriva de la conciencia de que no se está formado de una vez para siempre, sino que debemos estar manos a la obra todos los días en la paciente construcción de la propia vida, entendida como respuesta fiel y siempre nueva a Gardin - Vita consacrata e formazione permanente

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la llamada. “Ninguno puede eximirse de aplicarse al propio crecimiento humano y religioso; ni ninguno puede presumir de sí y gestionar la propia vida con autosuficiencia”. Esta clara afirmación de VC 69 expresa bien el porqué y el qué es la formación permanente. Me parece que algunos, tal vez muchos, no han hecho aún propia la convicción expresada en tal afirmación de VC; otros sí han tomado conciencia; pero, de éstos, no todos tienen la suficiente disponibilidad para obrar en consecuencia.

2. Algunas razones de la formación permanente en la vida religiosa Prácticamente ya me he introducido en el tema centrado en la pregunta: ¿por qué la vida religiosa necesita de la formación permanente? En este punto temo repetir obviedades. Me expresaré sintéticamente trayendo al caso algunas densas afirmaciones de documentos del magisterio. a) Totalidad y progresividad Podríamos partir de una simple constatación: la vida religiosa no es ni una profesión, ni un rol a desempeñar junto a otros, ni una actividad en la que emplear parte del tiempo y de las propias energías. Un texto de VC 65 expresa de manera lúcida el modo de unirse al compromiso formativo de la vc: «La formación deberá alcanzar en profundidad a la persona misma, a todas sus actitudes o gestos, en los momentos importantes y en las circunstancias ordinarias de la vida, debe revelar la plena y gozosa pertenencia a Dios. Siendo el fin de la vida consagrada la conformación al Señor Jesús y a su total oblación, es a esto, sobre todo, a lo que debe mirar la formación. Se trata de un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre. Si este es el fin de la vida consagrada, el método que a ésta prepara deberá asumir y expresar el carácter de la totalidad. Deberá ser formación de toda la persona en todos los aspectos de su personalidad, en los comportamientos y en las intenciones». En este texto hay dos elementos importantes, los cuales nos reconducen a las dos razones fundamentales de la formación permanente: el de la totalidad de la vida religiosa, en el sentido de que implica a toda la persona, y el de la progresividad necesaria para alcanzar justo tal totalidad. La totalidad: todas las dimensiones de la persona consagrada están implicadas en su respuesta a la llamada: mente, corazón, voluntad. La persona consagrada toma en serio el “con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” de Jesús (cf. Lc 10,17). También la VC 16 precisa: “En la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo “más que al padre y a la madre, más que al hijo o la hija” (cf. Mt 10,37), propio de todo discípulo, sino a vivir y expresar tal seguimiento con la adhesión “conformativa” a Cristo de toda la existencia”, en una tensión total que anticipa la perfección escatológica, en cuanto es posible en el tiempo y según los distintos carismas”. Ser religioso no viene dado por lo exteriormente asumible y visible, sino por las convicciones radicales, situadas allí donde se toman las decisiones de fondo, donde se “controla”, o se decide la orientación de la vida entera, donde se forja la profunda identidad. Existen apariencias externas marcadamente religiosas pero sin el “corazón” ni la opción fundamental del religioso. El pasado, tal vez se contentó con cuanto parecía (especie de discernimiento vocacional): se trata sin embargo de entender lo que realmente es. Pero se debe decir que, como en otros ámbitos, aquí tampoco existe la rapidez. Y si también “lo repentino” podría ser de Dios –todo es en principio obra suya-, lo normal es que Gardin - Vita consacrata e formazione permanente

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Dios acepte la configuración al Señor Jesús tras procesos generalmente largos y graduales, como es propio a toda adquisición profunda. Por ello el mismo número de VC –el citado 65, que también describe la formación inicial- añade: “Está claro que, justo por la tendencia a la perfección de toda persona, la tarea formativa no cesa nunca». Todo esto, naturalmente, se revalida con convicción allí donde se declara la razón fundamental de la formación permanente: «La formación permanente (…) es una exigencia intrínseca a la consagración religiosa. El proceso formativo, como está dicho, no se reduce a su fase inicial, ya que, por los límites humanos, la persona consagrada no podrá nunca pretender haber completado la gestación de aquel hombre nuevo que, en toda circunstancia de la vida, lleva consigo los mismos sentimientos de Cristo. La formación inicial debe, por tanto, unirse con la permanente, creando en el sujeto la disponibilidad a dejarse formar todos los días de su vida. (…) Ninguna fase de la vida puede considerarse tan segura y fervorosa que excluya la ocasión de adecuadas atenciones para garantizar la perseverancia en la fidelidad, ni existe edad que pueda ver agotada la maduración de la persona» (VC 69). Creo que estas precisas afirmaciones ilustran de manera insuperable las razones de la formación permanente. Podríamos preguntarnos: ¿entran dentro de las convicciones de todos? Creo que se puede responder: - no todos las han hecho propias. Sigue en algunos la idea de que, completada la formación inicial, se es apto para ejercer el “rol” de religioso y tas tareas formativas se acabaron. - otros se dan cuenta de la verdad de estas afirmaciones y de la excelencia de la formación permanente, pero como la formación es, siempre y de cualquier forma, comprometida, exigente, trabajosa, la idea queda de hecho lejos de ser operada, pese a ser convincente. - otros manifiestan un esfuerzo en perseguir una real formación permanente, pero con frecuencia no encuentran el ambiente favorable, sobre todo cuando implica una merma de tiempo a otras actividades; son resistencias de quien tampoco cree en ella. b) Afrontar los cambios La vida está hecha de cambios, de diversas estaciones, en las cuales la fe, el amor, la sequela Christi, la práctica de los consejos evangélicos, la práctica de las intuiciones de Francisco (en nuestro caso), etc. no son, no pueden ser siempre los mismos. El n. 70 de VC, como los nn. 76-77 de PDV, en lo que mira a la vida del presbítero diocesano, son muy oportunos en mostrar los cambios inherentes a las principales fases de la vida. Cada uno tiene la propia historia y los propios modos de estar cara a Dios, a sí mismo, a los otros, a la vocación, a la Iglesia, a la comunidad religiosa, etc. Imaginar haber aprendido de una vez para siempre a regir la vida, como se aprende a guiar un vehículo, es irreal e ingenuo. Casos particulares aparte, hay cambios que no dependen tanto de la edad, o del verse al comienzo de la vida o a su fin. VC 70 recuerda que «al margen de las distintas etapas de la vida, cada edad puede conocer situaciones críticas a causa de factores externos –cambio de puesto o de cargo, dificultades en el trabajo, fracaso en el apostolado, incomprensiones o marginaciones, etc.- o factores más personales –enfermedad física o psíquica, aridez espiritual, lutos, problemas de relación interpersonal, fuertes tentaciones, crisis de fe o de identidad, sensación de insignificancia, etc.». Sólo quiero aludir a la “crisis”, tomando excusa de otro libro A. Cencini (que me pidió prologar su próxima publicación), justo sobre el tema de la crisis. El autor sostiene que un recorrido de vida religiosa o presbiteral ausente de toda crisis no sólo es irreal, sino que si Gardin - Vita consacrata e formazione permanente

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fuese real sería sospechoso. Quien no experimentase nunca una crisis –no necesariamente dramática o devastadora- podría revelarse simplemente incapaz de reconocerla: como quien no advierte una enfermedad indolora, por ausencia de síntomas que permitan su diagnosis. Cencini llega a concluir, provocador casi, que si es problemático el hecho de que se den muchas crisis, no lo es menos el hecho de que tantos presbíteros o consagrados que debieran estar en crisis no lo estén. Ahora se debe reconocer que una sólida y sistemática formación permanente es la que consigue no sólo hacer frente a las pequeñas o grandes crisis de la vida, sino que ayuda a transformarlas en ocasiones para madurar. c) Ser fieles Otra razón de la formación permanente se une al tema de la crisis: es la actitud de fidelidad. Algo que, como concepto y como opción, tiene escaso relieve y acogida en la actual cultura occidental, donde parece representar un auténtico contra reto. A mi parecer es bastante urgente, en la vida religiosa, prestar atención al significado de la fidelidad, la cual se sitúa en el corazón mismo de la sequela Christi. Ésta, de hecho, no puede ser entendida y vivida a intervalos, sólo en los días favorables, como a merced de las caídas de tensión espiritual. No puedo callar la perplejidad que me produce –no es para menos- el ver ciertas razones que motivan las peticiones de dispensa de votos: en varios casos se reducen a un “para encontrarse felices”. No entraré en el tema, complejo por los mil matices, pero justo este motivo de búsqueda de salida de la vida religiosa me hace pensar que probablemente deberíamos entender mejor la relación entre fidelidad a la llamada y felicidad. Deberíamos comprender qué es lo que corroe la alegría de la perseverancia. ¿Son sólo las circunstancias externas las que cambian, o se da un insuficiente cuidado de la propia fidelidad? Tantas pequeñas o no tan pequeñas infidelidades cotidianas, ¿no desembocan inevitablemente, casi por coherencia (un negativo de la fidelidad), en el abandono del camino empezado? Sin olvidar que se trata de los que abandonan a nivel institucional, cuando son tantos los que quedan en el convento deteriorando no poco el clima general de la comunidad a la que pertenecen. d) “Vean tu progreso” Otra razón que querría señalar, quizás poco considerada, la podríamos expresar como el derecho de la Iglesia a nuestro testimonio. En 1 Tim 4,14-16 se lee: «No descuides el don que hay en ti… Pon atención en estas cosas, entrégate de lleno a ellas, para que todos vean tus progresos. Cuida de ti mismo y de tu enseñanza y sé perseverante: haciendo así, te salvarás y salvarás a quienes te escuchan». El religioso es deudor a la comunidad cristiana de su ejemplo de vida, marcado por un nivel espiritual alto y un genuino estilo evangélico. Frente a una cultura que incluso exalta la transgresión, o la recomienda como “terapéutica”, se espera de nosotros, por citar a San Pablo, que todo en nuestra vida “espíritu, alma y cuerpo, se conserven intachables para la venida de N. S. Jesucristo” (1Ts 5,23). ¿Cómo sería posible todo esto sin el cuidado asiduo de nosotros mismos en la formación permanente? Es interesante la recomendación a Timoteo: “vean tus progresos”. El religioso debería mostrar que la sequela Christi es un camino de crecimiento, en el que se puede constatar, también desde el exterior, que años de ejercicio de la fe y de la caridad, de asidua escucha de la Palabra y de oración, de compromiso fraterno, de donación de sí en la misión, producen frutos visibles, riqueza para toda la comunidad cristiana. El religioso debería, por naturaleza, ser en la Iglesia maestro de camino espiritual, justo por su experiencia de formación continua. e) vivir la verdad que se es Gardin - Vita consacrata e formazione permanente

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Aún una razón. La formación permanente, rectamente entendida, comporta vivir la verdad de su ser (cf PDV 73). Se puede reflexionar mucho sobre la identidad objetiva del religioso –tema señalado hoy como importante-, pero si las connotaciones objetivas y universales de la identidad del consagrado no toman forma concreta en los subjetivos y particulares, esto es en lo que cada uno en particular es, se crea una dicotomía peligrosa. Cencini, en el libro citado, habla de un posible “exilio del individuo de su propia verdad”. Tenemos necesidad, por ejemplo, de desenmascarar el mal (psicológico, moral, relacional…) camuflado de muchas maneras en nosotros, pero también de reconocer más abiertamente un bien oscurecido o insuficientemente conocido de nosotros mismos. Retomo este aspecto porque un fenómeno a mi juicio bastante difundido es el cambio progresivo, no suficientemente advertido, del propio modo de pensar, de vivir la fe, de relacionarse con Dios y con los otros, de vivir la afectividad, la oración, el apostolado, etc. Se crean así transformaciones que, con los años, cambian no poco la persona, sin que ésta experimente grandes traumas, caídas verticales de tono. Se pierde poco a poco la alegría de la vocación. “¿Si volverías a nacer –se nos dice-, escogerías otra vez este camino?” Por otra parte, la formación permanente es siempre un intento de acortar la distancia entre la propia condición real y los ideales que se quieren (y se deben) alcanzar: la distancia entre el yo real y el yo ideal. Pero ¿cómo caminar hacia una meta precisa, que es justamente el yo ideal, cuando no está claro el punto de partida, esto es el real? ¿Cómo trazar un itinerario a la meta sin saber el punto de salida? Quiero remarcar que este vivir la verdad de su ser habilita para verificar no solo los retrocesos, sino también los progresos, el crecimiento espiritual, los logros positivos. Creo que todo esto, a veces, está presente en la vida de muchos religiosos más de cuanto aparece a primera vista. Y por suerte, porque cierto es el antiguo refrán: non progredi, regredi est: no progresar, de hecho es retroceder. f) El sentido de la misión Una última razón de la formación permanente (sin duda hay otras) nace de la necesidad de «tener constantemente a tiro el sentido de la misión» (PDV 75). La misión en la vida religiosa no representa simplemente el hacer, sino que pertenece a su ser. Por lo demás, no tienen sentido las distinciones, ni el contraponer el ser y el hacer: lo que hacemos y la manera en que lo hacemos nos “hace ser” de un cierto modo, plasma nuestra identidad. Si podemos diferenciar ser y obrar a base de análisis, en la vida concreta se entretejen y condicionan. “Poner a tiro el sentido de la misión” significa comprender cada vez más en profundidad que la misión no es algo que se añade a la condición del consagrado, no es tan sólo su actividad (visto que algo hay que hacer), sino que es algo propio de su naturaleza profunda. VC 72 afirma claramente que «la persona consagrada está en misión en virtud de su propia consagración, testimoniada según el proyecto del propio instituto»; por esto «la misión es esencial para todo instituto» (VC 75); y: «la misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida consagrada » (VC 25). De hecho, en nuestra Orden, la misión en sus distintas formas y ámbitos –expresión de la fe, compromiso de evangelización, capacidad de donación, servicio eclesial a muchos hermanos- se lleva la palma. También en tiempo representa a menudo la magna pars en la vida de muchos religioso: el apostolado, con anexos y conexos (preparación, organización de actividades, etc.). ¿Qué quedará de tantas horas dedicadas a la misión? ¿Es tiempo dedicado al anuncio de Dios en verdad o de búsqueda de sí mismo, de crecimiento espiritual propio y de los otros o de repliegue por necesidad de la propia inmadurez; de auténtico servicio o de afanosa tentativa de alimentar el propio narcisismo?

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También Cencini, en el libro citado, observa que si el sacerdote es sacerdos in æternum, alguno parece un puer æternus, un niño que no creció; y pone el ejemplo de aquel que alimenta en sí el «deseo de ser el centro del mundo, el primero y único, de ser amado y admirado como ningún otro (como quien manda), de prevalecer entre los hermanos y colegas,… cargando de envidia y celos las relaciones e infravalorando la realidad de la propia debilidad (padeciéndola de hecho)». Casos patológicos, se dirá, que no sanarán en un breve curso de formación permanente. Pero aún sin llegar a tales extremos, se debe pensar cuántos, aun padeciendo ligeramente lo apenas descrito, pueden dañar el sentido y la eficacia de la misión; la cual no está para nuestra personal afirmación y satisfacción, sino para responder al preciso mandamiento que el Señor confía a quienes llama. PDV 75 recuerda que, por lo que toca a la misión, con la formación permanente «el sacerdote (y el religioso) es ayudado a reconocer su responsabilidad, y al mismo tiempo, por una parte la espléndida gracia de una obligación que no puede dejarlo tranquilo –como Pablo debe poder decir: «Para mí evangelizar no es un título de gloria, sino un deber. ¡Ay de mí si no evangelizase!» (1 Cor 9,16)- y, por otra, de una potente demanda (explícita o implícita) de los hombres, a quienes Dios incansablemente llama a la salvación». Como ya he dicho, la necesidad absoluta de formación permanente se podría ciertamente fundamentar en otras razones. Por ejemplo podríamos recordar la necesidad de: - perseguir una madurez humana cada vez mayor; - «reavivar el don de Dios en nosotros» (2 Tim 1,6); - «formarse progresivamente una conciencia evangélicamente crítica hacia los valores y contravalores de la propia cultura» (VC 67); - «ejercitarse en el arte difícil de la unidad de vida» (VC 67), superando las desarmonías o las fracturas, más aún las oposiciones entre fe y vida, oración y acción, fraternidad y misión, apretura al mundo y vigilancia en los cotejos con la mundanidad, etc. En todo esto, la formación permanente constituye un medio indispensable. Concluyo ahora este punto con otra cita de VC 65: «Decir “sí” a la llamada del Señor, asumiendo en primera persona el dinamismo del crecimiento vocacional es responsabilidad inalienable del llamado, el cual debe abrir la propia vida a la acción del Espíritu Santo; es recorrer con generosidad el camino formativo, acogiendo con fe las mediaciones que el Señor y la Iglesia ofrecen».

3. Algunas humildes consideraciones prácticas Probablemente el desarrollo de mi tema podría concluir en este punto. Pero no resisto la tentación de añadir alguna idea concreta, tal vez por alguna tímida sugerencia, obviamente “discutible”, de esta venerable Asamblea. a) Una previa condición fundamental La experiencia, madurada por años de servicio a la vida consagrada, primero en la Orden, después en la Iglesia, me ha consolidado cada vez más en la condición de que la formación –inicial o permanente- se revela difícil, y por añadidura inútil, sin ciertas indispensables condiciones para asumir con seriedad los compromisos de la propia vida religiosa. La verificación de tales condiciones o requisitos, necesarios absolutamente, se realiza a través de un riguroso discernimiento vocacional antes del ingreso en la Orden y en el tiempo que precede a la emisión de la profesión solemne (sin contemplaciones, esperanzas tristes e ilusas de que el sujeto… cambie en el futuro: de hecho, la mayor parte de las veces, cambia, sí, pero a peor). Gardin - Vita consacrata e formazione permanente

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Si la formación permanente consiste en señalar caminos de crecimiento, adquirir cada vez más la «disponibilidad a dejarse formar cada día de la vida» (VC 69), esto exige algunas dotes “naturales”, inscritas en la base estructural de la persona. Porque la vida religiosa no puede convertirse en una especie de gran estructura terapéutica para psicóticos, o para personas de personalidad más o menos problemática. Por otra parte, las mismas ayudas dadas mediante las iniciativas de formación permanente, no encontrarán terreno fértil en estas personas. Serían como indicar el camino de subida a una alta montaña a un gordinflón: tras cien metros de ascensión volvería atrás torpemente, y quizás arrastrando consigo a algunos otros; o como ofrecer una buena pastasciuta (con perdón de los no italianos) a un bebé: en el mejor de los casos la escupiría asquerosamente. El “deseo de vocaciones” (de incremento numérico de la Provincia, Custodia, etc.) es una cosa; la “propuesta vocacional”, con su consiguiente camino formativo serio y exigente, es otra. Pero muchos nos dejamos aún condicionar insensatamente por el férreo principio del “no cerrar”, de mantener a toda costa las fundaciones. Vale preguntarse: ¿Qué fundaciones? ¿Significan algo para la Iglesia? ¿Y con qué hermanos, jadeantes ante la propia formación permanente? b) El protagonista de la formación permanente Es un principio repetido por todos que no puedo olvidar yo. La formación permanente no viene de cursos, jornadas, semanas… organizados a distintos niveles. También Cencini anota que para algunos (muchos) la formación permanente es «aún entendida, de manera reductiva y superficial, como unos cursos de puesta al día que se hacen de tanto en tanto para contener la tensión interior del presbítero/religioso, o para no perder el último tren de la renovación teológica y estar al paso de los tiempos». Pero escuchemos una vez más estos textos del magisterio: «Decir “sí” a la llamada del Señor asumiendo en primera persona el dinamismo del crecimiento vocacional es responsabilidad inalienable de todo llamado» (VC 65); «Nadie puede eximirse de aplicarse al propio crecimiento humano y religioso» (VC 69); «En cierto sentido, es justo él, el sacerdote, el primer responsable en la Iglesia de la formación permanente: porque sobre cada sacerdote cae el deber, con raíz en el sacramento del Orden, de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión cotidiana procedente del mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesial, como incluso el ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para volver atrayente la formación permanente si el individuo no está personalmente convencido de su necesidad ni aprecia las ocasiones, los tiempos, las formas de la misma. La formación permanente mantiene la “juventud” de espíritu, que ninguno puede hacer valer al exterior, sino que cada uno debe encontrar dentro de sí mismo. Sólo quien conserva vivo el deseo de aprender y de crecer posee esta “juventud”» (PDV 79). En otras palabras, se debe decir que las llamadas iniciativas de formación permanente, no son por sí mismas tal formación, sólo son ayudas para aquella autoformación que constituye la formación permanente, en sentido propio. Pero todo esto –como observa el texto citado de PDV - no basta «para volver atrayente la formación permanente si el individuo no está personalmente convencido de su necesidad». Por lo cual creo que aún se debe trabajar mucho, sobre todo para enraizar esta convicción en las generaciones de menos edad. En concreto: se trata –también- de promover un aprendizaje metodológico de medios y de praxis, para hacer de la formación permanente no una veleidad pasajera, o un “fuego de paja”, tras la participación en un curso entusiasmarte, sino algo sistemático, irrenunciable, consolidado, para cuidar de sí mismo: de la propia humanidad, de la propia fe, de la propia

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respuesta vocacional, de la propia espiritualidad, del propio camino hacia el encuentro definitivo con Dios. c) La comunidad Temo que declarar la comunidad como el ámbito principal de la formación permanente sea aún una afirmación compartida en la teoría, pero sin frecuente traducción práctica. Dicho sea sin caer en un estéril pesimismo: queda mucho camino por recorrer. Una razón de ello la veo en la preocupación –comprensible cuanto se quiera, pero no es la únicade pensar y formar las comunidades casi exclusivamente en función del apostolado, del trabajo a hacer. Que después se obtenga una “combinación” de personas que favorezca las relaciones comunitarias, es menos urgente. También sobre esto VC da indicaciones interesantes: «Puesto que la formación debe ser también comunitaria, su lugar privilegiado, para los Institutos de vida religiosa y las Sociedades de vida apostólica, es la comunidad. En ella da comienzo la fatiga y la alegría del vivir juntos. En la fraternidad cada uno aprende a vivir con quien Dios pone a su lado, aceptando las características positivas junto con las diferencias y los límites. En particular, se aprende a compartir los dones recibidos para la edificación de todos, porque “a cada uno le es dado un don particular del Espíritu para el bien común” (1 Cor 12, 7)» (n. 67). Pero se deberá reconocer que la comunidad –especialmente si es pobre en el plano humano, espiritual y apostólico- no puede cubrir los espacios en los que se da formación permanente. El texto citado, por otra parte, se refiere sobre todo a la formación a la vida fraterna, a la relación intracomunitaria. Pero es necesario valorar más, o descubrir, y activar la comunidad como lugar donde compartir y madurar la fe; donde nos evangelizamos recíprocamente antes de hacernos evangelizadores de los otros. Cuántas veces, en cambio, la comunión espiritual se hace fácil al exterior (hacia donde por desgracia se usa el tono “magisterial”), mientras se hace ardua y embarazosa en el interior de la comunidad (¿quizás porque en comunidad el tono “magisterial” encuentra escaso aplauso?). d) Fantasía formativa: intentar una y otra vez Aquí me dirijo sobre todo a quien tiene responsabilidad de gobierno (en la Orden, en la Provincia, en la comunidad) y uso esta expresión para señalar la necesidad de pensar, explorar, probar modos nuevos de ayudar a la formación permanente. Es demasiado importante este compromiso para renunciar a estimularlo y a repensar los instrumentos, también cuando algunas iniciativas no dan pronto los frutos esperados. Subrayo aquí el “pronto”, porque con frecuencia ciertas ideas y ciertas praxis tienen necesidad de largos tiempos, de mucha insistencia y constancia para consolidarse. Los frutos maduran lentamente sin que parezcan cambiar sustancialmente; como quien vive junto a una persona y no percibe el cambio de su aspecto pese a los años que pasan, mientras que quien la ve sólo después de los mismos años enseguida lo nota. Me permito ahora apuntar algunas ideas - En primer lugar en todo Capítulo provincial y en toda programación comunitaria, sobre todo al inicio del cuatrienio, el de la formación permanente debería ser uno de los puntos principales con iniciativas definidas como intocables. Es llamativo por ejemplo que personas que tienen en la Iglesia una elección de vida centrada en el “primado de Dios” no hagan ni siquiera ejercicios espirituales anuales. Igualmente, el retiro espiritual comunitario, incluso repensado o en nuevos modos, no debería faltar nunca con la frecuencia debida a quien considera la “vida en el espíritu” como su preocupación fundamental. Se debe hacer comprender que la formación permanente –en su sentido más genuino: como auténtica Gardin - Vita consacrata e formazione permanente

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autoformación- no es una posible “buena costumbre”, sino un serio deber moral en el que se juega la fidelidad a la vocación (¿alguno se confiesa de este pecado…?) - La incompatibilidad o dificultad de armonizar los compromisos formativos y los apostólicos debe ser afrontada con mucha seriedad, sin penalizar siempre los formativos. A mi juicio, una buena razón para proceder a reorganizar los conventos, allí donde sea necesario, viene justo del insuficiente espacio que el excesivo trabajo deja a la formación permanente. Quiero subrayar (lo escribo ya en mi primera carta a la Orden en 1996) que los conventos privados de “significado” no sirven ni a la Iglesia ni a la Orden. - Las iniciativas más eficaces para enseñar a hacer formación permanente son los cursos extensos; de cualquier manera en ellos se la quiere asentar. Los pequeños paréntesis que deja el tiempo, el “mordi e fuggi” (morder y escapar) sirven de poco. Para alimentarse se necesitan comidas sustanciosas, no un picar aquí y allá. Desde este punto de vista, la institución de tiempos extensos y estables, o programados con tiempo, cursos de apoyo a la formación permanente, es sin duda la iniciativa más eficaz. Algunos institutos religiosos misioneros llevan a cabo estos proyectos con seriedad. Pero ¿no estamos todos ya en tierra de misión y, además, asediados por las tres tentaciones de las que hablaba al principio? -Una iniciativa que yo sueño para la vida religiosa es la posibilidad de “noviciados” distintos (o como se quieran llamar), hechos en algunos momentos importantes de la vida. Al noviciado canónico, hecho sobre todo de adquisiciones de nociones teóricas y de experiencias tal vez interesantes pero un tanto artificiales, y para personas que aún no han hecho la elección definitiva, deberían seguir, a lo largo de los años, noviciados “reales” (por ejemplo semestrales) para quien ya ha acumulado experiencia de vida diversa y de los variados modos de vivir, por ejemplo la fe, la afectividad, la relación, la misión, la oración, las expectativas del futuro, el ejercicio de la autoridad, los votos, el sentido eclesial, etc. En este caso, a diferencia del noviciado canónico, la vida hablaría más que la teoría, sobre todo si somos ayudados debidamente por personas competentes. Tiempos largos de formación permanente se podrían “dar de nuevo” para otros tantos largos trayectos de vida. Y puesto que ésta se alarga cada vez más, creo que es cada vez más urgente preparar a las personas a vivir su ancianidad. Ayudada, y contando con la salud, la ancianidad puede aportar sabrosos frutos.

Conclusión Como anticipé, he dicho cosas sabidas. Pero la formación permanente no es otra cosa, pese a mi flaco discurso, que lo descrito. Está esencialmente dictada por la voluntad de responder a la llamada (bautismal, religiosa, eventualmente sacerdotal) no sólo al inicio del camino vocacional, por fuerza de la inercia, sino todos los días de la vida, hasta el último, de manera siempre nueva y atrayente. Ésta es la mejor enseñanza de la reciente reflexión sobre la vocación religiosa. Me agradaría terminar con una imagen. En el pasado la única formación conocida era la inicial: era percibida –me parece- como un recorrido hasta llegar a la meseta de la madurez sustancialmente alcanzada; después bastaba caminar por senderos más o menos llanos. Hemos entendido que el camino de la sequela es siempre de subida, es andar hacia una cumbre nunca realmente alcanzada, y subir siempre es más o menos arduo. Pero, como cuando se sube a la montaña, existe la posibilidad de contemplar panoramas siempre nuevos e interesantes. El panorama decisivo es la visión del Señor, cada vez más y mejor conocido y dado a conocer, cada vez más amado y dado a amar.

Roma, 24 diciembre 2009

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