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VIVIR NO ES NECESARIO, NAVEGAR SÍ
* Meditación en la Festividad de la Virgen del Carmen Por Antonio Orozco Delclós Arvo.Net, 11.07.2006-2011 Sumario: • El monte Carmelo • ¡Mar adentro! • Sólo un puerto para los navegantes • El Purgatorio • El escapulario del Carmen • El Purgatorio: Juan Pablo II y la síntesis de J. Ratzinger • El Purgatorio según el Catecismo de la Iglesia Católica
El monte Carmelo Hay en Palestina, al sureste de Haifa, un monte calizo de más de quinientos metros de altura llamado Carmelo (voz derivada de kerem, viña fértil o bello jardín de árboles). Allí se contemplan abundantes manantiales que embellecen el lugar con rica y variada flora: laureles, mirtos, encinas, tamarindos, algarrobos, cedros, pinos, lentiscos... La Sagrada Escritura celebra la belleza del Carmelo, pequeño paraíso donde el profeta Elías defendió la pureza en la fe de Israel, con aquel milagro del toro que, empapado, ardió en el altar... Después, la fe cristiana germinó para el mundo una rica espiritualidad en la que no podía faltar un grande amor a la más bella flor de la creación, llamada por el pueblo cristiano Flor eterna, Flor de las flores, Flor de género humano, Flor de la inocencia, Flor de las vírgenes, y también Flor del Carmelo. Nosotros la invocamos como Nuestra Señora del Carmen, y celebramos su fiesta el 16 de julio. Desde aquella cumbre se divisa amplio el mar. La Virgen Madre contempla a sus hijos navegantes; vela, y ellos lo saben. Quizá por eso la Virgen del Carmen es invocada como singular protectora de cuantos del mar viven. La mar compite con el cielo y la tierra en alabanzas a la Reina y Señora de todo lo creado, Emperatriz del Universo. En alguna o alguna nave griega se inscribía el lema: «vivir no es necesario, navegar sí» (Plutarco, Vida de Pompeyo). Era más importante vivir que navegar. Sin navegación la vida se hacía imposible. Vivir es navegar…
Todos somos gente marinera. La Iglesia es una barca, la de Pedro, surcadora por voluntad de Cristo Jesús de todos los mares todos de nuestro planeta, con el fin de atraer y aposentar a bordo la entera humanidad. Es el modo ordinario de llegar al puerto de feliz vida eterna. Parece un cuento de hadas, pero la palabra de Dios es inequívoca, aunque a menudo se exprese en parábolas. No hay palabras para describir lo que Dios tiene preparado para los que le aman.
El mar inmenso es igual y distinto. En ocasiones el sol se apaga, cae la niebla o la noche, ruge la galerna. Entonces los hombres alzan su mirada y ven cualquiera que sea la dirección de la brújula en la rosa de los vientos- una Estrella tal que cuanto más cerrada es la oscuridad, más densa la niebla o procelosas las aguas, más intensa y nítida brilla en lo alto. El ánimo se sosiega. Cada uno en su puesto, cumple seguro su tarea con la esperanza cierta, sin temor alguno, aunque… Al marinero en la mar nunca le falta una pena: ya se le rompe el timón, ya se le rifa la vela. No es para desesperar. Es el Amor de Dios que conduce a la verdad del conocimiento propio, a la realidad de la insuficiencia de la criatura que de otro modo a menudo no se entera. Sin humildad no se llega a puerto y es preciso mirar de continuo al Cielo, donde brilla la Estrella del Mar, Stella Maris, indicando el puerto final que da sentido a nuestro bregar contra el viento y la marea. No hay huracán ni ola tan brava en que pueda naufragar su Corazón Dulcísimo. La barca sigue rumbosa, tan gozosa en la borrasca como en la bonanza, porque todo es obra o permisión de Dios, para que los navegantes se enrecien y puedan entrar seguros un día en Dios, Santidad infinita. No deben agobiar las tempestades. Jesús duerme, su corazón vigila. Su Madre vela. El poeta canta: A la sombra de un navío me puse a considerar las fatiguitas que pasa un marinero en la mar. A la luz de la Estrella, comprendemos que son «fatiguitas» nuestros agobios. Y si acaso, ante el riesgo de zozobra, se colase de rondón el miedo en el alma, sería también ése un momento glorioso: «En la oscuridad de la noche, cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá!. -«Así tengo yo que clamar muchas veces con el corazón: ¡Madre!, ¡mamá!, no me dejes» (San Josemaría, Via Crucis, IV, 3). Sólo los niños y los que se hacen como niños entrarán en el Reino de los Cielos, Palabra de Dios. ¡Mar adentro! Lo que nunca ha de suceder es añorar la aparente seguridad de la tierra firme. En el contratiempo, la nostalgia de lo sólido es flojera en la fe. Si alguna vez ha de tocarse un puerto que no sea el definitivo, debes fondear pensando en que has de levar
Siempre prontos a oír la voz del Maestro: ¡Boga mar adentro! (Lc 5, 4). Para la gente marinera, el descanso ha de ser breve: quien se afane en conservar su vida, la perderá; vivir no es necesario, navegar sí. Es preciso hacerse a la mar, afrontar la aventura, encarar a menudo el temporal. Quien mire la Estrella, tendrá siempre claridad en la mente, paz en el corazón, fe firme, esperanza segura, amor encendido. Alcanzará la santidad, unión íntima con Dios Uno y Trino, requisito indispensable para arribar al Cielo. ¡Santidad! Quizá turbe esta palabra. Hay almas grandes, recias, que sin duda la alcanzarán. Pero yo..., en mi situación, con mis defectos patentes, con mis miserias ocultas, ¿cómo aspirar a tan grande maravilla? Si fuese otra mi coyuntura, si diverso fuese el mar o distinta la ola... !Qué misterioso es el barco: podría estar navegando ahora mismo por otros mares! ¿Por qué aquí y no allá? ¿por qué en esta ola y no en otra?, ¿por qué en calma exasperante, o bajo truenos y relámpagos, y no en la bonanza gozosa, con alentadora brisa? La coyuntura no es fruto del azar o del acaso. "Acaso", "azar", palabras vanas. Tampoco un ciego determinismo. El determinismo es siempre esclavo de la libertad. Tu situación es una encrucijada de libertades en la que señorea la Libertad de Dios, sapientísima, que amorosamente busca enlazarse con la tuya para conducirte a las honduras de la intimidad divina. ¡Respeta el misterio escondido en la Sabiduría infinita! Convéncete de que no serías más feliz en otro mar, en otra ola, bajo otro cielo. Tu coyuntura es óptima. Si es preciso, rectifica el rumbo. Boga mar adentro. Métete por caminos de oración y sacrificio, de trabajo esforzado, de servicio oculto y silencioso a Dios, a quienes te rodean, a la sociedad. La Estrella del Mar te sonríe. Tu horizonte está repleto de posibilidades magníficas. Escucha: "seguidme, y os haré pescadores de hombres" (Mc 1, 17). Se hará una gran bonanza en el mar cuando menos lo esperes. Olvídate de ti mismo y del tiempo. Asume tu responsabilidad específica en la Barca de Pedro. ¡Despierta!, mira que es grandísima la mar y hay que salvar no sólo tu alma, sino la de muchos que aún no se encuentran en ella y nadan en aguas amargas. Hay mucho que bregar. «La vocación cristiana es esencialmente vocación al apostolado», dice el Espíritu Santo (Vaticano II, AA, 2). Es cosa recia, faena de pescadores de hombres. En este contexto, la palabra de Jesús, nunca discriminante, significa tanto varones como mujeres. Todas y todos a navegar, remar y pescar. No sobran brazos. Faltan. Este mar “no es para viejos…” Sólo hay un puerto
Sólo hay un puerto: el Cielo eterno. Si allí no arribáramos, el fracaso sería total e irreversible. Como allá sólo puede entrar lo santo, porque Dios es tres veces Santo, es natural que diga: «Sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2). Esta singladura culmina en la Santidad, con mayúscula. Santidad significa unión con Dios. Amistad con Dios. Enlace de libertades, la humana con la divina: Amor. Nos guía la Estrella inmaculada, Madre de Dios y Madre nuestra, Madre buena que nos limpia cuando acudimos a su regazo, nos lleva de la mano al sacramento del Perdón y nos pone guapísimos para presentarnos dignamente ante el trono de Dios.
El Purgatorio A veces -¡ay!- nos resistimos, nos falta amor, no somos mortificados, no hacemos penitencia suficiente, y podemos morir, sí, en amistad con Dios, pero con manchas, con lastres que soltar, enganchados a cosas no del todo claras. Entonces, la Misericordia sin límite lleva el alma al Purgatorio. Son, aquellos, mares de fuego. No como los angustiosos del Infierno, donde no existe esperanza alguna. En lo que llamamos Purgatorio no hay odio, sino conocimiento amoroso de Dios y, en él, de la verdad de uno mismo, con la esperanza certísima de poseerle un día. Hay mucha luz, mucho amor allá. Por eso son tan dolorosas las ofensas cometidas sin reparar. Se ha dicho que son mayores aquellos dolores que los más grandes de la tierra. Sin embargo, quienes allá se encuentran, no los cambiarían por los más grandes placeres de este mundo. Saben que su dolor les purifica, cauteriza sus heridas, les enciende en amor y les aproxima a la visión de Dios. Así gozan, aunque sea nadando en mares de fuego. Así debemos gozar nosotros en la tierra con nuestras siempre pequeñas fatigas: el dolor, la enfermedad, el sacrificio que conlleva la fidelidad al deber de cada instante. «Si sabes que esos dolores -físicos o morales- son purificación y merecimiento, bendícelos» (Camino 219). El dolor, aquí en la tierra, puede ser un castigo merecido, pero a menudo es, como decía Juan Pablo II, con profundo sentido de eternidad, un tesoro inmerecido. El escapulario del Carmen Así no hay miedo a la vida ni a la muerte. El dolor que implican es un valor inestimable. Y para llevarlo con alegre elegancia nos revestimos al gusto de Nuestra Madre, con el escapulario del Carmen. De este modo nos hallamos seguros en el lance supremo: quien muera «con este escapulario no sentirá
pena de fuego eternamente, y muriendo con esto será salvo». Son palabras de la Virgen Santísima. «No se trata de asuntos de poca monta, aseguraba Pio XII, sino de la consecución de la vida eterna en virtud de la promesa hecha, según la tradición, por la Santísima Virgen. Se trata, en otras palabras, del más importante de los negocios y del modo de llevarlo a cabo con seguridad». Es la garantía del triunfo absoluto, no por medio de algún mágico amuleto, sino de una prenda que se porta día y noche como 'símbolo elocuente de la oración que invoca el auxilio divino y de la consagración al Corazón santísimo de la Virgen Inmaculada'» (PIO XII, Carta, con ocasión del centenario del escapulario del Carmen, AAS 42, 1950, pp. 390-391). Además, ese símbolo acomodado a nuestro modo humano de ser, espiritual y sensible a un tiempo, encierra otra seguridad maravillosa: «Yo soy la Madre de la Misericordia -dice Nuestra Señora del Carmen-, y descenderé al Purgatorio el primer sábado después de la muerte (de quien haya llevado dignamente el escapulario), y lo libraré para conducirlo al Monte Santo de la vida eterna» (JUAN XXII, Bula Sacratissimo uti culmine, 3-II-1932). ¿Quién despreciará, por menuda, cosa que encierra tan firmes y relevantes promesas de la Madre de Dios? ¿Quién dudará de la omnipotencia suplicante de Nuestra Señora del Carmen? ¿Quién sonreirá displicente ante la humildad mariana? «Creemos que entre estas formas de piedad mariana deben contarse expresamente el Rosario y el uso devoto del Escapulario del Carmen. Esta última práctica, por su misma sencillez y adaptación a cualquier mentalidad, ha conseguido amplia difusión entre los fieles con inmenso fruto espiritual» (Pablo VI, Exhortación Ap. Marialis Cultus). «Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen, escribe san Josemaría. -Pocas devociones hay muchas y muy buenas devociones marianas- tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices-. Además, ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!» (Camino, 600). Así pues, la vida es singladura divina y la muerte, ¡Vida! En todo lugar y momento -salvo en el abismo del Infierno- acompaña la Estrella del mar en las bonanzas y en las tempestades; en los fríos y en los calores, en la vida y en la muerte. Y es muy singular lo que acontece cuando el sol luce con claridad meridiana: la Estrella no se va, no se desvanece, mantiene pleno su encanto, el arrebol de su rostro, el brillo de su mirada, la luz de su sonrisa. Con Ella en la mente, en el corazón, en la mirada, podemos salvarnos no sólo del fuego eterno del Infierno, sino también del Purgatorio, y alcanzar el triunfo definitivo en el instante mismo de la «muerte». Momento trágico para el supuesto autosuficiente. Momento glorioso para el que anda en verdad. Una última consideración. «Mas no piensen los que visten el escapulario que podrán conseguir la salvación eterna abandonándose a la pereza y desidia espiritual, ya que el Apóstol nos advierte ‘trabajad por vuestra salvación con respeto y sinceridad’» (Pío XII, l.c.). Respeto, sinceridad, coherencia vital, unidad de vida, autenticidad... ¡qué estupendas virtudes!. De todas es maestra y espejo la Flor del Carmelo, nuestra esperanza.
Vivir no es necesario, navegar sí. Sólo Dios es necesario, pero si vivimos, es necesario navegar hacia la Vida eterna, plenitud de sabiduría y amor. ¡A los remos remadores! ¡Esta es la nave de amores! (Gil Vicente) Antonio Orozco ___________ Referencias: Concilio Ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: DenzingerSchönmetzer, 1304; Concilio Ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820)». Catequesis del Papa Juan Pablo II, 4.VIII.1999. Joseph Ratzinger.Benedicto XVI, Conferencia en la Academia Cristiana en Praga el 30-3-1992. Publicada en Joseph Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, Valencia 2003, cap. 13, pp. 145-166. Benedicto XVI, Encíclica, Spe salvi. _______________ ANEXO EL PURGATORIO Juan Pablo II dedicó una de sus Catequesis al Purgatorio. Indicó que la misericordia que nos ofrece el Señor «no excluye el deber de presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14). Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.» Y añadía el Papa magno: «Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección [...] No se trata de una especie de prolongación de la situación terrena, sino de la posibilidad de limpiar toda imperfección de los que alcanzaron ya el
amor de Cristo. Por eso se mantienen en comunión eclesial con quienes ya gozan plenamente de la vida eterna en el cielo y los que aún caminamos en este mundo hacia la casa del Padre, pudiendo beneficiarse de la solidaridad eclesial que se realiza a través de la oración, los sufragios y las obras de caridad de los hermanos en la fe.» (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820)». [Catequesis del Papa Juan Pablo II, 4.VIII.1999].
La síntesis de Joseph Ratzinger.Benedicto XVI Si el Purgatorio es «lugar» (o más bien «estado», como dice Juan Pablo II) de purificación, previa a la unión total con Cristo, qué es lo que puede purificar a fondo? La respuesta esencial es: el Amor de Cristo. Sólo el amor puede purificar, restaurar, perfeccionar, completar, encender -como quiera decirse o sea lo que fuere, lo que se precise-, el amor imperfecto. De ahí, nos parece, que Joseph Ratzinger, diga sencillamente: «El lugar del purgatorio es, en último término, el mismo Cristo». ¿Qué quiere decir esto? Aventuramos lo siguiente. Sólo el contacto –sea con presencia sensible o de algún otro modo - con el fuego del Amor de Cristopuede cauterizar las heridas del desamor y encender el amor a Cristo Redentor del hombre; sólo esto puede constituir esencialmente el Purgatorio. Cuidado: el Amor no es cosa de broma. También el fuego es metáfora tanto del amor de Dios como de su ausencia, el infierno. Si es verdad que el encuentro pleno con el fuego del amor de Dios será un éxtasis inefable de
felicidad embriagadora, la experiencia terrena también nos enseña que el amor puede hacer sufrir indeciblemente. Ahora bien, ¿no es, para quien ama a Cristo, un gran consuelo, saber que en todo caso, el Purgatorio será un cierto modo de encuentro con Él –en definitiva, con su Amor-, lo que nos purificará lo que sea necesario? Por eso no es de extrañar encontrarse con santos que han deseado pasar por el Purgatorio, por su gran deseo de encontrarse con Dios perfectamente purificados, al tiempo que han alimentado el deseo de alcanzar la santidad necesaria para “saltarse en purgatorio a la torera” como decía castizamente san Josemaría Escrivá. Pero no lo temía porque miraba al dolor como un tesoro purificador, prueba de la misericordia de Dios que ofrece a quien no ha sabido cumplir plenamente su deber la posibilidad de alcanzar el amor perfecto después de la muerte. Caso distinto, obviamente, es el del que muere en enemistad con Dios. Decía el cardenal Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI: «El lugar del purgatorio es, en último término, el mismo Cristo. Si nos encontramos con él sinceramente, llegará a suceder por sí mismo de tal manera que toda la miseria y la culpa de nuestra vida, que en la mayoría de los casos habíamos mantenido cuidadosamente oculta, aparece punzante ante nuestra propia alma en ese instante definitivo de presencia de la verdad. La presencia del Señor transforma todo lo que en nosotros es complacencia en la injusticia, en el odio y la mentira, y actúa como una llama ardiente. Ella se convertirá en dolor purificador, que consume en nosotros todo lo que es irreconciliable con la eternidad, con la vitalidad transformadora del amor de Cristo». (Conferencia entre la Academia Cristiana en Praga el 30-3-1992. Publicada en Joseph Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, Valencia 2003, cap. 13, pp. 145-166). También así J. Ratzinger comprende el significado del Juicio: «Podríamos decir otra vez: el juicio es el mismo Jesucristo, que es la verdad y el amor en persona. Él ha entrado en este mundo como la íntima referencia para toda vida individual. Que el juicio lo constituye el encarnado, crucificado y resucitado, incluye dos aspectos mutuamente dependientes: significa, en primer lugar, lo que nosotros ya hemos considerado: todo lo vil, desviado y pecaminoso de nuestra existencia es puesto al descubierto por este centro de referencia; y a través del dolor de la purificación hemos de liberarnos de ellos.» [Ibid.] Pero más autorizado aún es lo dicho por el ya papa Benedicto XVI en la Encíclica Spe salvi: [45 último párr.]«La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el
deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno.[37] Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son.[38] 46. No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres – eso podemos suponer– queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra podría ocurrir? San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte. Y continúa: « Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego » (3,12-15). En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salvación de los hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el « fuego » en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno.
47. Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas cronométricas de este mundo la « duración » de éste arder que transforma. El « momento » transformador de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del « paso » a la comunión con Dios en el Cuerpo de Cristo.[39] El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia– de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación « con temor y temblor » (Fil 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro « abogado », parakletos (cf. 1 Jn 2,1). 48. Sobre este punto hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante para la praxis de la esperanza cristiana. El judaísmo antiguo piensa también que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (cf. por ejemplo 2 Mc 12,38-45: siglo I a. C.). La respectiva praxis ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad y es común tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. El Oriente no conoce un sufrimiento purificador y expiatorio de las almas en el « más allá », pero conoce ciertamente diversos grados de bienaventuranza, como también de
padecimiento en la condición intermedia. Sin embargo, se puede dar a las almas de los difuntos « consuelo y alivio » por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el « purgatorio » es simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí.[40] Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal.» En la tarde de nuestra vida seremos juzgados por el amor, sintetizó san Juan de la Cruz. ¡Hay poco tiempo tiempo para amar!, urgía san Josemaría. Vuelvo a su idea ya recordada más arriba: «Si sabes que esos dolores -físicos o morales- son purificación y merecimiento, bendícelos» (Camino 219). Un buen propósito sería: ¡no quejarme nunca de nada! Más vale pasar amando el purgatorio aquí y ahora, de modo que «el primer momento» de nuestra vida eterna esté limpio de toda mancha, porque sea todo amor. La Virgen del Carmen nos lo puede conseguir con nuestra correspondencia libre y generosa a la Gracia de la que Ella, Madre de Misericordia, es Mediadora.
EL PURGATORIO SEGÚN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA ¿Qué es lo que la Iglesia ha definido como verdad ciertamente revelada por Dios acerca del Purgatorio? En realidad, poco, a parte de su existencia y de su función purificadora. El Catecismo de la Iglesia Católica le dedica estos tres puntos: N. 1030 III. LA PURIFICACION FINAL O PURGATORIO Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. N. 1031.- “La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador: ‘Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro’ (San Gregorio Magno, dial. 4, 39).” N. 1032.- “Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos: "Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su Padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos" (San Juan Crisóstomo, hom. in 1 Cor 41, 5).”
©Antonio Orozco Delclós ©Arvo Comunicación
Foto: http://mivirgendelcarmen.wordpress.com/2010/07/21/62fotografias-virgen-del-carmen-monasterio-del-corpus-christi-ysan-jose-carmelitas-descalzas/