Volutas del deseo: hacia una lectura del orientalismo en el modernismo hispanoamericano

MLN 383 Volutas del deseo: hacia una lectura del orientalismo en el modernismo hispanoamericano Francisco Morán Ahora me río como una loca, sacudido

0 downloads 126 Views 116KB Size

Recommend Stories


ÉRASE UNA VEZ... EN EL MODERNISMO HISPANOAMERICANO. Carmen Luna Sellés
“ÉRASE UNA VEZ...” EN EL MODERNISMO HISPANOAMERICANO Carmen Luna Sellés Resumen: El anhelo de “volver a contemplar la naturaleza con claros ojos infan

EL MODERNISMO HISPANOAMERICANO Y EL TEATRO: UNA REFLEXION
EL MODERNISMO HISPANOAMERICANO Y EL TEATRO: UNA REFLEXION POR GUILLERMO SCHMIDHUBER University of Cincinnati En los iltimos tres lustros del siglo x

EL ENSAYO HISPANOAMERICANO, DEL MODERNISMO A LA MODERNIDAD
EL ENSAYO HISPANOAMERICANO, DEL MODERNISMO A LA MODERNIDAD POR PETER G. EARLE University of Pennsylvania En tres etapas se desarroll6 el ensayo hisp

UNA LECTURA DEL ENSAYO
U NA LECTURA DEL ENSAYO En la más reciente edición del afamado Diccionario Penguin de términos literarios y teoría literaria, que data de 1999, leemos

Story Transcript

MLN

383

Volutas del deseo: hacia una lectura del orientalismo en el modernismo hispanoamericano Francisco Morán Ahora me río como una loca, sacudido más bien por espasmos pilóricos: y es que en lugar de gallinas culecas, ramas de guásimas, chivos y conejos, me veo en un decorado regio, muebles negros laqueados, de ángulos rectos y muy bajos, tapices con círculos blancos, columnas de espejos fragmentados. Sobre las mesas oscuras, ramos de oro, en delgados búcaros japoneses; biombos y cojines turcos, malvas y plateados. . . . Severo Sarduy

Quizá uno de los camerinos peor iluminados del modernismo hispanoamericano lo sea el llamado orientalismo. La crítica no ha dejado de mencionar el exotismo orientalista de los modernistas, muchas veces asociado a una de las imágenes que más han contribuido a las defenestraciones políticas del modernismo: la torre de marfil. El orientalismo pareciera no haber sido, entonces, sino otra línea de maquillaje, otra de las imposturas, de las salidas de emergencia, o de fuga, de “lo americano.” Quizá sea esa la razón por la que resulte tan difícil encontrar lecturas críticas del discurso orientalista en el modernismo hispanoamericano.1 ¿Es que acaso el chino, o el japonés, 1 Mientras trabajaba en mi disertación doctoral, llamó poderosamente mi atención la escasez de bibliografía crítica sobre el orientalismo modernista. Un colega no pudo recomendarme más que un artículo sobre el asunto—“Orientalism, Absense and the

MLN 120 (2005): 383–407 © 2005 by The Johns Hopkins University Press

384

FRANCISCO MORÁN

son, en verdad, sujetos exóticos, extraños a la formación de la cultura latinoamericana? ¿O no será, por el contrario, que la crítica—más o menos desatenta—es la que los ha exotizado?2 Mi intención, aquí, sin embargo, no es responder a esta última pregunta, sino sugerir una posible lectura del orientalismo modernista. Para decirlo de una

Poem en Prose,” de Tom Bebee—y hasta me pidió que, de hallar algo más, se lo dejara saber. De más está decir, pues, que la reciente publicación de Orientalismo en el modernismo hispanoamericano, de Araceli Tinajero (Indiana: Purdue UP, 2004) constituye en este sentido una importante contribución. Ver también, de Sylvia Molloy, “Of Queens and Castanets: Hispanidad, Orientalism, and Sexual Difference” en Queer Diasporas (Durham: Duke UP, 2000), y “The Politics of Posing: Translating Decadence in Fin-de-Siècle Latin America” en Perennial Decay. On the Aesthetics & Politics of Decadence (Philadelphia: U of Pennsylvania P, 1999). Aunque este último artículo no se enfoca en el orientalismo en particular, contiene una incisiva lectura del poema “Kakemono,” de Julián del Casal. 2 La inmigración asiática en América Latina tuvo una fuerza mayor de lo que muchos, aún hoy, podrían pensar. Según las cifras y datos aportados por Walton Look Lai en The Chinese in the West Indies (1806–1995) A Documentary History (Kingston: The UP of the West Indies, 1998): “[m]ucho antes de las migraciones masivas de los 1840s y los 1850s, pequeñas cantidades de chinos habían aparecido, en los comienzos de la conquista y colonización españolas, en varias sociedades latinoamericanas.” Afirma Look Lai que existen “informes autorizados acerca de la existencia de sirvientes, trabajadores textiles, agricultores y barberos chinos en la Ciudad de México, Acapulco, y en el estado de Michoacán a comienzos del siglo XVII.” Y agrega: “Otro hecho sorprendente es que, en una fecha tan tardía como 1860 había más chinos en el Caribe y en América Latina que en Norteamérica. De acuerdo con las estadísticas del censo nacional, había, solamente en Cuba, 34,834 chinos, mientras que la cifra en Estados Unidos era de 34, 933” (6). (Ésta y el resto de las traducciones, a menos que indique lo contrario, son mías.) El dato sobre la numerosa presencia de chinos en Cuba resulta revelador a la luz de lo que afirma Manuel Moreno Fraginals en el sentido de que “la inmigración de chinos fue, después de la trata de negros, el aporte más serio que durante el siglo XIX se hiciera al mercado cubano de trabajo” (El Ingenio [La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1978] I, 308). Ahora bien, en lo que respecta a América Latina en su conjunto—y no sólo al Caribe—Look Lai agrega: “En todo el período que va hasta los 1880s, en efecto, tanto el Caribe como América Latina recibieron tanto como el 45% de los aproximadamente 600,000 chinos que partieron hacia las Américas, con cerca del 51% (142,000) hacia Cuba, el 36% (100,000) hacia Perú, el 7% (19,000) hacia las colonias británicas en el Caribe, y el restante 6% se dispersó a través de América Central (Panamá y Costa Rica), la Surinam holandesa, las colonias francesas del Caribe, Brasil, Chile y Ecuador. Esta cuenta no incluye los movimientos de emigrantes libres hacia América Latina posteriores a 1874, especialmente hacia el norte de México durante el régimen de Porfirio Díaz (1876–1911), una fracción de los cuales entró a través de California, pero la mayoría de ellos constituyó una corriente independiente a fines del siglo XIX (alrededor de 2000–3000 hacia 1900, y cerca de 13,000 hacia 1910)” (6–7; traducción mía). Aunque esta información estadística pueda parecer excesiva, consideré necesario incluirla por las siguientes razones: 1) Evidencia la existencia de una numerosa población asiática que se distribuyó—si bien no de manera equitativa—a través de una vasta porción del territorio latinoamericano. 2) La presencia asiática coincide a fines del siglo XIX—y ya veremos que no es una coincidencia—con el surgimiento y auge del modernismo hispanoamericano.

MLN

385

manera abreviada, creo que esa lectura debería, por lo menos, considerar el orientalismo de los modernistas en un contexto que incluyera la emergencia del discurso latinoamericanista—dentro del propio modernismo,—los discursos racista, médico-higienista, antropológico, criminalista, y sobre la sexualidad que alcanzaron un particular auge en Occidente a fines del siglo XIX, así como la importancia del estilo en las imposturas y máscaras del modernismo. Por otra parte, este análisis conduciría—según me propongo demostrar—a la visibilidad del deseo homoerótico en la América Latina de fin-de-siècle, así como al pánico homosexual3 que esa visibilidad no falló en suscitar. Finalmente, propongo que el orientalismo de los modernistas frustra el deseo del discurso latinoamericanista—o del arielismo rodosiano—de construir la diferencia de “Nuestra América,” en términos de una diferencia cuyas fronteras podrían cartografiarse de manera precisa. El sujeto oriental es, probablemente, uno de los que más resiste cualquier intento de delimitar un “adentro” vs. un “afuera.” Si bien los barrios chinos, o los Chinatown, pueden ser leídos como espacios de marginación respecto a la centralidad nacional, también lo es que, por la misma razón, ellos impiden la homogeneización a que aspiran todos los imaginarios nacionalistas. No es casual que, paralelo al deseo orientalista que caracterizó al modernismo se desarrollara también, en las élites ilustradas de América Latina, una línea de pensamiento que pudiéramos calificar, con absoluta justicia, como anti-orientalista. Este anti-orientalismo estuvo visiblemente marcado por una lectura del sujeto oriental que de manera persistente fue considerado como un cuerpo extraño en el cuerpo de la Nación, y como constitutivamente decadente, tanto en el sentido físico como moral. Esa decadencia representaba, ponía en peligro—y cuestionaba desde dentro—el vigor de la Nación, en particular, y de América Latina, en general. Desde esta perspectiva, el orientalismo modernista—que hemos visto casi siempre como otra de sus imposturas, una línea de maquillaje importado de los centros metropolitanos, sobre todo de Francia—reclamaría una lectura más balanceada que lo considerara, también, como un desafío y/o reescritura de ese discurso anti-orientalista que hemos mencionado. Se impone, en este punto, considerar si sería útil para nuestra 3 Es decir, de eso que, en términos de Eve Sedgwick Kosofsky, constituye “la forma más psicologizada y privada en que muchos hombres occidentales del siglo veinte experimentan su vulnerabilidad a la presión social del chantaje homofóbico” (Epistemology of the Closet [Berkeley: U of California P, 1990] 21; traducción mía).

386

FRANCISCO MORÁN

lectura del orientalismo modernista, la definición acuñada por Edward Said, es decir, ver en el orientalismo “un estilo occidental que pretende dominar, reestructurar, y tener autoridad sobre Oriente” (21).4 Tal orientalismo sólo parece tener lugar en los centros de poder metropolitanos, que son los que obviamente aspirarían a ejercer esa autoridad. No obstante, creo que sería un error desmarcar al orientalismo que se produce a fines del siglo XIX en Hispanoamérica de esa encrucijada en la que, siguiendo a Said, tiene lugar el Orientalismo: en la intersección de conocimiento y poder. Si bien es cierto que los latinoamericanos no podían—dada su posición periférica respecto a los centros de poder—imaginar siquiera con colonizar al Oriente, tampoco podemos negar que el orientalismo fue utilizado, por una parte, para construir la otredad límite de América Latina, y, por la otra, para figurar—por su reverso—al sujeto nacional, como sucede, según veremos, en el caso específico de Cuba. Para sólo mencionar algunos ejemplos de lo que estamos diciendo, recuérdese, por ejemplo, que Rómulo Gallegos, al presentar al personaje quizá más sombrío de su novela Doña Bárbara (1929)— Melquíades, significativamente llamado el Brujeador —expresa que éste era “uno de esos hombres inquietantes, de facciones asiáticas, que hacen pensar en alguna semilla tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo. Un tipo de razas inferiores, crueles y sombrías, completamente diferente del de los pobladores de la llanura” (10).5 El miedo, la escritura ansiosa y racista de Gallegos—expresados en términos como “inquietantes,” y razas “crueles y sombrías”—marca el límite de la tolerancia, allí donde la diferencia se inscribe como lo otro que no puede, ni quiere ser asimilado. La diferencia “completa” del sujeto oriental lo sitúa, por otra parte, en el límite mismo de la representatividad, no ya del sujeto nacional, sino, incluso, del sujeto humano en general. Esta percepción, según veremos, se consolida a fines del siglo XIX con la irrupción, tanto en el imaginario letrado como en el popular, del monstruo. El cuerpo del asiático no se deja leer, resiste, desde su “extrañeza,” a la epistemología occidental, de ahí que resulte “inquietante,” y, en su diferencia radical, monstruoso. Además, “caída en América quién sabe cuándo ni cómo,” la semilla asiática queda definitivamente marcada como una presencia intrusa, no americana. Paradójicamente, la imagen misma de la semilla

4 5

Edward W. Said, Orientalismo (Madrid: Libertarias, 1990). Rómulo Gallegos, Doña Bárbara (Madrid: Astral, 1988).

MLN

387

sugiere el poder generador, la metástasis que, si bien perturbadoramente, está inscrita en esa supuesta extrañeza. En otro de los textos más importantes del canon literario hispanoamericano, Facundo, la “tribu árabe que vaga por las soledades asiáticas” se nos presenta como alienada de cualquier posibilidad de progreso, por cuanto “no puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo” (17). La comparación entre la pampa argentina y lo que Sarmiento llama las “soledades asiáticas,” se asienta, simbólicamente, en la barbarie, o sea, en “el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidades de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debate” (14). También José Antonio Saco, en un artículo titulado “Los chinos en Cuba”—publicado en Madrid en 1864— advertía de la necesidad de considerar la presencia china en la Isla “bajo [...] tres aspectos distintos, a saber: el de los intereses puramente materiales, el de la moral pública y el de los peligros políticos que encierra el porvenir” (193). Haciéndose eco de lo que fuera quizá la mayor ansiedad generada por los prejuicios racistas de su tiempo, Saco afirmaba entonces que “Cuba empieza ya a sentir el veneno que en las costumbres públicas están derramando esos corrompidos asiáticos” (193). Así, a través de todo el siglo XIX el asiático es objeto de una creciente discriminación que lo marca, en algunas regiones del continente, como una otredad radical, más allá de la cual el sujeto nacional y el latinoamericano no pueden ser imaginados. Tanto la extrañeza como la supuesta decadencia racial del asiático remiten también, en el discurso racista, al género. Debemos recordar que Richard von Krafft-Ebing había insistido en que “[a] mayor desarrollo antropológico de la raza, más marcados serían estos contrastes [los caracteres primarios y secundarios] entre el hombre y la mujer, y viceversa” (28).6 El cuerpo lampiño, la constitución corporal—menos musculoso en el hombre—así como los trabajos que en su mayoría debieron desempeñar en América—lavanderos, cocineros, verduleros, artesanos—localizaban al chino en ese grupo raro en el que Krafft-Ebing reunió a los “castrados, a las mujeres con voz de bajo (desarrollo anormal de la laringe), una pelvis estrecha, barba, senos poco desarrollados, etc.” (28–29). De hecho, la castración simbólica del asiático ha perdurado en el lenguaje popular

6 Ver Krafft-Ebbing, Psychopathia Sexualis (New York: Arcade Publishing, 1965). La obra se publicó originalmente en 1886.

388

FRANCISCO MORÁN

cubano en la expresión “tenerla como un chino,” la cual alude a un sujeto disminuído en su virilidad. Todavía en 1906 Fernando Ortiz se hacía eco de lo que Leroy-Beaulieu—a quien cita—había afirmado en De la colonisation chez les peuples modernes (París, 1902): “La inmigración china en Cuba, que se ha hecho en gran escala, ha traído un nuevo elemento de inmoralidad” (Los negros brujos 13). ¿Qué clase de inmoralidad era ésta? La pregunta es pertinente porque, más adelante, Ortiz insiste: “Los chinos, por su vida social concentrada, no trasmitieron a las demás razas los más funestos de sus vicios” (16).7 ¿A qué vicios se refiere Ortiz? ¿Cuáles serían ésos que no vacila en calificar como “los más funestos”? Tenemos que recordar, entonces, lo que el Dr. Louis Montané había expresado en 1890 en su ponencia “La pederastia en Cuba”: “Los chinos no figuran en nuestro cuadro; pero sabemos que esta raza industrial y económica tiene particular tendencia hacia la pederastia. ¿Quién no conoce los detalles de su vida íntima en nuestros ingenios?” (123).8 Jorge Salessi, por su parte, nos dice que: “Asia y China denotaban significados ambivalentes de antiguas culturas y sus opulencias entretejidas con ansiedades de enfermedades físicas, sociales y morales: el cólera, la peste bubónica y la lascivia de hábitos socialmente aceptados, como el de las prácticas sexuales de hombres y eunucos” (202).9 Esta percepción de lo oriental como recipiente del lujo, al mismo tiempo que de la perversión específicamente sexual, fue alimentada por los relatos de los viajeros europeos, para quienes—nos dice Said—“Oriente parecía ofender el decoro sexual, todo en Oriente—o al menos en el Oriente egipcio de Lane—rezumaba peligro sexual y suponía una amenaza para la higiene y la decencia domésticas” (Orientalismo 206). Que lo que estaba en juego en estas construcciones y ansiedades era la articulación del sujeto nacional lo demuestra el siguiente comentario de Ortiz: “La raza amarilla supo concentrarse, aislarse en tal forma que significó psicológicamente poco en la sociedad cubana, aunque influyó más en las otras razas que éstas sobre ella” (12). Significativamente, este análisis porta su propio reverso, porque, si en cierto sentido se nos quiere convencer de que el sujeto nacional— supuestamente homogéneo—salió ileso de su encuentro con el inmigrante asiático, también sugiere que éste último no sólo resistió 7

Fernando Ortiz, Los negros brujos (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1995). Louis Montané, “La pederastia en Cuba,” Primer Congreso Médico Nacional de la Isla de Cuba (La Habana: Imprenta de A. Álvarez, 1890) 117–25. 9 Jorge Salessi, Médicos maleantes y maricas (Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1995). 8

MLN

389

los embates del sujeto nacional—de las “otras razas” que en él se dan cita—sino que, además, marcó a esas razas, lo cual, en última instancia, contradice la afirmación ortiziana acerca del pobre impacto de la cultura china en Cuba. Creo que sería productivo, por tanto, leer ambos impulsos en el modernismo hispanoamericano—pro y anti-orientalismo—como un constante forcejeo entre uno y otro en el contexto de la emergente modernidad hispanoamericana. Benjamín de Céspedes o el Deseo Emboscado Para comenzar, propongo detenernos en un pasaje de La prostitución en la ciudad de la Habana, del Dr. Benjamín de Céspedes, que fue publicada en La Habana en 1888 e incluía un prólogo del escritor y pensador cubano Enrique José Varona. Según éste último, el propósito de Céspedes había sido el de “hacer obra de higienista social” (ix). Ahora bien, ese programa de “higienismo social” emprendido por Céspedes no reflejaba otra cosa que el desvelo de los positivistas cubanos frente a lo que éstos consideraban el mayor peligro: la dedadencia nacional.10 De ahí el comentario de Varona de que “si Cuba participa imperfectamente de la cultura europea, en cambio ha recibido sin tasa el virus de su corrupción pestilente” (x). La decadencia europea imaginada como un virus invasor del cuerpo nacional, además de evidenciar las conexiones entre el discurso médico-higienista, por un lado, y el nacionalista, por el otro, los sitúa a ambos en el locus de todas las ansiedades que movilizan el pensamiento occidental a fines del siglo XIX: el cuerpo. El cuerpo de la Nación y el cuerpo del sujeto devienen objetos de estudio y de la regulación social y política, y es justamente en el cuerpo donde el modernismo juega perversamente a cuestionar y desmantelar las fronteras del sujeto y de la Nación. Finalmente, en el modernismo— no hay que olvidarlo—lo que dibuja, desdibuja, disfraza, maquilla, enmascara, o, para decirlo de una vez, traviste al cuerpo, es la naturaleza anfibia, voluble del estilo. Veamos, entonces, qué sucede

10 Llamo la atención sobre el caso particular de Cuba en estos momentos en que se habla de “decadencia” nacional cuando no existían todavía las instituciones nacionales, o, mejor, cuando la Nación no había sido institucionalizada. Es precisamente la proliferación de los discursos independentistas, de la regeneración, y aún los discursos positivistas y la crítica literaria, los que—en competencia unos con otros—ofrecen la posibilidad—al disputarlo—de imaginar el espacio nacional.

390

FRANCISCO MORÁN

cuando el “higienista social” y el mirón urbano se encuentran en uno de los pasajes más deliciosos del libro de Céspedes: ése que refiere la visita que él mismo hiciera a una casa de citas (de chinos). Fue en calidad de “médico reconocedor,” y junto al Dr Incháustegui, que Céspedes—nos dice él mismo—acudió a una casa de citas. Allí se encontraron “con un verdadero fumadero chino” (199). Obligados a marcharse, Céspedes llega a un acuerdo con el ama de la casa para volver al día siguiente y así “observar con disimulo, lo que tan ardientemente deseaba inscribir en [sus] apuntaciones de peregrino observador de todas las dolencias sociales” (199) (énfasis mío). La mirada deseosa, ardiente, del voyeur lo traiciona. Sus apuntes— hechos a través de “un espacioso y destartalado cuartón de madera, cuyas tablas [estaban] desjuntadas”—evidencian el perverso impulso de la escritura: también a través de esas tablas podridas, pasa el ojo montaraz del deseo, y—quebrada la pose del higienista “observador de todas las dolencias sociales”—se escapan sus anotaciones en ardorosas volutas de repulsión y de deseo.11 El ardor que él mismo confiesa sentir torna borrosa la separación entre el científico, el policía, el espía, y el deseante mirón urbano. La porosidad no está en la habitación, convertida momentáneamente en panóptico, sino en el placer del propio Céspedes: En otro rincón del entarimado, dos chinos desnudos hasta medio cuerpo, recogían de una cazoleta interpuesta entre ellos, con un afilado y largo palito de sándalo, bolitas de opio que enrojecían al contacto de la llama mortecina de una lamparita, colocándolas luego en el diminuto y cónico hogar de la pipa larga y estrecha. Una espesa humareda, acre y nauseosa, saturaba el ambiente, impregnándole del pestífero olor de materia orgáni-

11 Julio Ramos, al referirse a la crónica “Ingenios,” de Anselmo Suárez y Romero— quien luego la utiliza para elaborar una escena clave de su novela Francisco o las delicias del campo (1880)—observa algo parecido. La escena en cuestión presenta a un viajero de la ciudad que le refiere, a otro destinatario urbano, una fiesta secreta de esclavos. Se trata de la representación, afirma Ramos, del “lugar del intelectual como espía e intérprete de los movimientos de un cuerpo enigmático que el discurso marca con ciertos rasgos diferenciales específicos—raciales, lingüísticos, morales—y la representación de la expresividad de los esclavos como efecto de una actividad secreta.” Haciéndose eco de lo enfatizado por Hegel y Saco, Ramos nota acertadamente que “la reificación del esclavo en el lugar del cuerpo [...] genera, para esa mente que se distancia del cuerpo, la dependencia (y el deseo) del objeto mismo de su abyección” ( Julio Ramos, Paradojas de la letra [Caracas: Ediciones eXcultura, 1996]). Eso es lo que, a mi juicio, vuelve tan deslumbrante la lectura, no sólo del pasaje del libro de Céspedes que estamos comentando, sino de todo el libro: la intensa repulsión hacia el cuerpo que expresa la escritura, nace precisamente, de la cercanía, del concubinato, del deseo del texto por el cuerpo que intenta exorcizar.

MLN

391

ca quemada. Sentados en frente, uno del otro, como dos comensales mudos y rígidos; muy serios y con sus párpados entornados, apretaban la pipa con los delgados y lívidos labios, y de vez en cuando parecían comunicarse sus impresiones embriagadoras, abriendo los párpados delgados y rugosos, con perezosa voluptuosidad y mirándose mutuamente con los ojos oblicuos, animados quizás entonces, por internas exitaciones o pesadillas provocadas por el narcótico. Cuando hubieron formado cuatro bolitas, apagaron la lámpara, esperezaron sus entumecidos miembros como bestias cansadas, y en cuclillas, lentamente, como quien arrastra con esfuerzo sus miembros paralíticos, se acercaron, se juntaron y se oprimieron como dos hembras. . . . Separé, asqueado, la vista de esos dos pederastas amodorrados que se revolcaban sobre el tablado con gruñidos de borrachos y huí de aquel nefando lugar, comprimida todavía la garganta por el humo del opio que se escapaba por las rendijas del cuartón como el pestilente gas exhalado por toda una raza muerta para la civilización humana. (201–02)

El opio, el debilitamiento físico y la homosexualidad marcan al asiático como un sujeto decadente, y como un bárbaro; y hacen de él—entonces también con el negro africano—la radical otredad del sujeto nacional. Sin embargo, el instrumento taxonomizador—la escritura científica—funciona de un modo sospechosamente extraño. En lugar de separar el lugar de la enunciación y el campo de observación, los confunde. El humo del opio, los vapores de la decadencia, se filtran a través del lenguaje, y le comprimen la garganta a Céspedes. Los puntos con que pretende aislar el cuadro homosexual—y marcar así su propia distancia—le tienden un puente al deseo; no lo expulsan. Céspedes no huye, en verdad, de “la vista de esos dos pederastas amodorrados,” sino del opio, de la “pipa larga y estrecha” que su propio deseo—atrapado entre las emanaciones de la ciudad—le ofrece. La “espesa humareda, acre y nauseosa [que] saturaba el ambiente” desdibuja la distancia que lo protegía, y lo lanza a los desenfrenos de la ambigüedad, desperezando su entumecida escritura. Irónicamente, la escritura que expulsa al chino como sujeto indeseable, marginándolo en el territorio de las prácticas homosexuales, de la droga, y de la debilidad física, lo inscribe—al mismo tiempo—dentro de lo nacional. Debido a que el sujeto asiático está ya dentro, es que debe ser expulsado hacia afuera; al mismo tiempo, esa expulsión se vuelve más urgente e imperativa porque ese adentro/afuera es, antes que otra cosa, el del deseo del propio “higienista social.” La ambivalencia que desmantela las pretensiones sanitarias de Céspedes se debe al nuevo territorio en que debe operar: la ciudad

392

FRANCISCO MORÁN

moderna. Se trata de un espacio que comparten y se disputan ardientemente: el policía, el higienista, el escritor modernista, el criminal, el flâneur, la prostituta, el travesti, el homosexual, el vagabundo. En esa ciudad “interior” y “exterior” se contaminan mutuamente, se entretejen, negocian sus respectivas identidades. ¿Cómo leer, entonces, el orientalismo modernista? “La chinoiserie estereotípica de los interiores literarios modernistas”—expresa Salessi—“entretejía significados dobles” (Médicos 202). Así, si es cierto que “representaba la vitalidad y exuberancia del poder adquisitivo de las nuevas clases que promovían su ascenso social adoptando los modelos de lujo y la antigüedad de porcelanas de lejanas dinastías asiáticas que desde las vitrinas transferían su genealogía a los burgueses recién llegados,” también “significaban la molicie y decadencia, la degeneración” (202). El orientalismo fue para los modernistas, en efecto, una de las máscaras políticas más efectivas, es decir, aquella que desafiaba los límites de lo hispanoamericano, revolviendo perturbadoramente en su interior, en su adentro, el afuera intolerable. Al mismo tiempo, el orientalismo permitió sacar afuera, al espacio público de la ciudad, las veleidades de las sexualidades periféricas. Dentro y fuera al mismo tiempo, esa sexualidad se replegaba y exhibía en las caprichosas figuras de los exagramas chinos que José Lezama Lima vio en la sangre de Casal.12 Así, cuando Ramón Meza, refiriéndose a éste, nos dice que “[n]o poco esfuerzo costó disuadirle de sus propósitos de salir por las calles de la Habana en payama lujosa, recamada de oro, como aquél [se refiere a Teófilo Gautier] por las de París, en traje raro” (226), nos obliga a detenernos en esas calles donde la mascarada no llegó a tener lugar.13 Caminamos por una ciudad aficionada a los disfraces, a los escondites, a la simulación, y en la que, en fecha ya tan lejana como 1799, había sido promulgado un bando avisando que “Si se encontrase alguno con vestido que no corresponda a su sexo, o con otro genero de disfraz para confudir su persona, sera arrestado hasta averiguar el fin que le conducia para la

12 Dice Lezama en su “Oda a Julián del Casal”: “Tus disfraces, como el almirante samurai, / que tapó la escuadra enemiga con un abanico, / o el monje que no sabe qué espera en El Escorial, / hubieran producido otro escalofrío en Baudelaire. / Son sombríos rasguños, exagramas chinos en tu sangre, / se igualaban con la influencia que tu vida / hubiera dejado en Baudelaire” (José Lezama Lima, Poesía, edic. Emilio de Armas [Madrid: Cátedra, 1992] 315). 13 Ver Ramón Meza, “Julián del Casal,” en Julián del Casal, Poesías, Edición del Centenario (La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963).

MLN

393

pena correspondiente a su malicia, y decontado perdera el vestido con aplicacion a los pobres de la carcel [sic].”14 El deseo de Casal de disfrazarse, de salir a la calle en “traje raro,” podría ser leído como un outing voluntario, mientras que los “consejos desinteresados y discretos” del grupo de amigos entre los que estaba Meza, representarían, por un lado, cierto paternalismo proteccionista que presidió la conducta de éstos con respecto a Casal, pero, por el otro, también la censura. Después de todo, vestir una payama lujosa—asumir el “traje raro”—implicaba, a su vez, asumir también los signos que sobre ese traje incrustaban las lecturas higienistas, médicas y criminológicas de su tiempo, incluyendo las de algunos de sus amigos como el propio Meza. En el gesto de Casal se abanicaban, perversamente, los dos chinos espectrales que habían aterrado a Céspedes. El disfraz hace que colapsen los límites que garantizaban la supuesta demarcación de los territorios. La payama lujosa desafía las pretensiones de homogeneizar la nación, y extiende sus pliegues, lo mismo hasta los reportes amarillistas y racistas de La Caricatura, que hasta los salones modernistas de La Habana Elegante. Objetos del deseo para la estética modernista y objetos de abyección para los discursos positivistas, las «japonerías» y «chinerías» emborronan los límites entre la tienda y el museo, entre lo masculino y lo femenino, entre lo nacional y lo extranjero, entre la verdad y la impostura. Y es justamente en este sentido que quisiera comentar la crónica de Enrique Gómez Carrillo “En una fumería de opio anamita,” contraponiéndola a la escena relatada por Céspedes. No obstante, antes de adentrarnos en la crónica propiamente dicha, creo necesario situar primero a Gómez Carrillo como viajero occidental en Oriente. Said, como se recordará, distinguió en los sujetos occidentales que viajan al Oriente tres tipos de intenciones: Una: el escritor utiliza su estancia con el objetivo específico de proporcionar al orientalismo profesional material científico. Dos: el escritor que tiene el mismo propósito pero que es menos propenso a sacrificar la originalidad y el estilo propios de su conciencia individual a las definiciones orientalistas impersonales. Éstas últimas aparecen en su obra pero no se distinguen

14 “Bando de Buen Gobierno que Rige desde los Tiempos del Excmo. Sr. Conde de Santa Clara, Publicado en la Ciudad de la Habana el dia 28 de enero de 1799, con Aprobacion y Adiciones del Excm. Sr Marques de Someruelos, y del actual Excm. Sr Gobernador y Capitan General Juan Diaz de Apodaca (Habana: Oficina de Arazoza y Soler, 1816). Se respeta la ortografía original.

394

FRANCISCO MORÁN

fácilmente de sus caprichos estilísticos personales. Tres: el escritor para el que el viaje a Oriente, real o metafórico, supone la realización de un proyecto profundamente sentido y acuciante. (Orientalismo 196)

Resulta difícil, si no imposible, instalar la intención de los relatos de viajes de Gómez en cualquiera de estas clasificaciones. No estamos, ni ante un estudioso del Oriente, ni ante “la realización de un proyecto profundamente sentido y acuciante.” Carrillo, por el contrario, va en busca de un topos en el que Occidente ya ha envasado su mirada: lo que busca, ante todo, es el Oriente literario de las fábulas y las leyendas, de las sensaciones que persigue el modernismo. Ahí estriba, precisamente, la raíz de su decepción: su búsqueda de lo “específicamente” oriental desemboca en el descubrimiento de la repetitividad de lo europeo. Eso es, al menos, lo que registra el ojo carrillesco. No se trata, sin embargo, de un verdadero descubrimiento, sino que es parte del equipaje adquirido en Europa, y articulado por un nuevo lenguaje: el de las guías turísticas. En efecto, dice Carrillo: “Las guías, sin embargo, nos han prevenido. Sabemos, antes de ir a Constantinopla, que Pera es una villa à l’instar de París, que en Damasco las calles principales están llenas de tiendas alemanas, que Argel es una prefectura francesa” (La sonrisa 13).15 Ese saber de antemano marca y demarca sus relatos de viajes al Oriente. Por otra parte, en Carrillo la experiencia del viaje es inseparable de la experiencia urbana. Lo mismo si está en El Cairo, Atenas, Buenos Aires o París, lo que inflama el deseo son los paseos por la ciudad. Estos desplazamientos son los que al mismo tiempo que la articulan, desmantelan su subjetividad. Enrique Gómez Carrillo: Fumar es un Placer, Genial, Sensual Enrique Gómez Carrillo (Guatemala, 1873–1927), es, uno de los más importantes cronistas del modernismo hispanoamericano. Viajero infatigable, sus andanzas lo llevaron a Grecia, Egipto, Japón, Argentina, España, y Francia. Fue una especie de bisagra entre la modernidad europea y la latinoamericana. Sus crónicas sobre París y los escritores franceses, por ejemplo, hallaron una pronta acogida en muchos periódicos hispanoamericanos. Las impresiones de sus viajes al Oriente quedaron recogidas en títulos como El Japón heroico y

15 Enrique Gómez Carrillo, La sonrisa de la esfinge (Madrid: Casa Editorial Calleja, 1913).

MLN

395

galante (1912) y La sonrisa de la esfinge (1913). Todos los viajes de Carrillo, ya sea a Europa, Asia, o a América Latina, están signados por una misma obsesión: la ciudad. Empedernido flâneur, y agudo observador, la mirada y el deseo carrillescos articulan la narrativa del viaje y nos permiten presenciar el gozo y las ansiedades que ensamblan y, al mismo tiempo, desmantelan al sujeto. He seleccionado, para ilustrar lo que acabo de decir, su crónica: “En una fumería de opio anamita.”16 Un grupo de amigos que viajan juntos, acuden a una fumería de opio anamita. Los acompaña un guía, y, desde el mismo momento en que trasponen el umbral de ese sitio, empezamos a movernos en la ambigüedad. “Al principio sólo vimos en la penumbra, las manchas blancas de las esteras” (225) comenta un nosotros espectral. El humo y el aroma del opio, y hasta las luces—que “parecían somnolentes en la palidez quieta de sus llamas”—impiden la visibilidad y trastornan los sentidos. Alguien dice: “Creo que nos hemos equivocado,” pero el guía les asegura que “era imposible confundir aquellas casas” (énfasis mío). Y añade: “—Es por el aroma [...]. Basta con haberlo sentido una vez para no olvidarlo nunca. Los mismos espíritus de los muertos, cuando vuelven a pasearse por la ciudad, se detienen en las puertas de las fumerías en cuanto perciben el perfume de la buena droga” (225–26). El paseo urbano empieza por cancelar la separación entre el mundo de los vivos y el de los muertos. El mismo aroma atrae a unos y a otros. La entrada a la fumería remeda, por lo mismo, un descenso a los infiernos, y hasta la presencia del guía parece sugerirnos una reescritura, una especie de actualización de la Divina Comedia. A partir de ahora el estilo apuesta también por lo fantasmático: el perfume, el aroma, las luces que parecen “somnolentes,” el sabor. Performativamente, el estilo construye un puente entre la vida y la muerte, entre el yo y el Otro, o lo Otro; entre lo masculino y lo femenino. El Oriente trastorna—como más adelante reconocerá el cronista—los binarismos de Occidente, puesto que es un Oriente hecho de humo, de emanaciones inapresables, de vacíos imposibles de llenar, o de fragmentos que la mirada occidental no consigue zurcir. Es, para decirlo en otras palabras, un Oriente ilegible, y contra el cual se deshacen las certezas de Occidente. No obstante, sin esta irreductibilidad de lo oriental no podría inflamarse de deseo la escritura. Carrillo ha entrado en una ciudad de fumerías, en la que 16 La crónica aparece recogida en José Olivio Jiménez y Carlos Javier Morales, La prosa modernista hispanoamericana (Madrid: Alianza Editorial, 1998).

396

FRANCISCO MORÁN

flânean los muertos. ¿Cómo podría estar seguro de no ser él mismo, un muerto también? ¿Cómo podría estar seguro de que el guía que les responde—y que irónicamente intenta tranquilizarlos—no era uno de esos muertos, expertos conocedores de la “buena droga,” que acostumbraban pasear por la ciudad? Según veremos más adelante, ésta es una de las preguntas claves que nos hace la crónica. Más aún; es esta voluntad de saber lo que moviliza el deseo en la crónica. Todo se torna espectral, evanescente, creándose así la atmósfera ideal para la mascarada y el travestismo que, desde ahora, no cesarán de poner zancadillas a las percepciones, a cada intento de completar el sentido: Un olor especial, que no acertábamos a encontrar agradable o desagradable y que ni siquiera podíamos saborear por completo, llenaba, en efecto, la estancia. A veces creíamos sentir emanaciones de tabaco rubio de Oriente; pero en el acto otras esencias acariciaban nuestro olfato con suavidades de miel, de sándalo, de canela, de té. Y aquello era como una multitud de soplos sutiles e irónicos que se acercaban, que huían, que se cruzaban, que se buscaban, que se esvanecían. (226)

En esta “semioscuridad”—tal la llama Gómez Carrillo—todo se vuelve esponjoso. Lo incompleto—el deseo, ese olor que no se deja saborear del todo—contrasta agudamente con la única totalidad posible: la ambigüedad con que lo oriental se inscribe a sí mismo, volviéndose inasible, imposible de fijar por la epistemología occidental. Si, como afirma Said, el orientalismo occidental representa al Oriente, y busca fijarlo como objeto del conocimiento—y por tanto, de dominación—el modernismo, en cambio, parece sugerir la falacia y la imposibilidad de ese intento, y hasta hallar cierto goce en ello. Esto es particularmente interesante si consideramos que, al igual que Céspedes, Gómez Carrillo se posiciona en un lugar, en un mirador, que—lejos de asegurarle un distanciamiento privilegiado—al mismo tiempo que lo implica, lo excluye: Los fumadores, con sus lamparillas apagadas, dormían el sueño divino del opio. Eran chinos flacos, de rostros inteligentes. En sus trajes, ninguna indicación de castas. Todos vestían los amplios pantalones negros y los pitjamas [sic] lustrosos comunes a los tenderos de Che-Long y de Saigón. Inmóviles, con los ojos cerrados y los brazos en cruz, parecían figuras de cera fabricadas en el mismo molde. Sólo allá en el extremo del aposento, bajo las luces del altar, descubrimos, al fin, una humareda blanca. Era una joven anamita que acababa de fumar su última pipa. (226)

La escena casi se inmoviliza, adquiriendo la rigidez del cuadro, de la fotografía. Sólo así puede el ojo iniciar el paneo inventarial sobre la

MLN

397

superficie de la pintura. Nótese, pese a todo, el deseo homogeneizador—tanto más necesario cuánto mayor era la ambigüedad que rodeaba a Gómez Carrillo: “parecían figuras de cera fabricadas en el mismo molde.” Hay un obvio intento de borrar las diferencias, de construir occidentalmente la típica imagen del Oriente. Sólo que, en ese mismo momento, el texto no puede evitar el movimiento perverso, irónico. La transición es magistral. De “una humareda blanca”— premonitoria advertencia sin dudas—emerge “una joven anamita.” A la ambigua espiral del humo sigue—o parece seguir—la imagen total de la “joven anamita.” Entonces la voz del texto occidental se pregunta a sí mismo, auto-corrigiendo la supuesta infalibilidad de su visión: “Pero, ¿era, realmente, una anamita? . . . ¿Era una muchacha, una congai? . . . ¿O era un adolescente más bien? . . . En Europa la duda habría sido imposible” (226). Hay, desde luego, un intento de recuperar el comando de la interpretación, de no equivocarse. Comienza, pues, el inventario de los rasgos femeninos que tienen— ¿tienen?—que devolvernos a la mujer: El cuerpo delineábase en finas ondulaciones bajo la seda obscura, y el dibujo del rostro era de una pureza impecable. Los labios, entreabiertos en una sonrisa enigmática, descubrían una minúscula dentadura, virgen de toda mancha de betel. En los dedos de los pies, lo mismo que en los de las manos, brillaban sortijas de plata sin ninguna piedra preciosa, y en los tobillos, en los brazos, en el cuello, argollas, cadenas y collares amontonábanse. (226–27)

Otro alguien murmura dentro del texto: “Es una mujer, no cabe ninguna duda,” casi al mismo tiempo que “otro” comentario trae al recuerdo de los viajeros a aquellos “adolescentes color de ámbar que la víspera nos habían sorprendido, en el teatro anamita, representando papeles de sacerdotisas, de princesas y de cortesanas con todas las gracias y todas las perversidades de las muchachas más felinas” (227). Una vez más, el texto apuesta por la ironía: tanto alguien como otro son, en verdad, nadie. Sus voces ofician en un teatro de sombras chinescas—nunca habríamos podido usar mejor la expresión que en este caso—de muertos. Son fantasmas. De ahí que el comentario “no cabe ninguna duda” sugiera, cuando menos, un chiste. Es por ello que el otro que le responde lo hace para recordarle—o para inscribir sobre su certeza—la confusión: los adolescentes-muchachas felinas. Tal recordatorio subraya la esencia aparencial misma de esas subjetividades parlanchinas. El teatro, por otra parte, no está circunscrito al escenario de la representación; por el contrario, toda la ciudad es teatro, camerino

398

FRANCISCO MORÁN

donde se guardan y de donde se extraen los disfraces. Detrás de la “sonrisa enigmática” de la supuesta joven anamita, podrían estar— riéndose como unas locas—Severo Sarduy, o Julián del Casal. La misma “fumería anamita” podría estar—haber estado—en el Barrio chino de La Habana. Había, pues, sobradas razones para desconfiar de la Salomé modernista, de sus poses. Si Céspedes sale huyendo de “aquel nefando lugar,” los amigos de Gómez Carrillo, en cambio, se hacen preparar “numerosas pipas,” y se sumergen en “el supremo placer de la embriaguez divina” que les depara el opio. Sólo renunciando a su diferencia es que pueden acceder—entrar, no conocer—a lo otro. Ni siquiera el guía puede saber, con seguridad, el sexo de la fumadora: “¡Quién sabe aquí esas cosas!” (227) (énfasis mío). El aquí oriental se cierra, se invisibiliza en una presencia que no responde, y cuya indiferencia es la garantía última de su intocable otredad: “Y luego, en la lengua del país, [el guía] interrogó con gran respeto a la fumadora, sin obtener, ya no sólo el favor de una respuesta, pero ni siquiera el desdén de una mirada” (227). Esa distancia no hace sino incentivar el deseo, y avivar la voluntad, la determinación de saber, de averiguar. La mirada occidental se ve compulsada a ese vacío, al borde en el que lo oriental se torna pesadilla: ¡Aquellos ojos! Yo me asomé a ellos, como a un pozo infinito, con espanto y beatitud. En su fondo flotaban las visiones del ensueño asiático. Y eran, en barcas de jade, entre sederías rutilantes, princesas del Yuman que corrían en busca de amorosas aventuras por los piélagos glaucos de sus mares; y eran piratas heroicos luchando en sus frágiles sampans contra las naves formidables del Emperador; y eran dragones tutelares, de escamas de mil colores, que aparecían a la luz de la luna para ofrecer a las vírgenes entristecidas invencibles talismanes; y eran palacios grandes como pueblos, palacios de filigranas, con techos de oro, con muros cubiertos de esteras bordadas, palacios llenos de músicas, de perfumes, de galanteos; y eran, allá muy en el fondo, bajo las aguas del pozo, minúsculas pagodas milagrosas. . . . (227–28)

Para poder “leer,” y “saber,” hay que traducir el Oriente, certificarlo, una vez más, a través de su imagen (re)producida en Occidente, es decir, hay que transformarlo en orientalismo. Lo que entra en escena, produciendo una imagen engañosa del Oriente, es el modernismo: el orientalismo modernista. En su obstinación por fijar un saber sobre la caótica humareda en que se difumina el cuerpo oriental, Gómez Carrillo no atina más que a reemplazar la imposibilidad de saber por el inventario de lugares comunes, por la acumulación de la mercancía simbólica en las arcas de la escritura modernista.

MLN

399

La pregunta sobre el sexo de la fumadora sigue en pie, no se disipa; cede su lugar a una duda todavía más sombría: “Ya poco me importaba estar o no seguro de que realmente tratárase de una congai. Lo que quería era saber si era una realidad o un fantasma, una criatura humana o una sombra” (228). El Oriente emerge, finalmente, como fantasma amenazador. La seducción que ejerce “su filtro irresistible de tentaciones excelsas” sobre Gómez Carrillo atestigua su verdad, y, no obstante, “todo aquel ser armonioso, amoroso, misterioso, no tenía más vida que la de los ojos” (228). La escritura se interna en ese más allá del principio del placer donde habita la pulsión de la muerte. Lo que aguarda en el Oriente es la destrucción del significado, el desmantelamiento de la voluntad de saber, de la voluntad de poder. En tanto (re)presentación del deseo de Occidente, el Oriente es una impostura, el cuerpo-límite donde el sexo de la fumadora se deslíe en una pregunta que no tiene respuesta, o en un gesto desdeñoso. Ahí se hacen añicos los binarismos de Occidente— empezando por el de Occidente/Oriente—puesto que el cuerpo que (re)cubren “flotantes sedas” consume, de una bocanada, los límites de la sexualidad, los del Yo, y, en última instancia, los de la realidad. José Martí: Los Chinos Van en dos Bandos Para concluir, he elegido comentar la crónica “Un funeral chino. Los chinos en Nueva York,”17 de José Martí (1853–95), lo cual me permitirá insertar el orientalismo modernista en relación con el emergente discurso latinoamericanista—uno de cuyos textos fundadores es, como sabemos, “Nuestra América” (1891), del propio Martí.18 Si, como dijimos antes, Gómez Carrillo fue una especie de bisagra; o mejor, de traductor de la modernidad europea para los hispanoamericanos, Martí desempeñó un rol similar con respecto a la pujante modernidad norteamericana. Hay que aclarar, sin embargo, que las crónicas de Martí ofrecen una lectura crítica de la modernidad— particularmente de la modernidad norteamericana—que parece faltar en la frivolidad de Gómez Carrillo.19 Con todo, la extrañeza de 17 Esta crónica fue publicada por La Nación, de Buenos Aires, el 16 de diciembre de 1888. Nosotros la hemos tomado de José Martí, Obras Completas, T.1 (La Habana: Editorial Lex, 1946). 18 Otro texto fundamental en este sentido es “Ariel,” de José Enrique Rodó. También habría que agregar “El triunfo de Calibán” y la “Oda a Roosevelt,” de Rubén Darío. 19 Véase la excelente lectura de la crítica martiana a la modernidad que hace Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad en América Latina (Literatura y política en América

400

FRANCISCO MORÁN

lo oriental, tanto en la lectura de Gómez Carrillo, como en la de Martí, separa al observador, de lo observado. Dicho esto, insisto en eso que había sugerido a través del comentario de la crónica de Carrillo: esa diferencia es, al mismo tiempo, precaria y, paradójicamente, insalvable. Ahora bien, aunque las semejanzas entre el texto carrillesco y el martiano son importantes, no menos lo son las diferencias. Así, mientras que—en lo que respecta al primero—la mirada erotizada conduce al involucramiento del sujeto con su objeto, en lo que respecta a Martí este involucramiento está dado por la simpatía política que el general chino Li In Du suscita en él. En efecto, la crónica de Martí se incribe prácticamente como el panegírico que honra a un luchador por la libertad y a un enemigo del colonialismo: Li In Du fue persona valiente: derrotó a Francia en Tonquín: usó de su prestigio para favorecer a los amigos de la libertad: ni el prestigio le valió contra la persecusión de los autoritarios, que no quieren sacar a China de su orden de clases: con la vida escapó apenas, seguido hasta San Francisco de tenientes fieles: no peregrinó en el ocio, como tanto espadón de nuestra raza, que cree que el haber sido hombre una vez, defendiendo a la patria, le autoriza a dejar de serlo, viviendo de ella. ¡La libertad tiene sus bandidos! Y Li In Du no quiso ser de ellos. . . . (1919)

En esta imagen no sería difícil distinguir las de Simón Bolívar, o de Benito Juárez, tal y como salieron de la pluma de Martí. En “Tres héroes,” por ejemplo, comenta: “Ese fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba” (1953 759).20 El antimperialismo y latinamericanismo martianos, no podían sino identificarse con el indomable amor a la libertad de Li In Du. De ahí que, a través de crónicas como la que nos ocupa, Martí martillea su mensaje en el lector hispanoamericano. Nótese, de paso, que Martí desarticula uno de los estereotipos con que se construía, entonces, al Oriente: el ocio. Su movimiento textual es sumamente significativo porque, no satisfecho con afirmar a Li In Du como sujeto trabajador, traspola el ocio, en cambio, a

Latina) (Chile: Edit. Cuarto Propio/Edic. Callejón, 2003). Quisiera aclarar, no obstante, que, como hemos visto, a través de las frivolidades de Gómez Carrillo se filtra una crítica sólida de la modernidad, algo que, me atrevo a decir, sucede en general con los modernistas. 20 “Tres héroes” es una de las lecturas más conocidas de la revista martiana, concebida para los niños, La Edad de Oro. José Martí, Obras escogidas (La Habana: Librería Económica, 1953).

MLN

401

“tanto espadón de nuestra raza.” Del texto martiano, no obstante, emergen dos Chinas muy distintas una de la otra. La primera de ellas—personificada en el general cuyas honras fúnebres comenta— es, pudiéramos decir, la China moral y viril, o sea, esa a la que puede acercarse, entrar Martí. El ejército de la libertad es uno solo. Martí, en efecto, habla desde ese dentro guerrero, batallador. Si al comienzo de la crónica era simplemente un curioso atraído, como todos en Nueva York, por la extrañeza del Otro—“Hoy hay música extraña, la música de los funerales de Li In Du. Vamos, con Nueva York curiosa, a oirla” (1919), nos dice—poco a poco esa extrañeza cede su lugar a una cada vez más aguda familiarización con el objeto de su discurso: Y con las manos hundidas en sus blusas de invierno, hablan de que Li In Du era general terrible, que en la batalla parecía un pilar con alas, un pilar de los que el chino erige para espantar los demonios, de que mató mucho francés, aunque Tao dice que no se ha de pisar un insecto ni cortar un árbol, porque es destruir la vida; de que era gran comerciante en drogas y telas, y tés y comestibles, aunque la ley de Tao es que no se persigan los falsos honores de la vanidad ni las riquezas del mundo. (1921)

Martí reporta comentarios que, en medio del gentío, por entre la multitud de curiosos, escucha. Eso es, al menos, lo que sugiere la expresión: “hablan de que.” Se trata de un ellos indeterminado, y que obviamente “no habla en chino,” sino en un inglés—¿o en un español?—que Martí puede comprender. El único problema con esto es el inconfundible estilo martiano, y que Martí reporta como de ellos. Precisamente, es en el estilo —y esto sucede con frecuencia en Martí— donde la distancia entre el yo y el Otro—o lo Otro—se fractura irremediablemente. Pero, al mismo tiempo, cuando el cronista dice “sus blusas,” y cita vaga y, no obstante, exactamente lo que escucha (expresado en el “dicen que . . .” que emerge y desaparece fugazmente en la muchedumbre), vemos a un yo inestable que no consigue posicionarse del todo, ni dentro, ni fuera del objeto de su discurso. No hay que olvidar, por otro lado, que Martí está—marcha—dentro de una multitud absolutamente heterogénea y compacta: “Mott y sus alrededores están llenos de gente de Asia, congregada para llevar a la tumba con honor a su prohombre Li In Du; lleno de los irlandeses e italianos [...]; lleno de curiosos de todas partes del mundo” (1920). Como puede apreciarse, la heterogeneidad y la extrañeza van de la mano: el “llenos de gente de Asia” marca la distancia respecto al Otro, y lo homogeiniza. Así, pues, extrañeza (exterioridad) y familiaridad (interioridad) articulan la crónica martiana. Lo segundo, según hemos visto, emerge tan pronto se produce la identificación—por vía

402

FRANCISCO MORÁN

de la solidaridad anticolonialista—con el general muerto, pero también con la marginación de los chinos en los Estados Unidos. En este sentido tenemos su comentario de que a los chinos sólo les estaba permitido “lavar ropa y servir de comer,” porque “si se ocupan en minas o en ferrocarriles, como a fieras los persiguen, los echan de sus cabañas a balazos, y los queman vivos” (1919). También está la obvia alusión a la “Chinese Exclusion Act,” aprobada por el Congreso el 6 de mayo de 1882: “la muerte iba viniendo a pie, como quien respeta a su víctima; pero votó el Congreso de Washington, por razones de política interior, la ley de expulsión del celestial, y la muerte no siguió como venía, considerada y despaciosa, sino montó a caballo y lo mató con la noticia” (1922). Desde luego, no era siquiera necesario que el general hubiese peleado por la libertad, o contra los franceses, para merecer la simpatía de Martí. Su condición de emigrante—y por tanto, de marginado social—tenía que hacer del chino en los Estados Unidos un sujeto por el que Martí—él mismo en una circunstancia similar—tenía que sentir una viva simpatía. Las honras fúnebres de Li In Du sólo le suministran un formidable combustible para estilizar esa simpatía y convertirla en una solidaridad activa: la identificación con el ninguneado se transforma en afirmación de rebeldía y resistencia. Esto se produce a través de una estrategia característicamente martiana: la muerte afirma, no niega, la vida: “¿Es ejército o funeral? Por entre el gentío pasean sobre las cabezas faroles y pendones. Se ven caballos blancos. Los jinetes van descubiertos, con la trenza envuelta en percal negro, traída a la frente como una diadema. La gran bandera roja, graciosa y soberbia, ondea por sobre todo. Arremete riendo sobre ella la gente agresiva” (1922).21 Pero, como ya dijimos, además de esta China con la que Martí puede aliarse, otra muy diferente nos sale también al paso en su 21 En la crónica martiana el texto modernista se debate entre el gusto por las evanescencias y la teatralidad—casi operística—del estilo, y la voluntad de servicio con que Martí lo (en)causa constantemente. Al compararla con una diadema, Martí transfiere a la trenza—a menudo objeto de escarnio—una carga de indudable eticidad y resistencia. Hay que recordar que en Cuba, por ejemplo, a los coolíes se les humillaba cortándoles la trenza. Si observamos también las numerosas caricaturas racistas que publicó el Harper’s Weekly, sobre todo a partir de los 1880s, veremos que la trenza del chino solía ser uno de sus blancos. Ahora bien, tomada en su conjunto, tampoco puede negarse la imagen teatral, de final de ópera, que articula la imagen martiana en su conjunto. La trenza que dibuja Martí es tanto una diadema de attrezo, de utilería, como un signo épico, de rebeldía y de resistencia. Uno, sin embargo, no debe olvidar que en el gesto épico subyace, por lo general, la pose teatral para la historia.

MLN

403

crónica. Y es la distancia que va de la una a la otra lo que devela la ambivalencia martiana frente al sujeto oriental. Esta otra China—o este otro Oriente—configura en la crónica una parcelación textual: la descripción de la calle Mott: “Mott es en Nueva York la calle de ellos, donde tienen sus bancos, su bolsa, sus sastres y peluquerías, sus fondas y sus vicios ” (énfasis nuestro) (1919). La entrada a esta calle está enérgicamente marcada por la extrañeza de quienes la pululan y habitan y, consecuentemente, por la distancia que se abre entre el lugar del observador y la calle de ellos. Este Oriente—enquistado en los bancos, la bolsa, las sastrerías, peluquerías, fondas, y vicios—es el espacio del gasto, de la acumulación del dinero: lo que parece entronizarse en la calle Mott es el deseo. Pero la descripción de esta calle cumple, además, otra función retórica, puesto que le permite hacer a Martí aquello que difícilmente hubiera podido realizar en la muchedumbre en movimiento, curiosa, que iba tras a ver los funerales de Li In Du: taxonomizar. Comienza, entonces, una caracterización de los tipos de chinos: el de “buenas carnes y rosas en el rostro”; el “de tienda, terroso de color, de carnes fofas y bolsudas, el pelo corto hirsuto, el ojo ensangrentado, la mano cebada y uñosa, la papada de tres pisos, caída al pecho como ubre”; el “chino errante, acorralado, áspero y fosco.” Por último, está “el chino de las lavanderías, que suele ser mozo e ingenuo, alto y galán de cara, con brazaletes de ágata en los pulsos; pero más es canijo y desgarbado, sin nobleza en la boca o la mirada, manso y deforme; o rastrea en vez de andar, combo y negruzco, con dos vidrios por ojos, y baboso del opio” (1920). El texto de Martí, ahora, no falla en recordarnos el de Céspedes: en ambos casos la extrañeza del sujeto oriental se vuelve alarmante, siniestra. Más aún, si se repasa con cuidado la caracterización del “chino de las lavanderías,” veremos como éste adquiere casi los contornos de lo monstruoso: la deformidad, los “dos vidrios por ojos,” y el hecho de que “rastrea en vez de andar,” sugieren un compuesto de cosa, objeto, y de animal. Sustituídos por vidrios, los ojos sólo pueden proyectarse como impostura y monstruosidad. Estos chinos están más cerca del muñeco inanimado que de la persona; son chinos de tienda, en verdad chinerías. La descripción misma sintetiza la deshumanización del individuo: “sin nobleza en la boca o la mirada.” Agréguese a ello la no muy velada insinuación de la homosexualidad, y en la que confluyen dos elementos claves: la debilidad física (“canijo,” “desgarbado”), la deformidad (una verdadera desviación de la norma), y los “brazaletes de ágata en los pulsos” (para sugerir el ocio, el exotismo, el afeminamiento). En este sentido,

404

FRANCISCO MORÁN

el “chino de lavanderías” constituye el reverso del general Li In Du. Así, no es una coincidencia que la imagen del primero se cruce con esa otra la que unos años más tarde usará para caracterizar a los ingratos americanos, los “sietemesinos” de su conocido ensayo “Nuestra América” (1891). Debemos recordar que allí expresa: A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de unas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. (1953 338)

Martí está trabajando sobre las imágenes de algunos de los personajes más criticados de la colonia: el petimetre, el catrín. No hay que olvidar que el Papel Periódico de la Havana había publicado en 1791 (exactamente un siglo antes de que Martí escribiera “Nuestra América”) la “Carta critica del hombre muger,” en la que la figura del petimetre ya era caracterizado como afeminado.22 Como puede verse, lo mismo al referirse al “chino de lavandería” que a esos “sietemesinos” de “Nuestra América,” Martí echa mano al mismo adjetivo—canijo — así como a la estereotípica construcción del sujeto afeminado: “brazaletes de ágata en los pulsos” (en los chinos), y “el brazo de uñas pintadas y pulsera” (en los “sietemesinos”). En ambos, la impostura de la pose, el artificio, el signo equívoco. Martí desliza, además, una de las acusaciones más a menudo invocadas en su época contra los chinos: son inveterados fumadores de opio. En su mayoría, los chinos de la calle Mott portan en sus cuerpos las marcas de la degeneración, de la carencia o de su antípoda, el exceso: el “poco pómulo,” la “boca glotona,” el “color terroso,” las “carnes fofas y bolsudas,” el “ojo ensangrentado,” la “mano cebada y uñosa,” la “papada de tres pisos, caída al pecho como ubre,” y “por bigotes dos hilos.” Estos chinos monstruosos no solamente no parecen apropiados al proyecto martiano; también lo amenazan. Difícilmente Martí, o nadie, podría disciplinar estos cuerpos, encausarlos, encarrilarlos. Ellos atestiguan la fuga, la ruptura del muro de contención 22 Firmada por “El amante del Periódico,” la “Carta critica del hombre muger” apareció en la edición del 10 de abril de 1791. En la carta, el autor se refiere al “torpe y abominable vicio de la Afeminación,” enfermedad que—dice—“ha contaminado a una porción considerable de hombres en nuestro País” (75). Ver Cintio Vitier, Fina GarcíaMarruz y Roberto Friol, comp., La literatura en el Papel Periódico de la Havana 1790–1805 (La Habana: Letras Cubanas, 1990).

MLN

405

que debía mantener separados lo “humano” y lo “animal,” lo “natural” y lo “anti-natural,” lo “productivo” y “lo improductivo.” Es por ello que resulta tan significativo el movimiento textual que sigue a la descripción de la calle Mott: “Pero hoy las tarimas del opio están vacías; los lavanderos tienen cerrada la tienda; no hay puerta a las casas de comestibles; llevan banda de luto en los balcones las farolas con que se anuncian las fondas” (1920). La muerte del héroe cierra—obliga a cerrar —los espacios del despilfarro y del placer, y derriba la tarima de la pose. Todo esto lo clausuran los funerales en honor de Li In Du y, en cierta medida, los cierra o clausura el texto de la crónica. A los lavanderos se les ha cerrado la tienda, se los monta en los barcos y expulsa de lo heroico, que es hacia donde se encarrilan las energías textuales de la escritura martiana. El humo del opio es definitivamente reemplazado por la humareda de “los perfumes sagrados” (1920) que se queman junto al catafalco del héroe. Y entre esos “perfumes sagrados” arde, también, en su incensario modernista, el estilo, que lo consume todo: De pronto la muchedumbre se echa atrás; caen sobre el suelo las banderas; vuelan por el aire las túnicas y bandas; sube en onda turbia el humo de la fogata repentina donde se consumen todos los trajes y emblemas funerales, las tunicelas y mantos, el percal de las trenzas, el luto de los caballos, los oriflamas y pendones, las insignias de Tao, con la gran bandera roja, el baúl del marte. (1924)

Todo arde y se torna estilo, máscara, emblema funeral. Pero el estilo mismo, ¿qué cosa es si no despilfarro, deseo apalabrado, exceso que desborda los programas disciplinarios? ¿No están, acaso, agazapados en las “tunicelas y mantos,” o en las “rosas blancas y amarillas” que simulan “urnas y cojines” (1924) del estilo martiano, los “brazaletes de ágata” que llevan en los pulsos, los chinos de lavandería? Coda Final En la cita de Severo Sarduy que precede a este artículo, el orientalismo es una escandalosa impostura que reemplaza los desvencijados y pobretones símbolos de lo nacional: el típico paisaje del bohío cubano en un enclave de palmas y animales domésticos, es tachado por el “decorado regio,” por la superficie del estilo: por sus “columnas de espejos fragmentados.” La risa loca—y de loca, o de chino de lavandería—de Severo Sarduy, desinfla la escenografía nacionalista, la traviste. Su gesto revela una aguda comprensión y recepción de la

406

FRANCISCO MORÁN

impostura que subyace en el orientalismo modernista, puesto que lo que hace éste, en última instancia, es celebrar las superficies, las texturas, los descosidos, tanto del género, como de lo nacional, o aún de lo latinoamericano. Hasta el Martí que mira un tanto horrorizado el trasiego de opio en la calle Mott, sucumbe a las lacas, a las máscaras, a los “espasmos pilóricos” del estilo. Lo que nos deja el orientalismo modernista, resonando entre los “biombos, y cojines turcos malvas y plateados,” o sobre los “muebles negros laqueados,” es la risa, la carcajada deseante, su escándalo en medio de las banderas y del gesto heroico. Southern Methodist University

OBRAS CITADAS “Bando de Buen Gobierno que Rige desde los Tiempos del Excmo.Sr. Conde de Santa Clara, Publicado en la Ciudad de la Habana el dia 28 de enero de 1799, con Aprobacion y Adiciones del Excm. Sr Marques de Someruelos, y del actual Excm. Sr. Gobernador y Capitan General Juan Diaz de Apodaca.” Habana: Oficina de Arazoza y Soler, 1816. Caballero, José Agustín. “Carta crítica del hombre muger.” La literatura del Papel Periódico de la Havana. Textos introductorios a cargo de: Cintio Vitier, Fina García Marruz y Roberto Friol. La Habana: Letras Cubanas, 1990. Céspedes de, Benjamín. La prostitución en la ciudad de la Habana. La Habana: Tipografía O’Reilly, 1888. Gallegos, Rómulo. Doña Bárbara. Madrid: Astral, 1988. Gómez Carrillo, Enrique. La sonrisa de la esfinge. La sonrisa de la esfinge. Madrid: Casa Editorial Calleja, 1913. ———. “En una fumería de opio anamita.” José Olivio Jiménez, Carlos Javier Morales. La prosa modernista hispanoamericana. Madrid: Alianza Editorial, 1998. Krafft-Ebing, Richard V. Psychopathia Sexualis. New York: Arcade Publishing, 1965. Lezama Lima, José. “Oda a Julián del Casal.” Poesía. Edic. Emilio de Armas. Madrid: Cátedra, 1992. Look Lai, Walton. The Chinese in the West Indies (1806–1995) A Documentary History. Kingston: The UP of the West Indies, 1998. Martí, José. “Un funeral chino.” Obras Completas. T.1. La Habana: Editorial Lex, 1946. ———. “Nuestra América.” La Habana: Librería Económica, 1953. ———. “Tres héroes.” Obras escogidas. La Habana: Librería Económica, 1953. Meza, Ramón. “Julián del Casal.” Julián del Casal. Poesías. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963. Montané, Luis. “La pederastia en Cuba.” Primer Congreso Médico Nacional de la Isla de Cuba. La Habana: Imprenta de A. Álvarez, 1890. Moreno Fraginals, Manuel. El Ingenio. 3 t. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1978.

MLN

407

Ortiz, Fernando. Los negros brujos. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1995. Ramos, Julio. Paradojas de la letra. Caracas: Ediciones eXcultura, 1996. Saco, José Antonio. “Los chinos en Cuba.” Catauro. Revista cubana de antropología. Año 2. No. 2. La Habana: Fundación Fernando Ortiz. Said, Edward. Orientalismo. Madrid: Libertarias, 1990. Salessi, Jorge. Médicos maleantes y maricas. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1995. Sarduy, Severo. La simulación. Caracas: Monte Ávila, 1982. Sarmiento, Domingo F. Facundo. México: Porrúa, 1989. Sedgwick, Eve Kosofsky. Epistemology of the Closet. Berkeley: U of California P, 1990.

Get in touch

Social

© Copyright 2013 - 2024 MYDOKUMENT.COM - All rights reserved.