VOZ DE HOMBRE Ramón Hernández Martín

  VOZ DE HOMBRE Ramón Hernández Martín Voz profunda, incluso ronca, henchida de pensamientos audaces y de sentimientos conmovedores. Voz a veces cál

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  VOZ DE HOMBRE

Ramón Hernández Martín

Voz profunda, incluso ronca, henchida de pensamientos audaces y de sentimientos conmovedores. Voz a veces cálida y estimulante como caricia, a veces fría e hiriente como témpano de hielo. Voz autónoma, orgullosa de su incontaminación, pero sierva de su destino en cuanto grito que clama por la necesaria e irrenunciable humanización del hombre. Voz que proclama convicciones largamente meditadas y vierte sentimientos acunados, provocados por la seducción de lo humano. Voz que se alza potente contra el Dios usurpador para abrir camino al único posible, al del amor. Voz expresada pacientemente en La Voz de Asturias como regalo al lector exigente, que también ella enmudece, como ocurrió con su propio soporte periodístico, y se diluye en un acto de comunicación amorosa en este escrito. Voz, en fin, de un hombre que se precia de su condición y que se fascina ante la ingente tarea de la siempre lenta y dificultosa humanización salvadora.

1    

  ÍNDICE

PRÓLOGO………………………………………………………………………

6

Saludo……………………………………………………………………..

6

Razón de escribir……………………………………………………..

7

Estructura interna……………………………………………………

12

1.- La idea de hombre……………………………………………….

13

2.- La idea de Dios……………………………………………………

16

3.- La idea de sociedad……………………………………………

30

4.- La idea de política……………………………………………….

34

5.- La idea de trabajo……………………………………………….

38

Otras informaciones de interés………………………………….

43

Conclusión………………………………………………………………

46

ARTÍCULOS: De profundis 1: ¿CRISIS POSITIVA?...................................

50

De profundis 2: LA HACIENDA PÚBLICA, ¿SOLIDARIA?.......

53

De profundis 3: LA CLASE POLÍTICA………………………………

56

De profundis 4: ¿LA MALDICIÓN DEL TRABAJO?................

59

De profundis 5: BLANQUEO DE DINERO…………………………

63

De profundis 6: CHAPUZAS Y ESCARAMUZAS…………………..

66

De profundis 7: LEGALIZACIÓN DE LAS DROGAS……………..

69

De profundis 8: PROSTITUCIÓN ABIERTA……………………….

72

De profundis 9: ¿HAY REALMENTE HOMOSEXUALES?...........

75

De profundis 10: BASE PROFESIONAL DE LA POLÍTICA……..

78

De profundis 11: RAZÓN DE LA CABECERA……………………….

81

De profundis 12: CRISPACIÓN ENDÉMICA……………………….

84

De profundis 13: PENA DE CÓDIGO PENAL……………………….

87 2  

 

  De profundis 14: RODAR Y PAGAR………………………………….

90

De profundis 15: HUMO Y FUEGO…………………………………..

93

De profundis 16: CON DIOS A CUESTAS………………………….

96

De profundis 17: PARO E HIPERACTIVIDAD…………………….

99

De profundis 18: MORIR POR LEY………………………………….

102

De profundis 19: JUGANDO CON FUEGO……………………......

105

De profundis 20: EL IDEAL DE SERVICIO………………………..

108

De profundis 21: JINETES APOCALÍPTICOS…………………….

111

De profundis 22: TRAMPOSOS……………………………………….

114

De profundis 23: VOTOS INMACULADOS…………………………

117

De profundis 24: PUEBLO MÁRTIR…………………………………

120

De profundis 25: JUEZ INSOBORNABLE………………………....

123

De profundis 26: SANTA INDIGNACIÓN………………………….

126

De profundis 27: REMINISCENCIAS REVOLUCIONARIAS….

129

De profundis 28: MIL PESETAS……………………………………..

132

De profundis 29: RETO AL CANDIDATO………………………….

135

De profundis 30: LOCURA DE JUNIO………………………………

138

De profundis 31: ECUMENISMO…………………………………….

141

De profundis 32: “MUERO PORQUE NO MUERO”……………..

144

De profundis 33: JUVENTUDES, ¡A MADRID!......................

147

De profundis 34: LA SENECTUD…………………………………....

150

De profundis 35: LA GRAN MADRE………………………………..

153

De profundis 36: PRIVILEGIADOS…………………………………

156

De profundis 37: DIRECCIÓN PROHIBIDA……………………..

159

De profundis 38: JESÚS,. MI SEÑOR………………………………

162

De profundis 39: CABEZAS DE HIDRA…………………………….

165

De profundis 40: REVERSO DE LO ESPAÑOL……………………

168

De profundis 41: LOS CURSARIOS…………………………………

171 3  

 

  De profundis 42: SOCIEDAD ALZHEIMICA………………………

174

De profundis 43: FILONES DE ORO………………………………..

177

De profundis 44: TERROR=ERROR…………………………………

180

De profundis 45: EL PODER DE PERDONAR……………………

183

De profundis 46: LA CÁRCEL………………………………………..

186

De profundis 47: EL LENGUAJE DEL FÚTBOL…………………..

189

De profundis 48: PASEO METAFÍSICO……………………………

192

De profundis 49: A CUESTAS CON LOS MUERTOS……………

196

De profundis 50: LAMENTOS…………………………………………

200

De profundis 51: EXCELENCIA………………………………………

203

De profundis 52: PLENITUD BORROSA…………………………..

206

De profundis 53: NACIONALISMO…………………………………

210

De profundis 54: FRAUDE DEL MAL……………………………….

214

De profundis 55: SIGNOS DE LOS TIEMPOS…………………..

221

De profundis 56: BRAVURA………………………………………….

225

De profundis 57: EL GORDO DE NAVIDAD………………………

229

De profundis 58: PANORÁMICA 2011…………………………….

233

De profundis 59: DINERO SAGRADO……………………………..

236

De profundis 60: LÁGRIMAS POR SIRIA………………………..

239

De profundis 61: P-S-O-E…………………………………………….

243

De profundis 62: BALANCE INDIVIDUAL………………………..

247

De profundis 63: HÉROES Y ESTRELLAS…………………………

251

De profundis 64: CARDENALES……………………………………..

255

De profundis 65: GALLINA……………………………………………

259

De profundis 66: GASEOSA Y AGUA……………………………….

263

De profundis 67: CARNAVAL SOCIALISTA………………………

267

De profundis 68: DIVORCIADOS Y HOMOSEXUALES………..

271

De profundis 69: DOGMAS PARA EL SIGLO XXI……………….

275 4  

 

  De profundis 70: BLANCO……………………………………………..

279

De profundis 71: MUJER-CASA-SUELDO-COCINA…………….

283

De profundis 72: RUPTURA O ANULACIÓN…………………….

287

De profundis 73: RESURRECCIÓN…………………………………

291

De profundis 74: ALFORJAS………………………………………….

295

De profundis 75: POBRE IGLESIA………………………………….

299

De profundis 76: PÍCAROS……………………………………………

304

De profundis 77: DONACIÓN…………………………………………

307

De profundis 78: DE PROFESIÓN, PARADO…………………….

31

De profundis 79: LA MUJER…………………………………………..

315

De profundis 80: PIEDRA ANGULAR……………………………….

319

De profundis 81: CRISIS FECUNDA………………………………..

323

De profundis 82: INJUSTICIA CLAMOROSA……………………

327

De profundis 83: JUVENTUD………………………………………….

331

De profundis 84: ASCENDENCIA……………………………………

335

De profundis 85: EL VALOR DE LAS COSAS……………………..

339

De profundis 86: PALOS DE CIEGO………………………………..

343

De profundis 87: EL ABORTO………………………………………..

348

De profundis 88: LA CLAVE…………………………………………..

353

EPÍLOGO……………………………………………………………………….

357

5    

  PRÓLOGO

Saludo

Este conato de ensayo ha sido elaborado a petición de una docena de lectores amigos que han seguido en todo o en parte la publicación de sus “capítulos” o artículos en La Voz de Asturias. Mi único propósito es regalárselo en la Navidad de 2012 en agradecimiento por su interés y hacerlo llegar a su través a cuantas personas de entre sus propios contactos juzguen que también pueden beneficiarse de su lectura. También para estos últimos será un regalo de tinte navideño como inicio simbólico, quién sabe, de un nuevo camino de humanización. Se recogen aquí los 72 artículos que publicó el diario La Voz de Asturias entre diciembre de 2010 y abril de 2012, más otros 14 que ya estaban preparados cuando dicho periódico cerró el día 19 de ese mismo mes de abril. Se han añadido 2 más, uno de los cuales (De profundis 67, titulado “Carnaval socialista”) no fue publicado por circunstancias que se expondrán más adelante, después de haber sido enviado al periódico para su publicación, y el otro (De profundis 63, titulado “Héroes y estrellas”) por habérseme quedado olvidado en la carpeta. Durante las dieciséis semanas que siguieron al cierre de La Voz de Asturias he enviado, semana a semana, los artículos no publicados al grupo de amigos interesados. Al inicio de cada uno de los 88 artículos que siguen se da cuenta de la fecha de su publicación o de sus circunstancias particulares y se reproduce un párrafo de su contenido a fin de que al lector le resulte fácil ver el cariz de lo tratado en cada caso antes de leer o releer todo el artículo. Me parece importante dar aquí razón tanto del hecho de escribirlos como de su estructura interna y de las ideas principales en torno a las que giran sus contenidos. Cada artículo, sometido a las exigencias ineludibles de una periodicidad pactada y al espacio que el medio me ofrecía, ha ido surgiendo a tenor de mis preferencias e inquietudes temáticas, reactivadas muchas de ellas por las circunstancias sociales del momento. Se entremezclan así artículos de temas clásicos, que nunca pierden actualidad y que inquietan siempre a los seres humanos, es decir, temas que invitan a la reflexión permanente, con otros circunstanciales, escritos en función de los acontecimientos políticos, económicos o sociales del momento.

6    

  Razón de escribir

Quien los haya leído habrá descubierto fácilmente bien en el texto mismo, bien en el contexto o en el trasfondo de los temas que me guía una visión profundamente providencialista de cuanto acontece tanto en la historia general de la humanidad como en el desarrollo particular de la vida de cada individuo y, por tanto, de la mía. Por ello pienso que, aunque todo esté por hacer de cara al futuro, todo ha sido ya escrito de antemano. En otras palabras, aun a riesgo de oscurecerlo, todo se escribe en el instante eterno en que ocurre. Obviedad mil veces repetida es que, por misteriosa que nos resulte la muerte, nadie muere hasta que le llega su hora en el momento prefijado por el destino. Nacimiento, como inicio, y muerte, como finiquito, no son más que dos momentos que se insertan en la durabilidad inquebrantable de todo ser, en la eternidad de un devenir efímero. Pues bien, mirando hacia atrás, veo mi inesperada y hasta anómala participación en el periódico La Voz de Asturias como una pincelada más de ese providencialismo. Nada presagiaba que yo llegara a publicar en la última etapa de ese periódico 72 artículos ni que en el momento de su cierre, producido por circunstancias económicas, tuviera en cartera 16 artículos más de temas generales, listos para ser publicados en el momento más oportuno. Ambos acontecimientos, la publicación de estos artículos y el cierre del periódico, son hechos providenciales desde mi perspectiva, aunque ignoro si todo ello tendrá repercusión en el futuro más allá del esfuerzo de aglutinarlo en un libro, empeño en el que ahora me esfuerzo, urgido por los deseos de algunos lectores. Se trata de un libro preparado con la única previsión de difundirlo a través de Internet, sirviéndome para ello de la colaboración que, sin duda, me prestarán la mayoría de aquellos a quienes se lo enviaré, en esta Navidad de 2012, como un regalo del alma, pensando que lo recibido gratis debe ser regalado de la misma manera. Por todo ello, cuando escribo este prólogo, ignoro absolutamente todo sobre tan imprevisible destino e incluso hacia dónde estoy yendo, consciente de que estoy siendo guiado hacia alguna parte. Expondré someramente la génesis de lo ocurrido hasta ahora. El periódico La Voz de Asturias llevaba unos meses siendo dirigido por Juan Carlos Cuesta, gran amigo de mi hijo mayor, cuando este, sabedor de que yo había escrito en el pasado algunos artículos en los periódicos asturianos en el contexto de mis ocupaciones culturales y solidarias, en septiembre de 2010 me dijo un día de buenas a primeras: “Papá, ¿por qué no le echas una mano a Cuesta en su empeño de consolidar y sacar adelante La Voz de Asturias?”. Y me puso el ejemplo de un amigo común, periodista, que así lo estaba haciendo. Me sorprendí sobremanera y esquivé su propuesta escudándome en que no me sentía capacitado para ello; es más, argüí que las publicaciones que había hecho en los periódicos asturianos en el pasado 7    

  habían sido esporádicas, debidas únicamente a mis inquietudes. Incluso me justifiqué alegando que es arriesgado decir lo que uno piensa, porque la sinceridad al escribir y al hablar, lejos de acarrear beneficios, suele crear nuevas preocupaciones. Él insistió y, a pesar de mi radical autodefensa, el reto hizo mella en mi mente y prendió en mi carne. No muchos días después, explorando posibilidades, me decidí a llamar a Juan Carlos Cuesta, interesándome por la marcha de La Voz de Asturias, para comentarle la sugerencia de mi hijo. Cuesta, que me conocía desde que de niño merodeaba por la casa con el grupo de amigos de mi hijo, pero que seguramente no sabía si yo sabría plasmar en papel mis inquietudes culturales y sociales, aunque siempre hubiera estado al tanto de ellas, me abrió los brazos y me ofreció cancha sin dudarlo un segundo. Entonces, me animó a escribir un par de artículos sobre lo que me pareciera más conveniente y me pidió que se los enviara para que el equipo de redacción de La Voz de Asturias pudiera valorarlos con vistas a su posible publicación. Me sentí renacer al darle vueltas al caletre, pensando y madurando ideas. Tuve la cabeza muy revolucionada aquellos últimos días de septiembre de 2010. Escribí un primer articulito con algo muy al alcance de la mano: la crisis que comenzaba a hacer estragos. El desarrollo del primer artículo gestó otras inquietudes y roturó nuevos campos, abriendo perspectivas. De inmediato, abordé un segundo artículo, tratando de poner de relieve la importancia que tiene para la marcha de la sociedad que la Hacienda Pública sea concebida como el santuario en que se santifica el dinero aportado por todos, dinero sagrado como el que más porque sustenta el desarrollo de la sociedad y fundamenta la solidaridad nacional. No había transcurrido una semana cuando en el ordenador se acumulaban once artículos. En vez de los dos artículos solicitados, le envié a Cuesta los once de una tacada, justificando la machada en que así tendría muchos más elementos de juicio a la hora de valorar el estilo, los enfoques, los contenidos y las argumentaciones. Me sorprendió sobremanera recibir a los dos días un correo en el que Juan Carlos me decía que los había leído todos con atención, que a él le gustaban los temas tratados y la forma de abordarlos y que a su criterio podrían encajar en el periódico, pero que tendría que someterlos al criterios del consejo de redacción. Dos días después salí de viaje, satisfecho e ilusionado, para una estancia de dos meses en Amán, Jordania, donde trabajaba mi otro hijo, sabiendo que si La Voz de Asturias decidía publicarlos a razón de uno por semana, tenía cubiertos casi tres meses, amén de que en Jordania podría seguir preparando más artículos. A lo largo de octubre y noviembre, mientras permanecí en Amán, no tuve ningún contacto con La Voz de Asturias. Por mera curiosidad, entraba de vez en cuando en la página web del periódico. Nada de nada. No me llevé ningún desengaño por ello. Ni siquiera le envié un correo a Juan Carlos para no presionarlo. Mi única inquietud era que, de ser publicarlos, me convenía aprovechar el tiempo para escribir más 8    

  artículos. Con el paso de los días, llegué a despreocuparme por completo del tema. Se trataba de una colaboración ofrecida al director de La Voz de Asturias de forma voluntaria y gratuita, sin alusión a ninguna remuneración ni condición que pudiera fijar algún derecho. Por lo demás, mi sentido providencialista me hacía resignarme plácidamente a que, si se había desestimado la publicación de mis artículos, a la postre eso sería lo mejor. Así, en la espera desesperada que produce la ausencia de noticias, transcurrieron los 65 días de mi estancia en Oriente Medio. De vuelta en Asturias en los primeros días de diciembre, charlando una tarde con mi hijo mayor, este me dijo de pasada y sin mayor concreción: “Por cierto, papá, me parece que ayer le oí decir a Cuesta que iban a publicar algo tuyo”. Escéptico, me limité a encogerme de hombros. Quizá se tratara de alguno de los artículos que les encajara por su temática. Al día siguiente, al conectar el ordenador por la mañana, mi otro hijo, sorprendido, me preguntaba desde Amán a través de Skype: “Papá, ¿qué hace tu foto en la primera página de la web de La Voz de Asturias?”. Creo que ni siquiera le había puesto al corriente de mi aventura. Con sorpresa, vi que habían publicado ese día, 03.12.2010, el artículo que yo les había enviado con la cabecera De profundis-1, referido a la crisis, el primero de la mencionada serie de once. Me pareció incluso una gran casualidad que La Voz de Asturias se hubiera interesado por el artículo que yo había puesto en primer lugar. El artículo había sido publicado también en la página 2 de la edición en papel aquel primer vienes del mes de diciembre, ocupando aproximadamente dos tercios de parte superior. Encabezaba el artículo una foto poco afortunada que el fotógrafo me había hecho justo cuando me disponía a viajar a Jordania. La semana trascurrió tranquila. La curiosidad me llevó a hojear La Voz de Asturias todos los días. Volví a sorprenderme de nuevo cuando, al viernes siguiente, salía publicado el artículo que yo había enviado en segundo lugar. Pero seguí sin darle mayor importancia. Solo cuando vi que volvía a ocurrir lo mismo una semana más tarde me decidí a preguntarle a Cuesta por teléfono sobre las intenciones de La Voz de Asturias con relación a mis artículos. Él me aseguró que, si me atrevía con una publicación semanal, podía disponer de ese espacio en la web y en la edición en papel todos los viernes y que, de momento, continuaría publicando los demás artículos que le había enviado en septiembre. Aturdido por el peso que suponía un compromiso tan serio, le prometí que lo intentaría. Una vez recuperado de la sorpresa, le expuse con tanta sinceridad como emoción que mi único propósito era echarle una mano en lo posible, sin condición previa alguna. Le dije que La Voz de Asturias no debería sentirse obligada a ningún compromiso conmigo y que si, llegado el caso, tuviera que interrumpir la publicación de todos o de alguno de mis artículos, 9    

  podrían hacerlo sin necesidad siquiera de darme explicación alguna. Le recordé que ya en septiembre le había ofrecido mi colaboración a él personalmente, en cuanto director, de forma desinteresada. De hecho, mi osadía de escribir artículos respondía únicamente a la petición que me había hecho mi hijo y a su deseo de echarle una mano en su tarea de sacar adelante la publicación de La Voz de Asturias, un periódico tan importante en el que yo siempre había encontrado colaboración para mis propósitos culturales y sociales. Cuesta, que dirigía el periódico desde hacía solo unos meses, al ofrecerme un espacio de entre 3.800 y 4.200 caracteres para los nuevos artículos, me dijo que tenía libertad absoluta para elegir los temas. Una vez publicados los once artículos, opté por un envío semanal los martes, con tiempo sobrado para su maquetación y publicación los viernes, a fin de que cada tema estuviera más pegado a la actualidad. Desde el artículo publicado con la cabecera “De profundis-12” hasta el último aparecido, correspondiente al número 72, semana tras semana fui vertiendo en el artículo correspondiente inquietudes, pensamientos, sentimientos y vivencias con las miras puestas en que los lectores que se atrevieran a leerlos sacaran algún provecho. Lamentablemente, al no encontrar una solución financiera que sostuviera la publicación, el periódico cerró definitivamente el 19 de abril de 2012. Entonces acordé con algunos lectores enviarles los domingos los 16 artículos que tenía en cartera a sus correos electrónicos. El último enviado, que aparece aquí con la cabecera De profundis 63 y el título “Héroes y Estrellas”, se lo mandé desde Mogarraz, pueblo de la Sierra de Francia salmantina, el sábado, día 4 de agosto de 2012, adelantándome un día al envío habitual por coincidir el domingo, día 5 de agosto, con las fiestas patronales del pueblo, la Virgen de las Nieves. Los 88 artículos llevan aquí el número que les corresponde por el orden de redacción. El proyecto de este libro a sugerencia de los lectores referidos me parece un signo providencial más. Mientras les iba enviando los artículos no publicados, les fui dando alguna información sobre el desarrollo de este mismo preámbulo, tan necesario para poner de relieve las claves que dan cohesión a todos los escritos y descubren sus razones y propósitos, pues ninguno de los artículos fue escrito con las miras puestas en que un día pudiera formar parte de un libro. El libro h surgido sobre la marcha para gran sorpresa mía. En consonancia con el medio en que la mayoría de los artículos fueron publicados, me ha parecido procedente titularlo Voz de hombre. Al estar acabado en el entorno de la Navidad de 2012, puedo utilizarlo como el bonito regalo que un ser humano ofrece en bandeja de plata a otros seres humanos, compartiendo con ellos su propia alma, es decir, sus pensamientos más audaces y sus más íntimos sentimientos. Y, puesto que todo lo que merece la pena tiene un precio y todo lo recibido gratis debe 10    

  ser transmitido con generosidad, a todos los destinatarios les ruego que, de no pinchar en “eliminar” al recibirlo para quitárselo de en medio, es decir, de serles de alguna utilidad, se esmeren en cumplir un par de condiciones que no les impongo, sino que les propongo. Primera: que hagan un pequeño donativo, aunque solo sea de 1 euro, a Cáritas y a Cruz Roja, o a la Media Luna Roja si fuere el caso, gesto poco gravoso, pero muy útil, con el que sentirán que lo que tienen en sus manos les pertenece por completo. Segunda: que, si les parece que lo aquí escrito les sirve de algo, aunque solo sea que uno de los artículos los haga reflexionar o abra un horizonte nuevo a sus vidas, lo renvíen a sus propios contactos en las mismas condiciones a fin de que, compartiendo sus propios hallazgos, también ellos puedan beneficiarse. Con que solo unos pocos secunden mi propuesta me consideraré altamente remunerado por mi prolongado esfuerzo. ¡Ojalá que lo aquí expuesto ayude a muchos a ser sanamente críticos! Se despojarían así de muchas de las esclavitudes que todos padecemos y podrían entregarse entonces de lleno al proceso de humanización que tanto necesitamos.

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En resumidas cuentas, La Voz de Asturias publicó 72 artículos y 16 más fueron enviados a un grupo de interesados. A lo largo de las 72 semanas que duró la publicación hubo muy pocas incidencias. Nunca recibí ninguna insinuación de la dirección de La Voz de Asturias, ni siquiera sobre los temas que convenía tocar en determinados momentos. Todos los temas tratados fueron de mi libre elección. He disfrutado, por ello, de la más completa libertad para escribir lo que me ha parecido más oportuno. Incluso nunca se me hizo ninguna corrección o enmienda y tampoco se me cercenó nada de lo escrito. Solo en una ocasión la redacción del periódico intentó en vano ponerse en contacto conmigo para modificar el título “P-S-O-E” (De profundis 61) por coincidir materialmente con el de otro compañero de página. En otra ocasión, cuando ya los problemas económicos acuciaban al periódico y su dirección mantenía negociaciones con algún grupo financiero para tratar de salvarlo, me sugirieron que el artículo De profundis 67, titulado “Carnaval socialista”, era mejor dejarlo para otra ocasión, pues su temática podría resultar contraproducente para las negociaciones en curso. Entonces les envié otro artículo sobre la marcha. Al no ser publicado por el cierre definitivo del periódico, se lo envié a los lectores desde Mogarraz, donde me hallaba de vacaciones, el domingo, día 29 de julio de 2012. El publicado en su lugar aparece aquí, con la numeración De profundis 68, con el título “Divorciados y homosexuales”.

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  La incidencia más importante tuvo lugar inmediatamente después de la publicación del artículo De profundis 46, que lleva por título “La cárcel”, el último de su serie publicado en viernes. Un nuevo diseño del periódico, audaz y bien logrado, condujo a una importante reestructuración y a la publicación de un cuadernillo dominical, titulado AS-7 MAGAZINE. Pues bien, mis artículos y los de algunos otros colaboradores fueron seleccionados para formar parte, en el futuro, de ese cuadernillo. Por tal razón, la semana de dicha restructuración me publicaron dos artículos: el mencionado, el viernes, día 14.10.2011, y De profundis 47, con el título “El lenguaje del fútbol”, el domingo, día 16.10.2011. El nuevo diseño aumentaba el espacio en dos mil caracteres y dejaba incluso margen para una ilustración. A partir del De profundis 75, el último enviado al periódico, ya no me atuve a un espacio prefijado. La mayoría de los artículos del 47 al 74 fueron publicados con viñetas ilustrativas, algunas realmente ocurrentes y oportunas. Las viñetas eran elegidas por la redacción del periódico, si bien en ocasiones esta se atuvo a mis propias sugerencias. El haberme publicado dos artículos en una semana (46, en viernes, y 47, en domingo) se compensó con que el domingo, día 08.01.2012, no pudo ser publicado el 59 por dificultades técnicas.

Estructura interna

Por inconexos o aleatorios que parezcan con solo ojear el índice los 88 temas reunidos en este conato de libro, todos ellos responden a un patrón o núcleo conceptual muy definido y único. De ahí que no me merezca la pena agruparlos por temas o capítulos homogéneos, pues lo que se ganaría en sistematización no compensaría lo que podría perderse en viveza y dinamismo. Lo importante para el lector es saber que todos encajan en una estructura general común y que responden a un patrón ideológico concreto, a una forma clara y precisa de concebir tanto lo que es el hombre como el rumbo que debe llevar la sociedad. En tal supuesto, al haber sido escrito cada artículo como una obra completa en sí misma, el lector puede fijarse, a mi criterio, en uno cualquiera sin necesidad de pasar al siguiente de inmediato ni de haber leído previamente el anterior. Si bien en cada artículo se aborda un tema preciso, de forma autónoma e independiente de los demás, muchos de ellos han sido escritos en función de las circunstancias políticas, sociales y económicas del momento. Poniendo altavoces a una reflexión semanal, no he hecho más que avanzar por el mismo camino. Un esquema o armazón invisible confiere unidad a la totalidad. Al lector no le será difícil descubrir que todas estas reflexiones giran en torno a solo unas poquitas ideas básicas: el hombre, Dios, la 12    

  sociedad, la política y el trabajo. De ahí que muchos de los temas sean tangenciales e incluso que se superpongan unos a otros o que invadan su terreno. Con tal procedimiento, el meollo de lo que se quiere comunicar se va enriqueciendo de matices al ofrecerse desde perspectivas nuevas. De leerlos todos en poco tiempo, el lector debería tener la sensación de asistir, atónito y divertido, a la sucesiva llegada de las olas de un inmenso mar a la playa. Olas unas veces suaves y plácidas; y otras, rompedoras e invasoras. Al juntar todos los artículos en este libro, antes del título de cada uno de ellos he entresacado un párrafo en letra cursiva, de extensión desigual, con el objetivo de que el lector, antes de adentrarse en el artículo, se haga una idea de su contenido y de su perspectiva. Imagino que haciéndolo así le facilito las cosas. Expondré a continuación muy someramente las ideas que sustentan y nutren todo este entramado, tan prolijo y farragoso, pero que, leído despacio y con la concentración debida, puede convertirse en luminaria para alumbrar un camino, unas veces llano y panorámico hasta despertar emociones estéticas y solidarias, y otras difícil y escarpado hasta el sudor y el jadeo.

1.- La idea de hombre

El hombre es la clave fundamental y la razón última de todos estos artículos. Pero no se trata de una teoría concreta sobre el hombre, por original que sea, sino del hombre de carne y hueso, el que se despierta cada mañana y, radiante o postrado, emprende una nueva jornada que transcurrirá seguramente rutinaria y de la que inevitablemente saldrá triunfante o derrotado. Vivir cada día, incluso de forma anodina, es toda una proeza. Quien más, quien menos, todos los seres humanos llevamos a las espaldas una considerable carga de interrogantes a muchos de los cuales posiblemente nunca sabremos o podremos responder, al menos con una respuesta satisfactoria. Vivimos humanamente, pero no porque vegetemos y durmamos, sino porque pensamos, emprendemos proyectos y erramos los caminos. Pues bien, una verdad de Perogrullo, pero de gran enjundia y trascendencia, es que todo lo humano gira en torno al hombre. El mundo cultural en el que somos engendrados, nacemos, crecemos y morimos es obra exclusivamente humana. Es esta una verdad suficiente para evitar que nos desmadremos en el caminar y nos marchemos por los cerros de Úbeda en el pensar. En torno al hombre giran todos los contenidos de la cultura, también los religiosos. Los dioses son de tal manera hechura nuestra que, colocándolos en las alturas o elevándolos a los altares, lo único que 13    

  sabemos hacer es endosarles nuestros deseos y nuestros miedos. Dios no ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Sin la menor duda, ha sido el hombre el que ha creado a Dios a la suya. Yahvé no creó y eligió a Israel; fue Israel quien creó y eligió a Yahvé. El Dios de los cristianos no se encarnó en Jesús, sino que fue Jesús quien se elevó y elevó consigo al género humano a la condición de Dios. Alá no inspiró el Corán a Mahoma, sino que fue Mahoma quien elevó un cántico hermoso a Alá. Las revelaciones no son más que el lento y laborioso descubrimiento, a través de espejos y de imágenes, del posible rostro de Dios, tan presente y entremezclado con su obra que la impregna o la inunda de sí mismo. Es un gran disparate decir que Dios “habló” solo a los profetas y a sus mensajeros, pues en todo momento está hablando a todas sus criaturas. Enfocado así el tema, el hombre es realmente el epicentro del mundo. El hecho de pensar el mundo hace de ese mismo pensamiento el epicentro en torno al que gira toda idea o concepción del universo. Al afirmar de forma tan tajante esta visión del mundo no se cuestiona que, en nuestra inevitable propensión a objetivar lo que pensamos, seamos incluso capaces de redimensionar el universo real y situar no ya al hombre en su infinitesimal dimensión, sino a la Tierra entera como hogar del hombre, en un lugar remoto, alejado de lo que en esa objetivación concebimos como epicentro de las fuerzas y de las masas que componen el cosmos, realidad que nos obliga a hacer cálculos de distancias desorbitadas por sobrepasar nuestra imaginación. El salto de la concepción del hombre como epicentro de su propio mundo cultural a situarlo en la periferia remota del universo real exigió un extraordinario acto de humildad que conmovió incluso los cimientos de la Iglesia Católica. Deberíamos tenerlo siempre en cuenta para no magnificar ni dramatizar demasiado las crisis y los problemas humanos. Somos en realidad muy poquita cosa, vivimos muy poquito tiempo y apenas causamos impacto alguno en el voluminoso espacio cósmico en que nos movemos. Aunque con nuestro incontrolable poder atómico seamos capaces de lograr que la Tierra salte por los aires, la repercusión que tan insensata locura tendría en el universo sería menor que la de una piedrecita lanzada al océano. Pero si nos atenemos a lo que a la postre es un imperativo insoslayable, a los contenidos esenciales del mundo cultural, en el que nos movemos como peces en el agua, mundo que, repito, es obra exclusiva nuestra, resulta incontrovertible que nuestra primera y principal norma de comportamiento ha de consistir en orientar nuestra conducta a favorecer nuestra propia condición. El más preciado bien que poseemos con certeza y que debemos defender con uñas y dientes es nuestra propia vida. Cuanto hacemos debe orientarse a favorecer la vida en todas sus dimensiones y perspectivas. Estamos ante un principio luminoso que se quiebra con frecuencia a la hora de actuar al toparnos con una bifurcación: satisfacer pasiones y egoísmos que nada tienen que ver con la vida misma o sostener la vida procurando el 14    

  desarrollo pleno de la condición humana. Placeres que matan frente a comportamientos austeros que cuidan el cuerpo y nutren el espíritu. Nos hallamos ante la única perspectiva desde la que podemos hablar coherentemente sobre el bien y el mal, sin atribuir a conceptos tan volátiles dimensiones telúricas o trascendentes. En un artículo rompedor (De profundis 54, titulado “Fraude del mal”) se aborda tan trascendental tema. En la primera dirección, la de satisfacer las pasiones y los egoísmos, siempre vitanda, cabe un extenso elenco de actuaciones que el hombre emprende con demasiada frecuencia como animal depredador que se abre paso en la vida a codazos, incluso cruelmente, con el alocado propósito de procurarse poder, riquezas y placeres. De tan gigantesco disparate forman parte lo mismo el animal fuerte que abusa de los débiles que el taimado dirigente religioso, político o económico, que se vale de lo divino y lo humano para manipular a cuantos caen en la órbita de su influencia. Giran en esa órbita, la del supuesto “mal”, todos los hombres que a lo largo de los siglos se han servido de sus semejantes para satisfacer egoístamente sus propios instintos y abrir cancha a sus caprichos. Degradan al hombre de la altura de su propio horizonte moral a la condición de instrumento de placer. En una palabra, pervierten el orden moral de preferencia: del placer no brota la virtud, si bien de la virtud puede brotar el placer, en cuyo caso se trata de un placer que nunca es egoísta. A tenor de una concepción providencialista de la historia, en la órbita de la segunda dirección, la de favorecer la vida, giran quienes incitan a los demás con sus comportamientos o su situación a emprender actuaciones incluso heroicas, a dar de sí sin pensar en sí mismos mucho más de lo que un desarrollo normal de la vida podría exigir. Misteriosamente, ambas direcciones parecen ser, si no complementarias, sí necesarias, pues, si en el devenir humano todo fuera bondad y excelencia, quizá el denominador común sería una medianía insufrible. Cáritas, por ejemplo, y Cruz Roja o la Media Luna Roja no existirían sin indigentes. Sin necesidades apremiantes y sin crisis atosigantes, posiblemente el hombre se aburriría y la siempre tonificante solidaridad se agostaría por carecer de huertos donde crecer. Detengámonos unos segundos en la órbita del obrar correcto, la de las acciones encaminadas al sostenimiento de la vida y al desarrollo integral del hombre. En torno a ella giran los comportamientos encaminados a enriquecer la vida propia y a procurar a sus semejantes al menos lo más imprescindible para su propia vida, como la vivienda, la comida, la salud y la cultura. Al lector no se le escapa que, con el establecimiento de tales principios, apunto al entorno de las Bienaventuranzas y de las Obras de Misericordia evangélicas. Son infinitos los caminos que a un hombre se le abren para encauzar debidamente sus comportamientos en su propio beneficio y en el de sus semejantes. Afortunadamente, millones de seres 15    

  humanos tienen como meta tal horizonte y, de hecho, se encaminan hacia él día tras día, con paso lento, pero firme y seguro. Es la auténtica perspectiva moral de la conducta, la única que humaniza al hombre y lo introduce en una dimensión religiosa creíble, pues quien realmente pone a Dios en el punto de mira de sus acciones no puede prescindir en ningún momento del soporte que para ello le proporciona el hombre. Toda mirada a Dios que se aleje del hombre resulta, a la postre, turbia, difuminada y manipuladora. Miente quien diga que ama a Dios si no ama realmente al hombre. En expresión más incisiva y con palabras más atrevidas podríamos asegurar que a Dios lo hace mucho más creíble Cáritas que el Credo católico.

2.- La idea de Dios

Si nos fijamos en los dioses de las religiones monoteístas que tienen nombre propio, no me cabe la menor duda de que el Yahvé judío, la Trinidad cristiana y el Alá musulmán son todos ellos entes trascendentes, pero creados por el hombre. Son dioses que han surgido tanto de la limitación conceptual como de las necesidades acuciantes que sufren el hombre y los pueblos. La Trinidad, en concreto, siguiendo un esquema netamente humano basado en la paternidad, se sirve de conceptos tan escurridizos como naturaleza y persona para terminar afirmando, después de enrocarse en lo indescifrable, que Dios es múltiple bajo la perspectiva de “persona”, pero único desde la de “naturaleza”, es decir, trino y uno al mismo tiempo. Tan rebuscada explicación, en vez de aclarar lo que es la divinidad, la hunde de lleno en el misterio. Ahora bien, toda explicación que conduce al misterio resulta fallida. Los cristianos hablan con toda naturalidad del misterio de la Santísima Trinidad como si, proclamándolo, hubieran resuelto el gran enigma que envuelve un Dios supuestamente inabarcable. En cuanto a Yahvé, no parece complicado deducir que es mera invocación del pueblo judío, cuya supervivencia siempre ha resultado problemática: es Yahvé quien, como juez que castiga o como dirigente que premia, garantiza realmente su unidad y su cohesión a lo largo de una trayectoria humana curiosamente siempre invasiva y beligerante debido a la condición étnica y a la exclusividad costumbrista de sus integrantes. Alá, por su parte, no pasa de ser una ensoñación poética de pueblos que aprendieron a ser y hasta a vivir con su invocación. El politeísmo que precedió los monoteísmos y que los acompaña a lo largo de la historia es más cantarín a este respecto, pues la mayor parte de las necesidades humanas son cubiertas por una infinidad de divinidades del Olimpo que no son tan sublimes ni determinantes como las que invocan los cristianos, los judíos y los musulmanes. Pero los dioses únicos, los que 16    

  fundamentan las religiones monoteístas, incluso habida cuenta de la descripción tan peculiar que se hace de cada uno de ellos, no dejan de ser dioses creados a imagen y semejanza de un hombre que trata de superar en ellos sus propias limitaciones y de sublimar sus inclinaciones. Insisto en que no es que Dios haya creado al hombre a su imagen y semejanza, sino justo a la inversa: los dioses del monoteísmo han sido creados a imagen y semejanza del hombre y de los pueblos en que se ha asentado la fe en ellos. No se trata de pueblos elegidos por Dios, sino de pueblos que se han construido sobre una determinada idea de Dios. Partiendo de las distintas ideas que los humanos nos hemos hecho de Dios, cabe abordar críticamente la idea de un Dios sin adjetivos, situado más allá de las limitaciones de imagen y semejanza con que lo han venido concibiendo los distintos grupos religiosos, para preguntarse por la razón última y definitiva de todas las cosas, incluido el hombre. Nos enfrentamos así a las preguntas eternas sobre por qué y para qué existimos los seres humanos y el mundo del que formamos parte y cuáles son, en definitiva, la misión de cada cual y su destino al existir, si es que realmente cada hombre tiene una misión y un destino. No cabe responder que partimos de una situación dada, sometida toda ella a un proceso de nacimiento, crecimiento y muerte, sin ahondar en la razón no solo de por qué se da tal situación, sino también de por qué se da de una determinada manera. Partir del supuesto de que el mundo es así porque una gran explosión originaria, conocida comúnmente como Big Bang, lo lanza a una permanencia eterna, siguiendo un proceso inacabable de expansión-contracción-explosión, equivale solo a hacer un alto en el camino para tomar aliento, porque, en última instancia, la pregunta de marras sigue conservando íntegra su fuerza inquisitorial: qué es lo que explota, por qué explota y por qué sigue una ley eterna de expansión y contracción. El mundo del que ineludiblemente yo mismo formo parte no puede dar razón de sí mismo, al menos la razón que requiere mi propia conciencia crítica. Se trata de una pregunta que no solo nos sitúa en el único camino posible para dar con un Dios que no sea hechura del hombre, sino que nos introduce en el corazón (valga el símil humano) de Dios en sí mismo, concebido en ese caso únicamente como el mero existir en que se cifra incluso la razón y el destino de todo lo existente. Nuestro gran problema no es entonces preguntarnos por la existencia de Dios o por la razón última de todo lo existente, pregunta que lleva implícita la respuesta correcta, sino algo mucho más fácil y determinante: ponerle un rostro (otro símil humano inevitable) a ese Dios concebido como la razón última y completa de todas las cosas. Si la atmósfera en que respira Dios, el agua en que nada o su propio caldo de cultivo, por así decirlo con otros símiles humanos, son la eternidad, al referirnos a él deberemos ser capaces de amalgamar mentalmente no solo el pasado o la historia del acontecer cósmico, sino también el imprevisible e incierto futuro con el fugaz presente para tratar de captar, o al menos de 17    

  intuir, que en él es actual no solo lo que está ocurriendo, sino también lo ya ocurrido y lo que ocurrirá con el trascurso del tiempo. En otras palabras, al relacionarme con Dios en el momento presente debo tener en cuenta que en él se hacen presentes, además, el tiempo ya ido y el por venir. Dios vive y actúa en un presente eterno. Paralelamente, la idea que el hombre se hace del espacio pierde en la perspectiva divina toda connotación a un más allá y a un más acá, trascendentes o geográficos, para concretarse en un punto que, sin recorrido ni volumen alguno, lo abarca y lo llena todo. El espacio y el tiempo son solo mediciones intramundanas que tienen vigencia en los comportamientos de las masas siderales. Por mucho que nos estrujemos las neuronas, en nuestra cabeza, inevitablemente intramundana también ella, no cabe más que la idea de una eternidad concebida dialécticamente como la unión de los tiempos pasados, presentes y futuros. En resumidas cuentas: si en Dios se concreta toda existencia y se asienta y redimensiona todo ser, no es difícil deducir que en él está y perdura todo lo existente. A partir de esta idea madre, todo lo que en el desarrollo intelectual del hombre referido a Dios entrañe segregación, división y exclusión pierde consistencia. De ello podemos deducir algo tan importante como evidente: pensar en Dios como en alguien que elige pueblos o individuos y que concede privilegios y otorga su gracia a quien le place equivale a pensar solo en un simple ser humano, incluso vulgar y ramplón, injusto y discriminatorio. Atribuirle a Dios una conducta similar a la del hombre, máxime cuando no solo se le dibuja un rostro humano, sino que se le atribuyen las pasiones humanas más hirientes y corrosivas, es una tentación tan fácil como placentera, ya que el manipulador de la idea lo único que pretende, en última instancia, es engrandecerse a sí mismo y justificar sus errados comportamientos egoístas. Con estas clarividencias no puedo menos de calificar como sectas no solo los grupúsculos que se enrocan en variopintas concepciones de la divinidad y se alimentan de desarrollos litúrgicos extraños y de prácticas religiosas chocantes, sino también las grandes religiones monoteístas. Importa poco que a la idea de secta le atribuyamos un significado de “seguimiento” o de “sección”, ambos etimológicos, por cuanto lo propio de todas ellas es hacerse una idea cerrada de un Dios que, siendo inabarcable, no debería ser encorsetado ni en conceptos ni en credos. Quien profesa una fe determinada o sigue una práctica religiosa concreta no deja de ser “sectario”, lo mismo que lo es el grupúsculo que se “desgaja” del tronco principal de una religión universal por matices, incluso triviales, referentes tanto al credo como a la práctica religiosa. De hecho, a los primeros cristianos los llamaron la “secta de los nazarenos”. En esto, como en tantas otras cosas, no cabe saltarse las barreras naturales para proclamar, como hace la Iglesia Católica, que solo ella es la poseedora de toda la verdad, debido a que Dios mismo se la ha revelado de tal manera que la hace única 18    

  depositaria de la salvación del hombre, salvación a la que, solo por condescendencia, se hacen acreedores también los hombres de buena voluntad que, sin pertenecer formalmente a la Iglesia Católica, permanecen en el error involuntariamente perteneciendo a otras confesiones religiosas o proclamándose simplemente ateos. Son muchos los elementos irracionales que alimentan esta manera no solo de concebir a Dios, sino también, y sobre todo, de describir sus relaciones con el hombre. Por escandaloso que resulte para muchos, también el cristianismo es una secta, lo mismo que lo son el judaísmo y el islamismo. Estas tres grandes religiones, grandes por su credo y por su implantación geográfica, parten de la inaudita idea de elección divina, de ser un pueblo que Dios mismo ha segregado del resto de los pueblos, como si a su Dios no le importara que una parte importante de la humanidad quede al margen de una supuesta maniobra redentora gigantesca, como es, por ejemplo, el plan divino de salvación que fundamenta los desarrollos teológicos de san Pablo. Incluso el cristianismo parte de tales supuestos exclusivistas a pesar de que la Iglesia Católica proclame su universalidad. La idea de “gracia” del cristianismo es una de las ideas más corrosivas que pueblan la cultura humana al dar pie a una discriminación arbitraria atribuida directamente a Dios, quien se supone que da la fe y la gracia a quien le place. Aunque la gracia connota la idea de gratuidad (y Dios es pura gratuidad en toda su obra), su primor se deriva de la calificación de un comportamiento moral intachable, tanto del hombre como de Dios mismo. Dios es un ser eminentemente moral que incluso en su omnipotencia es incapaz de proceder a capricho. Digamos de paso que la idea de una gracia descarnada y aséptica fue la que desencadenó el desgajamiento del mundo protestante del católico a tenor de la enconada discusión sobre si la justificación se obtenía solo por la fe o si para salvarse era necesario que la fe fuera acompaña de un comportamiento en consonancia con ella, es decir, de buenas obras. A pesar de que este enfrentamiento fue tan determinante en el desarrollo del mundo religioso europeo, tan insípida discusión bizantina no deja de ser una de las mayores estupideces y uno de los enconamientos más cerriles del pensamiento occidental, que obedeció mucho más a imperativos de poder y dinero que de contenidos teológicos. Decir que Dios da su gracia y que, por tanto, salva a quien quiere equivale a tomar el peligroso atajo de reafirmar con engaño las creencias del interesado y de justificar la confesión y el grupo humano a que pertenece. Si hablo de insípida discusión y de estupideces a este respecto es porque para todo hombre equilibrado y con sentido común debería ser obvio que Dios “da su gracia” permanentemente a toda su obra de creación y, por tanto, también al hombre, y que el mayor signo de tan asombroso gesto es el simple hecho de existir, de tal manera que podemos incluso remedar, con mucha más profundidad y contundencia, el axioma cartesiano diciendo: “Existo, luego Dios me ama”, o a la inversa: “Existo solo porque Dios me ama” . 19    

  Si alguien me preguntara por mi profesión de fe, podría asegurarle, a pesar de tantas renuencias, que me siento realmente cristiano y católico, pero no por ello dejo de tener conciencia de pertenecer a una secta, razón por la que, como he dejado constancia a lo largo de muchos de los artículos que siguen, me opongo frontalmente a todo lo que en nuestra cultura religiosa se asiente sobre la exclusión de otros. De ahí que no tenga ningún inconveniente en rezar junto a un judío en la sinagoga en que este suele hacerlo o incluso en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, como tuve la fortuna de hacer en un par de ocasiones. Lo mismo puedo asegurar en lo referente a un musulmán, haciéndolo en el interior de una mezquita (de hecho, he entrado y rezado en unas cuantas) o en plena calle, tal como suelen hacer millones de ellos. Y, por extraño que parezca, también puedo hacerlo con quien se confiesa ateo militante, pues estoy convencido de que también este reza en determinadas circunstancias y situaciones de su propia vida. La idea de gracia como donación divina gratuita implica ineludiblemente la exclusión de cuantos incomprensiblemente se supone que no han sido “agraciados” por un Dios caprichoso. Solo por ello ese supuesto Dios sería tan mezquino y arbitrario como cualquier hombre. La gracia, ateniéndonos a su significado etimológico de gratuidad, es lo que Dios transmite en la creación a sus criaturas: el ser y la vida. Insisto en que quien es y vive lo hace por pura gracia de Dios, pertenezca al credo que pertenezca, si pertenece a alguno, y lleve la vida que lleve, aunque por obcecación o por cualquier otro tipo de error se comporte como un monstruo cruel. Partiendo de tales principios o enfoques de la cuestión religiosa, resulta indiferente que el Dios de los cristianos sea uno y trino al mismo tiempo, que la segunda persona de esa Trinidad se haya encarnado, que Jesús sea proclamado hijo natural de Dios, idéntico a él, y que, en definitiva, su muerte redentora y su resurrección hayan consumado un plan divino de salvación, concebido por el mismo Dios para restablecer un supuesto equilibrio roto por un inaudito y teológicamente imposible pecado original. Poco importa que así lo proclame un dogma que es, de suyo, un instrumento que justifica y afianza la exclusión de quienes no lo cantan y profesan. La fijación que hacen los dogmas de la insondable realidad de Dios en términos filosóficos es una osadía que ha tirado a la cuneta matices enriquecedores y ha jalonado de cruces el camino de la humanidad. ¡Cuánto anatema inútil y abusivo! ¡Cuánta condena interesada! El Dios al que me lleva seriamente el camino cristiano en el que he sido educado y en el que me honro en permanecer se me manifiesta, aunque emerja de una serie de aditivos humanos y de incoherencias argumentales, como un ser omnipotente, absoluta y totalmente providente y benevolente con todos los hombres, sin exclusión posible de ninguno de ellos. Dios, en suma, de todas sus criaturas. Los elementos rituales e incluso los 20    

  conceptuales que han introducido tanto el magisterio autorizado de la Iglesia como los teólogos, obreros estos del desarrollo poético de un cúmulo de supuestas verdades intocables, no alcanzan más que la epidermis de una convicción, realmente construida sobre roca: que Dios no pertenece al pasado ni por ello está anclado a la Biblia y a la confesada redención obrada por el judío Jesús convertido en Cristo, sino al presente, entendiendo por presente la condición operativa de Dios mismo, es decir, la eternidad. En otras palabras, se trata de un Dios limpio de connotaciones humanas y de intereses parciales, que se nos revela en todo momento y nos redime, instante a instante, de nuestra miopía temporal y de nuestros intereses a ras de suelo; un Dios, en fin, que nos arranca de nuestros egoísmos para anclarnos en su condición, convertirnos en sus hijos y envolvernos en su eternidad. Hablo, por tanto, de un Dios que me acompaña en todo momento, cuya presencia impregna cuanto hago y cuyos mandamientos en forma de conciencia individual me trazan un camino seguro; un Dios con quien estoy en conversación permanente, aun en los momentos en que ni siquiera soy consciente de ello; un Dios que, regalándome el ser, me enriquece con la vida y me ayuda a comprender, desde una perspectiva que me sobrepasa, que cuanto acontece forma parte de un plan de acción que se condensa en él mismo. Suelo repetir con frecuencia que el Dios en el que creo, siguiendo las indicaciones cristianas, me inunda (me llena por dentro) y me circunda (me llena por fuera) y me sostiene en sus manos (una más de tantas metáforas de contenido humano de las que inevitablemente tenemos que servirnos para acercarnos a él) desde siempre, sin posibilidad de que me suelte jamás, ya que, si alguna vez me soltara, él mismo se condenaría por ello a dejar de ser Dios por renegar de su obra. Dios es, desde luego, el ser más libre en quien podemos pensar, pero no por ello deja de tener imperiosas obligaciones que le impone su propio ser, su forma de ser. Quien se embebe en estos pensamientos, sacando deducciones lógicas, se pone en el camino no solo para contemplar panorámicamente la suprema verdad, esclarecedora hasta pulverizar todo posible interrogante, sino también para vivir místicamente el deleitoso esparcimiento del ser contingente en la suprema realidad. Desde esa perspectiva se entiende muy bien el “muero porque no muero” teresiano o el “no me mueve, mi Dios, para quererte /el cielo que me tienes prometido…” del sublime soneto anónimo. La conciencia que tengo de la inmensidad del universo me sirve de trampolín para lanzarme a la asimilación tanto de la “idea” de Dios que se me ha transmitido como de la que yo mismo me formo con deducciones lógicas sobre cómo es y se comporta un ser supremo omnipotente en quien tiene cabida y consistencia todo lo existente. Cierto que, situado en la atalaya desde la que contemplo los contenidos esenciales de la idea de 21    

  Dios, mi mente se convierte en el epicentro de mi propio universo mental. Dicho epicentro se expande hasta abarcar, absorbiéndolos, no solo los seres humanos como comunidad, sino también la Tierra como el hogar común de todos los hombres. En otras palabras: mi conciencia de Dios convierte la Tierra en el punto gravitacional en torno al que gira mi propio universo mental, universo en el que Dios, lejos de mostrarse como un concepto abstracto de algo inalcanzable o como un misterioso ser, lejano e indiferente, se convierte en algo íntimo, en algo mío, en un Dios “mío” que me inunda inundando todo mi entorno. Pero si, en un ejercicio de búsqueda de la objetividad, tal como ya he apuntado, cambio la perspectiva para contemplar el universo desde un imaginario punto exterior, se difumina por completo el minúsculo planeta del que formo parte y que gira en torno a una estrella del montón, atrapada en la vorágine de una galaxia mediana que tiene que vérselas o medírselas con cúmulos frente a los cuales incluso ella resulta diminuta. Es decir, de epicentro de mi universo mental me convierto en algo muy periférico, tangencial, insignificante, imperceptible, poco menos que nada de nada. Lo mismo cabe decir de toda la raza humana e incluso del planeta Tierra. Los seres humanos somos jóvenes, incluso bebés, comparados con la edad del universo y no permaneceremos aquí mucho tiempo, mientras que el universo seguirá un curso en cuyo trayecto hemos permanecido solo un instante de dolor, al mismo tiempo que de esplendor y gloria. Pero somos realmente nada de nada. Seguro que hay miles de millones de planetas, muchos de los cuales estarán habitados por seres inteligentes, puede incluso que mucho más evolucionados que nosotros, los humanos. En este contexto, ese “Dios mío”, tan íntimo y consustancial, se agiganta para convertirse, siendo mi Dios, no solo en el Dios de todos los hombres y de todos los posibles seres inteligentes del universo sino de todo lo existente en lugares y tiempos que estarán siempre fuera de nuestro alcance. Desde esta perspectiva, insisto, la idea posible de Dios ha de referirse forzosamente a alguien o algo existente que da razón no solo de sí mismo, sino de todo lo demás. El pensamiento no se puede parar en la forma de ser, como hace la ciencia, sino que debe ahondar en el ser mismo. Alguien o algo confieren consistencia no solo a la evolución del universo sino a su mismo punto de partida. De hecho, el concepto de creación va mucho más allá y trasciende lo que hemos dado en llamar el Big Bang con el que supuestamente, a falta de otras posibles explicaciones mejores, el universo inicia su andadura. La prueba fehaciente de que Dios existe es que existo yo mismo y que existe el universo. Se trata de una idea de Dios que me arrastra más allá, adverbio locativo que, para tener algún sentido en este contexto, pierde su connotación espacial para situar las coordenadas del tiempo y del espacio, englobadas, en la transcendencia de lo temporal y lo local, en la eternidad inmutable. Dios, en una palabra, al igual que hace conmigo circundándome e inundándome, no solo inunda y circunda el 22    

  universo introduciéndolo en el “misterioso hogar” de su pecho, al decir unamuniano, tan incisivo y certero, cuando reza frente a su propia muerte: “Méteme, Padre eterno en tu pecho, misterioso hogar. Dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar”, sino que también lo asocia a sí mismo convirtiéndolo automáticamente en signo de su presencia, en manifestación palmaria de su propia entidad. Llegados a este punto, podemos preguntarnos qué sentido tiene, por ejemplo, un plan divino de salvación o que, para manifestar su amor al hombre, ese Dios, trascendente e inmanente, se encarne en un hombre. Ante el enfoque cristiano de la obra de creación y redención deberíamos preguntarnos más bien, en buena lógica, si, de existir millones de planetas habitados por seres inteligentes de similar o parecida condición al hombre, que es muy posible, Dios habría tenido que plantearse millones de planes de salvación y encarnarse millones de veces para demostrarles también a ellos su gran amor, que es lo que el cristianismo sostiene en su credo que ha hecho con los habitantes de la Tierra. La idea que fundamenta todo el cristianismo del plan de salvación de Dios a través de su hijo Jesucristo orbita en torno a la idea primaria de que yo y, conmigo, todo el género humano y la Tierra somos no solo el centro del universo sino incluso su misma razón de ser, como si todo el universo hubiera sido creado como hábitat natural para el hombre. Es una idea de miras cortas que ha quedado muy anticuada a pesar del aparente esplendor de su contenido: el amor de Dios por el hombre no se dignifica y agiganta por el hecho de enviar a su hijo unigénito al mundo para habitar en el cuerpo de un hombre sino por el hecho de la misma existencia del hombre. Como nadie en su sano juicio, teniendo conciencia de la enormidad del universo y de que el hombre es insignificante, podría sujetarse a la idea de un plan especial de Dios para su salvación, la interpretación que debemos darle a ese supuesto plan, e incluso a la singular personalidad de Jesucristo, debe ajustarse a los conocimientos que hemos ido adquiriendo sobre el universo. De existir millones de planetas habitados por seres semejantes a los hombres, idea inverosímil hace un tiempo pero hoy plausible, ¿Jesucristo los habría redimido también a ellos con su muerte y resurrección? ¿Es Jesucristo, en ese supuesto, una persona cósmica? Si lo fuera, puesto que la fe en él, necesaria para la salvación, se difunde por la predicación, ¿quién les predicaría a ellos la buena nueva del Evangelio cristiano, es decir, la posibilidad de salvarse también ellos por el sacrificio redentor de un humilde judío que murió hace hoy unos dos mil año? O, tal vez, ¿se habría encarnado la segunda persona de la Trinidad cristiana para morir en sacrificio redentor una vez en cada planeta habitado? Vana cuestión sin respuesta cuya única utilidad es poner de relieve la ilusión humana de captar y copar la atención divina.

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  El conocimiento que hoy tenemos del universo ha venido a despertarnos no solo del sueño de ser su epicentro y razón de su existir, sino también de redimensionar nuestras relaciones con la divinidad. Cierto que saber que somos minúsculos e incluso tangenciales en un universo inmenso, en continuo movimiento de expansión, no resta ni intensidad ni intimidad a nuestra relación con una divinidad que nosotros mismos hemos ideado como paso imprescindible para la concepción de un Dios trascendente al mundo. Pero también es cierto que, en ese supuesto y una vez que hemos adquirido conciencia de nuestra propia significación como seres humanos, debemos esforzarnos no por “humanizar” a Dios, como hemos hecho en el pasado, sino por divinizarlo realmente, proyectándolo sobre sí mismo como Ser que sustenta cuanto existe. En otras palabras, Dios no es tal solamente para los seres humanos sino también para los demás seres inteligentes posibles, aunque disten de nosotros miles de millones de años luz, y para todos los demás seres. Dios no es tal solo de los seres inteligentes sino también de las bestias y de las cosas, de las partículas, de los átomos y de la energía. La salvación, si queremos encerrar en ese término lo más sustancial de nuestra relación con él, será no solo la de todos los hombres y los demás posibles seres inteligentes sin excepción, sino también la de los animales y de las cosas inanimadas. En otros términos: la auténtica fe nos afianza en la convicción profunda de que en Dios se sustenta y perdurará todo lo existente. Personajes tan singulares como Jesucristo deben ser redefinidos, a la hora de establecer la relación inquebrantable entre Dios y sus criaturas, como mensajeros que reflejan el auténtico rostro divino de bondad incondicional y proclaman el amor como único lazo de conexión con él. No se trata de achicar la personalidad de Jesucristo considerándolo un oscuro judío mesiánico, predicador frustrado y vilmente ejecutado, sino de valorar la forma que nos ha enseñado para relacionarnos con Dios, quien, lejos de comportarse como un Dios arcano, remoto y despreocupado, se nos muestra exquisitamente amoroso, infinitamente mejor que el más solícito de los padres. La idea de “padre” referida a Dios es una de las tantas metáforas de tinte humano que sirve solo para ilustrar una relación que se desarrolla a un nivel que sobrepasa los alcances de nuestra inteligencia y de nuestros sentimientos. El creyente que de verdad ama a Dios sabe que, haciéndolo, proyecta la fuerza entera de su ser mucho más allá de lo que alcanzan su sensibilidad y su inteligencia para establecer una conexión inquebrantable con quien le regala su propio ser. Los cristianos que llegan a entender a fondo la idea de que Dios es un amantísimo padre a tenor de la predicación evangélica de Jesucristo no pueden menos de vivir ya en el paraíso y de reflejar una gran paz en sus conductas por difíciles y problemáticas que sean sus vidas. Estoy profundamente persuadido de que una de las más devastadoras políticas del cristianismo fue la de convertir al mensajero en mensaje, es 24    

  decir, de pivotar con toda su fuerza en torno a la persona del judío Jesús devenido Cristo en vez de hacerlo en torno a su excelso mensaje de amor filial con Dios y fraternal con los seres humanos. Para mí resulta obvio que la grandeza de ese judío tan singular no radica de ninguna manera en que en su persona integre dos naturalezas, la divina y la humana, y que, por tanto, se confiese que es Dios hecho hombre, conforme a un credo que solo sirve de eje para ahormar las conductas de los creyentes. La cuestión no está en quién sea realmente una persona de la que algunos incluso dudan que existiera, sino en el mensaje que supuestamente salió de su boca o que al menos se le atribuye. La grandeza de Jesús no radica en una supuesta condición divina, sino en su calidad de testigo de una divinidad que a todos nos hace hermanos. De centrarse en ese mensaje, los cristianos serían capaces, creo yo, de darle la vuelta a toda la cultura humana para ponerla al servicio de la humanización del hombre. Permítaseme un apunte más a ese respecto. En el sacramento de la eucaristía, cuyos significantes son el pan y el vino, materiales que tienen como única referencia la de ser comida y bebida, que es lo único para lo que sirven, estos se desnaturalizan para hacerlos portadores de una “personalidad” extraña, la presencia real de Jesucristo. Al identificar las especies sacramentales con la persona física de Jesús, se convierte el mensajero en mensaje, razón por la que, en vez de ser potenciarlas como comida y bebida de salvación, sirven para la adoración y para todo un rosario de sentimentalismos paranoides. Quien, adorando la hostia o acompañándola en una procesión o cuando está guardada en el copón para que Jesús no esté solo y triste en los “sagrarios abandonados” o en las “iglesias vacías”, lo que realmente adora y acompaña es algo que solo sirve para ser comido por más que se trate del pan de vida. La eucaristía sufre así un desvío teológico descomunal. La excesiva polarización de la reflexión teológica al defender la “presencia real” arrastró la piedad cristiana a una inaudita identificación de las especies con el protagonista de la salvación redentora, desnaturalizándolas de su condición “sacramental” de comida y bebida de salvación. De utilizarlas como lo que son, la celebración eucarística debería redimensionar y vivificar el cristianismo al restaurar su enorme fuerza de comunión entre los seres humanos. ¿Puede alguien, en su sano juicio, acudir a un banquete solo para ver cómo los demás comen? Es la aberración que comete la Iglesia Católica cuando obliga a los católicos a “asistir” a misa los domingos y a comulga una vez al año. En la tradición de la Iglesia está, sin embargo, la contemplación de la eucaristía como la unión ascética de todos los cristianos (cuerpo místico del Cristo de la fe) y, por ende, de todos los hombres. Cada ser humano, para entrar en el significante eucarístico, es decir, para convertirse también él en el cuerpo eucarístico del Cristo salvador, debe comportarse como un grano de trigo sometido al ascético proceso de la siega, de la molienda y de la cocción, o como un grano de uva desgranado, pisado y fermentado. 25    

  Si, ahondando en esta perspectiva, cambio de tercio en un ejercicio mental acrobático y me adentro en el terreno de una confesión personal provocadora, podría asegurar sin ruborizarme y en rigurosa lógica que, si por Dios se entiende el definido en el dogma cristiano, el profesado como protector por un Israel que se proclama pueblo escogido o el alabado tan estentóreamente por el islamismo, entonces estoy dispuesto a proclamar que soy radicalmente ateo. Aunque no lo pretendan, estas tres religiones monoteístas, con sus confesiones y proclamas, están poniendo límites a un Dios que, afortunadamente, es radicalmente irreductible a conceptos humanos y a apropiaciones excluyentes. El dogma cristiano, más que definir, encorseta la verdad entre barrotes para beneficio de los graciosamente elegidos; el judaísmo se alimenta de una idea de elección comunitaria, construida sobre un Dios propio y exclusivo, conductor y defensor de un pueblo, de cuyos enemigos Dios llega incluso a servirse, en una osada estrategia, para castigar a su pueblo cuando no lo obedece; el islamismo se construye frente a un supuesto mundo de infieles a los que es preciso o convertir o aniquilar en el santo nombre del Misericordioso, aunque para ello incurra en contradicciones chirriantes. Las tres religiones, ya lo he dicho, son sectas en el sentido de que seccionan el universo humano para preservar una parte, la elegida, y colocarla en las coordenadas del Dios en quien dicen creer y a quien convierten en el bastión fundamental de su propia identidad. Frente a esos tres monoteísmos, un mínimo de racionalidad y de conciencia crítica me lleva a proclamarme ateo furibundo, a renegar de tan alarmantes concreciones de Dios, por más que cada uno de ellos se refiera a su concreto Dios, definido como el único verdadero, Dios acogedor para los adeptos y justiciero implacable para los infieles o descreídos. Mi aparente ateísmo radical nace, sin embargo, de la constatación del sectarismo radical que profesan las tres religiones mencionadas y del achicamiento del Dios de que se apropian. La Trinidad cristiana, el Yahvé judío y el Alá musulmán son dioses fabricados artificialmente a imagen y semejanza de cada pueblo creyente, pues Dios se convierte en la misma razón de ser de cada pueblo y de su destino étnico. Reniego de cualquiera de esos dioses porque, de confesar uno de ellos, tendría que volverme sectario y, por tanto, seccionar la excelsa realidad en que me esfuerzo en vivir, la de un Dios que lo es incondicionalmente de todos los hombres y de todas las cosas. Y también me niego, por ello, a compartimentar la espléndida realidad del hombre. De ahí que, siendo católico y teniendo la oración como la atmósfera que respiro, si tengo que rezar con un musulmán en una mezquita o con un judío en una sinagoga, lo hago sin remilgo alguno, ya lo he dicho, seguro de poder hacerlo igual que en una iglesia cristiana o en cualquier lugar donde me encuentre. Esa misma actitud la mantengo también cuando me toca enzarzarme en una discusión con un ateo beligerante, pues creo que su ateísmo procede solo de un desenfoque de la cuestión de Dios, ya que mi Dios es también el suyo aunque sea muy 26    

  a su pesar. Pienso que la resistencia de un ateo a creer en Dios o a entregarse a él es solo epidérmica o circunstancial, pues a quien se opone realmente, en última instancia, es a la caricatura que le predican en su entorno. Lo único que hacen muchos ateos “rabiosos” es dirigir la fuerza de su pensamiento, e incluso el liderazgo de su personalidad, contra la imposición de dioses mezquinos, pasionales y egoístas, brotados de mentes humanas incapaces de elevarse al esplendor del ser. Por desgracia, tales formas de concebir a Dios copan la cultura entera, incluso en este tiempo de tanta crítica y luces, contaminando los conceptos y enturbiando las ideas para dirigir más cómodamente los pueblos. En el fondo, cuando esos furibundos ateos se despojan de los dioses de cartón piedra contra los que se revuelve su mente, se adentran fácilmente en una concepción del hombre al que le atribuyen su debida autonomía, liberándolo de cadenas. Obrando así, esa es mi impresión, se adentran en la realidad profunda del hombre para suspirar por una humanización seria y consolidada de la conducta humana. Muchos se sacrifican incluso por ella. Afortunadamente para ellos, en la profundidad a la que les conduce su honestidad mental se topan inevitablemente con el Dios verdadero, el que, sin excluir a nadie, lo impregna todo y el que, en última instancia, impone a todos la conciencia insobornable del principio moral, el rector de la conducta humana, que propugna la humanización del hombre. Curiosamente, negando a Dios o renegando de él, se vienen a dar de bruces con el Dios de Jesucristo, el providente, el que es realmente padre, el de las bienaventuranzas, de las obras de misericordia y, sin duda, el de Cáritas, en función de cuya intuición el ateo se siente capaz de negar la existencia de cualquier otro dios invasivo, sectario y depredador. Puestas las cosas en su auténtica dimensión, es la racionalidad, no una gracia especial que el Dios de la fe da a sus elegidos, la que me lleva a descubrir el esplendor de la realidad divina, el Dios que permanece eternamente en un acto de creación y comunicación plena con toda su obra. Un Dios, en definitiva, en quien el fugitivo pasado y el incierto futuro se subsumen en un presente eterno de total simbiosis entre él y sus criaturas. Sin embargo, sin salirnos de este contexto, se debe dejar constancia de que el reducido campo de maniobras de la libertad humana nos permite actuar a capricho haciéndonos tributarios de nuestras propias acciones en el sentido de que a ellas se debe que, en última instancia, nos adentremos en el paraíso o nos encerremos en el insoportable infierno que nos empecinamos en crear para flagelarnos. El premio y el castigo de nuestras acciones no consisten más que en hacer de nuestra conducta un cielo donde recrearse o un infierno donde recluirse como tributo ineludible de nuestros egoísmos. El cielo y el infierno, categorías trascendentes para las religiones monoteístas, siendo hechura humana solo sirven para describir 27    

  primorosamente el devenir diario de cada individuo. Obrando de una manera o de otra, somos nosotros mismos los que elegimos vivir en el cielo o en el infierno. Más allá de nuestro alcance, es decir, de ese cielo o infierno tan nuestros, está solo la espléndida realidad de un Dios que es plenitud de nuestro propio ser, incluidas todas nuestras sensaciones, sentimientos y pensamientos. Si un egoistón de tomo y lomo que cifrara la felicidad ultramundana también en el sexo pensase que el más allá debe de ser un asco porque en él todos nos comportaremos como ángeles asexuados, iría listo. En este sentido, el paraíso musulmán nos da a los cristianos sopas con honda, pues, ateniéndonos a lo dicho, el gozo sexual se verá entones potenciado y sublimado lo mismo que todos los demás sentimientos y capacidades humanas. Cuando el pasado y el futuro se subsuman en el presente eterno y cuando la libertad se esclarezca del todo y potencie toda su virtualidad, hasta el cielo y el infierno que los humanos nos creamos con el ejercicio de nuestra libertad desaparecerán, porque entonces Dios lo será realmente todo en todos. Llegados a ese punto, la muerte adquiere categoría de simple tránsito, de retorno de la criatura al Creador, momento en que llegará a su fin todo sectarismo y se verá colmada toda ansiedad humana, también la del ateo que reniega de tantos diosecillos de pacotilla. Salto misterioso el de la muerte, caída en la nada para el descreído y momento de recibir todos los premios para el creyente interesado. Sea lo que sea lo que realmente ocurra, teniendo presente lo de “…aunque no hubiera cielo, yo te amara”, lo cierto es que el ser no se destruye, sino que se transforma y uno, mírese como se mire, siempre se sentirá más logrado al saber que navega ya en Dios de la forma que sea, habiéndose librado de la tormenta perenne de sus pasiones egoístas. El Dios en quien realmente creo, más allá de lo que pueda dictaminar mi propia razón, pero hacia quien me arrastra inexorablemente la racionalidad, se me muestra mentalmente como un ser esplendoroso que da razón de mi propio existir, de sus condiciones de temporalidad, de su finitud y de su precariedad. En ese Dios el tiempo deviene eternidad y el ser contingente se reviste de durabilidad. Hablo, pues, de un Dios que, repito, me circunda y me inunda, que, sosteniendo mi ser, da razón del hecho de existir y de la futilidad de una vida que nace con la caducidad impresa en las células. Mientras vivo, sean cuales sean las condiciones en que lo hago, Dios me acompaña en todo momento, aunque mi conducta sea perversa, y provee a todas mis necesidades hasta el momento de fundirme con él. Ese parece ser el único sentido y destino de mi vida. Nada de postrimerías con cielos gloriosos e infiernos terroríficos, figuras válidas únicamente para describir las vidas de los seres humanos a tenor de sus comportamientos generosos o egoístas.

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  La mediación necesaria entre Dios y el hombre, idea básica de los monoteísmos, es una concepción utilitarista de la que estos se sirven para su justificación y afianzamiento. No hay lugar para una mediación, pues entre Dios y sus criaturas no hay vacío posible, ya que Dios lo es todo en todos en todo momento y, aunque un individuo concreto no oiga su voz ni perciba su presencia por los motivos que sea, Dios le habla sin cesar a su conciencia. Aunque el hombre se olvide de Dios, reniegue de él o blasfeme contra él, Dios lo acompaña en todo momento y lo mima benevolentemente. La idea de un infierno no ya de penas físicas terroríficas, como el fuego, sino de algo mucho más refinado y doloroso como sería la pérdida definitiva de toda relación o referencia a Dios, es tan alucinante como concebir el ser y la nada como entidades contrapuestas. La nada no existe, sin más, y el infierno en cuanto negación o ausencia total de Dios, tampoco. La contundencia de este enunciado permite afirmar incluso que Dios no puede crear el ser de la nada ni reducirlo a ella: Dios nos crea comunicándonos su ser y, como la creación es un acto divino, su única alternativa es el retorno inequívoco a su ser. El cielo tal como lo concebimos, como un glorioso estado al otro lado de la muerte, se identifica con Dios mismo: el cielo es Dios. Este hermoso panteísmo ni confunde los conceptos ni niega la libertad humana, la cual es muchísimo más reducida y limitada de lo que tal vez nos gustaría pensar. De ahí la importancia extraordinaria de la oración, que es la natural actitud humana de respuesta a la comunicación permanente que Dios entabla con todo ser humano, oración para la que, según el espléndido mensaje de Jesús, no es necesario ningún templo ni lugar concreto. Dios no solo habló a nuestros antepasados y a los profetas de Israel, sino que habla en todo momento a cada uno de los hombres. Entrar en oración consiste en responder a la voz que nos grita en el interior en un acto de agradecimiento profundo, de acoplamiento de la propia voluntad a los designios divinos, por incomprensibles que a veces puedan resultarnos. La oración no es más que un diálogo permanente de amor entre un ser limitado e inválido y un interlocutor todopoderoso, compañero y amigo. En ese sentido, podríamos decir que la oración anticipa la gloria o, mejor dicho, los gozos de la unión definitiva, de la posesión gozosa de la verdad total y de la belleza suprema. Incluso un ateo entra en esa atmósfera cada vez que arremete contra las concepciones de Dios impuestas por la cultura imperante y se afianza en sus aspiraciones de racionalidad y paz para el hombre. En cualquier momento del día, sin planificación ni preparación alguna, me sorprendo en espontánea conversación íntima con la razón última de todas las cosas y de mi propio existir y devenir. Como eso es precisamente lo que concibo como Dios, la conversación la mantengo con él directamente. Pero sería inútil hacerlo si me resisto a abrir mi puertas para acomodar en el espacio de mis sentimientos y pensamientos a mis semejantes y al mundo en que habito. Convirtiendo metafóricamente a cada ser humano en un 29    

  grano de trigo y en un grano de uva, formo con los siete mil millones de seres humanos que hoy habitamos la Tierra un hermoso pan y una preciosa copa de vino para convertirlas en materia eucarística de acción de gracias por cuanto soy, pienso y siento. Levanto después un impresionante altar para depositar en él el indescriptible sufrimiento que los siete mil millones de seres humanos sopomos durante la jornada: enfermedades, muertes, penurias económicas, fracturas de la convivencia y soledades. Envuelvo a continuación tan conmovedora ofrenda en lágrimas y aleluyas, tantas como gotas de agua y átomos hay en el universo, para ofrecerlo, cual presente navideño, al Dios enamorado del hombre, rogándole que con su infinito poder transforme en nutriente de pan y de ilusión para todos los seres humanos los millones de toneladas de odio, de codicia, de violencia y de egoísmo que brotan cada día de la humanidad. Hermosa oración que se extiende también a los miles de seres humanos cuya gestación es miserablemente interrumpida a diario e incluso a los millones de animales que sacrificamos para nuestro sustento. Dialogo, pues, con un Dios íntimo, sumamente activo, cuya presencia se me impone con fuerza y cuyas directrices se transforman, por dolorosos y preocupantes que sean los acontecimientos de la vida diaria, en caminos que unas veces discurren por vericuetos escarpados y otras, por espacios panorámicos de ensueño. En esos momentos siento en realidad que muero por no morir y que no gobierna mis sentimientos el deseo del cielo prometido, sino la presencia benefactora de un Dios que se adueña por completo de mis pensamientos y sentidos.

3.- La idea de sociedad

Si las ideas de hombre y de Dios son bisagras en torno a las que giran de derecha a izquierda y viceversa los artículos recogidos aquí, la idea de sociedad se comporta como el sólido cimiento en que se asienta toda esta construcción. No se trata ahora de esbozar las razones que están en la base de la aparición de toda sociedad humana, como tampoco de exponer los principios por los que esta se rige ni de esclarecer los desarrollos históricos que nos han conducido a la sociedad o sociedades en que hoy vivimos, sino de descubrir y realzar el nervio que da consistencia al acontecer humano y lo mantiene vivo. Desde la luminosa perspectiva que nos abre este enfoque se divisa claramente que la sociedad es una comunidad de seres radicalmente interdependientes. La interdependencia es una de las claves del fenómeno humano, pues nos necesitamos unos a otros, no solo para nacer, sino también para vivir e incluso para morir. Tanto nuestro existir 30    

  como nuestro desarrollo necesitan del concurso de nuestros semejantes. También nuestros pensamientos, incluso los más extraños y originales, tienen un componente social en el que se fragua nuestra capacidad de pensar de forma crítica y se gestan y desarrollan sus contenidos básicos. Si del pensar pasamos al obrar y sobre todo al amar, que son los puntos cardinales y las coordenadas del devenir humano, se nos llena por completo el escenario. Somos inexorablemente deudores de nuestros antepasados y también de nuestros coetáneos, al mismo tiempo que nos incumbe la honrosa misión de actuar como eslabones en un engranaje de transmisión de vida. Somos fruto de unas generaciones y germen de otras y, mientras vivimos, no podemos menos de apoyarnos en la nuestra. Ahora bien, la sociedad en que vivimos, cuna que nos mece y mesa que nos nutre, nos impone pesadas cargas que no podemos sacudirnos de encima por mucho que nos opriman. ¿A quién no le asquean en algún momento determinados comportamientos sociales que ponen en solfa no solo el sentido común, sino también la capacidad racional de los seres humanos? La conciencia crítica de cada uno, por débil que sea, le lleva a cuestionar muchas cosas socialmente correctas y a valorar como descabellados muchos de los acontecimientos o comportamientos sociales en que se ve inmerso. No es este el momento de elaborar un listado de las muchas cosas que me parecen desatinadas ni de denunciar los comportamientos disparatados que, en vez de ayudar al hombre a caminar, llenan de obstáculos su camino, pues muchos de esos comportamientos y cosas son abordados, de una u otra forma, en los artículos que siguen. Sin embargo, debo dejar bien sentado que el discurrir crítico es el único caldo de cultivo en el que crecemos los seres pensantes. Si, conforme a ese discurrir, parto de una visión idealizada del hombre, el cúmulo de denuncias posibles contra la sociedad, la actual y la pasada, oscurecería la luz del sol que me alumbra y achicaría mi horizonte hasta sepultarme en un túnel. ¿Hay alguien capaz de bendecir la depredadora trayectoria histórica del hombre desde los albores de la memoria? Baste un botón de muestra: si bien el hombre tiene como destino insobornable la muerte, trágico fenómeno que se desencadena por tantas causas naturales, como la edad y la enfermedad, ¿alguien en su sano juicio puede entender, y mucho menos justificar, que un porcentaje importante de las muertes que se producen cada día en el conjunto de la humanidad sea debido a la acción directa de otros seres humanos? En otras palabras, ¿es siquiera entendible que un ser humano sea capaz de despojar a otro de sus bienes y, más todavía, de matarlo? Cientos de millones de seres humanos han muerto y siguen muriendo a mano de sus semejantes. Son muchos los hombres que no solo engordan engullendo los bienes de otros, sino que se envalentonan al mancharse las manos con sangre ajena. La frustración se acrece si tenemos en cuenta que muchas de tales muertes se llevan a efecto con ensañamiento. ¿Qué mecanismos llevan a que un hombre, que debería ser 31    

  un amigo al que cuidar y mimar, se convierta en un enemigo a abatir? Otro tanto cabe decir de los suicidios, sobre todo de los más encarnizados o grotescos. ¿Cómo entender que un hombre se quite a sí mismo de en medio por un aparente fracaso de su vida cuando el mayor éxito que un individuo puede alcanzar es el hecho mismo de vivir? Aún hay más. Si descendemos de las alturas de la fantasía contemplativa de la exaltación del hombre cuya vida es el valor más preciado que rige la moral y nos adentramos en los entresijos del quehacer diario, nos encontramos con que el regate corto de las relaciones humanas está plagado de malquerencias, trampas, traiciones, zancadillas, envidias, desprecios, despojos y un extenso listado de quiebras del sentido común y de los principios morales. Puede que la mayoría de los días, al regresar a casa por la noche después de una dura jornada laboral de pelea animal por abrir cauce a la vida, hayamos dejado por el camino un buen montón de víctimas. Sin embargo, la emulación y la competencia, azuzadas por las pasiones radicales de nuestro irrenunciable ego, pueden resultar muy estimulantes a la hora de contrastar los comportamientos generosos de muchos de nuestros conocidos con nuestros egoísmos. Sin duda alguna, la conducta ejemplar de muchos de nuestros semejantes debería ser siempre acicate para esforzarnos al máximo en la consecución de nuestros propios objetivos a fin de dar lo mejor de nosotros mismos y alcanzar, llegado el caso, niveles de heroísmo en nuestros comportamientos. Un verdadero santo, un pensador concienzudo, un afamado pintor, un gran músico, un disciplinado y eficiente investigador, un sacrificado deportista de élite y un honesto gobernante carismático, por ejemplo, aunque no lo pretendan, se transforman automáticamente, por la repercusión de su status social, en ejemplares que seducen y empujan. Aunque no nos atrevamos a imitarlos por considerar tal vez que pertenecen a una raza superior, su ejemplaridad y cercanía nos retan instintivamente a secundar sus pasos en la medida de lo posible, al tiempo que nos recrean con la ficción de identificarnos con ellos como si sus logros y éxitos fueran los nuestros. De ahí que sería un tremendo error transformar la emulación en envidia corrosiva y servirse de la competencia estimulante para aplastar al competidor, supuestos en los que se desenfocan y se desajustan las relaciones humanas de tal manera que lo que debería ser una provechosa colaboración se convierte en un enfrentamiento desestabilizador, e incluso en una lucha fratricida aniquiladora. Todos los seres humanos, incluso los genios y los individuos más sobresalientes en cualquier orden del saber y de las habilidades, somos deudores unos de otros. Quien no se ajusta a tan aleccionador patrón y utiliza sus saberes y habilidades exclusivamente en beneficio propio quebranta el ritmo y la marcha de la naturaleza, y anula su

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  fuerza. La sociedad es una cancha en la que, aunque nadie sea realmente imprescindible, todos desempeñamos papeles importantes. Por ello, lejos de ser una cuadra de podredumbre costumbrista y moral, la sociedad debe ser en todo momento un campo en el que, deportivamente, avancemos hacia la humanización del hombre siguiendo un patrón de valores firmes y determinantes. De ahí que los ciudadanos estemos obligados a frenar todas las actuaciones individuales degradantes: el insulto, la mala educación, el desprecio, el robo, la extorsión, el fraude, la crueldad, la violencia, la venganza y un largo listado de conductas que afloran nuestros más demoledores instintos como si fuéramos animales salvajes que cohabitan en la misma selva. Y, en la vertiente contraria, debemos obligarnos a actuar en función de todas aquellas virtudes que nos ennoblecen y nos elevan a la condición humana: trabajo, solidaridad, urbanidad, elegancia, magnanimidad, deferencia, respeto, autoridad…, actitudes todas ellas propias del hombre realmente civilizado. Vivimos malos tiempos porque nos hemos acomodado a una sociedad degradada que promueve la satisfacción vulgar de nuestros instintos: lenguaje soez, alcoholismo, drogas, morbo sexual, humor caótico y degradado… A fuerza de ver a muchos de nuestros semejantes sumergidos en una ciénaga, no nos importa zambullirnos en ella y embadurnarnos de mierda, como si la degradación fuera contagiosa. Nos hemos vuelto mediocres. La galopante pérdida de valores esenciales a que hoy asistimos atónitos se debe, en gran medida, a que muchos de los políticos que nos gobiernan persiguen el dinero y adoran el poder, al tiempo que, llevando una vida regalada, se desentienden del servicio que deben prestar a los ciudadanos; a que los empresarios, seducidos por el beneficio abusivo y esclavos de su propia codicia, no desempeñan la noble misión de crear riqueza y de compartirla; a que los medios de comunicación prestan una atención excesiva a los índices de audiencia, baremo de sus emolumentos, razón por la que no les importa inmolarse en esfuerzos titánicos en busca de bazofia para atraer la atención de fieles seguidores a los que es preciso aletargar; a que los profetas y los evangelizadores, tan meticulosos al proclamar dogmas y tan sumisos en la adulación de quienes les dirigen, terminan apagándose y desvirtuándose. Sería muy de desear que la actual crisis, cuando la sociedad logre reflotar tan penosamente la economía para salir de los abismos financieros a que se ha precipitado, instaure comportamientos económicos justos y promueva una auténtica revolución de las relaciones sociales. Nos hemos acostumbrado a vivir cómodamente en un basurero moral, cuando deberíamos hacerlo en campos abiertos, en legítimos paraísos fabricados por nosotros mismos. Para resolver satisfactoriamente la crisis actual, la sociedad debe recuperar en momentos tan duros muchas más riquezas que las meramente económicas: la buena educación, la cultura, el correcto uso 33    

  del lenguaje, el respeto a las personas y a los bienes comunes, e incluso la sensibilidad necesaria para procurar el bienestar no solo de los demás seres humanos, sino incluso de los animales. Por lo demás, la salida de la crisis debería generar una exquisita sensibilidad en el trato con los niños desheredados y con los ancianos dependientes. Si, a resultas de los sacrificios y esfuerzos que nos impone la crisis, fuéramos capaces de facilitarnos la vida los unos a los otros, echando una mano donde haga falta, seguro que conseguiríamos elevar los puntos de mira y enriquecernos con muchas más cosas que el dinero. Salvo que nuestra mirada penetre su epidermis, la sociedad en que vivimos se nos muestra nauseabunda, pues por doquier impera la sinrazón, la codicia, la depredación y el mal gusto. Sin embargo, si nos adentramos en sus entrañas, la esperanza renace al descubrir a tantos seres humanos que hacen del cuidado de sus semejantes el objetivo más preciado de sus vidas. Bastaría que las personas honradas, las de conciencia limpia y bien formada, las de conducta honorable y hasta heroica, impusieran el patrón que a ellas les sirve de guía para animarnos a todo a salir del enorme foso en que nosotros mismos nos hemos metido. Los unos dependemos de los otros mucho más de lo que parece a primera vista. El aprendizaje inicial, por ejemplo, se produce por simple imitación, pues el niño, incluso antes de abrir los ojos, es una esponja que absorbe cuanto sucede a su alrededor. Es esta una virtualidad sumamente útil que nos acompaña toda la vida. Ahora bien, cuanto ocurre a nuestro alrededor no siempre es ni positivo ni conveniente. De ahí que desde que comenzamos a explorar el mundo con la boca, las manos y los ojos resulte decisivo que otros seres humanos guíen nuestros pasos. Adoptar una actitud u otra en la vida tiene mucha más repercusión en nosotros mismos y en quienes nos acompañan de lo que nuestra libertad hace suponer. Por ello nadie tiene el derecho de inhibirse ante la marcha desbocada de la sociedad como si nada tuviera que ver con él o no dependiera de él en absoluto. Somos libres, somos autónomos, pero no podemos dejar de ser dependientes.

4.- La idea de política

La política y los políticos son tema recurrente en estos artículos por una razón harto evidente: la política juega un papel primordial en la constitución y desarrollo de la sociedad, en el devenir histórico del ser humano e incluso en la orientación de su conducta y en el establecimiento del código de valores por el que se rige su vida. Hablo de la política en general, pues en todos los escritos procuro guardar distancias con relación a las formas en 34    

  que se encarna y a sus inevitables peculiaridades partidistas. Los seres humanos hemos sido capaces de llegar a la democracia, hace ya muchos siglos en el caso de unos pueblos, mientras que otros luchan todavía hoy por alcanzarla, como un bien preciado: el reconocimiento de la soberanía popular y el establecimiento del imperio de la libertad a la hora de fijar los procedimientos gubernamentales. Sin embargo, no creo que la democracia, que define el comportamiento político general de un pueblo, haya dado frutos de auténtica libertad en España en lo referente no solo al funcionamiento mismo de sus propios instrumentos, tales como los procedimientos internos de los partidos políticos, la mayor parte de los cuales se comportan realmente como sucedáneos mal copiados de la dictadura, sino también a las informaciones precisas para que los ciudadanos puedan elegir libremente a sus representantes y comportarse ellos mismos como demócratas en el ámbito de sus propias actuaciones. En otras palabras, ¿son realmente democráticos los procedimientos de los partidos demócratas?; ¿acaso los ciudadanos no son manipulados con mentiras y programas falsos a la hora de incitarlos a votar y de orientar su voto? Por creer que no los partidos no proceden democráticamente, he contrarrestado toda posible inclinación personal a formar parte del grupo de quienes se dedican a la política, única razón por la que nunca me he afiliado a ningún partido. No me veo en condiciones de someterme a sus dictados arbitrarios e interesados. Si la democracia no procede democráticamente, pienso que cuanto en ella se cuece tiene que resultar, a la postre, una imposición despótica o dictatorial. El ciudadano está viviendo por ello una ficción de libertad, pues, creyéndose libre, no se percata de la cantidad de cadenas que lo atenazan en el ámbito y, sobre todo, en el cultural. Claro que la libertad absoluta no es más que una ficción o una quimera en sí misma, pero no por ello debe dejar de ser una referencia ineludible a la hora de iluminar y encarrilar los comportamientos sociales. Mal que nos pese, lo que en España estamos viviendo es una joven e inexperta democracia como soporte de la dictadura disimulada de los partidos políticos. Mi machacona insistencia crítica sobre lo que acontece en mi derredor, además de sobre lo que yo mismo soy y sobre mi propio destino, me convierte en un sujeto al que no se le ofrecería cancha en el actual desenvolvimiento de la política española, pues, en vez de dedicar mis energías al desempeño de la irrenunciable misión política, la de servir al pueblo, las necesitaría para denunciar muchas de las actitudes y de las tomas de decisión de quienes fueran mis propios compañeros. Conociéndome lo poquito que me conozco, de entrar en la política no me quedaría más alternativa que la frustración y la amargura, pues es evidente que la política real española exige tener grandes tragaderas y cara de cemento, además de carecer de escrúpulos a la hora de elevarse sobre los 35    

  cadáveres de los compañeros caídos en desgracia o de alzarse con dineros cuyo destino es, en última instancia, el sostenimiento de los pobres. Perspectiva demoledora y pesimista la mía, pero sincera y honesta. En suma, no estando dispuesto a ser ni un pícaro ni un aprovechado, lo mejor es no meterse en zarzales. Todo ello no quiere decir que no valore la acción política como es debido ni me descubra, en señal de pleitesía, ante los políticos honrados que se dejan la piel en el servicio del pueblo, pues algunos he conocido, aunque pocos. La primera y principal secuela negativa que se deduce de tan decepcionante valoración es que los partidos políticos, depositarios del poder que reside en el pueblo, se constituyen en una especie de casta o clase social cuya sola existencia traiciona la confianza que se deposita en ellos. Los políticos, sintiéndose dueños y señores de unos presupuestos cuya cuantía sale de las costillas del pueblo, dan la impresión de recluirse en un gueto de privilegiados intocables al defender su propio status por encima de cualquiera otra misión. Se pervierte así radicalmente el sentido moral de su condición de gobernantes. Obviando su exclusiva función de administradores al servicio del bien común, se sienten dueños de haberes cuya primera y principal función cifran en ponerse ellos mismos a buen recaudo, liberándose en el presente y en el futuro de las penurias que sufren los demás ciudadanos, e incluso de los esfuerzos que estos deben hacer para sacar sus familias adelante. De este modo, salir elegido no significa alcanzar la noble tarea de servir al pueblo, sino la fortuna de entrar en un club de privilegiados. Nadie cuestiona hoy en España que vivimos en democracia, pero los españoles deberíamos tener claro que nuestros políticos, en vez de comportarse como auténticos demócratas, imitan torpemente los comportamientos de los antiguos señores feudales medievales, dueños de cuanto se divisaba en el horizonte y hasta de las voluntades de quienes los secundaban. El peor aliado de la democracia es el dinero. Lo terrible de unas elecciones, de cualquier tipo que sean, es que, llevando los ganadores aparejada la disposición de los presupuestos correspondientes, acarrean la disponibilidad no solo del dinero común, sino también de muchos puestos de trabajo envidiables por su levedad y holgada retribución. La fuerza que sostiene a muchos políticos en las maratonianas sesiones que viven durante las campañas electorales brota de la posibilidad de continuar poseyendo el poder, o de su consecución en caso de que se produzca alternancia en el gobierno. Los ganadores disponen así, además de la ingente fortuna del dinero público, de la asignación de numerosas colocaciones para premiar a los suyos: los que les son fieles, los que los aplauden y los que financian sus festivas campañas. ¡Pobre pueblo! Convencidos de que son libres por el hecho de votar, lo que hacen los ciudadanos en última instancia es dejarse arrebatar un dinero que los políticos utilizan antes que nada para vivir como príncipes y para premiar a sus adeptos. 36    

  Si la crisis que atravesamos, tan dura y enquistada, con las penurias económicas que acarrea a la mayoría de los ciudadanos, no lleva aparejado un reajuste severo de la clase política para que cumpla escrupulosamente su misión de administrar austeramente los bienes comunes en servicio del propio pueblo, nos estará haciendo pagar un precio excesivo por lo que, a la postre, será solo una bagatela. Forzándonos a los españoles a vivir con lo que realmente tenemos, lo cual no deja de ser una utilísima lección de sentido común, la crisis que padecemos debe obligar a nuestra clase política a adquirir la necesaria conciencia sobre las esencias y las limitaciones de su vocación: que el poder, por mucho que se insista en la delegación que conlleva el voto, sigue estando en el pueblo soberano y que, por ello, es ese mismo pueblo el destinatario directo de toda acción política legítima. Todo lo que, en el ejercicio de ese poder, no devenga en beneficio de su único señor legítimo, el pueblo, es usurpación y depredación. Lo que la crisis nos está haciendo sufrir estaría bien empleado, salvo cuando a algunos ciudadanos los lleva a un punto de desesperación sin retorno, si de ella se siguiera el reajuste deseable de la clase política, reajuste con el que todos saldríamos ganando. Es más, si de hecho se ajustaran los procedimientos políticos a la función que una auténtica democracia les designa, la crisis actual perdería una parte importante de su acritud y fuerza, pues, si los ciudadanos viéramos que los políticos son los primeros que se aprietan el cinturón y se ponen a tirar del carro, no tendríamos inconveniente alguno en secundar su esfuerzo con entusiasmo para sacar a España del abismo económico en que ha caído. ¿Realmente no podemos los españoles salir de nuestro embrollo económico sin los apoyos de la deuda exterior y de Europa? Pienso que sí, pero no lo haremos a menos que nuestros políticos nos expliquen el serio peligro que corre España y que, para bordear el peligro, es preciso unir las fuerzas de todos, las suyas la primeras. En tal supuesto, la salida de tan dura crisis, que puede que dure años, dejaría indiferentes únicamente a los españoles muy desarraigados y muy egoístas. Dado el comportamiento de nuestros políticos, que parecen no querer sacrificarse en nada o en casi nada, cada cual, incluso teniendo conciencia de la gravedad de la situación, se esfuerza por librarse del chaparrón procurando que descargue en tejados ajenos. Es muy de lamentar que, en la actual coyuntura económica que atraviesa España, los políticos españoles sigan a la greña entre ellos, preocupándose descaradamente de sus propios intereses o, a lo más, de lo que conviene a su propio partido. ¡Demencial!

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  5.- La idea de trabajo

La idea que los ciudadanos de una determinada sociedad tienen del trabajo y de la riqueza es determinante tanto a la hora de organizarse como de calificar su condición. Trabajo y calidad de vida son dos metas irrenunciables de los individuos y de las sociedades. El trabajo es consustancial al hombre en cuanto que forma parte de un mundo en el que, recibiendo cuanto pueda necesitar de una naturaleza sumamente pródiga, apenas puede servirse directamente de nada: si los humanos se hubieran limitado a vivir de la caza, la pesca y las recolectas de frutos naturales, todo lo cual exige considerables esfuerzos, seguramente habríamos evolucionado muy poco y no habríamos podido multiplicarnos como lo hemos hecho para nuestra propia conveniencia y confortabilidad. Incluso los homínidos, que no tenían para sobrevivir más que la prodigalidad inagotable de la naturaleza generosa en que vivían, ya tuvieron que servirse de una cierta industria para recolectar frutos y para cazar y pescar a fin de proveerse de proteínas. Adaptándose al medio, fueron evolucionando al compás de los pálpitos de esa misma naturaleza y de sus propios esfuerzos. La lenta evolución hacia el homo sapiens requirió el aprovechamiento de recursos a base de manipular la naturaleza en beneficio propio. Y así ocurrió que, mientras transformaba poco a poco el medio, el homínido se iba convirtiendo lentamente en homo. Pues bien, son varios los factores determinantes de una evolución inaudita que han llevado a un ser absolutamente indefenso frente al medio a convertirse en dueño y señor del mismo. Al ritmo de su propia evolución craneana, el homínido va adquiriendo la habilidad de un bípedo que libera sus manos del soporte corporal y que se sirve de la armonización de sus cuerdas vocales para abrir cauce a la manifestación verbal de sus propios sentimientos y pensamientos. Erección, manos libres, pensamiento y lenguaje han sido cuatro de los potentes motores que le dieron al hombre un gran poderío sobre el medio en que vivía. En resumen, desde siempre, incluso desde los más primitivos estadios de su propia constitución como tal, el hombre ha tenido que trabajar para vivir. El trabajo está indisolublemente unido a la vida. De ahí que el parásito sea un espécimen destinado a extinguirse por sí solo, pues, en vez de contribuir al caudal común de la vida, lo disminuye paralizando la procreación y consumiendo lo que otros producen. El trabajo es, pues, un factor determinante del hecho de la vida. Pero, como el hombre no es un individuo que pueda vivir aislado, la supervivencia individual no es la única misión del trabajo de cada uno. Al igual que la figura del hombre no solo se sostiene mejor, sino que se agiganta viviendo en sociedad, misión del trabajo de todos y cada uno de los individuos es mantener vivo el engranaje que la sociedad necesita para funcionar como tal. En otras palabras, se trabaja 38    

  para ganarse la vida propia, pero también para cumplir una misión de dimensión social. Cualquier iniciativa que emprenda un individuo fructificará solo en la medida en que encaje en la sociedad en que vive. De ahí que el trabajo sea, al mismo tiempo, el derecho del individuo a ganarse la vida y la obligación de contribuir al sostenimiento de la sociedad en la que se halla inmerso: la sociedad me debe un puesto de trabajo y yo le debo a la sociedad un rendimiento. Por ello, del trabajo se sigue tanto una productividad que favorece la sociedad como un salario reglamentado que, de ser digno, hace posible la vida del trabajador y de su familia. En el caso del autónomo, que no es un trabajador asalariado, la fórmula apenas varía al recibir su remuneración de otra manera. Lo mismo cabe decir del empresario. Con ello lo único reseñable es que el trabajo, al tiempo que reporta bienes al trabajador, enriquece la sociedad. La riqueza, tema que debería estar indisolublemente ligado con el trabajo, es uno de los más controvertidos y complicados a la hora de establecer leyes que regulen su posesión particular o privada. En cuanto a la riqueza global, está claro que todos los bienes de la Tierra pertenecen colectivamente a todos los hombres que la habitan en un momento determinado. En lo particular, el trabajador es dueño no solo de su salario o de su remuneración, sea cual sea, sino también de los rendimientos de unos posibles ahorros, convertidos a su vez en factor productivo de bienes que también tienen dimensión social. Mi contribución a la sociedad se concreta en el producto de mi trabajo y en la correcta utilización de mis propios recursos. No vale decir que con lo mío hago lo que me da la gana, pues estoy obligado a hacer, ni más ni menos, no solo lo que me conviene a mí y a los míos, sino también lo que contribuye al sostenimiento de la sociedad en que vivo. Pero la riqueza no está vinculada solo al trabajo y a la rentabilidad de los ahorros, pues la sociedad ha dado carta de naturaleza a otras fuentes, tales como las herencias y las especulaciones, términos ambos que nada tienen que ver realmente con el trabajo en sí mismo. Lamentablemente, la vinculación de la riqueza a esas otras fuentes siempre ha sido un factor de desequilibrio y de injusticia social, hasta el punto de remover en ocasiones los cimientos de la misma sociedad. Si bien la propiedad privada es un gran estímulo en la medida que es creativa, es decir, en la medida en que es producto de esfuerzos sostenidos y redoblados, el desenfoque sobre su naturaleza y sus virtualidades ha acarreado a la humanidad enormes calamidades: la especulación y, sobre todo, el robo, impulsados por la avaricia insaciable de muchos individuos y de algunos pueblos, han sido determinantes para que unas minorías hayan podido acumular, más allá de lo necesario e incluso de lo razonable, incalculables riquezas, mientras que un porcentaje importante de los seres humanos vive en la más estricta pobreza y muchos de ellos incluso mueren 39    

  de inanición. No se puede justificar moralmente de ninguna manera que unas minorías vivan en la opulencia e incluso despilfarren mientras muchos seres humanos carecen de lo más esencial para la vida. La inmediatez de los placeres que procuran las riquezas obnubila la mente humana hasta el punto de magnificarlas y convertirlas en dioses de oropel, como si ser rico fuera una gran bendición del cielo. Dada la importancia social que tienen las riquezas, nada tiene de extraño que la apropiación indebida de los bienes públicos y la explotación humana sean una constante tentación para quienes, teniendo el poder de hacerlo, carecen de escrúpulos morales para llevarlo a efecto. De ese modo, la propiedad privada, que debería ser solo un gran manantial de gozo y estímulo, se convierte muchas veces en la peor de las herramientas para desencadenar el desorden social. Muchas de las enormes fortunas actuales son abusivas, ilegítimas y delictivas. En cualquier caso, nunca pueden ser aprobadas desde el punto de vista moral. Por más que la especulación, en cualquier orden que se practique, haya sentado sus reales en las sociedades en que vivimos y aunque la hayamos asumido como lo más natural del mundo, nunca podrá justificarse moralmente la ganancia de beneficios astronómicos que nada tienen que ver con el trabajo y la productividad. El que especula no deja de ser un parásito que se enriquece y vive jugando con el valor volátil de bienes raíces o bursátiles sin aumentar ni un ápice el valor de cuanto pasa por sus manos y se queda en su cartera. Cabe decir lo mismo de la tremenda propensión al juego de azar que se señorea de nuestras sociedades, muchos de cuyos individuos esperan resolver con un golpe de suerte el problema de su vida sin apercibirse siquiera de que la gran suerte del ser humano es ir construyendo la vida día a día con su propio esfuerzo. A pesar de lo dicho, no me cabe la menor duda de que la propiedad privada es no solo uno de los elementos más decisivos a la hora de ordenar convenientemente el funcionamiento de cualquier sociedad que se precie, sino también una disposición genial que estimula a los individuos a superarse constantemente. En los genes llevamos grabada a fuego la propensión a una vida tranquila, sosegada y placentera, metas a las que contribuye sobremanera el desahogo económico. Dada la precariedad con que generalmente afrontamos la vida misma, nada tiene de particular que en nuestra naturaleza domine la tendencia a rodearnos de cosas que no solo den solidez a nuestra vida, sino que al mismo tiempo la hagan confortable y aseguren su desarrollo futuro. Son muchas las ventajas que se siguen de una adecuada regulación de la propiedad privada. No es necesario insistir en que, siendo limitados los bienes de la tierra, tanto los que ella nos procura directamente como los que nosotros conseguimos con nuestra industria, una buena regulación de la propiedad privada es sumamente importante para el desarrollo equilibrado y pacífico de la sociedad. Ahora bien, los únicos afluentes de la 40    

  propiedad privada deberían ser las herencias debidamente reguladas y los bienes conseguidos con el propio esfuerzo, sea a base del trabajo personal o de la inversión productiva de los ahorros acumulados con el tiempo. La especulación y el azar deberían estar estrechamente vigilados y diezmados con impuestos, si no prohibidos. En la sociedad en que vivimos se están produciendo muchas quiebras en la regulación de las riquezas. Lo demuestra fehacientemente el hecho de que, mientras algunas minorías poseen bienes suficientes no para vivir una vida, sino cien y mil vidas, hay muchos millones de seres humanos que viven no en el umbral de la pobreza, sino en la miseria, careciendo muchos de ellos incluso de lo más indispensable para llevar una vida de elemental dignidad. Los mecanismos que hacen posible tal desbarajuste resultan evidentes: se acumulan riquezas por conductos fuera de toda ley y moral, tales como actividades prohibidas que deterioran la condición humana, pero que producen enormes beneficios; movimientos especulativos de los mercados que acarrean enormes ganancias de forma casi instantánea, sin más esfuerzo que servirse de informaciones privilegiadas o del engaño directo de los incautos; fraudes a la administración pública, fáciles de hacer para quienes manejan el destino de los dineros comunes; abultados premios de todo tipo de juegos programados para que muchos, esclavos de una codicia fantasiosa, se jueguen incluso lo que no tienen o lo que resulta imprescindible para el sostenimiento de sus familias. Productos psicoactivos, especulaciones bursátiles, corrupciones y juegos de azar son inagotables fuentes de riqueza meramente acumulativa, nunca productiva, pues, sin aportar nada a la sociedad, facilitan que algunos individuos, sin escrúpulos ni metas vocacionales, acumulen ingentes fortunas a cuenta de los ciudadanos a los que expolian o explotan sin miramientos. El fraude, facilitado por la carencia de la más elemental conciencia ciudadana para cumplir debidamente las obligaciones fiscales, completa el rosario de la acumulación inmoral de riquezas que convierte a sus poseedores en parásitos, alejándolos de toda dignidad y humanización. Cuando la riqueza no es capital productivo, es decir, cuando no sirve para proveer de los instrumentos que un determinado trabajo requiere, tales como las finanzas y las herramientas, debería estar regulada con suficiente meticulosidad para no permitir jamás que un individuo nade en la abundancia y disponga a su antojo de enorme fortuna mientras otro se muere de hambre. Mediante impuestos directos, que son los únicos justos, o necesarias y diligentes confiscaciones, cada nación debería proveerse de los bienes suficientes para que ninguno de sus ciudadanos se vea sometido a la vejación de carecer de lo necesario para subsistir y vivir dignamente, previa, claro está, su propia contribución al sostenimiento de la sociedad con un trabajo adecuado. A partir de que una nación disponga de ese haber público, básico y fundamental para el desarrollo de la vida de todos sus miembros, la propiedad privada debe ser fomentada y protegida a fin de 41    

  que cada individuo mejore su vida a base de lo que legalmente pueda heredar y de lo que él mismo pueda conseguir con su propio esfuerzo. Toda otra propiedad, la acumulada por explotación, robo, estafa, especulación, azar o corrupción, debería estar prohibida, incluso perseguida. Ateniéndonos a estos presupuestos, nada exagerados e incluso condescendientes con lo que de hecho ocurre, el individuo y la familia que alcancen niveles muy altos de riqueza deberían tener suficiente conciencia ciudadana para saber que el cúmulo de sus riquezas tiene una misión social y moral irrenunciable. Siendo toda propiedad esencialmente relativa a factores tan determinantes como el tiempo limitado de su posesión y su mismo destino, los bienes de este mundo no se poseen, en última instancia, para usarlos a capricho, sino para favorecer la vida de su poseedor y de los demás seres humanos. Una valoración profunda del tiempo, que es de suyo tan fugitivo, debería hacernos comprender que, en última instancia, nadie es realmente dueño de nada, pues toda propiedad particular tiene el plazo improrrogable de la vida del sujeto. Hecha esa consideración, que tiene mucha más trascendencia de la que parece a primera vista para analizar a fondo el tema de la riqueza, no deberíamos olvidar que los seres humanos somos colectivamente dueños de todos los bienes. El reparto y distribución de los mismos, según los criterios sociales que se establezcan, nunca debería atentar contra la vida de ningún ser humano obligándolo a vivir en la miseria o incluso a morir por inanición, tal como está ocurriendo en muchos países. Incumbe a la sociedad en general y a cada Estado en particular establecer las pautas para un adecuado ordenamiento o reparto de la riqueza de que dispone. Las cosas no se están haciendo bien en la sociedad en que nos toca vivir. Por ello, no es de extrañar que algunos predicadores y profetas, conscientes de las disparatadas normas por las que nos regimos en este ámbito y teniendo una clara conciencia de su obligación moral de luchar por la justicia, arremetan directamente contra los ricos, sobre todo contra los que, llevando una conducta opulenta, inapropiada para un ser humano consciente de su ser y de su devenir, dificultan el destino natural de los bienes de la tierra y arrastran a muchos otros seres humanos a la desesperación y al precipicio. La acumulación legítima de riquezas acarrea obligaciones especiales. El Estado podrá hacer dejación de su obligación de implantar justicia mediante un ordenamiento eficaz en el reparto básico de los haberes disponibles para que ningún ciudadano se vea sometido al rigor de la miseria, pero la vida, que es inflexible a la hora de dictar sentencia sobre el desarrollo de cuanto acontece, se cobrará un tributo serio y doloroso de todo aquel que no haga buen uso de sus riquezas, aunque ni siquiera quienes estén a su alrededor lo adviertan. No es cuestión de que el rico avariento no pueda entrar en el reino escatológico de los cielos después de su muerte, sino de que su codicia, aunque le permita vestirse de lujos y

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  atiborrarse de placeres, le niega la entrada por la única puerta que da acceso al único paraíso posible, el de la humanización.

Otras informaciones de interés

Al reunir todos los artículos en este libro, solo he introducido pequeñas modificaciones sobre lo que en su día fue publicado o enviado a los lectores interesados. Unas fueron necesarias para corregir inevitables faltas mecanográficas; algunas otras, por cuestión de estilo y, las más, en aras de una mejor explicación del contenido. De todos modos, los textos presentes recogen fielmente lo escrito con anterioridad. Solo a última hora me ha parecido oportuno añadir un epílogo para ahondar en algo ya dicho y aflorar así una más de las claves de lo escrito y ayudar así al sufrido lector a entender la razón de afirmaciones rotundas, muchas de las cuales pudieran parecer incluso heterodoxas, pero que, a mi criterio, resultan útiles para captar el sentido del devenir humano, lo que conduce, en última instancia, a responder con alguna persuasión las preguntas cruciales que a todos se nos plantean en algún momento de la vida. En ese epílogo se realza una propuesta de secuelas imprevisibles. Es muy posible que a muchos les cueste aceptarla, pues, expuesta con la fuerza de un terremoto conceptual, se parece a una temible tormenta tropical. Por lo demás, el temario, aunque sea realmente circular, parece anárquico al abordar temas sugeridos unas veces por la realidad social circundante y otras por inquietudes irrenunciables de su autor. Por ello, el lector haría mal en esperar una exposición sistemática con una mínima lógica expositiva siguiendo un esquema prefijado. El desarrollo se parece más al espontáneo brotar de una fuente que en cada borbotón lanza al exterior parte de su reserva subterránea hasta agotarse o secarse en el cumplimiento de su misión, o al rítmico empuje que encadena unas olas a otras sea para lanzarse impetuosas contra los acantilados costeros sea para barrer o acariciar suavemente las arenas de las playas. En otro símil de fuerza, puede que incluso dé la impresión de ser un torbellino que engulle sin contemplaciones cualquier posible réplica o impugnación. Por esta sencilla razón, no sería aconsejable darse un atracón leyendo este pesado ladrillo en un corto periodo de tiempo. Por tratarse de trabajos muchos de los cuales se proponen provocar al lector, al tiempo que le invitan a una reflexión serena y seria sobre temas importantes, pienso que seguramente lo mejor sería picotear aquí y allá, atraído por la rotundidad de algunos títulos o por la simple sospecha del interés que pueda tener el contenido de un artículo determinado. 43    

  Para facilitar esta selección, o tal vez para que el lector se ahorre la lectura laboriosa de un artículo determinado, me he permitido entresacar unas frases o un párrafo de cada tema para ponerlo en letra cursiva al principio, antes incluso que el título. Esas pocas líneas reflejan el contenido y el cariz de las tres o cuatro páginas del cuerpo de cada capítulo. Por lo demás, dejo constancia de que todos los artículos recogen reflexiones muy personales, con enunciados incluso bruscos o chocantes, como si pretendiera arrancar de la epidermis del lector adherencias extrañas con agua caliente y jabonosa a presión. De ahí que no aparezcan citas de autores que se planteen temas similares, salvo algunas alusiones a expresiones que forman parte de la cultura general, pues lo que realmente quiero transmitir es mi propia visión del mundo y del hombre. En ningún momento he pretendido hacer acopio de cultura en aras de una cierta erudición, sino lanzar una reflexión fresca y limpia, personal y provocadora, madurada lentamente, expuesta a cuentagotas sin tapujos y con total sinceridad, sin parar mientes en quienes puedan incomodarse o contrariarse. Obrando así, no trato de minusvalorar a ninguno de los muchísimos escritores y pensadores que han reflexionado sobre temas similares, referentes a la razón de ser y a la misión del hombre, sino de aportar una gota de agua al inmenso caudal común. Por lo demás, queda muy lejos de mi intención adoctrinar y mucho menos escandalizar a nadie. Si en algún momento un lector se siente desasosegado, le pido disculpas por algo que es completamente ajeno a mi voluntad e incluso le invito a que pinche en “eliminar” y sanseacabó. No quiero remover de ningún modo los cimientos de la cultura o enturbiar los fundamentos de la fe de mis posibles lectores cuando los invito, como amigos, a analizar aquello en que creen a fin de que lo enjuicien críticamente para no comportarse como ingenuos seguidores de cuantos depredadores puedan acosarlos o explotarlos. Creo firmemente que los prohombres habidos en el pasado, por muy influyentes y santos que hayan sido, no copan ni el pensamiento ni los sentimientos de una humanidad que se encamina lentamente hacia la humanización de sus miembros. Ni siquiera creo que la palabra definitiva sobre la religión o sobre la relación íntima y personal del hombre con Dios haya sido ya pronunciada de forma definitiva e inmutable. No creo que la pretendida revelación divina recogida en la Biblia se haya consumado o cerrado en un determinado momento, como si a Dios no le cupiera en el futuro, en su irrenunciable relación personal con el hombre, más misión que confirmar lo que supuestamente le ha revelado en el pasado. Creo más bien que cada generación humana tiene que lidiar sus propios fantasmas y confeccionar el traje cultural y moral que le permita vestirse cómoda y elegantemente de humanidad, suprema tarea para la que el aliento divino no le ha de faltar. No pongo en duda que Dios le haya hablado en el pasado a nuestros antepasados, pero estoy muy seguro de que seguirá haciéndolo a las generaciones futuras. De proceder de otro modo, no sería Dios. 44    

  Todos los artículos son una apuesta decidida en favor del hombre, de todo hombre sin distinción de raza, credo, militancia política o condición social. Aunque la inmensa mayoría de los seres humanos me sean absolutamente desconocidos y se muevan en un ámbito social muy distinto del mío, confieso que profeso mentalmente un amor profundo a cada uno de los siete mil millones de hombres que hoy pueblan la Tierra y que me siento profundamente solidario con todos ellos. Ante todos me inclino con veneración y a todos los tengo en la más alta estima, pues me siento su deudor. Obviamente, esta estima no tiene nada que ver con la posible conducta mezquina y monstruosa de algunos. Nace solo de las exigencias ineludibles del principio moral a que trato de ajustar mi conducta. La humanización aquí propugnada resultaría inalcanzable sin comportamientos de auténtica fraternidad con todos los seres humanos. Un solo gesto despectivo o humillante, aunque vaya dirigido al ser más degradado y perverso que uno pueda imaginar, arruinaría el arduo proceso de maduración humana que propugno y al que la humanidad está obligada. Yendo algo más lejos, entiendo que ocuparse incondicionalmente del hombre es la única forma de emprender el camino que conduce realmente a Dios. Y por más que las apreciaciones aquí expuestas se alejen, aunque solo sea aparentemente, de las concreciones dogmáticas católicas y de sus matizaciones a criterio incluso de acreditados teólogos, los cuales ven en Jesucristo el auténtico rostro personificado de Dios, me aferro a que solo mirando fijamente el rostro de cada prójimo puede contemplarse el rostro del Dios auténtico y palpar su ser invisible, rostro y ser que no solo se nos muestran abiertamente en Jesucristo, sino también en cada uno de los seres humanos, por depravada que sea su conducta. En cada rostro humano se refleja nítidamente el rostro divino. De ahí que quien no ame seriamente al hombre, a todo hombre, no puede decir con verdad que ama a Dios.

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En otro orden de cosas, al final del De profundis 54, que lleva por título “Fraude del mal”, publico una nota curiosa, muy reflexiva, a propósito de un correo que fue enviado al grupo de estudios al que me refiero en De profundis 40 (“Los cursarios”) por uno de sus integrantes, nota en la que recojo tanto dicho correo como mi propia reflexión sobre su contenido, enviada igualmente a los mismos destinatarios. Será interesante y enriquecedor completar el tema con esas reflexiones. Por lo demás, solo en De profundis 75, el último artículo que envié a La Voz de Asturias y que ya no fue publicado, he introducido en su inicio un par de correos electrónicos para dejar constancia de las preocupaciones de aquellos momentos. 45    

  Conclusión

Lo dicho en este volumen, surgido providencialmente de una circunstancia imprevista como la de que se acallara La Voz de Asturias, no es, en última instancia, más que la voz sosegada de un hombre que, tras una ardua conquista laboriosa de su propia condición, grita alborozado a los cuatro vientos sus hallazgos sin más tributo que el de una fidelidad omnímoda al rigor que le impone su propio pensamiento y a los dictados de una conciencia clara sobre que el hombre copa todo el horizonte moral del comportamiento humano. El descubrimiento más sobresaliente al ahondar en el tema le ha llevado al convencimiento radical de que el hombre, incluso si está degradado y su conducta es mezquina, es la realidad más sublime en que pueda pensarse y de la que se debe partir para abordar con garantías conceptos tan decisivos como los de Dios, de sociedad y de mundo. De Dios no podemos saber más de lo que un discurso riguroso nos arroja sobre una posible entidad que es en sí misma fundamento y sostén de toda otra entidad, amén de los testimonios de las vivencias de otros seres humanos entre los que, para los cristianos, juegan un papel primordial el Jesús judío y los seguidores de este que fueron y son capaces de dar la vida por su causa; de la sociedad sabemos que es una construcción que levanta cada generación para hacer viable la vida humana; del mundo, de cuyo arsenal de misterio hemos ido roturando pequeñas parcelas de verdad a base de mucho esfuerzo, vamos sabiendo que, cuanto más descubrimos, más nos queda por descubrir y más pequeños e insignificantes nos hace sentir. Con todo este bagaje de verdades, al hombre ecuánime no le queda más aptitud razonable que la de una profundísima humildad, pues el cúmulo de sus conocimientos e incluso el cúmulo de conocimientos de toda la humanidad a lo largo de toda su trayectoria no deja de ser una simple gota de agua comparada con el mar. Puede que no haya sido simple casualidad el hecho de que el último artículo que tenía preparado cuando quebró La Voz de Asturias y que, por tanto, cierra este escrito, el De profundis 88 titulado “La clave”, se refiera precisamente al tema crucial del hombre, en el que se puede leer: “Termino esta elucubración con una impactante conclusión: un hombre cualquiera, incluso el más depravado y deteriorado, es más importante que la bandera, la patria, la democracia, el Evangelio cristiano y hasta Dios mismo, pues todas estas son realidades instrumentales al servicio del hombre. Sin el hombre, la patria y Dios, por ejemplo, perderían su referencia y su razón de ser. ¿Qué sería de Dios si no existiera el hombre?”. Escribiendo estas páginas me he dado de bruces con la apaciguadora y relajante luz de que el hombre es realmente el epicentro de todo el mundo cultural, el abrevadero inagotable del pensamiento y del corazón. En torno al hombre gira incluso el concepto de un Dios que, aunque concebido aquí 46    

  como satélite, termina agrandándose y convirtiéndose en la fuerza gravitatoria que atrae y absorbe toda otra realidad, incluido el hombre mismo. No es difícil salir del Dios de la mente para lanzarse a un Dios trascendente que dé razón incluso del particular universo cultural humano. En otras palabras, desde la idea que el hombre se ha hecho de Dios no es difícil salir a su encuentro cuando se está seguro de que él le habla constantemente de muchas formas y con muchos lenguajes para guiarle a una realidad suprema, distinta de sí mismo, en la que la propia entidad se difumina y se diluye para formar parte de un todo. Dicho de otro modo, el hombre, inventándose un Dios a conveniencia, camina decidido, aunque lo haga a tientas, hacia quien será su definitiva morada, para adentrarse en su pecho, el dulce hogar del epitafio unamuniano, donde el propio ser reposa del cansancio del duro bregar que es la vida o, mejor, donde se desvanece como si el definitivo encuentro con Dios tuviera las propiedades de una auténtica combinación o integración química. Al entablar un diálogo con Dios de tú a tú, la necesaria humildad cristiana se transforma en pura oración. En definitiva, el hombre clama desde lo más profundo de sus entrañas por un Dios que desempeñe, en su universo cultural, el papel ineludible de no solo responder a todo interrogante, sino de constituirse en el destino definitivo de todo lo existente. Al objetivarlo, le confiere en su mente la personalidad de un “tú” capitalizador frente a un “yo” totalmente capitalizado y, solo para facilitar la relación, se atreve a ponerle un rostro a imagen y semejanza de sí mismo, como un hombre sumamente justo y benevolente, como un padre solícito, vacunado contra el desaliento a la hora de esperar el retorno ansiado de su propio hijo. Solo así puede entenderse que todos los hombres, aunque algunos de ellos se comporten como enemigos y se dediquen a zaherirse y hasta aniquilarse, son realmente hermanos. La gran conclusión que brota de las profundidades del pensamiento humano es que la conducta de uno mismo para con los demás debe ser remedo de la bondad y acogida que ese “padre” prodiga a todos y a cada uno de sus hijos. Desde esta atalaya se comprende muy bien que sea un mentiroso quien afirme que ama a Dios si desprecia al más depravado de los hombres. Alcanzada tal perspectiva, la libertad e incluso la autonomía humana se redimensionan para inspirar pensamientos e incitar a comportamientos que, analizados desde abajo, parecen un galimatías indescifrable o incluso todo un auténtico despropósito: de qué vale ganar el mundo si se pierde el alma; perder para ganar; servir para ser el primero; dar para tener; amar incluso al enemigo; poner la otra mejilla; bienaventurados los pacíficos y pacificadores, etc. Sin duda, todo esto no es más que el precio de lo sublime. Es la sabiduría suprema que transforma en cielo el infierno en que con frecuencia nos empeñamos en recluirnos. No habiendo más cielo ni más infierno que el que los hombres mismos nos fabricamos, nos jugamos 47    

  mucho a la hora de clarificar nuestra mente y fijar nuestros objetivos. Más allá, en lo que hemos dado en llamar la otra vida o el otro lado, ya ni siquiera habrá cielo o infierno, pues Dios, afortunadamente, lo será todo en todos. No pudiendo provenir de la nada, pues si algo proviniera de ella esta dejaría automáticamente de ser tal, no podremos tampoco retornar a ella por la misma razón. La certeza para el creyente, y tal vez la sospecha insoslayable para el ateo, es que hemos salido tal como somos de alguna parte y que terminaremos retornando a ella de alguna forma. El creyente que confiesa convencido su fe no debería tener obstáculo alguno para encontrarse a voluntad en todo momento con cualquiera de sus seres queridos ya idos para, situándose en la dimensión definitiva, la del tiempo subsumido en eternidad, charlar con ellos siempre que le apetezca. Hablar de vez en cuando con los propios muertos es un ejercicio altamente reconfortante y beneficioso. Haciéndolo, uno los revive para sí mismo, se adentra de nuevo en sus vidas y revitaliza su propia memoria hasta ponerse en condiciones de comprender la ineludible futilidad del tiempo. Al mirar desde esta perspectiva la sociedad en que vivimos, en vez de desesperarse por lo errado de su camino, a uno le queda la alternativa de apuntar en otra dirección, denunciando la situación. No es de recibo que los pastores, además de no salir en busca de la oveja perdida, se muestren incapaces de guiar a rebaños sedientos y hambrientos por parajes llenos de manantiales y de pastizales; que los políticos, tan atentos a sus muchos intereses, no se sientan servidores del pueblo cuando es el pueblo el que delega en ellos el poder que ostentan; que los ciudadanos se empecinen en divertirse y pasarlo bomba solo a base de sensaciones epidérmicas efímeras, sin profundizar jamás en los valores de su condición y dignidad, sabiendo que dichas sensaciones no son, a la postre, más que sucedáneos de felicidad producidos por la ingesta de materias psicoactivas que dejan tras de sí un panorama yermo; que los ricos engorden hasta reventar y atesoren sin parar cual sanguijuelas insaciables, sin que los pobres, los únicos dueños del paraíso , los muevan a compasión con sus andrajos y úlceras, y sin darse cuenta siquiera de que son sus caprichos los que los confinan tras barrotes de soledades atroces. En resumen, hay muchos seres humanos que yerran su camino al no apercibirse siquiera de que el único resorte de la razón es el corazón y el único horizonte de felicidad, el hombre. Voz de un hombre que punza y hiere, que interroga y reta en busca de respuestas. Voz que trasvasa un laborioso contenido interior e interpela. Escritos en los que los latidos del corazón han aporreado el teclado del ordenador. Voz al servicio del imparable proceso de humanización que impulsa un imperativo moral llamado conciencia. Conciencia que, de enmudecer, moriría desolada. Voz que, habiendo sido quebrada, ronca e incluso acallada cobardemente muchas veces, irrumpe ahora armada con la 48    

  madurez de una reflexión lenta y comprometida. Voz, en fin, que posiblemente no sea más que el eco dulcificado de la que se percibe en el interior de un hombre urgido a gritar: basta ya de vivir en el infierno del interés a ras de suelo, pues todos somos, por el mero hecho de existir, acreedores a un paraíso cuyo único camino es el hombre. Seguir ese camino exige humanizarse uno mismo en el esfuerzo de humanizar a todos los demás.

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  De profundis 1 (Publicado el viernes, 03-12-2010)

Lejos de mí la pretensión magistral de aportar nuevas luces para esclarecer o diagnosticar las causas de crisis tan aguda y persistente y, menos aún, concretar por qué nos golpea con redoblada fuerza a los españoles, ni sugerir remedios automáticos o milagrosos. Sin embargo, como españolito de a pie, inmerso en el océano de inquietudes y zozobras en que todos chapoteamos, me quedan arrestos para dirigir una mirada limpia, sin prejuicios ni intereses camuflados, a la sociedad en que vivo y emitir un juicio de valor asegurando que está seriamente desajustada.

¿CRISIS POSITIVA?

Que estamos en crisis es algo que deben de saber y experimentar hasta los niños de pecho y, desde luego, algo que sin duda están sufriendo en forma de coletazo hasta los más longevos con dependencias severas. Parece como si las garras de la crisis nos atenazaran en nuestros días desde la cuna a la sepultura. Pero, aunque no sea más que por aquello de que no hay mal que cien años dure o, mejor, no hay mal que por bien no venga, siempre nos queda el consuelo de pensar que la crisis, por mucho que comprima el estómago y angustie el corazón, es buena, cuando menos, para estimular el pensamiento y agudizar el ingenio. Lejos de mí la pretensión magistral de aportar nuevas luces para esclarecer o diagnosticar las causas de crisis tan aguda y persistente y, menos aún, concretar por qué nos golpea con redoblada fuerza a los españoles, ni sugerir remedios automáticos o milagrosos. Sin embargo, como españolito de a pie, inmerso en el océano de inquietudes y zozobras en que todos chapoteamos, me quedan arrestos para dirigir una mirada limpia, sin prejuicios ni intereses camuflados, a la sociedad en que vivo y emitir un juicio de valor asegurando que está seriamente desajustada. Aunque es un diagnóstico que podría llenar muchas columnas de este periódico, bástenos por ahora reconocer que hemos vivido muy por encima de nuestras 50    

  posibilidades, es decir, que en cuanto pueblo y en cuanto familia hemos gastado mucho más de lo que hemos producido o ingresado, razón por la que nos hemos endeudado en demasía. Esta valoración es pretendidamente amorfa y apartidista porque, en tema tan crucial y trascendente, la crisis no haría más que agravarse si optáramos por echarnos la culpa de lo ocurrido unos a otros. Una gran verdad de Perogrullo es que, dada nuestra situación calamitosa, todos deberíamos apretar con fuerza, en las actuales circunstancias, el botón de aniquilación del orgullo, el individual y el patrio, que tanto nos caracteriza a los españoles, sobre todo cuando salimos triunfantes en el terreno deportivo. Seguro que, de hacerlo así, acertaríamos a corregir el actual rumbo disparatado que nos arrastra a los acantilados. Si lo hiciéramos de verdad, aprenderíamos a armonizar gastos e ingresos y es posible que consiguiéramos, pues ingenio no nos falta para ello, aumentar estos produciendo más y reducir aquellos llevando una vida más coherente. Solo así la crisis profunda que padecemos, tan incómoda y molesta, podría volverse positiva al convertirse en ocasión pintiparada para rectificar nuestra actual conducta disparatada. En lo económico, los españoles necesitamos una auténtica catarsis penitencial, capaz de variar el rumbo de la desbocada sociedad de consumo en la que tan jubilosos hemos entrado. Pero me temo que la ocasión se perderá, en parte porque los ciudadanos, en lo que nos toca en el regate corto, sentimos la crisis solo como un molesto sarpullido cutáneo cuyo picor tratamos de aliviar con parches de quita y pon y con pulverizaciones refrescantes para salir del paso, confiándonos perezosamente al azar, a que mejores vientos circunstanciales nos libren del futuro que se nos presenta incierto y hasta tenebroso. Eso, o lo que es peor, procurar que la crisis descargue sus zarpazos solo sobre las espaldas ajenas. En cuanto a los que más tienen que decir y actuar, es decir, a los políticos, seguidos de los empresarios y demás agentes sociales, que son los responsables más directos de nuestros actuales padecimientos y angustias, puesto que a la mayoría de ellos el asunto no les concierne directamente al no haber sufrido sus bolsillos mermas apreciables, parece que se están tomando la crisis como un torneo medieval en el que abundan las lanzadas propagandísticas en orden a ganar terreno para salir airosos de la contienda social de las ya próximas elecciones municipales, autonómicas y nacionales. Por ello, la crisis, en vez de ser valorada como panorama esclarecedor y utilizada como hospital de diagnósticos certeros, se está convirtiendo en río revuelto en el que todo el mundo se afana en pescar, incluidos los mayores damnificados, los parados, muchos de los cuales, por circunstancias de la vida y por la imperiosa necesidad de sobrevivir, se ven abocados a trapichear en el seno de una economía desregulada. 51    

  Crisis, reajuste, apretura del cinturón, moderación, austeridad, catarsis conductual, productividad y trabajo son términos que connotan esfuerzos y sacrificios. Para que realmente tengan repercusión general, deben ser valorados por todos como reguladores de la conducta de los implicados, es decir, de todos. En España no deberían librarse de tales sacrificios y esfuerzos ni la casa real, ni el gobierno, ni los políticos, ni los afortunados que tienen trabajo, ni los parados mismos, y tampoco los jubilados y cuantos reciben algún tipo de pensión, por mísera que sea. Naturalmente, cada cual en la justa medida de sus posibilidades y haberes. Con estas, los españoles no deberíamos perder de vista que, por muy duras que las tengamos, en otras partes del mundo sobreviven seres humanos, tal vez con una amplia sonrisa en los labios y con alegría en el corazón, con tres o cuatro veces menos bienes que aquellos con los que nosotros sobrellevamos una mísera y triste existencia. Seguro que, si compartiéramos con ellos algo de nuestra escasez, mejoraría nuestro carácter y disfrutaríamos a fondo lo mucho que, a pesar de todo, seguimos teniendo. Esta referencia a otras partes del mundo no debe obviar que las situaciones de miseria y de penuria extremas han aparecido ya dentro de nuestras fronteras, razón sobrada para que cobre brío en estos días la solidaridad que, como seres humanos y ciudadanos de una misma nación, nos debemos unos a otros.

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  De profundis 2 (Publicado el viernes, 10-12-2010)

El panorama cambiaría por completo si los españoles percibiéramos claramente que la Hacienda Pública es o debe ser de por sí, sin lugar a dudas, el organismo más solidario que cabe imaginar en el desenvolvimiento de una sociedad que se precie. Si el españolito de a pie supiera a fe cierta que el euro del que le despoja la Hacienda Pública con los impuestos del Estado, además de servir realmente como contribución al funcionamiento serio de una Administración general realmente austera y comedida, posibilita una solidaridad nacional eficiente entre todos los españoles, no solo no lo entregaría gustosa y voluntariamente sino que, de guardárselo fraudulentamente, sentiría que le quema en el bolsillo.

LA HACIENDA PÚBLICA, ¿SOLIDARIA?

A la hora de plantearse el importantísimo problema de la convivencia social y de las cargas inevitables del Estado, la actitud y disponibilidad del ciudadano cambia radicalmente según el concepto que se forje de la Agencia Tributaria o Hacienda Pública. Por lo general, el ciudadano la ve como una bicha que lo paraliza y lo engulle. De ahí que trate de esquivarla y engañarla cuanto le sea posible en un esfuerzo desesperado de legítima autodefensa y puede que hasta de supervivencia. Por eso, nada tiene de extraño que incluso esté bien visto entre los españoles defraudar a la Hacienda Pública en lo que se pueda, sin ulteriores connotaciones ni cívicas ni morales. Por un lado, los ciudadanos saben de sobra que la ley tiene tragaderas para quienes conocen bien sus entresijos y se desenvuelven en ella como peces en el agua. Por otro, no resulta difícil ocultar actividades gravadas con impuestos, contribuyendo con ello a consolidar la intolerable economía sumergida que padecemos. Mencionemos de pasada algunos ejemplos que están muy a la orden del día: ¿cuántos españoles exigen que sus bienes inmuebles se escrituren cuando los compran por su precio real?; ¿cuántos 53    

  profesionales de todo tipo, tales como médicos, dentistas, abogados, pintores y albañiles, emiten facturas regladas por cada consulta o servicio que prestan o por cada reparación que hacen?; ¿qué trabajos no cobra en negro el chapuzas de turno para ahorrar a sus clientes los impuestos correspondientes y ganarse con ello su condición de tales de cara al futuro? Seguro que en este erial patrio hay excepciones, pero probablemente serían muy pocos los que, en lo tocante a impuestos, pudieran tirar impunemente la primera piedra de la inocencia. El ciudadano cree que la Hacienda Pública es depredadora, que le despoja de parte de aquello que él tiene que ganarse con sudor y esfuerzo, y que lo hace en beneficio solo de unos pocos privilegiados, los cuales, para mayor inri, se comportan ostentosamente, cual pavos reales, gracias al dinero que a él tanto le cuesta ganar y del que le despojan con suma facilidad. Así, el quehacer económico de un país se convierte en un despiadado juego entre listillos en el que, el pagano, ocultando o sisando cuanto puede, atiende únicamente a su estómago y a su casa, mientras que el beneficiado, orondo y despreocupado, se comporta como un auténtico señor feudal. El panorama cambiaría por completo si los españoles percibiéramos claramente que la Hacienda Pública es o debe ser de por sí, sin lugar a dudas, el organismo más solidario que cabe imaginar en el desenvolvimiento de una sociedad que se precie. Si el españolito de a pie supiera a fe cierta que el euro del que le despoja la Hacienda Pública con los impuestos del Estado, además de servir realmente como contribución al funcionamiento serio de una Administración general realmente austera y comedida, posibilita una solidaridad nacional eficiente entre todos los españoles, no solo no lo entregaría gustosa y voluntariamente sino que, de guardárselo fraudulentamente, sentiría que le quema en el bolsillo. En un cálculo meramente aproximativo, si supiera que de lo que él paga religiosamente a la Hacienda Pública solo una parte mínima, en torno a un 10%, sería destinado a sufragar los gastos ineludibles de la Administración; que un 30% cubriría los gastos de sanidad de todos los ciudadanos y las pensiones de los jubilados; que un 30% tendría por misión conseguir una educación eficiente y que el 30% restante se emplearía en la mejora de las infraestructuras y en el apoyo al desarrollo económico, su actitud ante ella cambiaría radicalmente. En ese caso, además de sentirse orgulloso por los tributos que paga, velaría por los intereses del procomún y afearía la conducta de quienes, a pesar de tener despejado el horizonte de la solidaridad nacional, se empecinaran en mirar solo a sus bolsillos. Pero, claro está, frente a esta descripción racional y, por ello, moral del gasto público, el ciudadano percibe que de su modesta aportación en forma de impuestos se detrae mucho dinero para mantener una Administración pomposa, desproporcionada y despilfarradora, cuyos gestores viven a capricho, con hiriente holgura, y que, a causa de tan injusto y 54    

  desconsiderado proceder, los recursos que en tal circunstancia pueden destinarse a las pensiones y al bienestar social escasean, la educación es claramente deficiente y las inversiones públicas van a remolque del ritmo que exige la nación entera. Ante tal panorama, nada tiene de extraño que trate por todos los medios a su alcance de que el euro que está en su bolsillo se quede en él y no vaya a parar a las arcas de un Estado que abusivamente lo cose a impuestos y lo sangra. Si los políticos quieren realmente que los ciudadanos tengan comportamientos cívicos y paguen religiosamente sus impuestos, deben comenzar por convencerlos con hechos de que tales impuestos, es decir, el dinero público, es lo más sagrado que tiene una nación y que ni un solo euro será gastado sin justificación y sin tratar de obtener de él el máximo rendimiento en forma de servicio o de bienestar para los ciudadanos. Si un político se equivoca a la hora de hacer una inversión, planificándola deficientemente, seguro que los ciudadanos lo comprenderán, pero no le pedirán cuentas hasta las siguientes elecciones. Pero si utiliza el dinero público para llevar una vida opulenta, que en absoluto corresponde a un servidor del Estado, y, mucho más, si con argucias mil se apropia fraudulentamente de él, el ciudadano no solo no se lo perdonará sino que se replegará y pensará que, para que otro se beneficie, optará, cometiendo un fraude comprensible, quedarse con el dinero que debería entregar a la Hacienda Pública. El colmo del despropósito de la conducta reprobable de los políticos tal vez resida en el hecho de que, además de vivir ellos opíparamente, se sirven del dinero público para sus fines partidistas, sobre todo cuando se acercan las elecciones, tratando de favorecer a sus allegados, amigos y simpatizantes. Así, nada tiene de extraño que el ciudadano, en vez de comportarse cívicamente con la Hacienda Pública, opte por llevar una conducta defraudadora siempre que le sea posible ocultar sus ingresos y sus bienes.

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  De profundis 3 (Publicado el 17.12.2010)

… debido a las muchas posibilidades para el medro personal o económico que ofrece a quien se entrega a ella, la política se convierte en un imán para oportunistas y arribistas con las miras puestas exclusivamente en sí mismos. Su objetivo no es la nobleza de servir eficazmente al ciudadano sino la ruindad de explotarlo sirviéndose de él. Bajo esta perspectiva, la política se muestra como un lodazal, un albañal atiborrado de suciedad, cuya mierda alimenta una pingüe rentabilidad que se asienta sobre una aguda miseria moral. Se cumple aquí a la perfección lo de “corruptio optimi, pessima”, o sea, que lo óptimo corrompido degenera en náusea.

LA CLASE POLÍTICA

Muchos españoles se cuestionan hoy si se puede creer en los políticos. A pesar de los motivos que los obligan a ello, comparto enteramente la idea general de que la política es, en sí misma, la ocupación más noble que le puede tocar en suerte a un ser humano, pues no cabe nobleza mayor que la encomiable tarea confiada a los políticos, la de dedicarse al servicio de sus semejantes. Dicho lo anterior sin ambages ni circunloquios, no me queda más remedio que reconocer que, debido a las muchas posibilidades para el medro personal o económico que ofrece a quien se entrega a ella, la política se convierte en un imán para oportunistas y arribistas con las miras puestas exclusivamente en sí mismos. Su objetivo no es la nobleza de servir eficazmente al ciudadano sino la ruindad de explotarlo sirviéndose de él. Bajo esta perspectiva, la política se muestra como un lodazal, un albañal atiborrado de suciedad, cuya mierda alimenta una pingüe rentabilidad que se asienta sobre una aguda miseria moral. Se cumple aquí a la perfección lo de “corruptio optimi, pessima”, o sea, que lo óptimo corrompido degenera en náusea.

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  ¿Por qué tantos españoles con un cierto grado de conciencia crítica recelan de sus políticos? A poco que uno se adentre en el mundo de la política, sea por mera curiosidad o por estar algo informado de lo que ocurre, se topa con que en él anida un buen ramillete de incongruencias. Se vote por unos o por otros, lo cierto es que quien vota no delega en sus representantes el poder que como a ciudadano le corresponde para que ellos se peleen entre sí todo el tiempo, como si estuvieran en una odiosa campaña electoral permanente. El ciudadano no vota a los políticos para que, cultivando su ingenio y afilando su ironía, pronuncien hirientes frases que se claven como dardos en la piel de sus oponentes, sino para que, como gobierno o como oposición, contribuyan, interpretando cada uno su papel, a la mejor y más adecuada gobernación de la nación, de la autonomía o del municipio. No hay por qué esperar de los políticos que sean grandes genios literarios ni brillantes oradores, sino buenos y austeros administradores de la cosa pública. Lamentablemente, es un dolor contemplar la clase política española actual, enzarzada en mil peleas intestinas y emperrada en demostrar que sus oponentes son peores que ellos, mientras se suceden por doquier las corruptelas, los latrocinios y el desvío de fondos públicos. Habida cuenta de lo que está ocurriendo, no es de extrañar que muchos españoles piensen que los políticos, en vez de ser la solución de los muchos problemas, económicos u otros, que arrostran, son parte de un problema que se agiganta cada día por su indolencia y su desorientación. A tan triste constatación viene a sumarse una escandalosa corrupción generalizada que, además de mermar los fondos públicos, descorazona y hastía a los ciudadanos normales. Pero, por mucho que nos pese, la solución de la aguda crisis que padecemos ha de venir forzosamente de los políticos que tenemos. Si fuera de otro modo, lo lamentaríamos seriamente porque, en tal supuesto, siempre sería peor el remedio que la enfermedad. A fuerza de mover el voto en las elecciones o de optar por el voto en blanco o por la abstención, como única forma de mostrar el desencanto o de manifestar el profundo malestar que la política produce, los ciudadanos no debemos desesperar de ir logrando, aunque sea poco a poco, un cambio radical de la actitud de nuestros políticos a fin de que, dejando de ser parte del problema que padecemos, sean realmente los principales actores, como es su obligación, de la solución que necesitamos. A fin de cuentas, solo para ese cometido les delegamos nuestra representación o los elegimos con nuestros votos. Para lograrlo es de todo punto necesario que los políticos renuncien a la mentalidad de dominio y a la pleitesía que suelen exigir los poderosos, a fin de centrarse y fajarse en el servicio al pueblo. La conciencia profesional de servidores del pueblo les exige prepararse a fondo para las tareas a que se comprometen y acomodarse ejemplarmente a las situaciones que atraviesen los ciudadanos. Así, si un hombre de conciencia se decanta por la política y llega a ejercer responsabilidades en la marcha general de la 57    

  nación, seguro que no puede dormir a gusto por las noches y puede que hasta no se atreva a cenar sabiendo que muchos de los incontables parados que hay en España tampoco podrán hacerlo. En las circunstancias en que vivimos no me cabe en la cabeza que un político de conciencia pueda llevarse a su casa, pongamos por caso, más de diez mil euros cada mes, ocupar las suites más lujosas de los hoteles, atiborrarse de manjares y degustar los mejores vinos en los restaurantes de moda a cuenta de un erario público que, a fuerza de ser sistemáticamente esquilmado, no da ni siquiera para quitarles el hambre a muchos españoles desesperados. Los políticos españoles tienen, pues, un serio problema de credibilidad. Sus inquietudes y zozobras del momento no les vienen de que les falte dinero para vivir y comportarse como auténticos ricachones, prebendas que parecen ir incluidas en el cargo, sino de que los españoles confían cada vez menos en ellos a causa precisamente de esos mismos comportamientos y de sus trifulcas permanentes. Ahora bien, sabemos que la confianza de los ciudadanos en sus políticos no es ilimitada, sobre todo cuando el estómago les duele de hambre y el horizonte vital se les nubla hasta ennegrecerse. Es una gran desgracia para los ciudadanos españoles que sus políticos se hayan constituido en casta y se hayan blindado con privilegios de escándalo, máxime en la situación de necesidad que padecen. Cualquier medida de ahorro que pongan en marcha para recabar el apoyo popular ha de comenzar por una reducción drástica de sus propios emolumentos y un recorte a degüello de sus gastos de representación. Sería injusto si no dejara aquí constancia de que hay muchos políticos que saben muy bien lo que se traen entre manos, políticos profesionales, trabajadores honestos e incluso austeros. Son ellos, sin duda, los que, con la fuerza de la levadura de la honradez, tienen que ir transformando pacientemente la masa informe de los compañeros que los rodean y llamarlos al orden. Ellos son la esperanza que nos queda a los españoles de a pie para salir de la aguda crisis presente por la única puerta que cabe hacerlo con dignidad y acierto.

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  De profundis 4 (Publicado el 24.12.2010)

Si pudiéramos contemplar desde una atalaya un día de nuestra ajetreada vida, veríamos un continuo deambular de individuos que van y vienen, que desparecen durante horas en pozos y agujeros, que se encierran en reducidos despachos o que van regando los campos con su sudor. El trabajo parece la maldición de un geniecillo que juega sádica y caprichosamente con los hombres. Nada tiene de particular que la inmensa mayoría de los seres humanos desee ardientemente, de lunes a viernes, que llegue el prolongado asueto del fin de semana, del que disfrutamos desde hace solo unos decenios, y suspire, durante once meses, por unas vacaciones estivales libertadoras.

¿LA MALDICIÓN DEL TRABAJO?

La asociación del trabajo con lo penoso, lo vitando y hasta el castigo legal, cuando se habla de trabajos forzosos e incluso del “pecado original”, una de cuyas secuelas es la advertencia recriminatoria de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, viene de lejos y está muy enquistada en la mente humana. Socialmente, el trabajo parece cosa de idiotas, de negros y de chinos, dicho sea sin ánimo discriminatorio, y la holganza, en cambio, de listos, de avispados y de bendecidos por una suerte que se tienta incluso más allá de las disponibilidades económicas razonables para invertir en juegos y loterías con la idea peregrina de resolver de un plumazo el problema de la vida y poder darle esquinazo a las obligaciones laborales. Si pudiéramos contemplar desde una atalaya un día de nuestra ajetreada vida, veríamos un continuo deambular de individuos que van y vienen, que desparecen durante horas en pozos y agujeros, que se encierran en reducidos despachos o que van regando los campos con su sudor. El trabajo parece la maldición de un geniecillo que juega sádica y caprichosamente con los hombres. Nada tiene de particular que la inmensa mayoría de los seres humanos desee ardientemente, de lunes a viernes, que llegue el prolongado asueto del fin de semana, del que disfrutamos 59    

  desde hace solo unos decenios, y suspire, durante once meses, por unas vacaciones estivales libertadoras. Sin embargo, el trabajo es consubstancial al hombre y sumamente positivo para su vida material y espiritual, al margen de maldiciones divinas y de condenas terrenales. Cuando falta, como en el caso de los parados y de las personas pasivas que siguen teniendo sus capacidades laborales intactas, lo que realmente resulta una auténtica maldición y una condena severa es verse imposibilitado para ganarse honestamente la vida y, quizá más todavía, para sentirse útil a la sociedad. Bien analizado, el trabajo, lejos de ser una maldición o condena, es la condición más esplendorosa del hombre, ya que es la fuente de donde no solo mana su vida sino de la que se nutre su personalidad y autoestima. Con el trabajo, además de ganarnos la vida, le damos a esta contenido y sentido. Ambos aspectos deberían ir siempre de la mano, pues solo el trabajador se gana honestamente la vida. El parásito, lejos de ser un listillo, es un aprovechado que lleva una vida carente de sentido y de contenido, insecto que se alimenta de la sangre de quienes le rodean. Si digno y laudable es ganarse la vida con el sudor de la frente, metáfora que únicamente indica que trabajar es laborioso, no lo es menos llenar de contenido humano esa misma vida mediante la contribución que el trabajador hace a la sociedad. De ahí que, para conseguir plenamente los fines del trabajo, no baste trabajar sino que sea necesario hacerlo bien. La ganancia de la propia vida ha de salir de la productividad real del trabajo propio, productividad que es la que, en última instancia, contribuye a la marcha general de la sociedad. El vago y el zángano son una rémora. Fallan los cimientos de la sociedad que condena a muchos de sus ciudadanos al paro, a la inactividad laboral, pues es misión suya crear las condiciones necesarias para que todo ciudadano pueda trabajar y ganarse dignamente la vida. Cómo hacerlo es la madre del cordero, pues en ese terreno la responsabilidad recae enteramente sobre la Administración, los Sindicatos y los Empresarios. Cierto que todas ellas son entidades cuyos gestores son libres, pero no lo es menos que son también responsables con obligaciones muy precisas. La Administración, como árbitro y reguladora, tiene la responsabilidad de crear el marco en el que sea posible el juego de la vida. Los Sindicatos y los Empresarios, como polos de intereses contrapuestos, necesarios para el equilibrio social, o como contrapeso para el fiel de la balanza de la vida, tienen la obligación de consensuar los procedimientos para que todos, en vez de resultar perjudicados por las confrontaciones inevitables, salgan de ellas fortalecidos y beneficiados. Sin los Empresarios, a la larga no habría 60    

  iniciativa que valiera; sin los Sindicatos, la cosa terminaría a ciencia cierta en pura depredación y rapiña. Por difícil que sea y mal que les pese a muchos, para que un país funcione ambas organizaciones tienen que encontrar un punto de equilibrio: que la una no explote a la otra y que la otra no arruine a la una. Para ello, creo yo, se han inventado los convenios. Ahora bien, decir convenio no significa nada si no se tiene en cuenta su forma y su contenido. Esa es la gran cuestión. Su forma debe ser la de un pacto fiable. Su contenido, el resultado de una negociación razonable. Ante esta perspectiva, cabe preguntarse si el mundo del trabajo es homogéneo o, en otras palabras, si responde a las mismas pautas y sigue los mismos desarrollos o, por el contrario, si la productividad, fundamento de toda acción económica, debe ser valorada como árbitro y reglada al milímetro. En la medida en que la respuesta a la primera pregunta sea negativa, se impone la necesidad de flexibilizar el contenido de los convenios, pues cada uno de ellos debería adaptarse a las realidades concretas de la empresa cuya política laboral regula: la fijación de las horas de trabajo de cada operario; la duración de los contratos; la cuantificación de las retribuciones y las incidencias de la finalización del contrato laboral, del despido o, incluso, de la crisis y de la quiebra. Sé que hacerlo así resultaría muy complejo y difícil y, por tanto, muy laborioso, pero los convenios se ajustarían entonces a la realidad y facilitarían que todo el que tenga una idea productiva pueda ponerla en marcha sin arriesgar su patrimonio. De este modo, seguro que a todo el que quiera trabajar no le faltarán posibilidades. ¿Podríamos pensar acaso en que, de establecerse un convenio para regular el procedimiento sanitario en lo que tiene de curativo o de paliativo, se concretaran las enfermedades y se prescribieran de antemano los tratamientos a seguir en cada una de ellas? Sería de locos, pues cada ser humano es único y cada enfermedad exige un complejo procedimiento de análisis y estudios para emitir, primero, un diagnóstico seguro a fin de poder aplicarle, después, el tratamiento más conveniente, sea farmacológico o quirúrgico. También entre dos empresas de un mismo gremio hay diferencias abismales, que lo son mucho más entre sus respectivos trabajadores. En otro orden de cosas, en todos los estamentos en los que el Estado interviene con dinero público, sea como gasto sea como subvención, a los implicados y beneficiados debería exigírseles una contraprestación proporcional a base de su propio trabajo. Por no citar más que dos colectivos, los parados mientras cobran prestaciones y los presos durante todo el tiempo que estén recluidos deberían trabajar en beneficio de la sociedad para aminorar las cargas que su situación origina al Estado.

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  En suma, el trabajo que se hace acreedor a la vida y que contribuye al sostén de toda la sociedad, lejos de ser una maldición, es una gran bendición. Cuando escasea y la vida se pone cuesta arriba, como en los tiempos que corren, encontrar un trabajo, aunque no sea boyante, es toda una lotería. Que se lo digan, si no, a los jóvenes españoles.

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  De profundis 5 (Publicado el 31 de diciembre de 2010)

Los cientos de miles de españoles que ponen a salvo de la Hacienda Pública una parte de sus patrimonios y de sus ingresos lo hacen posiblemente sin ninguna conciencia de ser defraudadores de los caudales públicos, pues están persuadidos de que, obrando así, lo único que hacen es proteger legítimamente sus intereses. Partiendo de que la Hacienda Pública les sangra a impuestos, al ocultar su actividad y su dinero creen que ponen a buen recaudo su propia sangre. ¿Tramposos y ladrones? No, ¡qué va!, la única tramposa y ladrona es la Hacienda Pública, piensan.

BLANQUEO DE DINERO

Los españoles sabemos, con mayor o menor fundamento, que en España funciona con desenvoltura una economía paralela, sumergida, que se nutre de “dinero negro”, es decir, de dinero muy vivo y operativo, pero que no existe a los efectos y fines de la Hacienda Pública. Se trata del dinero que se genera en actividades no reguladas por la ley, como las chapuzas y obras menores, o prohibidas por ella, como la droga y la prostitución, o simplemente no declaradas o camufladas en cierta cuantía, como los servicios de profesionales, las transacciones comerciales y las ventas inmobiliarias. Hoy nos fijaremos directamente solo en el dinero. Si bien cada español sabe la cuantía de dinero negro que obra en su poder o se mueve a través de sus propios intereses opacos, sería muy aventurado hablar de cifras globales, las cuales deben de ser posiblemente astronómicas. Los políticos deberían ser capaces de explicar a los ciudadanos, sirviéndose de las artes propias de una buena pedagogía, lo que realmente es y significa la Hacienda Pública. Deberían dejarles muy claro, sobre todo, que la Hacienda Pública es, de suyo, el organismo más solidario que puede concebirse en una nación. Todo ello requiere previamente que demuestren a los ciudadanos que ellos proceden conforme a las más genuinas exigencias de su oficio de administradores públicos, las de ocuparse de los 63    

  dineros comunes con mesura e incluso con austeridad. De procederse así, los españoles podríamos construir un gran dique de contención a la crisis que padecemos con el blanqueo legal del dinero negro que poseemos. Con ello lograríamos que funcionase solo una economía, la legítima, en vez de las dos actuales, la que flota y la sumergida. Imaginemos por un momento, con cálculos de escolar de primaria, que el dinero negro de los españoles alcance un total de un billón de euros y que las actividades que se nutren de él a lo largo de un ejercicio fiscal se muevan en torno a los doscientos mil millones. Pues bien, si se decretara, por ejemplo, una amnistía fiscal con relación al primero, cuya carga impositiva media fuera solo del 25%, lo que haría muy barato el blanqueo ofrecido por el fisco, el Estado ingresaría, solo por ese concepto, unos 250 mil millones de euros. Además, reflotando la actividad que hoy se sustenta en el dinero negro, el Estado percibiría solo por el concepto del IVA más de 40 mil millones más. ¿Ilusiones? ¿Utopías? Si la Hacienda Pública funcionara como es debido, ningún ciudadano encontraría excusas para camuflar sus actividades y ennegrecer su dinero. Es más, la opinión pública propugnaría un control férreo de la actividad económica, razón por la que la inspección fiscal contaría no solo con la aquiescencia de los españoles sino también con su colaboración. De ello se seguiría que quien se atreviera a defraudar a la Hacienda Pública, además de estar mal visto por los demás, justo lo contrario de lo que ahora ocurre, sería denunciado como ladrón de un dinero que, en ese caso, sí que se valoraría como propio por cada ciudadano. La amnistía fiscal debe ser una invitación amable a ponerse a bien con la Hacienda Pública. Dicho con todo el respeto, es como si la Hacienda Pública fuera el mismísimo Dios con quien uno debe confesarse a tumba abierta. Sin duda, muchos, arrepentidos de sus fechorías por la fuerza de su nueva imagen, se acercarían a ella para pedir perdón y pagar gustosos la penitencia correspondiente. ¿Quién no sabe de individuos que han comprado papeletas premiadas de la lotería nacional o de cualquier otro juego para blanquear su dinero, pagando por ellas un 20% de comisión? Si a ello se añade que uno tendría entonces la satisfacción de contribuir con tal porcentaje a la Hacienda Pública, que –insisto- es el organismo más solidario que cabe concebir, serían muchos los que probablemente regularizarían sus cuentas de forma voluntaria y rápida. Y si, a pesar de todo, hubiera quienes no se movieran ni por esas, entonces todos los ciudadanos honrados, que son la mayoría, se pondrían de acuerdo para ir a por ellos a degüello, apoyando y jaleando las inspecciones fiscales severas. La clave de todo esto estaría en que la Hacienda Pública exhibiera con profusión su verdadera imagen, la del servicio a todos los españoles y la de la más justa y eficiente solidaridad entre ellos. 64    

  Los cientos de miles de españoles que ponen a salvo de la Hacienda Pública una parte de sus patrimonios y de sus ingresos lo hacen posiblemente sin ninguna conciencia de ser defraudadores de los caudales públicos, pues están persuadidos de que, obrando así, lo único que hacen es proteger legítimamente sus intereses. Partiendo de que la Hacienda Pública les sangra a impuestos, al ocultar su actividad y su dinero creen que ponen a buen recaudo su propia sangre. ¿Tramposos y ladrones? No, ¡qué va!, la única tramposa y ladrona es la Hacienda pública, piensan. La aguda crisis que estamos viviendo es tiempo propicio para revisar a fondo estas categorías. Para salir de ella importa mucho que entendamos de una vez que la Hacienda Pública somos todos y que el dinero que recauda, dinero de todos, dinero público, es el más sagrado de todos los dineros, tanto por su origen como por su destino. Lo es por su origen, porque procede del esfuerzo y del sacrificio de todos, de cada uno en proporción a sus ingresos. Lo es por su destino, porque sirve para mantener un Administración austera y también para proveer a las necesidades de los más desfavorecidos, en forma de servicios gratuitos o de subvenciones. Claro está que es inútil pretender avanzar un paso por este camino en orden a concitar el apoyo popular si no se comienza por lograr que el pago de los servicios que presta el Estado, como salarios y otras prebendas, se atenga a los mismos criterios de austeridad y mesura que los ciudadanos aplican a sus propias actuaciones económicas. Dicho de otro modo, si la Administración, teniendo conciencia de que el dinero público es sagrado, no lo gasta con moderación y tino, no podemos aspirar a nada, pues ningún ciudadano paga a gusto y con orgullo sus impuestos cuando advierte que los políticos se aprovechan de ellos y llevan a su costa una vida de opulencia.

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  De profundis 6 (Publicado el 07.01.2011)

Uno de los más grandes misterios de España es que no haya una revuelta social en un país pequeño en el que, si se cuentan sin trampas ni engaños, los parados sobrepasan holgadamente los cinco millones y donde, aunque con sacrificios y estrecheces, se tienen en pie más de ocho millones de jubilados y asimilados. A veces da la impresión de que los 45 millones de españoles actuales, incluidos los niños, nos hemos puesto de acuerdo para agotar la nación a base de exprimirla sin pensar que, como tal, es un organismo vivo que necesita nutrirse. No se puede matar la vaca para comer su carne y pretender que siga dando leche.

CHAPUZAS Y ESCARAMUZAS

El ingenio humano es inagotable para proteger el propio dinero a fin de que no nos lo sustraigan con impuestos; para buscar las vueltas a la ley a fin de que sus aristas más cortantes no nos hieran; para vadear en la más rigurosa miseria e ir tirando y para justificar, en última instancia, hasta lo injustificable, saliendo airoso. Uno de los más grandes misterios de España es que no haya una revuelta social en un país pequeño en el que, si se cuentan sin trampas ni engaños, los parados sobrepasan holgadamente los cinco millones y donde, aunque con sacrificios y estrecheces, se tienen en pie más de ocho millones de jubilados y asimilados. A veces da la impresión de que los 45 millones de españoles actuales, incluidos los niños, nos hemos puesto de acuerdo para agotar la nación a base de exprimirla sin pensar que, como tal, es un organismo vivo que necesita nutrirse. No se puede matar la vaca para comer su carne y pretender que siga dando leche. Pero, como sería ilusorio invocar aquí los milagros, algo debe de ocurrir en España que hace que sus muros no se desmoronen y que, aunque medio asfixiada y renqueante, salga siempre a flote y siga adelante. ¿Cuál es el misterio? Antes de responder, hemos de precisar paralelamente que la catalogación de los españoles como ciudadanos vagos y maleantes solo 66    

  puede referirse a una ínfima minoría, ya que la gran mayoría es realmente muy trabajadora y sacrificada a tenor, sobre todo, de las apreciaciones que suelen hacerse de los españoles emigrantes. En respuesta a la pregunta planteada y como confirmación de la última aseveración, a poco que hurguemos en el suelo patrio, vamos descubriendo por doquier una inmensa actividad no reflejada en las estadísticas del trabajo: chapuceros de todo orden y concierto, que trabajan en mil y una profesiones y que se mueven como hormiguitas que van y vienen sin parar, junto a otros que se dejan la salud en la profesión sin declarar más que la mitad de la actividad que realizan. El ciudadano que es requerido, directa o indirectamente, para pagar un impuesto, debería tener la seguridad y la certeza de que los impuestos graban a todos los ciudadanos, a cada cual conforme a sus emolumentos, y de que el dinero recaudado tiene un destino de servicio solidario a todo el pueblo. Si yo sé que mi vecino paga religiosamente sus impuestos y que también lo hace el de más allá y el otro, no puedo encontrar una escusa moral, por muy listillo y aprovechado que sea, para vadear el torrente y ponerme a salvo de la quema, ocultando a la Hacienda Pública toda mi actividad económica o parte de ella. España es una nación en la que, obviamente, la economía sumergida es un porcentaje nada desdeñable del producto interior bruto, es decir, de la economía total. En España hay muchos ciudadanos que hacen trampas al Estado y que son por ello absolutamente insolidarios con los demás. Ahora bien, ¿quién es el responsable de que las cosas funcionen así? En bloque, solo cabe hablar de la Administración, si bien dicha responsabilidad discurre por todos los canales de una sociedad aletargada que incluso se siente cómoda con el trapicheo, la trampa y el camuflaje. Cueste lo que cueste, si queremos funcionar bien en el futuro y consolidar los fundamentos de una sociedad seria, hemos de poner remedio a tal arbitrariedad, a tal barbaridad. No hay más regla posible, en lo tocante a los impuestos, que pagar todos y que cada cual lo haga en justa proporción a sus ingresos. ¿Qué significan o qué importancia tienen las chapuzas y otras actuaciones económicas no declaradas en el seno de una sociedad pretendidamente moderna? Además de ser todo ello un borrón que cuestiona su entidad y ensucia su rostro, fomenta la competencia desleal de los tramposos y convierte en ciudadanos fallidos a quienes se benefician de ellas. Si una empresa declarada, pongamos por caso, presupuesta, habida cuenta del costo de los materiales y del trabajo, el arreglo de un baño en 1.000 euros y tiene la obligación de tramitar el IVA correspondiente del 18%, el montante total de su presupuesto será de 1.180 euros. Además, habrá que tener en cuenta que la empresa declarará a la Hacienda Pública la obra y pagará, por tanto, los impuestos correspondientes al beneficio empresarial y el costo de la seguridad social de sus operarios. En total, la empresa a lo 67    

  único que aspira con tal presupuesto es a sacar limpios unos 200 euros de beneficio. Pues bien, si tal obra cae en manos de un chapuzas que no declara nada, como suele suceder, podrá rebajar cómodamente el presupuesto empresarial de 1.180 euros a 700 y, aun así, obtendrá un beneficio mucho mayor que la empresa con la que compite. El cliente, que no es tonto y que lo que busca es pagar lo menos posible, preferirá que la reparación se la haga el chapucero. La diferencia es que, cuando las cosas ocurren así, tanto el chapuzas como el cliente le hacen trampas a toda la sociedad. Un país cuya economía real se sustenta en una parte no despreciable en la actividad sumergida es un país de tramposos, un país poco de fiar. Si los españoles somos, por lo general, trabajadores y honrados, ¿cómo es posible que colectivamente generemos un tipo de comportamientos económicos propios del hampa y del trapicheo delictivo? Algo falla en los fundamentos de una moral que solo vemos como reguladora para otros, no para nosotros mismos. Y ese algo es, sin duda, el convencimiento generalizado de que con los impuestos los señores feudales de la política, tomándonos como esclavos, nos timan y esquilman.

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  De profundis 7 (Publicado el 14.01.2011)

Desde siempre, en cuanto ha podido beneficiarse de lo que la naturaleza le ofrece, el hombre ha venido estimulándose, sea para mantenerse en pie y poder afrontar el duro bregar diario, sea para caminar por atajos que le lleven a paraísos ficticios. Se prohíban o no, se impida o no su cultivo, su elaboración y su tráfico, los cierto es que, contra viento y marea, las materias psicoactivas han estado siempre ahí y han sido consumidas por muchos hombres. Dada la trayectoria histórica, cabe prever que dichas materias seguirán estando ahí y seguirán siendo consumidas por muchos individuos.

LEGALIZACIÓN DE LAS DROGAS

El morbo social y el oportunismo político han reflotado este tema, por más que siga siempre subyacente en la sociedad, cual iceberg de considerables proporciones que nos hace sentir de vez en cuando la fuerza de su vientre opaco. Ante todo, precisemos que por drogas entendemos, en general, las materias psicoactivas o substancias cuyo consumo influye directamente en el cerebro hasta el punto de alterar las percepciones y de modificar las órdenes de conducta. Desde siempre, en cuanto ha podido beneficiarse de lo que la naturaleza le ofrece, el hombre ha venido estimulándose, sea para mantenerse en pie y afrontar el duro bregar diario, sea para caminar por atajos que le lleven a paraísos ficticios. Se prohíban o no, se impida o no su cultivo, elaboración y tráfico, los cierto es que, contra viento y marea, las materias psicoactivas han estado siempre ahí y han sido consumidas por muchos hombres. Dada la trayectoria histórica, cabe prever que dichas materias seguirán estando ahí y seguirán siendo consumidas por muchos individuos. Ante este mal inevitable, ¿cabe alguna alternativa que no sea la postura rígida de condenar las drogas y prohibirlas sin paliativos, actitud que, por lo demás, arrastra a la sociedad a situaciones insostenibles de delincuencia? Se han llevado a efecto intentos precipitados de legalizaciones parciales que 69    

  han aumentado los desastres, porque tales decisiones solo han servido para incentivar un consumo que de suyo genera secuelas perniciosas para los consumidores y muy costosas para la sociedad. ¿Qué podría hacerse, invocando criterios de racionalidad, frente a un problema con múltiples ramificaciones, todas ellas vitandas? Incluso el espejismo de bienestar que persigue el drogadicto, desencadenante de todo el tinglado, es también sumamente dañino. Lo más ecuánime, razonable y decente es detenerse a pensar y analizar cuidadosamente todos los pros y contras que podrían derivarse de una posible legalización, bien concebida y mejor llevada a efecto. Hasta ahora, en cuanto he podido leer, el tema, tan polivalente y ramificado, parece reducirse a dos considerandos, uno a favor y otro en contra de la pretendida legalización. A favor está la posibilidad, remota, de terminar con el narcotráfico, tan devastador; en contra, la afirmación tajante de que con ella se aumenta el consumo de sustancias perjudiciales para la salud. Haciendo encaje de bolillos o rizando el rizo, en algún lugar he leído, argumentando contra la legalización, que si a los traficantes y camellos, pervertidos por el gusto del dinero fácil, se les cerrara este camino, pronto se abrirían otro quizá todavía más perjudicial para la sociedad. A mi modesto entender, caben otros considerandos de peso a favor de una conveniente legalización, bien regularizada y llevada efecto con tino y maestría. Al hecho cierto de eliminar de cuajo el narcotráfico porque la legalización pondría en el mercado una droga de calidad a un precio razonable, cabe añadir los efectos beneficiosos que tal intervención supondría para la situación calamitosa que actualmente padece toda la sociedad a causa de las drogas: 1º) Al poder venderse la droga a un precio asequible, costando una dosis más o menos lo que una cajetilla de tabaco o una botella de alcohol, desaparecerían la inmensa mayoría de los delitos que hoy cometen lo drogadictos en busca del dinero suficiente para su dosis diaria, delitos que, según algunas estadísticas, suponen el 60% de cuantos se cometen en España. Abundando en este beneficio, muchas familias no se verían sometidas entonces al despojo que hoy sufren a mano de sus propios miembros consumidores. Corrobora esta consideración positiva el que no conozcamos que se cometan delitos debidos a la búsqueda del dinero necesario para comprar una cajetilla de tabaco o una botella de vino. 2º) Se evitarían muchos de los males que se derivan exclusivamente de la adulteración de las drogas, que tanto gasto social originan. ¿Por qué se adulteran las drogas y no el vino o el tabaco? Solo por su excesivo precio. Merece la pena adulterar una dosis para sacar dos cuando vale 50 euros; pero no merece la pena molestarse en hacerlo cuando vale uno o dos euros, como en el caso del tabaco y del vino. 70    

  3º) Se contribuiría significativamente a la Hacienda Pública con los beneficios fiscales de una actividad que crearía muchos puestos de trabajo y que mueve una cantidad ingente de dinero. 4º) Se eliminaría de cuajo un ejército de “camellos”, que son los más interesados y eficientes propagandistas del consumo de drogas, ya que en ello les va, tal vez, satisfacer su propia dependencia y, desde luego, los haberes de su bolsillo. Cuando semejantes depredadores logran enganchar a un adolescente, saben que se aseguran un consumo continuado de pingües beneficios en el futuro. De ahí que se dediquen a captarlos con todas las armas de que disponen. Insisto en la idea de que el tránsito de la prohibición a la legalización no se puede hacer de la noche a la mañana. Tratándose de substancias peligrosas para la salud del consumidor, se impone una prudencia extrema a la hora de ponerlas al alcance de cualquier consumidor potencial. Campañas de publicidad bien hechas deberían informar debidamente a los consumidores potenciales sobre las secuelas irreversibles del consumo de drogas y advertir claramente que su legalización no significa que hayan dejado de ser peligrosas para la salud. Quienes defienden como cortapisa o dique a la legalización que con ella se dispararía el consumo y, en consecuencia, que aumentarían los males, no tienen en cuenta la forma de llevarla a efecto que acabo de describir ni valoran que, por ejemplo, el hecho de que se pueda comprar libremente el tabaco y el alcohol a precios razonables no contribuye de por sí a que aumente de ninguna manera el número de alcohólicos o de fumadores compulsivos. La tendencia parece más bien la contraria, pues que estemos atravesando una crisis severa está obligando a muchos fumadores y bebedores habituales a abandonar sus vicios o, al menos, a moderar el consumo. Las cosas son tan claras que uno no acierta a explicarse cómo en una sociedad avanzada como la nuestra no se produzca no ya la legalización de las drogas, en la que abundan los pros sin contras de relieve, sino que ni siquiera se abra un debate social serio y razonable sobre tema tan importante. Insisto en mi convencimiento de que el día en que se legalicen las drogas, si se hace bien, además de no aumentar el consumo, que seguramente disminuiría, se eliminaría de cuajo la nefasta actividad de los camellos y, en beneficio de toda la sociedad, se crearían muchos puestos de trabajo regulando un canal importante de productividad económica. De cualquier modo, la humanidad habrá dado un paso de gigante en este terreno el día en que los seres humanos comprendan que el mejor estimulante de que pueden servirse para mantenerse en pie es la valoración omnímoda de su propia vida.

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  De profundis 8 (Publicado el 21.01.2011)

Nuestra sociedad adolece, y mucho, de práctica de la sexualidad. No es mi pretensión entrar aquí a analizar las causas, sino dejar constancia de que, para sentirnos mejor, más sosegados y pletóricos, deberíamos hacer más el amor o, sin servirnos de eufemismos, explotar mucho más a fondo las virtualidades de nuestra sexualidad incluso en el ámbito de su sublimación por motivos de entrega vocacional.

PROSTITUCIÓN ABIERTA

Si nos atenemos a que la violencia en general es un barómetro para medir el grado de insatisfacción que los ciudadanos obtienen de sus relaciones sexuales, tendríamos que deducir que el consejo revolucionario de “haz el amor y no la guerra” hace agua por todas partes. Me faltan elementos para saber si eso es así exactamente, pero al menos no suena estridente y parece serlo a simple vista. Nuestra sociedad adolece, y mucho, de práctica de la sexualidad. No es mi pretensión entrar aquí a analizar las causas, sino dejar constancia de que, para sentirnos mejor, más sosegados y pletóricos, deberíamos hacer más el amor o, sin servirnos de eufemismos, explotar mucho más a fondo las virtualidades de nuestra sexualidad incluso en el ámbito de su sublimación por motivos de entrega vocacional. Si aceptamos como razonable que el apunte revolucionario aconseja lo correcto, malamente podría secundarlo un porcentaje de los seres humanos de no existir la prostitución. la prostitución debería ser considerada y valorada como un tiene su importancia para el desarrollo de la vida humana.

mencionado considerable Solo por eso servicio que

De ahí que el desprecio en que se han visto envueltos cuantos se mueven en su entorno, sean profesionales o beneficiados, a tenor de sensibilidades religiosas y sociales tan puritanas como miopes, ha sido un gran disparate. La única lacra que arrastra consigo la prostitución es la esclavitud que las mafias imponen a las mujeres que, engañadas, se ven obligadas a ejercerla 72    

  contra su voluntad. Por lo demás, pasa como con las drogas. Por mucho que se la combata y se la prohíba, siempre ha estado ahí y lo seguirá estando, con tal amplitud y persistencia que se dice de ella que es “el oficio más viejo del mundo”. Pero, si solo se tiene en cuenta la prostitución femenina más burda, la que se reclama en la calle o a la salida de las grandes urbes, vestidas sus protagonistas con atuendos propios de alcobas de mal gusto y urgidas por la necesidad de conseguir los beneficios rápidos que les exigen sus proxenetas, entonces la que verdaderamente se “prostituye” es la prostitución, valga la redundancia, porque sale a la caza del degradado que pasa por allí y le ofrece, a cambio de un poco de dinero, la satisfacción de sus instintos más bajos. Lo único que cabe decir sobre esa forma de ejercerla es que cuanto antes se la erradique, mejor para todos. Para hablar solo de esa clase de prostitución ni siquiera merecería la pena iniciar esta postal. Pero no, la prostitución es mucho más y, seguramente, otra cosa. De suyo, como tal, en cuanto venta del sexo, nada tiene que ver ni con la degradación social en que habitualmente se desenvuelve ni con la forma de hacerlo mediante la esclavización de la mayoría de las mujeres que optan por ella por propia voluntad o se ven sometidas a la fuerza. Ejercida como es debido, es decir, de forma libre, en lugares adecuados y con garantías sanitarias, la sociedad en que vivimos, de ser razonable, optaría valientemente por la regularización de una actividad que no solo sería rentable para las arcas del Estado y, por ello, para la marcha general de la sociedad española, sino incluso muy conveniente para el equilibrio de los comportamientos sociales. Una prostitución bien organizada, insisto, con garantías sanitarias y desarrollada en locales higiénicos, aportaría a la sociedad la posibilidad de verse liberada del peligro de muchas de las violaciones que actualmente ocurren e incluso de muchas de las enfermedades de transmisión sexual, derivadas del ejercicio de un sexo libertino y sin control. Por otro lado, ayudaría a los ciudadanos en general a comprender que la prostitución es la única manera que tienen muchos individuos de atender las urgencias ineludibles de su organismo de forma civilizada y a valorar la misma prostitución como profesión importante para la marcha de la sociedad, y a quienes la ejercen como personas que cumplen los cometidos de una profesión necesaria. Erradicaríamos así de golpe tanto el lenguaje soez que la envuelve como el desprecio social que se vierte sobre sus actores. Otra cosa es que en el ámbito del ejercicio de una sexualidad mercantilizada, más quizá que en ningún otro de la actividad económica y social, confluyan un montón de vicios y excentricidades que la hacen repugnante. En vez de prohibir y perseguir la prostitución para poner barreras a las degradaciones y vejaciones que se dan en su seno, la 73    

  sociedad debería facilitarla y regularla, procurando poner coto con otras medidas a las degradaciones y vejaciones que se concentran en ella. ¿Puede una prostituta que haya elegido libremente su profesión sentirse digna al ejercerla? Pienso que la dignidad humana no reside en la profesión en sí, sino en la manera de ejercerla, si dicha profesión presta un servicio real a la colectividad. Desde luego que, si la prostituta es una mujer que se abandona, se exhibe sucia y, más aún, si es portadora de gérmenes, su forma de comportarse repugna a la más elemental dignidad. Pero si, por el contrario, se muestra femenina, se cuida y se asea y, sobre todo, ofrece garantías sanitarias a sus clientes, sí que puede sentirse digna y con gran mérito, porque solo ella ofrece una salida honrosa al desahogo carnal de tantos desventurados de la vida que, para desfogarse, no tendrían más camino que la violación y puede que hasta el asesinato. La prostituta, por tanto, ofrece a la sociedad un servicio impagable, incluso con el riesgo de toparse con degenerados y desequilibrados mentales que la pueden dañar. No andaríamos descaminados si pensáramos incluso que los prostíbulos almacenan a veces toneladas de ternura y puede que hasta de caridad auténtica. Frente a este panorama, si el tema se enfoca desde la perspectiva que hemos propuesto, la sociedad debería entonar un mea culpa sincero por la cantidad de exabruptos y escupitajos verbales que ha dedicado a las prostitutas. Otro gallo nos cantaría si no fuéramos tan fariseos y viéramos a esas mujeres como seres humanos y propugnáramos su cuidado, su dignidad y su respeto. Si por un imposible fuéramos capaces de erradicar la prostitución, arrojaríamos a la humanidad entera a una sima profunda, la de la conducta depredadora de tantos individuos que no tendrían más remedio que delinquir cruelmente para desfogarse. Gracias, pues, y reconocimiento a las muchas prostitutas que ejercen su profesión como Dios manda.

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  De profundis 9 (Publicado el 28.01.2011

La verdad es que se trata de una cuestión peliaguda, cuyas tripas quedan al descubierto con solo el siguiente apunte interrogativo: ¿qué es lo que, en última instancia, determina el sexo de un individuo, su orientación sexual o sus órganos genitales? Si el lector piensa, tal como hace el que esto escribe y muchos otros entendidos en la materia, que el determinante último de la sexualidad de una persona es su orientación sexual y no sus órganos genitales, ya tenemos el lío armado, porque en ese caso y a criterio de los expertos, el órgano rector y determinante de la sexualidad de un individuo es su cerebro, no su pene o su vagina.

¿HAY REALMENTE HOMOSEXUALES?

Seguro que el lector, movido tal vez por una curiosidad malsana, lo primero que ha hecho al leer el título es esbozar una sonrisa maliciosa, picarona y escéptica, si es que no ha calificado de excéntrico o alucinado a quien se hace tan sorprendente pregunta. Si fuera así, confío en que al final, de no ser impermeable a la luz, cambie sus sentimientos y matice al menos su manera de enfocar el tema. La verdad es que se trata de una cuestión peliaguda, cuyas tripas quedan al descubierto con solo el siguiente apunte interrogativo: ¿qué es lo que, en última instancia, determina el sexo de un individuo, su orientación sexual o sus órganos genitales? Si el lector piensa, tal como hace el que esto escribe y muchos otros entendidos en la materia, que el determinante último de la sexualidad de una persona es su orientación sexual y no sus órganos genitales, ya tenemos el lío armado, porque en ese caso y a criterio de los expertos, el órgano rector y determinante de la sexualidad de un individuo es su cerebro, no su pene o su vagina. La primera y gran conclusión que debemos sacar de tan trascendental aseveración es que, si la orientación sexual, dependiente del cerebro, dice que un individuo es “mujer”, mujer será pese a quien pese y por muy desarrollados que pueda tener unos órganos genitales externos e internos 75    

  masculinos. Lo mismo cabe decir del individuo cuya orientación sexual dice que es “hombre”, por espléndidos que puedan ser sus pechos, su vagina y su útero, pongamos por caso. La línea divisoria que en el ser humano separa lo masculino de lo femenino es tan delgada que no es de extrañar que incluso la naturaleza la traspase con frecuencia y haga que haya hombres con vagina y mujeres con pene. Lejos quedan ya los tiempos para los ciudadanos con sentido común, aunque no para los fanatizados, en los que estas rarezas neuronales eran atribuidas a conductas depravadas, a misteriosos castigos divinos por lascivia o a maldiciones de seres siderales o terrenales hostiles. Afortunadamente, hoy sabemos a ciencia cierta que es la naturaleza la que genera tales disfunciones. Por esa precisa razón, debemos dar marcha atrás en la valoración social que hemos venido haciendo de los comportamientos homosexuales y lésbicos, pues, analizados en profundidad y valorados con mesura, no dejan de ser comportamientos legítimos entre dos seres humanos de distinto sexo, de dos individuos carnal y sicológicamente complementarios. Mención aparte merecen los que dicen ser “bisexuales”, cuya posible justificación genética radique en el hecho de la indefinición de la naturaleza que genera una sexualidad ambigua, a horcajadas sobre la delgada línea que separa lo masculino y lo femenino. En estos casos, son los interesados los que deberían determinar su calificación sexual, la cual, en justa lógica, debería decantarse por la que determinen sus órganos genitales. El día en que sea posible fijar jurídica y socialmente la sexualidad de un individuo en función únicamente de su orientación sexual, la sociedad habrá dado un paso de gigante en la normalización de sus actitudes en relación con los individuos en quienes la naturaleza, por quiebras internas propias o por las causas que sea, ha producido un desacorde genético entre lo que impone el cerebro y lo que refleja el cuerpo. Quedarían así perfectamente claros los comportamientos sociales en todos los órdenes, pues el aparentemente hombre pero que tiene personalidad femenina sería tenido por mujer y considerado a todos los efecto como tal, y viceversa. Así, cada uno sería encuadrado en el grupo social que le corresponde a la hora de afrontar responsabilidades o de separar las intervenciones, tal como ocurre, por ejemplo, en el ámbito deportivo. Afortunadamente, nuestro conocimiento de la conducta humana, por un lado, y los avances científicos y técnicos, por otro, están permitiendo que la cirugía haga hoy el milagro de acoplar los cuerpos a las orientaciones sexuales de las personas, de ajustar los órganos al ejercicio de los dictados de la personalidad real del sujeto, corrigiendo así anomalías salidas de la misma naturaleza.

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  Llegados a este punto y vistas las cosas como deben verse, los caminos del procedimiento social se allanan y facilitan, por ejemplo, que exista un auténtico matrimonio, de pareja complementaria, entre los que socialmente llamamos homosexuales o lesbianas y que, por tanto, puedan tener los mismos derechos incluso en el socialmente delicado campo de la procreación o adopción. Es más, de situar el problema en una perspectiva estrictamente católica, no debería existir obstáculo canónico o teológico alguno para que tales uniones matrimoniales pudieran ser celebradas como sacramentos. Estoy seguro de que días vendrán en que esta será la verdadera visión social de un problema que le crea al hombre su propia naturaleza, problema cuyas terribles secuelas habrán desaparecido en lo social, por el análisis racional y objetivo de los datos, y en lo físico, por el progreso de la cirugía y los tratamientos farmacológicos. Si a cada ser humano se le reconoce la catalogación sexual que dictamina su cerebro, palabras tan proscritas como homosexuales y lesbianas no tendrán más que una función meramente descriptiva de lo que, en sí, no es más que una indefinición o un yerro clamoroso de la propia naturaleza. Es obvio que cuanto he dicho nada tiene que ver con que en el mundo gay se haya convertido este problema, tan serio y transcendente, en un circo mediático para exhibir en plan de gran carnaval lo que de suyo debería ser solo objeto de profundo análisis, de comprensión generosa, de mesura verbal y de solidaridad social.

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  De profundis 10 (Publicado el 04.02.2011)

… lo que menos les importa a los ciudadanos es dar con genios capaces de iluminar caminos y de seducir a las multitudes para que se echen a caminar, aunque no sepan donde van. Lo que realmente importa es formar equipos profesionales que analicen a fondo los problemas realmente existentes y propongan los proyectos necesarios para resolverlos de tal manera que se cometan los menores errores posibles…

BASE PROFESIONAL DE LA POLÍTICA

Una de las grandes decepciones populares es que los ciudadanos, cosidos a impuestos, descubren con frecuencia que los políticos, gastándose un dineral público, andan a tontas y a locas a la hora de hacer programas o de emprender proyectos. Así, hacen y rehacen sin congojas; tejen y destejen cual Penélope rediviva; prometen para regalar los oídos de sus seguidores y se quedan tan panchos al olvidarse olímpicamente de sus promesas o cumplirlas a medias; hacen proyectos disparatados y, al rectificar, siempre en detrimento de los ciudadanos, ni siquiera se ruborizan. A lo sumo, mucho más tarde, en un acto que tiene más de demagogia que de arrepentimiento penitencial, confiesan públicamente que también ellos, como humanos, se equivocan y santas pascuas. Pero, claro está, las gravosas consecuencias de sus equivocaciones recaen no sobre sus anchas y fornidas espaldas, sino sobre las débiles y doloridas de todos los ciudadanos, los hayan votado o no. Puesto a sugerir quedamente una posibilidad de poner remedio a esos desaguisados, tan costosos para los ciudadanos, me atrevo a apuntar la conveniencia de establecer una base profesional que oriente y encauce las actuaciones políticas, sobre todo en los ámbitos de mayor presupuesto, a fin de que los errores, siempre posibles, sean pocos en número y de poco costo. Viendo que nuestros políticos se rodean de cientos de asesores que se comen un buen trozo de la tarta nacional sin provecho público aparente, no sería ilusorio ni alocado sugerir que en cada línea de actuación el ministerio correspondiente reuniera a un grupo pequeño de expertos, tal 78    

  vez no más de 50, durante quizá no más de quince días, para fijar un plan de ruta y concretar un programa que guíe las actuaciones ministeriales y las inversiones públicas. Para tal menester sería conveniente elegir a los más acreditados, a ser posible de todas las tendencias. Sus preferencias políticas nunca deberían ser determinantes a la hora de cumplir tan alta misión. Incluso podría tratarse de voluntarios, en cuyo caso su trabajo no supondría gastos apreciables a las arcas estatales. Conste que esta propuesta nada tiene que ver con propugnar un gobierno de tecnócratas, pues la misión de estos expertos no sería la de gobernar, sino la de delimitar qué es lo más importante en una determinada línea de intervención y cómo hacerlo. Me aventuraré sugiriendo algunos de esos grupos de trabajo para subrayar las grandes ventajas que ello reportaría a la nación y la ayuda que supondría para los políticos con responsabilidades de gobierno: 1º) Reordenación hidrológica del territorio nacional. Un grupo de expertos en hidrología determinaría la forma más conveniente de distribuir el agua de toda la nación y qué obras convendría hacer para sacarle el máximo provecho a la que tenemos. Lo que está ocurriendo en este terreno es simplemente demencial. España vierte muchos hectómetros cúbicos de agua al mar durante el año y, sin embargo, durante los estíos, sobre todo cuando hay sequía, gran parte de las distintas cosechas se pierden por falta de riego y muchos pueblos tienen incluso que abastecerse durante los veranos con cisternas. Es obvio que los españoles desperdiciamos mucha agua y que la que utilizamos nos sale muy cara. El grupo de expertos propuesto daría al traste con el raquitismo mental imperante en este campo y desbarataría el encorsetamiento regional de cortas miras. A resultas de todo ello, gobierne quien gobierne, los españoles se atendrían a un plan hidrológico nacional obligatorio para todos y acometerían proyectos ambiciosos que, además de crear muchos puestos de trabajo, construirían una España competente y solidaria en el ámbito de la agricultura. 2º) Planificación sabia y eficiente de la educación. Es otro campo que exige mucha inversión, en el que se disparan los gastos a resultas de planificaciones oportunistas u ocurrencias cuyo resultado es una educación deficiente o de baja calidad. ¿Cuántos planes de educación llevamos ya los españoles a la espalda durante los años de democracia? Un grupo de expertos debería encargarse de hacer un auténtico plan nacional de educación, con indicación de la metodología a seguir y la fijación de los contenidos básicos de los estudios. Sería un plan unitario, tal vez de mínimos, obligatorio para todos los estamentos educativos, desde las escuelas infantiles a la graduación universitaria. Los españoles nos ahorraríamos así muchísimo dinero e impartiríamos una enseñanza de mucha más calidad.

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  3º) Otro tanto cabe afirmar de la sanidad púbica, comenzando por la adecuada planificación de los centros de salud (ambulatorios, clínicas, hospitales) y de las especialidades de cada centro, con vistas no solo a que los españoles no tengan que esperar una barbaridad cuando necesitan una intervención quirúrgica o un tratamiento ambulatorio, sino a que reciban las mejores atenciones lo más cerca posible de su domicilio. Por otro lado, seguro que los expertos sabrían sugerir las medidas adecuadas para racionalizar el consumo desorbitado de medicamentos, tan oneroso para las arcas públicas. 4º) Para no sugerir más que otro ámbito más de actuación, cabe preguntarse: ¿cuánto nos ahorraríamos si la política energética española se atuviera rigurosamente a un plan de aprovechamiento de recursos, delineado cuidadosamente por un grupo de expertos? La energía que consumimos nos está resultando demasiado onerosa. Con estas propuestas, a las que cabría añadir la racionalización de la Administración misma, agujero negro del presupuesto nacional por lo desorbitado no solo del gasto de personal, sino también de gastos generales, no sugiero que se deje sin oficio ni beneficio a los políticos, es decir, que ellos, en quienes los ciudadanos delegan su soberanía para el mejor gobierno, se queden sin competencias, sino todo lo contrario: que se les ayude a ejercerlas de la forma más eficiente y rentable, más beneficiosa en suma, para todos los ciudadanos. De concebirse la política realmente como un servicio al pueblo, cuanto he propuesto no debería encontrar el más mínimo obstáculo para ser llevado a la práctica. Estoy persuadido de que, sobre todo en el campo de la política, por muy arraigada que esté la idea del líder como aglutinante de un proyecto concreto de gobierno, lo que menos les importa a los ciudadanos es dar con genios capaces de iluminar caminos y de seducir a las multitudes para que se echen a caminar, aunque no sepan hacia dónde van. Lo que realmente importa es formar equipos profesionales que analicen a fondo los problemas realmente existentes y propongan los proyectos necesarios para resolverlos de tal manera que se cometan los menores errores posibles, amén de que valoren concienzudamente el dinero a invertir, dinero que siempre será escaso para cubrir todas las necesidades sociales, un dinero público que, en última instancia, no es recaudado para proveer a los caprichos, a las ocurrencias y a las opulencias de los políticos. No es tiempo de mesianismos, sino de atarse bien los machos, de ahormar los comportamientos y de ponerse a producir como hormiguitas que somos.

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  De profundis 11 (Último artículo de la primera remesa, la enviada al periódico a finales de septiembre de 2010. Fue publicado el 11.02.2011)

Este clamor “de profundis” va dirigido a un lector que cultive su mente y esté ávido de razones no solo para entender la barbarie que nos domina, sino también para esforzarse por ir eliminándola poco a poco en el difícil caminar histórico del hombre hacia su propia humanización.

RAZÓN DE LA CABECERA

Publicadas ya unas cuantas postales con la cabecera De profundis, es hora de dar razón de la misma a los poquitos lectores que se habrán interesado por ellas. Cierto que a la hora de plantearme escoger una cabecera común tanto para las que ya han sido publicadas como para las que puedan serlo en el futuro, valoré por lo menos una docena más de expresiones que pudieran reflejar de alguna manera el cariz de sus contenidos. La elegida fue De profundis, expresión que se me impuso con claridad y fuerza al poco de haber pensado en ella. Se trata de una locución latina que ha saltado al diccionario de la RAE como el inicio de un salmo penitencial (De profundis clamavi ad te, Domine…= “desde lo profundo clamé a ti, Señor…”), lo cual le da una connotación de oración o de súplica humilde de alguien que, sintiéndose aherrojado a las profundidades, clama pidiendo ayuda y que se le oiga. Oportuna alusión para comprender mi propia actitud sicológica, pues, sintiéndome sumamente descorazonado por el rumbo que lleva nuestra sociedad y contrariado por la impotencia de ver pasar los días y los años sin que en última instancia nada o casi nada cambie (recuerdo a este respecto la atinada aseveración de un piadoso sabio: “No desesperes, amigo, pues así encontramos el mundo cuando vinimos a él y así lo dejaremos cuando nos marchemos”), gimo en mis entrañas y lanzo un suspiro desde lo más hondo de mi ser a la espera de que alguien, tal vez conmovido por tan gran y sincera postración, oiga mi gemido, pero no para que me rescate a mí de mi propio agujero, sino para que él mismo se ponga a resguardo de la barbarie que nos acorrala y salvaguarde por ello en alguna medida a la sociedad que compartimos. 81    

  Partiendo de estos prolegómenos, la expresión como tal ha adquirido autonomía lingüística y ha dado lugar, incluso como título, a obras importantes de la literatura y del cine que no es preciso reseñar aquí. Por otro lado, siempre desde mi propia perspectiva y experiencia, la cabecera De profundis enmarca mis artículos en un ámbito de reflexión social “profunda”, apuntando a las raíces y causas últimas de los problemas y contenidos que en ellos se analizan o se denuncian. No soy quien para valorar si los artículos ya publicados y los que lo sean en el futuro responden o no a estas premisas y propósitos, pero sí para confesar que esa es la intención con la que han sido o serán escritos. Me resulta curioso constatar, cosa que hago con gran deleite, que lo que brota de la profundidad en estos casos es solo la voz lastimosamente suplicante de un hombre de a pie, que no reclama más reconocimiento que el de la posible razón de lo que expone, tan discutible desde otros puntos de vista. Voz profunda, débil, temblorosa, que clama por ser escuchada y tenida en cuenta, pero, insisto, no para ser rescatado el vociferante del desconcierto mental o del abismo social en que se encuentra, sino para provocar en quienes la perciban reflexiones y reacciones conductuales. Y hablando de voz, se me antoja pensar que bien pudiera ser la misma que esa otra Voz que pretende ser la de Asturias, una voz emitida o editada no solo para denunciar y proponer solución a los problemas de los asturianos, sino también para erigirse en tribuna de debate y en despertador de conciencias; voz que clama por una mejora urgente de la situación, al tiempo que sirve a los asturianos, en bandeja decorada con primor, una información amplia y un entretenimiento fácil; voz que, en última instancia, va haciendo crecer lentamente en sus lectores el orgullo de sentirse asturianos y, ahondando un poco más, seres humanos. En lo que a mí respecta, la posibilidad de publicar estos escritos en La Voz de Asturias se convierte en un reto personal, pues no le es fácil hacerlo a quien no es avezado en estos menesteres, máxime cuando quien lo hace tiene la conciencia clara de que, haciéndolo sin perseguir ninguna prebenda personal, se expone a no ser bien leído o entendido, lo cual siempre acarrea malestares, desavenencias y hasta enconamientos personales. Es un tributo, creo, que tiene que pagar quien se decide a hablar, aunque no sea más que por aquello de la sabiduría popular cuando dictamina certeramente que “en boca cerrada no entran mosca” o que ”más yerra quien más habla”. Llegados a este punto, a mi puñadito de posibles lectores les prevengo de que, si al leerme buscan temas que contengan enfrentamientos, descalificaciones, insultos o defensa a ultranza de intereses partidistas, es mejor que desvíen su vista y la posen en otros titulares y columnas, pues en estas no podrán saciarse. Desencantado como estoy de la política desde hace muchísimos años, no tengo preferencias partidistas, pero no porque no 82    

  valore la política como se merece, sino porque me parece que llevamos años durante los que los políticos, constituidos en clase que se blinda y atrinchera con suma facilidad, no se dedican con fuerza y tesón a servir realmente al pueblo, aunque lo proclamen a voz en grito todos los días. Por lo demás, todas las personas, por muy obcecadas que estén o por muy descaradamente que defiendan sus intereses particulares o los de los suyos, me merecen sumo respeto, pero no por lo que dicen o hacen, sino por su sola condición de seres humanos. Cuando denuncie sus actitudes, lo haré aduciendo las razones que me parezca que cuestionan o evidencian comportamientos o intereses que no proceden en el seno de una sociedad que debe estar regida por principios de igualdad y ecuanimidad. Alabaré a quien crea que se lo merece, pero dejaré que sean sus propias palabras y hechos los que denigren y descalifiquen a los detractores. Estoy convencido de que las descalificaciones solo descalifican al descalificador y de que la boca gorda embota las neuronas. Este clamor “de profundis” va dirigido a un lector que cultive su mente y esté ávido de razones no solo para entender la barbarie que nos domina, sino también para esforzarse por ir eliminándola poco a poco en el difícil caminar histórico del hombre hacia su propia humanización.

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  De profundis 12 (Primer artículo de la fase ordinaria, publicado el 18.02.2011)

¿Qué nos ocurre (a los españoles) para que en el reciente pasado nos hayamos linchado unos a otros y hoy, olvidadas las penalidades de nuestra infausta guerra fratricida, nos enzarcemos en trifulcas verbales que nos tientan a repartir mamporros? No somos felices, a pesar de tener un país de envidia por su benignidad climática y por su forma de entender la vida. Algo extraño hay en nuestras cabezas, pues, viviendo en un paraíso, nos mudamos al infierno.

CRISPACIÓN ENDÉMICA

La crispación es rasgo sobresaliente de la sociedad española, tan convulsa e irritada. Ahora bien, siendo el nuestro un país de climatología tolerable, sin inviernos gélidos ni veranos tórridos, e incluso agradable, con primaveras deliciosas y otoños de ensueño, y, aunque no rico, sí de recursos suficientes para una vida sin austeridades sofocantes, uno no ve razones objetivas para que los españoles tengamos que estar siempre encabronados y enfrentados. ¿Qué nos ocurre para que en el reciente pasado nos hayamos linchado unos a otros y hoy, olvidadas las penalidades de nuestra infausta guerra fratricida, nos enzarcemos en trifulcas verbales que nos tientan a repartir mamporros? No somos felices, a pesar de tener un país de envidia por su benignidad climática y por su forma de entender la vida. Algo extraño hay en nuestras cabezas, pues, viviendo en un paraíso, nos mudamos al infierno. Es preocupante que en el pasado se haya hablado tanto de dos Españas y que hoy se resucite un lenguaje que certifica la división radical y envenena las relaciones sociales. Durante largos años de niebla hemos asistido impotentes al fenómeno de unos españoles, orgullosos por vencedores, y de otros, aherrojados al ostracismo por vencidos. La victoria de quienes ganaron la contienda civil no fue ni generosa ni integradora. Pero, superada tan oscura etapa y acometida una transición modélica, calificada de 84    

  milagrosa, enseguida hemos vuelto a las andadas, a enfrentamientos que por fortuna no han sobrepasado todavía, y ojalá no lo hagan nunca, las palabras. No se entiende que en nuestro tiempo, cuando las ideologías fenecen en pro de la mejora de la vida, los españoles juguemos incansables a dos Españas irreconciliables. A nivel político, es lo que demuestran las trifulcas permanentes entre el gobierno y la oposición, emperrados ambos en publicar que el oponente es incapaz de ejercer su función institucional. Sabiendo que ambos son necesarios para la buena marcha de la nación, no entiendo el enfrentamiento radical entre ellos. A tenor de mis rudimentarias verdades de Perogrullo y de mi condición de hombre de la calle, pienso que lo propio de un gobierno es administrar la nación, sacándole el mayor provecho posible al presupuesto al que con tanto sacrificio contribuimos todos o, al menos, la mayoría de los españoles, único cometido al que debe dedicar todas sus fuerzas. Vista a esta luz, la oposición debe limitarse a denunciar los errores del gobierno y las actuaciones que persigan intereses bastardos a fin de que rectifique, al tiempo que, actuando así, debe convencer a los ciudadanos de que está preparada para ser alternativa y de que, de gobernar, lo haría mejor. En la práctica, tal es mi impresión, el gobierno y la oposición, importándoles un comino el beneficio del pueblo, se enzarzan en una pugna estéril en la que el primero descalifica a la segunda hasta el punto de pretender convencer a los ciudadanos de que ni siquiera tiene capacidad para ser alternativa. Por su parte, parece que la oposición se empeña en tumbar el gobierno por considerarlo incapaz de ejercer la responsabilidad que el pueblo le ha confiado. En otras palabras, es como si los españoles, en vez de elegir un gobierno y una oposición, hubiéramos elegido dos gallos de pelea preocupados únicamente de ofrecer un espectáculo circense encarnizado. Es lo que reflejan los debates y lo que parece divertirnos, pues los españoles, en vez de valorar las ideas y las propuestas programáticas de nuestros políticos, aplaudimos embobados el ingenio que exhiben en sus insultos y coreamos a quien sea capaz de acorralar o silenciar a su oponente. ¿Tiene algún sentido e interés que un político “gane” un debate dialéctico? ¡Como si los políticos no le costaran a la nación una cantidad ingente de dinero para comportarse como vulgares bufones! Sin embargo, a la hora de ponerse serios, no es de extrañar que los españoles consideren a sus políticos como parte importante del gran problema que padecen en vez de secundarlos como los mejor posicionados para resolverlo. Urge rectificar perspectivas y adoptar otros procedimientos. La mejor apología de un gobierno es gobernar como es debido, alcanzar el mayor nivel de vida al menor costo posible, o, en otros términos, hacer rentable la acción de gobernar. Solo con esta vara se debería medir a los candidatos en las elecciones. Con ella se debería medir también la oposición a lo largo 85    

  de la legislatura, pues su acreditación debería depender únicamente de la contundencia con que se “oponga” a los desvíos y desmanes del gobierno y de la madurez con que “acredite” su condición de alternativa. Todo lo demás es teatro y circo, o camuflaje de intereses inconfesables, si no pura y banal demagogia para embobar a los ciudadanos confiados. Si la nación española está crispada y si los ciudadanos, además de perder nivel de vida, andamos hoy a la greña, se lo debemos a una clase política que, olvidando sus deberes de gobernar y de hacer oposición como Dios manda, se dedican a cosas o intereses para los que no han sido elegidos ni tienen representación. Las tensión que hoy se detecta en España, salvo la inherente al hecho de vivir con lo que ello conlleva de inquietud y de esfuerzo, es la que los políticos descargan sobre los ciudadanos. De pedírseme un juicio de valor como simple ciudadano, mi pronunciamiento llevaría aparejada la amargura de la descalificación y de la decepción, pues me parece que ni el gobierno ni la oposición están a la altura de lo que hoy conviene al pueblo español. Si los políticos españoles pudieran oírme, les diría, en un ejercicio de franqueza y lealtad, que se dediquen a cumplir honrosamente sus cometidos. Para hacerlo bien, deberían olvidarse de insultos y de florituras literarias, propias de diletantes. En cambio, sería muy conveniente que desarticularan la casta privilegiada tras la que se atrincheran, propia de depredadores y corruptos, pues entre lo que perciben legalmente y lo que roban esquilman a los ciudadanos. Cuando menos, de no renunciar a sus privilegios y de continuar con tantas trifulcas y vituperios, deberían confinarse en estancias insonorizadas para picotearse y despellejarse a placer, sin que los ciudadanos tengamos que soportar sus berrinches y sus vendettas de adolescentes, y, mucho menos, escandalizarnos por sus opulencias en tiempo de tanta escasez. Es hora de mirar a nuestro pasado con ojos críticos para darnos cuenta de que, si seguimos enfrentándonos unos a otros, tal como hicieron nuestros padres en una guerra fratricida, será porque los españoles aún no hemos salido de una adolescencia problemática.

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  De profundis 13 (Publicado el 25.02.2011)

Dios no castiga. Si lo hiciera, admitiría implícitamente un fallo esencial en su obra, una quiebra en su ser. Quienes admiten el pecado en el mundo y estructuran su vida religiosa en torno a tan funesto concepto, se meten en el cacao mental de barajar después la idea de un Dios redentor al que no le queda más alternativa que el castigo eterno para los irredentos. Achacar el mal a la libertad humana es sobredimensionarla. Pecado y castigo son conceptos demasiado planos, facilones, válidos únicamente para el juego de la vida en el que algunos incorregibles hacen trampas.

¡PENA DE CÓDIGO PENAL!

“Pena” tiene aquí sentido exclamativo, de connotación negativa, provocado por un Código que, debiendo ser cauce de la conducta, se substancia en minucioso elenco de castigos. La osadía de las consideraciones siguientes nace del candor del novato atrevido que pontifica, sin más avituallamientos que los del sentido común, poniendo en solfa la maestría de legisladores avezados, cuya misión consiste en trazar caminos, y de jueces curtidos, cuyo cometido es remover obstáculos para caminar. Siendo la vida una aventura de difícil resolución, los seres humanos, en vez de ayudarnos, nos zancadilleamos unos a otros y colocamos vallas en el maratón cuesta arriba que a todos nos toca correr. Pena, salvo que sea sentimiento o exclamación, gira en la órbita de castigo. De ahí que nos resulte normal que el Código que regula los comportamientos sociales se adjetive “penal” por ser un extenso y minucioso elenco de castigos. El castigo es instrumento de dominio. Castiga quien ejerce un poder abusivo, pues el poder legítimo no es dominio sino servicio. En el ámbito religioso, es blasfemo pensar siquiera que Dios castigue, por mucho que afirmemos que nuestras malas obras lo merecen. El castigo es un concepto que repugna incluso a la más elemental idea de un Dios que se precie. De 87    

  ahí que toda religión que se base en él para encauzar la conducta de sus fieles sea radicalmente falsa. Dios y castigo son conceptos repelentes; Dios e infierno son términos excluyentes, aunque muchos se sirvan de ellos impunemente para sus prédicas. La regulación de la conducta basada en el castigo es abusiva, pues nadie puede abrogarse el poder de castigar. Los poderes del Estado son solo facultades al servicio de los ciudadanos. Cuando la policía, por ejemplo, detiene a un delincuente, debe hacerlo solo para que el detenido no siga rompiendo platos y, a ser posible, pague por lo hecho. Es lo mismo que debe hacer el juez, incluso si lo condena a prisión. La justicia debe ocuparse de que se repare el daño hecho, se regenere el actor del mismo y se defienda la sociedad evitando la reincidencia del delincuente. Estos fines nada tienen que ver con castigar, pues la detención e incluso el encarcelamiento deben ser valorados solo como instrumentos para la buena marcha de la sociedad. Si bien nadie puede abrogarse el poder de castigar, al igual que el padre obliga a un hijo díscolo a enmendar su conducta, la sociedad debe obligar al delincuente a reparar los daños causados e impedir que reincida, en función del bien común. Indemnización y cárcel no son castigos, sino simple justicia y sabia prevención. La cárcel como castigo es una gran aberración. Solo la prevención puede justificar la cárcel, razón por la que el encarcelamiento debe durar cuanto dure el peligro de reincidencia. Dios no castiga. Si lo hiciera, admitiría implícitamente un fallo esencial en su obra, una quiebra en su ser. Quienes admiten el pecado en el mundo y estructuran su vida religiosa en torno a tan funesto concepto, se meten en el cacao mental de barajar después la idea de un Dios redentor al que no le queda más alternativa que el castigo eterno para los irredentos. Achacar el mal a la libertad humana es sobredimensionarla. Pecado y castigo son conceptos demasiado planos, facilones, válidos únicamente para el juego de la vida en el que algunos incorregibles hacen trampas. El castigo es una idea funesta en la estructura de toda la cultura humana. En el ámbito educativo, tanto en el seno de las familias como en las escuelas, ha sido un instrumento represivo de educadores de cortos alcances, revestidos de un dominio ante el que los niños se someten utilitariamente, sin comprender su razón. En el ámbito de la sociedad, se lo exhibe con fuerza coercitiva frente a cuantos perturban el orden social, sin hacerles comprender que ese mismo orden social es conveniente para ellos mismos. En el ámbito religioso ha sido un arma poderosa para llevar al pueblo por el camino de mandamientos supuestamente fijados por Dios, aunque ello implique la idea falsa de un Dios enemigo y vengativo, frente a la correcta de puro amor y de ser, con mucho, el mejor amigo del hombre.

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  La regulación de la conducta social de los ciudadanos se rige por códigos “penales”, título que evoca directamente castigos económicos o carcelarios. Pero, si nadie puede castigar, ¿cómo corregir las conductas desordenadas de los ciudadanos cuando cometen delitos atroces, algunos de secuelas irreversibles? Es este un tema crucial para el ordenamiento deseable de una sociedad justa y equilibrada. La única respuesta razonable, al modesto criterio de este novato atrevido, debe limitarse a enfrentar a los infractores con sus propios actos para obligarlos a reparar los daños causados y, si no hay garantías de rectificación, enclaustrarlos para impedir que reincidan. Hablar de reparar, de rectificar y de prevenir no es lo mismo que hablar de castigar: reparar suena solo a equilibrio; rectificar, a mejora; prevenir, a evitar nuevos daños; castigar, en cambio, solo y exclusivamente a venganza. De obrar así, la cultura del “castigo” desaparecería de nuestro horizonte en beneficio de un enfoque netamente positivo de la marcha de la sociedad. Con ello no se pregona, sin embargo, una legislación y una actitud social de bondad bobalicona o laxitud en los procedimientos, sino que se delinea un camino exigente. Saber que, si la hago, la pago, y que, hasta que no la pague y rectifique, la sociedad se me echa encima, es algo muy serio y duro. Por un lado, puede que pagarla, si la fechoría ha sido grande, me lleve el resto de la vida, y, por otro, si no me avengo a razones y me doblego a obrar racionalmente, puede que jamás vuelva a disfrutar de un solo instante de libertad. Si extirpáramos de la sociedad cuanto suena a castigo, mejoraríamos considerablemente la civilización. En el ámbito religioso, dejaríamos paso a una religión que nos predique, por ejemplo, que el comportamiento moral nos premia en esta vida con un paraíso, hechura nuestra, y en la otra, con otro mejor, hechura de Dios. En el civil, dejaríamos paso a una sociedad gobernada por estímulos para que el ciudadano dé lo mejor de sí mismo, sabiendo que es mejor dar que robar. En suma, el ciudadano debería saber que, si las leyes son equilibradas, es mucho mejor cumplirlas que conculcarlas, pues, mientras lo primero lo enriquece y le despeja un camino de libertad, lo segundo lo obliga a reparar daños y puede confinarlo de por vida. ¡Pena de Código Penal! Toda regulación que lleve el castigo en su frontispicio y en sus entrañas no puede obedecer más que al dictado de un poder abusivo, de postulados partidistas, que se venga del delincuente. Al igual que la violencia engendra violencia, el castigo encuba gérmenes delictivos.

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  De profundis 14 (Publicado el 04.03.2011)

Se ha perdido la imagen idílica de los guardias de tráfico como “ángeles de la carretera”. Nadie cree ya que las multas ayuden a conducir bien y eviten accidentes. La minuciosidad del Código de la circulación y la rigidez policial logran que las multas graven incluso las modestas economías de conductores circunspectos. Paradójicamente, no parece que corrijan los desmadres de conductores alocados, cuya oscilante personalidad se acopla perfectamente a los rugientes caballos de sus potentes vehículos. Es como si dicho Código estuviera pensado para esquilmar a los conductores en vez de ayudarlos. Así lo demuestran las denuncias y los controles policiales.

RODAR Y PAGAR

Desplazarse cuesta dinero, salvo que se haga en el coche de san Fernando, ratito a pie descalzo, ratito andando. Cualquier vehículo, incluso patines y bicicletas, cuesta dinero. Los coches, además, consumen energía y pagan impuestos. El coche es un continuo saqueo a la cartera. Por un lado es mueble caro que se devalúa al comprarlo y, por otro, cuanto se relaciona con él cuesta un pastón: seguros, talleres, repuestos, complementos, carburantes y multas. Sí, sí, las multas son equipamiento de serie. Sería insensato comprar hoy un coche sin pensar en las multas, tanto como no informarse sobre el servicio técnico a la hora de adquirir un electrodoméstico. Las multas son averías importantes. Se ha perdido la imagen idílica de los guardias de tráfico como “ángeles de la carretera”. Nadie cree ya que las multas ayuden a conducir bien y eviten accidentes. La minuciosidad del Código de la circulación y la rigidez policial logran que las multas graven incluso las modestas economías de conductores circunspectos. Paradójicamente, no parece que corrijan los desmadres de conductores alocados, cuya oscilante personalidad se acopla perfectamente a los rugientes caballos de sus potentes vehículos. Es como 90    

  si dicho Código estuviera pensado para esquilmar a los conductores en vez de ayudarlos. Así lo demuestran las denuncias y los controles policiales. ¿Tiene otro sentido que la policía se camufle en enclaves de drástica reducción de velocidad o de fácil aceleración para sancionar a quienes no están avezados a frenar como en los ralis o a quienes alegran un poco su velocidad al rebasar lo escabroso? El problema no es conducir como Dios manda, con plena seguridad y dominio del vehículo en toda circunstancia, sino cazar al que se excede un poco no frenando lo suficiente o acelerando antes de tiempo. Lo de menos es que la conducción no entrañe peligro alguno. ¿Tiene otro sentido invertir una cantidad ingente de dinero para colocar radares donde nunca o casi nunca se producen accidentes, pero donde es fácil exceder la velocidad reglamentada? ¿Es tanto crimen que un potente vehículo, bien conducido, circule por una autopista llana y sin curvas a 135140 km/h? Cierto que hay conductores chulescos y desafiantes que, abusando de la potencia de su motor, circulan a más de 200 km/h y hasta en dirección contraria, a los que es preciso cazar a toda consta. Pero, para evitar tales desmanes, no hace falta invertir tanto ni castigar tan desconsideradamente a conductores modélicos. He mantenido enconados litigios con la Dirección General de Tráfico, si bien pueden contarse con los dedos de una mano las multas que he pagado. De ahí que no escriba por venganza, sino por sentido común. Aun así, me he sentido vejado por alguna de ellas. Otras eran tan estrambóticas que, una vez recurridas, fueron anuladas. No es cuestión de detalles ni de personalizar aquí, sino de manifestar que Tráfico me parece mucho más una Agencia Tributaria que un organismo encargado de velar por el bien de los conductores. Partiendo de la minuciosidad con que se describen las posibles infracciones, estoy convencido de que, de aplicarse el Código de la circulación vigente a rajatabla, sin benevolencias debidas a relaciones de amistad o parentesco con los agentes que tengan poder para anularlas, ningún conductor, por avezado y precavido que sea, puede estar seguro de salir de casa con su vehículo y retornar sin una multa en el bolsillo. Dependerá de que tenga la suerte de no circular por lugares sensibles al tráfico, donde suelen camuflarse agentes y radares. El coche está considerado como ostentación de riqueza, por más que en muchísimos casos sea solo una dura y onerosa herramienta de trabajo. En la España en que he vivido la forma de desplazarse reflejaba el nivel de vida. Cuando comer lo suficiente, vestir decentemente y tener un cuarto de baño en la vivienda dejó de ser una lucha a muerte, España se inundó de seiscientos que, poco a poco, fueron cediendo el paso a coches de mayor cilindrada y lujo. La evolución de los coches es un buen espejo para 91    

  contemplar el desarrollo español. Pues bien, estando considerado el coche como un signo manifiesto de riqueza, nada más natural que los gobernantes se fijen en él como fuente fácil de ingresos: matrícula, lujo, IVA de reparaciones, derechos de ITV, carburantes sobrecargados de tasas, impuesto de circulación, seguros y, finalmente, el impuesto especial de las multas de tráfico. Sería muy noble que las multas se pusieran para salvar vidas, pero la verdad es que la mayoría de ellas no sirven de nada a la hora de evitar los accidentes graves. Algunas muertes en la carretera se deben a la inmadurez psicológica y técnica de muchos conductores, carencias básicas que no se subsanan con multas. Otras, a trazados incorrectos, a firmes en mal estado, a señalizaciones deficientes e incluso a la avaricia de fabricantes que invierten más en lujo que en seguridad, muertes todas ellas que tampoco se subsanan con multas. No parece, pues, que las multas sirvan para salvar vidas. Si de salvar vidas se tratara, tanto el Código de la circulación como los métodos de control del tráfico tendrían que ser otros y los agentes olvidarse por completo de sus comisiones y de las arcas del Estado. ¿De qué sirve multar con 100 euros a quien ha pasado a 61km/h por un lugar limitado a 50 cuando podría hacerlo sin peligro alguno a 65 e incluso a 70? Así son la inmensa mayoría de las multas que ahora se ponen. Los esfuerzos deberían concentrarse en “cazar” in fraganti a los desaprensivos e imponerles sanciones muchísimo más elevadas, incluso retirándoles el permiso a perpetuidad. Conducir es mucho más serio que jugar a policías y ladrones. La reciente limitación de velocidad en autovías y autopistas a 110 km/h, a contrapelo de legítimas aspiraciones de elevarla por encima de los 120 km/h, no puede ser entendida en clave de ahorro de energía. Primero, porque el posible pequeño ahorro lo sería para el bolsillo del conductor, y no parece que eso preocupe a los políticos. Segundo, porque el menor consumo de gasolina y diesel, grabados con aproximadamente el 50% de impuestos, disminuiría los ingresos del Estado. Tercero, porque el Estado tiene que gastarse mucho para modificar las señales de tráfico pertinentes. ¿Por qué se hace entonces? Sin duda, se hace como impuesto camuflado, pues el Estado espera resarcirse holgadamente con multas de lo que invierte en el cambio de las señales y ahorrarse algo en la factura de la importación del petróleo. Que las autopistas se degraden a caminos y los coches a burros es lo de menos. Nos toca vivir tiempos de infinita lentitud y paciencia. La maldición que acompañó la expulsión fulminante del Paraíso Terrenal debió de consistir más que en lo penoso del trabajo en la condena a caer en manos de Hacienda en cuanto se sale de casa y uno se echa a caminar.

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  De profundis 15 (Publicado el 11.03.2011)

El humo del tabaco ha prendido fuego a España y amenaza con un desastre incalculable. Al margen de los derechos y de las conveniencias de terceros, la restricción actual parece caprichosa. Incluso el Estado puede sufrir sus embates si el consumo de tabaco se reduce a la mitad, pues acarrearía la pérdida de muchos puestos de trabajo y disminuiría considerablemente sus ingresos. Si ya el fumador es juguete de su vicio, que el Estado no lo convierta en mártir lapidándolo en su propio tejado.

HUMO Y FUEGO

La sabiduría popular sostiene que el humo delata el fuego. Pero aquí se invierte la causalidad: el humo enciende y aviva el fuego. El lector inteligente adivina que me refiero al malestar social creado por el excesivo afán restrictivo de la nueva ley antitabaco, malestar que incluso provoca rebeliones sociales. Fijemos sin ambages que fumar es malo porque perjudica la salud hasta el punto de causar, a veces, la muerte. Además, saquea la cartera: un fumador de dos cajetillas diarias gasta en tabaco más de dos mil quinientos euros al año. Es indiscutible que fumar es un placer, pero no es racional, como tampoco lo son las demás adicciones esclavizadoras. Un placer nocivo y caro. Durante algunos años fumé más de sesenta pitillos diarios. La adicción al tabaco me dominaba por completo. No viene a cuento describir la degradación inimaginable que entonces sufrí. Me sentía tan derrotado y ridículo que en mi foro interno desencadené una lucha a muerte contra mi adicción cuando las campañas antitabaco estaban todavía en ciernes. Afortunadamente para mí, una noche de 1981, después de haber perdido mil batallas, gané la guerra justo al abrir la cuarta cajetilla del día. Eran las 23 horas del 25 de febrero, fecha fácil de recordar por lo ocurrido dos días 93    

  antes. Desde entonces no he vuelto a encender ni un solo pitillo. Hoy me sería imposible hacerlo, pues, aunque fumen cien en torno a mí, el tabaco ha desaparecido de mi universo mental. ¿Qué pasó realmente aquella afortunada noche? Nada extraordinario. Un amigo me chuleó amistosamente al ofrecerle un pitillo, presumiendo de llevar 20 días sin fumar. Herido en mi orgullo, juré por mis tripas que dentro de 20 días yo también llevaría otros tantos sin fumar. Encendí mecánicamente el pitillo que tenía en la boca y, en dándole la primera calada, lo arrojé enrabietado al suelo sin que mi amigo me viera. Fue el último. Los 20 días de mi juramento rebasan ya los 30 años. ¿Cómo, estando tan derrotado, pude alzarme con tan decisiva victoria? Aunque al dejar de fumar me encontré de repente sin referentes ni puntos de apoyo sicológicos, como si vagara ingrávido por el espacio, el dominio de la adicción logró que mi autoestima renaciera de sus cenizas de postración y fuera creciendo a medida que pasaban los días y aquella cuarta cajetilla, guardada en el bolso como salvoconducto de libertad, siguiera conservando los 19 pitillos restantes. Hoy, cuando en alguna conversación surge el tema del tabaco, no hago ninguna valoración del hecho de fumar y, mucho menos, descalifico a los fumadores empedernidos, pero no me duelen prendas al dejar claro que me considero estúpido por haber sido uno de ellos. Pienso que fumar, como consumir otras substancias nocivas para la salud, debe ser un acto libre, limitado únicamente por los derechos de terceros: aunque sea inmoral, el fumador tiene la libertad de perjudicar su salud, pero no la de quienes se vean afectados. Ello no es óbice para postular una información detallada a los fumadores sobre las secuelas nocivas del tabaco ni para desalentar cuanto sea posible a quienes se propongan emprender ese camino, pues cuanto menos se fume, mejor para los fumadores y para la sociedad. Pero la sociedad, respetando los derechos del fumador, debe salvaguardar los de terceros delimitando los espacios hábiles. La nueva ley española antitabaco, por muy nobles que sean los fines que persigue, resulta contraproducente por un exceso de celo que coarta la libertad del fumador y contraviene los intereses legítimos de empresas cuya cuenta de resultados depende en gran medida de que se permita o no fumar en ellas. Obviamente, nadie tiene derecho a fumar cuándo y dónde le plazca. Pero entre la anarquía y obligar a los trabajadores de un hospital, por ejemplo, a alejarse cincuenta metros del recinto sanitario para echar un pitillo, caben muchas alternativas. Lo mismo puede decirse de los clientes de bares y restaurantes que se apiñan en la acera, a la intemperie, u ocupan asientos en pintorescas terrazas invernales equipadas con calefacción aérea. Seguro que no tardarán en protestar los vecinos al verse obligados a cerrar las ventanas de sus pisos para evitar ser fumadores pasivos en su hogar. 94    

  Al paso que vamos, los apestados fumadores solo podrán fumar al aire libre, paseando por la calle, lo que no deja de incomodar a los viandantes, o caminando por el monte, lo que entraña un serio peligro de fuego para el bosque y de deterioro para el medioambiente. La praxis anterior, ya restrictiva, permitía habilitar recintos especiales para fumar. Por ello, muchos hosteleros invirtieron importantes sumas para acondicionar esos recintos. La disposición era exigente, pero oportuna y pragmática, atenta a los derechos de todos, de los fumadores y de los no fumadores. En cambio, la vigente ley antitabaco irrumpe en la conciencia de los fumadores y en la economía de las empresas como elefante en cacharrería, reduciendo a unos a proscritos y cercenando los intereses de otros. Debería permitirse fumar en recintos hiperventilados, con potentes extractores, sin que el fumador castigue con su humo incluso a otros fumadores. La sabiduría popular dice que el “humo de hogar no empaña el cielo”. Lo difícil será disponer de un tiempo de asueto en las empresas para fumar, pero no sería imposible acordar que ese tiempo no tuviera valor laboral. Lo peor de todo sería, en ese caso, romper el hábito de la simultaneidad de fumar trabajando. Buena solución para bares y restaurantes sería que puedan acotar zonas. De no disponer de espacio, cada establecimiento optaría por permitir fumar o prohibirlo. Los clientes irían entonces libremente donde les conviniera. La libertad nunca hace daño; la restricción puede hacerlo, sobre todo si no es necesaria. El paroxismo del afán prohibitivo alcanza incluso expresiones genuinas de la cultura hasta, por ejemplo, obligar a retocar el guion de una obra de teatro cuando la condición de fumador de un personaje requiere que el actor fume. ¿Qué daño puede hacer un solo pitillo en un teatro? El humo del tabaco ha prendido fuego a España y amenaza con un desastre incalculable. Al margen de los derechos y de las conveniencias de terceros, la restricción actual parece caprichosa. Incluso el Estado puede sufrir sus embates si el consumo de tabaco se reduce a la mitad, pues acarrearía la pérdida de muchos puestos de trabajo y disminuiría considerablemente sus ingresos. Si ya el fumador es juguete de su vicio, que el Estado no lo convierta en mártir lapidándolo en su propio tejado.

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  De profundis 16 (Publicado el 18.03.2011)

En buena lógica, cabe incluso preguntarse si hay algún concepto que ocupe más que el de Dios la mente del ser humano y alguna otra palabra que llene más su boca como oración o imprecación. Seguramente no. La sorpresa para muchos, muy a pesar suyo, es que Dios gana por goleada a los demás conceptos y palabras. La razón última de tal fenómeno estriba en que, creamos o no, todos apostamos fuerte en la partida del sí o del no, y, de ser que sí, en la forma de dibujar su auténtico rostro.

CON DIOS A CUESTAS

Concepto peculiar el de Dios en cuanto que se refiere a un ser bendecido por unos hasta el sacrificio personal y el amor extático, y maldecido por otros hasta el odio juramentado y la blasfemia soez; complejo tema con implicaciones comprometidas, pábulo de elucubraciones y calenturas mentales. Y, sin embargo, tema de honda preocupación y trascendencia para muchos, si no para todos los seres humanos. No es aventurado afirmar que todo hombre, al menos en algún momento de su vida, se cuestiona si la realidad que trasluce el oscuro concepto de Dios existe y, de aceptarlo, saber cómo es y cómo se comporta tan enigmático personaje. En la mente de todos están los testimonios de ilustres ateos confesos que, llegados sus últimos momentos, se han convertido “por si acaso”, no sea que, habiendo sido tan sabios, fracasen en el último y más importante negocio de la vida, cual si se tratase del mercantilismo de una posible supervivencia beatífica o réproba tras el muro de una presunta “nada”, inconcebible por inimaginable. En buena lógica, cabe incluso preguntarse si hay algún concepto que ocupe más que el de Dios la mente del ser humano y alguna otra palabra que llene más su boca como oración o imprecación. Seguramente no. La sorpresa para muchos, muy a pesar suyo, es que Dios gana por goleada a los demás conceptos y palabras. La razón última de tal fenómeno estriba en que,

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  creamos o no, todos apostamos fuerte en la partida del sí o del no, y, de ser que sí, en la forma de dibujar su auténtico rostro. La figura de un Dios iracundo y aterrador, ávido de venganza implacable al final de los tiempos, ha sido sumamente rentable para quienes, a golpe de dogma y de espada, han defendido y difundido los monoteísmos. Esta figura ha causado un daño irreparable a los seres humanos de todas las épocas y, en general, a la gestación de la cultura humana en cuanto al encauzamiento de los comportamientos en códigos de conducta y a la génesis de costumbres crudelísimas. Por lo general, la idea de Dios que estructura nuestra cultura es una idea perversa al haber sido utilizada casi exclusivamente como arma de poder y dominio, como instrumento de depredación. Por todo ello, Dios ha sido un concepto sumamente rentable para los intereses de muchos desaprensivos y para el afianzamiento de grupos de poder abusivo. Pero nuestra perspectiva cambia por completo si, en un acto de búsqueda esforzada y honesta, nos aproximamos a lo que debe expresarse con un concepto tan redondo y pulcro como es el de Dios, cifrando en él el origen eterno y el contenido de cuanto existe, cual fuente y sostenimiento de todo ser y bondad, capaz de colmar cuanto somos capaces de anhelar o soñar. La idea de un Dios problemático, colérico y distante, con la que hemos crecido al amparo de una cultura manipulada, debe dejar paso a la que realmente se corresponde con los rasgos apropiados que toda mente desinteresada atribuye a la condición divina. Ello nos emplaza a regenerar la cultura que todavía nos amamanta sometiéndola a una revolución copernicana. Urge remplazar la oscuridad de un dogma que aletarga por la luz de una caridad que redime, desplazar los juicios y crueldades de ultratumba para dar lugar solo a gozosas acogidas. No es de recibo empecinarse en nuestros días en colocar eternamente a unos en el cielo y a otros en el infierno, seguros de que el cielo y el infierno solo se gozan o se sufren en vida. Dios, en cuanto fuente inagotable de todo ser, viene a sublimar cuanta felicidad es capaz de concebir nuestra mente. En otras palabras, Dios es mucho más que el cielo. Quien juzgue aburrido estar en Dios de forma consciente ignora de qué habla, pues en él se potencian al infinito todas las delicias de la vida. Solo puede obedecer a un interés perverso que los hombres, además de hacernos daño unos a otros mientras vivimos, nos martiricemos con un más allá de horroroso padecimiento. Un campo de maniobras tan espantoso como el de las aterradoras postrimerías solo puede ser ideado por una mente desajustada o por un depredador. La manipulación de la idea de Dios es arma eficaz para ganar, sin posibilidad de revancha, una guerra de dominio total y de sometimiento esclavizador. ¡Cuánto daño han hecho las religiones estructuradas en torno 97    

  a un Dios vengativo, juez implacable, cuyos caminos son dibujados por dirigentes endiosados! Nadie debe extrañarse de que, en tiempos de análisis riguroso y de conciencia crítica honesta, muchos fieles, desencantados y dolidos, den la espalda a la religión y arremetan contra ella. Pero Dios no es ni una mercancía manipulable ni un arma de utilidad caprichosa. Dador de cuanto somos, él es el punto de referencia para entender cuanto acontece y el apoyo eficaz para remover cielos y tierra cuando se camine cuesta arriba. Por duros que sean los zarpazos que nos dé el tiempo, él nos mima. En cuanto a la otra vida, tan misteriosa, seguro que su presencia potenciará al infinito nuestros más excitantes sueños. Visto así, única forma correcta de mirarlo, Dios se convierte en una excelente razón para vivir, en el mejor amigo imaginable. Quienes lo niegan en aras de una libertad ilusoria, bregan desesperados para desatar el nudo gordiano con que ellos mismos oprimen sus vidas. La lanzada de dónde está el Dios bueno, el amante del hombre, cuando ocurre lo de Haití, Afganistán, Irak y Japón, solo hiere a quienes la arrojan. Les bastaría cambiar de perspectiva y situarse en la atalaya correcta para descubrir que es precisamente en esos lugares de dolor donde su presencia se hace más palpable en el esfuerzo y la solidaridad de tantos. No, el problema no es saber si Dios existe, pues todos llevamos uno en la cartera, en el subconsciente o en el corazón, sino saber cómo es su auténtico rostro. Acertamos cuando, en vez de achacarle nuestras miserias, lo vemos como promotor de nuestros mejores sueños. El día en que remplacemos su manido rostro iracundo por una sonrisa imperturbable, emprenderemos sosegados un camino de optimismo sin retorno, aunque nos atenacen el dolor y la muerte. Un Dios que no se parta el pecho por el hombre no merece un nombre que inspira asombro e ilusión y abre perspectivas eternas. Quienes blasfeman se ahogan en su propia baba. Dios es un interrogante ineludible cuya reconfortante respuesta se reserva a los hombres de mente limpia y de corazón generoso, a los hombres que hacen de su vida un bruñido espejo suyo.

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  De profundis 17 (Publicado el 25.03.2011)

Hiperactividad y paro. Unos (los cuidadores de enfermos de alzheimer), con el agua al cuello y sin resuello, urgidos por una situación que no les deja respiro; otros (los parados), aburridos hasta la desesperación frente al proyecto inacabado de sus vidas. Unos, corriendo sin meta; otros, aturdidos sin saber dónde ir. Inmensa multitud sometida al estigma de la depresión. Desequilibrio de una sociedad que, a fuerza de mirarse el ombligo, no acierta a resolver sus contradicciones. Hay que administrar mejor el tiempo. Urge compartir tareas, vivir con austeridad, ensanchar el corazón, abrir las despensas.

PARO E HIPERACTIVIDAD

Me propongo hoy tributar un homenaje, cálido y amistoso, a los más de quinientos mil cuidadores de enfermos de alzheimer españoles, héroes anónimos de la vida social. El paro corroe la sociedad española. Casi cinco millones de trabajadores permanecen brazo sobre brazo, sin ilusión ni horizonte, cual material de desecho tirado al basurero. Muchos de ellos, agotado el derecho al subsidio reglamentario, condenan a sus familias a una indigencia galopante. Penuria y desesperación frente a una sociedad que, para mayor escarnio, se rige por baremos de consumo que triplican muchas veces las necesidades básicas de una vida humana razonablemente austera y moralmente digna. En este marco de sociedad parcialmente paralizada, para muchos de cuyos miembros el tiempo de inactividad es losa sepulcral, hay otros tantos cuyo tiempo les vuela de las manos, absorbidos como están por los cuidados ineludibles que prodigan a sus enfermos. El alzheimer, largo calvario de crueldad inagotable, es realmente una plaga que se ceba en más de medio millón de españoles, los cuales arrastran a su mundo de nihilidad progresiva a otros tantos cuidadores principales e implican a los demás miembros de sus familias. Hijos, cónyuges y nietos entablan con el alzheimer una encarnizada batalla cuyo final, la muerte del familiar afectado, puede 99    

  arrastrar a los cuidadores principales al más espantoso vacío sicológico, incluso a la destrucción de su personalidad. Si el paro dibuja para muchos un horizonte oscuro y les hace sentirse incapaces de ganar el pan y desechados de la vida, el alzheimer se convierte en muro infranqueable contra el que choca la condición humana de los enfermos y la calidad de vida de sus cuidadores. Mientras el paro arrastra las familias a una situación económica límite, esta enfermedad las hunde en la más espantosa desesperación. No es mi propósito abordar la enfermedad del alzheimer para dar cuenta de su entidad y desarrollo, ni tampoco pararme a analizar la repercusión que tiene sobre el conjunto de la sociedad y la responsabilidad con que esta debe afrontarla. Solo me propongo acercarme con simpatía y ternura a los cuidadores de enfermos que se van convirtiendo poco a poco en vegetales. A pesar de que abundan los centros especializados para atender a estos enfermos como es debido, aunque de precio prohibitivo para los bolsillos de la inmensa mayoría de los implicados, en España hay más de medio millón de cuidadores familiares cuya jornada laboral dura veinticuatro horas todos los días del año. Los enfermos necesitan tal dedicación que, mientras ellos sufren el achicamiento progresivo de su cerebro, someten a sus cuidadores a una reducción lenta de ilusiones y de relaciones sociales. El agujero negro que se abre en la cabeza de un enfermo de alzheimer engulle progresivamente su condición humana y la personalidad de su cuidador al verse este obligado a asistir impotente al declive y a la anulación progresiva de un ser querido. Por ello, cuando un enfermo muere, su cuidador corre serio peligro de convertirse en cadáver sicológico. El peligro es tan palmario que las asociaciones de familiares de enfermos de alzheimer se han propuesto, como principal objetivo, cuidar al cuidador para que no sea, también él, aniquilado por la enfermedad. Es un cuidado que se hace más urgente y necesario cuando el enfermo desaparece, pues el cuidador corre entonces serio peligro de caer en profunda depresión. De estar ocupado las veinticuatro horas del día, pasa a no tener nada que hacer. Su razón de vivir, el cuidado de su ser querido, desaparece dejándole, a cambio, un vacío abisal. Podría pensarse que, a fin de cuentas, estos enfermos son personas vinculadas únicamente a su propia familia y que allá cada cual con su carga. Pensamiento egoísta y miope. El alzheimer, enfermedad de degeneración progresiva e irreversible, resulta muy gravoso por los cuidados que requiere el enfermo y por la larga duración de la enfermedad. La sociedad de bienestar no puede descargar sobre la familia del enfermo el peso de una enfermedad de costo tan desorbitado. Mientras la sociedad, envejeciendo, va asimilando que el alzheimer es un problema descomunal y crecen las voces reivindicativas, los cuidadores 100    

  deberían ser conscientes de que desempeñan una gran labor social, que ha de ser valorada y reconocida por los demás ciudadanos. Aunque no sirva de mucho, el reconocimiento social alimentaría su autoestima, tan necesaria para no derrumbarse. Propugno, pues, que se reconozca socialmente la labor de los cuidadores de enfermos de alzheimer y que se los apoye en lo posible. Se contribuirá así a que no se dejen absorber por la enfermedad y a que, incluso dedicando a sus enfermos las veinticuatro horas del día durante largos años, no pierdan la perspectiva de que también ellos son seres humanos en el seno de una sociedad que los arropa. Cuidemos a los enfermos hasta el límite de su capacidad humana y prodiguémosles atenciones y mimos, pues no pierden del todo, ni siquiera en las situaciones de deterioro más agudo, la capacidad afectiva. Pero no olvidemos a sus cuidadores, héroes anónimos, necesitados de reconocimiento social. Cuando un enfermo de alzheimer muere, su cuidador no debe sufrir la sensación de que se le ha acabado el mundo, de que se ha parado definitivamente su reloj vital. Hiperactividad y paro. Unos, con el agua al cuello y sin resuello, urgidos por una situación que no les deja respiro; otros, aburridos hasta la desesperación frente al proyecto inacabado de sus vidas. Unos, corriendo sin meta; otros, aturdidos sin saber dónde ir. Inmensa multitud sometida al estigma de la depresión. Desequilibrio de una sociedad que, a fuerza de mirarse el ombligo, no acierta a resolver sus contradicciones. Hay que administrar mejor el tiempo. Urge compartir tareas, vivir con austeridad, ensanchar el corazón, abrir las despensas. Cuidadores de enfermos de alzheimer: sois indispensables para el funcionamiento de la actual sociedad española. Sin vosotros, muchos se hundirían en el más cruel infierno. Gracias por demostrarnos sin desmayo que el ser humano, por deteriorado y degradado que esté, merece amor hasta el final. Sois héroes anónimos de una sociedad que, si pudiera, os condenaría gustosa al ostracismo. Afortunadamente, no puede hacerlo. Vosotros hacéis bueno y habitable el mundo.

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  De profundis 18 (Publicado el 01.04.2011)

La lucha contra la pena de muerte, tan constante y sostenida en nuestro tiempo, nace de la concepción de la sociedad humanizada que se va abriendo camino lentamente. El día en que todas las naciones la hayan abolido, la sociedad corregirá su disparato rumbo para encaminarse decididamente al horizonte del hombre humanizado, principio y meta de todo obrar moral.

MORIR POR LEY

Si hace unas semanas denuncié la barbaridad de un código cuya misión principal, definida como “penal”, es el castigo, la pena de muerte, a la que me refiero hoy, es castigo que corta de raíz la reparación de daños y la regeneración del delincuente, tan propias de toda justicia que se precie. Por lo demás, las guerras en que nos hallamos inmersos no dejan de ser condena a muerte de muchos inocentes. Que el Estado mate a un ciudadano al amparo de la ley es una gran aberración. Solo una sociedad asilvestrada puede tolerarlo. Para ser legítimo por razón de sus fines, el Estado tiene que cumplir la soberana misión de servir a los ciudadanos en toda circunstancia. La condena a muerte de un individuo contraviene frontalmente esa finalidad esencial. Comparadas la acción condenatoria de la ley a la pena capital y la delictiva del condenado a muerte, la del Estado que condena y ejecuta es mucho más vituperable que la del individuo a eliminar, aunque este sea un monstruo. La salvajada del delincuente se debe a errores clamorosos de una conducta desordenada, fruto muchas veces de causas que ni siquiera le son directamente imputables, mientras que la pena de muerte es castigo calculado y frío, incluso bendecido y aplaudido por grupos fundamentalistas o por individuos que viven de espaldas a la razón de ser de todo hombre. La acción horrenda de un individuo puede tener excusas, aunque remotas; la del Estado, no. Los años en que colaboré en la consecución de los objetivos de Amnistía Internacional en el marco de sus mandatos, de tan hondo calado 102    

  humanitario, me preocupé especialmente de denunciar la monstruosidad de la pena de muerte. Nunca pude encontrar un solo argumento a su favor, ni siquiera el supuesto beneficio de la intimidación que tal condena pudiera infligir al delincuente en ciernes, es decir, su eficacia preventiva. Aunque así fuera, sería inaudito valorar una condena a muerte como pena ejemplar, como aviso a navegantes o como advertencia de que, de seguir por ese camino, te darás de bruces con tu propia tumba. Solo la justicia que obliga a restaurar el daño y empapela al delincuente mientras pueda reincidir es ejemplar por su forma y por sus secuelas. Las estadísticas demuestran, además, que el impío delincuente jamás se detiene a la hora de cometer fechorías porque otros, en sus mismas circunstancias, hayan sido ejecutados, pues, sintiéndose intocable, ni siquiera interioriza la amenaza que para él supone lo que le ocurra a otros. Ahondando hasta las profundidades teológicas que al tema le confieren sus implicaciones morales, me ha parecido un auténtico despropósito que, en el pasado, se haya argumentado a favor de la pena de muerte de los delincuentes más peligrosos sobre la base de que, por ser la sociedad un cuerpo y los individuos, sus miembros, sea preferible amputar un miembro gangrenado a permitir que perezca todo el cuerpo. Más despropósito me parece aún haber argumentado que, siendo el pecado la muerte, Dios acepte en su inescrutable providencia que el pecador sea eliminado. El solo apunte de estas razones, tan importantes en la definición de los principios religiosos que han regido nuestros comportamientos y actitudes cristianos, nos provoca en la actualidad malestar, desasosiego, incluso náuseas. Lo de que el individuo es un miembro del cuerpo social equivale a coger el rábano por las hojas, a confundir la velocidad con el tocino. Por otro lado, ¿cómo se puede invocar a Dios en un escenario tan tenebroso? La sociedad no es un cuerpo del que, como miembro, forma parte el individuo, siendo como es solo el hábitat natural del hombre sociable, es decir, que no es el hombre para la sociedad, sino al revés. Además, no procede alinear el concepto de muerte, que es solo el finiquito de la vida, con el de pecado. Pecado es un concepto que aporta a la cultura general mucha más oscuridad que luz a la hora de abordar cualquier idea o programa religioso. En todo caso, Dios odia el pecado, pero ama al pecador. La lucha contra la pena de muerte, tan constante y sostenida en nuestro tiempo, nace de la concepción de la sociedad humanizada que se va abriendo camino lentamente. El día en que todas las naciones la hayan abolido, la sociedad corregirá su disparato rumbo para encaminarse decididamente al horizonte del hombre humanizado, principio y meta de todo obrar moral. En el ámbito religioso, ese día los densos credos, las atiborradas bibliotecas teológicas y los abigarrados ordenamientos canónicos se condensarán y cristalizarán en las simples y cristalinas exigencias de la caridad, que es 103    

  fundamento de toda misión religiosa y estructura de su entidad: Dios es caridad, en ella se condensan todos sus mandamientos y a ella deben dirigirse todos los ordenamientos de los creyentes. Las religiones que entonces no prediquen amor, y solo amor, podrán al descubierto las falsedades de que se alimentan. En el ámbito civil, si todos los ciudadanos aceptan que hasta el más depravado y monstruoso ser humano merece la consideración de preservar su vida, aunque la sociedad procure que pague por cuanto haya hecho y que no pueda reincidir, el individuo, sea cual sea su nación, su etnia y su condición, adquirirá socialmente el valor absoluto que le corresponde. En la sociedad actual, el hombre no vale absolutamente nada, razón por la que no importa que se lo obligue a vivir en condiciones infrahumanas, sea valorado solo como fuerza productiva, se lo esclavice y se lo ejecute. Sin embargo, su condición lo convierte realmente en centro de toda preocupación, en objetivo prioritario de toda organización. El hombre es mucho más que capacidad productiva y vale mucho más que un voto. Yerran tanto el capitalista que explota su fuerza productiva como el político que lo agasaja para cautivar su voto. Por su parte, la religión no debe reducirlo a campo de maniobras en el que las supuestas fuerzas telúricas del bien y del mal entablan una batalla eterna, inconclusa mientras dure el tiempo, sino ver en él un ser que enamora a Dios. Si la prioridad de la justicia es la regeneración del delincuente, ni siquiera cabe hablar de ella cuando se lo condena a muerte y se lo ejecuta. ¿Cómo un muerto podrá pagar por lo que ha hecho y, sobre todo, cómo podrá ser regenerado? No procede argumentar que la ejecución de un hombre pueda regenerar la sociedad, pues cuanto es la sociedad debe ponerse al servicio de todos, incluso del condenado a muerte. Incuestionablemente, es primero el hombre que la sociedad, pues un hombre, de cualquier condición que sea, vale más incluso que todo un gobierno. La vida humana es el principio rector de todo ordenamiento jurídico, de todo comportamiento moral. Además, quien encuentre una sola razón para condenar a muerte a un solo hombre, si indaga, terminará por encontrar razones sobradas para ejecutar a todos los hombres.

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  De profundis 19 (Publicado el 08.04.1211)

… lo primero que hay tener presente al abordar el aborto es que se trata de un problema en cuyo inicio hay siempre una necedad de base, una equivocación de consecuencias incómodas, moralmente repudiables, como es la destrucción de un ser humano en gestación. Por ello, no es de recibo pontificar sobre la despenalización del aborto sin haber puesto todos los medios para erradicar la necedad original. Que dos adolescentes, por ejemplo, tengan relaciones sexuales puede que sea una necedad absoluta por razones ajenas al sexo y que no vienen aquí a cuento, pero sí que lo es por el hecho de que las tengan sin las precauciones oportunas.

JUGANDO CON FUEGO

Ante todo, quiero dejar bien sentado que el aborto es de suyo vitando por razones que no admiten componendas. Siendo a veces ineludible, lo más acertado para beneficio de pacientes, actores y sociedad en general es reducir su número, achicar el problema. A España le vendrían mejor mil abortos al año que diez mil y, mejor todavía, que cien mil, aunque lo óptimo serían solo cien, o diez, o ninguno. Que una mujer conciba un hijo y que aborte, salvo en caso de violación, es un contrasentido. Pero también lo es que la naturaleza facilite embarazos inviables. La vida está llena de irregularidades físicas y síquicas. Uno podría preguntarse incluso si tiene algún sentido que los seres vivos nazcan con la fecha de caducidad inscrita en sus genes. Entran aquí en juego intereses cuyo logro no se planifica debidamente. Sabiendo, como sabemos, que de toda relación sexual completa, con eyaculación dentro de la vagina, se puede seguir un embarazo en los periodos de fecundidad de la mujer, semejante relación debería mantenerse de forma abierta solo cuando se quisiera tener un hijo. Si lo que se persigue es pasar un buen rato viviendo unos minutos de intenso placer de pareja estable o circunstancial, lo razonable sería o no hacerlo abiertamente o 105    

  hacerlo con la precaución debida, evitando lo que no se quiere ni se está dispuesto a querer de ningún modo. Por ello, lo primero que hay tener presente al abordar el aborto es que se trata de un problema en cuyo inicio hay siempre una necedad de base, una equivocación de consecuencias incómodas, moralmente repudiables, como es la destrucción de un ser humano en gestación. Por ello, no es de recibo pontificar sobre la despenalización del aborto sin haber puesto todos los medios para erradicar la necedad original. Que dos adolescentes, por ejemplo, tengan relaciones sexuales puede que sea una necedad absoluta por razones ajenas al sexo y que no vienen aquí a cuento, pero sí que lo es por el hecho de que las tengan sin las precauciones oportunas. Metiéndonos más en harina, sobre el aborto cabe formular algunos principios de sentido común que deberían ser tenidos muy en cuenta tanto al legislar sobre su despenalización como al emprender la acción de abortar. Ante todo, no deberíamos tener miedo a abordar algo tan frecuente en la naturaleza, pues son muchos los abortos espontáneos que se producen por el hecho mismo del desarrollo de la gestación dentro de un organismo que, con frecuencia, se resiste a madurar el proceso a que se ve sometido. Ahora bien, ante tal constatación, la de los muchos abortos espontáneos o naturales, no nos echamos las manos a la cabeza, ni nos escandalizamos, ni llamamos a la naturaleza asesina de niños. Si de la consideración de este hecho, socialmente admitido, saltamos a los laberintos sicológicos en que se desencadenan las acciones humanas, deberíamos ser lo suficientemente lógicos y consecuentes para entender que toda la mujer gestante, incluida su capacidad de pensar y de sentir, es naturaleza. De ahí que en el desarrollo de un feto en sus entrañas no solo puede quebrar de forma natural su aparato reproductor sino también su cerebro. Por ello, deberíamos estar dispuestos a admitir como parte determinante de un aborto la virulencia con que un cerebro pueda oponerse a la gestación. Y así, mientras las convulsiones del vientre o cualquier otra causa física matan directamente el feto, el cerebro se servirá de la planificación familiar y de instrumentos técnicos para lograr su propósito de finiquitar una gestación no asimilada. En ambos casos el resultado entraña la misma fatalidad para el feto. En el nivel en que me sitúo no cabe invocar la moral como si de un acto libre se tratara, del mismo modo que no cabe exigirle al vientre indispuesto responsabilidades por hacer inviable la vida del feto o, más en general, a la naturaleza por los abortos espontáneos que produce. No hablo de frivolidades ni de veleidades, sino de situaciones dramáticas en las que, habida cuenta de todas las circunstancias, la gestante se opone frontalmente, con su mente y sus sentimientos, a sacar adelante la

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  gestación que, consciente o inconscientemente, se ha desencadenado dentro de su cuerpo. Por lo demás, nunca debería hablarse en el caso del aborto practicado durante las primeras semanas del embarazo del asesinato de un niño, por la sencilla razón de que, por un lado, no hay voluntad alguna de eliminar a un ser humano, sino de corregir una situación no tolerable, y, por otro, de que lo que se elimina no es un ser humano a secas, sino un ser humano en formación, no autónomo, dependiente. Entre ambos conceptos hay una diferencia abismal, pues la gestación requiere, como hemos dicho, la participación de un organismo cuya parte principal es el cerebro. De cualquier modo, el problema es tan delicado que su solución debería atenerse a principios tan claros como: 1º) cuantos menos abortos, mejor; 2º) formación adecuada de jóvenes y adultos en el funcionamiento de la práctica de la sexualidad, pues, incluso siendo deficitaria en la sociedad española, causa estragos y problemas de toda índole; 3º) consenso social sobre la no penalización en caso de peligro de la salud física o mental de la gestante; 4º) garantías sanitarias; 5º) alternativas posibles, como la de la posible adopción; 6º) práctica solo durante las primeras semanas, pues, al interrumpir el aborto la vida de un ser humano en formación, importa mucho el tiempo. Por lo demás, dejemos constancia de que no cabe, de ninguna manera, hacer del aborto un derecho de la gestante, pues su tolerancia obedece a mera necesidad física o mental, razón por la que solo en determinadas circunstancias puede justificarse como intervención sanitaria equiparable a un fallo natural. Hablar en estos supuestos de derecho equivale a subvertir el orden. Una gestación es algo muy serio, pues en ella se baraja un proyecto de vida humana al que de forma incipiente le son debidos todos los derechos del ser humano. De ahí que sea monstruosa toda interrupción a capricho, cuando a uno le venga en gana o como forma fácil de controlar la natalidad. El aborto es plato fuerte que destroza el estómago, fuego abrasador del que, incluso actuando con rigor legal, será difícil salir sin chamuscarse.

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  De profundis 20 (Publicado el 15.04.2011)

Si desde la mera crónica histórica de las calamidades de unos hombres, a las que otros prestan socorro, saltamos a pensar en el hombre en sí, sea como problema humano o como fuerza de solución, el pesimismo sobre el destino fatídico de la humanidad se desvanece a impulsos de la fuerza inconmensurable que brota de la conciencia de saber que los seres humanos nos conmovemos ante las catástrofes públicas y ante el dolor ajeno hasta redoblar o triplicar nuestras fuerzas y nuestras capacidades en beneficio de los damnificados. Nunca sabremos si somos héroes o cobardes hasta que un día nos veamos en una situación de peligro extremo en la que la rapidez de intervención pueda salvar la vida de un hombre…

EL IDEAL DE SERVICIO

La naturaleza hace depender los unos de los otros a los seres vivos, a los seres humanos más incluso que a sus congéneres. Frente a animales que al nacer se echan ya a correr, los humanos viviríamos pocas horas de no recibir cuidados vitales en ese preciso instante. Pero por muy maduros que lleguemos a sentirnos a lo largo de la vida, seguimos siendo casi tan dependientes como al nacer. De hecho, cuando en una pesadilla del sueño me veo solo en el mundo, mi angustia procede de la constatación palmaria de que mi andadura, de tan impotente como me siento, será muy corta. Además de aterrado por la soledad, me veo en ella absolutamente incapaz de sobrevivir por mí mismo, cual robinsón inepto. El servicio es una de las ideas rectoras que hacen posible nuestra andadura humana porque, amén de mostrarnos nuestras severas limitaciones de seres dependientes, nos ilumina sobre cómo debemos comportarnos conforme al orden moral, el cual, regulando nuestra conducta, asegura nuestra supervivencia. La vida, además de una maravilla en sí misma, es el resultado de una valiosa y misteriosa cooperación de lo q ue hemos dado en llamar reinos mineral, vegetal y animal.

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  El ideal de servicio inspira y encuadra las actuaciones de organizaciones internacionales de gran renombre, tales como el Rotary International, organización a la que dediqué unos años de intensa actividad y de la que salí escaldado al constatar la distancia infranqueable que a veces media entre lo ideal y su encarnación. En teoría, al menos, su eslogan principal, el de “dar de sí antes de pensar en sí”, tan sublime, es capaz de iluminar y de enamorar. Los rotarios, profesionales ávidos de comunicación, siguen la estela de un ideal que les alumbra, les seduce y les emociona al encaminarlos al servicio de la humanidad, valor supremo en cualquier escala de valores que se precie, siguiendo cinco rutas precisas de servicio: a los miembros del propio grupo; a la sociedad en general a través de la profesión de cada cual; a la ciudad o demarcación territorial del grupo; a la comunidad internacional y a las nuevas generaciones. Hermoso el ideal de servicio del Rotary, ideal que entronca, más allá de lo meramente social y profesional, con las aspiraciones más genuinas del evangelio cristiano y que es, sin duda, el que inspira las actuaciones de las innumerables ONG de nuestro tiempo, nacidas de la necesidad de atender con premura las carencias de determinados grupos humanos o de todo un territorio. Reconforta saber que allí donde grupos de seres humanos sufren necesidades inaplazables para la subsistencia y para cuya satisfacción no se bastan por sí mismos, acuden otros seres humanos con capacidad profesional y económica para hacerlo. Ojalá que, conforme a la más persuasiva propaganda que hacen los partidos políticos en las campañas electorales, este ideal impregnara de verdad la acción política. El ideal de servicio es uno de los pilares más sólidos que sustentan la sociedad, una razón irrefutable que hace que la humanidad entera sea, a pesar de todo, acreedora a una larga supervivencia sobre la Tierra. Como ocurre en otros ámbitos, también en este merece una mención especial la Iglesia Católica, muchas veces denostada merecidamente por su propia estructura jurisdiccional y dogmática, tan arcaica, y por un bagaje moral que, si bien carga un pesado fardo de obligaciones sobre las espaldas de sus fieles, se vuelve flexible y permisivo ante conductas deplorables de muchos dirigentes, políticos y eclesiásticos, que claudican ante las exigencias del servicio que dicen prestar. Obviando tan deleznables lacras, propias de las sociedades que se fundamentan en el poder, sobre todo en el poder religioso, el más férreo y corrosivo de los poderes, la realidad es que la Iglesia Católica viene avalada por una gigantesca obra en beneficio del hombre. Desde la perspectiva de la caridad y de la acción humanitaria, es posible que nunca haya existido ni que pueda existir una institución equiparable. Por todo ello, quiero pensar que la caridad es la única piedra angular que sostiene su compleja estructura. Si desde la mera crónica histórica de las calamidades de unos hombres, a las que otros prestan socorro, saltamos a pensar en el hombre en sí, sea 109    

  como problema humano o como fuerza de solución, el pesimismo sobre el destino fatídico de la humanidad se desvanece a impulsos de la fuerza inconmensurable que brota de la conciencia de saber que los seres humanos nos conmovemos ante las catástrofes públicas y ante el dolor ajeno hasta redoblar o triplicar nuestras fuerzas y nuestras capacidades en beneficio de los damnificados. Nunca sabremos si somos héroes o cobardes hasta que un día nos veamos en una situación de peligro extremo en la que la rapidez de intervención pueda salvar la vida de un hombre. Pensándolo en frío, seguro que nos acobardaría adentrarnos en una casa en llamas para rescatar a un niño o lanzarnos a un río desbordado para tenderle la mano. Pero, llegado el momento, puede que una fuerza interior, superior a nosotros mismos, nos fuerce a emprender una acción arriesgada sin medir sus secuelas. La fuerza que dimana del sentido de humanidad que atesoramos nos hace humanos y nos mantiene en pie en la horrible sociedad que hemos construido y en la que nos empecinamos en vivir. El ideal de servicio es faro que alumbra toda la humanidad para ayudarla a caminar en pos de la humanización del hombre. Nuestra grandeza y categoría auténticas jamás se medirán por las riquezas que hayamos sido capaces de acumular o por la capacidad de mandar que hayamos adquirido, sino por convertir nuestros haberes en fuente de riqueza para todos y por el sacrificio que hayamos hecho en aras del servicio a nuestros semejantes. Desesperados por llegar a ser alguien en la sociedad en que vivimos, en la medida en que hemos hecho hueco a valores como el dinero, el poder y la fama, considerados hoy los valores sociales supremos, hemos entronizado la más cruda depredación: no se puede ser alguien sin ningunear a otros; no se puede ser rico sin empobrecer a otros; no se puede ser dueño y señor sin esclavizar a otros. Ahora bien, como en el mundo no hay cabida para muchos alguien, ricos y señores, la inmensa mayoría de los seres humanos nos vemos condenados a ser nadie, pobres y esclavos. El ideal de servicio tiende a cambiar esta perspectiva, pues, al ser todos servidos por todos, todos seremos automáticamente alguien, ricos y señores. El ideal de servicio deifica, pues es propio de dioses sentirse al mismo tiempo benefactores y amados. Cuando el señor sirve al esclavo, consolida y transfiere su propio señorío.

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  De profundis 21 (Publicado el Viernes Santo, 22.04.2011)

En el subconsciente popular anida, pues, un apocalipsis de horrores indescriptibles que augura postrimerías de espanto como justiprecio a pagar inexorablemente por las maldades cometidas. La imaginación popular no ha tenido reparos en recargar las tintas de tan espantoso espectáculo en aras de intereses, explícitos o camuflados, de minorías sin escrúpulos a la hora de adueñarse de las voluntades y las haciendas de crédulos e incautos.

JINETES APOCALÍPTICOS

Hoy, Viernes Santo, se celebra litúrgicamente la muerte del Justo redentor, por lo que no está demás reflexionar un momento sobre la perenne batalla de fuerzas telúricas que, según la cultura circundante, tienen entablada desde siempre los fornidos guerreros del Bien y del Mal. Esta batalla estará inconclusa hasta el momento del apoteósico y terrible Apocalipsis cuyas primeras dentelladas se hicieron sentir, según los Evangelios, el mismo día del acontecimiento hoy celebrado, cuando tembló la Tierra, se abrieron las sepulturas de los muertos, se oscureció el cielo y se rasgó el velo del Templo. Puede que a alguno de mis pocos lectores todo esto le suene a cuerno quemado, a historias de duendes o a disquisiciones bizantinas, pero conmueve y hace vibrar al fervoroso creyente que vive a fondo la Semana Santa. La evocación de la muerte particular y, sobre todo, del fin del mundo convierte el Apocalipsis en vehículo de catástrofes y sufrimientos inenarrables. En lo más recóndito de nuestro cerebro está incrustada una conciencia de culpabilidad, clavada a martillazos, que es causa del espanto que a veces nos domina. El miedo es una constante en el devenir humano, sometido como está a acontecimientos incontrolados, cuyo cariz y contenido nos resultan misteriosos. Ahora bien, las postrimerías del hombre, tanto las propias del individuo cuando llega su hora como las del género humano al final de los tiempos, han sido pintadas con los más vivos colores del horror por muy variados intereses. Son muy pocos los hombres capaces de erradicar de su mente tan espantosas imágenes y quienes lo consiguen no siempre son los más sabios ni los más virtuosos.

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  El espanto apocalíptico, alimentado en la imaginación popular por los padecimientos que el libro canónico describe para encuadrar la hora de la verdad, está magnificado estéticamente en cuatro apabullantes jinetes que cabalgan sobre purasangres desbocados. Los jinetes con sus armas y los caballos con sus cascos arrasan y pisotean a cuantos, en vez de bañarse en la sangre del Cordero, han preferido entregarse a placeres mundanos prohibidos. El jinete blanco, con corona y arco, representa a un Cristo impactante, en efervescente dimensión redentora, jinete terrible por cuanto la victoria que preconiza no es fruto de placer y gloria, sino de cilicio y látigo, de cruz y muerte. El jinete rojo, portador de una espada, desencadena por doquier una guerra a degüello contra cuantos han pasado la vida en holganza y desenfreno moral, haciendo ascos a la dolorosa redención que se les había ofrecido gratuitamente. El jinete negro, con una balanza, representa la hambruna, plaga que nunca ha desaparecido de la Tierra a causa de la depredación de quienes, a la postre, serán sus víctimas. El jinete pálido, la muerte, potador de la típica guadaña, segando cabezas extermina a cuantos se han alistado con los defensores del Mal. La acción aguerrida de estos cuatro jinetes dejará la nueva Tierra, la de la apoteosis de la redención, libre de todo mal y padecimiento para que el Redentor edifique en ella la nueva Jerusalén celestial, la eterna ciudad de felicidad sin límite para quienes se purificaron en su sangre. En el subconsciente popular anida, pues, un apocalipsis de horrores indescriptibles que augura postrimerías de espanto como justiprecio a pagar inexorablemente por las maldades cometidas. La imaginación popular no ha tenido reparos en recargar las tintas de tan espantoso espectáculo en aras de intereses, explícitos o camuflados, de minorías sin escrúpulos a la hora de adueñarse de las voluntades y las haciendas de crédulos e incautos. Por muchas vueltas que le demos, lo fácilmente constatable es que la vida es un cruel apocalipsis del que no escapa ningún mortal, nazca con o sin estrella, al que precede un cruel calvario, cuyas innumerables estaciones se recorren a base de sangre, sudor y lágrimas. Pero, por muy pesimista que uno sea, no dejará de ver que la abundancia de bienes que ofrece la tierra y el ingenio humano, reforzado por la firme voluntad de salir a flote cueste lo que cueste, logran que en el balance final pese más el lado de la alegría y del gozo que el de los apocalipsis y calvarios. Un clásico afirmó que la vida, tan vibrante y dulce, merece ser vivida incluso estando clavado en una cruz. Frente al terrible jinete blanco, el de la corona y el arco, la humanidad nos ofrece la reconfortante visión de un gigantesco ejército de voluntarios que llevan bienestar a los necesitados, contemplación que se sobrepone al horror que nos rodea. En su conjunto, los seres humanos, lejos de seguir siendo lobos depredadores, nos estamos convirtiendo en ángeles custodios unos de otros. Frente al aterrador jinete rojo, el de la espada, aunque no seamos capaces de erradicar las guerras del planeta por desencadenarse a voluntad y beneficio de unos pocos, el pacifismo se va abriendo camino a marchas 112    

  forzadas. Definitivamente, la humanidad se opone cada vez con más fuerza a toda guerra y trata de curar solícita sus heridas. El enemigo se está metamorfoseando en colaborador necesario para el gran proyecto de vivir. Frente al horrible jinete negro, el de la hambruna, que cabalga imperioso dejando cuerpos famélicos por doquier, producto de la depredación que ejercen quienes renuncian a toda dignidad, en la humanidad florece la conciencia urgente de que alimentar a todos los seres humanos es posible, gracias al progreso agrícola, y se fomenta la cooperación internacional, pública y privada, para enviar alimentos allí donde se producen catástrofes naturales o humanas. Muchos siguen todavía muriendo de hambre, pero cada vez se grita con más fuerza que tal barbarie es responsabilidad de todos. Finalmente, frente al tétrico jinete pálido, el de la muerte aterradora como justicia implacable, tema tabú del que se sirven tantos predicadores y agoreros en beneficio de sus bolsillos, la humanidad ofrece cada vez más una contemplación desinhibida, de estoicismo calmante, en forma de cuidados paliativos que hacen sosegado el tránsito. Afortunadamente, la madurez de la conciencia humana y los avances sanitarios en fármacos paliativos nos ayudan a contrarrestar el terror que produce la muerte. Viernes Santo, viernes de sangrante dolor, pero preludio de tonificante gloria.

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  De profundis 22 (Publicado el 29.04.2011)

En sí misma, la deuda es un mecanismo polivalente de la ingeniería financiera en cuanto instrumento para la supervivencia o el desarrollo de los pueblos y los individuos. Pero es una herramienta peligrosa que debe manejarse con destreza, pues obliga a equilibrios difíciles si uno no quiere arruinarse. Endeudarse para gastar, tal como hacen muchas familias y entidades privadas y públicas en España, incluido el Estado, es arriesgado, ya que el gasto no productivo agranda el agujero deudor con las comisiones e intereses que acarrea. El dinero resulta siempre caro…

TRAMPOSOS

El tramposo es para la RAE “embustero, petardista, mal pagador”. Dejando de lado lo de embustero, aunque vendría de perlas para referirnos a que en España se ha hecho de la mentira un recurso fácil para medrar o vadear atolladeros, las otras dos calificaciones tienen mucho que ver con el dinero. En mis lejanos tiempos de niño, habitante rural de la nueva España naciente, el tramposo era sobre todo el que, para ir malviviendo o malmuriendo, se servía del dinero de parientes y amigos; el que, en definitiva, tenía deudas. El calificado como tal era un apestoso social, un inútil, un hombre sin salero para ganarse la vida. En sí misma, la deuda es un mecanismo polivalente de la ingeniería financiera en cuanto instrumento para la supervivencia o el desarrollo de los pueblos y los individuos. Pero es una herramienta peligrosa que debe manejarse con destreza, pues obliga a equilibrios difíciles si uno no quiere arruinarse. Endeudarse para gastar, tal como hacen muchas familias y entidades privadas y públicas en España, incluido el Estado, es arriesgado, ya que el gasto no productivo agranda el agujero deudor con las comisiones e intereses que acarrea. El dinero resulta siempre caro. Deudas he conocido cuyo pago las ha más que triplicado en relativamente poco tiempo. En cambio, endeudarse para invertir, salvo que se haga en negocios arriesgados o especulativos en pos de rentabilidades abultadas, es un gran acierto si lo invertido produce lo suficiente para amortizar la deuda, saldar 114    

  sus gastos, cubrir los costos de producción y generar beneficios. En resumen: es malo endeudarse para vivir mejor, pero es bueno hacerlo para prosperar. Si, con este elemental bagaje en las alforjas, dirigimos una mirada limpia a la España de nuestros días, uno, simple ciudadano sufridor y lego en economía aunque no idiota, tiene la impresión de que la astronómica cifra de la deuda pública española, desde la del más pequeño ayuntamiento a la del Estado, se debe en gran medida a un gasto corriente incontrolado, planificado por quienes piensan mucho más en sus intereses individuales y partidistas que en los del pueblo. Parece, pues, que España se endeuda no para invertir y prosperar, sino para ir tirando mientras algunos se van enriqueciendo a su costa o despilfarran para pegarse la vidorra a que creen tener derecho por su alta función política. En el pequeño pueblo de mi niñez no había cosa más degradante y fea que un hombre dejara, al morir, deudas a sus hijos. Tal sujeto había sido un tramposo, un hombre sin provecho. Teniendo arraigado en el subconsciente esa forma de ver las cosas y de valorar las conductas, me produce náuseas saber que el volumen de nuestra deuda pública actual es tan elevado que, no contentos con haber sangrado ya a nuestros hijos, los españoles actuales nos estamos comiendo también el sudor de nuestros nietos. ¡Qué vergüenza! Viviendo opulentamente, por encima de nuestras posibilidades, no solo le hacemos la vida imposible a nuestros hijos, sino que se la hipotecamos a nuestros nietos, incluso mucho antes de haber nacido. Algunos se envalentonan en sus teorías afirmando que todavía disponemos de margen para endeudarnos más como nación, como autonomía o como municipio. Sin duda que lo habrá, pues, no doliéndonos prendas sangrar a nuestros hijos e hipotecar a nuestros nietos, somos muy capaces de legar pufos también a nuestros biznietos. No me ruboriza utilizar el verbo “sangrar”, porque el pago de cualquier deuda se hace siempre con sangre, sudor y lágrimas. Si nosotros, desconsiderados y despilfarradores, no estamos dispuestos a sangrarnos a nosotros mismos para pagar las deudas de nuestras insensatas opulencias, alguien tendrá que hacerlo, porque es bien sabido que las deudas se pagan antes o después, y que, de no pagarlas los deudores, las pagarán sus herederos. Me he parado a echar cuentas tal como lo haría un alumno de primaria para prorratear la creciente deuda pública española, que dicen que supera ya los seiscientos mil millones de euros, entre cuarenta y cinco millones de españoles. Una simple división de deuda por habitantes nos arroja la friolera de que, incluidos los recién nacidos, cada español debemos groso modo por solo ese concepto unos quince mil euros. Así, una familia de cuatro miembros debe media hipoteca de un piso. 115    

  Por ello, para tener alguna consistencia nacional y credibilidad internacional, se nos impone el esfuerzo y el sacrificio de sacudirnos de encima lo antes posible tan insensata carga si queremos evitar que un día nos embarguen la nación, ahora que los embargos están tan de moda. Todos debemos arrimar el hombro, aunque cada uno debería hacerlo solo según sus fuerzas. No podremos contar con cuantos son incapaces de afrontar sus propias deudas, abocados como están a llevar una vida de rigor ascético y a necesitar en muchos casos el apoyo de instituciones solidarias para mantenerse en pie. De ahí que quienes tienen medios sobrados tendrán que redoblar sus esfuerzos para saldar la hipoteca nacional. En España hay un considerable número de ricos, muchos de ellos enriquecidos lícita o ilícitamente a expensas del Estado, para quienes hacer frente a tan disparatada deuda será, además de un acto de justicia reparadora, un juego reconfortante a poco que salgan de su propio corsé y sientan sobre su cara la refrescante brisa de la españolidad. España tiene dinero sobrado para pagar todas sus trampas. Confiemos en que el orgullo patrio rompa caparazones que podrían convertirse en ataúdes y que la furia española, cultivada con tanto brío en el deporte, asombre a las naciones de nuestro entorno para que nadie ose siquiera llamarnos tramposos. Con lo que hoy pagamos de interés por nuestra falta de cabeza podría llegarse al pleno empleo y hacer de España un vergel. Para lograrlo, además de un gran esfuerzo colectivo solidario, necesitamos políticos que, en vez de agrandar el problema con su desorbitado gasto y holganza, alumbren la solución de la austeridad necesaria y, convenciéndonos con hechos de que todos debemos arrimar el hombro, proclamen la verdad contable de primaria de que es insensato consumir por encima de las disponibilidades. Me niego a contemplar mi España como cueva de ladrones o rio revuelto para que oportunistas listillos pesquen a placer sin que se les caiga la cara de vergüenza al sangrar, cual sanguijuelas insaciables, a hijos, nietos y biznietos, dejándoles trampas por toda herencia. Me resisto a aceptar y ni siquiera a pensar que mi España sea un país de tramposos.

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  De profundis 23 (Publicado el 06-05-2011)

Pienso que la única manera correcta y eficaz de manifestar el hastío que produce la conducta de los políticos, cuando se los valora como casta social parasitaria que se atrinchera tras privilegios escandalosos, es la de acudir a las urnas y cumplir con la obligación ciudadana de votar depositando en ellas una papeleta en blanco, inmaculada, no manchada de siglas contaminadas por intereses individuales o gremiales.

VOTOS INMACULADOS

Este título no se refiere a los votos solemnes de pobreza, castidad y obediencia de los religiosos, sino a las papeletas que pronto meteremos en las urnas. La vorágine electoral le confiere al voto relevancia social de primer orden y trascendencia para plasmar el futuro colectivo. Hoy hablaré del voto en blanco, sin siglas que emborronen una papeleta cuya blancura es paradójicamente signo de desencanto. Para guarecerme del chaparrón que sigue, confesaré que siempre que me ha sido posible he ido a votar, aunque me viniera a desmano o me incomodara la política del momento. No soy presa fácil de la indiferencia que se refugia cómodamente en la abstención. Más aún, nunca he metido en las urnas papeletas inmaculadas, sino manchadas con siglas, por más que en mi foro interno no votara una lista, sino a algún candidato de ella. ¿Por qué un ciudadano vota, en última instancia, a un partido y no a otro? Digamos antes que el ciudadano, votando, vive la ficción de disfrutar de gran libertad, como si fuera dueño o protagonista de su propio destino y del de la sociedad en que vive. ¡Vana ilusión! La libertad que confiere el hecho de votar es endeble y sirve de muy poco. Dicho esto, es fácil constatar, en primer lugar, que muchos votan siempre, llueva, granice o truene, a los suyos. Curiosa apropiación que polariza la mente y los sentimientos de muchos electores, que se entregan a ella en cuerpo y alma por la sola razón

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  de simpatizar o de identificarse con una ideología o forma de concebir la vida, aunque se trate de simple ilusión o ensoñación. En segundo lugar, otros muchos saben que, al votar, se juegan las habichuelas, porque de que ganen unos u otros dependerán no solo los garbanzos del menú diario, sino también el futuro de holganza y el buen vivir que anhelan. “Por el pan baila el can”, dice el pueblo sabio. Son votos cautivos que valoran la política como pesebre. Hay otros, bien intencionados y crédulos, que ejercen su derecho al voto fiándose de los eslóganes y los programas electorales que los partidos pregonan durante las campañas electorales. Se fían de las proclamas y propagandas expuestas en pancartas de bienestar paralizante, capaces de producir ensoñaciones e ilusiones. Cuentos de hadas, si no vulgares mentiras. Finalmente, los más reflexivos y críticos votan en función de cómo valoren la política de los gobernantes o la eficacia y contundencia con que los oponentes han denunciado sus desmanes. Al votar a unos o a otros, nunca tendrán la seguridad de acertar, pues los primeros pueden empeorar lo que han venido haciendo de forma aceptable, a pesar de su propósito de enmendar errores, y los segundos tal vez no sean capaces de llevar a efecto lo que se proponen cambiar o mejorar, pues de oponerse a ejecutar hay mucho caminar. Si por un lado es difícil rectificar, por el otro media un abismo entre predicar y dar trigo. Los políticos saben que, además de contar con un buen número de fieles, los anclados a unas siglas de por vida y los que los seguirán donde vayan mientras siga habiendo pienso en el pesebre, hay otros muchos que sopesan su voto y pueden inclinarse hacia un lado o hacia otro. Por ello, se lanzan desaforados a hacer promesas demagogas en las campañas electorales con el único propósito de atraerlos a su causa. En general, en unas elecciones es tan legítimo abstenerse como votar en blanco o hacerlo por alguno de los partidos contendientes. Pero, en particular, a mí no me gusta la abstención porque es cajón de sastre en el que los apáticos, los perezosos, los indiferentes y los que no pueden votar por circunstancias imprevisibles se mezclan con los oportunistas que pretenden apropiarse del cajón entero propugnando que los ciudadanos no acudan a las urnas. Pienso que la única manera correcta y eficaz de manifestar el hastío que produce la conducta de los políticos, cuando se los valora como casta social parasitaria que se atrinchera tras privilegios escandalosos, es la de acudir a las urnas y cumplir con la obligación ciudadana de votar depositando en ellas una papeleta en blanco, inmaculada, no manchada de siglas contaminadas por intereses individuales o gremiales. 118    

  No me cabe la menor duda de que a todo político le duele que un ciudadano vote a un partido que no sea el suyo, aunque debe de contrariarle bastante más, e incluso hacerle temblar, que se abstenga. Pero lo que más debe de molestarle, si de pulsar la hondura de su frustración se trata, es que vote en blanco, pues quien así procede, haciendo uso de sus derechos cívicos, manifiesta explícitamente su disconformidad no con un partido, sino con toda la clase política, pues el voto en blanco la descalifica y la juzga incapaz de desempeñar dignamente la sagrada misión de gobernar el pueblo. El voto en blanco es una bofetada en el rostro de cada uno de los políticos que concurren a las elecciones. Mi puñadito de lectores se equivocaría si pensase que trato de canalizar el descontento social y el desencanto político de muchos ciudadanos aconsejándoles que voten en blanco, como si esa fuera mi propia opción. Ya he confesado que nunca me he abstenido ni votado en blanco. Todavía no sé por quién me inclinaré esta vez, pero seguro que votaré a alguien, aunque no considere mío ningún partido ni me arrime a ningún pesebre. Llegado el momento, me decantaré por algún político que me parezca austero y trabajador, que no busque protagonismo ni vaya tras el dinero. Siempre los hay. Eso sí, después de votar, lamentaré que mi voto sea cheque en blanco para su partido, pero me consolaré soñando que he cumplido un importante deber ciudadano. Al sufrido lector que haya sido capaz de tragar este rollo le aliviaré con una peculiar anécdota. En las últimas elecciones generales reté a mis compañeros de estudios de los años cincuenta a adivinar a quién votaría yo. Ofrecí como premio una cesta de productos de perfumería, valorada en 150€. Se pronunciaron 15 de 30 posibles. Como ninguno acertó, decidí rifar la cesta prometida entre cuantos se habían pronunciado más el que hizo de notario de la cosa. En estas elecciones volveré a manchar mi voto con las siglas de algún candidato que me parezca honesto, austero y trabajador. Quien se sienta defraudado por los políticos, de no convencerle mi propuesta, debería optar por el voto inmaculado.

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  De profundis 24 (Publicado el 13.05.2011)

Paseándose por allí (Palestina) con los ojos abiertos, uno tiene la decepcionante impresión de que Israel presiona y humilla al pueblo palestino para que, postrado y aburrido, se marche y le deje libre el territorio. Claro que, frente a tan siniestras intenciones, el pueblo palestino se arma de paciencia, su única estrategia a través de la historia, y se defiende a dentelladas y a golpe de natalidad. La brutalidad de Israel lleva a algunos palestinos a pensar que, si no logran expulsar ahora a los judíos de Palestina, lo harán algún día aunque tengan que esperar siglos.

PUEBLO MÁRTIR

De siempre he tenido simpatía al pueblo judío. En general, por su condición de pueblo elegido, raíz de la cultura en que he crecido como occidental cristiano. En particular, porque me conmueve el sacrificio impío de millones de judíos durante el Holocausto. A ello cabe añadir la admiración que en mí despiertan los hombres trabajadores, los que ganan el pan con el sudor de su frente y se labran un futuro prometedor con esfuerzo, condiciones aplicables a los judíos, por huraños que sean sus comportamientos de pueblo segregado y usureras, sus prácticas comerciales. En resumen, el pueblo judío está en mis raíces culturales, si no en mis genes de serrano salmantino, que puede que también, y es un pueblo trabajador y una de las mayores víctimas de la historia violenta de la humanidad. Nada hará cambiar esta simpatía básica, ni siquiera la siguiente exposición de la dura situación a que Israel somete al pueblo palestino, a cuya celebración del “Día del Desastre” (Nakba, 15 de mayo) me sumo con afecto. No hace falta remontarse a los tiempos del Antiguo Testamento, cuando los sufridos habitantes de Palestina servían de juguete a los caprichos del Dios iracundo del Sinaí que los utilizaba como premio de su pueblo elegido, tierra prometida con manantiales de leche y miel si cumplía la ley, o como castigo, azote y destierro, si no lo hacía. Huelga adentrase aquí en tan épico teatro sangrante.

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  Sobra con lo que ocurre hoy. Cuando se creó el estado de Israel, mediado el siglo XX, se planificó tan mal y tan precipitadamente que se convirtió al pueblo palestino en una víctima cuyos dolorosos estigmas aún supuran. Palestinos hay que, despojados de cuanto tenían y fichados como potenciales terroristas, ni siquiera han podido retornar a su tierra madre después de tantos años de exilio forzoso. Mi estancia de unos meses en Jordania y mi reciente paseo turístico por Jerusalén me han permitido adentrarme en la vida de muchos, conocer sus padecimientos y sentimientos e incluso sufrir en mi carne el desprecio y la repulsa de que ellos son objeto a diario. El esquema social básico en que se fundamentan las fuerzas dominantes de la zona, groso modo, es el siguiente: en lo tocante a derechos y deberes, aquellos son de Israel, que para eso fue el pueblo del holocausto nazi y domina la zona, y estos, de los palestinos, pueblo de potenciales terroristas empeñado en arrojar a Israel al mar, razón por la que conviene atarlo corto, enclaustrarlo o incluso encadenarlo. Por lo visto y lo vivido, pienso que una paz definitiva en la región podría conseguirse en días o semanas si Israel quisiera. Bastaría obrar conforme a la justicia básica que todos invocamos como rectora de nuestros actos. Que el pueblo palestino sea generoso, como lo son todos los pobres de la Tierra, facilitaría que la paz, siempre tan problemática, avanzara a pasos agigantados. Pero sin justicia, el círculo se cierra y el territorio se bordea de muros infranqueables. Como sería relativamente fácil partir el territorio en dos naciones, la justicia exigiría únicamente que se indemnice como es debido a los palestinos por el despojo sufrido. De hacerse así, pronto las armas se convertirían en arados y ambos pueblos, el judío y el palestino, condenados a entenderse, alcanzarían una paz que ni siquiera tuvieron en los tiempos en que el Yahvé judío campeaba por sus fueros. La endogamia y el enroque social, propios de etnias que tienen a gala mantenerse puras y se enorgullecen de ser escogidas, son un obstáculo para que los israelíes comprendan que todos los hombres somos iguales en derechos y obligaciones y que lo humano prima sobre lo judío. Viviendo tan próximos e incluso mezclados, la praxis de matrimonios mixtos entre judíos y palestinos, radicalmente excluida, habría facilitado mucho el acercamiento étnico y la integración social, tal como ocurre con el resto de pueblos del mundo. Paseándose por allí con los ojos abiertos, uno tiene la decepcionante impresión de que Israel presiona y humilla al pueblo palestino para que, postrado y aburrido, se marche y le deje libre el territorio. Claro que, frente a tan siniestras intenciones, el pueblo palestino se arma de paciencia, su única estrategia a través de la historia, y se defiende a dentelladas y a golpe de natalidad. La brutalidad de Israel lleva a algunos palestinos a 121    

  pensar que, si no logran expulsar ahora a los judíos de Palestina, lo harán algún día aunque tengan que esperar siglos. Mis impresiones se fundamentan, sobre todo, en los tres días que paseé por Jerusalén, cual cabra salvaje echada al monte, recorriendo, cámara en mano, murallas y callejuelas. Al igual que había hecho en la mezquita de Damasco, recé con devoción en el Muro de las Lamentaciones, uniéndome íntimamente en ambos lugares a los millones de judíos y musulmanes que allí oran con sinceridad. Por necesidades perentorias, hablé con muchos viandantes. Me sorprendía la gran amabilidad de los hierosolimitanos hasta que, cerca de la Puerta de Damasco, me dirigí a un judío ortodoxo por ser la persona que tenía más próxima. Sin mirarme, mi deseado interlocutor me hizo un desplante con la mano, dándome a entender que no hablaba inglés. Tal vez fue un hecho puntual, excepcional, pero lo cierto es que, viendo tan distantes a los que eran como él, no me atreví a dirigirme de nuevo a ninguno de ellos. ¡Es una lástima que dos seres humanos no puedan saludarse y hablarse en plena calle! Si a esto añado que, volviendo de Belén, un guardia de control obligó a capricho al taxi donde viajaba a seguir una ruta peligrosa, conocida como la de la muerte, dando un rodeo de más de una hora por las depresiones del Mar Muerto, será fácil comprender que, a tenor de mi propia experiencia, el pueblo de Israel no resulte ni cómodo ni agradable para convivir. Sin embargo, los funcionarios israelíes fueron muy amables cuando cruzamos la frontera jordana en VIP. Nada me gustaría más que el pueblo judío real, el que hoy habita en Israel, fuera el mismo que yo he llevado siempre en mi mente, si no en mi propia sangre, el mismo pueblo que fue sacrificado tan cruelmente por los nazis y que, por ello, se hizo acreedor al amor y a la compasión de todos los demás pueblos. Si así fuera, el actual pueblo palestino dejaría de ser mártir y la paz brotaría lozana en un territorio maldito en el que sus habitantes han venido anteponiendo tantos egoísmos a la condición humana. Es todo un despropósito de secuelas terribles que la víctima se convierta en verdugo.

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  De profundis 25 (Publicado el 25.05.2011)

Bien miradas las cosas, el juicio final es metáfora del devenir humano, enfoque original de la historia del hombre, marco repujado para encuadrar la vida de cada individuo. Si desde las coordenadas hegelianas de tesis-antítesis-síntesis nos remontamos a las estructuras judías del ojo por ojo o a la superación que de ellas hace el cristianismo con sus obras de misericordia evangélicas, aunque este último retorne teológicamente al sacrificio cruento de la muerte del Justo para la redención universal, puede que no encontremos mejor atalaya para contemplar la cultura y la civilización humanas que la de tamizarlas a través del juicio implacable que para cada individuo es su vida y para toda la humanidad, su historia.

JUEZ INSOBORNABLE

Aparentemente, la vida premia muchas veces con largueza a los malos y castiga con rigor a los buenos. Quién más, quién menos, conoce situaciones de acusados contrastes, de injusticias que claman al cielo. Y, sin embargo, la vida es indefectiblemente justa. Más aún, es juez insobornable hasta el punto de hacer de la historia el único juicio final en el que cabe pensar sin perder la razón. La credulidad cómoda y el arte oportunista sitúan el final de los tiempos en el escenario de un terrible juicio final con multitudes de bienaventurados en la gloria y de réprobos en el banquillo de los condenados. El juicio final es inspiración de lunáticos enardecidos, pábulo de predicadores apocalípticos y justificación de tiranos crueles, todos los cuales, agarrándose a que ese día llegará cual ladrón furtivo, lanzan sus soflamas y arengas para doblegar a sus audiencias. Día de la venganza divina… o de la suya. Cosa, en fin, de chiflados iluminados o de aprovechados. Bien miradas las cosas, el juicio final es metáfora del devenir humano, enfoque original de la historia del hombre, marco repujado para encuadrar la vida de cada individuo. Si desde las coordenadas hegelianas de tesis123    

  antítesis-síntesis nos remontamos a las estructuras judías del ojo por ojo o a la superación que de ellas hace el cristianismo con sus obras de misericordia evangélicas, aunque este último retorne teológicamente al sacrificio cruento de la muerte del Justo para la redención universal, puede que no encontremos mejor atalaya para contemplar la cultura y la civilización humanas que la de tamizarlas a través del juicio implacable que para cada individuo es su vida y para toda la humanidad, su historia. Visto así, el elemento esencial de este juicio final permanente es el sufrimiento que todo hombre y la humanidad en su conjunto padecen, sea por su mero desarrollo vital en un hogar en permanente construcción (Lorca, por ejemplo), sea como resultado de la conducta humana depredadora (Libia, Irak). Al sufrimiento inherente al hecho de vivir (según un adagio inglés sufrimos para tener dientes, para conservarlos y para perderlos) hay que añadir el que la conducta de unos hombres causa a otros: malos tratos, despojos, humillaciones, agresiones, guerras. No es de extrañar que hombres sensatos, conscientes de tan ajetreado devenir, cuando oyen hablar de un espantoso juicio final en el que incluso las más simples miserias de cada individuo serán aventadas para escarnio público, se rebelen contra la imagen de un Dios miserable que, encima, les amenaza con tormentos eternos habiendo sido tan vapuleados por la vida. Un Dios tal no tendría categoría alguna y hasta le vendría grande la dignidad humana. ¿Quién, en su sano juicio, puede pensar siquiera en un tormento eterno? De tener que hacerlo, yo preferiría renunciar a mi condición humana y pegarme un tiro. Aunque hemos oído decir mil veces que la vida es injusta y se pueda aducir un buen ramillete de testimonios para probarlo, basta cambiar de perspectiva para apelar incluso a ella como contrapeso de las condenas injustas de los tribunales y de la sociedad. “No la hagas y no la temas” es un sabio adagio popular, pues quien la hace, antes o después, la paga. Nadie se va de este mundo de rositas, sin pagar la factura de sus fechorías. El sufrimiento, lejos de ser un castigo, es inherente al hecho de vivir, factor de equilibrio físico y mental, circunstancia que nos sitúa en nuestras propias coordenadas. Vivimos imputados en el juicio universal permanente que es la vida entera de cada cual. Pero se trata de un juicio benévolo, pues la única sentencia final posible es el reposo eterno que los creyentes llaman paraíso. El resplandor de esta perspectiva me impide incluso admitir la posibilidad, blandida por tantos pensadores serios, de que el hombre, al morir, se dé de bruces con la nada y, menos aún, se encuentre con una condena eterna. Por un lado, una condena eterna haría sumamente injusta la vida y, por otro, nadie hay capaz de darle cuerpo a la nada o de ponerle cara debido a que no hay tránsito posible entre el ser y ella. La nada es solo un concepto dialéctico que nos aporta contraste.

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  Por crueles que sean los crímenes del hombre, lo cierto es que, cuando llega su final, la sentencia del vivir ya ha sido cumplida. Dios no podría ser tal si las cosas fueran de otra manera, es decir, si al ser humano, después de haber cargado a lo largo de su mísera existencia con una pesada cruz, le cupiera la posibilidad siquiera de una cruz aún mayor, la de un cruel castigo eterno, o la que podría ser incluso peor, la de dejar de existir. A mi puñadito de lectores me atrevo a aconsejarles que, cuando alguien les asegure que al final de la vida les espera un Dios implacable, con un hacha en una mano para asestarles un golpe cruel y con cerillas en la otra para prender la pira en que arderán eternamente si no hacen lo que les dice, se rían de él por excéntrico y, sobre todo, pongan a buen recaudo sus haberes, pues es seguro que pretende despojarlos, cuando menos, de la libertad de encauzar su vida. Es un hecho incontrovertible que nuestro obrar nos alegra y nos dignifica si es bueno y nos entristece y envilece de no serlo. El dilema irresoluble de que los justos sufren y padecen persecución mientras los malvados triunfan y se vanaglorian de sus mezquindades deja de serlo al valorar la vida como balanza de equilibrio. Aunque no lo percibamos, el gozo siempre se deposita en el platillo de lo bueno y la desdicha, en su contrario. Al final, afortunadamente, los desequilibrios desaparecerán y el tribunal supremo de la vida nos absolverá graciosamente a todos. Es la convicción propia de los hombres justos, en cuya mente se identifican vida y paraíso. En cambio, a los injustos no les queda más remedio que atravesar en vida un infierno real. La historia es tribunal insobornable que premia u obliga a reparar daños. Pasar por la vida como inquilinos de paraíso o como pasto de llamas infernales depende solo de nuestros comportamientos. El avaro, el violento y el pendenciero deberían saber que no se irán de este mundo sin haber pagado un alto tributo por sus fechorías. Pónganse como se pongan, por mucho que lo disimulen, la vida les obligará a vomitar cuanto han engullido en mal estado. Por su parte, los justos saben que en su sosiego interior no harán mella ni las privaciones ni las desgracias y que el paraíso en que ya viven no hará más que agrandarse cuando les toque adentrarse en la eternidad. Hay muertes agrias y muertes dulces. Tal es el equilibrio que impone la vida.

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  De profundis 26 (Publicado el 27.05.2011)

Llevo muchos años instalado en un pensamiento crítico, razón por la que también llevo muchos años “indignado”, sea por las injusticias y los atropellos diarios que soportamos, sea por las imbecilidades y las estupideces de que nos alimentamos. Más en concreto, me disgusta el proceder de la Iglesia Católica de la que formo parte y me incomoda la sociedad en que vivo. Ambas distan mucho, a mi modesto entender, de la cordura y del sentido común de que deberían hacer gala en sus manifestaciones y actuaciones. No puedo detenerme a formular quejas concretas, pues llenaría con ellas el espacio de que aquí dispongo. Pero dejo constancia de que el ambiente en que vivo me indigna, me desasosiega y me hastía.

SANTA INDIGNACIÓN

Cuando escribo esto, el viernes día 20 de mayo, la Puerta del Sol es una olla a presión, en ebullición controlada, en la que se cuecen diversos ingredientes. En el ambiente se palpa el miedo a que el guiso resulte indigesto, si bien son muchos los que esperan darse un atracón. Ignoro la deriva que la cosa habrá tomado cuando esta reflexión sea publicada el viernes, día 27, una vez transcurridas las elecciones municipales y autonómicas. No importa, pues la reflexión seguirá siendo válida ese día y los venideros. Llevo muchos años instalado en un pensamiento crítico, razón por la que también llevo muchos años “indignado”, sea por las injusticias y los atropellos diarios que soportamos, sea por las imbecilidades y las estupideces de que nos alimentamos. Más en concreto, me disgusta el proceder de la Iglesia Católica de la que formo parte y me incomoda la sociedad en que vivo. Ambas distan mucho, a mi modesto entender, de la cordura y del sentido común de que deberían hacer gala en sus manifestaciones y actuaciones. No puedo detenerme a formular quejas concretas, pues llenaría con ellas el espacio de que aquí dispongo. Pero dejo 126    

  constancia de que el ambiente en que vivo me indigna, me desasosiega y me hastía. La primorosa sociedad de bienestar y holganza que nos hemos montado, hoy tan en el aire, es inviable para muchos jóvenes. Así lo demuestra lo que está ocurriendo en Madrid y en otras ciudades. Grupos de jóvenes, al conjuro de una democracia real ya o del sueño de un mundo mejor, aunque sea utópico, se apiñan a pesar de sus dispares ajuares intelectuales y vitales. Necesitan tacto, calma y madurez. Su juventud, pura fertilidad, deberá alumbrar un hombre nuevo y delinear una sociedad en la que sea posible transitar como seres humanos. Ardua tarea. No lo podrán hacer solos. En el frontispicio de su utopía han de grabar a fuego el servicio al pueblo de cuantos tienen por cometido profesional la sociedad: políticos, educadores, sanitarios, garantes del orden social, comunicadores, financieros y empresarios. Una sociedad que se precie, que es por la que hoy miles de jóvenes aguantan horas y días a la intemperie, estrujando sus caletres para delinear caminos nuevos y aunar voluntades desperdigadas, no puede ser río revuelto para que oportunistas y aprovechados pesquen a manos llenas beneficios políticos o económicos. Cual campo abierto, la sociedad debe permitir jugar sin trampas y ganarse decentemente la vida. El futuro debe ser no un horizonte de terror, sino un verdadero reto. La sociedad de bienestar debe agrandarse, pero no podrá hacerlo a cuenta del sacrificio de solo unos pocos. Caerá herida de muerte si se convierte en nido o refugio de aprovechados, incapaces de levantar el vuelo o de mirar a su alrededor. El km cero de la Puerta del Sol puede ser punto de partida de una nueva andadura. El 15-M, en mitad de la efervescencia floral de mayo y de una primavera que la sangre altera, es metáfora preñada de esperanzas. Frente a iniciativa tan vibrante y prometedora, me escuece haberme instalado cómodamente durante más de cuarenta años en una indignación cómoda e inoperante. Pero, atención, porque podemos estar ante un movimiento bifronte que lo mismo puede llevarnos al abismo que a la utopía. Su destino será el abismo si se queda en ensimismamiento o en mera justificación especulativa, tal como ha ocurrido con mi indignación y la de tantos otros que ahora utilizan los aplausos como catarsis; si deriva en desobediencia e insumisión a las leyes que rigen nuestra endeble democracia; si degenera en desorden social o desencadena violencia, por muy descartadas que tales derivas estén afortunadamente al día de hoy; si se deja manipular, es decir, si se politiza y cae en alguna de las muchas redes que se están echando a este mar proceloso, tan sensible a los vaivenes de la lid electoral. Pasotismo, agresividad y servilismo deberían ser señales de prohibido el paso.

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  Para que su destino sea la utopía, esta indignación juvenil tiene que ser “santa”, es decir, limpia, emprendedora, regeneradora. La indignación santa en el orden moral acorrala el pecado y repara sus nefastas secuelas; en el orden social, remueve conciencias, rectifica actitudes y empuja a la acción. Al calificar de santo un sentimiento de repulsa, lo redimensionamos convirtiéndolo en motor revolucionado para poner remedio a los males que lo provocan. El orden religioso está permanentemente necesitado de una revolución que convierta los pecados capitales en obras de misericordia. La sociedad, en la que está inserto el orden religioso como una de las fuerzas que más la cuestionan, la retan y la indignan, es nido de las clamorosas injusticias que llevan a gritar en la Puerta del Sol. No importa que los jóvenes allí reunidos se tomen la cosa como una fiesta o expongan razones variopintas, algunas deliciosamente descabelladas o primorosamente infantiles. No serían suyas si no fueran así. Lo importante es que no se puede tolerar que la sociedad española ahogue a los jóvenes y los convierta en una generación perdida de “ninis”. Vivimos en una sociedad enferma, necesitada de un diagnóstico urgente. Como sus principales víctimas, parece que los jóvenes están en ello. Seguro que su diagnóstico, aunque sea emitido con titubeos y esté plagado de excentricidades y errores, valdrá al menos para encaminar a los políticos a la hora de aplicar el oportuno tratamiento y animar a los ciudadanos a la de afrontar los enormes sacrificios que tienen que hacer. Si no se dejan amilanar, si no derivan hacia la violencia y, sobre todo, si no escuchan los cantos de sirena de tantos políticos oportunistas que quieren aprovecharse de ellos, los jóvenes que hoy están reunidos en la Puerta del Sol y cuantos los secundan en el resto de España están iniciando en el kilómetro cero de la geografía española la andadura regenerativa que muchos otros españoles venimos postulando, resignados, desde hace muchísimo tiempo Desde mi pequeña atalaya les invito a que santifiquen su indignación y no cejen en sus razonables demandas hasta que esta sociedad cambie, les acomode y les abra horizontes. De no dejarse manipular, peligro siempre acechante, meterán en cintura a cuantos, proclamando que sirven a la sociedad, se están sirviendo de ella. Solo así sus propuestas, aunque sean utópicas, servirán para algo. Brindo por ello.

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  De profundis 27 (Publicado el 03.06.2011)

Estos jóvenes tienen en común con los revolucionarios parisinos el ímpetu juvenil y una crítica lúcida a la sociedad, si bien el primor de sus eslóganes palidece frente a aquella primavera que pretendía elevar la imaginación al poder. Difieren en fiereza y contundencia, pues, mientras allí se colapsaba Francia y temblaban los cimientos de la sociedad europea, aquí sus reivindicaciones políticas y sociales vienen de lejos. ¿Simple parto de los montes? Tiempo al tiempo.

REMINISCENCIAS REVOLUCIONARIAS

Releyendo mi artículo, el publicado hoy, 27 de mayo, cuando escribo este, y habida cuenta de que se va desinflando el movimiento madrileño del 15-M hasta lanzar un SOS de supervivencia y cuajar el revuelo en un manifiesto de propuestas mínimas, me vienen a la mente los turbulentos días del lejano mayo del 68 que viví en París. Estos jóvenes tienen en común con los revolucionarios parisinos el ímpetu juvenil y una crítica lúcida a la sociedad, si bien el primor de sus eslóganes palidece frente a aquella primavera que pretendía elevar la imaginación al poder. Difieren en fiereza y contundencia, pues, mientras allí se colapsaba Francia y temblaban los cimientos de la sociedad europea, aquí sus reivindicaciones políticas y sociales vienen de lejos. ¿Simple parto de los montes? Tiempo al tiempo. A juzgar por la trayectoria posterior, tampoco los jóvenes franceses consiguieron mucho más, salvo alguna ligera mejora social y la seria advertencia de que aquella acomodada sociedad se cimentaba sobre arena. Francia pagó por ello un alto precio al estar paralizada durante todo el mes de mayo y, tras la huelga general, al necesitar todo el mes de junio para volver a la normalidad. Estudiando por aquel entonces en París, mis objetivos eran otros: mientras abría horizontes a mi propia maduración humana y me ocupaba voluntariamente de grupos de emigrantes españoles en el Distrito XVIII de 129    

  París y en Saint Mandé Tourelle (en París había más de doscientos mil españoles), ampliaba mi formación teológica en la Universidad Católica. De aquel tiempo convulso me queda el recuerdo de ver todas las tardes una buena película en la televisión gala y de viajar la segunda quincena del mes de mayo en autocares particulares de libre acceso, el único transporte ya entonces disponible. Cada viajero depositaba en una cestilla, al lado del conductor, un donativo a voluntad. De no tener suelto, el mismo interesado tomaba el cambio estimado de su billete. Al final, ya no quedaba ni eso siquiera, pues se agotó el combustible para todo uso público y privado, salvo para los coches de la policía y las ambulancias. Hacia finales de mayo se celebró en los Campos Elíseos y la plaza de la Concordia una multitudinaria manifestación antigubernamental. En ella participó un numeroso grupo de españoles, muy aplaudido, al que los rotativos franceses dedicaron grandes titulares al día siguiente. Me impresionó ver ese mismo día en la televisión al gigante De Gaulle derrotado, titubeante y hasta perdido. Lo de gigante no se refiere a su corpulencia, sino a la enjundia y a la profundidad de su verbo. Escuchar a De Gaulle era una delicia por la sonoridad de una lengua francesa vibrante y profunda y por la fluidez de un vocabulario rico, sugerente y creativo. De Gaulle era, así me lo parecía, un excelente orador. Fue entonces cuando se produjo su famosa fuga de París. Se dijo que había ido a su pueblo, Colombey-les-deux-Églises, pero todo el mundo sospechó que había gato encerrado en un viaje en avión que, a tenor de la información, necesitaría doce horas largas para recorrer apenas unos cientos de kilómetros. Seguro que, de camino, su avión había hecho escala en algún misterioso destino. Después, se comentó abiertamente que se había entrevistado con las tropas francesas asentadas en Alemania. De vuelta en París, en la televisión francesa se pudo ver al día siguiente de nuevo al De Gaulle de siempre: aplomado, seguro, dominador de la situación, dueño del destino de Francia, disponiendo y dictaminando, y recreándose en su oratoria. Una gigantesca manifestación a su favor recorrió después los Campos Elíseos para apoyarlo. La revolución del mayo francés había terminado. El periódico humorístico Le Canard Enchaîné se mofaba de los franceses poco después, en una de las crónicas más corrosivas que yo haya leído, al afirmar que De Gaulle les había regalado dos sonajeros y que ellos, cual bebés histéricos o enloquecidos, se habían puesto a tocarlos desenfrenadamente en momentos tan serios y de tanta trascendencia histórica. ¿Qué sonajeros? En primer lugar, en el discurso de marras tras su misterioso viaje, De Gaulle anunció la convocatoria de elecciones municipales. El tono y el contenido de los medios de comunicación cambiaron como por arte de magia. Los intereses que se juegan en unas elecciones municipales, sobre todo a la 130    

  hora de confeccionar las listas de candidatos, atrajeron y centraron la atención de la mayoría de los franceses. Esas elecciones fueron, al decir de Le Canard Enchaîné, el primer sonajero que los franceses, embobados, no se hartaron de tocar cuando estaba en juego un cambio radical de la sociedad francesa, incluso de la europea. Por otro lado, agotado desde hacía ya muchos días el combustible, De Gaulle ordenó que se trajera de Bélgica un considerable número de cisternas de gasolina. Enseguida se vieron colas kilométricas de coches en los accesos a las gasolineras parisinas, algunos empujados materialmente por sus propios dueños, para llenar los depósitos y escapar del infierno envolvente. París se quedó prácticamente desierto durante el fin de semana. La gente, harta de enfrentamientos y de humo, estresada, perdida y enclaustrada, prefería respirar y desfogarse en el campo. Al decir del periódico humorista, la mayoría de los franceses vendió su primogenitura revolucionaria por un plato de lentejas y se dedicó a tocar también este sonajero como si le fuera la vida en ello. Hoy, 27 de mayo cuando escribo este artículo, creo, en consonancia con cuantos siguen todavía acampados en la Puerta del Sol, que “otro mundo es imprescindible”, que “no nos falta dinero, (sino que) nos sobran ladrones”, que “lo esencial se está haciendo visible” y manifiesto que, si “ayer estaba indignado, hoy estoy ilusionado”. Son eslóganes suyos sugerentes y estimulantes. Frente a la brutal represión que ha tenido lugar esta misma mañana en la Plaza de Cataluña, algunos han mostrado sus armas blandiendo manos blancas y rosas al sol. Es la suya una revolución primorosa y lozana que no debe agostarse sin fructificar. Después de esto, continúen o no acampados, ya no nos cabe mirar para otro lado, ni apoltronarnos o retornar a nuestras dulces rutinas, salvo que también nosotros prefiramos tocar sonajeros. Esperemos que el empuje limpio de esta juventud haga germinar sus propuestas idealistas y sus bellos sueños. Quiero creer que en la Puerta del Sol, en la Plaza de Cataluña, en tantos otros lugares y hasta en la plaza del ayuntamiento de Mieres, que tengo delante, lo único que estos jóvenes hacen es labrar esforzadamente un terreno árido para sembrar en él cordura y sentido común, a fin de que la sociedad humana sea viable. Cuando, antes o después, retornen a sus hogares, les quedará la satisfacción de haber sembrado una fecunda semilla, portadora de sueños e ilusiones. ¡Ojalá fructifique algún día!

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  De profundis, 28 (Publicado el 10.06.2011)

Mil pesetas en un bolsillo o en otro es la gran cuestión, la clave de la que depende que mantengamos en pie la sociedad de bienestar en la que tan a gusto nos encontrarnos. Solo la sociedad que da al César lo que es del César es seria y tiene futuro. No me cansaré de repetir que el dinero público, el de todos, es el dinero más sagrado de todos los dineros porque es la base de la solidaridad que fundamenta toda sociedad que se precie. De no imitar pronto al protagonista de la anécdota, mal vamos y peor acabaremos.

MIL PESETAS

El eslogan “no nos falta dinero, nos sobran ladrones”, exhibido en la Puerta del Sol por los acampados del movimiento reivindicativo 15-M, me trae a la mente una anécdota de cuando la peseta era la estrella del cotarro económico y los billetes verdes, los más famosos en tantos años de penuria, habían perdido su hegemonía y poderío a favor de los de dos mil y cinco mil pesetas. Una mañana, al ir a abrir mi tienda, vi que a la puerta me esperaba un paisano de uno de los pueblos altos del concejo de Mieres. “Empieza bien el día –me dije-, pues tengo ya un cliente esperando”. El buen hombre había madrugado para bajar temprano a la villa como si tuviera alguna urgencia. Me dio los buenos días y entró en la tienda tras de mí. En cuanto encendí las luces, me dijo lacónico, alargándome un billete de mil pesetas: “Tenga, esto es suyo”. Ante mi sorpresa, agregó: “Si, sí, es suyo. Ayer, cuando estuve comprando aquí, gasté quinientas pesetas y, al pagar, su dependienta me devolvió mil quinientas. Guardé la vuelta sin fijarme, pero, una vez en casa, me di cuenta de que yo no había pagado con un billete de dos mil, sino de mil pesetas. La dependienta se equivocó al devolverme mil quinientas en vez de quinientas. Así que, rapaz, estas mil pesetas no son mías sino suyas. Por eso hoy he bajado temprano a devolvérselas, como Dios manda”.

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  Ni que decir tiene que le agradecí su honestidad y ponderé su gesto como era debido. Comentamos entonces anécdotas y equívocos, algunos intencionados, que ocurren en los mostradores de bares y tiendas. Nos despedimos con un apretón de manos. Al salir de la tienda, a aquel buen hombre se le veía en la cara la satisfacción y el orgullo de haber hecho lo correcto. Nadie le habría reprochado nunca nada si se hubiera callado y guardado las mil pesetas. Si de este simple gesto, de escasa importancia en sí mismo, pues ni a mí me sacaban de apuros aquellas pesetas ni a él lo enriquecían de haberse quedado distraídamente con ellas, saltamos a la sociedad en que vivimos, ante nosotros se abre un gran abismo con solo que nos preguntemos cuántos ciudadanos tienen hoy los bolsillos llenos y las cuentas corrientes rebosantes con dinero que realmente no les pertenece. Obviamente, España tiene en nuestros días un serio problema de dinero no solo en lo que afecta a la economía familiar de muchos españoles que, para llegar a fin de mes, necesitan de la beneficencia, sino a la marcha general de toda la nación. El Estado, las Autonomías y muchos Ayuntamientos arrastran una deuda astronómica creciente. Nuestro mayor problema, además de los parados, es el peligro que corremos de no poder seguir endeudándonos para capear el temporal a pesar de los altos intereses que ofrecemos. El abismo al que nos hemos precipitado parece un auténtico agujero negro sideral. Nos cuesta incluso agrandarlo o ahondarlo. España necesita de forma urgente mucho dinero. ¿Tenemos ese dinero? Ciertamente sí, pero está en el lugar equivocado, en los bolsillos y las cuentas corrientes de muchos ciudadanos en vez de en las arcas de la Hacienda Pública. Y no está en ellos por error, como lo estuvieron las mil pesetas de esta historia una noche en el bolsillo del ejemplar mierense, sino por robo, dicho sin ambages ni paliativos. Hablamos del dinero sustraído al Estado con malas artes y prácticas fiscales corruptas. Dada su situación de penuria, el Estado debería ser mucho más celoso de su dinero, sobre todo del que le sustraen impunemente o despilfarran a manos llenas tantos políticos depredadores y del que no llega indebidamente a sus arcas. No me atrevo siquiera a apuntar la cifra astronómica del dinero que se defrauda al Estado. A buen seguro que son muchos miles de millones de euros, suficientes, quizá, para pagar los intereses y amortizar razonablemente la gigantesca deuda que nos ahoga e, incluso, para pulverizar el déficit que nos comprime. Cientos de miles de españoles defraudadores no se parecen en nada, ni en honestidad ni en dignidad, al paisano del pueblo de Mieres. El Estado haría bien en arbitrar los mecanismos necesarios para que, aunque sea a la fuerza, ese dinero le sea devuelto. De lograrse, resolveríamos la mayor parte de los problemas económicos que nos agobian. 133    

  Seguro que mi puñadito de lectores inteligentes conoce muchos artilugios para quedarse fácilmente con dinero del Estado. Hay mil mañas para camuflar o aminorar el IVA. No resulta demasiado difícil ocultar ingresos al hacer la declaración de la renta. Algunas empresas no dan de alta a trabajadores e, incluso, ni siquiera lo hacen ellas mismas, alimentando así una economía sumergida, cuyo volumen se cifra en un cuarto de la economía total. Si a todo ello sumamos el negocio del tráfico de estupefacientes y de la prostitución, en nuestros circuitos económicos circulan ingentes cantidades de dinero negro que en nada contribuye a las cargas comunes. Por otro lado, los presupuestos de obras públicas, otorgadas incluso en reglamentaria competencia, se inflan a conveniencia para dejar margen a que algunos se hagan ricos en cuatro días a base de comisiones y mordidas fraudulentas. Finalmente, están las opulencias de muchos políticos y sindicalistas a cuenta del Estado, que son la comidilla diaria de corrillos y tertulias, y los regalos que sobrepasan la condición de detalle de agradecimiento, cual vehículos que se resisten a retornar vacíos del viaje de ida. En resumen, en torno a la Administración revolotea un enjambre de insectos voraces, dispuestos a llenarse la endilga a la menor oportunidad. No es de extrañar que el Estado esté anémico y que necesite constantes inyecciones reconstituyentes de deuda. Si no dejamos de robar y expoliar al Estado, España no saldrá a flote. Muchos españoles, caterva de ladrones, estamos en las antípodas del madrugador mierense, tan urgido por la necesidad de devolver lo que no era suyo, y carecemos de su conciencia y de su dignidad. Pero ningún ladrón tendrá el derecho de sentirse bien y de retornar ufano a su casa hasta que salde su deuda con el Estado. Mil pesetas en un bolsillo o en otro es la gran cuestión, la clave de la que depende que mantengamos en pie la sociedad de bienestar en la que tan a gusto nos encontrarnos. Solo la sociedad que da al César lo que es del César es seria y tiene futuro. No me cansaré de repetir que el dinero público, el de todos, es el dinero más sagrado de todos los dineros porque es la base de la solidaridad que fundamenta toda sociedad que se precie. De no imitar pronto al protagonista de la anécdota, mal vamos y peor acabaremos.

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  De profundis 29 (Publicado el 17.06.2011)

De entrada, confesaré que, desde que tengo memoria crítica, el socialismo me produce empatía por su fuerza regenerativa del hombre y por su empeño en encaminarlo a la autonomía y a la libertad debidas. Sin embargo, ello tiene muy poco que ver con la base ideológica en que se inspira y con la práctica política que propugna o ejerce el socialismo real. Hace años, el ilustre dominico francés Chenu me decía que la mayor catástrofe ideológica del s. XX se había producido al dejarse arrebatar la Iglesia Católica el concepto de socialismo, teniendo por misión la predicación del evangelio cristiano

RETO AL CANDIDATO

Solo un redomado iluso podría esperar no ya que el Candidato lea este reto, sino que le llegue siquiera un débil eco. No importa. Lo escrito puede leerse siempre y, de tener alguna virtualidad, podría explotarse incluso cuando ya esté fosilizada. Mi preocupación en este momento se limita a cuajar un desafío pertinente. De entrada, confesaré que, desde que tengo memoria crítica, el socialismo me produce empatía por su fuerza regenerativa del hombre y por su empeño en encaminarlo a la autonomía y a la libertad debidas. Sin embargo, ello tiene muy poco que ver con la base ideológica en que se inspira y con la práctica política que propugna o ejerce el socialismo real. Hace años, el ilustre dominico francés Chenu me decía que la mayor catástrofe ideológica del s. XX se había producido al dejarse arrebatar la Iglesia Católica el concepto de socialismo, teniendo por misión la predicación del evangelio cristiano. Viniendo a lo que ahora interesa, el aire cultural que hoy se respira y los pronunciamientos de los ciudadanos de nuestro tiempo, sobre todo de los españoles, demuestran que, si en lo económico atravesamos una aguda 135    

  crisis, en lo ideológico no le andamos a la zaga. Parece que los pensadores de la izquierda están desorientados y, en consecuencia, que sus políticos andan perdidos al verse obligados a socavar o mermar sus postulados más sagrados e identificativos. El flamante Candidato, recién salido de una caja mágica, si quiere dominar la confusa situación reinante o aspira a que su trayectoria, presumiblemente efímera, deje alguna huella, deberá afrontar con tesón y acierto la crisis ideológica que está en la base de su misma condición. Intentaré esbozar en estas pocas líneas lo más urgente e insoslayable a mi criterio, desde una doble perspectiva. En lo que respecta a los postulados ideológicos, cimiento de su acción política futura, debería dar, a mi modesto entender, un audaz golpe de timón. La visión hegeliana de una historia que progresa por enfrentamientos dialécticos, a tenor de la dinámica de tesis-antítesis-síntesis, fundamenta una ingeniosa teoría que no ha hecho más que chocar durante los dos siglos de su vigencia con la realidad y dejar tras sí un montón de cadáveres y una completa ruina económica. La supuesta genialidad de Hegel no debe condicionar al hombre de nuestros días en la búsqueda de la realización de su propia vida individual y social. Es hora de sacudirse los viejos andrajos y desbrozar nuevos caminos Las ciencias biológicas parecen demostrar fehacientemente que el desarrollo de toda vida, también la humana, es progresivamente rectilíneo gracias a un continuado esfuerzo de adaptación al medio. La vida progresa en la medida en que se va adueñando de cuanto juega a su favor. Desde las más simples amebas hasta la vitalidad que se refleja en los más complejos programas informáticos de la inteligencia artificial, todo es producto de la adaptación de la vida al medio en que se desarrolla. Las amebas se las ingeniaron para evolucionar y los seres humanos han progresado sorprendentemente a base de un saber acumulativo que, por un lado, agranda los conocimientos y, por otro, produce asombrosas herramientas técnicas. No es la confrontación, sino la colaboración lo que hace progresar la historia. De esta simple idea se sigue todo un reto descomunal. Si el socialismo se ocupa del hombre, del ejercicio responsable de su libertad, de ampliar su autonomía y del desarrollo de la convivencia en el marco de la justicia, de sus postulados deberá desaparecer la dialéctica de los enfrentamientos y de las luchas de clase. El socialismo reducido a ideología es castración; confinado en la política, deriva a la depredación. Para sobrevivir y encontrar su camino, debe ser sabiduría. La regeneración necesaria no le vendrá de los obsoletos postulados políticos en que ha venido fundamentando su acción ni de las agotadas fuentes de su inspiración ideológica, sino de la misión irrenunciable de aliarse con el hombre para ayudarlo a caminar. 136    

  Debería tenerlo muy presente el Candidato y saber que necesita agallas para desencadenar una señora revolución como esta. Para afrontar tan descomunal reto, el Candidato deberá olvidarse de lenguajes y procedimientos frentistas, de artimañas, de demagogias, de maniobras de distracción e, incluso, de cualquier oportunismo electoral. En el recorrido de esta revolución no caben atajos ni componendas ni mentiras. En lo que respecta al hombre, el reto a afrontar tiene incluso mayor recorrido. Como ya he apuntado al referirme al ilustre profesor francés, por mal que les pese a muchos socialistas que se confiesan agnósticos o que pregonan un ateísmo radical, los postulados más puros del socialismo auténtico están esplendorosamente formulados en el evangelio cristiano. Para que mi sufrido lector, sorprendido, no se subleve o me desplante, le preciso que, al mencionar el evangelio cristiano, no me refiero a un elenco de dogmas, a un catálogo de reglas de conducta y, mucho menos, a una estructura eclesial clerical, sino a la buena nueva que valora a todo hombre como colaborador y lo considera destinatario de amor. Es más importante la acción de un voluntario de Cáritas que cobija al vagabundo, que viste al harapiento y que da de comer al hambriento que, pongamos por caso, la más hermosa encíclica salida del cerebro de un alemán. Digamos de paso que, al decantarse por Caritas in veritate, el papa se equivocó de diana, cambió la perspectiva misional y hasta confundió las prioridades teológicas. Lo correcto habría sido Veritas in caritate. El fundamento del cristianismo es la caridad. Frente a él, la verdad no es más que un flatus vocis. Hay un abismo entre que la base sea la verdad o la caridad. Volveré sobre este terma. Si antes hemos concebido el socialismo auténtico como sabiduría, del cumplimiento de este muevo reto aflora un socialismo que es caridad. Por ello, no es exagerado afirmar que el Dios cristiano, providente y benevolente con todos los seres humanos, es el ser más socialista que uno puede pensar. Si el Candidato piensa que todo esto no merece más que rechifla, lo siento de veras por él, pues demostraría que ignora lo que se trae entre manos. Pero, si acepta el reto aquí formulado, le auguro que, atrincherándose tras el auténtico socialismo, tendrá éxito a pesar de las encuestas y de las circunstancias. Para ello, necesita cambiar el rumbo del socialismo español actual y purificar su propio lenguaje, sus métodos y sus procedimientos.

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  De profundis 30 (Publicado el 24.06.2011)

… Sobran, desde luego, los deberes para casa, esclavitud que roba a los alumnos porciones importantes de su niñez, adolescencia y juventud. Sobran, sobre todo, los exámenes finales. Hemos hecho de junio un mes terrible, despiadado e improductivo. La docencia cuya acreditación se basa en exámenes finales es radicalmente injusta, ineficaz y perversa. La única acreditación justa es la certificación de que un alumno ha trabajado satisfactoriamente durante las seiscientas o mil horas de cada curso. Los exámenes de junio, martirio de alumnos, son herramienta de manipulación y tortura revanchista en manos de profesores adocenados o acomplejados.

LOCURA DE JUNIO

Junio, mes caliente de la enseñanza, cúmulo de tensiones y depresiones estudiantiles, provoca esta reflexión sobre la educación, palabra estrella en los inicios del siglo XXI. Su programación, metodología y contenidos llenan miles de páginas cada año. Pero todavía se necesita escribir mucho más para desentrañar sus entresijos, liberarla del servilismo de herramienta partidista y manejarla como clave para el desarrollo de los individuos y de la humanización de la sociedad. Muchos interrogantes cuestionan la rentabilidad de su enorme costo, la pedagogía de los sistemas utilizados y la fijación de los contenidos básicos imprescindibles para una maduración humana que requiere, por un lado, encauzar las emociones y, por otro, capacitar para el desempeño profesional de los roles sociales. Solo un loco atrevido podría sumergirse en terreno tan pantanoso en tan poco espacio. Básteme atraer aquí la atención sobre algunos principios generales. Me facultan para hacerlo mis muchos años de estudiante y algunos más de profesor. 138    

  El educador, una vez asegurada una remuneración económica suficiente que le permita vivir dignamente, debe tener siempre en cuenta su condición de trabajador dedicado a una tarea primordial de carácter público y su obligación de sacarle partido al dinero que la sociedad invierte en su trabajo. En contrapartida, tiene la enorme responsabilidad de preparar adecuadamente a sus alumnos. De no conseguirlo, tirará por la alcantarilla una ingente cantidad de dinero público y hará trizas una legítima aspiración social, amén de vivir su propia frustración profesional de operario no eficiente. Cada profesor en particular y el cuerpo de profesores en general, por cuyas manos pasa un estudiante en su devenir académico, son responsables, individual y colectivamente, tanto de su madurez humana como de su capacitación profesional. De ahí la importancia decisiva de los profesores en lo tocante a la planificación, los métodos y la selección de los contenidos esenciales de la educación. Jamás se podrá establecer un buen sistema educativo sin contar con los profesionales que han de llevarlo a la práctica. Por ello, las reformas de los métodos y contenidos educativos a que los políticos nos tienen acostumbrados, con fracasos proporcionales a sus intereses partidistas, deberían encomendarse exclusivamente a los profesionales de la enseñanza. Es un disparate descomunal politizar la enseñanza. La labor política debería limitarse a la provisión de los medios necesarios. Mientras los políticos se ocupen de planificar la educación, la sociedad, atónita y esquilmada, asistirá impotente al despilfarro de millones de euros invertidos en una tarea manipulada que arrastra tras sí un elevado fracaso escolar. Llegados a este punto, cabe preguntarse si los profesores están preparados no solo para acometer las tareas específicas que les corresponden como profesionales educadores, sino también la labor de establecer las líneas maestras de una educación que sea fructífera para los estudiantes y rentable para la sociedad. Cabe la sospecha de que la deficiente educación española se debe incluso más a las carencias y a la cortedad de miras de nuestros docentes que a los intereses partidistas de nuestros políticos. De contar con buenos profesores, es decir, con profesionales que tengan conciencia de la trascendencia de su profesión, para que la educación española mejore bastará con que los estudiantes, desde los de primaria a los de posgrado, sean conscientes de que España invierte en su formación mucho dinero, de que sus indolencias y vagancias resultan gravosas. Debe imponerse a rajatabla el criterio de que, para que la educación no resulte un fiasco y sea un despilfarro, en ella deben confluir el trabajo competente de unos y el esfuerzo continuado de otros. El profesor no llegará a ninguna parte si no impone a sus alumnos un ritmo de trabajo serio y provechoso a lo largo de todo el curso escolar. Su labor requiere disciplina y respeto en las aulas. No tiene ni pies ni cabeza que un 139    

  profesor, por ejemplo, se desespere reclamando silencio e imponiendo orden la mayor parte del tiempo que dura una clase, lo cual, además, lo enerva y desquicia. El profesor y los alumnos deben aprovechar el tiempo de clase para la formación y el aprendizaje, trabajando como hace cualquier otro operario en su empresa. El profesor vago roba al Estado; los alumnos indolentes dilapidan dinero público. No es cuestión de valorar aquí si las clases deben durar cuatro o cinco horas al día, o si los días lectivos anuales deben ser ciento cincuenta o doscientos, sino de sentar únicamente el principio de que, sean seiscientas o mil las horas lectivas anuales, han de ser todas ellas aprovechadas de forma beneficiosa para los alumnos y, a través suyo, para la sociedad. Tampoco es cuestión de entrar aquí en la médula de una educación que, para ser eficaz, ha de gestionar tanto la diversidad de alumnos como sus emociones positivas y negativas, dimensiones que caen de lleno en el plano etimológico de una palabra que significa maduración humana. Urge concretar las materias a impartir en cada etapa de la educación y elegir el mejor procedimiento para hacerlo. A mi criterio de estudiante largo y de profesor corto, lo racional es que los docentes acuerden los contenidos comunes necesarios para todos los españoles y determinen el método más provechoso para enseñarlos. En cuanto a lo primero, una mínima prudencia me impide siquiera opinar, pero me parece absurdo que sean los políticos quienes rescriban a conveniencia los contenidos de la historia y elijan los relativos a la convivencia cívica; en cuanto a lo segundo, no creo desbarrar si sugiero que, para un trabajo serio y fructífero, se establezcan tiempos mínimos de docencia magisterial a fin de abrir horizontes y emplear la mayor parte del tiempo docente en recorrerlos mediante el estudio guiado de los alumnos. Todo lo demás sobra. Sobran, desde luego, los deberes para casa, esclavitud que roba a los alumnos porciones importantes de su niñez, adolescencia y juventud. Sobran, sobre todo, los exámenes finales. Hemos hecho de junio un mes terrible, despiadado e improductivo. La docencia cuya acreditación se basa en exámenes finales es radicalmente injusta, ineficaz y perversa. La única acreditación justa es la certificación de que un alumno ha trabajado satisfactoriamente durante las seiscientas o mil horas de cada curso. Los exámenes de junio, martirio de alumnos, son herramienta de manipulación y tortura revanchista en manos de profesores adocenados o acomplejados.

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  De profundis 31 (Publicado el 01.07.2011)

…Una vez llevadas a efecto las rupturas eclesiales, justificadas por razones teológicas que hoy no se tendrían en pie, cada facción emprendió caminos de enfrentamiento para justificar su propia andadura y perfilar su entidad. Las diferencias originales, agrandándose y enquistándose, ahondaron la fractura. Mientras unos daban pábulo a la libertad autorizando desmembramientos inauditos, otros aquilataban y multiplicaban sus formulaciones dogmáticas para realzar sus peculiaridades. Los cristianos han venido caminando y viviendo durante siglos unos de espaldas a otros, enfrentados y enemistados, y han gastado sus fuerzas en crueles luchas intestinas. Era más importante acrisolar la verdad, lo cual no deja de ser pretensión inaudita, que vivir la caridad, el meollo del mensaje evangélico.

ECUMENISMO

Este extraño título sorprenderá, seguro, a la mitad de la media docena de lectores que me siguen. Hasta puede que les parezca que connota algo exótico o incluso esotérico. Pero no hay tal. Ecuménico es lo que se refiere a la tierra habitada. Al sustantivar el adjetivo, la RAE lo circunscribe a “la tendencia o movimiento que intenta la restauración de la unidad entre todas las iglesias cristianas”, concreción desde la que, en nuestros días, cabe abarcar cuantas iniciativas y proyectos se emprenden tras la deseada unidad de acción no solo de los creyentes sino de todos los hombres. Por extraño que resulte, el ecumenismo aglutina preocupaciones de miles de ciudadanos, incluso más allá del importante grupo de los cristianos. El lector inteligente no puede obviar que las cuestiones referidas a creencias son quiciales en la cultura y en la trayectoria de la humanidad, por mucho que se las quiera ignorar. Cierto que muchos las eluden o las someten a lenta maceración, pero no pueden sacudírselas del todo, pues, a la postre, 141    

  rebrotan o emergen. Por ser la historia cíclica, vendrán tiempos en que lo religioso volverá a ser puntero, si no lo es ya en nuestros días. El hombre no puede menos de cuestionarse de dónde viene y adónde va, retando a su mente y a su corazón a buscar respuestas plausibles, por arriesgadas que sean, más allá del alcance de los incuestionables límites de la ciencia y de la filosofía. La trayectoria del ecumenismo a lo largo del pasado siglo y su contenido teológico, tan denso como intrincado, ocupó tres largos años de mi currículo de posgraduado, dos de ellos en París cuando la sociedad francesa estallaba en mayo del 68, y uno más de estudios teóricos en Ginebra y de convivencias punteras en comunidades protestantes de Inglaterra. El ecumenismo nace en los primeros años del siglo XX de la inquietud que produce en la conciencia de algunos estudiosos el escándalo de la división de los cristianos, tan atomizados y enfrentados a lo largo de siglos, en contraste con el deseo explícito de unidad del fundador. La verdad es que el cristianismo ha sido desde sus orígenes no una tranquila pradera de verdes pastos y frescas aguas, sino un volcán en perenne ebullición, un mar siempre agitado. Muy al principio, constatado el retraso de la parusía y aceptada tras enconadas disputas su misión universal, se impone la necesidad de precisar la doctrina en dogmas que encorsetan y anclan conceptos fluctuantes al compás del desarrollo de la comunicación humana. Personajes bien pertrechados quedaron fuera de la comunión fraternal, anatematizados como herejes. Se produjeron ya entonces desgajamientos o rupturas escandalosas. Cuestiones de potestad y jurisdicción dieron lugar en los primeros años del segundo milenio a un gran cisma entre Oriente y Occidente, seguido de otro mayor con la eclosión en Occidente del mundo protestante en el s. XVI. Habida cuenta de cuantos estudios he realizado y de las convivencias ecuménicas vividas, en los últimos años sesenta hice valoraciones y adopté posturas avanzadas que me trajeron no pocos quebraderos de cabeza, pues ya entonces llegué a la conclusión de que las fracturas del cristianismo se habían debido principalmente a problemas de carácter jurisdiccional, relacionados con el poder y el dinero. Ahora bien, el poder religioso es el más corrosivo y el dinero sagrado, el más perverso, pues poder y dinero son dos poderosas tenazas que aprisionan el evangelio, dos fuerzas descomunales que contravienen su mensaje irrenunciable de caridad. Una vez llevadas a efecto las rupturas eclesiales, justificadas por razones teológicas que hoy no se tendrían en pie, cada facción emprendió caminos de enfrentamiento para justificar su propia andadura y perfilar su entidad. Las diferencias originales, agrandándose y enquistándose, ahondaron la fractura. Mientras unos daban pábulo a la libertad autorizando desmembramientos inauditos, otros aquilataban y multiplicaban sus formulaciones dogmáticas para realzar sus peculiaridades. 142    

  Los cristianos han venido caminando y viviendo durante siglos unos de espaldas a otros, enfrentados y enemistados, y han gastado sus fuerzas en crueles luchas intestinas. Era más importante acrisolar la verdad, lo cual no deja de ser pretensión inaudita, que vivir la caridad, el meollo del mensaje evangélico. ¿Qué ocurrió a principios del siglo pasado? Quienes se rebelaron contra el escándalo, delinearon un largo camino de comunicación, entendimiento y comprensión. Así nació el ecumenismo. Fue difícil echarse a andar un camino escarpado de largo recorrido. El convencimiento que me guio en los sesenta y que perdura todavía en mi mente me hace ver que la deseada unidad, que nunca será uniformidad, progresará en la medida en que los cristianos renuncien al poder y al dinero en aras de la caridad. Si caminan juntos, las enormes dificultades dogmáticas se irán diluyendo por sí solas, como azucarillos en el agua, y las profundas simas dogmáticas que todavía los separan se irán llenando de contenidos pragmáticos. Es la única forma posible de que todos los cristianos trabajen juntos en la viña común evangélica. La repercusión que la unidad de acción cristiana tendrá en la marcha de la humanidad no será el menor de los efectos del ecumenismo. De lograrse, aunará a los cristianos en una sola misión evangelizadora que los acercará no solo a los creyentes, sino también a todos los hombres de buena voluntad, dejándoles claro que su único Dios es indefectiblemente justo y benevolente. Los católicos, los ortodoxos, los anglicanos y las innumerables agrupaciones protestantes, unidas en la oración, en convivencias y en proyectos misionales, sabrán acercarse de tal manera a judíos, a musulmanes, a otros creyentes y a gentes de buena voluntad que los arrastrarán a una gigantesca obra de solidaridad y de humanización. ¿Ensoñación utópica? Puede que sí, pero es seguro que los humanos o caminamos por sendas de comprensión y solidaridad, es decir de ecumenismo activo, o la aventura de nuestra especie no durará mucho. No importa que la práctica religiosa esté de capa caída en España donde, además, la inquietud ecuménica ha sido apenas testimonial. La población española es profundamente religiosa, aunque sea al margen de la institución eclesial. Nuestra radical división mental de anticlericales furibundos y de integristas intolerantes no mermará ni la capacidad de nuestros corazones ni la fuerza de la solidaridad que nos caracteriza.

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  De profundis 32 (Publicado el 01.07.2011)

De persistir en ver la vida como algo positivo y la muerte como negativo, ¿por qué se valora la eutanasia como acortamiento de la vida y no como minoración de la muerte?

“MUERO PORQUE NO MUERO”

La eutanasia es tema tan peliagudo que su sola mención hace saltar las alarmas, enrojece de ira los rostros y aflora prejuicios. “Vade retro, Satana”, me dirá algún piadoso lector, por adentrarme en terreno vallado o emprender un camino vedado. Conservar la vida en su más verde materialidad es lo que dictan los cánones, las costumbres, los dogmas, los mandamientos, las ordenanzas y los principios morales al uso. Pero los prejuicios no nos dejan entrever siquiera que la muerte es lo más preciado de la vida, el acto más densamente vital. Por osado que le parezca a mi pío lector, creo que el hombre nunca será definitivamente libre hasta que conquiste la libertad de morir. Pero la libertad, de cualquier orden que sea, no puede comportar nada privativo o negativo. No podría hablarse de la libertad de morir si se valorara la muerte como final definitivo. Seguramente por ello, mi docto lector, sabiendo que la muerte priva de la vida, tiene razón para pensar que esta mañana me he levantado algo atolondrado. Sin embargo, desde la perspectiva religiosa sería blasfemo proclamar que la muerte es negativa, pues el morir es valorado como tránsito entre el tiempo y la eternidad: la vida, mala noche en mala posada, cediendo da paso, al decir teresiano, a la alta vida anhelada. Desde lo humano, la muerte corona un proceso de autonomía. La muerte es un acto densamente vital, el culmen de la vida. Cierto que el muerto ya no puede pecar ni poseer bienes, pero todo ello, más que finiquito, es plenitud que adentra en lo divino y procura el reposo merecido. La muerte es trascendental en la vida de cada individuo. En la esfera de lo religioso, porque el Dios creador impone a todo viviente que su andadura terrenal culmine con ella. En lo social, porque es cuando el individuo más 144    

  necesita a la sociedad. La muerte es místico abrazo entre Dios y su criatura, elevada a la plenitud de ser; culmen del ciclo vital y momento del homenaje social. Paradójicamente, la civilización occidental siente la muerte como abisal sensación de soledad, como tragedia de efectos irreversibles, cuando para el cristiano debería ser el gozo de saber que Dios sale al encuentro y colma todos los anhelos, y para el no creyente, al menos, el fin de todo sufrimiento. Me sorprendió gratamente el gesto de un gran teólogo, cuando, para celebrar la muerte de un ser muy querido suyo, me invitó a brindar con un excelente vino, de calidad equiparable a la dignidad del fenecido y a la emotividad y al sentido del acto. Los occidentales somos demasiado materialistas y egoístas en todo lo que concierne a la muerte: pánico, llanto, luto, depresión, desesperación, resignación. El derecho de todo hombre a morir dignamente nos lleva, en última instancia, a la eutanasia, a la muerte indolora. Pero también al suicidio asistido y al suicidio sin más razonable, ajeno a lo macabro. Entre el suicidio y la eutanasia no hay diferencia ni jurídica ni moral. El día en que la sociedad apruebe el derecho del hombre a tener una muerte digna con el apoyo debido de la sociedad, ese mismo día se aprobará también el derecho inalienable que todo hombre tiene a disponer de su vida, el derecho de suicidarse, que no es otro que el derecho que el hombre tiene paradójicamente a vivir y a culminar su vida. Y, si la eutanasia es muerte indolora por la ayuda farmacológica de la ciencia, el suicida tiene igualmente el derecho a esa misma ayuda para que su muerte sea también digna e indolora. Llegados a este punto, le ruego a mi sufrido fiel lector que no se rasgue todavía las vestiduras y tenga algo de paciencia. Si el desahucio por una enfermedad irreversible y los grandes padecimientos que ella conlleva justifican la eutanasia como “compasión”, los motivos que impelen a un suicida pueden ser incluso más graves y dolorosos que los de un enfermo terminal. Ambas situaciones son dignas de compasión, razón por la que ambas tienen derecho a la ayuda social que les pueda prestar. La compasión, que ampara toda la vida, incluida la muerte, es quicio del funcionamiento social. De persistir en ver la vida como algo positivo y la muerte como negativo, ¿por qué se valora la eutanasia como acortamiento de la vida y no como minoración de la muerte? En el lecho del desahuciado y en la mente del desesperado lo que impera es la muerte. Hasta decimos del desahuciado que es un “moribundo”. La compasión entre los seres humanos es el factor determinante tanto a la hora de hablar del derecho a la vida como del derecho a morir dignamente. Si la sociedad sirve para algo, ciertamente ha de ser para llevar una vida digna, lo cual sería imposible de no garantizar también la posibilidad de programar una muerte tolerable. No importa que muchos clamen al cielo y que, de poder, me arrojaran al fuego, cual atrevido Prometeo que pretende robar a Dios uno de sus más 145    

  determinantes y esplendorosos tesoros, el de disponer a capricho de la vida de los mortales. No importa que los códigos de conducta, contraviniendo su razón de ser, no reconozcan la libertad de elegir el modo de morir. Lo que importa es que el sentido común está de mi lado. Si la vida se me ha dado como un talento que debo explotar, mi libertad me otorga la facultad de poner fin a mi responsabilidad, llegado el momento. Nadie puede arrebatarme el derecho de suicidarme si esa es mi opción, ni el de pedirle a mi médico que me ayude a morir si no puedo o no sé hacerlo más que salvajemente. Si estoy irreversiblemente desahuciado o si, aunque sea joven con un largo futuro por delante, la desesperación me arrastra a la muerte, mi médico y la sociedad deben acudir en mi ayuda. Su obligación de velar por mi vida incluye el acto trascendente de ayudarme a culminarla. Ambos, médico y sociedad, contravienen su esencial misión si no me dejan más alternativa que la de, lanzándome de la cama, arrancar los cables y los tubos que me atan artificialmente a la vida, o la de descuartizarme en las vías de un tren, destriparme contra una acera, descerrajarme un tiro en la sien o colgarme de un árbol. Llegados mis últimos momentos, serían inhumanos si me tuvieran revolcándome inútilmente en el dolor, maldiciendo la vida y a quien la inventó, o no me dejaran más opción para morir que una autoagresión cruel. De estar a mi lado en tan trascendental trance, seguro que su acompañamiento podría incluso despejar los negros nubarrones de mi mente, sacarme del túnel en que me hallo y hasta abrirme un nuevo camino para desechar la propensión suicida. Se equivoca mi sabio lector si en lo dicho ve algo más que un apunte para despejar fantasmas y allanar caminos o si me contrataca con posibles abusos que nunca deben ser permitidos.

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  De profundis 33 (Publicado el15.07.2011)

Sin duda, la mayoría de esos jóvenes llegarán a Madrid con el ánimo abierto para escuchar, con la mejor voluntad de colaborar, con el corazón henchido de amor y con el deseo juvenil de que el mundo sea diferente cuando regresen a sus casas. No lo dudo. No serían jóvenes si no fuera así. Pero, lamentablemente, a su regreso el mundo seguirá siendo el mismo; los políticos seguirán mintiendo y forrándose a cuenta del servicio que dicen prestar al pueblo; la Iglesia Católica, ilusamente rejuvenecida, seguirá atrincherada en sus anacrónicas torres de marfil dogmáticas y jerárquicas; millones de seres humanos, indignados, seguirán teniendo hambre; el odio seguirá poniendo cerco al amor; la codicia de unos seguirá llevando a otros a la indigencia; las supuestas consignas cristianas seguirán narcotizando las conciencias de quienes, considerándose elegidos, no renunciarán ni a su status ni a sus privilegios. Hace falta mucho más que reunirse en Madrid para cambiar el mundo, para que el hambriento coma, para que el harapiento vista, para que el triste halle consuelo.

JUVENTUDES, ¡A MADRID!

Madrid, ¿tierra prometida del errático s. XXI? No lo imagino después de haber huido de allí hace años, cuando me tocaba culebrear por sus calles con un Seat 127 tras el pan nuestro de cada día. Me sorprende que hoy Madrid atraiga a los jóvenes cual panal de miel a las moscas, pues, además de los indignados y los pro-vida, acampados en el kilómetro cero como punto simbólico de una nueva andadura, hacia allí se encaminan, como si se hubieran citado previamente, otros indignados de provincias y los enardecidos altavoces mundiales del evangelio, aquellos, a pie y estos, corriendo o volando.

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  El anagrama JMJ, siglas de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, recorre el mundo a impulsos de un impresionante aparato propagandístico. Puede que tales siglas sean hoy tan conocidas como las más sagradas del cristianismo, IHS e INRI. Lejos de mí cuestionar siquiera la buena voluntad y los gigantescos esfuerzos de cuantos obispos, curas y laicos se han propuesto atraer la atención de la juventud mundial para que viaje a España y se concentre masivamente en Madrid. La estrella rutilante del encuentro, con más brillo que cualquier afamado cantante de rock, y su líder indiscutible, mucho más que cualquier otro político actual, será, curiosamente, un octogenario, erigido en maestro universal de la fe y de los valores humanos. Juventud y cristianismo. Juventud efímera, cristianismo perenne. Juventud abierta y sedienta, cristianismo hermético y saturado. Acusados contrastes, difíciles de armonizar. Puede que la juventud, ávida de sensaciones y experiencias, seducida por la perspectiva de descubrir sendas que hagan dulce y divertido su caminar, se estanque en lo meramente folclórico del evento. Puede que los organizadores, necesitados de un baño de masas para justificar su estatus y sentir operativa su misión, se harten demagógicamente de poder y, lejos de someterse ellos mismos a la catarsis que imponen la espontánea fogosidad y el incontenible ardor de la juventud, se consuelen y se recreen en el espectáculo, como si se tratara de una auténtica parusía. Miles de jóvenes voluntarios están empleando millones de horas de trabajo para organizar el encuentro y darle resonancia mundial. Miles de dirigentes religiosos han puesto en su desarrollo toda la fuerza de su convicción religiosa. Después de tanto trabajo, a uno le cabe la razonable duda de que todo ello redunde, siquiera, en misión evangelizadora, de que el encuentro sea realmente eclesial. En sus estructuras y entresijos se camuflan atractivos turísticos y lúdicos. Puede que en muchos jóvenes prime su consustancial ansia de aventura y diversión sobre cualquier otro objetivo, aunque se trate del prioritario de vivir y proclamar el evangelio cristiano con la fuerza y contundencia que caracteriza a la juventud, forzosamente inmadura y acrítica. El proyectado encuentro de cientos de miles de jóvenes en Madrid culminará un largo proceso de relaciones. En lo positivo, no cabe duda de que la concentración en Madrid de jóvenes, venidos de todo el mundo, comporta un gran valor por lo que implica de abrazos culturales, de vivencias compartidas y de ardores evangélicos, pues, aunque todos profesen los mismos contenidos doctrinales de su fe cristiana, la viven de formas muy diferentes. Si los jóvenes se escuchan unos a otros y ponen en común sus experiencias, seguro que retornarán a sus lugares de origen enriquecidos y enardecidos por la fuerza que brota de cada uno de ellos. En lo negativo, puede cuestionarse si el fruto estará en consonancia con el 148    

  titánico esfuerzo realizado. Es posible que haya mucho más ruido que nueces, por más que muchos agiten las nueces a conveniencia. Si los jóvenes, crédulos y confiados, se limitan a seguir las consignas y a participar con el esplendor de sus rostros en los actos multitudinarios, podrán contar maravillas sobre lo acontecido, pero, a la postre, no habrá sido más que una correría de tantas, un turisteo barato, una bagatela para el devenir humano, una simpática anécdota para el recuerdo. Sin duda, la mayoría de esos jóvenes llegarán a Madrid con el ánimo abierto para escuchar, con la mejor voluntad de colaborar, con el corazón henchido de amor y con el deseo juvenil de que el mundo sea diferente cuando regresen a sus casas. No lo dudo. No serían jóvenes si no fuera así. Pero, lamentablemente, a su regreso el mundo seguirá siendo el mismo; los políticos seguirán mintiendo y forrándose a cuenta del servicio que dicen prestar al pueblo; la Iglesia católica, ilusamente rejuvenecida, seguirá atrincherada en sus anacrónicas torres de marfil dogmáticas y jerárquicas; millones de seres humanos, indignados, seguirán teniendo hambre; el odio seguirá poniendo cerco al amor; la codicia de unos seguirá llevando a otros a la indigencia; las supuestas consignas cristianas seguirán narcotizando las conciencias de quienes, considerándose elegidos, no renunciarán ni a su status ni a sus privilegios. Hace falta mucho más que reunirse en Madrid para cambiar el mundo, para que el hambriento coma, para que el harapiento vista, para que el triste halle consuelo. Lo dicho vale también para los acampados, pro-vida o indignados, y para los que, bajo las consignas del 15-M, están marchando a Madrid. Se trata de los mismos jóvenes, pues todos ellos se enfrentan a la bazofia de sociedad que reciben como herencia. Nada conseguirán si unos se limitan a vociferar vítores al Papa mientras otros gritan consignas contra el aborto y el capitalismo. La vida incuestionable, a pesar de su precariedad; el capitalismo, a pesar de sus férreos postulados de búsqueda de rentabilidades fáciles, y el Papa, a pesar de su obsesión por que la verdad brille por encima de todas las cosas, son figuras que hay que retocar en pro del esplendor de la justicia y de la eficacia imparable del amor. Mucho me temo que tantos jóvenes, abarrotando durante julio y agosto las calles de Madrid, sean solo un bullicio turístico, una juerga juvenil y, en última instancia, despilfarro de bienes de una sociedad empobrecida. Si retornan a sus casas con la mente despejada y dispuestos a doblar el espinazo, podrán cambiar el rumbo de la sociedad. De lo contrario, el verano madrileño de 2011 no habrá sido más que una divertida “mascletá” valenciana de fuegos artificiales.

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  De profundis, 34 Publicado el 22.07.2011)

Si bien cabe la posibilidad de pensar que, a partir del momento en que un hombre se jubila, pasa a la reserva, al desván de los recuerdos y a la fase en que, mereciéndose vegetar, nada cuenta ya en definitiva para la sociedad, lo cierto es que, en muchos casos, con la jubilación llega la época de mayor esplendor y fecundidad, de mejor servicio, de más solidaridad y hasta de más creación. Lo de población pasiva es, amén de injusto, todo un sarcasmo.

LA SENECTUD

El próximo martes, día 26 de julio, se celebra el entrañable “día de los abuelos”, denominación que redimensiona el rol de los mayores y les reconoce la gran responsabilidad social que ejercen. Sin embargo, no siempre el anciano recibe de la sociedad el trato a que se ha hecho acreedor ni se tienen en cuenta sus muchas cualidades operativas. Tras recordar que De senectute, de Cicerón, es "la única obra latina exclusivamente consagrada a los ancianos", el historiador francés Georges Minois afirma: "puede parecer extraño que la civilización romana, tan severa con los ancianos, haya producido esta extraordinaria apología de la vejez, única por muchos conceptos. Por el lugar que ocupa en la literatura, por la calidad de su estilo y su argumentación, la obra representa un hito esencial en la historia de los ancianos". Se trata de un canto al vigor, a la dignidad y a la veneración de los ancianos. El diccionario español está lleno de sustantivos y adjetivos para referirse a una tercera edad que, en nuestros días, ocupa sobradamente el último tercio de vida. Muchos son despectivos, pues realzan achaques y carencias: anciano, abuelo, vejestorio, matusalén, decrépito, veterano, senil, achacoso, longevo, vetusto, centenario, añoso, arcaico, anticuado, pretérito, antiguo, rancio, fósil, trasnochado, antediluviano, arqueológico, gastado, estropeado, deslucido, ajado, destartalado, etc.

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  Pero, si nos atenemos a que la RAE define la senectud como el “período de la vida humana que sigue a la madurez”, la perspectiva cambia por completo, pues, una vez que ha madurado, el ser humano puede dar los mejores frutos de su saber y de su experiencia en cualquier ámbito en el que actúe. Si bien cabe la posibilidad de pensar que, a partir del momento en que un hombre se jubila, pasa a la reserva, al desván de los recuerdos y a la fase en que, mereciéndose vegetar, nada cuenta ya en definitiva para la sociedad, lo cierto es que, en muchos casos, con la jubilación llega la época de mayor esplendor y fecundidad, de mejor servicio, de más solidaridad y hasta de más creación. Lo de población pasiva es, amén de injusto, todo un sarcasmo. Cierto que la ley de dependencia se ve desbordada, sobre todo, por personas de edad avanzada que van perdiendo facultades de forma paulatina o acelerada. Cierto que la longevidad que afortunadamente se alcanza en nuestro tiempo está llenando el mundo occidental de geriátricos y residencias como reservorios donde muchos esperan, más o menos digna y resignadamente, la muerte. Pero no es menos cierto que muchos de los viejos, de los que han entrado en la senectud, denominación que connota una cierta aureola de sabiduría pragmática, comienzan entonces a ejercer funciones altamente rentables para una sociedad en la que siguen ocupando meritoriamente un lugar eminente. Así, no es difícil ver a muchos viejos ejerciendo grandes responsabilidades sociales, produciendo creaciones literarias y artísticas asombrosas, echando una mano laboral y, sobre todo, económica a sus hijos y a sus nietos u ocupándose de mil tareas de generosidad humanitaria, incluso más allá del ámbito familiar, en la consecución de los objetivos de innumerables ONG. Pero dejemos de lado la dimensión meramente funcional de los viejos y los beneficios económicos de sus trabajos y haberes y fijémonos en lo humano. Si en nuestra cultura pervive todavía algún valor, ellos deben ocupar las hornacinas sociales del reconocimiento y de la veneración. Su andadura humana, por muchos baches en que hayan caído y por muchos errores que hayan cometido, es un pozo de sabiduría para nuestra propia andadura. Que nuestra época supere en muchos aspectos la suya es, en gran medida, mérito exclusivo suyo. Los avances científicos y técnicos a nada conducen si no son acumulativos, es decir, si no son asumidos por las siguientes generaciones e incorporados al acervo común. Cierto que los logros científicos tienen un gran valor en cuanto a la rentabilidad que se les saca, pero no es menos cierto que su mayor valor es haberlos conseguido. Un joven de hoy puede presumir de vivir en una sociedad muy avanzada y hasta considerar obsoleto el pasado reciente. Sin embargo, frente a él, su padre, perteneciente a esa sociedad obsoleta y superada, podrá presumir de ser autor del avance del que disfruta su hijo. Los méritos de las 151    

  generaciones actuales no se medirán por lo que tienen, sino por lo que sean capaces de legar a las generaciones venideras. El mundo está en continua evolución y la vida humana en incesante construcción. A cada generación le toca su afán. Cuando las fuerzas disminuyen y los cuerpos se encorvan, es un despropósito empeñarse en contar con la fuerza de músculos flácidos y cargar pesados fardos sobre espaldas dobladas, razón por la que la jubilación, expresión de la más básica y sabia solidaridad generacional, es una disposición social acertada. El viejo tiene derecho a vivir sin tener que ganarse el pan con el sudor de su frente. Él ya ha aportado su caudal al río general de la vida y ahora, con pleno derecho y justicia, debe dejarse llevar. Pero no es un parásito, ni siquiera en los momentos de mayor postración, porque, mientras vive, sigue siendo un miembro activo de la sociedad. El anciano es reflejo de la vida, manantial de sabidurías, almacén de sentimientos y, en última instancia, objeto de mimos y agradecimientos. En muchos foros he proclamado que el enfermo de alzhéimer en la última fase, cuando ya está postrado en la cama y, siendo peso muerto, se comporta como un vegetal, conserva, al menos, rescoldos de una cierta percepción sensorial que le sigue haciendo acreedor, por su historia y su presente, al amor y a la ternura de los suyos. Por su parte, el cuidador que en tal circunstancia lo mima y lo ama, por más que sea consiente de que su gesto no conduce a nada y de que hasta puede que se pierda en los laberintos de la conciencia extraviada del paciente, sabe que está realizando un acto denso de humanidad al proclamar el valor supremo de una vida que, sin dejar de ser humana, se agota poco a poco. Si todos los humanos entendiéramos esto, jamás volveríamos a ver en los ojos de nuestros viejos los estragos del abandono. La forma que tiene una sociedad de tratar a sus viejos refleja muy a las claras su condición. Viejos muy queridos y bien cuidados son espejo de familias y sociedades equilibradas.

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  De profundis 35 (Publicado el 29.07.2011)

… por lo general, los seres humanos nos comportamos (con la Tierra) como insaciables depredadores. La búsqueda de fáciles y rápidos rendimientos y el gozo precipitado de muchas de sus riquezas y bellezas nos llevan a actuar no solo como seres carentes de inteligencia y del más mínimo sentido de previsión, sino también como alimañas que devoran mucho más de lo que necesitan y destrozan cuanto no pueden devorar. Los humanos semejamos una plaga de voraces insectos que invade todos los rincones de la Tierra.

LA GRAN MADRE

De ser este título un galicismo, apuntaría a la importancia familiar, social y cultural que tienen las entrañables yayas, dignas sin duda de reconocimientos y homenajes emotivos. El tema de los abuelos es muy interesante, tal como he tratado de poner de relieve el viernes pasado. Pero hoy no toca ahondar en él, pues el título de este artículo tiene solo sentido metafórico: apunta a la que llamamos habitualmente nuestra gran madre, la Tierra, madre de todos los vivientes. Aunque jamás sepamos cómo y dónde ha surgido la vida, si bien nos movemos ya en los aledaños de su misterio, saber que de la Tierra recibimos cuanto somos y que a ella se lo devolveremos cuando llegue nuestra hora es razón suficiente para tratarla con consideración y mimo. Sin embargo, por más que, personalizándola en nuestro análisis, ella se comporte generosamente con nosotros al darnos el ser y cuanto necesitamos para vivir, y aunque recree nuestra vista con sus infinitas bellezas, somos muchos los humanos que la tratamos como basurero. Si la Tierra pudiera hablar, seguro que a muchos de sus habitantes nos pondría a caldo, y, de tener alguna autoridad, nos obligaría a reparar los estragos que le causamos.

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  No es este el lugar ni el momento para pararse a describir la cantidad de barbaridades que cometemos con una Tierra con la que, por lo general, los seres humanos nos comportamos como insaciables depredadores. La búsqueda de fáciles y rápidos rendimientos y el gozo precipitado de muchas de sus riquezas y bellezas nos llevan a actuar no solo como seres carentes de inteligencia y del más mínimo sentido de previsión, sino también como alimañas que devoran mucho más de lo que necesitan y destrozan cuanto no pueden devorar. Los humanos semejamos una plaga de voraces insectos que invade todos los rincones de la Tierra. El principio del comportamiento moral del hombre, el que le exige ordenar su conducta de tal manera que sus actos favorezcan la vida, parece que ha sido desterrado de la conciencia humana. Si matar a una persona contraviene directa y frontalmente dicho principio, obstaculizar y puede que hasta hacer imposible la vida de los seres humanos venideros por la degradación irreparable de la Tierra es su negación radical. Entre cuantos crímenes horrendos pueden cometer hoy los individuos y las sociedades, la degradación del medio ambiente es el mayor de todos. El Consejo de Seguridad de la ONU acaba de reconocer que el cambio climático es uno de los desafíos claves a los que se enfrenta ahora la comunidad internacional y cuyo impacto sobre la paz y la seguridad es ya tangible. Son muchos los ciudadanos que piensan que la contaminación es tema que incumbe únicamente a las grandes naciones por sus descomunales industrias químicas, siderúrgicas y mineras, o, en última instancia, a empresas que solo buscan fáciles rentabilidades. Ciertamente, el equilibrio deseado de los presupuestos desorbitados de las grandes naciones y las rentabilidades abultadas que persiguen las grandes empresas las llevan a cometer abusos y tropelías con un medio ambiente frágil. La conciencia popular de que ese comportamiento desencadena un serio problema mundial está forzando a las naciones a pactar convenios para reducir gradualmente la contaminación sin causar hecatombes presupuestarias o crisis irreversibles. Parece que la humanidad ha emprendido afortunadamente, aunque haya sido a la fuerza, el camino de vuelta en temas de contaminación y de calentamiento. Vivir contamina. En todo momento, incluso cuando dormimos, consumimos energías que resultan, a la postre, contaminantes. Ahora bien, entre la contaminación que produce la vida en sí, perfectamente asumible y controlable, y la que producimos los humanos de economías desarrolladas, convirtiendo el planeta en un basurero, hay una distancia considerable. Al hombre civilizado se le imponen tareas improrrogables para que su propia vida perdure sobre la tierra. En el ámbito mundial, hay que propugnar ante los Estados y las empresas que es mucho más importante la vida que los presupuestos y las rentabilidades. Sin vida, de nada sirve el dinero. Los Estados deben ajustar austeramente sus presupuestos y las 154    

  empresas moderar sus beneficios. En el ámbito personal, cada ser humano debe comportarse de tal manera que su caminar diario no deje una estela de tóxicos que envenenen las aguas y emponzoñen la atmósfera. Son las opulencias de los ricos las que van dejando esa estela, pues las carencias de los pobres, mimetizados con la tierra, apenas dejan residuos en el agua ni lanzan gases a la atmósfera. De cómo se comporte menos de la mitad de la humanidad, la más favorecida y, por tanto, la que más contamina, dependerá no solo la calidad de vida de las generaciones venideras, sino también la supervivencia de nuestra especie. Por mucho que protejamos el derecho de propiedad de bienes y haberes con escrituras y registros, lo cual no deja de ser un gran avance de las sociedades civilizadas, nunca podremos abrogarnos la titularidad absoluta de un bien, pues toda propiedad está condicionada por la duración de la vida propia y por el derecho a vivir de otros seres humanos, coetáneos o descendientes. Afortunadamente, políticos y empresarios se van concienciando lentamente sobre la urgencia de preservar incontaminado el medio ambiente y de valorar la Tierra más como habitáculo frágil que como fuente ilimitada de materias primas. Pero, a menos que los ciudadanos los interpelemos sin descanso, no darán pasos más allá de lo estrictamente necesario, pues obrar racionalmente les crea problemas incómodos y recorta los intereses y los beneficios a que aspiran. Siendo conscientes de nuestro propio derecho a la vida y de que no podemos legar a nuestros descendientes un basurero, no debemos cejar en el empeño de pedir insistentemente responsabilidades a los políticos, cuyo horizonte se achica a las conveniencias partidistas del momento, y a los empresarios, cuyo propósito es ver florecer su cuenta de resultados. El concepto “madre” entraña relaciones de respeto, protección, afecto y mimo. Llamar a la Tierra nuestra gran madre significa que somos conscientes de que de ella recibimos absolutamente cuanto somos; de que venimos de su polvo; de que, mientras vivimos, de ella nos alimentamos y en ella nos refugiamos como en un confortable hogar, y de que, finalmente, cuando llegue nuestra ahora, a ella retornaremos como a un cálido seno.

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  De profundis 36 (Publicado el 05.08.2011)

Ser más que los demás, al menos más que algunos, es un potente acicate que empuja a muchos hombres a realizar grandes esfuerzos, incluso proezas, en los distintos campos de la actividad humana. Las ambiciones, sin embargo, son buenas cuando conducen a dar lo mejor de sí mismo en beneficio de la sociedad. Pero, cuando con ellas se persigue el propio encumbramiento, nos estrangulan o nos sacan del contexto propio de una vida razonable.

PRIVILEGIADOS

De la condición humana es abrirse hueco, construirse un nido exclusivo en el seno de una sociedad que es, por lo general, gregaria y pastueña. Ser uno de tantos, insignificante y sin brillo, tiene connotaciones de postración y maldición. De ahí que, cuando a un conocido se le pregunta dónde trabaja o a qué se dedica, trate de subrayar la importancia de su empresa y, describiendo su trabajo como el desempeño de una función destacada, se considere encargado, director o jefe de algo. Importa no ser un honrado trabajador, sino serlo de forma prominente. En este contexto, cabe explicarse el enorme esfuerzo que solemos hacer para sobresalir de algún modo tanto en el ámbito empresarial como social. Cueste lo que cueste, importa sentirse privilegiado o selecto, portador de una aureola que acredite la propia valía y libere del adocenamiento general, cual miembros irredentos de la informe masa de hombres anodinos. Ser más que los demás, al menos más que algunos, es un potente acicate que empuja a muchos hombres a realizar grandes esfuerzos, incluso proezas, en los distintos campos de la actividad humana. Las ambiciones, sin embargo, son buenas cuando conducen a dar lo mejor de sí mismo en beneficio de la sociedad. Pero, cuando con ellas se persigue el propio encumbramiento, nos estrangulan o nos sacan del contexto propio de una vida razonable.

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  Los privilegios, que siempre suenan a excepción, desmontan la igualdad y desbaratan la vida normal como si de un yugo insoportable se tratara. En la sociedad de intereses egoístas y a ras de tierra en que vivimos, la igualdad es un rasero que anula o al menos reduce a mínimos la propia personalidad, despojándola de relieves y adornos. Sin embargo, la igualdad, por mucho que la minusvaloremos o despreciemos, es llave maestra para una convivencia social equilibrada. Cierto que cada uno somos únicos en las facciones del rostro, en la personalidad y en la capacidad de actuación. De ahí que seamos irrepetibles, por mucho que avance o se imponga la clonación. Así lo acreditan el ADN, las huellas dactilares, la imagen y los demás signos identificativos de la individualidad. Pero no es menos cierto que todo individuo, quiérase o no, es miembro de la sociedad, razón por la que no debería reclamar para sí derechos sobreañadidos a los que corresponden a su condición. Reclamando privilegios nos exiliamos de la patria común. Cuando desde estos enunciados teóricos nos asomamos a lo que ocurre en la sociedad española, uno se asombra de la suma facilidad con que los privilegios se instalan en todas las esferas de la vida. Privilegios son, por ejemplo, las informaciones que ayudan a que algunos se enriquezcan fraudulentamente, comprando y vendiendo en la Bolsa, sin esfuerzo personal y sin riesgo; los contratos y leyes con que algunos empresarios y políticos blindan su dedicación para garantizarse ventajas desorbitadas a la hora de percibir indemnizaciones y pensiones; los foros y disposiciones con que algunas regiones premian a sus habitantes; los trámites VIP de quienes no necesitan guardar colas ante ventanillas o de quienes resultan opacos a los radares del tráfico; los emolumentos, dietas y demás prebendas que reciben del erario público muchos políticos por ser tan sobresalientes que hasta en la forma de viajar se segregan de sus semejantes. Los españoles tenemos el prurito de ser diferentes, únicos, excepcionales e imprescindibles en los distintos ámbitos de la actividad, sobre todo si es pública. Tal prurito consagra una forma de proceder descabellada e injusta. Desgraciadamente, no todos somos iguales ante la ley. Parece que nos humilla, nos achica y hasta nos aniquila ser un donnadie, no sobresalir en algo y tener que ponernos a la cola. Ni siquiera sabemos que la persona que se atiene a su condición y procura que cualquier posible encumbramiento social se derive únicamente de sus méritos es juiciosa y sabia, pues nunca se verá obligada a bajar la cabeza haciendo reverencias. El privilegiado es deudor de cuantos le otorgan y le reconocen sus privilegios. Por mucho dinero o dignidad que acapare, al estar siempre en deuda, es paradójicamente inferior a sus acreedores. Además, la ostentación de privilegios le hace odioso y repulsivo en la medida en que burla las cargas que pesan sobre los demás. ¿Qué debe pensar y sentir un jubilado con 500 euros mensuales de pensión frente a un ex político que percibe del Estado veinte veces más? ¿Qué mérito tiene duplicar en la Bolsa en poco tiempo 157    

  una inversión sin riesgo alguno o enriquecerse comprando tierras de cultivo que pronto serán urbanizables? Los políticos, servidores del pueblo, no deben exigir privilegios por la honrosa función pública a que se dedican. ¿Los hace mejores ejecutivos vestir trajes de miles de euros, alojarse en hoteles de cinco estrellas, comer en restaurantes de muchos tenedores o viajar en clase preferente en los aviones? El juego de la Bolsa y la especulación inmobiliaria no añaden ni un ápice de valor a los bienes que entran en liza, razón por la que toda esa ganancia especulativa, resulta inmoral, más cuanto más desorbitada. No se puede ser privilegiado en ningún orden de la vida más que a costa de otros. Los privilegios de una Comunidad autonómica, pongamos por caso, lo son siempre en detrimento de las demás; los privilegios de una clase social lo son en detrimento de otra; los privilegios de un individuo lo son a costa de los demás ciudadanos. Que los ciudadanos seamos iguales en cuanto a derechos excluye los privilegios. O abolimos los privilegios o renegamos de la igualdad. En el subconsciente popular persiste aquello de tintes evangélicos de que a quien más tiene, más se le dará, y a quién menos tiene, incluso lo poco que tiene se le quitará. Desgraciadamente constatamos que, a medida que pasa el tiempo y cuanto más se habla de justicia social, los ricos se van haciendo más ricos y los pobres, más pobres. Si todos los seres humanos somos iguales en lo referente a la vida y al derecho, tan cacareada igualdad necesita para imponerse, habida cuenta de nuestra cortedad de miras y de la defensa a ultranza que cada cual hace de sus haberes, una enconada pugna de las conciencias más preclaras y honestas que destierre poco a poco los egoísmos más rampantes. En el barullo social en que vivimos, de codazos y forcejeos para abrirse espacios vitales propios, podría iniciarse el camino de la igualdad eliminando los privilegios escandalosos de algunos ciudadanos.

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  De profundis 37 (Publicado el 12.08.2011)

… en España estamos viviendo tiempos muy delicados a causa de que el dinero parece haberse esfumado por los mil agujeros abiertos en nuestras estructuras, las de la propia casa y también las de los consistorios y los parlamentos: muchas familias, arruinadas o en la miseria, sobreviven de una caridad cuya práctica se hace cada vez más difícil por la propia depauperación de los caritativos; hay ayuntamientos incapaces de saldar deudas y de ejercer sus funciones básicas; algunas autonomías caminan a la deriva, recortando aquí y allá al tuntún, porque se ahogan en sus débitos; hasta el Estado tiembla por una situación económica que lo ha colocado en los umbrales de un humillante rescate exterior.

DIRECCIÓN PROHIBIDA

La señal de tráfico de dirección prohibida advierte de un peligro inminente. Si, circulando por una ciudad, no respetamos el prohibido el paso y nos adentramos donde no debemos, corremos y hacemos correr riegos. Nos soliviantamos cada vez que, por despiste o por apuesta alocada, un vehículo accede a una autovía por alguna de sus salidas y circula en sentido contrario. Cuando lo que nos traemos entre manos entraña dificultades y peligros, las pautas de comportamiento, sean legales o de mero sentido común, nos ayudan a salir airosos. La reflexión de hoy nada tiene que ver con el tráfico de vehículos, sino con un dinero que, en toda circunstancia, es quicio del funcionamiento social. Cuando la sociedad atraviesa una aguda crisis económica, tal es el caso de la española, el dinero cobra mayor fuerza y trascendencia. La ambigüedad del “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” pierde aquí mordiente, pues el dinero, siendo del César, también lo es de Dios, razón por la que, despojado de su condición profanadora de deidad menor, se convierte en un instrumento que hay que manejar sabiamente, con precisión matemática y sentido moral.

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  Viene todo esto a cuento de que en España estamos viviendo tiempos muy delicados a causa de que el dinero parece haberse esfumado por los mil agujeros abiertos en nuestras estructuras, las de la propia casa y también las de los consistorios y los parlamentos: muchas familias, arruinadas o en la miseria, sobreviven de una caridad cuya práctica se hace cada vez más difícil por la propia depauperación de los caritativos; hay ayuntamientos incapaces de saldar deudas y de ejercer sus funciones básicas; algunas autonomías caminan a la deriva, recortando aquí y allá al tuntún, porque se ahogan en sus débitos; hasta el Estado tiembla por una situación económica que lo ha colocado en los umbrales de un humillante rescate exterior. Paralelamente, el nivel de vida de los españoles disminuye de forma acelerada y la cacareada sociedad de bienestar se resquebraja a ojos vista. Son muchos millones los españoles que se han empobrecido alarmantemente solo en el último año: han menguado sus ahorros, se han visto obligados a pagar más impuestos, se les ha recortado el suelo o han perdido incluso el trabajo, amén de que a muchos otros les han congelado las pensiones. Descorazona saber, además, que tanto sacrificio no está sirviendo para salir del agujero en que nos hemos metido ni sienta bases sólidas para un crecimiento regenerador. El dinero es hoy para los españoles un tema especialmente sensible. Su manejo, sobre todo si es público, requiere delicadeza y conciencia moral. Pues bien, mientras vivimos tan desesperada situación, parece ser que, a resultas de las últimas elecciones municipales y autonómicas, muchos de los nuevos responsables políticos lo primero que han hecho es subirse el sueldo y ampliar su propio campo de maniobras. Se ha anunciado públicamente que en Castilla la Mancha, comunidad que ha tenido un particular protagonismo por su situación económica calamitosa y por sus deudas encubiertas, amén del inmenso agujero que ha dejado la depredadora administración de su caja de ahorros, se ha procedido a un aumento sustancioso del sueldo de los nuevos responsables políticos. Su presidente, la señora Cospedal, se ha justificado diciendo que la nueva gestión ha logrado en solo un mes un ahorro de varios millones de euros adelgazando la administración de puestos de trabajo que nunca debieron crearse. El ahorro está muy bien cuando va acompañado de austeridad, razón por la que es indecoroso reducir gastos para aumentar sueldos o quitar de en medio a los indeseados para abrir cancha a los allegados. El imperativo de reajustar las administraciones y de someter el funcionamiento público a la austeridad debida nace del sentido común y de un requerimiento moral básico. Es, además, un imperativo urgente en situaciones como la que atraviesan no solo la comunidad mencionad, sino también toda la nación española.

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  Actitudes como la del presidente de esa comunidad y la de muchos nuevos alcaldes llevan a uno a preguntarse si en España no nos habremos vuelto locos. La economía española tiembla, en parte, por el excesivo gasto superfluo de muchos ayuntamientos y de algunas comunidades autónomas. A miles de funcionarios se les ha recortado el suelo, a millones de pensionistas se les han congelado las pensiones y en el erial patrio vegetan millones de parados cual desecho de la sociedad. En tal situación, aumentar el sueldo de determinados servidores públicos es una charlotada de tomo y lomo que mienta despectivamente la soga en casa del ahorcado. Lo que digo está cargado de sensatez. Del abismo en que ahora mismo nos encontramos no podrán sacarnos los políticos, los empresarios, los banqueros y, mucho menos, los sindicalistas. Los españoles somos lo que somos y tenemos lo que tenemos. Lo juicioso es contar con ello. Somos trabajadores y no somos pobres. Para echar a rodar el pesado carro, hundido en el fango, que hoy es España, debemos ponernos a empujar los 47 millones que somos, cada uno con sus fuerzas. También los políticos. No, definitivamente los políticos no pueden comportarse como lo están haciendo. Nadie les discute que tengan derecho a un salario digno por su función pública, a condición de que se lo ganen. También los demás españoles tienen ese derecho. En las actuales circunstancias, todos los españoles deberíamos metamorfosearnos en una enorme señal de “dirección prohibida” frente a cuantos se atreven a aumentar el gasto administrativo enriqueciéndose o despilfarrando. Se prohíbe el paso a esa ralea de políticos. El dinero público, tan escaso, es el más sagrado porque es también el dinero de los pobres. El político que cobra o gasta más de lo debido roba a los pobres. ¡Dirección prohibida!, señores alcaldes insolidarios y señora Cospedal. Por ahí, no, pues ese camino nos lleva al choque o al despeñadero. ¡Se prohíbe el paso! Si los populares aspiran a gobernar pronto la nación española, mal empiezan. Aumentar los salarios de los servidores públicos ofende en las actuales circunstancias a muchos millones de españoles. Quienes lo hacen demuestran no ser tales. Todos los españoles, incluidos los políticos, debemos tirar de este carro nuestro, hoy tristemente hundido en el fango.

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  De profundis 38 (Publicado el 19.08.2011)

Como frontispicio, cual tesis envolvente, diré de sopetón, para evitar malentendidos, que creo que Jesús es Dios… Pero en el mismo frontispicio debo grabar que creo también que cualquier persona con la que me cruzo en la calle, aunque sea huraña y mezquina, cruel y despiadada, socialmente peligrosa y moralmente apestosa, es Dios en la misma medida y proporción en que lo es Jesús.

JESÚS, MI SEÑOR

Seguro que mi media docena de lectores no se esperaban hoy un tema tan exótico y, a simple vista, tan melifluo, si bien ninguno de esos trajes le viene a medida. Repuestos de su sorpresa, convendrán conmigo en que es tema de importancia capital por su calado cultural, también para el hombre del siglo XXI, sobre todo para la juventud católica congregada hoy en Madrid. De ahí que al tema se le dediquen miles de libros de historia, exégesis, teología, devoción, y, más en concreto, el tirón que tiene en nuestros días por el doble volumen que ha publicado BXVI con el título de “Jesús de Nazaret”. Como frontispicio, cual tesis envolvente, diré de sopetón, para evitar malentendidos, que creo que Jesús es Dios. Tómese nota de que hablo solo de Jesús, no de “Jesucristo”, denominación esta que conlleva todo un amalgama de elementos que incluyen al judío Jesús y un conglomerado social-religioso, de denso contenido teológico, fraguado en los primeros decenios e incluso siglos del cristianismo. Pero en el mismo frontispicio debo grabar que creo también que cualquier persona con la que me cruzo en la calle, aunque sea huraña y mezquina, cruel y despiadada, socialmente peligrosa y moralmente apestosa, es Dios en la misma medida y proporción en que lo es Jesús. Sí, creo que Jesús es Dios, enteramente Dios, pero no más Dios que cualquier otro ser humano. “¡Qué barbaridad, nunca he leído una estupidez mayor!”, pensará mi intrigado y sorprendido lector. Sin embargo, con tan atrevida afirmación no sustraigo nada al Jesucristo del más fervoroso creyente, ese que se agarra 162    

  a su divinidad por engendramiento u óntica como a un clavo ardiendo y que la proclama como dogma, pues acabo de confesar que Jesús es Dios. ¿Es acaso un disparate teológico afirmar, además, que, al cruzarme en la calle con un vagabundo, me cruzo con Dios? Sin sustraerle nada al Jesús judío, le reconozco a todo ser humano la categoría que le corresponde. Lo de hijo engendrado del Padre, segunda persona de una supuesta Trinidad, no es más que puro divertimento teológico. Como los padres de la Iglesia no tenían Internet para distraerse, se divirtieron de lo lindo perfilando conceptos para un credo de verdades intocables, cuyo montaje, a la vez que aguzaba sus mentes, repartía anatemas, cual mandobles a diestro y siniestro, en vez de matar marcianos en un juego electrónico inocuo. A tenor de mi más profunda y sincera fe o de mi más depurada ensoñación, es de la condición divina no hacer acepción de pueblos, mucho menos de personas, porque, si lo hiciera, Dios sería tan huraño, ciego y mezquino como lo somos nosotros. Sentirse o considerarse elegido de Dios es una ensoñación fantasiosa del hombre. Tener favoritos no casa, pues, con la condición divina. Así que si Jesús es el hijo muy amado de Dios, también lo soy yo, a pesar de mi poquedad y de mi condición de insignificante donnadie, y lo es cualquier otro ser humano, aunque viva en estado salvaje, sea un desalmado o incluso confiese un ateísmo beligerante. Por ello, al confesar que Jesús es Dios, el Verbo encarnado o la segunda persona de la Trinidad, nada le añadimos a su condición de piadoso judío que vivió hace unos dos mil años, inmerso en una cultura concreta y que fue deudor de una forma precisa de concebir el mundo y el hombre. Mis atrevidas aseveraciones, por escandalosas que resulten, conectan a la perfección con las enseñanzas básicas de ese mismo Jesús, pues, proclamándose enviado de Dios e invocando a Dios como Padre, nos enseñó que Dios es Padre de todos y que él mismo se identifica con los demás seres humanos al reclamar la atención, el servicio y el afecto que le es debido en la persona de ellos. Pero, si Jesús es solo uno entre los miles de millones de seres humanos que han poblado la Tierra, ¿por qué me refiero a él como a “mi señor”? Lo hago porque pongo de relieve su autoridad, su maestría, su originalidad y su trascendencia a la hora de encauzar la vida de los seres humanos por la única senda humanamente transitable, la del amor. Sin hipérboles ni maximalismos y sin sustraerle de la época o del entorno en el que le tocó vivir, a pesar de los condicionantes culturales que ello conlleva, me parece que fue un excelente y genial maestro que le dio a la dimensión religiosa del hombre una profundidad y alcance originales al hacer del Dios omnipotente un padre solícito y amoroso, todo bondad y misericordia. Proclamándose o siendo proclamado Dios, Jesús logró que Dios se encarnase en el hombre, se adentrase en su vida y polarizase sus sentimientos. 163    

  No, no es cierto que si Jesús no resucitó de entre los muertos, la fe del cristiano es vana. Lo es en el desarrollo teológico paulino de creaciónpecado-encarnación-redención, pero no lo es forzosamente en el contenido de la fe que puede depositarse en la predicación de un maestro que no lleva el hombre a Dio, sino que trae a Dios al hombre. Pensar en cuerpos resucitados puede que sea decisivo para que muchos hombres crean, pero nada tiene que ver con la religiosidad verdadera, la que conecta la entidad divina con la personalidad humana. Jesús hizo de su vida un espejo para contemplar el verdadero rostro, bonancible y misericordioso, del Dios único, de quien hemos recibido cuanto somos, y en quien existimos desde siempre y lo seguiremos haciendo para siempre. De cuanto salió de la boca de Jesús o fue puesto por otros en ella es genial lo referente al encauzamiento de la conducta humana. Pero en esa predicación hay muchas cosas condicionadas por la cultura circundante que chocan con la mentalidad del hombre actual: obsesión por la observancia de una ley supuestamente divina, muchos de cuyos matices e intenciones resultan hoy obsoletos; persuasión de la pronta implantación apocalíptica de un reino de Dios visible; maridaje de un mensaje exquisitamente pacífico con una correosa violencia metafórica y física, etc. Sí, Jesús es mi señor con el señorío de su conducta y doctrina, de ser camino, verdad y pan de vida, de haber sido víctima propiciatoria. Él nos ha familiarizado con Dios y enseñado a llamarlo padre. Su mensaje es tan pulcro y rectilíneo que uno no se explica que, en su nombre, se haya sacrificado tan salvajemente a tantos seres humanos a lo largo de estos dos mil años. Puede que algunos otros seres humanos hayan alcanzado a lo largo de la historia el empaque y la relevancia de la personalidad de Jesús, pero seguro que ninguno lo ha superado o igualado en cuanto concierne a un mensaje de salvación a base de rectificar las conductas egoístas de sus seguidores.

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  De profundis 39 (Publicado el 26.08.2011)

A pesar de que la política se pregona como hermosa vocación de servicio al pueblo y de que ese ideal de servicio me ha guiado siempre, me puse instintivamente a resguardo de la forma imperante de hacer política. Pronto descubrí que en ninguna de esas dos direcciones, la religiosa y la política, tenía vocación de mártir. Servir a Dios, sí, pero no como se hace en la religión oficial; servir al pueblo, sí, pero no como se hace en la política oficial. En ese “sí, pero no” he empleado miles de horas de esfuerzo.

CABEZAS DE HIDRA

Aunque sean pocas las reflexiones que llevo aquí publicadas y aspire a tener solo un puñadito de lectores, algún amigo me ha recriminado el haber denostado a sus políticos afines o a la clase política en general, advirtiéndome sabiamente que la ecuanimidad me exige emparejar sus vicios y desaciertos con sus grandes o pequeños logros. Sin duda, mi amigo tiene razón, y yo atendería de mil amores su sugerencia si me propusiera emitir un juicio global. A pesar de tales impresiones negativas, que la política en abstracto aflore a estas líneas con relativa frecuencia significa que la valoro, al menos en teoría, como una de las más importantes y nobles ocupaciones que le pueden caber en suerte a un individuo. Claro que, para servir al pueblo, el político debe estar dispuesto a soportar mil impertinencias, incluso a inmolarse o, cuando menos, a llevar una vida austera y ejemplar, también en el ámbito privado. La nobleza de la política reside en su condición irrenunciable de servicio al pueblo. La profana no solo quien la utiliza en beneficio propio, sino incluso quien la ejerce en el de su propio partido. Lo que legitima un partido es, en última instancia, ese servicio. Liberado en mi juventud de las garras de un poder omnímodo opresor, poder que se justificaba como vocación especial de servicio total a Dios, la dolorosa autonomía que entonces recuperé me inmunizó contra toda otra posible tentación de someter mi criterio al capricho o al interés de terceros. 165    

  A pesar de que la política se pregona como hermosa vocación de servicio al pueblo y de que ese ideal de servicio me ha guiado siempre, me puse instintivamente a resguardo de la forma imperante de hacer política. Pronto descubrí que en ninguna de esas dos direcciones, la religiosa y la política, tenía vocación de mártir. Servir a Dios, sí, pero no como se hace en la religión oficial; servir al pueblo, sí, pero no como se hace en la política oficial. En ese “sí, pero no” he empleado miles de horas de esfuerzo. Reafirmando el no así, sigo en un descarnado e incluso arriesgado sí. Mi amigo sabrá comprender que, siendo claramente consciente del valor intrínseco de la política, me distancie tan clara y contundentemente de los políticos y de su forma de entender y, sobre todo, de hacer la política. La política tiene muchas caras, muchas fauces; es hidra de muchas cabezas. Insisto en que la política, en cuanto organización pragmática, totalmente ajena a la fábula mitológica de la hidra, solo debería tener una cabeza, un enfoque, un objetivo: servir al pueblo. Y, sin duda, a eso se atienen muchos políticos nobles, honestos y austeros, a los que admiro y ante los que me descubro, igual que hago frente a otros muchos cristianos dedicados al servicio del Dios que habita en el hombre. De hecho, cuando llegan las elecciones y me planteo mi obligación de votar, haciendo abstracción total de los programas y de las demagogias electorales, me decanto por alguno de los políticos auténticos, por más que sepa que mi concreción es ilusoria, pues, obrando así, entrego un cheque en blanco al partido al que mi candidato debe obediencia. Me queda el consuelo de que en mi foro interno no voto al partido, sino a un político concreto, haciendo abstracción de su incardinación. De ser esta, la del servicio al pueblo, la única cabeza de la hidra política, el legendario monstruo marino se tornaría animal doméstico de alto rendimiento, como buey uncido al arado o grácil caballo, hermosamente enjaezado, para regocijo del espectador. En ese caso, seguro que no habría tenido inconveniente alguno en agarrarme al arado o tirar de las bridas, dedicándole graciosamente a la política muchas horas de mi vida, pues entiendo que la política auténtica conlleva un alto grado de generosidad y gratuidad. Me parece obsceno hacerse político para medrar y, mucho más, para forrarse a cuenta del pueblo. Pero, desafortunadamente, impera el monstruo marino y sus múltiples cabezas se yerguen amenazantes. Quizá la cabeza más perversa sea la utilización de la política como trampolín para lograr puestos de trabajo de gran dignidad y atractiva remuneración sin responsabilidades ni tener que romperse el espinazo, o, en otras palabras, para hacer carrera. El partido que gana las elecciones se convierte en patrón de más de trescientos o cuatrocientos mil puestos de trabajo que son puro chollo. La dimensión laboral de la política es la madre del cordero, la clave para explicarse por qué los políticos se dejan la piel en los caminos y se parten el pecho en los mítines. Disponer de esos puestos de trabajo es un aliciente que les lleva 166    

  hasta la extenuación y un premio que les recompensa generosamente por tantos esfuerzos y sacrificios. Mueve incluso a compasión ver a algunos políticos, tan agotados y exhaustos de viajar y de gritar consignas, al final de una campaña electoral. Pero es una pena que lo de servir al pueblo no sea más que propaganda para llenar de espejismos sus programas y florituras para enardecer a sus propios partidarios en los mítines. Una de las cabezas más terribles y nauseabundas, por la que la temible hidra no se cansa de vomitar fuego, es la corrupción. El corrupto es engendro que nace del manejo irresponsable de un dinero fácil, cuya sustracción parece no importar a nadie. ¡Con qué facilidad se inflan proyectos, se camuflan gastos, se desvían fondos! En la Administración desemboca un río caudaloso de dinero cuyo recorrido alimenta miles de canales camuflados y de toperas por los que una parte de ese caudal llena los pozos de muchos depredadores. Se hace así, sin pudor ni miramientos, un trasvase fraudulento, robando a manos llenas. Si por agrias vendettas personales o por mezquinos intereses partidistas conocemos corrupciones de toda índole y pelaje que nos ponen los pelos de punta y nos revuelven las entrañas, ¿qué pasaría si conociéramos todo lo que realmente se roba al pueblo? Partiendo de mi “no así”, repito que el dinero de la Administración es el dinero más sagrado porque, siendo el dinero de todos, lo es también de los más pobres. Quien roba a la Administración, roba a los más pobres. Más cabezas terribles: el dominio de vidas y haciendas; el señorío de la mediocridad o el endiosamiento fatuo; la depredación salvaje, etc. Puede que a los ciudadanos no nos quede más alternativa que, remedando a Heracles y a Yolao, cortarlas y quemar sus muñones, es decir, descubrir y ridiculizar a los políticos oportunistas y aprovechados.

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  De profundis 40 (Publicado el 02.09.2011)

No cabe la menor duda de que los españoles, ensalada de quijotes y sanchos, arrastramos contradicciones que, si bien muchas veces enamoran y atraen a cuantos nos visitan, otras nos hacen sumamente despreciables y repelentes. Mal que nos pese, rodamos por la historia con una personalidad bajo cuya aura se cobijan grandes santos, genios y heroicas gentes sencillas junto con grandes pícaros, tramposos y vagos. Un anverso que nos encumbra y un reverso que nos tumba. Es nuestro sino el de caminar por la historia escalando picos y despeñándonos en los barrancos, erguidos y cabizbajos, serviciales y altaneros.

REVERSO DE LO ESPAÑOL

Si le pedimos a un viajero que nos defina a los españoles en pocas palabras, seguro que lo meteríamos en un gran aprieto, pues somos demasiado caleidoscópicos y volátiles. A la luz de muchos tópicos, tenemos buen humor y somos alegres, generosos, unos tipos echados para adelante, vivarachos, divertidos, aventureros e improvisadores que saben sacarle jugo a la vida. Claro que, de querer ahondar en nuestra personalidad y descubrir la cruz del rostro que nos pintan los tópicos, el reverso de nuestra moneda, seguro que, aunque también seamos pródigos a la hora de flagelarnos, no nos decantaríamos por las deformaciones, vicios o lacras que, a mi manera de ver, más nos caracterizan. De no bucear, es decir, de flotar en la superficie y atenernos a lo más propalado, tendríamos que señalar enseguida la envidia como el vicio nacional más característico. No hace falta recargar las tintas sobre ella para convencernos de que ciertamente es un virus que prende fácilmente en nuestro suelo patrio. Basta que alguien destaque, aunque solo sea un poco, en alguno de los infinitos campos de la vida social para que muchos de su mismo entorno lancen el consabido: “Ese, ¿quién se creerá que es?”. Los españoles no somos dados a alegrarnos de los logros y triunfos de quienes 168    

  nos rodean. De ahí que todo lo extranjero nos parezca mejor. Nos consideramos tan grandiosos y nos tenemos en tan alta estima que despreciamos o minusvaloramos fácilmente lo nuestro o lo que en su entorno nos sobrepasa. ¡Con lo fácil que resulta alegrarse del éxito de un amigo! ¿Por qué ha de incomodarnos el éxito de uno de los nuestros? Con ser la envidia un vicio realmente nacional, de cavar en nuestra alma social y de ser sinceros, hoy veríamos palidecer ese vicio, tan identificativo, ante la envergadura que está adquiriendo la facilidad con que robamos y mentimos. Claro que, comparados con la categoría social del pecado capital de la envidia, el robo y la mentira resultan vicios rastreros, humillantes, degradantes. Desgraciadamente, por muy envidiosos que seamos, los españoles de nuestro tiempo somos más ladrones y mentirosos que envidiosos. El reverso de la medalla de nuestra identidad es duro y punzante, en acusado contraste con las refulgentes cualidades del anverso, con la cara atractiva del solar patrio. ¿Por qué los españoles nos hemos vuelto tan ladrones? El gran valor social de nuestro tiempo es el dinero. Es un dios que se ha posesionado de nuestra mente como campeón que todo lo puede. Este dios falso, tan jaleado por los medios de comunicación, nos seduce y nos guía con mano dura, invitándonos a adueñarnos sin escrúpulos de lo que no es nuestro, sea mediante el despojo violento, sea mediante la ingeniería de una corrupción solapada. Si roban los políticos, obligados a ejercer la más alta y noble tarea de servir al pueblo, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, es decir, que el dinero público pasa por sus manos, nada tiene de particular que también robe el último mono en unos grandes almacenes o que lo haga igualmente el más ignorante de los contribuyentes si se le ofrece la posibilidad de no pagar impuestos al reformar su hogar o de camuflar una renta. Sin embargo, nos ofende y nos humilla que se nos diga tajantemente, a la cara y a las claras, que somos ladrones. ¡Ojalá esta vergüenza paralizara nuestras manos y pusiera coto a nuestras trampas! Y, si robar humilla, más debería humillar la serenidad absoluta con que nos hemos acostumbrado a mentir. Poco a poco, hemos ido dando carta de ciudadanía a la mentira en nuestras relaciones sociales. No me refiero, obviamente, a la mentira piadosa frente a un enfermo desahuciado al que se le oculta la gravedad de su situación por caridad, con el propósito de ahorrarle sufrimientos inútiles, sino a la mentira que reporta beneficios sociales, políticos o económicos. Mentimos siempre por conveniencia. La mentira nos ahorra difíciles tragos o nos reporta pingües beneficios. Mentimos con asombrosa naturalidad. ¡Lástima que, al hacerlo, no seamos conscientes de que perdemos la dignidad! Si bien España no se merece un gobierno que mienta, los ciudadanos saben que los políticos mienten más que hablan, pues, sintiéndose dueños de la información por el sometimiento servil de los medios, difunden las noticias 169    

  verdaderas solo en la medida que favorecen sus propios intereses o las deforman por completo. En la vida corriente, al margen de los grandes intereses, mentimos por bagatelas tales como ahorrarnos una vergüenza, justificar una cobardía, salir airosos de un trance comprometido o suplir argumentos incómodos. Es tal la naturalidad y la caradura con que los españoles mentimos que se diría que hemos hecho de la mentira incluso un traje de fiesta con el que creemos mejorar nuestra ajada figura de mezquindad. Envidiosos, ladrones y mentirosos. Podríamos repujar más todavía el reverso de nuestra moneda caracterológica esculpiendo en él adjetivos tan hirientes como malhablados, malhumorados, vocingleros, descuidados y superficiales. No cabe la menor duda de que los españoles, ensalada de quijotes y sanchos, arrastramos contradicciones que, si bien muchas veces enamoran y atraen a cuantos nos visitan, otras nos hacen sumamente despreciables y repelentes. Mal que nos pese, rodamos por la historia con una personalidad bajo cuya aura se cobijan grandes santos, genios y heroicas gentes sencillas junto con grandes pícaros, tramposos y vagos. Un anverso que nos encumbra y un reverso que nos tumba. Es nuestro sino el de caminar por la historia escalando picos y despeñándonos en los barrancos, erguidos y cabizbajos, serviciales y altaneros. Me reconforta saber que, a pesar de todo, a poco que nos pisen, sabemos defendernos con argumentos contundentes, y, en cuanto las desgracias conmueven nuestros sentimientos, no hay quien nos iguale a generosos y sacrificados. Es un orgullo poder estar seguro de que España está siempre ahí, muchas veces la primera, en cuanto ocurre una desgracia humanitaria en cualquier parte del mundo, tratando de paliar sus efectos con sangre y medicinas, con equipamientos y alimentos. Por todo ello, mirando hacia atrás y abarcando todo el espectro del acontecer patrio, me enorgullece y me estimula ser y sentirme español. Durante los cuatro años que de joven viví en Europa y América, ser español, lejos de ser una vergüenza o un obstáculo, fue motivo de orgullo, pues siempre me abrió puertas y me granjeó amistades.

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  De profundis 41 (Publicado el 09.09.2011)

Analizar desde la perspectiva de los encuentros cursarios los comportamientos de nuestra sociedad me produce sarpullidos y escalofríos. Acostumbrados por mor de los avatares políticos a defender cada uno con uñas y dientes su mísera parcela, no miramos el pasado común más que con el afán de encontrar razones para afianzarnos en las miopes pretensiones egoístas imperantes.

LOS CURSARIOS

La llamada “memoria histórica” española, referida a nuestro desventurado pasado reciente, ha sido fuente de enfrentamientos, disgustos y desavenencias. El pasado de un pueblo, por tenebroso y conflictivo que sea y aunque haya alcanzado el nivel de salvajismo de la guerra civil española, debe convertirse en archivo, de acceso limitado a sacar conclusiones que ayuden a caminar sin repetir los mismos errores y sin restar, claro está, un ápice a la veneración debida a todos los muertos. Hoy, viernes, 9 de septiembre, y durante el resto de este fin de semana me tomaré en Oviedo una sabrosa taza de memoria histórica, reuniéndome con los compañeros de estudios que, en septiembre de 1957, tomamos el hábito dominicano en plena juventud, pues todos los convocados nacimos entre 1938 y 1942. Desde 1983 venimos reuniéndonos periódicamente. El reconocido poeta asturiano Emilio Rodríguez, dominico e incondicional de estos encuentros, bautizó el grupo como “cursarios”, basándose en la expeditiva razón de que los del mismo curso son cursarios, denominación que adquirió carta de naturaleza por nuestra original trayectoria. Pues bien, los cursarios pasaremos reunidos en esta ocasión tres días a las afueras de Oviedo. Entre nosotros hay una densa homogeneidad de historia y de sentimientos, pero también una rica heterogeneidad de enfoques de la vida profesional: frailes, profesores, periodistas, artistas, escritores, empresarios, mineros, comerciantes, taxistas y camareros. Nos acompañan nuestras esposas, “cursarias” por afinidad. La altura de la edad y otras circunstancias de la vida van dejando ya algún descampado. 171    

  Niños en la inmediata posguerra española, fuimos educados en el seno de una Iglesia marcada con los estigmas de cruzada político-religiosa. Los dominicos nos dieron estudios en los primeros años cincuenta, acoplándose a las penurias económicas de nuestros padres hasta el punto de que algunos estuvieron en el internado sin pagar cuota alguna. Y como los dominicos han sido auténticos demócratas en su organización interna desde su fundación en el siglo XIII, ni la guerra civil española ni la cruzada eclesial lastraron nuestra formación humana y religiosa. Al incrédulo debería bastarle saber cómo nos comportamos y nos manifestamos los cursarios en la edad madura. ¿De dónde viene nuestro hondo compañerismo y por qué nos anima el espíritu dominicano hasta el punto de desear que llegue pronto el momento de los encuentros? Seguro que mis compañeros no me desautorizarán si aventuro dos claves. La primera es que todos contemplamos con agradecimiento nuestro pasado y, por dispares que hayan sido nuestros periplos vitales, en todos permanece lo más constructivo del espíritu dominicano, tan abierto y liberal, incluso tan crítico a la hora de aquilatar, vivir y difundir los valores humanos. En ese espíritu se nos enseñó a discurrir y a pensar, a enjuiciar el mundo y a sentirnos protagonistas de su trayectoria. La segunda es el gran acierto de poner en remojo nuestros inevitables disensos y cualquier afán de protagonismo. Eso explica que nunca haya surgido entre nosotros un solo problema en lo que a las relaciones humanas se refiere durante los muchos fines de semana que hemos compartido. Los cursarios miramos nuestro pasado, el único que tuvimos, como un manantial inagotable de bienes. Nacidos durante la guerra o en la inmediata posguerra, nos tocó vivir una infancia con muchas carencias. Afortunadamente, aprendimos a ser pobres y nos sometimos, juguetones y alegres, a una formación muy exigente. De ahí que, por divergentes que sean hoy nuestros afanes y nuestras metas, miramos con agradecimiento a los dominicos que nos educaron lo mejor que supieron y que tanto se sacrificaron en nuestro beneficio, a veces incluso hasta el heroísmo. Jamás he oído a ningún cursario echarle a ese pasado la culpa de sus propias frustraciones y fracasos. Más bien todo lo contrario, pues nos sentimos orgullosos del bagaje cultural que recibimos de los dominicos y de la capacidad crítica que adquirimos con sus enseñanzas para enjuiciar cuanto ocurre en nuestro derredor y para abordar con criterios propios los muchos problemas que plantea la vida. Cierto que, aunque nos sentimos amigos bien avenidos y prontos a echarnos una mano en las vicisitudes que cada uno pueda atravesar, somos muy diferentes en nuestras ambiciones personales y proyecciones profesionales. Pero todo ello, lejos de crear conflictos o generar celos, nos sirve para enriquecernos mutuamente. A pesar del clima religioso 172    

  dominante, lo cierto es que nos movemos con gran libertad. Durante nuestras convivencias, destaca una reunión de carácter capitular, en la que cada uno expone cuanto quiere sobre su vida y sus sentimientos, y se celebra una eucaristía muy participativa y emotiva. Pero la dosis religiosa se toma en su justa medida, pues también organizamos fiestas, contamos chistes y hacemos turismo. En esta ocasión visitaremos el museo de la minería en El Entrego. Analizar desde la perspectiva de los encuentros cursarios los comportamientos de nuestra sociedad me produce sarpullidos y escalofríos. Acostumbrados por mor de los avatares políticos a defender cada uno con uñas y dientes su mísera parcela, no miramos el pasado común más que con el afán de encontrar razones para afianzarnos en las miopes pretensiones egoístas imperantes. ¿Cuándo los españoles vamos a enterrar definitivamente, aunque con todos los honores, los muertos de nuestra guerra civil y a olvidar de una vez las innumerables atrocidades que entonces se cometieron? Rememorar todo eso, si no es únicamente para rendir tributo a los muertos y ponernos a resguardo de semejantes salvajadas, solo nos sirve para revivir y prolongar los efectos nocivos de tan cruel y despiadada contienda. Los partidos políticos deberían actuar con la mirada puesta en el futuro del pueblo que dicen servir. Solo cabe volver la cabeza al pasado para convencerse de que no pueden repetirse tan funestos errores y poner de relieve las muchas razones que los españoles tenemos para convivir en paz. No estaría demás que los políticos se reunieran, también ellos, en los aledaños de Oviedo, remedando a los cursarios, su espíritu y sus propósitos. En los tiempos que corren, conviviendo, encontrarían cauces para remediar el sufrimiento que padece la población española, al igual que los cursarios, reuniéndose, enriquecen su presente y se arman de razones para afrontar su propio futuro, tan cargado de plenitudes como de achaques.

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  De profundis 42 (Publicado el16.09.2011)

En cada celebración del día mundial del alzhéimer he procurado realzar el excelente trabajo que hacen cientos de miles de cuidadores en España y he aplaudido su enorme sacrificio. Al igual que muchos otros, ellos dan sentido a la vida, hacen tolerable la sociedad y convierten la familia en reserva de amor, en paraíso de solidaridad. Por tenebrosa que sea la visión que nos ofrece la actual sociedad española, se equivoca, por ejemplo, quien piense que todos los curas son pederastas o mujeriegos, que todos los políticos son corruptos y que todos los ciudadanos adoran el dinero como a su único dios.

SOCIEDAD ALZHEIMICA

El próximo miércoles tendré el honor de colaborar con AFA-Asturias en la celebración del día mundial del alzheimer en Piedras Blancas. Hoy, anticipo a mis lectores unas reflexiones al respecto. El alzheimer es una corrosiva degeneración neurofibrilar irreversible, lenta pero inexorable. El aletargamiento de las transmisiones neuronales atrofia poco a poco la memoria del enfermo y le priva incluso de las funciones vitales más básicas. Muy pronto, el enfermo de alzheimer comienza a depender de otros para su propia desenvoltura. El deterioro llega hasta el extremo de ignorar quién es él mismo, de perder la conciencia del mundo en que vive y de difuminar los rostros otrora familiares. Su mente se diluye lentamente, razón por la que el retroceso vital consiguiente le lleva a comportarse como un bebé, incluso como un feto y hasta puede que como un vegetal. El alzheimer es un deterioro inmisericorde que lleva al paciente a descender peldaños que lo hunden en la nada. Si desde la tenebrosa atalaya del alzheimer contemplamos la sociedad en que vivimos, el panorama es descorazonador. La sociedad actual padece un irrefrenable declive de valores. La solidaridad, piedra angular de la estructura social, circuito neurotransmisor del sistema de interdependencia, corre peligro de letargo. Refiriéndonos solo a los dos puntales más 174    

  fundamentales de la sociedad, es obvio que la familia anda hoy hecha unos zorros y que el dinero, un dios minúsculo cuya condición es servir, se ha alzado con el poder absoluto. Se están resquebrajando a ojos vista cimientos como la familia, fuente de vida y refugio del guerrero, y el dinero, instrumento de servicio a los ciudadanos. Traer a colación aquí la familia y el dinero se debe, además de a su condición quicial de la organización social, a que ambos valores desempeñan un papel primordial en lo tocante al alzheimer. Sin un entorno familiar sacrificado y cooperante, el enfermo de alzheimer está irremisiblemente perdido: sin apoyo familiar las 24 horas del día, el declive imparable del enfermo de alzheimer lo llevaría a ser tratado como cosa inservible y no tardaría en ser considerado una carga insoportable, destinada al basurero. Por otro lado, sin dinero, el infierno que conlleva esta enfermedad se agrandaría y el calvario familiar se recrudecería, pues no habría manera de librar de sus garras al cuidador, tan preso de la situación como el mismo paciente. El alzheimer es una enfermedad cuyo costo, si se procede humanamente, está fuera del alcance de la mayoría de los cientos de miles de familias españolas que la sufren en sus carnes. Hablar de dinero en estos momentos en España es tentar al diablo. El dinero es tan escurridizo que se filtra por los innumerables rotos que nuestras insensateces han abierto en el tejido social. Viviendo muy por encima de sus posibilidades, tanto las familias españolas como las distintas administraciones se han endeudado hasta las cejas. Sin embargo, el dinero no se ha esfumado y la importancia de las cosas, por muy devaluadas que estén, tampoco. Ciertamente, en España hay mucho dinero. Solo necesitamos despertarlo de su letargo egoísta para convertirlo de nuevo en instrumento eficaz de desarrollo y servicio. Por fortuna, a los españoles no nos faltan iniciativas y proyectos para hacerlo. Solo necesitamos doblegar el impío tirano que nos domina y reducirlo a su condición de servidor eficiente de la sociedad. El dinero conlleva la obligación moral de utilizarlo no solo en el propio provecho, sino también en beneficio de nuestros semejantes. Cuando se incumple tan sagrado deber moral, la vida se venga inexorablemente del infractor. Quienes atesoran fortunas y las utilizan solo para su deleite o para apropiarse ilusoriamente de un futuro siempre escurridizo, mientras la pobreza engulle a millones de seres humanos, son pobres ilusos. En conjunto, los españoles tenemos dinero suficiente para mantener viva una confortable sociedad de bienestar, pero nos falta motivación para usarlo como es debido. El criterio moral es el único capaz de generar equilibrio y felicidad en nuestras vidas. Pero, bien miradas las cosas, no es el menor de los beneficios de la tremenda crisis que padecemos el descubrimiento de que la familia es el más sólido y eficaz baluarte para afrontar los difíciles problemas que nos acucian. Si bien un refrán derrotista afirma que “en todas las casas se 175    

  cuecen habas, y en la mía a calderadas”, lo cierto es que en el seno familiar se lavan fácilmente los trapos sucios, se achican las penas y se comparten los haberes. Salvo excepciones, en las familias en que se ceban el alzheimer y el paro surgen cuidadores que apechugan con la carga de la enfermedad y proveedores que remedian la penuria de la situación. Hasta el día de hoy ningún poder usurpador ha podido desintegrar la familia y ningún egoísmo ha amilanado a los cuidadores de enfermos de alzheimer. En cada celebración del día mundial del alzheimer he procurado realzar el excelente trabajo que hacen cientos de miles de cuidadores en España y he aplaudido su enorme sacrificio. Al igual que muchos otros, ellos dan sentido a la vida, hacen tolerable la sociedad y convierten la familia en reserva de amor, en paraíso de solidaridad. Por tenebrosa que sea la visión que nos ofrece la actual sociedad española, se equivoca, por ejemplo, quien piense que todos los curas son pederastas o mujeriegos, que todos los políticos son corruptos y que todos los ciudadanos adoran el dinero como a su único dios. Afortunadamente, la mayoría de los curas y muchos políticos son fieles a una vocación de entrega absoluta al servicio de sus semejantes, y las familias se ocupan como es debido de sus enfermos de alzheimer. Por otro lado, no son pocos los españoles que saben que el dinero hace funcionar la vida y que esta, a pesar de muchos pesares, es incluso maravillosa. Curas hay que nos encandilan con la entrega total de sus vidas al servicio espiritual de sus fieles; políticos hay que saben perfectamente que el dinero público, el más sagrado de todos, además de hacer posible la administración pública, es el dinero de los pobres, de los que necesitan la solidaridad social para sobrevivir. También hay en España cientos de miles de cuidadores de enfermos de alzheimer que se sacrifican heroicamente en beneficio del pariente querido cuya condición humana se achica poco a poco. Hoy, día mundial del alzheimer, es su día, el día en que toda la sociedad debe agradecer y aplaudir su encomiable labor social.

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  De profundis 43 (Publicado el 23.09.2011)

¿Puede pagar la Administración española tanta trampa? Parece que no, porque, para ir tirando, necesita seguir endeudándose progresivamente. La deuda pública es una bola de nieve que rueda imparable pendiente abajo. Para detenerla, el PP dice que hay que trabajar más y el PSOE, que hay que recaudar más. El ritmo demuestra que ambos hablan mucho y hacen poco.

FILONES DE ORO

Aunque tenga la fragilidad del cartón piedra o de la escayola, el dinero es un dios poderoso que campea en el devenir humano y condiciona cualquier andadura o proyecto. Que se lo digan, si no, a naciones como Grecia, Portugal, Irlanda, Italia o España. Las angustias y desesperos españoles tienen que ver mucho, sin duda, con la deuda global creciente de la Administración, enfrentada a un agujero de más de setecientos mil millones de euros. La cifra es tan astronómica que da vértigo imaginarla. ¿Puede pagar la Administración española tanta trampa? Parece que no, porque, para ir tirando, necesita seguir endeudándose progresivamente. La deuda pública es una bola de nieve que rueda imparable pendiente abajo. Para detenerla, el PP dice que hay que trabajar más y el PSOE, que hay que recaudar más. El ritmo demuestra que ambos hablan mucho y hacen poco. ¿Pueden realmente los españoles pagar lo que deben? La tan famosa como oscilante “prima de riesgo”, aunque muy gravosa, deja todavía margen para ello. Sin embargo, para lograrlo es de todo punto necesario que la Administración se ponga firme y consiga que quienes se han enriquecido despojándola a base de despilfarros y corruptelas se frenen, den marcha atrás y restituyan lo robado. Cierto que la Administración no tiene dinero para pagar sus insensatas deudas, pero los españoles, sí. Estando así las cosas y duélale a quien le duela, la Administración, previo un reajuste interno serio, debería reclamar el dinero que se le ha robado a fin de poder saldar cuanto antes sus deudas y librar al pueblo de agobios.

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  Aunque a nadie le voy a descubrir América ni el Mediterráneo, apuntaré en dirección a cinco filones de oro o caudales cuya explotación o aprovechamiento nos devolvería el sentido común perdido. El primero. Los años que trabajé en organización de empresa me sirvieron para apreciar enormes diferencias entre las empresas bien organizadas y las confiadas al azar. Groso modo, el Estado se asemeja a una de las últimas. Para la viabilidad de una empresa importa mucho ajustar la plantilla y controlar férreamente los gastos de administración. De aplicar este principio al Estado, España se ahorraría miles de millones de euros. Hay que meter mano al personal, a sus emolumentos, a sus despilfarros y a los proyectos inflados por comisiones fraudulentas. El segundo. Las materias psicoactivas mueven millones de euros que arruinan económica y físicamente a muchos desgraciados, pero que enriquecen a otros tantos depredadores. Es preciso coger este toro por los cuerpos y legalizar las drogas. De hacerlo, se podría informar adecuadamente a los potenciales consumidores y ofrecerles garantías sanitarias al mismo tiempo que se encauzaría hacia el Estado un importante caudal de dinero que ahora se pierde. Se mejoraría la salud pública, se crearían miles de puestos de trabajo y se recaudarían millones de euros. No hay excusas, máxime cuando el Estado tiene que gastarse, encima, mucho dinero para perseguir a los narcotraficantes y ocuparse de los drogodependientes. El tercero. Desde que el mundo es mundo, la prostitución se ha incrustado en sus entresijos. Ahora bien, la prostitución enrola a miles de personas y mueve ingentes cantidades de dinero. Es este un mundo de actividad frenética al margen del Estado. Urge ordenarlo y garantizar la salud de sus actores, legalizándola. De hacerlo, se crearían miles de puestos de trabajo y se encauzaría hacia el Estado un caudal que se pierde en los bolsillos de mujeres desgraciadas y de proxenetas oportunistas. No hay excusas ni sociales ni morales. El cuarto. Una parte importante de la economía española es opaca. Se trata de nuestra famosa economía sumergida, en la que el dinero se mueve en la sombra, o mejor, en la negritud. Miles de millones de euros se camuflan al Estado. Quienes la practican son privilegiados oportunistas: beneficiándose del Estado, se ponen de perfil a la hora de contribuir a sus gastos. La cifra de este agujero es astronómica, superior incluso al 20% del producto interior bruto español. Tras ella se ocultan más de dos millones de puestos de trabajo. Una Administración que se precie debe reflotarla y poner orden en este subsuelo. El solo caudal de este afluente podría apagar en poco tiempo el devorador fuego de la deuda española. La explotación de estos cuatro filones puede librar cómodamente a los españoles de todos sus agobios financieros y despejar el negro horizonte 178    

  que hoy los atenaza. La confluencia de estos caudalosos afluentes haría de la economía española no ya un Ebro, de aguas tan deseadas y discutidas, sino un Amazonas sobrado. Y si todo ello no bastara, aún cabría pensar en otro filón de oro o caudal, el quinto, de no menor entidad si se sabe sacarle partido. El quinto. La idea de ciudadano conlleva la voluntariedad de pertenencia a una nación a cuyos gastos se contribuye, pero de cuyos haberes, económicos y culturales, se beneficia. Incluso la nacionalidad, que normalmente se adquiere por nacimiento, es a la postre voluntaria. Soy español porque quiero, frente a otras alternativas. Si mi nación funcionara como es debido, no sería difícil convencerme de velar por su interés y buena marcha, contribuyendo voluntariamente incluso con más de lo que exige mi condición de ciudadano. Si los políticos que me gobiernan son eficientes gestores austeros, ciudadanos excepcionales que tiran del carro común cuanto pueden e incluso más, yo no debería resistirme a añadir de forma libérrima mis fuerzas a las suyas para tan noble tarea y, mucho menos, avergonzarme de hacerlo. El principal campo de maniobras del voluntariado y de la gratuidad debe ser la propia nación, más que ninguna ONG por solidaria que sea. Puesto que hoy hablamos de deudas que nos ponen a los españoles al borde de la quiebra, podría abrirse una cuenta pública de colaboración voluntaria con el Estado. De contar con una Administración honesta, seguro que de esta forma se recaudarían para el Estado cientos de millones de euros que nada tendrían que ver con los impuestos. Los ricos podrían entonces mojarse o quedar con el culo al aire ante los demás ciudadanos. Claro que, para que tal cuenta funcionara, habría que invertir la escala de valores imperante hasta comprender a fondo que el dinero mejor invertido es el que hace posible la vida colectiva y la facilita. Cinco filones de oro, cinco sabrosos platos nutritivos, cinco caudalosos afluentes para enriquecer, nutrir y abastecer un Estado sin agobios. Todo ello se lograría sin aumentar un penique los impuestos, sin achicar un milímetro la sociedad de bienestar.

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  De profundis 44 (Publicado el 30.09.2011)

El terrorista, salvo que haya perdido del todo la razón, enfoca la hermosura de la realidad humana desde un ángulo sumamente reducido y, a fuerza de mirarla a su través, se forja un chiquito mundo de fantasía en el que se arma de razones para imponer un orden cruel entre sus propios fantasmas.

TERROR = ERROR

La evocación que me produce el término “terrorismo”, más allá de las sensaciones de angustia, crueldad y cerrazón mental, es la de una gran equivocación individual y una alocada estrategia política. Esta afirmación global es la más dura y demoledora descalificación posible, aunque hecha en lenguaje suave y tolerable. De humanos es errar, decimos convencidos. Sin embargo, dedicar los mejores años de su vida a golpear a sus semejantes tras un espejismo inalcanzable es un error de secuelas tan estremecedoras como el dolor, la sangre y la muerte violenta. El terrorista vive un cruel sueño alocado y, para colmo y en estricta justicia, se ve sometido al peligro de ser apresado como una alimaña en cualquier momento, además de convertirse en objeto del odio incontenible de los ciudadanos normales. El error del terrorista lo sitúa fuera del contorno de la humanidad. Cuando el principio moral impone orientar nuestras acciones a favorecer la vida, los enormes sacrificios del terrorista no sirven más que para obstaculizarla. Gran error el del terror. El terrorista, salvo que haya perdido del todo la razón, enfoca la hermosura de la realidad humana desde un ángulo sumamente reducido y, a fuerza de mirarla a su través, se forja un chiquito mundo de fantasía en el que se arma de razones para imponer un orden cruel entre sus propios fantasmas. En lo mental, el terrorista sufre un desequilibrio radical que lo pone fuera del contorno de la realidad, por más que se afane en reordenarla incluso con peligro para su propia integridad. Admitamos que el terrorista, salvo que se trate de un vulgar ladrón o de un mezquino depredador, persigue supuestos ideales nobles que incluso le exigen estar dispuesto a inmolarse. 180    

  Imaginemos que toma las armas o se reviste de bombas para reivindicar la identidad nacional de su región o que, inmolándose, cree honrar a un dios que no dejaría de ser tan ramplón y cruel como él. A resulta de estas concesiones, es comprensible incluso que se convenza de que lo guía una cierta nobleza ilusoria y de que le asiste alguna razón subjetiva para considerarse un héroe. Pero todo ello no lo exonera del extravío mental de poner la entidad nacional de su región o el dios de su creencia por encima de los seres humanos que sacrifica. Está fuera de toda discusión que un ser humano, aunque sea miembro de los cuerpos de seguridad de un Estado opresor, vale inconmensurablemente más que cualquier entidad o nación y que, en la inaudita alternativa de tener que optar por un supuesto dios o por un ser humano, sea creyente o ateo, lo correcto y acertado es decantarse por este último. Incluso un terrorista vale mucho más que su causa. En resumidas cuentas, quien mata por la independencia del País Vasco, pongamos por caso, elije la paja en vez del grano, y quien lo hace para ofrendar a su dios una fe depurada ignora que el auténtico Dios reside en su víctima y se identifica con ella. Mírese como se mire, no hay absolutamente nada en este mundo que valga más que la vida humana. Quien la cuestiona o la elimina comete la más grave de las equivocaciones. Cuando escribo estas líneas, se habla de que el terrorismo vasco está próximo a su fin. ¡Ojalá fuera hoy mismo! Los españoles descansaríamos de la terrible tensión que soportamos desde hace años y el País Vasco, seguro, comenzaría a caminar por derroteros de auténtica democracia, cosa que todavía no ha podido hacer desde que esta se instauró en España. La democracia vasca sigue siendo todavía una ilusión. Hasta el día en que todos los vascos puedan defender abiertamente sus ideas políticas en cualquier foro, sin miedo a su integridad física o psíquica, no se podrá hablar con rigor de que los vascos viven en democracia, por muchos partidos que aparezcan en lid en las elecciones y por mucho que se enzarcen sus políticos en discusiones parlamentarias. Condición indispensable de toda democracia digna es poder votar sin tener que mirar de reojo y no verse obligado a la abstención por miedo. Por otro lado, los aproximadamente mil muertos y los miles de heridos y damnificados del terrorismo etarra claman justicia. No hace falta precisar que no es lo mismo justicia que venganza, aunque psicológicamente ambas estén muy próximas. España ha tenido la fortuna de aguantar el aluvión terrorista a pie firme, sin alaridos ni gritos de venganza, salvo algún conato político escandaloso. Eso la honra y honra, sobre todo, a las víctimas que han sabido encajar heroicamente tan duro golpe. Pues bien, partiendo de esta constatación palmaria, no sería difícil que, de deponer los terroristas definitivamente las armas, las víctimas fueran generosas en el perdón. Claro está, para que alguien pueda ser perdonado, antes debe pedir perdón. Ahora bien, pedir perdón implica el reconocimiento de la propia equivocación. En ese supuesto, el perdón otorgado por las víctimas no 181    

  exigiría de ningún modo el olvido de sus muertos y lisiados. Su razón y fuerza radicarían únicamente en la magnanimidad de contribuir a que no haya más muertos por esa causa en el futuro y en que todos los ciudadanos puedan vivir de una vez en paz. Las víctimas tendrían entonces el gran consuelo de que la muerte de los suyos no fue en vano. ¿Puede el Gobierno firmar la paz con los terroristas? Desde luego que puede, pues detenta la representación popular, pero en rigor no se trataría de una paz formal, pues el Gobierno nunca ha sido beligerante en ese terreno. Su misión indeclinable es cumplir y hacer cumplir las leyes que rigen la convivencia de los ciudadanos. Aunque se trate de una paz impropia, para que no resulte fallida debe contar con el perdón de los ciudadanos y, sobre todo, de las víctimas. En un supuesto acuerdo de paz, el Estado no debería suplantar nunca el papel primordial de todos los ciudadanos y más de las víctimas. Sería de todo punto irracional hacer alguna concesión política a los terroristas. De conseguir algo, ellos justificarían sus estrategias y puede que hasta se sintieran triunfadores, razón por la que jamás pedirían perdón. Ahora bien, sin perdón no hay arreglo posible del enorme daño causado. La consecución de la deseada rendición terrorista, previa a la concesión del perdón y como signo de rectificación, sería un monumento a la razón y al sentido común. Los cambios políticos deben gestarse solo en la acción democrática; los religiosos, mediante la persuasión. La razón de la mayoría busca el mayor bien de los ciudadanos; se cree en Dios por ser quien es, no por miedo. Quien mata o extorsiona con fines políticos o religiosos no es más que un iluso sin conciencia, un extraviado.

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  De profundis 45 (Publicado el 07.10.2011)

La facultad de perdonar nace directamente de la condición social del hombre que no puede, de ninguna manera, vivir en absoluta y total soledad. Ahora bien, la convivencia conlleva roces, intereses contrapuestos y atajos a la hora de poseer algún bien. En otras palabras, desencadena conflictos y genera ofensas. Pero, si es de la condición humana cometer abusos y atrocidades, también lo es cubrirlos con un tupido velo, olvidarlos y perdonarlos.

EL PODER DE PERDONAR

Entre cuantos poderes detenta el hombre, sea siervo o señor, es decir, actúe de forma legítima o abusiva, el más grande es, seguramente, el poder de perdonar. Perdonar es un poder tan diáfano y limpio que ni siquiera cabe la más mínima posibilidad de utilizarlo abusivamente: siempre que se perdona se acierta; nunca se pecará por perdonar demasiado. Las religiones lo atribuyen exclusivamente a Dios mismo. De ahí que el perdón que ellas mismas manejan sea considerado una facultad graciosa, recibida por delegación divina expresa. En el cristianismo esa delegación consta explícitamente: cuanto atéis o desatéis en la tierra, será atado o desatado en los cielos, dicen los Evangelios. Obviamente, el atéis se refiere a la fidelidad y el desatéis, al perdón. La imagen evangélica de Dios es la de un padre amantísimo que perdona a sus hijos en toda circunstancia, sin atender siquiera a la gravedad de las ofensas y fechorías (parábola del hijo pródigo). Por su parte, el Cristo de la fe ordena perdonar setenta veces siete, es decir, siempre. Pero no haría falta remontarse tan alto ni caminar tan lejos para encontrar la razón última del perdón. La facultad de perdonar nace directamente de la condición social del hombre que no puede, de ninguna manera, vivir en absoluta y total soledad. Ahora bien, la convivencia conlleva roces, intereses contrapuestos y atajos a la hora de poseer algún bien. En otras palabras, desencadena conflictos y genera ofensas. Pero, si es de la

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  condición humana cometer abusos y atrocidades, también lo es cubrirlos con un tupido velo, olvidarlos y perdonarlos. Según la RAE, la catarsis es una “purificación ritual de personas o cosas afectadas de alguna impureza”. Lo malo y lo impuro son dos conceptos enquistados de tal manera en las entrañas de la cultura humana que se filtran por los poros de cualquier acción e invaden las conversaciones comunes y las manifestaciones literarias, artísticas y musicales, amén de las referidas a temas éticos y filosóficos. Porque somos impuros, necesitamos purificarnos; porque somos malos, necesitamos arrepentirnos. Purificación y arrepentimiento van de la mano en todos los ámbitos del comportamiento humano. Purificación y arrepentimiento entrañan, a su vez, penitencia, el pago de un tributo por la deficiente conducta. Penitencia viene de pena y, en cuanto tal, equivale a castigo, lo cual no deja de ser una extralimitación conceptual. Globalmente, el hecho de vivir es en sí mismo una eficaz penitencia. A ello cabe añadir la carga que imponen los Códigos, cuando se infringe una ley, y la conciencia, cuando se falta al imperativo moral o a los mandamientos divinos. En el ámbito religioso, penitencia denota ascetismo y austeridad. En general, define la vida normal de todo cristiano que se precie, y, en particular, se refiere a un sacramento concreto, el del perdón, que solo administran los clérigos autorizados. Todo ello conduce, a la postre, a poner freno a la conducta licenciosa y a enmendar los comportamientos contrarios a los mandamientos. El sacramento de la penitencia, con la exigencia ineludible, tantas veces recordada por la jerarquía eclesial, de confesión vocal de los pecados al sacerdote, más el lógico arrepentimiento y el consiguiente propósito de enmienda, se ha impuesto en el pasado, con fuerza rayana en la obsesión paranoide, a determinados grupos cristianos, incluidos el clero y las congregaciones religiosas. En nuestro tiempo, de mayor autocrítica y de catarsis más recoletas, tales procedimientos se están diluyendo poco a poco y hasta han desaparecido de la vida de muchos cristianos por considerarlos innecesarios. Hay movimientos eclesiales que postulan su reducción al ámbito comunitario, a la liturgia penitencial que introduce toda eucaristía. Estas tendencias, proscritas en los primeros momentos, se van abriendo camino hasta colmar, en la actualidad, las más insobornables exigencias de muchos cristianos. Por otro lado, adelantados hay que, sirviéndose de las modernas comunicaciones, proponen que la confesión verbal tradicional se valide a nivel virtual. Que hoy todavía no se le reconozca jurisdicción a la comunicación virtual entre el confesor y el penitente no quiere decir que no se imponga en el futuro, pues uno no acierta a comprender qué añade la presencia física al contacto virtual, sobre todo si se tiene en cuenta que el sacramento de la penitencia, para tener algún valor, ha de consistir mucho 184    

  más en una dirección espiritual personalizada que en el hecho del perdón en sí, perdón que Dios ofrece a manos llenas en todo momento y circunstancia a cuantos se lo piden. Volviendo al principio, el poder de perdonar lo tiene en realidad todo ser que haya sido ofendido. El cristianismo lo reconoce abiertamente cuando en el Padrenuestro se pide a Dios que nos perdone como nosotros perdonamos. El cristiano que se dirige a Dios para que le perdone no hace con su gesto más que reconocer su condición de criatura que claudica con facilidad a la hora de encauzar su conducta, dejándose llevar por lo que le resulta en cada momento más placentero y superficialmente beneficioso. Llamar a eso pecado es llevarlo a una dimensión oscura de confusión y extravío mental. Cuando, al tropezar con un viandante, le pedimos perdón, no quiere decir que lo hayamos ofendido o que hayamos pecado contra él, sino que un despiste nuestro lo ha disturbado. El pecado, en todo caso, no pasaría de eso, de un despiste, de un desajuste. La disposición a perdonar debiera estar grabada a fuego en la psique de todo ser humano como contrarréplica de su condición. Queriendo o sin querer, causamos trastornos a nuestros semejantes. Además de reparar los daños causados, debemos disculparnos. De meter a Dios en este contexto, la única diferencia entre su comportamiento y el nuestro es que, mientras él disculpa y perdona siempre, los seres humanos nos resistimos y, a veces, hasta nos negarnos a perdonar. No deja de ser paradójico que quien constantemente tiene que disculparse y pedir que lo perdonen se niegue a hacerlo él mismo. Quien no perdona es un auténtico necio, engreído y orgulloso, que reniega de su condición. Perdonar y pedir perdón es un poder grandioso que encumbra a quien lo prodiga. Cuanto más duro resulte hacerlo, sobre todo cuando la injusticia sufrida remueve las tripas y obnubila la mente, más engrandece y magnifica. El de perdonar es un poder divino que también posee el hombre; pedir perdón es signo de sensatez.

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  De profundis, 46 (Publicado el 14.10.2011)

La única razón que justifica el encarcelamiento de un ser humano es impedir que siga delinquiendo, esto es, causando daño a terceros. Solo se puede privar de libertad a un ser humano cuando de la acción delictiva juzgada se infiere que volverá a delinquir. La cárcel no debe ser cámara de torturas, sino recinto de prevención. No se ha de entrar en ella para pagar por el delito cometido, cosa que solo se conseguirá reparando en lo posible los desaguisados cometidos, sino para impedir que se cometan más delitos. De ahí que el delincuente no deba permanecer en la cárcel un determinado tiempo, como castigo proporcional al delito cometido, sino todo el que se juzgue necesario para que, cuando salga en libertad, se comporte como un ciudadano normal. En una sociedad razonable y bien organizada, el delincuente deberá, por tanto, permanecer en la cárcel el tiempo necesario para cambiar de actitud y modificar sus pautas de conducta. Mientras siga siendo peligroso, la sociedad lo mantendrá a resguardo entre rejas hasta el punto de que, de no cambiar de actitud, deberá permanecer recluido de por vida.

LA CÁRCEL

No hace falta leer fardos de documentos sobre el sistema carcelario, ni densos tratados sobre la ley penal, ni siquiera picotear en Internet para reflexionar sobre la cárcel y su función en una sociedad avanzada. Sin entrar en mayores precisiones ni tecnicismos, hoy resulta obvio que la cárcel es un lugar de castigo. El tiempo que el delincuente pasa en ella se corresponde, en principio, con la gravedad del delito por el que ha sido condenado. El castigo es la clave y la savia del derecho penal. Nada tiene de extraño que, con tan endeble y carcomido andamiaje, se produzca una gran desazón social ante las injusticias manifiestas que refleja la comparación de los castigos dispares que se infligen a distintos 186    

  delincuentes por fundamentos en similares. Todo fundamental está

los mismos delitos o cuando se cotejan los criterios y que se apoyan los jueces al abordar delitos iguales o ello resulta una verdadera calamidad. Algo muy fallando en nuestra sociedad.

En mi humilde opinión, el más trascendental fallo de la sociedad en que vivimos se debe a que los hombres, remedando al Dios justiciero que nos hemos inventado, nos empeñamos en castigarnos unos a otros. Castigar puede que calme superficialmente la sed de venganza que nos domina, pero desencadena una escalada de violencia. El castigo, al despojar de dignidad al sufridor, lo encabrona y lo violenta. Digamos de plano que la justicia nada tiene que ver ni con la cárcel ni con el castigo, pues, siendo metafóricamente balanza, su objetivo prioritario es mantener equilibrios. Cuando estos se rompen, la justicia debe restaurarlos. Pero jamás lo conseguirá castigando. Debe, eso sí, obligar al delincuente a pagar los platos rotos y procurar, paralelamente, que se enmiende. Nada hay de castigo en el hecho de obligar al delincuente a reparar los desperfectos que ha causado y, mucho menos, en el hecho de educarlo para una convivencia equilibrada. En este contexto, la única razón que justifica el encarcelamiento de un ser humano es impedir que siga delinquiendo, esto es, causando daño a terceros. Solo se puede privar de libertad a un ser humano cuando de la acción delictiva juzgada se infiere que volverá a delinquir. La cárcel no debe ser cámara de torturas, sino recinto de prevención. No se ha de entrar en ella para pagar por el delito cometido, cosa que solo se conseguirá reparando en lo posible los desaguisados cometidos, sino para impedir que se cometan más delitos. De ahí que el delincuente no deba permanecer en la cárcel un determinado tiempo, como castigo proporcional al delito cometido, sino todo el que se juzgue necesario para que, cuando salga en libertad, se comporte como un ciudadano normal. En una sociedad razonable y bien organizada, el delincuente deberá, por tanto, permanecer en la cárcel el tiempo necesario para cambiar de actitud y modificar sus pautas de conducta. Mientras siga siendo peligroso, la sociedad lo mantendrá a resguardo entre rejas hasta el punto de que, de no cambiar de actitud, deberá permanecer recluido de por vida. Hay una diferencia abismal entre que la cárcel sea cámara de torturas o escuela de prevención. A la cárcel deben ir únicamente los delincuentes peligrosos y permanecer en ella, pero no por lo que han hecho, sino por lo que previsiblemente seguirán haciendo. Por otro lado, resulta ridículo y contraproducente que muchos delincuentes no peligrosos estén encarcelados durante años. Todos los delitos deben ser tamizados por la justicia, pero no todos los delincuentes deben ser recluidos. De encarcelar debidamente a los peligrosos, seguro que, por ejemplo, muchas mujeres que fueron amenazadas y finalmente asesinadas seguirían todavía vivas. 187    

  Una sociedad que se anticipe al delito en sus procedimientos de justicia ahorraría muchos daños a los ciudadanos. También en este campo es mucho mejor prever que curar. El actual sistema carcelario, de condenas a infinitos años que quedan en casi nada por el paso del tiempo o por variopintos baremos de redención de penas, parece un juego arbitrario de jueces que se divierten manejando los hilos de comparsas o marionetas. Nadie tiene derecho a jugar con la vida de nadie y nadie debe ser marioneta manejada a capricho por nadie. La dignidad de todo ser humano, incluso la de un delincuente peligroso o de un recluso, debe ser respetada a rajatabla. Por estar en la cárcel el hombre no pierde sus derechos. La cárcel debe garantizar que un individuo peligroso no cause más daño y ofrecerle la oportunidad de afrontar su propia regeneración como condición indispensable para recuperar la libertad. Solo así la cárcel se convierte en instrumento razonablemente útil para la sociedad. Lo que propongo exige una reforma radical de los sistemas actuales. Ignoro qué rumbo tomaría nuestra sociedad si solo se metiera en la cárcel a los delincuentes peligrosos y a quienes estén en trance de delinquir. Se aliviaría, cuando menos, la tensión de cuantos se sienten víctimas potenciales de la desajustada vida social que padecemos. Ello no implica de ningún modo que los poderes tengan que invadir el terreno sacrosanto de lo privado para coartar la libertad. La libertad es uno de los bienes supremos de todo individuo. Cuanta más libertad haya, mucho mejor. Pero la libertad comporta responsabilidad. De ahí que cuanto más libre sea una sociedad, más responsable y equilibrada será. Ahora bien, en lo tocante a quienes coartan la libertad ajena con acciones delictivas, pues todo delito conculca derechos de terceros, cuanto menos campo de maniobra tengan, mucho mejor. La libertad responsable engrandece al hombre; la libertad abusiva, llamada libertinaje, lo empequeñece. El Estado debe esforzarse tanto en aumentar la libertad auténtica como en erradicar el libertinaje. En un Estado justo y equilibrado, la cárcel jamás debería hacer referencia a un tiempo de reclusión. Hacerlo nos obliga a concebirla como cámara de torturas en la amargura del vivir diario. La cárcel debería ser solo salvaguarda de la sociedad. Solo una sociedad idiotizada puede soltar a un delincuente para que siga martirizándola. La sociedad tiene el poder de ahormar y encauzar la conducta de quienes la cuestionan y la dañan. La libertad tiene el alto precio de la responsabilidad, razón por la que solo deben disfrutarla los que lo pagan.

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  De profundis 47 (El domingo, 16.10.2011, La Voz de Asturias remodela su formato. Este artículo fue el primero publicado en domingo, dos días después del anterior, en el cuadernillo semanal AS-7 MAGAZINE que ocupa las páginas centrales. El nuevo formato permite ampliar un poco su contenido y hasta incluir una ilustración).

… Ello me permitió sumergirme a fondo en la valoración del deporte en general como fenómeno netamente humano y detenerme en la exposición de que el fútbol, uno de los deportes más atractivos, es un exponente de primera magnitud en lo que se refiere a la comunicación humana. Hablen el idioma que hablen, tanto los jugadores como los espectadores entran en una nueva dimensión en la que, como seres humanos, se entienden perfectamente y ponen en juego algo tan importante para lo humano como son los sentimientos, las ilusiones e incluso las decepciones…

EL LENGUAJE DEL FÚTBOL

Confieso abiertamente que no soy forofo del fútbol en general ni de ningún equipo en particular, por más que de vez en cuando vea algún partido o sienta simpatías por algún equipo. Por lo general, el fútbol es denostado por los intelectuales, más atentos supuestamente a necesidades del espíritu, por considerarlo como un simple deporte que se desarrolla entre veintidós jóvenes, en paños menores, que corren desaforados tras un balón, empeñados en meterlo entre unos palos sin poder tocarlo con las manos. Y, dada la trascendencia que está teniendo en España, sobre todo después de haber ganado en 2010 el campeonato mundial, no faltan quienes lo añaden al elenco de banales contenidos de castañuelas, toros y panderetas con que se entretienen lo españoles. Aclaremos, primero, que esos contenidos no tienen nada de banales. Tanto el flamenco como las corridas de toros son dos hitos de la cultura española que merecen un importante capítulo en el libro de la cultura universal. El flamenco no necesita apologetas. A las corridas de toros pronto les dedicaré una reflexión en estas columnas. En cuanto al fútbol, aunque quizá yo no sea capaz de ver más que veintidós jóvenes corriendo tras un balón, me asombran los entendidos cuando ponen de relieve las distintas habilidades de los jugadores y revelan las intrincadas estrategias que se desarrollan a lo largo de un partido. Así como para gozar de la música se necesita un oído 189    

  educado y para contemplar un cuadro, unos ojos y una mente entrenados para captar siquiera un poquito de la belleza plástica que el creador transmite, para deleitarse con el fútbol se necesita una preparación técnica y cultural capaz de desentrañar todos sus entresijos. El lector me permitirá que deje aquí constancia del orgullo que sentí como español por los vítores y la acogida que tuvimos cuando, en el verano del 67, estudiando francés en la universidad francesa de Dijon, un grupo de españoles nos atrevimos a ocupar un escenario con un cuadro flamenco en la fiesta que coronaba aquel curso veraniego. Fue la única vez en mi vida que he salido a un escenario con la misión de gritar ¡olés! y dar palmas. El teatro, abarrotado de jóvenes procedentes de todo el mundo, nos aplaudió a rabiar. En cuanto al fútbol, tema del que no suelo hablar para no delatar mis ignorancias, ocurrió hace un año por estas mismas fechas que, cenando en la residencia del embajador de España en Jordania con personas de cierto relieve social y diplomático, al observar que, a pesar del orgullo patrio de haber ganado la selección española poco antes el campeonato mundial, se lo valoraba con cierto desdoro como elemento identificativo, me atreví a opinar en voz alta que el fútbol tiene el inmenso valor y mérito de ser todo un lenguaje universal. Sorprendidos, mis interlocutores me prestaron atención. Ello me permitió sumergirme a fondo en la valoración del deporte en general como fenómeno netamente humano y detenerme en la exposición de que el fútbol, uno de los deportes más atractivos, es un exponente de primera magnitud en lo que se refiere a la comunicación humana. Hablen el idioma que hablen, tanto los jugadores como los espectadores entran en una nueva dimensión en la que, como seres humanos, se entienden perfectamente y ponen en juego algo tan importante para lo humano como son los sentimientos, las ilusiones e incluso las decepciones. No es difícil que los doscientos millones de personas que en un momento determinado ven un partido, en el campo o por televisión, estén hablando un lenguaje común, perfectamente inteligible para todos ellos, aunque en la vida real se expresen en veinte o treinta idiomas diferentes. Este lenguaje común está construido, además, con fonemas que únicamente vehiculan sentimientos. Tal vez un día los miles de lenguas y dialectos que existen en el mundo sean capaces de encontrar soportes tan expresivos como un balón rodando por el campo, impulsado por las piernas y los cerebros de 22 jugadores, para trazar un camino de entendimiento y unidad entre todos los seres humanos. Seguro que entonces, en vez de despojarnos o incluso matarnos unos a otros, emprenderíamos caminos de desarrollo común en busca del bienestar básico para todos. Deleitaré a mis lectores con algunas anécdotas que tienen mucho que ver con el lenguaje universal del fútbol, anécdotas de las que me serví en la 190    

  cena mencionada por ser muy recientes. Paseándonos mi mujer y yo por un barrio de las afueras de Amán, vimos un grupo de chiquillos jugando al fútbol en la calle. Uno de ellos llevaba la camiseta del “guaje” del Barcelona. Sirviéndonos de mi inglés balbuciente y de las cuatro palabras que entre todos ellos conocían de esa lengua, les hicimos saber que nosotros conocíamos al “guaje” y que vivíamos en su misma tierra, en Asturias. Incluso les explicamos lo que en asturiano significaba la palabra “guaje” que ellos pronunciaban perceptiblemente. Pues bien, aquel grupo de chiquillos jordanos se nos entregó por completo, nos veneró incluso por nuestra proximidad al “guaje” y nos regaló con profusión su simpatía y sus afectos. Comprando un traje para mi mujer en un centro comercial de Amán, nos acompañaba nuestro hijo. Él se entendía muy bien en inglés con el dependiente. En la conversación, congeniaron mucho por ser ambos forofos del Barsa. Después de haber pagado el traje, le pedimos al dependiente que nos regalara (el regateo es casi preceptivo) un collar de bisutería barata, pero que casaba muy bien con el traje en cuestión. Nos dijo que le era totalmente imposible, pues el precio del traje había sido muy rebajado. En estas, se acercó el dueño de la boutique, un hombre maduro. También él insistió en que no podía regalárnoslo. Como mi hijo y el dependiente seguían entusiasmados en su mundo futbolero del Barsa, él manifestó con cierta timidez que era más bien partidario del Real Madrid. Aproveché entonces la ocasión para decir que, aunque mi hijo era forofo del Barsa, yo simpatizaba más con el Real Madrid. Al oírlo, el semblante del dueño cambió como por ensalmo, como si hubiera encontrado un gran amigo, y dijo entonces que aquello era motivo sobrado para regalarnos el collar. Entrando en el museo de la Ciudadela de Amán, pregunté a los conserjes si tenían algún librito o tríptico que recogiera un poco la historia de la Ciudadela y el contenido del museo. No tenían nada. Curiosos, me preguntaron que de qué país venía. Al decirles que era español, ellos comenzaron a echar vivas al Real Madrid. Les hice saber entonces que yo también simpatizaba con el Madrid. Entre nosotros surgió en ese momento una cierta complicidad mágica. Ellos celebraron con manifiesta alegría que un español simpatizante del Madrid visitara tan augusto museo. Sin duda, el fútbol allana caminos, abre puertas. Quien lo desprecia o lo minusvalora, seguro que no sabe lo que dice. Primero, porque se requieren conocimientos técnicos para entender el desarrollo de un partido y saber por qué ha sido, en última instancia, bueno o malo. No todo el que mira un cuadro se adentra en él y goza de su hermosura; no todo el que asiste a una corrida de toros entra en sus entresijos y disfruta de sus lances; no todo el que lee un poema goza de la belleza de sus metáforas y de los sentimientos que transmiten sus versos. Segundo, porque se priva de las ventajas de un lenguaje universal, capaz de aunar a todos los seres humanos. 191    

  De profundis, 48 (Publicado el 23.10.2011)

En cuanto a la concepción del mundo, me exige verlo como un prodigio de equilibrio inmutable. Los terribles bandazos y zarandeos a que mi planeta me somete o los vaivenes y fluctuaciones de mi propia andadura humana, tan anclada en el dolor y la caducidad, no podrán expatriarme jamás del universo del que formo parte. Mi optimismo radical se fundamenta en que el caos y las contradicciones en que la vida me sumerge no son más que aparentes, pues mi mundo real, siendo eterno, o, si se prefiere, siendo divino, no puede menos de estar sometido a un funcionamiento providente y benevolente. Y así, cuando la efervescencia del tiempo que vivo se calme y se subsuma en categorías de eternidad, la plenitud de cuanto soy se manifestará en todo su esplendor de ser infinito.

PASEO METAFÍSICO

La publicación de estas elucubraciones semanales mías en domingo, día de asueto y reflexión, me anima a invitar hoy a mi puñadito de lectores a un paseo metafísico, al ejercicio mental de balancearse de eternidad en eternidad. Buena ocupación dominical. Sé que me disculparán tamaña osadía. En las alturas de las especulaciones de quienes se plantean el espinoso tema del origen del universo, mientras unos dicen que, por su libre disposición y capricho, Dios lo creó de la nada en un momento determinado, otros sostienen que de eso naranjas de la China, que el universo existe desde siempre y que él es la explicación de cuanto acontece. Algunos hablan incluso de una rotación permanente de universos, siguiendo un programa riguroso de sucesivas expansiones y contracciones. Se teje así un rosario de misterios que invitan al hombre a descifrarlos. Tal vez pueda hacerlo dentro de algunos decenios, siglos o milenios, o tal vez no lo consiga nunca.

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  Vana discusión de sordos que se entretienen con un videojuego, manejando un universo virtual. De admitir la existencia de un Dios infinito y eterno, ni siquiera cabría pensar en la mera posibilidad de que, por arte de magia, ese Dios pudiera sacar algo de la nada. La razón es tan sencilla como concluyente: la nada no es un depósito o una despensa, sino un concepto dialéctico de contraposición al ser, una carencia meramente especulativa de cualquier entidad. Al hablar de la nada lo hacemos en un juego imaginario, dialéctico, que contrapone el ser a su negación. Ateniéndose con rigor al concepto, sería contradictorio que Dios pudiera sacar algo de la nada o reducirlo a ella. La omnipotencia tiene límites. Crear, incluso en una supuesta dimensión divina, es engendrar o componer algo nuevo, tal como hacen el literato, el músico o el pintor. Cuando se dice que Dios crea el mundo se expresa realmente que Dios saca el mundo de sus propias entrañas, que derrama su propio ser en sus criaturas. Y, haciéndolo así, como su dimensión es la eternidad, aunque la eternidad sea un concepto tan oscuro e inabarcable para nuestra mente, tendríamos que concluir curiosamente que el mundo creado por Dios es eterno, que existe desde siempre y para siempre: sale del Dios eterno y en él permanece. Los científicos expresan lo mismo cuando afirman que la materia no se destruye, que solo se transforma. ¿Panteísmo? Sin duda alguna. Pero es la verdad esplendorosa del budismo, de los místicos, del Padrenuestro. Ahondando algo más, ni siquiera cabe hablar de un posible entronque, en un momento determinado, del tiempo con la eternidad, pues cuanto dura el tiempo es también eternidad. De hecho, la eternidad es un concepto al que nos asomamos incluso como sucesión infinita de tiempos, sin darnos cuenta siquiera de que el concepto de eternidad entraña, de suyo, la inserción del pasado y del futuro en un presente que, lejos de ser fugaz y efímero, permanece. En otras palabras, a la eternidad le repugnan el pasado y el futuro. Alcanzada esta atalaya, el paisaje que se nos ofrece es tan espectacular y sorprendente que da lo mismo que unos digan que Dios ha creado el universo y que otros sostengan que el universo contiene todos los misterios y explica cuanto existe. Siendo así, no habría inconveniente alguno en llamarlo Dios. Después de tantas vueltas, volveríamos al punto de partida, pues de ser el universo autónomo, sería Dios. Por ello, la cuestión esencial radica en saber si el universo es autónomo, si es la razón de sí mismo, es decir, si es Dios mismo, o si es, en última instancia, la manifestación de un Dios expansivo. Cuestión baladí a la postre porque, enfóquese como se enfoque, terminaremos dándonos de bruces con Dios si somos rigurosos en el planteamiento y nos atenemos a las coordenadas de nuestro propio pensamiento. Aún sin saberlo, el ateo se esfuerza, más que por negar la existencia de Dios, por ponerle un rostro.

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  A la luz de cuanto precede, como ser efímero que dura un soplo en el tiempo, no puedo perder de vista que la insignificante duración de mi vida es, sin embargo, una chispita de eternidad. Ahora bien, como tal y por las exigencias de lo que entendemos o intuimos que es la eternidad en sí, mi vida, aun siendo tan efímera, es eterna. Si en la eternidad no hay partes ni tiempos, mi corta durabilidad en el tiempo abarca toda la eternidad. Por ello, con la libertad literaria que permite la creación de un pensamiento, sabiendo que como individuo he comenzado la andadura de un ser que nace, se desarrolla y fenece en un corto período de tiempo, puedo permitirme el lujo no solo de soñar, sino también de sentir realmente que existo desde siempre y que, aunque moriré en una próxima fecha concreta, duraré siempre. En otras palabras, mi andadura humana, de durabilidad tan limitada, es en realidad un camino que se inicia en la eternidad y se adentra en la durabilidad eterna del universo-Dios del que formo parte indisoluble. Existo, pues, desde siempre y lo seguiré haciendo para siempre. Las perspectivas psicológicas de esta aseveración adquieren dimensiones colosales. Tienen repercusión enorme no solo en mi forma de concebir el mundo y de situarme en él con un optimismo irreversible, sino también en la de orientar mi conducta conforme a un adecuado ordenamiento moral. En cuanto a la concepción del mundo, me exige verlo como un prodigio de equilibrio inmutable. Los terribles bandazos y zarandeos a que mi planeta me somete o los vaivenes y fluctuaciones de mi propia andadura humana, tan anclada en el dolor y la caducidad, no podrán expatriarme jamás del universo del que formo parte. Mi optimismo radical se fundamenta en que el caos y las contradicciones en que la vida me sumerge no son más que aparentes, pues mi mundo real, siendo eterno, o, si se prefiere, siendo divino, no puede menos de estar sometido a un funcionamiento providente y benevolente. Y así, cuando la efervescencia del tiempo que vivo se calme y se subsuma en categorías de eternidad, la plenitud de cuanto soy se manifestará en todo su esplendor de ser infinito. La orientación de mi conducta moral se cifra, habida cuenta de esta conciencia, en que, como individuo, no estoy solo y en que, por ello, me debo a otros seres, animados o inanimados, que, perteneciendo ellos a su vez a mi propio mundo, forman parte incluso de mí mismo. Ello me obliga moralmente a vivir en equilibrio y armonía con cuanto me rodea, no solo con mis semejantes. La moral es tan eficiente y positiva que lo único que me exige, mientras vivo, es amar a cuantos me rodean y respetar el mundo en que existo y habito. Esta dimensión de la moral es la norma suprema de mi conducta mientras vivo y será la pauta de mi perdurabilidad. Confío en que el lector que haya tenido el coraje de llegar hasta aquí no tenga la sensación de haberse perdido por los intrincados vericuetos de un laberinto o de pasearse entre los muros de un manicomio. Al contrario, espero que haya visto, desde la alta atalaya de su entidad, aunque se 194    

  sienta minúsculo, el delicioso panorama de la extraordinaria importancia y valor que su persona tiene y lo que significa en el marco de un mundo en el que él, precisamente él, es todo el mundo, o, si se prefiere, en el que, adentrándose en Dios, se identifica con él.

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  De profundis 49 (Publicado el 30.10.2011)

… el uno de noviembre se ha convertido para nosotros en un día de intensas emociones. La Iglesia Católica celebra una liturgia especial como veneración de cuantos cristianos, mereciéndolo por su vida ejemplar, no han sido elevados todavía a los altares o no lo serán nunca por lo difícil que resulta cumplir todos los requisitos canónicos del proceso pertinente. Podríamos decir que, en general, ese día se conmemora a todos los bienaventurados, pues todos ellos son forzosamente santos, si no por la ejemplaridad de sus vidas, sí al menos por la glorificación que les confiere la gracia divina.

A CUESTAS CON LOS MUERTOS

La fiesta de Todos los Santos el próximo martes y la visita obligada ese día a los cementerios para recordar y homenajear a los muertos bien se merecen hoy estas líneas. Resultaría pretencioso describir aquí la impronta que la muerte tiene en la cultura humana, tan plagada de ritos y ofrendas cuyo fin es acomodar y equipar a los que se han ido. Los sentimientos dispares de sus allegados, de tragedia y desamparo o de mística exaltación, y los ritos variopintos con que se envuelve el fenómeno de la muerte llenarían muchas páginas a poco que se quisiera reflejar su enorme variedad desde los inicios de las culturas que todavía nos amamantan. Nos sobrecoge que un ser, tan importante para nuestra vida y al que queremos tanto, desaparezca de repente. Por ello, sería inhumano quedarse de brazos cruzados por su ausencia y, peor, lanzarse al vacío que deja. Mi pretensión, amigo lector, se limita a reflexionar un momento contigo sobre un fenómeno misterioso que nos sobrepasa con creces y que, por más que nos empeñemos en sacudirlo de nuestra mente, aflora a ella con frecuencia. Por mucho que intentemos zafarnos de la muerte, nos la hace presente el mero discurrir de la vida, que va dejando tras de sí un rastro de mortandad natural, y nos la graban a fuego los cadáveres que la violencia 196    

  va sembrando en nuestro camino. Nos sorprendería saber la de veces que cruza cada día por nuestra mente como pensamiento, como noticia o como alusión. No son pocos los que se asoman bien temprano a los periódicos para mirar las esquelas y ver si algún nombre requiere sus condolencias. Por lo demás, la media estadística de vida arroja la escalofriante cifra de unas doscientas cincuenta mil muertes al día en todo el mundo, razón por la que unos cincuenta millones de personas, entre familiares, amigos y vecinos, danzan a diario con ella. Al fenómeno de la condolencia social, tan masiva en el conjunto de la humanidad, cabe añadir la repercusión económica que la muerte tiene en nuestro nivel de vida. Millones de personas viven paradójicamente de la muerte, industria floreciente sin quiebra posible. Piénsese solo, por ejemplo, en el negocio que hacen estos días, a pesar de la crisis, las floristerías españolas con motivo de la visita a los cementerios pasado mañana, duplicando, por lo general, el precio habitual de las flores. Pues bien, habida cuenta de las connotaciones anteriores, la verdad es que el uno de noviembre se ha convertido para nosotros en un día de intensas emociones. La Iglesia Católica celebra una liturgia especial como veneración de cuantos cristianos, mereciéndolo por su vida ejemplar, no han sido elevados todavía a los altares o no lo serán nunca por lo difícil que resulta cumplir todos los requisitos canónicos del proceso pertinente. Podríamos decir que, en general, ese día se conmemora a todos los bienaventurados, pues todos ellos son forzosamente santos, si no por la ejemplaridad de sus vidas, sí al menos por la glorificación que les confiere la gracia divina. De ser creyentes, una reflexión teológica prieta y rigurosa, que inmunice contra el sentimiento de segregación y de exclusividad que domina férreamente a cualquier grupo humano, nos impondría la conclusión explosiva de que todos los seres humanos, por descalabradas y corrosivas que hayan sido sus conductas, son realmente santos. Salvo que nos hayamos vuelto rematadamente locos, es obvio que, de haber planificado Dios un paraíso de gloria y felicidad eternas como destino para el hombre, a él arribarán forzosamente todos los seres humanos. Una sola excepción echaría por tierra nada menos que tan soberbio y esperanzador plan. Aunque la libertad del hombre puede llevarlo a vivir en un infierno, no le permite crearlo. Y puesto que el número de creyentes es mucho mayor de lo que se confiesa abiertamente, este pensamiento debe ser hoy inmensamente gozoso y reconfortante para muchos. Para quienes dicen no creer en nada y proclaman abiertamente que la muerte es un finiquito sombrío, será una gozosa sorpresa descubrir el esplendor del convencimiento que acabo de exponer cuando les llegue su hora. Poco importa que la muerte, sobre todo la sorpresiva o encarnizada, sea uno de los argumentos más virulentos con que los ateos vindicativos e incluso los creyentes interesados arremeten contra un Dios que, de existir, 197    

  sería responsable directo de crueldades salvajes y de sufrimientos insoportables. ¿Qué Dios podría permitir que los terroristas sieguen vidas humanas a capricho por motivos banales o, incluso, por exigencias de una fe extraviada? ¿Permitiría Dios que un terremoto aplaste o sepulte niños? ¿Ha estado recientemente Dios en Haití y en Libia? Preguntas desesperadas frente al dolor que nada cuestionan, pues el dolor es inherente a nuestro devenir. ¿Por qué razón?, insistirán el incrédulo y el creyente desengañado. Nueva pregunta tan ociosa como si indagaran por qué existen ellos y no otros. Sin embargo, puede que Dios haya estado más presente en Haití y en Libia en los momentos de mayor tensión y tragedia que en ninguna otra parte, socorriendo vicariamente a los damnificados. Si descendemos de las alturas desde las que la fe incontaminada contempla la muerte, las luces de la sicología y la viveza de los sentimientos iluminan en ese terreno un panorama que no es menos esplendoroso y alentador. La vida humana es, unas veces, camino de rosas y, otras, corona de espinas. Por lo general, los gozos vienen envueltos en sufrimientos. La muerte es, paradójicamente, un acto densamente vital, tragedia y plenitud, balance bien cuadrado, único momento de verdad sin mácula, igualdad radical de todos los seres humanos. Cierto que la muerte de un ser querido nos deja un vacío abisal en la psique. Podemos rebelarnos contra ella y hundirnos en la desesperación al vernos privados de una vida que, a la postre, no era nuestra. Pero, a poco que el tiempo amortigüe nuestro dolor y rellene el vacío, nos sorprenderá comprobar que el ser querido no se ha ido del todo, que sigue vivo en la memoria y palpitante en los sentimientos. A veces, incluso hablamos y discutimos con él. Fotografías, vídeos y demás soportes gráficos nos lo ponen hoy fácilmente ante los ojos. Nuestros muertos nunca mueren del todo mientras vivamos. En el sendero peatonal que va de Mieres a Rioturbio por la caja del antiguo ferrocarril minero me cruzo a veces con personas que llevan un ramo de flores al cementerio. Observo en ellas un semblante de paz y sosiego. Van a visitar a sus muertos, a charlar con ellos, a desahogarse, a contarles sus problemas y hasta a pedirles consejo. ¿Miedo a los muertos? En cierta ocasión le pregunté a un enterrador si su trabajo le ponía alguna vez la carne de gallina. “Jamás”, me respondió lacónico y concluyó con humor: “Trabajo aquí muy a gusto y debo de hacerlo muy bien, pues ninguno de mis clientes se me ha quejado nunca”. Los humanos tenemos la fortuna de poder revivir en la memoria situaciones y acontecimientos que nos fueron muy gratos y recuperar la presencia mental de personas muy queridas. Nuestros muertos viven nuestras vidas, pues podemos evocarlos y resucitarlos para compartir afectos. La inhumación no entierra nuestra memoria ni nuestra alma y la incineración no las reduce a cenizas. 198    

  Seamos creyentes o no, la festividad de Todos los Santos nos brinda una oportunidad extraordinaria para revivir acontecimientos que nos fueron muy gratos y sentir el amparo de quienes nos precedieron. Amigo lector, te deseo un feliz día con los tuyos, con esos que echas tanto de menos.

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  De profundis 50 (Publicado el 06.11.2011)

Las deudas insensatas son incompatibles con la sabia previsión que aconseja no meter en la boca más de lo que pueda revolverse y no gastar más de lo que se gane, a no ser que sea para invertir y prosperar. No es previsor el español que se embarca en la adquisición de un piso cuya hipoteca se traga más del cincuenta por cien de sus ingresos, a no ser que haya ganado tanto que hasta pueda comprarlo de contado. No es previsor el que vende la piel del oso antes de cazarlo, ni el que cree a pie juntillas el cuento de la lechera.

LAMENTOS

Si para calificar la condición del hombre inteligente tuviera que elegir una palabra, posiblemente me decantaría por previsión. Inteligente es tanto el capaz de tener un pensamiento propio, autónomo y crítico, como el que acierta a encuadrar su propia vida en el marco en que vive. El primero, sabiendo que la vida es un manojo de virtualidades, explota las más pertinentes y jugosas, es decir, las que conforman y nutren su personalidad, su entidad espiritual. El segundo, pragmático y ecuánime, previsor en suma, ahorma sus instintos y no se deja dominar por gustos y vicios que lo achican, lo zarandean y lo destruyen. Las tres acepciones que la RAE asigna al verbo prever le vienen a este último como anillo al dedo: ver con anticipación lo que puede ocurrir; conjeturar por algunas señales o indicios lo que ha de suceder y disponer o preparar medios contra futuras contingencias. Si desde la atalaya de la previsión observáramos el tipo de vida que los españoles nos hemos traído los últimos años, tendríamos que concluir lamentablemente que una inmensa mayoría no somos inteligentes, pues, amén de haber vivido adocenados, ni hemos visto con antelación lo que se nos venía encima, ni hemos interpretado correctamente los signos de los tiempos, ni, mucho menos, hemos planificado las futuras contingencias de nuestras vidas. Ahora, con la brutal crisis que padecemos, las cosas han cambiado de tal manera que pintan bastos y se cumple a rajatabla aquello de que en el pecado va implícita la penitencia, de que la imprevisión acarrea lamentos. 200    

  A poco que ahondemos, nos topamos con una parte importante de la población española, la de los políticos, que, presa de la escasez de medios activos, descubrió la bicoca de la deuda como fuente inagotable de recursos para darse vidorra de ricachones insaciables y no quebrarse demasiado la cabeza al llevar a efecto proyectos peregrinos, muchos de los cuales se planificaron y se engordaron con las miras puestas únicamente en comisiones fraudulentas y en rentabilidades políticas furtivas. La consigna suprema de los políticos parece haber sido la de ganar el poder a toda costa y mantenerlo el máximo tiempo posible por las oportunidades que ofrece para medrar. Además, hay muchos otros españoles que, a imagen y semejanza de sus opulentos dirigentes, creyeron que vivían en el país de Jauja, razón por la que, sin prestar ninguna atención a sus exiguos ingresos, gastaban y despilfarraban sin miramientos, endeudándose hasta ratios desorbitados que los dejaron indefensos ante los más mínimos vaivenes o fluctuaciones económicos. Inmersos en la gigantesca crisis con la que lidiamos en nuestros días, el haber vivido muy por encima de sus posibilidades les está pasando factura y sus castillos de naipes han comenzado a derrumbarse con estrépito, dejándolos materialmente a la intemperie y en cueros. Las deudas insensatas son incompatibles con la sabia previsión que aconseja no meter en la boca más de lo que pueda revolverse y no gastar más de lo que se gane, a no ser que sea para invertir y prosperar. No es previsor el español que se embarca en la adquisición de un piso cuya hipoteca se traga más del cincuenta por cien de sus ingresos, a no ser que haya ganado tanto que hasta pueda comprarlo de contado. No es previsor el que vende la piel del oso antes de cazarlo, ni el que cree a pie juntillas el cuento de la lechera. Afortunadamente, abundan las familias cuyos modestos ingresos les permiten llevar una vida digna y desahogada, sin agobios y tensiones, ni deudas a las que no puedan responder razonablemente. Y, por el contrario, hay otras con ingresos cuantiosos, incluso astronómicos, cuya vida es una permanente zozobra y un suplicio porque a duras penas llegan indemnes a fin de mes y se ven precisadas a renunciar a caprichos que les parecen consustanciales. Además, mientras aquellas hacen todavía el milagro de ahorrar algo en previsión de que las cosas puedan empeorar, estas, despilfarradoras compulsivas, se quedan a verlas venir, a expensas de que su sol salga por alguna parte. Huelga poner aquí ejemplos de lo que es una buena administración de la casa y, también, cebarse en los clamorosos despilfarros que se producen en el gobierno de la nación. España, la que con dolor y preocupación contemplamos en nuestros días al haberse echado a las espaldas tantos parados e indigentes, semeja a una familia en la que ni el padre ni la madre tienen cabeza y en la que los hijos, sabiendo de sobra que el dinero escasea, refunfuñan y patalean cada vez que se pone coto a sus caprichos. Dice un atinado refrán que “uno a ganar y cinco a gastar, milagrito será ahorrar”.

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  Salta a la vista que, en algo tan importante para la vida como es la administración correcta del dinero disponible, los españoles no hemos sido ni somos inteligentes y, lo que es más grave, no queremos serlo, a pesar de saber que cualquier día nos embargan y nos ponen de patitas en la calle, cosa que ya ocurre con nuestros pisos y que, al parecer, está comenzando a ocurrir con nuestras finanzas. Más aún, cobijamos a listillos depredadores y a sanguijuelas insaciables que, en tan terribles circunstancias, se enriquecen y engordan. Si del orden económico saltamos a otros órdenes de la vida, no es previsor ni, por tanto, inteligente, el que fuma, sabiendo que le hace daño; el que se droga, sabiendo que quedará enganchado; el que bebe para ahogar penas, sabiendo que el alcoholismo es puerta del infierno. Hacemos centenares de cosas que, vistas a la luz de la más rudimentaria previsión, nos obligarán a lamentarnos. La vida es una corta carrera que discurre entre un punto de salida y una meta que no está distante; entre el nacimiento y una muerte que siempre, aunque se vivan noventa años, será intempestiva y temprana. Quienes se consuelan diciendo, para justificar sus aberraciones y vicios, que hay que morir de algo, se atienen a una filosofía vacua, pues no es lo mismo recorrer el corto camino de la vida estando lisiado y ciego que hacerlo como atleta bien entrenado que, además, goza del panorama envolvente. En última instancia, no es lo mismo vivir en un paraíso que en un infierno. La previsión tiene mucho que ver con ello, pues el previsor, ateniéndose a sus medios económicos y a sus condiciones físicas, se acopla a ellos y vive sin sobresaltos. La vida paradisíaca, aspiración suprema de todo hombre, no depende tanto de tener mucho dinero y señorío, ni de ser joven, alto y guapo, como de la maestría de saber crearse únicamente las necesidades que uno pueda atender holgadamente, amén de conformarse con lo que la naturaleza le regala. La adecuada previsión, evitando sobresaltos, sufrimientos y depresiones, atesora bienes suficientes para llevar una vida razonablemente satisfactoria. En el verano de 1967 tuve la fortuna de conocer en Cliniques Saint Eloy de Montpellier a una preciosa joven franco-argelina a quien la poliomielitis no había dejado más movilidad que la de la cabeza y la del dedo índice de la mano derecha. Superados el descomunal zarpazo de la vida y la tremenda depresión consiguiente, doy fe de que era una joven, además de muy guapa, muy alegre, risueña y extrovertida. Con el mencionado dedo y un mecanismo apropiado leía libros; con la boca y un punzón escribía cartas. Por aquel entonces, fue nombrada secretaria general de los estudiantes discapacitados del sureste francés. Su recinto hospitalario, con un impresionante pulmón de acero como único lecho, se convertía durante el día en oficina frecuentada por quienes iban en busca de consejos, orientación y consuelo. Ella sabía sacarle partido a su extrema precariedad. Cuando cuento el caso para sacar de su postración a quien se siente duramente castigado por la vida suelo causar una gran impresión benefactora.

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  De profundis 51 (Publicado el 13.11.2011)

La excelencia recobra todo su esplendor cuando, despojada de su condición de vestido que ennoblece ficticiamente a quien le sirve de maniquí, la reducimos a su auténtico contenido de cualidad del obrar humano. No es realmente excelente quien ostenta un cargo destacado, sino quien obra noblemente, quien se comporta ejemplarmente.

EXCELENCIA

Siempre me ha parecido exagerado que a quienes desempeñan los altos cargos se les dé el tratamiento de “su excelencia”. Excelsitud, eminencia, dignidad y sublimidad parecen cualidades más propias de la conducta que de las funciones. Extraña, por ejemplo, que dignatarios eclesiásticos y civiles sean sus excelencias o excelentísimos señores incluso cuando se trata de pobres hombres cuya conducta deja mucho que desear. No seré yo quien se proponga enmendar la plana a un inflexible y recargado protocolo que, a base de ensalzar los cargos, convierte a quienes los ejercen en marionetas o peleles, maniquíes para encastrar lujosas vestimentas, autómatas para ejecutar gestos minuciosamente diseñados. La excelencia recobra todo su esplendor cuando, despojada de su condición de vestido que ennoblece ficticiamente a quien le sirve de maniquí, la reducimos a su auténtico contenido de cualidad del obrar humano. No es realmente excelente quien ostenta un cargo destacado, sino quien obra noblemente, quien se comporta ejemplarmente. Bajo este prisma, excelente puede ser lo mismo un alto mandatario que un vagabundo aherrojado en la más severa pobreza, aunque haya sido excluido incluso del trato social o esté considerado un apestado. Observar a veces acciones mezquinas e indignas de dirigentes sociales y religiosos choca con descubrir comportamientos de ternura y solidaridad de los desheredados de la fortuna. Solo la acción humana, su contenido y su destino, es digna de considerarse excelente. No nacemos excelentes ni nos lo hacen los cargos que lleguemos 203    

  a desempeñar o las funciones que ejerzamos. Excelentes nos hace solo nuestro comportamiento: la perfección de lo que hacemos y el trato que damos a nuestros semejantes. La excelencia dista mucho de heredarse con la cuna y la fortuna; ni siquiera la llevan aparejada los estudios. El ambiente social ha reservado la excelencia para el desempeño de las funciones más sobresalientes, para los altos dignatarios: excelentes los cargos y excelente su desempeño. Así, no solo son excelentes, por ejemplo, los presidentes y los obispos, considerados incluso “excelentísimos”, sino cuanto sale de su boca. No es lo mismo que una verdad la proclame el papa o que salga de la boca de un simple clérigo, de un seglar y, mucho menos, de un descreído o de un ateo. Poco importa que lo que diga este último sea mejor en la forma y en el contenido. Es una estupidez que el esplendor y la fuerza de una verdad dependan del cargo de quien la proclame. Situándonos en la perspectiva correcta, el criterio de excelencia es un reto al que cada ser humano debería someterse constantemente. Deberíamos aspirar a ser los mejores no solo en nuestros comportamientos sociales, sino también en cualquiera que sea nuestra ocupación. Así, un fontanero debería aspirar, además de a ser una buena persona, a ser el mejor profesional del oficio. Dígase lo mismo del albañil, del barrendero y del ayudante de cocina. Por humilde que sea el desempeño de un rol social, la forma de hacerlo puede convertirlo en una profesión digna de admiración y de orgullo. La evolución, el progreso o la mejora de una sociedad solo pueden alcanzarse en la medida en que los ciudadanos se esfuerzan por ser excelentes en sus cometidos. Así, por ejemplo, el crítico debe plantear los problemas reales de forma equilibrada y sugestiva; el cocinero, deleitar a sus comensales con su gastronomía; el barrendero, mantener limpias las calles de la ciudad; el empresario, hacer rentable para sí y para sus empleados la empresa; el gobernante, además de llevar la vida ejemplar que su función requiere, atinar en el manejo de los dineros públicos; el dirigente religioso, encarrilar la vida espiritual de sus fieles. Un país de vagos y delincuentes jamás podrá aspirar a ser un país excelente. Lo será, sin duda, el país que cuente con buenos y eficientes investigadores; con políticos austeros y buenos administradores, capaces de entusiasmar e ilusionar a los ciudadanos; con docentes que, amén de preparar profesionalmente a sus alumnos, los eduquen y ayuden a madurar; con religiosos que sean fiables testigos del evangelio cristiano; con médicos que sanen a los enfermos y ayuden a sus pacientes a afrontar las situaciones de dolor y, en fin, con ciudadanos eficientes en sus actividades, sea que trabajen en las profundidades de una mina, sea que se ocupen de las múltiples tareas del hogar o atiendan a sus ascendientes o descendientes. 204    

  Aunque las innumerables actividades humanas sean todas importantes, hay, sin embargo, profesiones de mayor trascendencia para el conjunto de la sociedad, razón por la que alcanzar la excelencia en esos campos es más determinante. Los administradores públicos, los clérigos, los policías, los jueces, los docentes, los escritores, los periodistas, los empresarios y los médicos tienen cometidos y responsabilidades con especial repercusión en la marcha de la sociedad. Su responsabilidad confiere tintes de vocación a su profesión. Si la vocación sacerdotal tiene por misión elevar a los humanos a su condición espiritual, las profesiones mencionadas tienen misiones sociales que no le andan a la zaga a la sacerdotal, pues de cómo ejerzan su función depende, en lo político, que el dinero público sea considerado un instrumento de lo más sagrado al servicio del hombre; en la convivencia, que se pueda vivir con desenvoltura y sin miedo; en lo docente, que niños y jóvenes sean adecuadamente preparados para crecer como hombres y ejercer los cometidos que la sociedad les encomiende; en lo relativo a la información, que el ciudadano no sea confundido ni desorientado; en la productividad, que un país mejore y aspire a un mayor nivel de vida, y, finalmente, en lo sanitario, que la salud de un pueblo, la fuente de todos sus bienes, no ahogue económicamente a los ciudadanos ni les someta a precariedades dolorosas. La vocación sacerdotal requiere una consagración personal; las demás profesiones requieren entrega incondicional a un servicio social. Que un pueblo sea excelente depende, sobre todo, de que lo sean sus profesionales más influyentes. Lo dicho no minusvalora y, mucho menos, desprecia el cometido social de los demás roles sociales. Pero los condiciona y arrastra a su mismo nivel de exigencias o de laxitud. En un país de roles excelentes un fontanero no podría permitirse la estupidez de hacer chapuzas ni un barrendero la de esparcir la basura. El nivel de excelencia que han alcanzado muchos de nuestros deportistas debería arrastrar a los españoles, tan indolentes y bastos, a no escatimar esfuerzos para ponerse a su altura, cada uno en su propio campo. La excelencia en los comportamientos y en la profesión debería ser contagiosa, aunque fuera a ritmo inferior al que lo hacen el mal gusto y la desidia. Digamos, finalmente, que la excelencia es aliada del sentido común: lo excelente, además de mejor, es más satisfactorio y rentable, y cuesta, a la postre, menos esfuerzo. La vergüenza del garrafal suspenso que en cuanto a excelencia merecemos hoy los españoles es imputable, principalmente, a políticos que son problema y no solución. También son responsables los clérigos, los docentes, los empresarios, los policías, los escritores, los periodistas, los jueces y los médicos cuando achican las miras sociales de sus respectivas profesiones. Las elecciones en las que estamos inmersos y la desconcertante crisis que padecemos son momento propicio para una rigurosa purga nacional. La excelencia es siempre una maravillosa recompensa. 205    

  De profundis 52 (Publicado el 20.11.2011)

Sabemos que se avecinan días de renuncias y de estrecheces. En esta noche de risas estentóreas y de sollozos ahogados, solo le pido una cosa al ganador, haya sido mi candidato o no: que haga una planificación seria de las actuaciones económicas a emprender antes de apretar cinturones ajenos. Para ello, debe conocer a fondo la cuantía exacta de la deuda que nos ahoga y analizar minuciosamente cada una de las fuentes de donde pueda sacarse el dinero para saldarla. Después, deberá cuantificar el ahorro a conseguir con una administración pública racionalizada, austera y rigurosa. Solo la austeridad pública le dará la autoridad moral necesaria para pedir sacrificios a los ciudadanos, procurando que cada cual contribuya al procomún conforme a sus haberes. Así España volverá a ser juiciosa y los políticos acertarán en el desempeño de su difícil tarea.

PLENITUD BORROSA

Las elecciones le confieren a este día una cierta plenitud: los ciudadanos ejercen su derecho democrático más básico y eligen nada menos que el gobierno de la nación. Los españoles deberíamos tener la sensación de que tanto el gobierno de España como su rumbo dependen hoy exclusivamente de cada uno de nosotros. El ordenamiento social de la democracia se fundamenta en la libertad. Cada ciudadano puede votar incluso a capricho, aunque el sentido común fije márgenes y cauces. Tan omnímoda libertad enfrenta al individuo consigo mismo, con su propia responsabilidad. Cada español lidiará hoy sus propios fantasmas, en juego con sus propias obsesiones, aspiraciones, revanchas y fidelidades. Muchos, caprichosos, harán hoy su santa voluntad y darán cancha a su real gana: unos mandarán a los candidatos a freír espárragos y ni siquiera se molestarán en acudir a los colegios electorales, castigando con su abstención la política que sufren; otros los despreciarán olímpicamente votando en blanco, en proclama manifiesta de que ninguno 206    

  merece ser elegido. Los más, sensibles a la cuestión y responsables del rumbo de la nación, votarán a unos partidos u otros por muy diversas razones. Antes de proseguir, dejemos claro que la limitación de elegir listas cerradas, es decir, de votar a quienes los dirigentes de los partidos han elegido primero, cercena considerablemente la libertad del elector. Es un cruel zarpazo a la libertad, una importante sustracción. Elegir a los previamente elegidos por otros es elegir a medias. De ahí que el ciudadano responsable de sus actos y respetuoso de su condición, al elegir un bloque cerrado de candidatos, tenga que tragar sapos optando por personas por las que libremente nunca se decantaría. Pues bien, muchos de los que votan unas listas u otras lo hacen por mero instinto al inclinarse por unas siglas que consideran suyas, al margen de que quienes figuran en ellas estén o no capacitados para gestionar la cosa pública. Les trae sin cuidado que sean buenos o malos gestores, pues lo único que les importa es que ganen los suyos. Así obran las bases electorales de los partidos, ciudadanos adictos a unas siglas, a una ideología demagógica a la que se enganchan de por vida. Llueva, truene o granice, jamás votarán otra opción. A esta clase pertenecen los militantes, los buscadores de prebendas, los amarrados a pesebres y, en general, cuantos ven en su partido unas alas protectoras. Dada la situación española, los partidos políticos deberían poder emitir cédulas de fidelidad y ahorrar a sus fieles adeptos elecciones engorrosas y caras. Contando con esa base, en la contienda electoral se dirimirían solo los votos de quienes analizan la situación en orden a elegir a los mejor capacitados y preparados para dirigir el destino colectivo en cada momento. Las campañas electorales podrían ser entonces más cortas y concretas, más argumentativas y menos demagógicas. Pertenezco irremediablemente a quienes obran racionalmente, también en las elecciones. No tengo ningún interés particular en la política y no guardo fidelidad a ninguna sigla. En cada convocatoria valoro los candidatos que se presentan en mi circunscripción electoral. Al descartar la abstención y el voto en blanco, pues de nada me sirve despreciar y humillar a los políticos, trato de hallar en las listas que se me ofrecen candidatos que me parezcan capaces, honestos y ejemplares, que me hagan digerible tener que elegir una lista prefijada. En alguna ocasión, de buena gana habría retirado mi confianza al poco tiempo de emitir mi voto por la deriva política del partido elegido. Considero un serio contratiempo de la democracia que no se pueda retirar la confianza a los políticos que defraudan. El voto es un cheque en blanco, operativo a lo largo de toda una legislatura. Una vez que se ha votado, no cabe rectificar. Al ciudadano no le queda entonces más recurso que el pataleo, la protesta callejera o el cabreo chigrero. Necesitará mucha paciencia para desquitarse en sucesivas elecciones. 207    

  Hoy, 20 de noviembre, es un día de plenitud que pone en nuestras manos el destino de España. No es una plenitud clara y gozosa, sino tamizada, difusa, borrosa. Las limitaciones de libertad que sufrimos al votar la distorsionan. Cuando esta noche se conozcan los resultados, unos, los ganadores, estallarán de alegría y lo celebrarán con fiestas, sintiéndose dueños del mundo. No serán pocos los que vean allanados sus caminos y sueñen con que sus despensas se llenen de nuevo o sigan bien abastecidas. Les sonríe el futuro. Otros, en cambio, aunque jamás se reconocerán perdedores, pues siempre hay perspectivas para sentirse vencedor, no dejarán de carcomerse por dentro. Les toca atrincherarse o aletargarse a la espera de mejores tiempos. Gloria para unos, postración para otros; hartura para los ganadores, penurias para sus contrincantes. Para los que, como yo, eligen con criterio a quienes les parece que pueden llevar mejor el timón de la nación, no será momento de algarabía ni de lamentos, sino de esperanza. Como sus propios medros o estrecheces dependen solo de ellos mismos, de los políticos esperan cuando menos que nos les entorpezcan el camino. Si sus candidatos ganan, quedarán a la expectativa de saber si acertaron al elegirlos. Si no ganan, se resignarán y, de no salir bien las cosas, se podrán consolar achacando el fracaso a los que se equivocaron al elegir a otros. En general, unas nuevas elecciones, sobre todo si hay relevo en las cumbres, como parece que ocurrirá hoy, vienen a significar un nuevo punto de arranque. En el presente, no se partirá de cero, como si se iniciara una nueva carrera, sino de una posición penalizada por la crisis. La perspectiva económica y social que ofrece hoy España, tan depauperada, exigirá tesón, constancia, fuerza, autoridad y claridad en los enfoques a la hora de pedir esfuerzos y sacrificios a los ciudadanos. Sabemos que se avecinan días de renuncias y de estrecheces. En esta noche de risas estentóreas y de sollozos ahogados, solo le pido una cosa al ganador, haya sido mi candidato o no: que haga una planificación seria de las actuaciones económicas a emprender antes de apretar cinturones ajenos. Para ello, debe conocer a fondo la cuantía exacta de la deuda que nos ahoga y analizar minuciosamente cada una de las fuentes de donde pueda sacarse el dinero para saldarla. Después, deberá cuantificar el ahorro a conseguir con una administración pública racionalizada, austera y rigurosa. Solo la austeridad pública le dará la autoridad moral necesaria para pedir sacrificios a los ciudadanos, procurando que cada cual contribuya al procomún conforme a sus haberes. Así España volverá a ser juiciosa y los políticos acertarán en el desempeño de su difícil tarea. Sin hacer grandes sacrificios ni sufrir las penalidades que hoy ya muchos sufren, los españoles podemos sacudirnos la vergüenza de que otros europeos vengan en nuestra ayuda como si fuéramos pordioseros. Tenemos dinero sobrado para saldar nuestras trampas. Bastará obrar con 208    

  justicia para evitar que las espaldas más doloridas y débiles, como suele ocurrir, carguen el grueso de la sinrazón. El que resulte ganador esta noche deberá regenerar la política española. No lo conseguirá si primero no ata corto a los políticos y hace que sean solución y no problema. La moderación de los políticos, además de ahorrar mucho dinero, será decisiva, pues su función ejemplar servirá de motor para revolucionar la nación y echarla a andar. ¡Ojalá vivamos un día de plenitud luminosa, expansiva! A mi papeleta, que deseo ganadora, le inocularé mágicamente este deseo.

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  De profundis, 53 (Publicado el 27.11.2011)

No me andaré hoy por las ramas ni me entretendré en valoraciones históricas sobre por qué nacen los nacionalismos incómodos e incluso beligerantes hasta el extremo de servirse del terror como instrumento político. Para los nacionalismos separatistas que pululan en España, la independencia parece no tener más alcance ni consistencia que la de un sonajero en manos de un bebé deslumbrado por sus colores, su movimiento y su sonido. Dada la frivolidad con que hoy se maneja la historia y las conveniencias oportunistas, de no ser una quijotada burlesca, diría que no ya cada región sino cada comarca y hasta puede que cada familia española podrían aspirar en nuestro país a constituirse en repúblicas independientes. ¿Es acaso la independencia una panacea para resolver los problemas de los ciudadanos? Si algo sabemos los españoles actuales es que los políticos crean tantos más problemas a los ciudadanos y son tanta más carga para sus debilitadas espaldas cuanto más se multiplican. Así, en vez de ser los mejor posicionados para resolver los problemas comunes, los políticos españoles son hoy uno de los más serios problemas de la nación española. A más políticos, más casta privilegiada y mayor guirigay en el corral patrio; más deudas y menos perras, menos servicios y menor bienestar.

NACIONALISMO

Aflora hoy aquí una vieja reflexión, muy oportuna tras las elecciones generales. Es bien sabido que en un sistema democrático la libertad se impone de tal manera que cualquier persona puede asociarse con otras para alcanzar objetivos legales. Los partidos políticos se presentan a las elecciones con idearios, programas y proclamas que los diferencian de otros competidores a la hora de formar mayorías legislativas. Quienes militan en la política se afilian a partidos que aspiran a gobernar o a ocupar puestos en

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  las administraciones públicas locales, regionales o nacionales, ateniéndose a las reglas de juego que determina la democracia. Por lo general, las diferencias entre unos partidos y otros, que deberían reflejar enfoques, postulados y principios bien definidos y una marcada personalidad, son delgadas líneas divisorias que se difuminan con frecuencia tanto a la hora de sentar principios programáticos como de emprender políticas concretas. A resultas de todo ello, los electores se ven obligados a fijar sus opciones por unos u otros en función de razones o sentimientos que nada tienen que ver muchas veces ni con los contenidos específicos de la ideología que los inspira ni con los programas que pretenden llevar a efecto. En este sentido, los partidos nacionalistas, cuya personalidad parece apuntalarse exclusivamente en el arduo propósito de convertir en soberano el territorio de su demarcación, terminan siendo uno más de los que entran en juego en el ejercicio de la democracia. Su pretensión excluyente resulta entonces abusiva además de improcedente. Los nacionalismos radicales y excluyentes, que potencian hasta la exasperación lo particular y lo privativo en detrimento de lo común, siguen la estrategia del beneficio oportunista del rumbo a ninguna parte. Precisemos de paso que no es lo mismo nacionalismo que nación, por más que aquel se derive de esta, pues el nacionalismo es movimiento disgregador de la nación. Los nacionalismos son forzosamente regionales. No cabe hablar de ningún modo del nacionalismo español refiriéndose a la defensa de la nación española, pues el nacionalismo se quedaría aquí sin contraste, sin anclaje del que descolgarse, salvo que en un futuro España se integre en una demarcación política mayor, como podría ser algún día la nación europea. Solo cabe hablar de nacionalismos dentro de un territorio determinado como fuerzas disgregadoras de ese mismo territorio. Pretendiendo justificarse por razones históricas, distorsionadas o alteradas si no olímpicamente inventadas, los nacionalismos se nutren, en última instancia, de sentimientos regionales utópicos. Como unidad administrativa de un territorio, convertido por ello sentimentalmente en patria de identificación personal, la nación ni siquiera se acopla al concepto de “pueblo”. Así, por ejemplo, aunque cupiera hablar del pueblo catalán o del vasco, no por ello se sentarían las bases para una Cataluña o Vasconia independientes. Dignidad y servidumbre de la democracia, sistema que resulta por ello tan sólido y fuerte como vulnerable y frágil. Por un lado, la democracia ampara incluso a quienes, cobijándose bajo sus alas, se proponen destruirla para implantar democráticamente sistemas de gobierno totalitarios que reniegan de sus principios. Por otro, ampara igualmente a quienes, en el regate corto, es decir, en su propia organización interna, no aceptan las reglas de un juego que debería abarcar lo alto y lo ancho, lo difuso y lo definido. 211    

  Resulta difícil digerir que quienes claman por reglas de juego claras y equilibradas en lo general, jamás se atengan a ellas en lo particular. ¡Grandeza y dignidad de la democracia, capaz de cobijar y dar juego a quienes, en lo que depende estrictamente de ellos, jamás se atienen a sus reglas! No me andaré hoy por las ramas ni me entretendré en valoraciones históricas sobre por qué nacen los nacionalismos incómodos e incluso beligerantes hasta el extremo de servirse del terror como instrumento político. Para los nacionalismos separatistas que pululan en España, la independencia parece no tener más alcance ni consistencia que la de un sonajero en manos de un bebé deslumbrado por sus colores, su movimiento y su sonido. Dada la frivolidad con que hoy se maneja la historia y las conveniencias oportunistas, de no ser una quijotada burlesca, diría que no ya cada región sino cada comarca y hasta puede que cada familia española podrían aspirar en nuestro país a constituirse en repúblicas independientes. ¿Es acaso la independencia una panacea para resolver los problemas de los ciudadanos? Si algo sabemos los españoles actuales es que los políticos crean tantos más problemas a los ciudadanos y son tanta más carga para sus debilitadas espaldas cuanto más se multiplican. Así, en vez de ser los mejor posicionados para resolver los problemas comunes, los políticos españoles son hoy uno de los más serios problemas de la nación española. A más políticos, más casta privilegiada y mayor guirigay en el corral patrio; más deudas y menos perras, menos servicios y menor bienestar. Si los ciudadanos fueran capaces de apearse de la demagogia identificadora, la que se empeña en difundir que para ser auténticos catalanes y vascos se requiere una Cataluña y una Vasconia independientes, a la hora de afrontar la vida real, la que tiene que poner cada día comida en la mesa, tejados bajo los que cobijarse, vestidos para arroparse, fármacos en los ambulatorios y bisturís en los quirófanos, optarían por adelgazar en lo posible la política a fin de que no sea veneno que mata o gasto superfluo que empobrece. El ciudadano de a pie se siente descoyuntado y cosido a impuestos. ¡Bendita democracia imperfecta que, lejos de implantar y favorecer nuestra libertad y de acrecentar nuestro bienestar, nos atenaza y nos esclaviza! Estos últimos años hemos vivido tiempos de huida desenfrenada que nos han arrastrado a los acantilados. De no corregir el rumbo, nos despeñaremos como pueblo y como nación. Se impone, pues, el tiempo de la rectificación, de achicar el nivel artificial de vida. Debemos recuperar la racionalidad, restaurar el sentido común, ser pragmáticos y previsores y alejarnos de ensoñaciones y quimeras. La austeridad y el ahorro, siempre recomendables y oportunos, ahora vitales para no ser estrangulados, requieren que la política deje de ser una fiesta continua y un desenfreno insensato. Reajustes, reordenación, economía de medios, trabajo y 212    

  sacrificio son los trazos de una realidad a la que, queramos o no, tendremos que someternos. Frente a tan exigente panorama, no hay más remedio que atemperar los nacionalismos, achicar las autonomías, eliminar los gastos superfluos, apretarse el cinturón, doblegar los orgullos y curvar las espaldas. Vivimos todavía, afortunadamente, en una sociedad de aceptable bienestar. Conservarlo exigirá grandes sacrificios y apreturas, además de mucha cabeza y mesura. Cuando el dinero no llega para todo y se impone un largo período de ahorro para quitarse de encima la deuda, demoledora de estructuras sociales, que hace intransitable nuestro camino, es preciso recortar gastos donde se pueda hacer sin traumas sociales. Ahora bien, mal que le pese a muchos, dentro de las cosas prescindibles o reajustables están las autonomías y los nacionalismos. No digo que sea necesario erradicarlos, sino que urge redimensionarlos para que no tengan tanto impacto en el debe. Las autonomías prestan servicios excesivamente caros; los nacionalismos desvían los dineros públicos a bolsillos particulares.

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  De profundis 54 (Publicado el 04.12.2011)

… a resguardo de tomaduras de pelo o de chifladuras mentales, no resultará difícil entender que el mal ha sido siempre una poderosa arma de tortura de la que han abusado tanto los poderes políticos como los religiosos, amén de cuantos se han aprovechado de la cultura dominante. Tratándose de algo tan serio, la carcajada de estas elucubraciones está cargada de denuncia irónica.

FRAUDE DEL MAL

Habida cuenta de la raigambre que el mal tiene en nuestra cultura, cual lapa que se agarra férreamente a nuestra psique, espetarle a alguien de golpe que no existe, que es un vulgar fraude, le suena a tomadura de pelo o a chifladura de diletante. Jactarse incluso de sus estragos refleja más un desequilibrio mental que una intuición genial, capaz de desinfectar una cultura milenaria. Hay concienzudos estudios que se han enredado en los entresijos de un tema que trae a mal traer a la inmensa mayoría de los humanos. Sin embargo, a resguardo de tomaduras de pelo o de chifladuras mentales, no resultará difícil entender que el mal ha sido siempre una poderosa arma de tortura de la que han abusado tanto los poderes políticos como los religiosos, amén de cuantos se han aprovechado de la cultura dominante. Tratándose de algo tan serio, la carcajada de estas elucubraciones está cargada de denuncia irónica. Afirmar que el mal no existe, habida cuenta de la milenaria trayectoria humana de perversión, solo puede hacerse como expresión de una desmedida euforia infantiloide o como intuición genial de una realidad esplendorosa, siempre manipulada. Cuando en alguna tertulia festiva entre amigos, llevada la conversación hacia contenidos tan serios como infrecuentes, afirmo que el mal no existe y que es solo una invención interesada, algunos me replican tajantes: “Eso es una majadería. La existencia del mal es palmaria. De no existir el mal, tampoco el bien. El amor sería un sentimiento vacuo y la existencia, evanescente”. La discusión nos lleva entonces a un cruce de caminos no señalizado. El lector inteligente 214    

  ya ha descubierto que me refiero al mal moral, pues el sufrimiento y los destrozos que nos causa la vida son otra cosa. La réplica aludida discurre por un derrotero equivocado y se adentra en dirección prohibida. La afirmación de que el mal es pura ficción conceptual, un instrumento de tortura, similar al coco con que nos amedrentaban en la infancia, no vacía el bien y, mucho menos, desintegra la realidad. La rotundidad de la réplica nace de que llevamos el mal tan metido en el tuétano de nuestros huesos, léase neuronas, que su desaparición nos robaría consistencia y funcionalidad, el mundo real desaparecería de nuestras manos y no entenderíamos lo que acontece. Cierto que la negación del mal arrastra consigo la de muchas otras cosas, todas flagelantes. Así, en el ámbito religioso desaparecen nada menos que el demonio, el pecado, el juicio final y, por ello, la necesidad de una redención cruenta con su aparejo de dolor y sacrificio; desaparece, además, la imagen de un Dios terrible, con la espada enhiesta en una mano, pronta a cortar cabezas, y las cerillas en la otra para encender las piras infernales; lenguajes como la literatura, la pintura, la música, la poesía y el celuloide adelgazan tanto que se quedan anoréxicos. En contrapartida, el horizonte de la vida humana se vuelve panorámico; la libertad responsable, la única legítima, se hace omnímoda, y Dios adquiere su auténtica dimensión de ser indefectiblemente providente y benevolente. En el ámbito de la moral, el castigo se muestra como poder abusivo de dominio; la justicia se clarifica y redimensiona como reparación del daño causado y regeneración del delincuente. Se abre así un camino de sosiego, de paz y de humanización. El invento del mal, so pretexto de explicar la conducta depravada, convierte al hombre en campo de maniobras de intereses turbios. Al eliminar el mal de nuestro horizonte cultural socavamos muchos de los poderes que nos manipulan y esclavizan. El mal no es más que el brazo cruel de una sociedad impregnada de maniqueísmo. Afirmar convencido que el mal no existe exige un alto grado de libertad de pensamiento y el equilibrio necesario para saber que cuanto encerramos en su órbita de influencia no es más que la defensa de intereses egoístas. En el capítulo del mal escribimos los yerros que cometemos a la hora de elegir una entre las muchas opciones que en todo momento se nos ofrecen. Ahora bien, uno no es malo por errar, pues quien se equivoca puede afortunadamente enmendarse. Si realmente fuéramos malos, lo seríamos para siempre. La negación que hago del mal no es en absoluto descabellada. Me ha costado años de cavilación, de sudor, de atrevimiento, de valentía y de humildad llegar a afirmar, en el medio ambiente cultural en que vivo, que el 215    

  mal no existe, que no es más que un "coco" de ficción del que muchos se sirven para lograr intereses abusivos que ni siquiera nos atrevemos a denunciar. La recompensa de tanta escalada mental es la contemplación de un paisaje bello, sin mácula ni fealdades. Psicológicamente, es imposible que el hombre mueva un solo dedo por algo que no le convenga de alguna manera. Los escolásticos lo planteaban con mucha más concisión: la acción es efecto de una potencia que se completa y perfecciona en el acto. Es decir, cuando actúo, lo hago en pos de algo de lo que carezco, de algo que necesito. Por ello, toda acción, en cuanto da cuerpo a una potencia, es necesariamente positiva. En otras palabras: es imposible proponerse hacer algo malo o negativo, algo carente de bien, algo no conveniente. Me serviré para esclarecerlo de un ejemplo extremo: el pederasta asesino, cuando abusa del niño para su propio gozo y lo elimina para no ser delatado, persigue algo que juzga erróneamente conveniente para sí mismo, como es la satisfacción de una pasión sexual desajustada y la inmunidad frente a una sociedad que, de descubrirlo, lo condenaría. En su mente no tiene entidad ni el daño que causa el abuso sexual ni la vida del niño que arrebata tan miserablemente. Incluso en un acto de pura venganza lo que el actor persigue es calmar la ansiedad psicológica de su espíritu atormentado. Insisto, es psicológicamente imposible proponerse “hacer el mal”. El daño se deriva del hecho de que la acción que persigo como buena para mí resulta perjudicial para un tercero. Se trata, por tanto, de una acción equivocada. En el mundo hay locos, depravados, depredadores, verdugos y egoístas de grueso calibre, individuos para quienes los demás son solo mercancía de lucro y placer. No son malos, pero están desajustados. Su conducta contraviene el principio moral de favorecer la vida. Es injusto castigarlos por ello; lo justo es obligarlos a reparar los estragos que causan, evitar que reincidan y reducarlos. Sería un despropósito mayor afirmar que merecen castigos eternos y, sobre todo, ver a su trasluz la acción perversa de un supuesto Maligno cuya misión consistiría en fomentar el mal. Que la cultura haya estado impregnada de tan fulminante veneno durante siglos se debe únicamente a una injustificable pereza mental para analizar críticamente lo que ocurre y a intereses turbios de grupos religiosos y sociales que se aprovechan del mal. El mal ha sido utilizado como fuerte cadena para atenazar las mentes, domesticarlas y esclavizarlas. ¿Qué sería del cristianismo sin el pecado original? ¿Y del islam sin infieles a los que combatir? Ambas religiones, cuya verdad ilumina a más de la mitad de los seres humanos, necesitan una atrevida refundación. Afortunadamente, ambas guardan en su seno la fuerza para hacerlo: el cristianismo predica el Dios benevolente del Evangelio y del Padrenuestro; el islamismo aclama al Dios coránico, el 216    

  misericordioso, sin pizca de belicoso. ¿Por qué envían entonces a sus fieles al infierno o a la muerte? Por puro interés. Su auténtica misión consiste en convencer a los seres humanos de que, siendo hermanos, amarse unos a otros es lo mejor para sus vidas y para la humanidad.

NOTA A ESTE ARTÍCULO: Por parecerme muy interesante, reproduzco a continuación tanto el comentario que el compañero cursario Gonzalo González García (a los Cursarios les he dedicado el De profundis 41 con motivo del encuentro realizado en Oviedo el fin de semana 9-11 de septiembre de 2011) hizo a este artículo el 05.12.2011 en el correo común de los cursarios, como mi propia respuesta, enviada también a los cursarios como archivo adjunto, el domingo, día 11.12.2011. Comentario de Gonzalo González García: EL SUEÑO DE UN MUNDO BELLO No quiero instalarme en la comodidad, pero eso no significa necesariamente compartir todos tus puntos de vista. Me identifico plenamente con todo lo que tienen de utopía y de búsqueda y comprendo todo lo que a mi entender tienen de exageración. Yo también sueño con un mundo “bello, sin mácula ni fealdades”. Pero, como me recuerda todos los días una pintada en las cercanías de mi casa, “para soñar 1º (sic) hay que estar despiertos”. Rechazo cualquier explicación maniquea del mal moral. Seguramente algo tiene que ver con ello el estudio de Santo Tomás, cuya labor en la historia – a decir de Chesterton – está perfectamente expresada en aquel puñetazo que dio sobre la mesa del banquete real por haber encontrado el argumento para liquidar a los maniqueos. Creo profundamente en la bondad entitativa del hombre (todo lo que Dios creó es bueno) y desde esa confianza no cabe distinguir entre buenos y malos. Pero ese ser bueno que es el hombre tiene una peculiar forma de actuar que lo especifica y distingue. Y aquí nos topamos con la libertad, que no puede ser “omnímoda” porque choca con dos obstáculos infranqueables: la falibilidad de la inteligencia humana y la indeterminación de la voluntad por la razón. Ni la inteligencia humana es capaz de llegar a la verdad total ni la voluntad se somete incondicionalmente a la razón. Aquí radica la posibilidad de realizar acciones en las que no concurren todas las dimensiones de la bondad. Son acciones deficientes, equivocadas y - ¿por qué no llamarlas así? – malas. Claro que uno no es malo por el hecho de errar; pero tampoco su bondad es tan absoluta que le impida realizar acciones malas, ni éstas le convierten en malo para siempre.

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  Cuestión bien distinta es la actitud que hemos de adoptar frente a acciones o conductas equivocadas, erróneas o malas. Nada de recurrir a un Dios justiciero y castigador, ni a poderes que manipulan y esclavizan. Pero, por otro lado, me parece poco limitarse a reparar sus efectos, evitar que se repitan y reeducar a sus autores. ¡Bienvenida sea esa justicia! Y para prepararla yo sueño – antes que nada y sin exigir contrapartidas – con poder ofrecer a quienes se equivocan confianza y amistad, liberarlos de la vergüenza y la humillación, rescatarlos de cualquier marginación y acogerlos como amigos. Y luego ya veremos lo que pasa ... A lo mejor se despeja el panorama y se ensancha el horizonte ...

Mi respuesta: Abordaré el “Sueño” de Gonzalo conforme a la sabia metodología implantada teatralmente por Antonino en el encuentro cursario de Oviedo, la de “lo primero”, “lo principal” y “lo secundario”. Lo primero es agradecer a Gonzalo que haya dedicado parte de su tiempo no solo a leer mi artículo “Fraude del mal”, sino también a escribir una atinada y densa reseña crítica. Ello me halaga. Lo principal es constatar que Gonzalo comparte genéricamente el planteamiento, es decir, algunos puntos de vista (“no todos”, dice), lo cual me hace pensar que no debo de estar tan loco como creo. Lo secundario son las numerosas aporta, todas muy enriquecedoras:

matizaciones y puntualizaciones

que

-Sueño y vigilia. La mejor vigilia, creo, es una conciencia crítica insobornable. Llegamos a un mundo feo sin pedirlo y feo lo dejaremos sin poder cambiarlo, pero, mientras, soñamos mejorarlo. El cristianismo es una bella utopía, un reconfortante sueño. Pero, atención, el mundo es inconmensurablemente bello; solo nuestras mezquinas acciones lo afean y esas, afortunadamente, sí podemos mejorarlas. - Lo que para Gonzalo se muestra como “exageración” comprensible, para mí es el coraje de sacar las conclusiones pertinentes de un discurso riguroso, fiel y novedoso, por impactantes y sorprendentes que sean. Es un tipo de discurso que nunca me acobarda ni me echa para atrás, aunque a veces me crea problemas y me da dolores de cabeza. -Chesterton describe farragosamente la anécdota sobre el “Eureka” de santo Tomás sobre los maniqueos, pero no explicita su contenido. Claro, santo Tomás no es maniqueo, pues no considera el mal como principio absoluto: el mal es introducido en el mundo por el pecado de Adán y eliminado por la redención de Cristo. Pero ni él mismo se libra de la 218    

  atmósfera dualista (maniqueísmo, dualismo, gnosticismo, catarismo), tan sutilmente incrustada no solo en la fe, sino también en la vida cristiana. Además, el triunfo del bien sobre el mal nunca llegará a ser completo para quienes creen en un infierno eterno, lleno de incautos. La dramatización bíblica sobre el mal ofrece una explicación atractiva, si bien pueril, sobre la perversión de la naturaleza humana por el pecado original: un Tentador, avispado y seductor, consigue su propósito por la debilidad de una mujer que induce a su marido a comer una manzana, fruto nada menos que del “árbol del bien y del mal”. ¡Curioso el nombrecito del árbol! Pero naufraga olímpicamente al explicar la razón de ese “tentador”: el más bello ángel se convierte en demonio por rebelarse contra Dios. Explicación insuficiente. ¿Por qué se rebela? Se dice que lo hizo por soberbia, pero no se da razón de ella. ¿De dónde procede la soberbia que ya tenía el ángel antes de degenerar en demonio, soberbia que era “mala” de por sí? Si es el mismo ángel, predestinado a demonio, el que se vuelve soberbio, ¿quién le tienta para ensoberbecerse? Si nadie lo hace, entonces la soberbia debía de ser inherente a su excelsitud, en cuyo supuesto debemos preguntarnos de dónde procede tal excelsitud viciada. No cuela la explicación. Si no pudo ser de un Dios que todo lo hizo bien, tendría que ser de un ente autónomo, principio absoluto del mal. Dualismo puro y duro. La Biblia sucumbe a un supuesto dualismo al no dar razón convincente de por qué Luzbel degenera en Demonio, cosa que no le importa en absoluto al autor sagrado, preocupado como está por dar solo cuenta, en forma de fábula dramática, de la supuesta “caída” del hombre. El mal es un pobre y malhadado invento, innecesario, además, para explicar la conducta depravada del hombre. - A las acciones deficientes y equivocadas no puede aplicárseles categoría de “malas” en sentido moral. La explicación a que me atengo, la de la potencia-acto, es exactamente la misma que ofrece Gonzalo con lo de la falibilidad de la inteligencia y la indeterminación de la voluntad. En última instancia, el fallo o equivocación se debe a la elección de un “bien epidérmico”, circunstancial, que conculca derechos sustanciales, propios o de terceros. -La justicia que repara, evita la reincidencia y regenera al delincuente es no solo suficiente sino espléndida en todas sus dimensiones, tanto en el ámbito religioso como en el civil. En cuanto a lo religioso, a eso se reducen los requisitos del “sacramento de la penitencia”. Entiendo que lo que va más allá, la ofensa a Dios y el perdón, es mera ilusión y fantasía. La ofensa se dimensiona en relación al que ofende, no al ofendido. Solo Dios tendría capacidad para ofender a Dios. Tema fecundo, que se presta a un apasionante debate, de gran trascendencia. El pecado es algo muy nuestro, de tejas abajo, y el infierno lo creamos nosotros mismos para nuestra propia tortura. En cuanto a lo civil, de hacer así de efectiva la justicia, se conseguiría, además, su más deseado efecto, el de la prevención del delito, 219    

  pues el potencial delincuente, sabiendo lo que le espera, se lo pensaría dos veces antes de delinquir: es muy duro tener que pagar, verse recluido quizá de por vida y, sobre todo, dar el brazo a torcer. En fin, son muy jugosas y provechosas todas las matizaciones y puntualizaciones de Gonzalo. Se las agradezco muy de veras. Nos convendría, pienso, detenernos a meditarlas sosegadamente. En correo particular, referente a este mismo artículo, Valentín me dice que puede estar de acuerdo en que el mal no exista, pero que está convencido de que existen “los malos”. Sí, claro, también yo. Pero, llevado el tema a esa dimensión, entonces contamos con potentes luminarias para esclarecer el enigma y ofrecer explicaciones convincentes. Fumar, drogarse, emborracharse, matar, robar, blasfemar, maltratar, etc. son acciones tremendas, pero nadie las hace porque sea malo o tenga su “naturaleza pervertida”, sino porque busca, en un momento determinado, un “bien epidérmico” que contraviene la propia vida o derechos de terceros. Acciones equivocadas por las que la vida exige un alto y penoso tributo. En el caso del tabaco, la droga y el alcohol salta a la vista. Blasfemar, por abordar un ejemplo más abstruso, es una simple descarga psicológica frente a un Dios a quien erróneamente se considera responsable del contratiempo o del daño sufrido. Solo eso. De la blasfemia solo sale manchado el blasfemo: al escupir para arriba, su escupitajo le cae en la cara. Disculpadme, os lo ruego, por el tremendo tostonazo que os he endosado, salvo que antes de leerlo, precavidos, hayáis pinchado en “eliminar” siguiendo mi consejo previo (dado en el texto del correo). Si me habéis seguido hasta aquí, el verdadero Dios, que es solo amor y todo amor, recompensará vuestra paciencia y vuestro esfuerzo. Estoy seguro de ello.

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  De profundis 55 (Publicado el 11.12.2011)

En el campechano JXXIII encontramos un “pater familias” de ley, previsor y providente, capaz de llegar al corazón de todos, incluso de los más acérrimos detractores de la fe. En PVI, tan hiperserio, descubrimos un gestor de lo religioso bien equipado que refleja en su cara triste todo el dolor humano. En JPII, el grande, vemos la imagen de un fornido Atlas redivivo que abarca el mundo con fraternales brazos deportivos y lo carga sobre sus anchos hombros. En BXVI se proyecta la imagen de un anciano que hace gala de intelecto, empecinado en la ardua tarea de armonizar fe y razón y que, al tiempo que se muestra como abuelo bonachón besando la cabeza de niños negros, deja traslucir su condición de martillo de herejes, anatema de teólogos díscolos y guardián de la ortodoxia.

SIGNOS DE LOS TIEMPOS

Imaginemos que Juan XXIII y Pablo VI se enfrentan a Juan Pablo II y Benedicto XVI en un partido de dobles de tenis, jugando en un recintomundo, sobre un césped-Iglesia y sirviéndose de una red-Vaticano II. Un resultado benevolente de tan original partido podría ser 6-3 y 6-3. A pesar del prestigio universal que está teniendo el intelectual BXVI y del predicamento del que goza el turbobeato JPII, pienso que JXXIII y PVI han sido papas de más pegada y resolución. Vivimos tiempos en los que la propaganda y la demagogia se adueñan de las mentes, dominan el panorama, condicionan los criterios y hasta escriben la fluctuante historia del presente. Muchos creen que lo que no aparece en las pantallas televisivas no existe. Puede que los papas perdedores de nuestro singular partido tengan más impacto mediático, pero los ganadores dejarán más huella cuando la criba implacable del tiempo vaya eliminando florituras. Poco importa que JPII haya sido proclamado beato tan pronto y que a BXVI se lo vea como a uno de los papas de mente mejor pertrechada y con un discurso riguroso y coherente. De aceptar que el tiempo criba la 221    

  crónica de los acontecimientos, el impacto social y espiritual de los primeros será mayor. En el campechano JXXIII encontramos un “pater familias” de ley, previsor y providente, capaz de llegar al corazón de todos, incluso de los más acérrimos detractores de la fe. En PVI, tan serio y circunspecto, descubrimos un gestor de lo religioso bien equipado que refleja en su cara triste todo el dolor humano. En JPII, el grande, vemos la imagen de un fornido Atlas redivivo que abarca el mundo con fraternales brazos deportivos y lo carga sobre sus anchos hombros. En BXVI se proyecta la imagen de un anciano que hace gala de intelecto, empecinado en la ardua tarea de armonizar fe y razón y que, al tiempo que se muestra como abuelo bonachón besando la cabeza de niños negros, deja traslucir su condición de martillo de herejes, anatema de teólogos díscolos y guardián de la ortodoxia. Si miramos en lontananza, en una pretensión inaudita de abarcar la trayectoria eclesial entera, no podemos menos de advertir que, al igual que la sociedad, también la Iglesia atraviesa en nuestros días una severa crisis, aunque no de dinero, sino de estructura y sentido. Es posible que sea una más de las muchas crisis que ha sufrido a lo largo de su milenaria historia, pues desde su mismo origen viene cuestionándose su naturaleza y su misión. Son crisis de identidad, si bien ella debe ser en todo momento sal que se diluye sazonando; levadura que se desintegra fermentando la masa y luz que se consume alumbrando. BXVI abordó a fondo el tema de tal identidad en su famosa encíclica “Caritas in veritate”, conjugando armónicamente los dos conceptos más básicos del cristianismo: fe y amor, la verdad como dogma y la caridad como vida. En mi humilde opinión, acertó de pleno al elegir los materiales, pero erró lamentablemente en su mezcla y aplicación. Lo correcto, creo, habría sido enfocar el tema a la inversa, haciendo pasar la verdad por el tamiz de la caridad, en cuyo caso el título de su encíclica debería haber sido “Veritas in caritate”. Entre hacerlo de una u otra forma hay una diferencia abismal, como la de la noche al día. No es lo mismo ahormar la caridad en la verdad, la visión que ofrece BXVI, que construir la verdad en la caridad, la única propuesta que me parece evangélica. Mientras lo primero supone encauzar la caridad por el encorsetado camino del dogma, lo segundo propone hacer una relectura del dogma desde las coordenadas de la caridad y, en última instancia, hacer de la caridad la más esplendorosa de las verdades cristianas. La perspectiva cambia por completo y la identidad cristiana resultante se modifica substancialmente. En el primer supuesto, el papal, lo que condiciona la acción eclesial es la “verdad”, un concepto ambiguo, poliédrico, cuyo desarrollo y comprensión exige un problemático soporte filosófico, formulado en un lenguaje forzosamente fluctuante. En el 222    

  segundo, el evangélico, la acción y la vida eclesiales condicionan el credo. La caridad refleja a Dios infinitamente mejor que la trinidad. Para quien de veras acepta el mensaje de Jesús y se propone vivirlo es algo indubitable. En definitiva, es en la caridad donde hay que asentar un credo que, a fin de cuentas, no es más que la profesión de una confianza absoluta. Dios es amor y la Iglesia es reflejo de tal identidad. El fundamento que sostiene todo el edificio de la Iglesia no es la roca de Pedro ni los contenidos de conceptos tan matizables y polivalentes como persona, trinidad, virginidad o transubstanciación, sino el amor de Dios que se derrama en sus criaturas y que las empuja a zambullirse en su río de gracia. De ello podemos deducir con seguridad y tino que toda verdad sobre la vida que no se cimente en la caridad es ambivalente e incluso usurpadora. La confortabilidad de sus estructuras y un miedo exacerbado a introducir cambios drásticos, acordes con los tiempos, lleva a la jerarquía eclesial en nuestro tiempo a parapetarse y anclarse en dogmas que le han dado juego y beligerancia a lo largo de muchos siglos. El Vaticano II está siendo valorado, de hecho, como un momento desafortunado de la historia de la Iglesia y como el causante de los males eclesiales actuales. Sin embargo, su apertura y las ráfagas de aire fresco que desencadenó, aunque sorprendentes y novedosas, no dejaron de ser timoratas. La marcha atrás de los pontificados de JPII y BXVI están llevando a la Iglesia a una encrucijada de la que únicamente podrían rescatarla gestos audaces en campos y líneas de actuación precisos: menos peso clerical y más juego de los laicos y, sobre todo, de la mujer, incluso en el ámbito de las estructuras eclesiales; menor peso dogmático y mucha mayor carga de la acción misional a favor del hombre, es decir, menos insistencia en las coordenadas de una redención fabulesca del pecado y mucha más acción a favor de la vida problemática del hombre. De atender a las bases del cristianismo y al comportamiento de Jesús, la Iglesia descubriría que su vida es mucho más una lección sobre la conducta de los hombres para con ellos mismos (amor) y de los hombres para con Dios (padre) que la proclamación de verdades abstrusas. ¿A quién le importa hoy afirmar que Dios es trino y uno al mismo tiempo o que Cristo tiene dos naturalezas en una sola persona? ¿Sirve de algo afirmar hoy que el papa es infalible cuando el despliegue de medios de comunicación lo valoran no ya por las altas verdades que proclama o la forma de hacerlo, sino por el testimonio de su conducta frente a los graves problemas de los seres humanos? Lo que realmente importa es un Cristo que no se someta al poder y al dinero y que el papa, su testigo, proclame la inmensa alegría de vivir la caridad. Mirando hacia el pasado, de enfrentar en este terreno a nuestros ilustres protagonistas, un resultado justo sería el anunciado. La pareja JXXIII y PVI, el primero por su radical bondad y el segundo por su decidida apuesta a 223    

  favor del Vaticano II, abrió puertas y ventanas en el almacén de caridad que es el Evangelio. La pareja de JPII y de BXVI, temerosos ambos de que el Espíritu los desborde, han tratado de replegar alas y de cerrar puertas, por más que su atractiva personalidad haya dulcificado sus férreas actuaciones en orden a atrincherar la Iglesia so pretexto de defenderla de imaginarios enemigos. Cuando la historia cante el resultado de tan original partido, seguro que los espectadores irrumpirán en un cerrado aplauso para festejar un triunfo que será también suyo. Por más que se obstaculice, la acción de un Espíritu que sopla donde y como quiere siempre resulta ganadora.

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  De profundis, 56 (Publicado el 18.12.2011)

En esto de las corridas de toros ni quito ni pongo rey, pero no veo razón para que haya que prohibirlas, sobre todo porque las alegaciones de los abolicionistas no tienen consistencia y las de sus defensores son respetables. Se trata de un espectáculo con ingredientes tan atractivos que encandila a las masas, además de ser una industria que mueve mucho dinero y crea puestos de trabajo. Hablando de sufrimientos, insisto, ojalá la vida fuera tan considerada con los seres humanos como lo es con los toros de lidia y tan fulminante y expeditiva a la hora de su muerte. Morir en el fragor de una batalla no creo que sea doloroso ni siquiera para el enardecido guerrero que cae traspasado por una espada enemiga.

BRAVURA

La bravura caracteriza el toro de lidia. Aplicada al hombre, connota valor. Puede que el valor del torero supere la bravura del toro. La exclamación “¡bravo!” es grito de ánimo, aplauso verbal de un logro encomiable. La parada invernal de las corridas favorece esta reflexión. El toro bravo y la tauromaquia están en entredicho. Intereses políticos los han puesto en la picota. Resulta curioso que quienes proscriben las corridas se tengan por civilizados y amantes de los animales como si sus oponentes no lo fueran. Basan sus razonamientos prohibicionistas en la defensa de supuestos derechos de los animales, condenados en este caso, según ellos, a un divertimento crudelísimo y a una muerte atroz. La condición pública y festiva de la salvaje ejecución de un noble animal hiere su sensibilidad y los escandaliza. No soy aficionado a los toros. Solo de tarde en tarde me asomo a una corrida televisada. Hace años que ni siquiera asisto a un festejo taurino popular, cosa que me tocó hacer por obligación cuando, tiempo atrás, fui presidente de la peña taurina que organiza las fiestas patronales de mi pueblo salmantino. Puedo, pues, abordar el tema con rigor y atenerme a los 225    

  hechos con la pasión aparcada. Aficionados taurinos he conocido para quienes la sola presencia del toro, en la dehesa o en la plaza, era motivo de íntima delectación y de desbordante alegría. Es obvio que el toro de lidia recibe cuidados especiales y hasta mimos a lo largo de toda su vida; que la tragedia de su muerte a espada en una plaza dista mucho de ser tortura; que su supuesto dolor no dura más de diez o quince minutos. ¡Ojalá tratara la naturaleza con tanta benevolencia a los seres humanos con cuya vida y muerte se encarniza! No insistiré en algo tan obvio como es el extraordinario cuidado y mimo de que son objeto los toros de lidia, aunque se haga por interés. ¿Por qué otra cosa podría hacerse, si no? Tampoco me detendré en el gozo estético de una corrida, motejada en España como “la fiesta”. Pasaré por alto el deleite de ver cómo la inteligencia de un hombre y su destreza juvenil juegan artísticamente con una descomunal fuerza bruta que, al menos de cerca, infunde pavor. Dejaré incluso de lado el especial atractivo de un espectáculo serio en el que el artista arriesga su propia vida, hecho que por sí solo ejerce una fascinación increíble sobre el espectador. Pero abordaré el espinoso tema del sufrimiento del animal. A juzgar por lo que todos vemos, teniéndolo delante, quien quiera cebarse en ese sufrimiento encontrará mil justificaciones y podrá aducir otros tantos hechos sangrientos. Además de oír lastimeros bramidos y de contemplar horribles escenas de sangre, verá un noble y dócil animal sometido a la vejación de luchar con una capa que, ondeando al viento, lo incita a embestir un objeto volandero, cuyo nombre de “engaño” lo dice todo. ¡Pobre animal, condenado a ser objeto de diversión humana, a lanzar su bravura contra el vacío y a verter poco a poco su sangre hasta que un malhadado acero le arranca la vida desgarrándole las entrañas! Centrémonos, pues, en el argumento, presumido demoledor, de quienes se oponen a las corridas y hasta las prohíben por el espectáculo degradante de ver sufrir innecesariamente al toro de lidia. ¿Se ceban realmente el torero, su cuadrilla y los espectadores en el sufrimiento del animal? ¿Es el supuesto sufrimiento del toro el motivo del disfrute del espectáculo? Puede que ninguno de ellos sea consciente siquiera de tal sufrimiento y, mucho menos, se regocije en él por la sencilla razón de que en la mente de los espectadores no prima en absoluto lo doloroso, atentos como están al desarrollo de una liturgia laica en la que sobresalen muchísimos otros elementos de primer orden. En lo referente al torero y a su cuadrilla, prima todo lo contrario, es decir, la amenaza que para ellos supone la presencia en la plaza de un animal tan combativo que, incluso en el momento de su mayor postración, en el descabello, es muy peligroso. Si de los motivos pasamos a los hechos, puede que el toro sufra mucho menos de lo que imaginan los defensores de sus supuestos derechos. La 226    

  manera de comportarse el toro demuestra que su bravura se impone al dolor de sus carnes. La bravura le enciende la sangre cuando tiene delante algo o alguien que lo incita a embestir. Su naturaleza le empuja a agredir a su supuesto enemigo, a llevárselo por delante, a cornearlo y a destrozarlo. Urgido por su condición, que unas banderillas se claven en sus lomos o que una espada le destroce las entrañas seguirá siendo para el toro, por mucho dolor que sienta, un acontecimiento menor, secundario. De hecho, solo pierde su bravura cuando cae redondo en la plaza y muere. El toro sigue siendo peligroso incluso cuando dobla las rodillas y queda postrado en el suelo: los derrotes de su cabeza pueden resultar fatales para quienes están en torno suyo. El toro de lidia muere embistiendo aunque le ardan las entrañas. Tal es su sino, su destino y su naturaleza. Ahora bien, cuando el toro queda exhausto por el hecho de embestir seguidamente y cuando sus carnes se rompen por la acción de los aceros, esa bravura innata, tan sabiamente cultivada en la dehesa, es un eficaz analgésico que atempera o disminuye su presumible dolor. Si al lector se le ocurre sonreír ante este argumento poniéndolo en duda, le ruego que haga memoria de su propio comportamiento. Recuerde una discusión en la que haya perdido las casillas y, en el fragor de la tormenta, se haya lastimado una mano o un brazo. Seguirá enardecido y gesticulando como si nada hubiera ocurrido. Solo cuando, sosegado y tranquilo, descubra horrorizado que está chorreando sangre se preguntará cómo coños ha sucedido. En el fragor de la discusión y de su excitación, se lastima hasta sangrar y ni siquiera se entera. Ocurre porque, en ese momento, su cabeza está enteramente en otra parte, como si la herida no fuera con él. En esto de las corridas de toros ni quito ni pongo rey, pero no veo razón para que haya que prohibirlas, sobre todo porque las alegaciones de los abolicionistas no tienen consistencia y las de sus defensores son respetables. Se trata de un espectáculo con ingredientes tan atractivos que encandila a las masas, además de ser una industria que mueve mucho dinero y crea puestos de trabajo. Hablando de sufrimientos, insisto, ojalá la vida fuera tan considerada con los seres humanos como lo es con los toros de lidia y tan fulminante y expeditiva a la hora de su muerte. Morir en el fragor de una batalla no creo que sea doloroso ni siquiera para el enardecido guerrero que cae traspasado por una espada enemiga. Mi padre me contó de niño que en las avanzadillas de Brunete eran tantas las balas que silbaban sobre su batallón, reducido finalmente a cinco hombres, que una noche los supervivientes se pusieron a torearlas con una manta. ¿Es acaso mayor la sensibilidad de un toro embravecido que la de aquellos valientes soldados? ¿Estaban todos ellos locos o vivían una situación en la que la muerte se vuelve suave y dulce compañera? ¿Sufriría menos un toro de lidia de ser llevado al matadero para ser electrocutado? Aparte de que nadie criaría un toro de lidia para llevarlo al matadero, me parece que lo mejor, para un animal y un hombre, es morir con las botas puestas. 227    

  En Bristol, en la primavera de 1970, me tocó abordar frente a un grupo de universitarios ingleses la furibunda campaña que allí estaba teniendo lugar contra las corridas españolas. Sin que me fuera nada en ello, por el solo hecho de sentirme español y no dejarme apabullar, les expuse razones parecidas a las anteriores. Ellos me dieron las gracias por abrirles los ojos a una realidad que nunca habrían descubierto por sí mismos, y menos en el ambiente en que vivían.

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  De profundis, 57 (Este artículo se publicó el sábado, día 24 de diciembre de 2011, adelantado un día por no publicarse el periódico el domingo, día de Navidad)

La Navidad es claramente un tiempo mágico de ilusiones y de sueños. Su fundamento radica en la buena nueva que predicó con fuerza arrolladora un lejano judío, nacido en tierra siempre conflictiva hace ahora algo más de veinte siglos. Sus seguidores, echándole encima promesas bíblicas de liberación y un pesado bagaje de filosofías, lo convirtieron mágicamente en Dios y de mensajero lo transustanciaron a mensaje. Fatalidad, creo yo, que vino a emborronar y sobrecargar el mensaje claro y estimulante de fraternidad universal, que ha llegado hasta nosotros saturado de contenidos dogmáticos indigestos.

EL GORDO DE NAVIDAD

Cuando todavía resuenan las estridentes celebraciones del gordo de Navidad, el puñadito de lectores que me sigue bien se merece hoy una efusiva felicitación navideña por su tesón y esfuerzo. El ahorro del gasto que supondría hacerles llegar un obsequio apropiado, vedado en estos tiempos de apreturas, aquilata el valor de las palabras aquí escritas con simpatía. De paso, quede constancia de que hago extensiva esta felicitación, de forma muy especial, a cuantos hacen posible el milagro de alumbrar cada día La Voz de Asturias, voz de información, de conocimiento, de paz y de humanización. La larga temporada que dura la Navidad nos trae ritos y sentimientos ya viejos. La brutal crisis que padecemos hace que disminuya o se retrase el alumbrado festivo de nuestras ciudades y pueblos y que tanto las cestasregalo como las de la compra pesen menos. No importa. A fin de cuentas, la Navidad, por muchas vueltas que le demos, es más bien cosa de los adentros, de los sentimientos; un mundo primoroso, cantado en pegadizos villancicos alegres; un universo mental, libre de la negritud envolvente, que nada tiene que ver ni con dineros ni con crisis, por más que convirtamos su celebración en catarata de dispendios.

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  Si nos atenemos a sus raíces religiosas, el desarrollo de estas fiestas tiene mucho que ver con la pobreza, pero no con sus ribetes poéticos, sino con su crudeza y sus carencias, esas que flagelan el cuerpo y vapulean el alma. Los pobres parecen serlo más crudamente en Navidad. La mística de la pobreza es solo consuelo de gentes doblegadas y resignadas. Vivimos afortunadamente en un mundo que dispone de grandes recursos, capaz de abastecernos de lo necesario para llevar no solo una vida digna, sino también holgada y relajada. Que muchos seres humanos carezcan de lo más básico para sobrevivir y que incluso mueran de hambre es un desastre que se debe solo a la rapiña de minorías codiciosas. La ostentación que hacen los ricos, especialmente en Navidad, es un fulminante jaque mate a la sociedad de fraternidad universal que fingimos vivir estos días. En sí misma, la Navidad no deja de ser una simple fábula religiosa, una bella creación humana que canta la epopeya de un Dios trascendente y lejano que tiene a bien hacerse hombre, gesta que conmueve incluso a los hombres más curtidos y despierta los más entrañables sentimientos del niño sin dobleces que acunan en su interior. Es natural que personas adustas y serias se comporten estos días como auténticos niños, pródigos de sonrisas y afectos. Puede que los adultos no seamos más que niños disfrazados a lo largo de toda la vida. Esa es, sin duda, la razón por la que en Navidad, desinhibidos de prejuicios y despojados de los pesados ropajes que acostumbramos echarnos encima, saludamos alegres y deseamos la paz no ya a nuestros conocidos y amigos, sino también a cuantos nos cruzamos en la calle e incluso a nuestros circunstanciales enemigos. La Navidad es claramente un tiempo mágico de ilusiones y de sueños. Su fundamento radica en la buena nueva que predicó con fuerza arrolladora un lejano judío, nacido en tierra siempre conflictiva hace ahora algo más de veinte siglos. Sus seguidores, echándole encima promesas bíblicas de liberación y un pesado bagaje de filosofías, lo convirtieron mágicamente en Dios y de mensajero lo transustanciaron a mensaje. Fatalidad, creo yo, que vino a emborronar y sobrecargar el mensaje claro y estimulante de fraternidad universal, que ha llegado hasta nosotros saturado de contenidos dogmáticos indigestos. Afortunadamente, muchos de sus seguidores, dejando de lado intereses de variado pelaje, se lanzaron a la hermosa tarea, siempre urgente, de predicar como buena nueva que el auténtico rostro del único Dios existente es el de un bondadoso padre, solícito y benevolente. Son millones los cristianos que todavía hoy se entregan a tan bella misión y hacen de su vida una completa donación trabajando lejos de casa en cualquier parte del mundo. Ayudan a vivir y a mantenerse en pie, muchas veces con peligro de sus vidas, a millones de seres humanos que no pueden hacerlo por sí mismos. Son cristianos que viven una perenne Navidad de fraternidad y solidaridad universales. 230    

  Confío en que mis lectores dispongan, a lo largo de los muchos días durante los que el espíritu navideño se impone en nuestra sociedad comercial, de momentos tranquilos para reflexionar sobre las razones profundas que nos llevan a crear el mundo encantado de la Navidad, tan repleto de fantasías, luces, villancicos y buenos deseos. Si de verdad lo hacen, al romper los hermosos envoltorios de sus regalos y al abrir la carcasa de las celebraciones, religiosas o profanas, descubrirán asombrados ricos presentes que los ayudarán a caminar por senderos de paz y fraternidad. La publicidad de la lotería nos ha presentado este año la Navidad como la fábrica de los sueños al abrigo de un “gordo” que no solo podía sacarnos de golpe de la agobiante penuria que padecemos, sino también resolvernos de un plumazo la vida entera. Vana ilusión, pues, como acabamos de ver, son muy pocos los afortunados que dan brincos de alegría y muchos los que, compuestos y sin novio, se quedan con los bolsillos un poco más vacíos y una larga cara de circunstancias. Para algunos, haber conseguido el reintegro es ya todo un logro y un consuelo. No digamos si, además, les ha caído la pedrea. Para los más, el consuelo y la conformidad les vienen de la conciencia del más sobresaliente regalo de la vida, de la salud, que es lo principal y lo más necesario para afrontar con buen ánimo el difícil futuro que nos amenaza. Desgraciadamente, también este año se han quedado en el tintero la cantidad de proyectos que millones de ilusos planificaban emprender con el dinero del gordo de Navidad. Sin embargo, de penetrar hondo en los entresijos de días tan especiales, deberíamos ser conscientes de que la Navidad reparte cada año un gordo más voluminoso y redondo, que nada tiene que ver, claro está, con el inmigrante ilegal Papá Noel. Lograrlo no depende de la fortuna de comprar la papeleta cuyos dígitos coincidan con los de la bola que salta del rodar caprichoso de unos bombos, sino de nuestra sola buena voluntad. ¿Nos hemos preguntado por qué en Navidad, siendo incluso pobres, no solo sonreímos y felicitamos a nuestros allegados, sino también los obsequiamos con alguna bagatela? En la respuesta está la clave para alzarse con el auténtico gordo de la Navidad. La vida es un camino de obligado recorrido, salvo que nos neguemos drásticamente a hacerlo en un momento terrible de depresión y negritud. Pues bien, hay solo dos maneras de recorrer ese camino: ágiles y ligeros de equipaje, cual atletas bien entrenados, o pesados y sobrecargados de cachivaches y achaques, cual caracoles avariciosos que arrastran sus pertenencias. Cada cual tiene que soportar su carga. La elegancia de un atleta recorriendo raudo un maratón produce alegría y alivio; la pesadez de un lisiado que camina cargado de andrajos produce tristeza y agobio. Mal que nos pese, las cuentas corrientes gruesas y las grasas corporales obstaculizan la marcha.

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  La Navidad proclama siempre, pero sobre todo este año de aguda crisis, que la austeridad es saludable y conveniente y que, por mucho que nos deslumbren y seduzcan las cestas repletas de manjares y los gritos estentóreos de los agraciados por la lotería, la buena nueva que hace feliz nuestro tiempo tiene que ver mucho con la sabiduría de quien emprende su largo camino ágil y ligero. Es curioso que el auténtico gordo de Navidad nos desinfle primero para enriquecernos después. En Navidad no nos toca el gordo; somos nosotros los que podemos poseer su magia.

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  De profundis 58 (Este artículo fue publicado el sábado, día 31.12.11, en una separata que La Voz de Asturias dedicó a todo el año 2011. Unos días antes se me indicó la conveniencia de escribir algo bajo esa perspectiva).

Recapitulando, tanto el hecho de escribir en La Voz de Asturias como el contenido de cada uno de mis artículos responden a una concepción irreversiblemente optimista del hombre. Engendrado en la eternidad, el hombre es dueño de un corto período de tiempo que puede transformar en cielo o infierno. El caminar, accidentado o llano, apenas cuenta. También 2012 será ineludiblemente transitorio.

PANORÁMICA 2011

La fecha de hoy nos fuerza a mirar atrás para contemplar el año que se cae del calendario. Imposible adivinar la visión individual, alumbrada por la personalidad y las circunstancias de cada cual. En general, ha sido un año problemático, a veces río de aguas bien encauzadas, a veces torrente desbordado. Tiempo de risas y lágrimas, de dulzuras y sinsabores, de éxitos y fracasos. En lo que a mí respecta, La Voz de Asturias me ha ofrecido a lo largo de su trayecto una hermosa ventana panorámica con el compromiso de asomarme a ella cada semana para contar algo de lo que veo, llevándolo dentro. Los 53 artículos publicados a lo largo de 2011 han sido todos ellos mirada cálida y amorosa, seria y crítica, dirigida a la sociedad en ebullición que acuna y nutre mi propia vida. Los temas abordados, aparentemente inconexos y aleatorios, de contenidos ora abstractos, ora circunstanciales, se han ido acomodando a un armazón consistente, apenas perceptible. Para la media docena de lectores que me siguen no sería difícil delinear mi peculiar visión del hombre con los trazos de religión, de política y de cultura que les he servido. Tras estos artículos hay una larga vida de reflexión y de crítica insobornable tanto sobre lo que hemos recibido como legado cultural de nuestros antepasados como sobre lo que nuestra generación aporta al caudal común de la humanidad. La clave de todo el tinglado está en un hombre en cuya órbita gira la cultura que engendra a Dios como tabla de salvación, se adentra en él mismo para 233    

  dar juego a todas sus potencialidades y delinea un camino de cordura y gozo. Desde luego, no somos dueños del universo, aunque esté ahí para nuestro servicio, pero somos artífices del equipamiento de la tierra y de cuanto puebla nuestro cerebro. Mi visión del hombre, esbozada a cuentagotas cada semana, parte de la bondad indefectible del rostro divino para, una vez fijado que la política es servicio y no depredación, trazar un camino moral cuya andadura parte del hombre y concluye en él. Frente al científico o al pensador que se erigen en dictadores de la verdad, presento la certeza del hombre ecuánime que sabe que las elucubraciones de los más abstrusos pensadores y los geniales descubrimientos de los científicos más punteros no hacen más que arañar la superficie de una realidad inconmensurable. Incluso el descubrimiento posible de la “partícula de Dios” o “partícula Dios”, ¡qué osadía de nombre!, no será más que otro arañazo. Los científicos y los pensadores de ley, cuanto más descubren los primeros y más concluyen los segundos, más abren los campos de la investigación y del pensamiento y más ensanchan y allanan el camino de humanización. A tenor de la sabiduría popular que contiene la máxima socrática, los más sabios son los que saben que no saben nada, ocurrente juego de palabras que convierte automáticamente en punto de partida cualquier meta. En el trasfondo del pensamiento y en las probetas del laboratorio aparece difuminada la imagen de un posible Dios, irreductible e inasible. Nuestro problema no radica en saber si existe la realidad que hemos dado en llamar Dios, sino en saber cómo es. Quien afirma que Dios no existe, hágalo desde una ignorancia supina o desde la más aquilata sabiduría científica o filosófica, no sabe lo que dice. Claro está, tampoco lo sabe quien dice lo contrario a menos que sea capaz de ponerle el rostro adecuado. La cuestión no es la existencia de Dios, sino el talante de su rostro. Todos los dioses, incluido el único verdadero, son creación humana, son cultura humana. No es lógico que los seres humanos, después de crearlo, suframos por intereses inconfesables un Dios de rostro iracundo, justiciero capaz de torturarnos con sufrimientos eternos por nimiedades y bagatelas. Falsa imagen la de semejante Dios, sostenida a beneficio de sus predicadores. ¿Por qué hay religiones que oprimen al hombre con pesadas cadenas toda su vida? Para no referirme a grupos religiosos excéntricos, ¡cuánto lastre debería soltar la Iglesia Católica para ajustar sus estructuras y comportamientos a las exigencias ineludibles del auténtico rostro divino de bondad, al mensaje evangélico de fraternidad universal! La política es otra piedra angular de estos artículos. La marcha equilibrada del hombre y el fluir plácido de las aguas de la historia dependen de ella. No puedo aceptar más política que la del servicio inequívoco del pueblo. Gobierno pobre en país rico. Tal es el ideal que hace ya muchos años nos diseñó un buen profesor. ¿Son austeros los políticos españoles y es España 234    

  rica? La respuesta dará cuenta de la calidad de la política española. Todo parece andar manga por hombro, pues lo que abunda son políticos ricos en una España empobrecida. Por utópico que sea, ese ideal me sirve, cuando menos, para iluminar el pensamiento y alimentar los sentimientos que trato de transmitir. Cuando algún político me ha dicho que su profesión es la más noble, no me cuesta secundarlo y aceptar su valoración, pero solo en teoría porque, en la práctica, que es la madre del cordero, los políticos dejan mucho que desear: atentos a intereses inconfesables, corrompen lo óptimo, el servicio desinteresado al pueblo, y se transmutan de solución a problema. Es muy peligroso que el administrador degenere en ladrón. La única corona a que honestamente puede aspirar un político de ley es la de la austeridad ejemplar, la que al mismo tiempo enriquece al pueblo y aquilata el currículo del auténtico político. En el frontispicio del entrante 2012 debería figurar la regla de oro: “política austera para el bienestar de todos”. Prosiguiendo esta línea, no es misión mía juzgar los partidos, sino denunciar la alienación a que los políticos someten a los ciudadanos. No me toca pontificar sobre qué partido es mejor ni aconsejar a nadie a quién votar. Cada ciudadano tiene el honor y la responsabilidad de su pronunciamiento electoral. He dejado constancia de que, al votar, procuro decantarme por quien me parece que puede administrar mejor la cosa publica. Del político solo espero una buena administración, pues ni mi pensamiento ni mi enfoque moral de la vida dependerán jamás de sus peroratas. En resumidas cuentas, en mis artículos sobreabundo en lo político porque valoro la política como fundamento irremplazable para el desarrollo de la vida social. Armazón: el hombre es camino y andadura. La historia es el relato del esfuerzo colectivo de humanización. Humanización y civilización son expresiones equivalentes. Ambas se fundamentan en la proyección moral del hombre. El principio moral, pedernal contra el que se estrellan todos los intentos de esclavización, apunta hacia el valor supremo de la vida humana. La más racional e intuitiva de las religiones, el cristianismo, presenta un Dios que se enamora del hombre. Aún más, pues fundamenta en la fraternidad humana el amor a que Dios se hace acreedor por haber amado a los hombres hasta el extremo de entregarles a su propio hijo. El hombre es el camino obligado del hombre. Para caminar por senderos de humanización es preciso favorecer la propia vida y la vida de los demás. Ese es el precepto moral insobornable. Los paraísos y los infiernos son hechura del hombre. Hay millones de hombres que crean su propio paraíso mientras otros muchos se empecinan en recluirse en un infierno a su medida. El más allá, por no depender de nuestra responsabilidad, ni siquiera debería preocuparnos, sabedores de que, en cuanto obra divina, ha de ser forzosamente pleno y gozoso. 235    

  De profundis 59 (Artículo publicado el 15.01.2012. Por dificultades técnicas, no pudo ser publicado el domingo anterior).

La Hacienda Pública debe ser el organismo más solidario de un pueblo. Los impuestos deben servir, pues, para que funcione como es debido el Estado en beneficio de todos y para ayudar a los pobres a mantenerse en pie. El Estado sirve a todos, pero más a los que carecen de lo necesario para salir adelante por sí mismos. No hay vuelta de hoja.

DINERO SAGRADO

A tenor de la sentencia evangélica sobre que no se puede servir al mismo tiempo a Dios y al Dinero, el título precedente entraña un contrasentido: si lo sagrado se refiere a Dios, el dinero, su oponente y competidor, sería una especie de contradiós. Sin embargo, el dinero, querámoslo o no, es positivo e imprescindible para el buen funcionamiento social y religioso. Por un lado, se mezcla con todo lo sagrado y lo sustenta: desde la compra de los alimentos de los pastores y de los ornamentos y útiles litúrgicos hasta el desarrollo de los eventos sacros. Por otro, hace viable la vida humana, lo más sagrado que poseemos. ¿Imaginaríamos una iglesia sin cepillos recaudatorios, una misa sin el estipendio correspondiente, una organización eclesial sin diezmos y primicias y una misión evangelizadora sin colectas? Por mucho que despotriquemos contra el dinero, tenemos que rendirnos forzosamente a su magia. Como tantas otras cosas, el dinero es un instrumento de gran calado social, útil y bueno de por sí. Solo su utilización abusiva lo convierte en veneno y da sentido a la sentencia evangélica aludida. Pues bien, tras esta prolija introducción, tengo por muy cierto que, por encima incluso del dinero destinado al culto o a cualquiera otra utilidad religiosa, el más “sagrado” de todos los dineros es el de la Hacienda Pública, el que los ciudadanos depositamos en las arcas del Estado en razón y proporción de los ingresos que tenemos. Se trata de una convicción que debo proclamar alto y claro, sobre todo en los días de apreturas que vivimos. ¿Por qué le atribuyo tan alta condición a ese dinero? Hay dos razones de peso. La primera: para vivir en sociedad y en paz necesitamos un Estado cuya administración requiere una ingente cantidad 236    

  de dinero. Pagar impuestos es honroso y necesario para hacer posible tanto la vida individual como la colectiva. Ahora bien, insisto, la vida es lo más sagrado. De ahí que el dinero invertido en “vivir” sea el más sagrado. La segunda se desgaja de la primera, viniendo a realzar la sacralidad del dinero público: una parte importante del dinero de nuestros impuestos tiene por destino hacer posible, además de la vida social de todos, la vida particular de los más pobres. El Estado no solo debe preocuparse de que funcione la sociedad, sino también de echar una mano a quienes no son capaces de mantenerse en pie y seguir adelante por sus propios medios, es decir, a los pobres, que son la arista más punzante del llamado “estado de bienestar”. Hablo de un nivel de sacralidad que solo alcanzan los dineros que los ciudadanos destinan voluntariamente a las organizaciones humanitarias. Dinero sagrado por solidario. Cierto que lo sagrado se refiere a Dios, pero Dios se encarna aquí en el dinero, igual que su amor lo hace en el del prójimo según los Mandamientos. La Hacienda Pública debe ser el organismo más solidario de un pueblo. Los impuestos deben servir, pues, para que funcione como es debido el Estado en beneficio de todos y para ayudar a los pobres a mantenerse en pie. El Estado sirve a todos, pero más a los que carecen de lo necesario para salir adelante por sí mismos. No hay vuelta de hoja. De ahí que quien roba al Estado, de cualquier forma que lo haga, comete, además de un delito de fraude, una inmoralidad. Al robar al Estado se conculca no solo la ley, sino también el principio moral que rige la conducta humana, pues, haciéndolo, se roba también a los más pobres. El lector adivina ya conclusiones importantes para el funcionamiento de la sociedad. Por un lado, los políticos, en cuyas manos está la administración pública, deben no solo arbitrar los mecanismos necesarios para que los ciudadanos contribuyan equitativamente a las cargas del Estado por propia voluntad y, de no hacerlo, para que sean sancionados convenientemente, sino también, considerando sagrado e intocable el dinero recaudado, utilizarlo para el cumplimiento de su función social y de ayuda a los ciudadanos pobres. Por otro, quienes viven de los fondos públicos deben esforzarse, además de por ser eficaces en sus cometidos, por que su labor sea lo menos gravosa posible para las arcas del Estado a fin de que en ellas quede dinero suficiente para el servicio general de todos los ciudadanos y el particular de los más pobres. Lamentablemente, los políticos españoles distan mucho de cumplir satisfactoriamente tales exigencias. La laxitud en el cumplimiento de sus obligaciones permite que una cantidad ingente de dinero se quede indebidamente en los bolsillos de los defraudadores en vez de llegar a las arcas del Estado. Además, se han convertido en casta, en feudalismo trasnochado frente a los ciudadanos, que son degradados a la categoría de 237    

  criados, si no a la de esclavos. El político honrado, consciente de su misión, no se comporta como un privilegiado ni derrocha el dinero público. Muchos españoles, políticos o no, llevan una vida opulenta o se enriquecen a cuenta del dinero público, sea no pagando lo debido, sea apropiándoselo con malas artes. Defraudar impuestos y despilfarrar el dinero público es un sacrilegio. La Hacienda Pública debería ser un santuario merecedor de la devoción popular. No es de extrañar que el Estado español no disponga de dinero no ya para afrontar su ominosa deuda y para emprender obras que reactiven la postrada economía, sino para socorros inaplazables. Ello le impide ser generoso a la hora de subvencionar actividades no lucrativas y, sobre todo, a la de ayudar a pobres que se ven abandonados a su suerte. Resulta una salvajada moral que, para sostener una administración desproporcionada tanto por su volumen como por su despilfarro, el Estado esquilme con impuestos indirectos a muchos españoles que se ven fritos para pagarlos. Se coloca así, sobre las espaldas de todos, una deuda pública insensata que nos ahoga y aplasta más cuanto más pobres seamos, pues los impuestos indirectos son radicalmente injustos. Tema fuerte este para una seria y justificada indignación, trinchera para una legítima revolución social. En vez de interesarse por la política como bicoca de trabajos cómodos y bien remunerados, sin responsabilidades por su deficiente desempeño, los políticos deberían guiarse por una clara vocación social de servicio al pueblo. Ahormando sus naturales apetencias de fama, gloria y riqueza, deberían ceñirse la virtud consustancial del ejercicio de la función pública, la austeridad, y obtener del dinero que pasa por sus manos el mayor rendimiento posible para beneficio del pueblo. Su regla de oro: servidores austeros que trabajan, incluso desinteresadamente, por el bien de su pueblo. Así lo proclaman ellos mismos, pero no lo cumplen ¿Hay políticos cortados realmente por ese patrón? Lo dudo. España está a punto de embargo por su deuda y plagada de pobres, de gentes que se las ven moradas para llegar a fin de mes, de familias despojadas de sus bienes al no poder afrontar sus hipotecas, de comedores sociales llenos y de desesperados en busca de un trabajo imposible. Sin embargo, abundan los políticos amantes del lujo, despilfarradores de un dinero tras cuya consecución ni sudan ni sangran. ¿Sabrán siquiera que están robando el dinero de los pobres? En las actuales circunstancias, su imagen de caballeros orondos, bien trajeados y mejor nutridos, es hiriente para cuantos se ven obligados a lidiar cada día con la miseria y el desamparo. Declaremos sagrado el dinero público e imploremos al cielo que descargue rayos sobre quienes se lo apropian con artimañas. Por ahí debería comenzar la recuperación de la postrada nación española. Este sería un buen programa para encarrilar el problemático año que acaba de comenzar. De ser pobres, seámoslo al menos con dignidad. 238    

  De profundis 60 (Publicado el 22.01.2012)

Desde estas columnas un español llora hoy por Siria. No recibimos de allí ni petróleo, ni divisas, ni compras de deuda, ni transacciones comerciales que nos ayuden a esquivar el correoso látigo con que la economía española nos azota. Pero, seguro, si somos capaces de arropar a los sirios, hoy tan vilmente masacrados, nos enriqueceremos con la sonrisa con que ellos afrontan sus problemas y su pobreza, con su carácter afable y acogedor, con la alegría de sus dulces relaciones sociales. Aquellos bonitos ojos que hace poco más de un año cruzaron la frontera siria, tan hermosamente piropeados por la poesía que brotaba espontánea del alma de un policía sirio, lloran hoy por ti, Siria amiga, y por cada uno de los muchos hijos tuyos que están cayendo injustamente. ¡Ojalá que Alá, el Misericordioso, haga entrar pronto en razón a tus crueles dirigentes!

LÁGRIMAS POR SIRIA

El esbelto policía, copia mejorada del mismo presidente Bashar al-Assad, le respondió sonriente: “¡por tus ojos!”. Carmen, entrañable y servicial gallega, afincada en Amán, regresó al coche, donde nos encontrábamos mi mujer y yo, sonriente y ufana de haber conseguido lo que parecía imposible: superar el último obstáculo para cruzar la frontera entre Jordania y Siria. Su fuerza persuasiva había sido manejada con tanto donaire que logró superar todos los escollos policiales para viajar por Siria con su propio coche, pero en cuya documentación aparecía solo el nombre de Yamil, su marido jordano. Al partir de Amán aquella mañana de hace ahora poco más de un año, Carmen no se percató de tal circunstancia y de la necesidad consiguiente de llevar la autorización marital correspondiente. La expresión tan poética del policía sirio, autorizándola a entrar finalmente en Siria con su vehículo, refleja muy bien el carácter y la galantería de los sirios, apuestos mozos que encandilaron con su presencia y maneras a las dos mujeres que me acompañaban. La verdad es que nos sorprendía el cariño

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  que los sirios despliegan tanto en sus delicados gestos como en sus amigables comportamientos públicos. A Carmen jamás la arredran las dificultades. Si para llegar al rincón más remoto tiene que pararse a preguntar mil veces, lo hace sin inmutarse y sin cansancio aparente. Aquella mañana abordó con tesón el paso fronterizo entre Jordania y Siria para cumplir, anfitriona sin igual, su propósito de pasearnos por ese país y visitar Damasco a mi mujer y a mí. Por tres o cuatro veces tuvo que granjearse el favor de los policías fronterizos sirios. La viveza y la galanura de una gallega guapa, afable, siempre sonriente y de mirada iluminadora, suplieron las carencias documentales. Llegar a Siria desde los desiertos jordanos es casi como arribar al jardín del Paraíso. Una vez cruzada la frontera, no tardamos en adentramos en Damasco con la sensación de que sus viejos edificios iban a caérsenos encima, como si fuéramos presa de un violento terremoto. No le resultó difícil a nuestra diestra y habilidosa Carmen dar con el convento de monjas francesas en cuya residencia nos alojamos para regocijo nuestro y alivio de nuestro bolsillo. Montar poco después en un minibús o taxi colectivo, muy destartalado, por el módico precio de cinco céntimos de euro, para desplazarnos hasta los aledaños de la gran mezquita fue una gozosa experiencia, aunque resultara algo incómodo acoplarse al reducido espacio disponible. Cruzamos barrios y caminamos por callejuelas cuya arquitectura me recordaba gratamente las atractivas construcciones de mis queridos pueblos de la Sierra de Francia salmantina. Pasamos junto al gran minarete, donde la leyenda cuenta que ha de posarse Jesucristo cuando venga a juzgar a vivos y muertos. Visitamos descalzos la tumba de Saladino una vez que Carmen y mi mujer se enfundaron sendas túnicas árabes. Recorrimos después la gran explanada de la mezquita y, una vez en su interior, nos detuvimos ante la tumba de Juan el Bautista y contemplamos respetuosos el desarrollo de muchas escenas de la vida religiosa musulmana. En el restaurante donde comimos nos agasajaron como si de auténticos príncipes se tratara. En el zoco cubierto nos recreamos a placer con unos impresionantes helados, llenos de frutos secos, cuya espectacular fabricación contemplamos allí mismo y cuyo precio equivalía a cincuenta céntimos de euro. El perfecto árabe de Carmen y algo de francés y de inglés por mi parte nos permitían departir cómodamente con los sirios. En la residencia de monjas francesas fuimos mimados. Al hablar francés, las cinco monjitas de la comunidad me invitaron a desayunar con ellas en su refectorio particular. Al despedirnos al día siguiente, se ofrecieron para hospedarnos de nuevo cuando quisiéramos volver a Damasco, nosotros y nuestros amigos, y para llevarnos, incluso, a visitar los santos lugares paulinos. 240    

  Al oscurecer, Carmen se lanzó con su coche al caótico tráfico capitalino en busca del acceso a la montaña que separa Siria del Líbano para contemplar desde lo alto la hermosa ciudad de Damasco. Corrimos una auténtica odisea. Pero Carmen no se desanimó ni siquiera al pasar hasta tres veces por el mismo lugar, preguntando sin cesar por los accesos a Jabal Qassiun. Un amable sirio, que viajaba en la dirección solicitada, se prestó a servirnos de guía durante algunos kilómetros hasta dejarnos en la embocadura de la única carretera de acceso a la mágica montaña. Una vez arriba, aunque ateridos de frío por la altura y la brisa nocturna, dimos por bien empleados el tiempo y los esfuerzos de nuestro intrincado y problemático recorrido. La fabulosa ciudad de Damasco, con su gloria de ciudad más antigua continuamente habitada del planeta, extendía a nuestros pies todo su misterio, cual luminosa y grácil alfombra de las mil y una noches. No es de extrañar que Mahoma identificara Damasco, visto desde allí, con el mismo paraíso y que en sus aledaños una visión mágica derribara a san Pablo del caballo. De regreso a Jordania, nos desviamos un poco para visitar Busra, donde nos paseamos por su imponente teatro romano, tan bien conservado, y por la ciclópea ciudadela musulmana. Nos detuvimos unos minutos en las ruinas de la basílica del monje nestoriano Bahira, del que se dice que instruyó en el monoteísmo a Mahoma e incluso que le inspiró el Corán. Compramos después excelentes frutos secos, de mejor calidad y menor precio que los jordanos. Atrás habíamos dejado una nación y un pueblo de grato recuerdo por su afabilidad y acogida, por su trascendental historia para la humanidad, por la riqueza monumental y arqueológica que ofrece a quienes visitan aquellas tierras. Al salir de Siria, nos quedamos con hambre de saber y sentir más y con ganas de retornar a ella algún día. Mirando hoy de nuevo a Siria, las emociones de aquella despedida se vuelven lágrimas vertidas sobre un presente doloroso. ¿Merecen los sirios tanto martirio? ¿Es demasiado que aspiren a respirar un poco de libertad? Parece que están pagando un tributo en sangre por la cerrazón de unos dirigentes que, a la postre, con más o menos muertos, tendrán que dar su brazo a torcer porque los tiempos tienen un desarrollo sin marcha atrás. Los más de cinco mil sirios ya sacrificados cruelmente se merecen este homenaje cálido en el recuerdo y el afecto de quienes tuvimos la fortuna de entrar en contacto con ellos, con su forma de ser y de estar, paseándonos por su hermoso y rico país. Es muy posible que alguno de los muchos sirios que saludamos y con quienes departimos haya sido víctima de la barbarie diaria allí imperante. Aunque así fuera, no seríamos capaces de reconocer su rostro. Poco importa, porque cada uno de los allí ejecutados impíamente tiene el mismo rostro simpático y afable. ¿Podría uno admitir sin exhalar un grito de horror que cayera fulminado, por ejemplo, el esbelto mocetón sirio 241    

  que fue capaz de saltarse las leyes fronterizas, haciendo la vista gorda, para dejar entrar en Siria a una mujer española por el destello luminoso de sus ojos? Desde estas columnas un español llora hoy por Siria. No recibimos de allí ni petróleo, ni divisas, ni compras de deuda, ni transacciones comerciales que nos ayuden a esquivar el correoso látigo con que la economía española nos azota. Pero, seguro, si somos capaces de arropar a los sirios, hoy tan vilmente masacrados, nos enriqueceremos con la sonrisa con que ellos afrontan sus problemas y su pobreza, con su carácter afable y acogedor, con la alegría de sus dulces relaciones sociales. Aquellos bonitos ojos que hace poco más de un año cruzaron la frontera siria, tan hermosamente piropeados por la poesía que brotaba espontánea del alma de un policía sirio, lloran hoy por ti, Siria amiga, y por cada uno de los muchos hijos tuyos que están cayendo injustamente. ¡Ojalá que Alá, el Misericordioso, haga entrar pronto en razón a tus crueles dirigentes!

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  De profundis 61 (Publicado el 29.01.2012. Este es el artículo cuyo título, por ser casi coincidente con el de otro compañero de página, propuso cambiar la redacción de La Voz de Asturias. Al no localizarme, no se hizo)

La ponencia marco del 38 congreso federal del Partido socialista invita a los ciudadanos a un proceso de reflexión y debate exhaustivo. Ello me anima a dejar aquí constancia de algunas reflexiones, a riesgo de traslucir ignorancias. Que algunos socialistas, tras la debacle sufrida en las últimas elecciones generales, crean que ha llegado el momento de pensar en una regeneración a fondo o incluso en una refundación de su partido me da alas para escribir cuanto sigue a pesar de que intuyo que a muchos de los que tienen responsabilidades en estas lides les parecerá una descarada intromisión. Aun así, creo que les merecerá la pena tenerlas en cuenta.

P-S-O-E

Frente a siglas tan expeditivas, confieso que ignoro cuanto se refiere a la ideología y a la organización no solo del Partido socialista, sino también de cualquier otro partido político español. Mi puñadito de seguidores sabe que, aunque tengo en alta estima la política y me sirvo de ella por su gran calado social, soy impermeable a lo partidista y reacio al compromiso personal. La ponencia marco del 38 congreso federal del Partido socialista invita a los ciudadanos a un proceso de reflexión y debate exhaustivo. Ello me anima a dejar aquí constancia de algunas reflexiones, a riesgo de traslucir ignorancias. Que algunos socialistas, tras la debacle sufrida en las últimas elecciones generales, crean que ha llegado el momento de pensar en una regeneración a fondo o incluso en una refundación de su partido me da alas para escribir cuanto sigue a pesar de que intuyo que a muchos de los que tienen responsabilidades en estas lides les parecerá una descarada intromisión. Aun así, creo que les merecerá la pena tenerlas en cuenta. Expondré mis puntos de vista siguiendo el orden de las siglas del Partido socialista: PSOE. A uno le sorprende toparse de bruces con la primera, una 243    

  P de Partido partida, no hecha trizas, sino dividida o multiplicada, pues al socialismo español pertenecen, cuando menos, el PSOE, el PSE y el PSC. Puede que los tres no sean más que un solo partido, pero, desde fuera, no parece que sean una trinidad de cometidos y un solo propósito. Los dos últimos, desentendiéndose de siglas tan determinantes como la O de Obrero y la E de Español e introduciendo uno la E de Euskadi y otro la C de Cataluña, complican la cosa con factores de parcialidad y muestran signos de debilidad. Un intento serio de regeneración del socialismo español debería comenzar por darle a esa P el relieve y la preponderancia que merece un partido cohesionado y bien avenido. De no hacerse así, la regeneración pretendida carecerá de base. Mucho me temo que la S de Socialista haya perdido lustre y mordiente y que se haya diluido su fuerza. En mayo del 68, estudiando ecumenismo en París, le propuse al famoso dominico Chenu, teólogo y sociólogo, que escribiera un prólogo para el libro de un amigo. Servicial y atento, solo me pidió que le hiciera un esquema del libro en cuestión. Las dos páginas del prólogo de Chenu fueron, con mucho, lo más sobresaliente de aquel libro, dedicado al pensamiento de Pablo VI. Pues bien, charlando con él, un día me dijo que, a su parecer, el mayor drama ideológico del siglo XX había sido que la Iglesia Católica se hubiera dejado arrebatar el término socialismo. Entendía Chenu que el contenido genuino de socialismo, tan apropiado para encauzar la acción cristiana, había derivado en una ideología aguerrida, de radical laicismo ateo, contrapuesta a la misión evangelizadora de la Iglesia Católica. Viene esto a cuento de que la deseada refundación o regeneración del PSOE, en lo que a la S se refiere, requiere, a mi parecer, que el Partido Socialista sea capaz de limpiar de adherencias el edulcorado socialismo imperante para recuperar la fuerza misional que el dominico francés le atribuía. Seguro que algunos no dudarían en enviarme al paredón por creer que trato de encerrar el tigre en una jaula, de enclaustrar el ateísmo vindicativo para hacerle cantar el Oficio divino o de recluir el socialismo en una sacristía. Pero no estaría demás que los socialistas participantes en el 38 congreso apuntaran en esa dirección. Serían sabios y estarían atinados si lo hicieran. Hoy cabe peguntarse, dada la situación, cómo el socialismo español no tiene, por ejemplo, una institución similar a Cáritas. Dejando de lado las ideologías y los radicalismos, ¿no se propone acaso implantar criterios de justicia y de igualdad? Ello requiere ayudar a los desheredados de la fortuna y a las víctimas sangrantes de la descomunal crisis que padecemos. Hay mucha tela que cortar aquí para confeccionar un traje elegante. Por lo que le concierne, la O de Obrero debería explotar en el 38 congreso federal como una auténtica bomba fétida. Tengo la impresión de que el socialismo español ha perdido la O por el camino. Quizá esta apreciación se deba solo a que soy lego en la materia y a que enfoco el tema desde fuera. Pero que en España haya más de cinco millones de parados debería incitar a 244    

  los socialistas a “congregarse en la calle” y a vociferar hasta acotar el problema. Misión suya es alumbrar, con candil si fuera preciso, las oquedades de la economía y remover, cual fornidos vascos, los pedruscos del camino. Un socialista auténtico no duerme tranquilo viendo cómo millones de parados se caen de tan preciada O para convertirse poco menos que en mendicantes de sus propios derechos. Aunque para el capitalismo salvaje los obreros sean solo fuerzas productivas, el socialismo jamás debería abandonar a quienes son la materia moldeable en que se cimenta el ideal de igualdad y de justicia que persigue. Un hombre, por aherrojado que esté y aunque la sociedad le niegue el pan y la sal, jamás pierde para el auténtico socialista su dignidad y su condición de persona con derechos. El 38 congreso debería inocular en sus participantes insomnio hasta paliar, al menos, el problema del paro, e incluso el coraje de emprender huelgas de hambre con vistas a presionar el capital y a los emprendedores para que abran horizontes de trabajo. Por muy aguda que sea la crisis que padecemos, habiendo dinero y cabezas, solo faltan motivos y ganas. La última sigla, la E de Español, se las trae. Incluso parece pieza de caza mayor, cuyo logro requiere munición de grueso calibre. Tres frentes muy activos se abren aquí a cualquier intento serio de regeneración socialista: la bandera, la lengua y la igualdad fiscal. Los españoles seguiremos caminando para atrás como los cangrejos mientras no sintamos el orgullo de nuestra bandera y podamos expresarnos sin cortapisas en “español” (lo de “castellano”, aunque sea correcto académicamente, es reduccionismo timorato, políticamente sesgado), la única lengua oficial en todo el territorio, sin detrimento alguno de las demás lenguas regionales, pues también ellas son un preciado patrimonio común. El frente restante, el de la desigualdad fiscal, clama al cielo. Viviendo en un país en el que el privilegio y la excepción campean a su gusto, la sagrada igualdad que propugna el socialismo choca contra un muro de hormigón. Es inútil hablar de justicia y de igualdad si no se pagan los mismos impuestos ni se reciben los mismos servicios en todas partes. El 38 congreso debería excavar trincheras en estos frentes para retener lo conquistado y lanzar desde ellas incursiones a la conquista de la condición plena de ciudadanos iguales. De restaurar sus siglas, tal como propongo, en el congreso a celebrar dentro de unos días, aun siendo muy reacio a comprometerme políticamente, no tendría inconveniente alguno en afiliarme al Partido Socialista. Tendría su mérito hacerlo cuando tantos viejos militantes, desengañados o acosados por penurias económicas, se dan de baja. Para emprender el camino aquí desbrozado debe contarse no solo con un líder idóneo, sino también con un equipo capaz. Quienes aspiran a ser elegidos en el 38 congreso no creo que puedan pilotar la regeneración necesaria. Les faltan perspectiva y hondura. Tampoco lo podrán hacer quienes, habiendo pescado en el río revuelto de los tiempos convulsos vividos, han medrado y se han enriquecido a cuenta del erario público. Una regeneración auténtica 245    

  exige la fuerza de savia nueva e incontaminada para florecer con hermosura y madurar con sosiego en los nuevos tiempos que, antes o después, llegarán. El socialismo español debe restaurar el esplendor de sus propias siglas: convertirse en un Partido cohesionado; responder con fidelidad a su propia condición de Socialista; enarbolar la bandera del mundo Obrero y llevar en volandas a España a su plenitud de nación. La cuesta de su 38 congreso debe ser para ellos un empinado Calvario sangrante y un redentor Gólgota sacrificial.

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  De profundis 62 (Publicado el 05.02.2012)

… Lo importante sería que cada ciudadano conociera en todo momento su situación contable en su relación con el Estado. Ello nos ayudaría a ser mucho más conscientes de nuestra condición de ciudadanos y lograría, seguro, que pagáramos con gusto los impuestos. Quien más, quien menos, teniendo su orgullo, trataría de no aparecer en ese balance como un menesteroso incapaz de subsistir por sí mismo, y procuraría aumentar, incluso de forma voluntaria, su contribución al Estado, fuera para equilibrar su balance, fuera para realzar su rol social. El orgullo ciudadano residiría entonces no en defraudar a la Hacienda Pública, tal como hoy presumen de hacer los listillos, sino en contribuir, cuando menos, con lo que exigen las leyes tributarias…

BALANCE INDIVIDUAL

Original propuesta la que me atrevo a esbozar hoy. Puede que resulte extraña, pero es importante para madurar la conciencia de ciudadanía. Lo que no puebla la cabeza de uno es como si no existiera realmente para él, por más que repercuta seriamente en su propia vida. Tal ocurre con el dinero público que hace unas semanas califiqué de sagrado. Algunos descerebrados, para poder usarlo sin cortapisa, han dicho incluso que no es de nadie, como si su manejo caprichoso no tuviera barreras. Sin embargo, se trata de un dinero arrancado del bolsillo de los ciudadanos, cuyo único destino es el servicio de todos. En cierta ocasión, un inspector de Hacienda me dijo atinadamente que la víscera que más duele a los españoles es la cartera. Cuando acaba de emprenderse un nuevo rumbo nacional, ardua tarea para el partido al que los ciudadanos han confiado tan importante misión, me parece asunto de no poca relevancia conocer el balance de cada cuenta particular con el Estado. Que un ciudadano sepa qué aporta a la Hacienda Pública y qué recibe del Estado le ayudará a encarrilar una relación siempre

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  tormentosa y, en última instancia, a comprender qué significa ser miembro de una comunidad necesaria para el cultivo de su propia personalidad. No es difícil cuadrar ese balance. Por un lado, la Hacienda Pública controla al céntimo las aportaciones tributarias directas a través del número del carné de identidad. Por otro, cabe cuantificar fácilmente las indirectas mediante módulos estimativos de consumo. Se completa así el haber de cada cual. En la columna del debe bastaría anotar, por un lado, el montante de los haberes pasivos y el costo de la asistencia sanitaria recibida del Estado, y, por otro, el prorrateo de los servicios generales del Estado y demás entidades públicas. Se sabría así qué paga cada ciudadano al Estado y qué recibe de él. Hablo de un balance sin función fiscalizadora alguna, pero sumamente útil para fijar posiciones. Muchos ciudadanos descubrirían con asombro que su saldo es negativo, razón por la que se mostrarían agradecidos; no pocos, que se consideran explotados, se sorprenderían de saber que andan a la par; finalmente, los titulares de saldos a su favor, los que aportan al Estado más de lo que reciben de él, hincharían o aumentarían su debe sumándole el orgullo de ser contribuyentes netos de la nación. Este esclarecedor balance cambiaría radicalmente la postura de los ciudadanos con relación a la Hacienda Pública, considerada por lo general como monstruo depredador: los titulares de saldos deficitarios, además de no defraudar ellos mismos con triquiñuelas, trampas y corruptelas, vigilarían que otros lo hicieran, pues del dinero recaudado depende en parte el desarrollo de su propia vida; los de saldos equilibrados dejarían de sentirse sangrados a impuestos y, finalmente, los contribuyentes netos se honrarían por su papel protagonista en la marcha general de la sociedad. Se entendería entonces realmente que Hacienda somos todos. El tema merece atención y precisión. En el haber de tan práctico balance se contabilizarían los impuestos con que la Hacienda Pública nos fríe: los directos, que aparecen en la declaración de la renta y en cualquier otro documento de transacción oficial, y los indirectos, calculados globalmente por estimación del consumo medio familiar, habida cuenta de las peculiares circunstancias de cada familia. Los primeros serían exactos y los segundos, aproximados. En el debe se contabilizarían, por un lado, las prestaciones y el costo de los servicios individualizados que se reciben del Estado: las pensiones, los subsidios, los pagos por incapacidades, las becas, las dependencias, la sanidad y la enseñanza, y, por otro, la parte proporcional del costo de los servicios generales de la Administración: viales, esparcimiento, centros sociales y un largo etcétera de servicios. Sanidad y educación son los capítulos más determinantes. En el apartado de sanidad se reflejarían los costos de médicos, de ambulatorios y de hospitales, incluidas las intervenciones quirúrgicas y la contribución de la Seguridad Social a los 248    

  medicamentos. En el de la enseñanza no sería difícil cuantificar lo que el Estado se gasta en la educación de cada ciudadano: jardín de infancia, colegio, universidad, cursos diversos y educación permanente de adultos. La importancia de las pensiones merece precisión. En el apartado correspondiente del balance individual figuraría, en el haber, la cuantía total de las cotizaciones y, en el del debe, el importe de las pensiones y de las incapacidades laborales transitorias o permanentes. Si bien el sistema de la SS semeja un seguro que cubre riesgos, entendiendo la cotización como póliza y la incapacidad laboral y la pensión como siniestros, su desarrollo responde a parámetros de solidaridad generacional que va mucho más allá de un simple seguro. Por otro lado, el que cotiza no capitaliza un fondo para percibirlo poco a poco durante su jubilación. De hecho, de morir antes de jubilarse, pierde lo cotizado; pero si, como suele ocurrir, vive muchos años de jubilado, recibirá como pensión varias veces el montante de sus propias aportaciones. Al proponer este balance trato solo de esbozar una iniciativa de fuerte repercusión en la vida social. Los criterios expuestos, referidos a las cantidades que deben aparecer tanto en el debe como en el haber, son simples sugerencias o apuntes, susceptibles de ser corregidos o modificados. Lo importante sería que cada ciudadano conociera en todo momento su situación contable en su relación con el Estado. Ello nos ayudaría a ser mucho más conscientes de nuestra condición de ciudadanos y lograría, seguro, que pagáramos con gusto los impuestos. Quien más, quien menos, teniendo su orgullo, trataría de no aparecer en ese balance como un menesteroso incapaz de subsistir por sí mismo, y procuraría aumentar, incluso de forma voluntaria, su contribución al Estado, fuera para equilibrar su balance, fuera para realzar su rol social. El orgullo ciudadano residiría entonces no en defraudar a la Hacienda Pública, tal como hoy presumen de hacer los listillos, sino en contribuir, cuando menos, con lo que exigen las leyes tributarias. Si el ciudadano percibe claramente que la Hacienda Pública está bien gestionada y se comporta como la entidad más solidaria imaginable, ya que de ella dependen no solo la marcha general del Estado, sino también el socorro de los pobres, puede que incluso llegue a ingresar en sus arcas dinero de forma voluntaria, tal como hace con otras muchas entidades humanitarias. Si la Hacienda Pública somos todos, debe serlo de verdad. El balance individual que propongo fundamenta y agranda tal aseveración. Lejos de considerarla ogro insaciable, sacamantecas o enemiga siempre en pie de guerra, se gestarían entre ambos, Hacienda y ciudadanos, vínculos de proximidad y familiaridad. Orgullo de pagar a la Hacienda Pública lo debido e incluso más; orgullo de ser ciudadanos como Dios manda. ¿Utópico? Seguro, pero hay utopías que alimentan e ilusionan.

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  De lograrse tal grado de conciencia, al ciudadano solo le faltaría un pequeño estímulo para hacer real tamaña utopía: que los políticos y quienes merodean en torno a los caudales públicos tengan un comportamiento ejemplar. Los ciudadanos no son tontos. No aflojarán sus carteras hasta estar convencidos de que quienes se amamantan del Estado lo hacen con criterios de moralidad. Que los políticos se adueñen impunemente de los dineros públicos y los dilapiden sin miramientos es circunstancia atenuante del horroroso fraude imperante.

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  De profundis 63 (Este artículo fue escrito para ser publicado el 12.02.2012, pero el error de poner la misma numeración a dos artículos provocó el despiste de dejarlo olvidado en la carpeta. Por ello, nunca fue publicado. Fue el último de los 16 artículos que envié por correo electrónico al grupo de lectores interesados, el sábado, día 4 de agosto de 2012).

Ser como Dios ha sido siempre una tentación inaudita, osada y peligrosa, además de imposible. A la postre, a lo único que conduce es a erigirse en ídolo evanescente, en fantoche de cartón piedra. Ser un héroe en algún orden de la vida o una estrella rutilante de firmamentos ajenos, en cualquier ámbito de la actividad humana, es la más alta meta a que aspiran los hombres de cortos vuelos. Por lo que al común de los mortales se refiere, hemos ido llenando poco a poco el firmamento de nuestra historia de innumerables estrellas míticas, dueñas de las artes y de los deportes, y de otros muchos héroes, sean sobre todo literarios o bélicos. Lo cierto es que en el firmamento de nuestra historia brillan innumerables estrellas que avivan nuestros sueños y nos ilusionan con la imposible emulación de sus inauditas gestas. Llevando en la mochila mental a nuestras estrellas y héroes domésticos, fingimos alcanzar imaginariamente, al identificarnos con ellos, un protagonismo que nunca tendríamos por nosotros mismos.

HÉROES Y ESTRELLAS

Si el tema de Dios es oscuro y escabroso, seguramente por ser trascendente y de altas miras, el de los diosecillos o ídolos es luminoso y sabroso porque puede manejarse a capricho y conveniencia. Quizá llevemos en los genes una mácula de idolatría que nunca queramos o podamos limpiar del todo. De hecho, quién más, quién menos, atesora en la memoria un listado de héroes y estrellas con los que se identifica y a los que se rinde complacido tributándoles pleitesía. Ser como Dios ha sido siempre una tentación inaudita, osada y peligrosa, además de imposible. A la postre, a lo único que conduce es a erigirse en 251    

  ídolo evanescente, en fantoche de cartón piedra. Ser un héroe en algún orden de la vida o una estrella rutilante de firmamentos ajenos, en cualquier ámbito de la actividad humana, es la más alta meta a que aspiran los hombres de cortos vuelos. Por lo que al común de los mortales se refiere, hemos ido llenando poco a poco el firmamento de nuestra historia de innumerables estrellas míticas, dueñas de las artes y de los deportes, y de otros muchos héroes, sean sobre todo literarios o bélicos. Lo cierto es que en el firmamento de nuestra historia brillan innumerables estrellas que avivan nuestros sueños y nos ilusionan con la imposible emulación de sus inauditas gestas. Llevando en la mochila mental a nuestras estrellas y héroes domésticos, fingimos alcanzar imaginariamente, al identificarnos con ellos, un protagonismo que nunca tendríamos por nosotros mismos. ¿Qué sería de nosotros si no pudiéramos mirarnos en el espejo de nuestras estrellas e identificarnos psicológicamente con nuestros héroes? Seguramente nos perderíamos por los senderos de la vida como motas de polvo zarandeadas por el viento. Para entender los extremos de la idiotez humana basta imaginar las colas de adolescentes soñadores a la caza del autógrafo del ídolo de turno como si, al inscribir este su firma en nuestra libreta o prenda, nos transfiriera su excepcional personalidad. La adolescencia es una edad en la que deben primar las ilusiones y campear los sueños, pero es una gran desdicha que la mayoría de esas ilusiones y sueños estén polarizados por el dinero y, sobre todo, dadas la endeblez y las fluctuaciones de la personalidad incipiente del adolescente, por una fama asociada fácilmente al dinero. La mayoría de los adolescentes no tardará en llevarse un descomunal fiasco al enfrentarse a la vida real, tan saturada de problemas, tan expuesta a la prevaricación y a la postración, tan proclive a depresiones aniquiladoras por la intrínseca dificultad no ya de hacerse rico, sino de poder ganarse siquiera dignamente el pan de cada día a base de sudor y hasta de lágrimas y sangres. Sería mucho más realista y conveniente ayudar a nuestros adolescentes a ilusionarse con una preparación humanística y técnica suficiente para afrontar con valor y decisión las dificultades reales que les aguardan. Soy de un natural al que le repugna el divismo y la exaltación desmedida. Me refiero no solo a los que pudiera recibir, sino también a los que podría tributar. Por ello, vacunado contra mis propias ensoñaciones, las estrellas y los héroes que se fraguan en torno mío me provocan sonrisas socarronas. Mi único tributo ante el oropel de sus propias exhibiciones en plan reclamo es una demoledora indiferencia. De hurgar en la vida de cualquiera de ellos, seguro que encontraría fácilmente cortocircuitos para apagar la gloria de neón de las estrellas rutilantes y mezquindades sobradas para enturbiar las gloriosas hazañas de los héroes de pacotilla. No deja de ser un consuelo descubrir que, a la postre, también ellos son frágiles.

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  Confieso, sin embargo, que también yo tengo un universo poblado de estrellas y de héroes cuya contemplación me deslumbra y cuyas gestas me enternecen y me emocionan. Pero mis estrellas y héroes puede que pasen desapercibidos para la mayoría de los mortales. Que nadie me pida que me incline ante un rey, cosa que nunca he tenido la oportunidad de hacer; o que le pida un autógrafo a un cantante o a un futbolista, cosa que nunca he hecho ni haré; ni siquiera que le bese el anillo a un papa, cosa que sí pude hace, pero que no hice al limitarme, en la tarde del miércoles de ceniza de 1966, a darle la mano a Pablo VI, diciéndole llanamente: “Buona sera, santitá” (buenas tardes, santidad), como habría hecho con cualquier otro ser humano. ¿Irreverente y orgulloso? Puede que sí, pero equilibrado y consecuente, también, pues, añádase lo que se añada al nombre y a los apellidos de cada cual y vístase cada uno como mejor le venga en gana, todos los seres humanos estamos hechos del mismo barro. La gloria, por lo demás, es tan fugaz como el tiempo. Pero, entonces, ¿quiénes son mis estrellas y mis héroes? Sentemos primero que el respeto y la consideración les son debidos a todos los seres humanos por razón de su entidad. Pero la veneración es otra cosa. A la hora de quitarse metafórica y galantemente el sombrero ante alguien, mis convicciones más sólidas y mis sentimientos más íntimos solo me permiten hacerlo ante los hombres que hacen del servicio a sus semejantes un ideal y ante quienes, tratados a baquetazos por la vida, se comportan con entereza, sin arrugarse por las adversidades o por el dolor. Sin duda, hay cientos, miles y quizá millones de estrellas y héroes de tal estilo a los que nunca conoceré, si bien sé que están ahí. Pero, cuando tengo la suerte de conocer y, más aún, de tratar a uno de ellos, me siento honrado y mi corazón se alboroza de gozo. Mis sacrificados lectores se sorprenderían de saber cuántas estrellas y héroes brillan en el cielo de mi alma. Los encuentro en cualquier parte, incluso en las condiciones más desfavorables y adversas. Siendo tan numerosos en el estrecho círculo social en que me muevo, me resulta fácil convencerme de que son legión en el conjunto de la humanidad. Hay millones de seres humanos cuya existencia me honra y cuyo obrar me empuja a la emulación y a la veneración. Esta certeza me obliga, además, a mirar con ternura a todos los seres humanos y a sentirme reconfortado por el hecho de ser yo también uno de ellos. Por estar lo que ellos hacen también a mi alcance, su comportamiento ejemplar no solo me brinda la oportunidad de imitarlos, sino también me empuja a hacerlo. Cuando uno desespera al contemplar el inmenso daño que se infligen a diario unos a otros los seres humanos, basta cambiar la perspectiva para contemplar la ternura y el amor con que otros muchos envuelven a sus semejantes, sean allegados suyos o no. ¿Alguien sería capaz de imaginar los actos heroicos que llevan a efecto los seres humanos cada día en el seno de las familias, en el círculo de los amigos y, más en general, en el marco de la sociedad 253    

  global? Lo de menos es que lo hagan en atención a los mandatos explícitos de la misión evangélica a la que se entregan en cuerpo y alma tantos creyentes, o en atención a las exigencias humanitarias básicas que inspiran a los miembros de tantas ONG. Lo importante es que lo hagan, ayudándose a vivir mutuamente. Si fuéramos capaces de imitar a héroes tan sólidos y a estrellas tan rutilantes, seguramente nunca más volverían a derrotarnos el pesimismo sobre el devenir de la raza humana y la náusea de su condición claudicante. El creyente sabe que está obligado a amar sin condiciones ni remilgos a todos los hombres, pues incluso el ser humano más abyecto e impresentable tiene caudal suficiente para enamorar a Dios. El que no necesite ahondar tanto ni ir tan lejos para descubrir el filón de paraíso que es el servicio de sus semejantes sabe que, cuando lo hace, duerme a pierna suelta y se siente pletórico. Estoy lejos del papanatismo que muchos seres humanos despliegan a raudales ante sus héroes de barro y ante sus estrellas fugaces. Pase la exaltación nerviosa que los adolescentes, tan inseguros y soñadores, exhiben ante tales ídolos cuando consiguen de ellos un autógrafo o una sonrisa. Pero no procede que los adultos manifestemos ante ellos el adolescente que llevamos dentro. Seamos críticos. Los postulados más exigentes de la religión y la conciencia de sentirse ciudadanos libres proclaman que el hecho de vivir, por deleznable que sea la conducta de un determinado hombre, es siempre heroico. ¡Loor y gloria, pues, a todos los seres humanos: a unos porque logran vivir ya en el cielo del altruismo y a otros porque se ven condenados, quién sabe si injustamente, a hacerlo en el infierno de un atosigante egoísmo!

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  De profundis 64 (Publicado el 12.02.2012)

No, señores príncipes y altos jerarcas de la Iglesia Católica, el cristianismo no es poder y dinero ni tiene nada que ver con instrumentos tan útiles para el funcionamiento de la sociedad, pero muy peligrosos por su propensión a lo absoluto. El cristianismo es una fe de entrega, fiducia o confianza radical del hombre en Dios; una forma de vivir en la que prima la honestidad como relación, la austeridad como fundamento de reparto y la caridad como dueña del panorama. Por ello es buena nueva para los pobres, los desheredados, los perseguidos, los humildes, los limpios de corazón y los buenos samaritanos. Si la consigna es servir, el servidor no necesita aureolas de gloria, ni ropajes de opulencia, ni enjoyarse para relacionarse con Dios y con los hombres. Todo ello son vanidades humanas que se justifican a golpe de simbolismos circunstanciales. El papa, los cardenales, los obispos y los curas necesitan calzarse las sandalias del pescador y apoyarse en el bastón de pastores para la dura misión de proclamar en calles y plazas la buena nueva que humaniza y trasciende lo efímero…

CARDENALES

Los únicos cardenales que conozco son esas manchas amoratadas, negruzcas o amarillentas de la piel, producidas por un golpe u otra causa (RAE). Pero el lector sabe que este comentario no se refiere a los moratones dolorosos que tatúan la carne, sino a los altos dignatarios de la santa madre Iglesia Católica, apostólica y romana. Etimológicamente, son las bisagras del quehacer eclesial y, a criterio del papa reinante, personas que han recibido la ordenación sacerdotal y se distinguen por su doctrina, piedad y prudencia en el desempeño de sus deberes. Dentro de unos días, 22 destacados miembros del cuerpo eclesial serán elevados a la más alta dignidad jerárquica después de la del propio papa, aumentando progresivamente el número de quienes desempeñan funciones 255    

  de dirección en la Iglesia universal. Tendrá lugar ese día una de las celebraciones litúrgicas más recargadas de boato y pompa. No es mi propósito informar cumplidamente sobre el colegio cardenalicio, su origen y función, sino denunciar cuán alejada de la sociedad e incluso del evangelio anda la Iglesia institucional. Si uno lee con atención los evangelios en un esfuerzo por acoplar los propios sentimientos y ajustar la vida a las máximas de conducta allí expuestas, sin pararse a escudriñar si han salido de la boca de Jesús o de las de sus más inmediatos seguidores, se expone a sufrir un desengaño traumático si los enmarca en un contexto vaticano. Mal que les pese, a muchos de los dirigentes eclesiásticos de nuestro tiempo les son aplicables las diatribas que en ellos se lanzan contra los jerarcas coetáneos. Por mucho que se esfuercen desde los estamentos eclesiales en justificar que se elige para tales cargos a los mejores, los de fe más aquilatada, los de piedad más arraigada y los más abnegados servidores de la Iglesia, desde fuera se aprecia el empeño de mantener un arcaico bastión de pompa y vanidad. Salvo que un eclesiástico, cuya mente chapotea en un magma confuso de dignidad eclesial y de servicio al pueblo de Dios, aspire a ser papa, su ambición dentro del organigrama eclesial culmina con el capelo cardenalicio de príncipe de la Iglesia. ¡Cuánta sumisión e incluso esclavitud, cuántos tejes y manejes y cuánta mundanidad pueblan la trastienda de un consistorio papal! Cuando veo un hombre equipado con vestimentas episcopales, o enfundado en llamativas túnicas cardenalicias, o vestido de blanco inmaculado papal, con sus mitras, birretes y tiaras, en pose ostentosa de orondo caballero altivo, una sonrisita socarrona me recorre el cuerpo. Sabiendo que tanto ornato y tantos signos de poder no añaden ni un ápice de personalidad a sus portadores, ni presuponen un hilo de comunicación directa y privilegiada con el Dios evangélico, las ostentosas celebraciones litúrgicas me parecen un cortejo de señores disfrazados, desfile carnavalesco de viva imaginación, completamente al margen del testimonio evangélico que deberían transmitir. Seguro que para muchos esto suena a irreverencia intolerable. Ellos sabrán. Para mantener la mente abierta, formular críticas constructivas y procurar que no se socaven las creencias esclavizando a los creyentes, en estos asuntos no caben medias tintas, sino cirugía. Las campanadas del evangelio las oyen hasta los sordos cuando hablan de los primeros y los últimos, de la mano derecha y la izquierda, de señores y siervos. Un cristiano crítico con su fe no puede menos de poner en tela de juicio la ostentación y la pompa que exhibe la Iglesia oficial. No entra en su mollera que la autoridad eclesial cristalice en dignidad de cargos, sabiendo que la autoridad es servicio y que la dignidad es atributo exclusivo de la conducta. 256    

  La autoridad de poder, si no es servicio, es mero flatus vocis; la dignidad, por su parte, es solo fruto sazonado del obrar. En resumen, el cristianismo es vida propia y comunicada. Que los dignatarios eclesiásticos se vistan de una manera o de otra y se armen de unos distintivos u otros es intrascendente por muchos significados y simbolismos que se atribuyan a sus vestimentas, ornamentos, gestos y rituales. El Vaticano semeja una corte medieval obsoleta. La liturgia, mal entendida como realce o glorificación de Dios, se recarga inútilmente de simbolismos. Lo que de esta corte de dignidades ostentosas perdura realmente y tiene cuajo en nuestro tiempo es, por un lado, el valor turístico de unas instalaciones arquitectónicas, pictóricas y esculturales excepcionales y, por otro, el desarrollo de la magia salvadora que irradia un papa, cuyo poder y gloria superan los de los emperadores y reyes, y el magnetismo de una liturgia pretendidamente celestial. Apañados iríamos si pensáramos que el papa se parece a Dios y que la corte vaticana semeja la celestial. El cielo resultaría entonces para muchos un lugar de mortal aburrimiento. Formar parte de un coro de alabanza eterna sería incluso un martirio. Pienso, más bien, que en el cielo se sublimarán todos los anhelos, sentimientos y vivencias del ser humano y que allí se potenciará al máximo nuestra capacidad de placer debido a que Dios es la plenitud de todo lo existente. El cielo es realmente un paraíso. Hablo, naturalmente, de una forma de concebir las cosas que no es la de todos. No, señores príncipes y altos jerarcas de la Iglesia Católica, el cristianismo no es poder y dinero ni tiene nada que ver con instrumentos tan útiles para el funcionamiento de la sociedad, pero muy peligrosos por su propensión a lo absoluto. El cristianismo es una fe de entrega, fiducia o confianza radical del hombre en Dios; una forma de vivir en la que prima la honestidad como relación, la austeridad como fundamento de reparto y la caridad como dueña del panorama. Por ello es buena nueva para los pobres, los desheredados, los perseguidos, los humildes, los limpios de corazón y los buenos samaritanos. Si la consigna es servir, el servidor no necesita aureolas de gloria, ni ropajes de opulencia, ni enjoyarse para relacionarse con Dios y con los hombres. Todo ello son vanidades humanas que se justifican a golpe de simbolismos circunstanciales. El papa, los cardenales, los obispos y los curas necesitan calzarse las sandalias del pescador y apoyarse en el bastón de pastores para la dura misión de proclamar en calles y plazas la buena nueva que humaniza y trasciende lo efímero: que el odio ceda al amor, que todos necesitamos ayuda de todos, que el paraíso es posible y que, aunque a algunos les produzca sarpullidos, Dios anida en cada uno de los hombres. Afortunadamente, las vidas de muchos cristianos no se parecen en nada a las de sus dirigentes. Los buenos ejemplos de abnegación y de entrega silenciosa a sus semejantes deberían remover el status de jerarcas que parecen pavos reales.

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  Si a su criterio los cardenales son presbíteros que se “distinguen por su doctrina, piedad y prudencia en el desempeño de sus deberes”, el papa les hace un flaco favor encumbrándolos al cardenalato porque, quiéranlo ellos o no, los encierra en un círculo contaminado. Sospecho que algunos, por ser tanto el poder y el dinero que se amasa en ese cónclave, estarían dispuestos, permítaseme la hipérbole de tinte blasfemo, a vender su alma al diablo para conseguir entrar en él. El hombre del siglo XXI no se deja engañar fácilmente. Le divierten, pero no le satisfacen las carnavaladas eclesiásticas y sus celestiales orgías de gloria, riqueza y poder. Sin embargo, desorientado y hambriento, necesita que le prediquen sin tapujos ni eufemismos la buena nueva que alumbra el camino, alimenta el corazón e ilusiona la mente.

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  De profundis 65 (Publicado el 19.02.2012)

Es obvio que España tiene problemas urgentes que se plantean en tropel: leyes nuevas y reajustes duros. La situación es tan compleja y delicada que posiblemente hasta los más animosos sientan la tentación del apaga y vámonos, de tirar la toalla o de finiquitar el reto huyendo. Pero no es menos obvio que los españoles estamos dispuestos, por la cuenta que nos tiene, a arrimar el hombro, a apretarnos el cinturón, a echar una mano, a alumbrar la solución y a aplaudir a quien encarrile las expectativas. Predispuestos, en suma, a flagelarnos para que cambie la situación del barco varado y del carro parado que somos. El gobierno debe saber que, si hace bien las cosas, cuenta con más de 45 millones de razones para reflotar ese barco y echar a andar ese carro.

GALLINA

La gallina, ave de corral revoltoso y cacareador, cuyos huevos sirven para cocinar delicias y cuya carne vigoriza caldos que contrarrestan el invierno, se ha convertido para la sabiduría popular en protagonista de un enigma irresoluble, el de si fue primero la gallina o el huevo, por la dependencia genética entre ambos. Al margen de la solución de un pasatiempo curioso, cuyas claves deberían desvelar los evolucionistas, dejemos constancia de que la calidad del huevo, y no digamos la de la carne de la gallina, pierde enteros cuando el corral se transforma en granja avícola. Claro que todo esto nada tiene que ver con el propósito de hoy, del que también cabe descartar el fácil oportunismo fonético de una palabra que, en chiste facilón, alguien podría relacionar con el carácter gallego del protagonista de este artículo y hasta con los galos de allende los Pirineos, algunos de los cuales, habiéndose avinagrado, cacarean en demasía. Dejemos constancia de que la etimología de Galicia connota la “piedra”, mientras que la de gallo se deriva, al decir de san Isidoro, de “castración”, etimología esta última que bien podría ilustrar nuestro propósito, pues utilizaremos la palabra “gallina” como calificativo referido, en sentido coloquial algo despectivo, a la persona cobarde, pusilánime y tímida. 259    

  La actual situación económica y social de España es bocado duro de roer. Parece que el actual gobierno le está hincando el diente hasta el punto de que chirríen instituciones sensibles y chillen ciudadanos aprovechados. Sin embargo, tengo la impresión de que, aunque el gobierno derroche fuerza y diligencia, el abordaje global de la situación resulta flojo, y, tras algunos titubeos, sondeos y pulsiones, demasiado pausado frente al impacto social de la crisis. Es obvio que España tiene problemas urgentes que se plantean en tropel: leyes nuevas y reajustes duros. La situación es tan compleja y delicada que posiblemente hasta los más animosos sientan la tentación del apaga y vámonos, de tirar la toalla o de finiquitar el reto huyendo. Pero no es menos obvio que los españoles estamos dispuestos, por la cuenta que nos tiene, a arrimar el hombro, a apretarnos el cinturón, a echar una mano, a alumbrar la solución y a aplaudir a quien encarrile las expectativas. Predispuestos, en suma, a flagelarnos para que cambie la situación del barco varado y del carro parado que somos. El gobierno debe saber que, si hace bien las cosas, cuenta con más de 45 millones de razones para reflotar ese barco y echar a andar ese carro. ¿Por qué sigue encallado el barco y parado el carro? A mi modesto entender, solo hay una razón fácil de contrarrestar: la convicción general de que o ponemos todos manos a la obra o no hay obra. Cada español colaborará cuando vea que también lo hacen sus vecinos y los demás españoles. O todos, o nadie. O la crisis se carga sobre la espalda de todos, en proporción a las fuerzas de cada uno, o que no cuenten con uno. Sería mejor salir de ella sin que toquen el bolsillo propio, pero los milagros son cosa del pasado. A la fuerza ahorcan. No habiendo más alternativas, solo permitiré que adelgacen mi cartera si se hace lo propio con la de todos los demás. Y aquí, amigo Sancho, con la iglesia hemos topado. El primer bolsillo a saquear es el de los que encabezan la lista, el de los políticos, porque, siendo ellos los que aflojan las carteras ajenas, no lo conseguirán de buen grado a menos que den cumplido ejemplo. Sí, ya sé que muchos dicen que los políticos españoles están mal pagados. Pero ¿lo están acaso bien los obreros, las empleadas de hogar, los funcionarios, los jubilados, los parados y, sobre todo, los que no tienen donde caerse muertos? Menos unos pocos privilegiados, depredadores sin escrúpulos morales, en España todos estamos mal pagados. La justificación aludida no es de peso. Lo primero que tiene que hacer el gobierno es ahormar a los políticos sin miramientos, desde el presidente al último jefecillo de departamento. Después o simultáneamente, a todos los demás, incluso a los parados, pues nadie puede abrogarse el derecho de recibir dinero público, por poco que sea, sin algún tipo de contraprestación social, como, por ejemplo, dedicar unas horas semanales de apoyo a los cientos de miles de personas dependientes que hay en España.

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  España tiene un serio problema de dinero: una deuda global asfixiante y unos ingresos públicos deficitarios. Sin embargo, por ella discurren caudalosos ríos de dinero, ocultos tras una desproporcionada economía sumergida y, sobre todo, como beneficio de actividades incomprensiblemente delictivas, tales como la droga y la prostitución. Si a ello se suma que se roba sin miramientos a la Hacienda Pública o que se sigue malgastando sin control, puede que el principal problema español no sea el de una deuda insoportable y el de un déficit estrangulador, sino la impunidad en que vive una auténtica plaga de ladrones. Vistas así las cosas, creo que la mejor solución es que el presidente de la nación española sea gallo y no gallina, que encrespe la cresta y la mantenga altiva en consonancia con la mayoría absoluta que le han otorgado los españoles para llamar las cosas por su nombre y, sobre todo, para colocar a cada uno en su peana. Tan magna obra debe comenzar por una clara y decidida acción pedagógica cuyo propósito sea explicar a los españoles, con pelos y señales, el diagnóstico de su situación social y económica para exigirles, velis nolis, lo que en principio parece que están afortunadamente predispuestos a aportar al caudal común. Pedagogía y equidad. Postrada en la UCI, a España no le bastan caldos de gallina. Necesita pinchazos, sueros, electrochoques y tratamientos agresivos. No hay duda de que los españoles sacaremos a España adelante, faltaría más, pero no lo haremos con algarabías en las calles y, mucho menos, con huelgas sectoriales o generales. Mientras permanezca en la UCI, se requiere silencio absoluto. Las algaradas callejeras y las huelgas alteran la recuperación intensiva. Los griegos lo están haciendo fatal, pues, además de hundir cada vez más su economía, socavan su prestigio cultural histórico. Una reforma laboral tan timorata como la que acaba de presentar el gobierno debería iluminar con criterios justos el destino de los beneficios de las empresas cuando los haya. Por lo demás, no es de recibo que se la interprete demagógicamente como autopista llana y sin curvas para que los empresarios oportunistas o depredadores despidan sin obstáculos ni costos a sus empleados. Espero que el presidente español no se moleste por haberme servido de una palabra que, en las actuales circunstancias, describe muy bien un proceder que refleja cobardía, pusilanimidad y timidez. Los españoles han depositado en sus manos un gran poder y le han dado una oportunidad sin parangón para llevar a puerto un magno proyecto. Para lograrlo deberá proceder con tanta justicia como coraje. Deberá frenar en seco el robo y el despilfarro de los caudales públicos y realizar, paralelamente, una intensa labor pedagógica a fin de que los españoles consientan de buen grado que les aprieten el cinturón y aflojen sus carteras. Si se procede con justicia y se les convence de que no se sacrificarán en vano, ninguno se negará a colaborar generosamente. Presidente, ¡suerte y al toro! Insisto, sea usted gallo, no gallina, en el corral patrio. Recuerde que no logrará avanzar si no es capaz de uncir a los 261    

  políticos. Si logra hacerlo, más de cuarenta y cinco millones de españoles secundarán sus esfuerzos. Gracias anticipadas.

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  De profundis 66 (Publicado el 26.02.2012)

Para explicar la calamitosa situación en que se encuentra Asturias, no basta aducir que la sociedad asturiana ha vivido durante años a golpe de subvención y que, mientras en otras regiones se estrujaban las neuronas y les salían callos, aquí se acostumbraba vivir como señoritos con el maná protector del Estado. Alusión injusta y falsa. Los asturianos han sido siempre buenos trabajadores, algo “babayos” y “grandones”, defectos que, lejos de arrinconarlos, los hacen simpáticos y divertidos. Recuerdo con emoción los tiempos de la gran emigración española, cuando me tocó lidiar con muchos de ellos, sobre todo en Francia. Trabajadores bien valorados, ejemplares, sacrificados y alegres en su infinita nostalgia, cuyos esfuerzos y renuncias, cristalizados en divisas, contribuyeron significativamente a mejorar Asturias.

GASEOSA Y AGUA

La convocatoria de nuevas elecciones autonómicas en Asturias incita a aplicar a los políticos asturianos la famosa anécdota de Eugenio D´Ors cuando reprendió a un camarero inexperto, por haberle derramado encima una botella de champán, con una frase que hizo fortuna: “¡Los experimentos, con gaseosa, joven!”. Teniendo como telón de fondo la crítica situación de Asturias y las implicaciones económicas de la repetición de elecciones autonómicas, no estaría demás recordar a los políticos asturianos que los buenos escanciadores de sidra, tan espectaculares, se han preparado a conciencia vertiendo cientos de botellas de agua en los vasos de sidra. Remedando al escritor catalán, cabe recriminar a los políticos asturianos: “¡Los experimentos, con agua, señores!”. Si el champán es caro, la política es cosa seria. Habrá razones profundas de operatividad política para convocar estas nuevas elecciones, no lo niego. Sin embargo, me atrevo a sospechar que, si en las celebradas hace ahora unos meses se hubiera atisbado esta salida, el desprecio y la abstención habrían sido de campeonato. Los asturianos, líderes indiscutibles en tantas clasificaciones negativas, no están para 263    

  bromas y menos aún si, además de pesadas, son caras. La política ancla Asturias en los primeros puestos de la postración y de la negatividad. “¡Pobre Asturias, qué mal anda! ¿Qué habrán hecho los asturianos para merecer tanto declive y humillación?”, he oído comentar a algún foráneo. Aunque nadie en España esté para tirar cohetes, exclamaciones e interrogantes de tan grueso calibre se oyen hoy día con frecuencia al sur de la Cordillera Cantábrica. Para explicar la calamitosa situación en que se encuentra Asturias, no basta aducir que la sociedad asturiana ha vivido durante años a golpe de subvención y que, mientras en otras regiones se estrujaban las neuronas y les salían callos, aquí se acostumbraba vivir como señoritos con el maná protector del Estado. Alusión injusta y falsa. Los asturianos han sido siempre buenos trabajadores, algo “babayos” y “grandones”, defectos que, lejos de arrinconarlos, los hacen simpáticos y divertidos. Recuerdo con emoción los tiempos de la gran emigración española, cuando me tocó lidiar con muchos de ellos, sobre todo en Francia. Trabajadores bien valorados, ejemplares, sacrificados y alegres en su infinita nostalgia, cuyos esfuerzos y renuncias, cristalizados en divisas, contribuyeron significativamente a mejorar Asturias. Andaríamos menos descaminados si buscáramos las causas de los males actuales de Asturias en sus propios desarrollos políticos. Sin duda, los políticos asturianos no son los únicos que en Asturias no están a la altura de las circunstancias, pero sí los más determinantes. Por un lado, hemos asistido atónitos e impotentes al espectáculo de ver cómo se han liquidado millones de fondos europeos y estatales sin que la situación general de la autonomía asturiana mejorara siquiera un poco. Se ha invertido mucho en lavar la cara, pero no en llenar la despensa: se han hecho muchos arreglillos de aceras y plazoletas, se ha dedicado mucho dinero a fomentar la vida sana de caminantes y deportistas y hasta se han realizado construcciones faraónicas, concebidas para alimentar el ego de sus promotores, pero sin previsión de uso, mantenimiento y rentabilidad. No se ve por ningún lado que tanta inversión haya servido para crear puestos de trabajo o, al menos, para detener la sangría del paro. Una verdadera calamidad. Claro que tantas inversiones, al decir de las malas lenguas, han servido para llenar los bolsillos de listillos oportunistas. La rapiña y el desvío fraudulento de los caudales públicos resultan más sangrantes si pensamos que la Asturias de nuestros días, tan pequeña solo por su reducido número de habitantes, soporta un alto porcentaje de jubilados y arrastra infinidad de parados. Nadie tendría que extrañarse de que más de cien mil asturianos estén en el umbral de la pobreza o sean ya pobres de solemnidad. En tal situación, escandaliza que un político se atreva a comer siquiera una gamba y a beber un chato de vino peleón en un chigre a cuenta del erario público.

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  Por otro lado, el espectáculo de la política asturiana en sí misma resulta tedioso. Si cada autonomía tiene los políticos que se merece, o la vida es muy injusta o la anorexia adelgaza ostensiblemente los méritos asturianos. En la calle se tiene la impresión de que, exceptuados los escasos políticos honestos que siempre hay, en la política asturiana se han guarecido, aclimatándose con suma facilidad, muchos mediocres, señores feudales periclitados que se alzan con una región de posibles y que identifican la rumbosa marcha de su tranquila vida burguesa de holganza y regalo, despreocupada y muelle, con la marcha general de los asturianos. Les reconforta levantarse sin preocupaciones económicas, trajearse, alternar en el bar, echar una ojeada a los periódicos, simular que hacen algo útil y exhibirse como señores de gran personalidad, adulados por un enjambre de pícaros en busca de fortuna. Seguro que, si me leyeran, muchos políticos asturianos me echarían en cara que dedican a Asturias más de diez horas diarias de intenso trabajo y que, por sus cualificaciones, riesgos y esfuerzos, merecen mucho más de lo que reciben. Ojalá fuera verdad, al menos dicho de unos pocos, pues es seguro que a Asturias le bastarían y hasta le sobrarían media docena de políticos de raza para no apresurarse tanto hacia la ruina total. Cuando tres o cuatro tiran de una asociación cualquiera, esta se mueve y camina. Que me lo digan a mí, ducho en tales menesteres. Hablo de asociaciones que persiguen bienes culturales o sociales, en las que sus directivas no solo no cobran, sino que sufragan los gastos que origina su trabajo. Esas sí que sirven al pueblo. ¡Parecido a la política! De cara al problema que hoy nos ocupa, la convocatoria de nuevas elecciones autonómicas, los políticos asturianos están creando una confusión monumental para embaucar a los ciudadanos una vez más. Mientras el gobierno se excusa en que las actitudes de acoso y derribo de la oposición, amancebada contra natura, hacen ingobernable la autonomía, la oposición se aferra a que aquel se comporta como un elefante que ha cruzado el Pajares cargado de intereses espurios y ha penetrado furioso en una cacharrería. Allá todos ellos con sus intereses a ras de tierra, sus mezquindades, sus rencillas y su horizonte de nieblas. De mirarse en el espejo de Asturias, tendrían que abochornarse de vergüenza antes de presentarse a los asturianos con la cantinela eterna de sacrificarse por el bien del pueblo. ¡Hipocresía y descaro! Dentro de unos días, los veremos de nuevo en la palestra, orondos y charlatanes, como si nada hubiera ocurrido, prometiendo la luna y pintando de verde el horizonte. De tener algún pudor y categoría, deberían preguntarse primero de qué color ven ese mismo horizonte quienes padecen el rigor del despojo de dignidad, de la despensa vacía y de la calle como hogar. La situación sería cómica si no fuera realmente desesperada. Ahítos, los asturianos deberían confinar a sus políticos en la Junta General del 265    

  Principado hasta que presenten un plan viable de gobernabilidad que encarrile el esfuerzo común. Por encima de los valores y sensibilidades izquierdas-derechas, urge sacar a Asturias de su prolongada postración y elevarla a la categoría que merece. Durante ese encierro solo se les debería suministrar agua y gaseosa en abundancia para que experimenten y se entrenen a placer. El champán y la sidra son bebidas de calidad. A estas alturas, nadie debería atreverse a jugar con las cosas de comer.

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  De profundis 67 (Este artículo, enviado a La Voz de Asturias el martes, 28.02.2012 para ser publicado el domingo 04.03.2012, se retuvo y no fue publicado por estimarse que en aquel momento podría ser contraproducente para las negociaciones financieras que llevaba a efecto el periódico en orden a su propia supervivencia. Al cerrar el periódico en abril de 2012, ya no fue publicado. Fue el penúltimo enviado por correo electrónico al grupo de lectores interesados el domingo, día 29.07.2012)

¿Vive el socialismo español una auténtica cuaresma penitencial después de los años en que se ha enseñoreado del poder como si de un adolescente presumido y soñador se tratara? No lo demuestra. Más bien parece haberle tomado gusto al carnaval al entregarse de lleno a una juerga continuada, desinhibida y facilona. Durante el carnaval no resulta difícil ponerse una máscara y emplearse a fondo en hacer el indio sin que a uno le partan la cara.

CARNAVAL SOCIALISTA

El puñadito de lectores que me sigue debe de saber a estas alturas que, a pesar de que me muestre tan amorfo, apático, aguafiestas y mosca cojonera en cuestiones de política, mi sangre tiene tintes socialistas, si bien creo que la derecha administra algo mejor los caudales públicos. Por favor, no se echen las manos a la cabeza quienes me sitúan en las antípodas. Si realmente creo en la libertad y aspiro a que el ser humano, incluido el evolucionado hombre occidental, se sacuda muchas de las cadenas que todavía lo atenazan; si, además, creo en el papel regulador y animador de un Estado que debe ser, siempre y en toda circunstancia, servicio inequívoco del pueblo; si opino que el fundamento moral de toda agrupación humana es una misión encaminada al beneficio de sus miembros y, a través suyo, del resto de la humanidad; si me alimento de sueños y utopías que preconizan la imparable progresión del hombre hacia su propia humanización; si tengo por bien sentado, en definitiva, que el dinero y la propiedad privada jamás pueden desligarse de una función social, convencido como estoy de que todas las riquezas de la Tierra pertenecen colectivamente a los hombres que la habitan en un momento 267    

  determinado, se impone claramente, como conclusión precisa, que seguramente soy mucho más socialista que la inmensa mayoría de los militantes que pagan una cuota al PSOE e incluso que muchos de los que desempeñan cargos políticos de gran responsabilidad. La prolija introducción que precede viene a cuento de las reflexiones que siguen, hechas oportunamente en un tiempo que, siendo de cuaresma no solo en lo religioso, sino también en lo cultural, invita al arrepentimiento, a una seria catarsis política con vistas a enmendar yerros y emprender un nuevo camino. Preveo que el socialismo español, de ser incapaz de emprender un nuevo rumbo, tal como está demostrando en estos primeros meses de 2012, tiene los días contados. De ocurrir tal debacle, sería otro problema crucial más para la España atormentada de nuestros días. ¿Vive el socialismo español una auténtica cuaresma penitencial después de los años en que se ha enseñoreado del poder como si de un adolescente presumido y soñador se tratara? No lo demuestra. Más bien parece haberle tomado gusto al carnaval al entregarse de lleno a una juerga continuada, desinhibida y facilona. Durante el carnaval no resulta difícil ponerse una máscara y emplearse a fondo en hacer el indio sin que a uno le partan la cara. No hace mucho, en estas mismas columnas, con motivo de la celebración de su congreso nacional en Sevilla, invité a los socialistas españoles a restaurar el contenido genuino de sus propias siglas, una a una, para salir del pozo al que ellos mismos se habían arrojado. Opiné que, de seguir con los mismos líderes que habían demostrado por activa y pasiva que carecían no solo de la talla apropiada, sino también de la perspectiva y de la hondura necesarias para llevar a efecto la regeneración deseada, el socialismo español, en revancha por el varapalo sufrido, podría utilizar sus fuerzas residuales para desestabilizar la nación. Pues bien, no ha hecho falta esperar mucho tiempo para confirmar tan negro presagio. Siguen los mismos y, lo que es peor, haciendo de las suyas. Nadie a estas alturas, y menos los socialistas auténticos, exime hoy al partido socialista de una gran responsabilidad en el desastre económico que padecemos y en la deriva política que demostramos en cuestiones tan esenciales como la identidad nacional y la determinación insoslayable para erradicar el terrorismo sin concesiones políticas a cambio. Los españoles, además de no saber ya ni siquiera quiénes somos, estamos demostrando que no tenemos cabeza a la hora de gastar nuestros dineros y, para colmo, hemos comenzado a bajamos los pantalones ante quienes desde hace años vienen azotándonos. Por si todo ello fuera poco, dos enormes aberraciones, imputables al menos parcialmente a los socialistas, han venido a sumarse a nuestro rosario de males: la violencia en las calles y las algaradas contra la reforma laboral.

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  Vivimos tiempos muy delicados en los que se requiere serenidad y tino para acertar con soluciones que no pueden menos de ser dolorosas, incluso traumáticas. Hemos malgastado lo que no teníamos y ahora llegan los lamentos. Para salir de la atroz crisis que padecemos no hay más remedio que tirar todos del carro aunque tengamos los lomos machacados. Alterar la calle y, sobre todo, provocar violencias es lo peor que puede ocurrirnos en las actuales circunstancias. Las calles deberían ser venas que lleven sangre abundante a nuestras neuronas anegadas en oscuridades. Es difícil contener ciertas iras circunstanciales y venganzas soterradas, cuyo ímpetu deberíamos descargar sobre nosotros mismos. Lo fácil es inhibirse y provocar alborotos, alterar el orden público y simular que reina un caos que cuestiona el gobierno de turno, aunque se trate solo de un puñado de chiflados carroñeros, cuya incapacidad permanente total les inhabilita para la difícil tarea de humanizar al hombre. Por otro lado, resulta incluso ridículo ver a tantos socialistas de renombre emperrados en propalar que la actual reforma laboral se ha hecho para facilitar el despido. Ni siquiera a un tonto se le ocurriría tan estrafalaria argumentación, cuyas tripas vienen a decirnos que el gobierno se ha vendido a los capitalistas y que, so pretexto de agilizar el mercado laboral, facilita que los insolidarios empresarios despidan a cuantos les venga en gana para ahorrar costos y aumentar sus escandalosos beneficios. Argumento digno de los hermanos Marx, de Charlot, de los Clones y al que José Mota podría sacarle mucho jugo. Siendo el paro el problema más agudo que hoy sufrimos, salvo que el gobierno quiera suicidarse, que no lo parece, una reforma laboral solo puede emprenderse con las miras puestas en solucionarlo. Ni un loco emprendería una reforma laboral para aumentar el paro. Sería más grave que asar la manteca. Mucho me temo que las últimas elecciones generales y las previsiones ante las autonómicas que ya están en marcha hayan dejado sonado al socialismo español. Habiéndose levantado a duras penas de la lona del ring de las últimas elecciones generales y sin fuerzas para mantenerse en pie, ofrece el lamentable espectáculo de lanzar mandobles a tontas y a locas. A poco que el gobierno actual logre mejorar la situación, no le resultará difícil derribarlo definitivamente. Pero se equivocaría si lo hiciera, porque, al quedarse sin contrincante, perdería su propia credibilidad. De nuevo hago hoy un llamamiento, aunque no me oiga nadie, al socialismo español para que emprenda una reforma en profundidad y dé contenido a sus siglas para recuperar, purificándola, su propia entidad. Mucho ganaría España si los socialistas lograran encontrar su norte y emprender una marcha regeneradora con el arrepentimiento y la penitencia que demandan los tiempos. Por favor, compañeros, no cometan el fatídico error de emprender una venganza pueril, lanzándose tan pronto y tan fieramente al cuello de los populares. Si el pueblo español les ha pedido que lo saquen de 269    

  la crisis, ustedes harían bien ayudándolos. Seguro que así demostrarían que vuelven a ser dignos de confianza y de credibilidad. A los españoles, tan atenazados por sus propios problemas, les importan un pimiento los problemas de los socialistas. Demuestren que, aun estando tan tocados y doloridos, son capaces no solo de tenerse en pie, sino también de arrimar el hombro. Quedan ya lejos los carnavales, gloriosos días de pantomima y humor facilón. Es un grave error transformar la cuaresma entera en carnaval. El sino humano determina que la cuaresma dure mucho más que el carnaval. La cuaresma debe ser, además, mucho más exigente cuando la precede una conducta tan “pecaminosa”. No importa que la cuaresma sea larga porque, si de veras se entra en ella, se sabe a ciencia cierta que la salida indiscutible es la resurrección. ¡Ojalá que la sangre pueda circular por mis venas sosegada, sin perder su tonalidad ni tener que renunciar a sus preferencias!

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  De profundis 68 (Artículo enviado a La Voz de Asturias el viernes, día 2 de febrero de 2012, para ser publicado el 04.03.2012 en sustitución del anterior).

El amor juramentado en el matrimonio entraña ciertamente una misión, pero también pasión y sentimiento, contenidos vivos que pueden deteriorarse y desaparecer. En definitiva, el matrimonio cristiano no es letra muerta, sino promesa viva. Si el amor entre cónyuges declina hasta derivar en hiriente indiferencia o en corrosivo odio, el sacramento se volatiliza: su materia se descompone y la gracia concomitante se diluye. Carece de sentido empecinarse entonces en mantener sus requerimientos formales. Ningún acto de voluntad dura de por sí siempre. Tampoco el matrimonio… En cuanto al otro polo de la inquietud sinodal asturiana, la de los homosexuales, parece llegado el momento de que la Iglesia comience a sacudirse los estigmas de un atrabiliario complejo frente al indigesto plato de la sexualidad. Por un lado, la sexualidad desempeña un papel desorbitado en el ámbito religioso. Por otro, la genética juega pasadas, lo cual salta a la vista en el caso de malformaciones. Que lo haga, además, en temas tan ambivalentes como la orientación sexual de los individuos debería ser asumido con la misma naturalidad con que se acepta la ceguera o cualquiera otra discapacidad. No somos como queremos, sino como nos es dado ser…

DIVORCIADOS Y HOMOSEXUALES

El veloz cambio de los tiempos desajusta o desenfoca las costumbres. El divorcio y la homosexualidad, soterrados en el pasado, afloran ahora con toda su carga de profundidad a la palestra pública sin convulsiones sociales, pero golpean como un devastador psunami las costumbres cristianas. La historia viene a cuento de las preocupaciones manifestadas públicamente por el reciente sínodo de la iglesia asturiana, a tenor de las cuales, algunos sinodales no solo expusieron su preocupación por la exclusión que se ha venido haciendo en la Iglesia de esos colectivos, sino también proclamaron 271    

  la necesidad de abrirse pastoralmente a ellos y acogerlos. sentimientos, acordes con los tiempos. Sensata propuesta.

Nobles

Sabemos que la Iglesia universal, no solo la asturiana, está perdiendo fuelle e incluso retrocediendo en su misión irrenunciable de ser fermento y luz. Por un lado, son muchos los jóvenes que se alejan de sus prácticas, aunque en Madrid se hayan reunido tantos, procedentes de todo el mundo, para proclamar con risas alegres el amor de Jesús y alimentar una papolatría indisimulada. La práctica religiosa, en declive; la juventud, indiferente y lejana; los divorciados, excluidos, cuando menos, de la comunión eucarística; los homosexuales, anatematizados por su supuesta conducta contra natura. Además, las corrientes cristianas divergen claramente unas de otras, creando disensiones, descalificaciones y enfrentamientos escandalosos. Este conjunto de circunstancias influye en que los templos estén cada vez más vacíos. El cristianismo de mañana, de ser, será diferente. Digamos de paso que en Madrid se cometieron, a mi criterio, dos errores importantes a los que me referiré sumariamente: el amor de Jesús y la papolatría. ¡Gran osadía la de decir que fue un error la insistencia en el amor de Jesús, profesado con tanto júbilo por los jóvenes congregados! A Jesús, como a cualquier otro antepasado nuestro, le debemos respeto, veneración, agradecimiento por su mensaje y también amor, pero solo en el sentido de que su existencia es patrimonio importante de la humanidad. El amor, determinante moral de la conducta humana, se le debe a todos los hombres: a los antepasados por lo que sus vidas repercuten en las nuestras y a los coetáneos porque ellos son el objetivo del imperativo moral. El amor personal a Jesús que denuncio lo convierte de mensajero en mensaje. Seguro que Jesús, por lo poco que sabemos de él y por su doctrina, es el mensajero más excelso de los habidos. Pero el patrimonio que nos ha dejado, es decir, el mensaje con que nos alecciona y anima, es mucho más: el anuncio de una filiación divina que deviene, en su persona, signo de salvación y humaniza al hombre en la fraternidad universal que proclama y promueve. Si se pone el acento en amar al devoto judío cuya existencia se difumina en la niebla de la historia, nada tiene de extraño que su mensaje quede arrinconado e incluso aletargado y que la Iglesia se convierta en bastión de poder y dominio. La fácil seducción del personaje, realzado por una fe acrítica, arrastra con frecuencia a fanatismos declarados o latentes. Por otro lado, la papolatría es un fenómeno tan evidente que apenas requiere comentario. Es totalmente ajena, sino contraria, al mensaje de Jesús. El estrellato del papa y su exaltación mediática nada tienen que ver con un evangelio que, tomando fuerza del amor de Dios a los hombres, los invita a amarse entre sí tal como Dios los ama; a percatarse de que son realmente sus hijos y, por tanto, hermanos; a perdonarse mutuamente en

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  todo tiempo y situación (setenta veces siete) y a ayudarse en toda circunstancia (obras de misericordia). Volviendo al tema de hoy, contrasta con lo dicho que la Iglesia asimile los divorciados a pecadores escandalosos por no aguantar el peso de un matrimonio derruido. ¿Por qué los rechaza como si fueran enemigos? ¿Qué pecado es el divorcio? ¿Acaso rompe lazos divinos? ¿O es el divorciado un egoísta ramplón que se sacude las cadenas de un amor muerto? ¿Es el amor acaso un lazo? ¿La promesa “hasta la muerte” tiene algún otro sentido que una intención sincera? La eternidad (durabilidad) es predicamento de todo amor humano, aunque este nunca deje de estar sometido a los vaivenes del tiempo. Bastan rudimentos teológicos para entender que los sacramentos de la Iglesia son signos que causan lo que significan: el agua bautismal lava y el pan eucarístico nutre, por ejemplo. En el matrimonio, el signo es la promesa de un amor hasta la muerte; su gracia particular, la bendición divina. Pero, aunque el agua del bautismo lava el pecado, el hombre recae, razón por la que necesita otro sacramento, el de la penitencia, cuya materia es la confesión auricular y cuya gracia peculiar es el perdón. El amor juramentado en el matrimonio entraña ciertamente una misión, pero también pasión y sentimiento, contenidos vivos que pueden deteriorarse y desaparecer. En definitiva, el matrimonio cristiano no es letra muerta, sino promesa viva. Si el amor entre cónyuges declina hasta derivar en hiriente indiferencia o en corrosivo odio, el sacramento se volatiliza: su materia se descompone y la gracia concomitante se diluye. Carece de sentido empecinarse entonces en mantener sus requerimientos formales. Ningún acto de voluntad dura de por sí siempre. Tampoco el matrimonio. Sorprende que, en vez de reconocer la quiebra, la Iglesia se atribuya como única vía de humanización el insólito poder de declarar nulo un acto propiciado por ella después de someterlo a meticulosos requisitos. Resulta alucinante que un matrimonio cristiano no pueda disolverse y sí anularse. La diferencia entre anulación y disolución es abismal, de mucho menor impacto esta que aquella. Pronto dedicaré una reflexión a ese tema. En el matrimonio cristiano no cabe invocar un nexo divino indisoluble, afirmando que lo que Dios une no lo separe el hombre, ya que ello comporta un serio desenfoque teológico: los ministros del matrimonio, sus actores, son los contrayentes; Dios interviene como testigo y garante de que su gracia envuelve el amor prometido. En cuanto al otro polo de la inquietud sinodal asturiana, la de los homosexuales, parece llegado el momento de que la Iglesia comience a sacudirse los estigmas de un atrabiliario complejo frente al indigesto plato de la sexualidad. Por un lado, la sexualidad desempeña un papel desorbitado en el ámbito religioso. Por otro, la genética juega pasadas, lo cual salta a la vista en el caso de malformaciones. Que lo haga, además, 273    

  en temas tan ambivalentes como la orientación sexual de los individuos debería ser asumido con la misma naturalidad con que se acepta la ceguera o cualquiera otra discapacidad. No somos como queremos, sino como nos es dado ser. Sé que es difícil entender que el sexo no lo determinan los genitales, sino una predisposición cerebral que a veces choca con los atributos corporales. ¡Afortunado nuestro tiempo porque la medicina, con terapias y cirugías, puede enmendar incluso ciertas disfunciones de la naturaleza! Es un abuso obligar a los ciudadanos a vivir en oposición a sus más íntimos sentimientos e identidades. Animo desde estas columnas a los sinodales asturianos a proseguir en el camino iniciado a fin de que sean justos con todos los cristianos, sin distingos por razón de divorcio u homosexualidad. Su misión es servir espiritualmente a todos los fieles, estimulándolos a mejorar constantemente su conducta conforme al evangelio de amor que testifican: que Dios se da por completo, sin reserva ni condición, a la vez que es reclamo del amor, igualmente sin reserva ni condición, que deben profesarse unos a otros los seres humanos. Deber de los pastores es, además, denunciar con valentía cuanto contradice ese evangelio de amor: el hambre de los pobres, el despojo de los indefensos, la explotación de los desvalidos, el odio, la codicia, la violencia y, en suma, el egoísmo imperante. Condenen, o mejor perdonen, a los divorciados y homosexuales solo cuando sean crueles y egoístas.

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  De profundis 69 (Publicado el 11.03.2012)

Reconózcase o no, al igual que ocurre en terrenos políticos y económicos, el ámbito religioso padece en nuestro tiempo una grave crisis, pero no de valore, sino de identidad. Urge, creo, someter este tema a un severo reajuste de perspectiva, descendiendo de las inalcanzables cumbres de la verdad abstracta, desde las que las jerarquías pretenden otear el panorama general y amarrar férreamente las doctrinas y las conciencias, a las profundidades de las cavernas de la caridad, la que realmente cura pústulas, quita hambres, enjuaga llantos, gesta esperanzas, produce alegrías y abre caminos de humanización. El dogma católico necesita un riguroso filtrado por la caridad, una vivificante lectura hecha desde el amor. El rigorismo de las fórmulas hiere la madura conciencia crítica de nuestro tiempo; todo afán inquisidor debe ser incinerado en los altos hornos del sentido común, y la grandilocuencia litúrgica, confinada en relicarios. El evangelio cristiano necesita ser exhibido de nuevo como vigorosa levadura que fermenta y humilde luz que ilumina.

DOGMAS PARA EL SIGLO XXI

Verdad y razón son dos poderosas fuerzas que polarizan fuertemente nuestra conducta, incluso nuestra sicología. No hay peor cosa para alguien que se precie de su condición de persona honesta e inteligente que le digan que miente o que le lleven la contraria. Conozco personas que se dejarían cortar una mano antes que reconocer su error o dar su brazo a torcer. Dogma es un término que tiene mucho que ver con la firmeza en la posesión de la verdad. La RAE le asigna cancha en cualquier ramo del conocimiento: “principio innegable de una ciencia; doctrina revelada por Dios; punto capital de todo sistema, ciencia, doctrina o religión”. El dogma se refiere por antonomasia a las verdades inmutables de la fe cristiana. La Iglesia se esforzó durante sus primeros siglos de existencia en definir, con precisión conceptual milimétrica, un “credo” como confesión y proclamación de los contenidos básicos de la fe cristiana a fin de preservarla de opiniones desviadas o corrosivas. Fue una ardua tarea intelectual que delimitó los campos, pulió los conceptos y puso fuera de juego, 275    

  anatematizándolos, a cuantos no se dejaron ahormar por las fórmulas elegidas. Para dar mayor consistencia y durabilidad al elenco de dogmas, se estableció incluso un “cierre” definitivo con la proclamación de un credo básico y se decretó que toda la revelación estaba contenida en los libros del Antiguo y Nuevo Testamentos considerados auténticos o canónicos. En varios concilios se estableció que la interpretación auténtica del depósito de la fe serían los escritos de los llamados “padres de la Iglesia”, que tanto habían contribuido a la definición del credo, y la del magisterio eclesial. La Teología, tan presente en la génesis de los libros de la revelación, se ocupó, primero, de nutrir esos mismos libros, como ocurrió, por ejemplo, con la exposición del plan divino de salvación de san Pablo, y, después, de explicitar y ahondar en los contenidos del credo para explicarlos a los fieles. Con el tiempo, como era de esperar, esa misma Teología se convirtió en jaula de grillos y dio pie a rupturas dolorosas de la congregación religiosa y a interpretaciones incluso contrapuestas tanto a la hora de informar sobre la fe como a la de encauzar la conducta de los creyentes. Hoy podríamos preguntarnos si, además de la división inaudita de los cristianos en tantas iglesias y sectas, sigue siendo una siquiera la Iglesia Católica, apostólica y romana. Reconózcase o no, al igual que ocurre en terrenos políticos y económicos, el ámbito religioso padece en nuestro tiempo una grave crisis, pero no de valores, sino de identidad. Urge, creo, someter este tema a un severo reajuste de perspectiva, descendiendo de las inalcanzables cumbres de la verdad abstracta, desde las que las jerarquías pretenden otear el panorama general y amarrar férreamente las doctrina y las conciencias, a las profundidades de las cavernas de la caridad, la que realmente cura pústulas, quita hambres, enjuaga llantos, gesta esperanzas, produce alegrías y abre caminos de humanización. El dogma católico necesita un riguroso filtrado por la caridad, una vivificante lectura hecha desde el amor. El rigorismo de las fórmulas hiere la madura conciencia crítica de nuestro tiempo; todo afán inquisidor debe ser incinerado en los altos hornos del sentido común, y la grandilocuencia litúrgica, confinada en relicarios. El evangelio cristiano necesita ser exhibido de nuevo como vigorosa levadura que fermenta y humilde luz que ilumina. En el ámbito científico, el mucho saber acumulado durante siglos se convierte en punto de partida para nuevas conquistas. Cuanto más avanza el hombre en conocimientos científicos, más consciente es del enorme trecho que le queda por recorrer. El único dogma posible en este ámbito es el desafío, siempre operativo, con que la materia, la inerte y la orgánica, reta la inteligencia humana. Es posible que, manteniendo el ritmo acelerado de investigación de nuestro tiempo, dentro de algunos miles de años el hombre llegue a dominar el gigantesco archivo de una realidad que, con tanta despreocupación y normalidad, todos vemos, oímos, olemos, palpamos y saboreamos. Lanzarse desde los conocimientos científicos actuales a pontificar sobre el destino del ser humano y sobre la vacuidad de la creencia en un Dios providente y benevolente, al que se le niega asiento en la materia, es una simple excentricidad vulgar, una osadía inaudita, una ignorancia supina. El científico equilibrado y consecuente se asombra, en razón de cuanto va descubriendo y sabiendo con tanto esfuerzo, ante la 276    

  inmensa tarea que intuye que le queda por realizar y proclama la supremacía de lo existente frente a su propio encumbramiento. Emite así un juicio de valor razonable. Dogma científico creíble es, en nuestro tiempo, que la investigación tiene delante un campo inagotable, que la realidad nos asombra por su inconmensurabilidad y que la investigación rigurosa lleva puesta siempre la aureola de la humildad. En el ámbito político, ámbito que se presta fácilmente a la depredación oportunista, la democracia como pacto social es un gran logro y un sólido dogma funcional, cuya fuerza radica en ser realmente gobierno del pueblo por el pueblo, es decir, en que quien gobierne en nombre del pueblo lo haga siempre en favor de este. Los grupos de poder que se justifican y se asientan sobre la democracia pierden legitimidad cuanto el pueblo desaparece de su horizonte operativo. El servicio del pueblo es el gran dogma político, el único que consolida y vigoriza la legitimidad del poder. En el ámbito moral, el único dogma asumible e indubitable es el valor supremo de la vida humana. El precepto moral básico exige orientar la conducta, la individual y la colectiva, a la conservación de la vida, la propia y la de los demás. Cuando uno agrede o pone en riesgo su propia vida, lo conculca comportándose de forma inmoral. También lo hace cuando agrede o pone en peligro la vida de sus semejantes. Por ser legión quienes obran de espaldas al precepto moral, la conservación de la vida resulta hoy tarea difícil. Todos los comportamientos inmorales agreden la vida humana. No hemos venido a este mundo a hacer lo que nos dé la gana ni con nuestro dinero, pues los bienes de la Tierra pertenecen colectivamente a todos los seres humanos, ni mucho menos con una vida que, siendo regalo, conlleva la ineludible obligación moral de conservarla y transmitirla gratuitamente a nuestros descendientes. Este es el único dogma moral válido para ahormar nuestra conducta y darle juego humano. Religión, ciencia, política y moral, cuatro grandes dimensiones de la conducta humana, sometida a un único dogma inmutable e irreformable: el valor supremo del hombre. La religión que no orienta al hombre y lo salva de sí mismo no merece tal nombre; la ciencia y la política solo se justifican en función del servicio exclusivo del hombre. Los jerarcas, los científicos, los políticos y los moralistas no son, por requerimiento inapelable de su profesión, más que servidores del hombre. En lo tocante a la conducta humana, el campo propio de la moral, cualquier precepto que no esté encaminado a facilitar la vida humana es radicalmente ilegítimo. Tales son los dogmas de nuestro tiempo. Puede que muchos no hayan caído todavía en la cuenta. De ser así, aún no han descubierto hacia dónde caminan. Sin embargo, su caminar, tengan o no conciencia de ello, los conduce inexorablemente hacia el hombre. Religión, ciencia, política y moral solo pueden nutrirse de contenidos humanos. Al ritmo con que nos adentramos en el siglo XXI, el camino de humanización será largo y escarpado. Distamos todavía mucho de la mínima humanización que nos mantendrá en pie. Aún vivimos como salteadores de caminos. Esperemos

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  que la atroz crisis económica que sufrimos abra nuestra mente y nos despeje el camino.

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  De profundis 70 (Publicado el 18.03.2012)

Cada voto en blanco es una bofetada en el rostro de los políticos. Quien así vota testifica que no confía ni en su capacidad profesional ni en su moralidad. A la vista está el servicio que prestan a una Asturias que retrocede en todos los frentes. Habiendo aquí cien mil parados y otros tantos ciudadanos viviendo de la solidaridad, es inaudito que sangren un poco más al pueblo por sus desavenencias, rencillas personales e intereses ramplones. Exprimidos más que un limón, los asturianos tendremos que afrontar el considerable gasto de unas nuevas elecciones cuya única utilidad será la de levantar tribunas para que ellos se luzcan y se crean, pobrecitos, importantes. No, señores políticos, así no cuenten conmigo. Iré a votar, pero lo haré solo para gritarles mi desazón.

BLANCO

Nada que ver con fantasmas y menos con el parlanchín de la tele, pródigo en millones de euros y adjetivos hirientes, tan presumido y cuestionado, de cuya cabeza seguramente jamás ha salido una idea útil para la humanidad. Nada de eso. El título nos lleva al 25M, bis de las elecciones autonómicas asturianas. En tiempo de elecciones, castigo mis sesos buscando contendientes capaces, cuando menos, de una aceptable administración de lo público. Solo eso, pues soy indemne a ideologías y ajeno a intereses partidistas. El atrevido lector ya ha deducido que, con tal bagaje, lo mismo puedo votar a candidatos de una extrema que de la otra, sin excluir a los que ocupan las estancias intermedias. Dependerá solo del paraguas de siglas que cobije a los seleccionados. Confieso, sin embargo, que hasta el día de hoy nunca me he ido a los extremos. La que está cayendo tan de seguido en Asturias me deja esta vez realmente desarmado. Desamparado y perdido, en esta ocasión ni siquiera encuentro un clavo ardiendo al que agarrarme, tal como manifesté en el artículo publicado el 06.05.2011 a raíz de las elecciones generales (el número 23 de toda esta serie). La situación política general me crispa y me enerva. Por un 279    

  lado, la aguda crisis que padecemos, además de humillarnos como pueblo, nos confina en la UCI económica. Duro diagnóstico frente al que lo razonable sería unir manos y brazos para salir de la sima a la que nos han arrojado los políticos y otros depredadores. Sin embargo, parece que los ciudadanos, redomados avestruces, optamos por escurrir el bulto mientras los políticos blindan sus prebendas. Comienzo a percibir, bronco e hiriente, aquello de “sálvese quien pueda”, o lo de que “cada palo aguante su vela”. Por otro lado, atónito, asisto al espectáculo bochornoso de unos políticos que, habiendo puesto a buen recaudo sus opulencias, pisan el gaznate de ciudadanos que, sin ser culpables de nada, son víctimas de todo. Estoy perdiendo la poca fe y la confianza que aún me quedaba en los políticos. Seguro que saldremos de esta incómoda crisis, pero lo haremos a su pesar. Los mayores responsables de ella deberían ser los primeros en sacrificarse y apechugar con sus secuelas. Pero no podrán hacerlo sin recortar drásticamente sus sueldos y dietas y sin desempeñar con austeridad la loable misión de servir al pueblo. Es inútil atar pesadas cargas si sus hombros se resienten. Ningún ciudadano colaborará de buen grado a menos que ellos se empleen a fondo en deshacer sus propios desaguisados. Los ejemplos conmueven y arrastran al pueblo. De otro modo, los ciudadanos sufrirán la bota opresora y comprimirán la barriga para correr un ojal el cinturón, pero le buscarán las cosquillas a las imposiciones trampeando y defraudando. En una nación como España, con más de un millón de ciudadanos que solo tienen el día y la noche y otros diez millones alojados en el inhóspito umbral de la pobreza, resulta escandaloso que un político cobre del erario público más de cien mil euros al año y que, para mayor inri, su deficiente gestión cueste por lo menos otro tanto. Si los políticos no moderan sus ingresos y reducen drásticamente sus gastos ante tanto agobio, los veremos como vulgares depredadores ricos que despojan impunemente a los pobres. Corren tiempos en que pintan bastos y en los que es preciso cantar las cuarenta al lucero del alba. Rajoy, depositario de un inmenso poder, demuestra no tener el coraje de ahormar la clase política española. Si lo intentara, debería comenzar por sí mismo y por sus más afines colaboradores. De otro modo, nunca tendrá autoridad moral, la fundamental, para pedir sacrificios a nadie. Es inmoral hacer de la política siempre, pero más en tiempos de crisis, un recinto para nadar en la abundancia. Desgraciadamente, esa perspectiva anima a muchos a luchar con uñas y dientes para entrar en las listas electorales. Los políticos viven bien, sin quebraderos de cabeza, sin apenas responsabilidades y con los bolsillos llenos. Cuando salen de la política, incluso si son defenestrados, el poder se las arregla para abrirles las puertas de otros paraísos. Mientras el pueblo sufre, se descorazona y, en muchos casos, pasa frío y hambre, en el reino de Jauja de la política campean el bienestar y el lujo.

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  Estamos atrapados en la encrucijada de ahorrar para contener el déficit que produce gastar más de lo que se ingresa. Mientras las familias despilfarradoras sufren en sus propias carnes el infortunio de su imprevisión, los políticos, intocables prebostes, descargan los latigazos de sus despropósitos sobre las doloridas espaldas del pueblo. Se habla de reducir el déficit hasta límites soportables, pero lo correcto sería eliminarlo del todo, tolerando deuda solo en el caso de inversiones rentables. Pues bien, como resulta obvio que los políticos, guareciéndose de la tormenta que ellos mismos han desencadenado, aplican los recortes necesarios principalmente a los ingresos menguados de los ciudadanos, no me dejan más alternativa que el desprecio. Por mis arraigadas convicciones, también esta vez iré a votar, pero no me agarraré a un clavo ardiendo ni lo haré con la nariz tapada. Mi papeleta de esta vez, contraviniendo mi práctica anterior, será de un blanco inmaculado. Y así seguiré hasta ver a los políticos emprender el único camino posible de la austeridad y sufrir los primeros sus estigmas. Solo volveré a fiarme de ellos cuando valoren como sagrado el dinero público, el que con tanto sacrificio sale del corazón (cartera) de los ciudadanos, el que fundamenta la administración y el que, socorriendo a los pobres, corrige siquiera un poco los desequilibrios sociales. Cada voto en blanco es una bofetada en el rostro de los políticos. Quien así vota testifica que no confía ni en su capacidad profesional ni en su moralidad. A la vista está el servicio que prestan a una Asturias que retrocede en todos los frentes. Habiendo aquí cien mil parados y otros tantos ciudadanos viviendo de la solidaridad, es inaudito que sangren un poco más al pueblo por sus desavenencias, rencillas personales e intereses ramplones. Exprimidos más que un limón, los asturianos tendremos que afrontar el considerable gasto de unas nuevas elecciones cuya única utilidad será la de levantar tribunas para que ellos se luzcan y se crean, pobrecitos, importantes. No, señores políticos, así no cuenten conmigo. Iré a votar, pero lo haré solo para gritarles mi desazón. En tan atroz desolación, una buena noticia ha abierto un poco el horizonte: la agrupación “Vecinos por Torrelodones” (VxT), que concurrió a las últimas elecciones municipales y que desplazó del gobierno municipal a los políticos habituales, ha conseguido en solo un año un superávit de más de cinco millones en un pequeño municipio. Un grupo de ciudadanos ha demostrado que las cosas se pueden hacer bien gastando menos de lo que se ingresa, la suprema regla de todo buen desarrollo económico. La clave ha estado en el sentido común y en hacerlo por vocación de servicio. Ignoro cómo valorarán los torresanos la labor de los vecinos que hoy los gobiernan, pero, objetivamente, es como si les hubiera caído el gordo. Su único secreto es que gobiernan el ayuntamiento como su propia casa, procurando ahorrar algo por lo que pueda pasar. ¡Lección magistral!

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  Daría por buena esta crisis si los asturianos aprendiéramos de los torresanos. ¿Acaso somos menos capaces que ellos? Urge, pues, que los políticos, aquí tan brutalmente descalificados por su deficiente gestión, pongan coto a sus desmanes y cumplan su deber. Una agrupación de VxA (Vecinos por Asturias), como la referida VxT, ahorraría malestares y abriría caminos. Lo tenemos claro si después del 25M Asturias sigue siendo ingobernable. Necesitamos urgentemente que la primavera obre entre nosotros el milagro de Torrelodones, pero no nos caerá esa breva.

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  De profundis 71 (Publicado el 25.03.2012)

La felicidad, para ser tal, debe alejarse lo más posible del “tener” para adentrarse en el territorio de un “ser” que, viviendo, alcanza el “deber ser” de la moralidad. Si realmente queremos acercarnos a la felicidad, no a sus sucedáneos, tenemos que adentrarnos en terrenos de moralidad. Solo el hombre que es y se comporta como es debido alcanza la felicidad, aunque su salud sea precaria y su base de mínimos, reducida.

MUJER-CASA-SUELDO-COCINA

Hoy toca un curioso divertimento, apropiado para aliviar la tensión propia de un día de elecciones autonómicas, aunque no lo leerán seguramente los que más lo necesitan. La felicidad es concepto ambiguo, de difícil definición y de contenido esquivo. Aunque se pueda situar mejor en el terreno de los sentimientos y de las formas de comportarse en la vida, es decir, en el ámbito del ser, y más aún del deber ser, no deja por ello de hacer referencia directa a la posesión de determinados bienes, al tener. Fijémonos de paso en este “tener”, utilizando como soporte o ilustración una anécdota curiosa que, retratando con solo una pincelada algunos países, bien pudiera resultar aleccionadora. En cierta ocasión, un interlocutor requirió al birmano U Thant, diplomático de gran experiencia y famoso secretario general de la ONU hace ya tiempo, para que, en gruesos trazos, pintara al diplomático más feliz del mundo y, en contraposición, también al más infeliz. Pragmático y ducho en semejantes lides, U Thant contestó lacónico en términos parecidos a los siguientes: “El diplomático más feliz del mundo es el que tiene mujer japonesa, casa inglesa, sueldo americano y cocina china; el más infeliz, el que tiene mujer americana, casa japonesa, sueldo chino y cocina inglesa”. Curiosa mezcolanza de posesiones, de tinte machista, estereotipo de clichés superficiales que intenta dibujar los perfiles de los japoneses, ingleses, 283    

  americanos y chinos, contraponiendo elementos tan complejos y polivalentes como mujer-casa en lo que se refiere a Japón, casa-cocina en lo que a Inglaterra, sueldo-mujer en lo que a América y, finalmente, cocinasueldo en lo que a China. A un español como yo le extraña que U Thant no se refiriera para nada en su descripción de la felicidad y la infelicidad diplomáticas a una nación tan rica en contrastes como España, cuyas forma de vida y trayectoria histórica tienen mucho que decir o significar en un tema como ese. Señal de que somos pequeños, de que significamos poco o de que U Thant apenas nos conocía. Sin embargo, los españoles manejamos sabiamente muchos elementos que tienen mucho que ver con la felicidad: nuestra forma desinhibida y alegre de entender la vida; la disposición recreativa del tiempo libre; la picaresca con que afrontamos las situaciones comprometidas y, más en general, el comportamiento social; nuestro sentido del humor, tan saltarín, agudo y ácido; la contemplación de impresionantes paisajes bañados por un sol radiante; las delicias de una gastronomía que alegra la vida; incluso el incisivo espectáculo de los toros, con tantos protagonistas manchados de sangre y, particularmente en nuestros días, el fútbol como gabinete de consultas sicológicas e incluso como clínica siquiátrica. Con solo realzar un poco nuestros defectos, serían muchos los binomios españoles que podrían haber figurado en el curioso listado de U Thant. Seguramente, los cambios económicos y sobre todo la evolución de las costumbres que el mundo ha sufrido desde los años 60 del siglo pasado nos obligarían hoy a matizar los contenidos que U Thant puso en su balanza de la felicidad y la infelicidad diplomáticas. Por lo demás, servirse de la mujer como materia en lid o juguete de posesión resulta inadmisible para nuestra sensibilidad social, habituada ya a una igualdad de derechos tan arduamente conquistada. De cualquier manera, no le falta agudeza e ingenio a la perspicaz y escueta descripción con que el famoso diplomático trató de dibujar la felicidad y la infelicidad de sus compañeros Esta jugosa anécdota viene a cuento de que el tema de la felicidad se merece unos minutos de reflexión en momentos en que el desánimo parece adueñarse tanto de los individuos como del rumbo general de la sociedad española. Además, es una de las preocupaciones eternas del ser humano: cómo hacer llevadera una vida difícil, disfrutando incluso de ella; cómo sentirse satisfecho e incluso realizado a pesar de los inevitables fracasos. Se han escrito y se siguen escribiendo miles de libros con tal propósito. Señal de que el tema preocupa seriamente. De cómo lo enfoque cada uno dependerá en última instancia que su vida sea gozosa o penosa. Debemos preguntarnos por qué hay gente feliz y gente muy desgraciada no solo en el mundo, sino también en nuestra vecindad e incluso en nuestra propia

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  familia. Pregunta clave, de enorme trascendencia, que requiere respuestas atinadas. La anécdota de U Thant cifra claramente la felicidad y la infelicidad del diplomático en poseer determinadas cosas. De paso, pido disculpas por seguir utilizando, aunque sea solo dialécticamente, la mujer como una de ellas. Mientras los sueldazos americanos resultan muy apetecibles, las mujeres americanas, excéntricas y con tantos pájaros en la cabeza, son una calamidad; mientras las casas inglesas son castillos capaces de cobijar la corte celestial, la cocina inglesa pone a prueba los estómagos más fornidos; mientras las mujeres japonesas son una delicia por su sumisión y complacencia, los minúsculos habitáculos nipones encorsetan hasta los espíritus; mientras la ancestral cocina china parece poseer todos los secretos de la buena gastronomía, los sueldos chinos apenas permiten entrar en un restaurante popular. Mientras la felicidad se cifra en tener buenas cosas, la infelicidad no depende tanto de carecer de ellas como de tenerlas deficientes. En nuestros días simplificamos mucho la cuestión y la fijamos con unas pocas pinceladas vulgares: feliz es quien, además de salud, tiene dinero; no lo es quien, además de estar enfermo, carece de fortuna. Nuestra felicidad e infelicidad giran en torno al cuerpo y la cartera. Según tan esquelético patrón, solo podrían ser felices los ricos que disfrutan de buena salud. Si se viene abajo alguna de estas prebendas, se viene abajo el castillo de naipes. ¿Podrían ser felices realmente un rico enfermo y un atleta pobre? Si solo los ricos que disfrutan de buena salud fueran felices, la inmensa mayoría de los siete mil millones que hoy habitamos la Tierra no podríamos serlo por carecer de ambos o de alguno de los requerimientos. Sin embargo, en nuestro problemático mundo hay mucha gente razonablemente feliz. La razón estriba en que, en última instancia, la felicidad tiene que ver mucho más con el “ser” o, insisto para mejor, con el “deber ser” que con el “tener”. Diplomáticos he conocido razonablemente felices sin que se les aplique ninguna de las pinceladas de U Thant. Seguro, además, que muchos de los diplomáticos que, según él, deberían ser infelices, son razonablemente felices. El dicho popular que asegura que es más feliz quien menos necesita nos aleja totalmente de la perspectiva uthaniana. Pienso que la felicidad es un sentimiento que tiene mucho que ver con la autoestima. Siempre serán necesarios unos mínimos de sustentación, forzosamente relativos, pues no necesitan lo mismo un anacoreta ni un bohemio que un alto ejecutivo. El cuarteto uthaniano mujer-casa-sueldococina tiene solo relevancia en el terreno de los mínimos indispensables. A partir de ahí, la felicidad irrumpe como sensación de encaje ajustado al medio. Uno siente que es feliz cuando está donde debe estar y se comporta como debe hacerlo. La felicidad es algo vivo que hay que cultivar. En el camino de la felicidad, del “tener”, reducido a mínimos, derivamos hacia 285    

  un “ser” no estático, sino dinámico, un ser que está en armonía con el mundo y se comporta con la sociedad en que vive de forma equilibrada. La felicidad, para ser tal, debe alejarse lo más posible del “tener” para adentrarse en el territorio de un “ser” que, viviendo, alcanza el “deber ser” de la moralidad. Si realmente queremos acercarnos a la felicidad, no a sus sucedáneos, tenemos que adentrarnos en terrenos de moralidad. Solo el hombre que es y se comporta como es debido alcanza la felicidad, aunque su salud sea precaria y su base de mínimos, reducida.

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  De profundis 72 (Publicado el 01.04.2012)

Por mucho que quiera anudarse el compromiso matrimonial convirtiendo a Dios en el nexo sacramental, el matrimonio no puede menos de estar sometido a los vaivenes del humano acontecer. La gracia divina, concomitante del amor humano prometido, no puede suplantar la voluntad de los contrayentes. La desaparición del amor y la degradación de la convivencia pulverizan el significado sacramental y desanudan el lazo. El matrimonio religioso no es un compromiso fijado a perpetuidad, como si se tratara de una realidad fosilizada, sino un nexo vivo que nace y crece, pero que puede enfermar y morir. Cuando la vida en común, bendecida y rubricada por Dios, deviene infierno insoportable, se evapora el amor y desaparece la gracia anclada a él. No deberíamos hablar, entonces, de la anulación del matrimonio, sino de su muerte.

RUPTURA O ANULACIÓN

Las sociedades, cualesquiera que sean su cometido y su ámbito, se deben, en pura tautología, al dinamismo general de la sociedad de la que nacen y a cuyo servicio se dedican. Tanto las sociedades civiles como las religiosas disponen normas para la consecución de sus objetivos. Con el divorcio y la anulación matrimonial abordo hoy un tema ya anunciado. La familia, fuente de vida, que se fundamenta en el vínculo matrimonial u otro equivalente, es la sociedad más determinante. Nada tiene de particular que, desde ambas perspectivas, la civil y la religiosa, se establezcan normas precisas para regular su desarrollo. Nuestro propósito solo requiere que nos fijemos en que, mientras la religión le da al matrimonio categoría de sacramento, con la advertencia explícita de que ha de durar hasta la muerte de uno de los contrayentes, la sociedad, en los márgenes de su rango, lo considera un compromiso cuya duración depende, en última instancia, de la voluntad de los contrayentes. Indisolubilidad para aquella, libertad de maniobra para esta.

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  Al hombre, de naturaleza tan voluble, le viene grande, por lo general, la duración obligada de un compromiso hasta la muerte. De hecho, aunque el amor prometido en todo tipo de matrimonios se presuma eterno, muchos quiebran. La libertad y la autonomía abren puertas a posibles fracturas, por lo general traumáticas. De ahí que la sociedad se provea de leyes que regulan el divorcio a fin de salvaguardar los legítimos intereses de los contrayentes y de aminorar las secuelas dramáticas que la ruptura acarrea a los hijos. La Iglesia Católica, en cambio, defiende a capa y espada la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Si este quiebra por la humana fragilidad, la solución es echarle pecho a lo hecho, es decir, vivir a “pan y agua”, a menos que se ponga cerco al mismo vínculo para anularlo. Desde luego, un matrimonio puede resultar nulo tanto para la sociedad religiosa como para la civil por defectos intrínsecos, pues cualquier compromiso humano puede estar viciado. Llegado el caso, claro que puede buscársele las cosquillas. Pero declarar nulo un matrimonio religioso a conveniencia de partes cuando la convivencia salta por los aires me parece tan inaudito como escandaloso. Entre el divorcio y la anulación eclesiástica hay una distancia infranqueable de sentido común y de racionalidad. La sociedad civil, atenta a sus cometidos y sin salirse de pista, comprende que un matrimonio quiebre y que la convivencia entre los contrayentes resulte a veces una crueldad insoportable. El divorcio certifica esa quiebra y regula las obligaciones que se derivan de ella, paliando las secuelas de la precariedad sobrevenida a alguno de los cónyuges y proveyendo al cuidado de los hijos. El divorcio es, por tanto, la salida más razonable de un matrimonio tenebroso que ha saltado por los aires y está, además, en consonancia con la condición humana, pues la promesa de amor eterno, sincera al ser formulada, nunca dejará de fluctuar por muy diversas circunstancias de la vida. Por traumático que resulte, sobre todo para los hijos pequeños, siempre será mejor cerrar las puertas de un infierno que verse recluido en él cuando un matrimonio se viene abajo. El sentido común no debe permitir que un ser humano se vea obligado a soportar de por vida una convivencia de fría indiferencia o de odio declarado. La Iglesia Católica, por su lado, celosa de las implicaciones del sacramento del matrimonio, cuyo vínculo hace depender de Dios (“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”), proclama con ahínco su indisolubilidad, exhibiéndola incluso como bandera ondeada al viento. Pero se queda sin alternativa convincente cuando la vida familiar deriva en un infierno insoportable. ¿Resignarse y disimular, guardando las apariencias? ¿Vivir bajo el mismo techo sin dirigirse la palabra, incluso odiándose? Propuestas utópicas que no sirven para nada, pues enquistan el drama en vez de resolverlo. Eso o el extremo contrario, la anulación.

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  Para desatar lo supuestamente atado por Dios no queda más remedio que volver sobre los propios pasos y demostrar que, a pesar de las apariencias, el lazo matrimonial fue pura ficción y que, por consiguiente, el supuesto compromiso resultó nulo a todos los efectos y que Dios allí no ató nada. De hecho, los requerimientos canónicos para contraer matrimonio son tantos y de tan variado calibre que un buen canonista no tendrá dificultad para encontrar el camino expedito. La nulidad viene a demostrar que Dios andaba a uvas mientras se celebraba el matrimonio, comportándose como un monigote al bendecir a través de sus ministros una unión sin vínculo y prestándose a una parodia de sacramento. ¡Qué barbaridad teológica! Seguro que los canonistas no se han parado a pensar siquiera en la aberración que supone tan ingenioso montaje para resolver simples dramas humanos, objetivamente insostenibles. Tratando de salvaguardar una teología miope y de no cuestionar una intervención divina sobredimensionada, resuelven el problema tirando el niño con el agua sucia de su bañera o matando al perro para erradicar la rabia. No pudiendo deshacer un matrimonio, el asunto se resuelve declarándolo nulo a conveniencia. Ahora bien, anular un matrimonio supone reconocer que Dios, la Iglesia Católica y los contrayentes, con la parafernalia de requisitos, testigos e invitados, se han prestado a una farsa. Además, sitúa en la cuerda floja todos los demás matrimonios, pues, llegado el momento, muchos de ellos también podrían ser declarados nulos. Un entendido en el tema me dijo en cierta ocasión que, si se miraran con lupa los matrimonios católicos, pocos resultarían válidos. De solo pensarlo a uno se le ponen los pelos como escarpias, pues el proceso eclesiástico no anula un matrimonio válido, lo cual equivaldría al divorcio, sino que certifica que el matrimonio celebrado en su día no fue válido. Eso es lo terrible y desproporcionado, pues la nulidad reconoce implícitamente, aunque sin secuelas jurídicas ni canónicas, no solo que los supuestos contrayentes han vivido en concubinato, que sus hijos son ilegítimos y que la familia ha sido una farsa, sino también que muchos de los matrimonios considerados canónicos y que nunca se cuestionarán puede que no sean válidos. La Iglesia Católica, presa en sus propios cepos, se siente incapaz de redimensionar el matrimonio en sus justos términos jurídicos y sacramentales. Frente a los fracasos clamorosos, o da consejos angélicos o, liándose la manta a la cabeza, busca vicios ocultos que la saquen del atolladero. Y así, aquí paz y después gloria, clara política del avestruz que esconde la cabeza ante el peligro. La Iglesia se siente entonces fiel y el creyente, aliviado, se queda tan ancho, libre de vínculos y apto para emplumarle a otra posible víctima su inmadurez psicológica. Por mucho que quiera anudarse el compromiso matrimonial convirtiendo a Dios en el nexo sacramental, el matrimonio no puede menos de estar sometido a los vaivenes del humano acontecer. La gracia divina, 289    

  concomitante del amor humano prometido, no puede suplantar la voluntad de los contrayentes. La desaparición del amor y la degradación de la convivencia pulverizan el significado sacramental y desanudan el lazo. El matrimonio religioso no es un compromiso fijado a perpetuidad, como si se tratara de una realidad fosilizada, sino un nexo vivo que nace y crece, pero que puede enfermar y morir. Cuando la vida en común, bendecida y rubricada por Dios, deviene infierno insoportable, se evapora el amor y desaparece la gracia anclada a él. No deberíamos hablar, entonces, de la anulación del matrimonio, sino de su muerte. Estamos ante dramas humanos que requieren respuestas plausibles. La sociedad, más ligera y ágil que la Iglesia, los resuelve con tino y ecuanimidad. La Iglesia, lenta y pesada, se mete en un barrizal. Mientras la sociedad pone fin al matrimonio quebrado, la Iglesia Católica, obsesionada con sus fidelidades, se adentra en laberintos oscuros. En el pecado lleva la penitencia. El divorcio es una rectificación a tiempo; la anulación, un gran desatino.

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  De profundis, 73 (Publicado el 08.04.2012)

Como metáfora, la resurrección tiene hondo calado en la cultura: cayendo casi a cada paso, el hombre se levanta afortunadamente; el sol muere cada noche para resucitar por la mañana; el letargo invernal da paso a la fructificación veraniega; a los tiempos de postración de la crisis le seguirá, mediante austeridades dolorosas, una vida mejor. En suma, la Semana Santa, acentuando los tintes trágicos de la pasión y muerte del Nazareno, concluye con la gloria del domingo de Resurrección, el “dies Domini”, cuyo impacto desplazó el sábado judío, el día del descanso del Creador, del epicentro de la vida del creyente. ¡Aleluya! ¡Resucitemos!

RESURRECCIÓN

¡Aleluya! Domingo de Resurrección, día de gloria, en torno al que gira el cristianismo. Resurrección es el sustantivo de resucitar, verbo enraizado en el resurgere latino, cuyos sinónimos apuntan a la idea de levantarse, de renacer. En el ámbito religioso, se refiere al dogma de la resurrección física de los muertos y, más en concreto, a la única resurrección confesada hasta ahora, la de Jesucristo, clave y determinante, pues, al decir de san Pablo, sin ella la predicación y la fe cristianas quedarían vacías. El dogma proclama también la asunción a los cielos, en cuerpo y alma, de la Virgen María, pero la suya no fue, al decir de los entendidos, una resurrección propiamente dicha, como tampoco lo fue su muerte, tenida por simple dormición. Espinoso y delicado tema, sobre todo para la mentalidad actual, cuando sabemos con certeza científica que este mundo está sometido a un proceso de mutación constante entre energía y materia, enzarzados ambos elementos en un baile eterno de transmutación. La ciencia ha venido a demostrarnos que nada se destruye del todo, aniquilación, y que nada nuevo se genera sin soportes viejos, creación. De ahí a pensar que tampoco la personalidad intangible del hombre se destruye hay solo un paso. Pero la fe requiere todo su brío cuando afirma que es el cuerpo muerto el que retorna a una vida gloriosa, cuyas 291    

  coordenadas de espacio y tiempo se hunden en la eternidad. La fe es la única luz capaz de alumbrar tan extraordinaria perspectiva, pues, aunque el fenómeno de la única resurrección habida hasta ahora no se pueda desligar de la historia, no tienen valor histórico las confesiones de quienes aseguraron no solo haber visto a Jesús resucitado, sino también haber hablado y comido con él. En nuestro tiempo abundan quienes dicen comunicarse habitualmente con los muertos, abusando de la excesiva credulidad de sus adeptos para aprovecharse descaradamente de su afán obsesivo de jugar con ventaja en lo referente a los misterios de ultratumba. Manipular ese mundo es recurso fácil para dominar a los débiles y sacarles el jugo. La resurrección de Jesucristo es para el cristiano el fundamento de su fe y la culminación de la redención. De negarla o minusvalorarla, se vendría abajo el soberbio plan divino de salvación y la mayoría de los cristianos se quedarían desnudos al sentirse despojados de su ropaje divino. En tal supuesto, al hombre no le quedaría más que un horroroso horizonte de tinieblas. Sin embargo, por más que me estrujo las neuronas, no veo razón alguna para que el plan divino de salvación, de haber un plan de tal calibre, tuviera que pasar por el desfiladero de la muerte y de la resurrección de un ser humano, también confesado y proclamado Dios. O eso o nada resulta un dilema excesivo si se parte de la idea tan diáfana de que Dios, creador del mundo, todo lo ha hecho y lo sigue haciendo bien. En todo caso, en riguroso desarrollo teológico, la muerte-resurrección redentora del supuesto Salvador solo podría estar en consonancia con el “pecado original”, concepto oscuro que presupone que la naturaleza humana está viciada de raíz. Pero, ¿necesita el hombre realmente que lo salven de algo? En caso de respuesta afirmativa, ¿de qué ha de ser salvado? Si se responde que del pecado, ha de tenerse en cuenta que este es, a su vez, uno de los conceptos más oscuros y funestos que pueblan la cultura humana. De ahí al “mal”, personificado en el Maligno y sustantivado en la quiebra del ordenamiento moral, sima de todas las sinrazones, solo hay un peldaño. Digamos de paso que el plan divino de salvación, narrado con tanto lujo de detalles y dramatismo en la Biblia, ha hecho de ella el libro más leído en todo el mundo, además de convertirla en contenido de culto y en instrumento, a su vez, de salvación. Si alguien llegara a demostrar algún día que Jesús fue un hombre normal, sin el privilegio de resucitar el primero, y que cuanto narran los Evangelios y profesa la Iglesia a ese respecto es un montaje teológico, no veo por qué habrían de quedar vacías la predicación de su mensaje y la fe cristiana consiguiente, tal como asegura san Pablo. Afirmar o negar que resucitara me parece irrelevante frente a la trascendencia del mensaje de amor fraternal que el Jesús real predicó a sus coetáneos. Los hechos de su vida y 292    

  la condición de su propia personalidad, tan difuminados en la crónica histórica, pierden relieve. La personalidad de Jesús o su divinidad, si se prefiere, ni se agranda ni se achica por el hecho de la resurrección. Cavilar e incluso dudar razonablemente sobre una posible resurrección no resta fuerza a su excepcional mensaje. Quienes han crecido con el pecado original enraizado en su mente necesitan un detergente, de fuerza divina, que no solo limpie la naturaleza y restablezca el primigenio orden de la creación, sino que la eleve al orden sobrenatural de la gracia. Ahora bien, la fuerza de tan enérgico detergente solo puede provenir de la reverberación de un cuerpo glorioso. La impresionante creación bíblica del plan divino de salvación se funde en el alto horno del sepulcro vacío, en el que, habiendo entrado el Redentor muerto, sale un Cristo glorioso. Para quienes, subyugados por la poesía y la magia, conciben el devenir humano como un tránsito del pecado a la gracia, de la muerte corporal a la vida gloriosa, no hay más llave posible que la de la resurrección de Cristo, sin la que la vida humana les parece un despropósito, pura náusea, y cuyo único destino sería la condenación eterna. Pero no convencerán, a menos que iluminen conceptos tan oscuros como “pecado” y “salvación”, sin el reduccionismo simplón de que Cristo murió para redimir al hombre. La resurrección de los muertos es posible si tenemos en cuenta, por un lado, la interacción natural de la materia y la energía, y, por otro, la trascendencia con que se manifiestan la personalidad y la conciencia humanas. De creer seriamente en la resurrección de Jesucristo, tal como exige la fe cristiana, tan excepcional verdad debería arrastrar al creyente hasta la locura de supeditar todo a sus requerimientos. No procede confesar que Jesucristo resucitó y vivir tan pancho conforme a las coordenadas de este mundo. Esa verdad exige desprenderse de todo lo humano para vivir de lleno en la dimensión de la gloria. Muchos de los cristianos que confiesan esa verdad la desmienten con su vida a ras de suelo. Tampoco la cree la Iglesia del poder, del dinero y de la pompa, tan preocupada por afianzarse en este mundo. De creer de verdad en la resurrección de Cristo, al cristiano debería importarle un bledo un mundo del que desearía salir corriendo cuanto antes, conforme al “muero porque no muero” teresiano. No debería importarle quedar tetrapléjico, ni sufrir tormentos indecibles durante el instante que dura la vida, ni ser más pobre que una rata, ni convertirse en hazmerreír proclamando incluso a deshora la gloria que lo inunda. La seguridad de tener, en un abrir y cerrar de ojos, un cuerpo “glorioso”, con la eternidad por delante para solazarse, debería liberar al cristiano de cualquier atractivo de este mundo. Tengo que reconocer con horror que quizá los únicos consecuentes en tema tan espinoso sean los fanáticos que se inmolan convencidos de que sus actos terroristas los llevan directamente al paraíso.

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  Como metáfora, la resurrección tiene hondo calado en la cultura: cayendo casi a cada paso, el hombre se levanta afortunadamente; el sol muere cada noche para resucitar por la mañana; el letargo invernal da paso a la fructificación veraniega; a los tiempos de postración de la crisis le seguirá, mediante austeridades dolorosas, una vida mejor. En suma, la Semana Santa, acentuando los tintes trágicos de la pasión y muerte del Nazareno, concluye con la gloria del domingo de Resurrección, el “dies Domini”, cuyo impacto desplazó el sábado judío, el día del descanso del Creador, del epicentro de la vida del creyente. ¡Aleluya! ¡Resucitemos!

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  De profundis, 74 (Último artículo publicado el 15.04.2012 en La Voz de Asturias, cuyo cierre tuvo lugar el 19.04.2012)

Tanto en las primeras como en las segundas elecciones, después de presentarse todos ellos como los mejor posicionados para hacerlo, han repetido hasta la saciedad que trabajarían sin descanso para salvar Asturias de su tormentosa situación de inanidad. La triste y decepcionante realidad es que ninguno de ellos está dispuesto a renunciar a sus privilegios y prebendas y, menos aún, a despojarse de sus propios corsés políticos, aunque solo fuera mientras Asturias siga en coma.

ALFORJAS

En estos tiempos difíciles, cuando la elemental tarea de hacer frente a la vida parece incluso heroica, el título de hoy nos trae a la mente, sin necesidad de explicación alguna, la inutilidad de equipamientos o avituallamientos que no solo no ayudan, sino que incluso entorpecen el camino. La sabiduría popular sentencia que para viajes que no van a ninguna parte no se necesitan alforjas. Puede que uno de esos viajes inútiles hayan sido las últimas elecciones autonómicas asturianas. Cuando escribo estas líneas en plena Semana Santa y fuera de Asturias, ignoro todavía la deriva que tomará la política asturiana conforme al mandato de las urnas del 25 de marzo. El varapalo político de una abultada abstención y del considerable incremento de los votos en blanco, que denuncia con su desinterés y repulsa el hecho mismo de las elecciones, es una advertencia seria a quienes deben gobernar Asturias. El drástico reajuste de votos que se ha producido en esta ocasión, como si también las elecciones se sometieran a la pauta de la actual coyuntura económica, mete más en cintura a Asturias, si cabe, al arrojar unos resultados de empate técnico entre las derechas y las izquierdas. Como novedad, un sensible fiel ha hecho acto de presencia en la balanza del poder, colándose entre ambos grupos. Paradójicamente, a tenor de las reglas de juego de nuestra débil democracia, el intrépido nuevo diputado, dominador del fiel de la balanza, de decantarse por uno de los bloques, tendría más trascendencia que los 22 295    

  arrojados a la oposición. De haberse previsto estos resultados, puede que muchos más votantes, decepcionados y hastiados, hubieran optado por la abstención o por el voto en blanco. Aunque no es mi propósito señalar a nadie en mis planteamientos, en esta ocasión no puedo menos de referirme al señor Cascos, el principal responsable de emprender un viaje para el que no eran necesarias las alforjas. Vistos los resultados, previsibles para muchos, uno tiene la tentación de traer a colación aquello de que el proponente, yendo a por lana, salió trasquilado. Puede que muchos de sus entusiastas votantes cuando recaló en Asturias al estilo de un ansiado libertador, haciendo gala de honestidad a rajatabla y prometiendo trabajar a tres turnos en favor de los asturianos, estén ya de vuelta por entender que el suyo era un mesianismo de cartón piedra. Algunos de los entonces enfervorizados, decepcionados poco después, incluso se han atrevido a manifestar que su pretensión de salvar a Asturias se limitó abusivamente a salvarse a sí mismo. Por mi parte, no estoy en condiciones ni de afirmarlo ni de negarlo. Él lo sabrá, aunque poco importa. El sentir popular apunta a que los mal pensados no andan descaminados. No creo que el resto de los políticos salgan mejor parados del embrollo en que se hallan. Ellos solitos se han metido en el lío de la ingobernabilidad al no gestionar en favor de Asturias el resultado de las primeras elecciones. Sería de locos pensar siquiera, en las actuales circunstancias, en otra convocatoria electoral para deshacer el empate actual. Tanto en las primeras como en las segundas elecciones, después de presentarse todos ellos como los mejor posicionados para hacerlo, han repetido hasta la saciedad que trabajarían sin descanso para salvar Asturias de su tormentosa situación de inanidad. La triste y decepcionante realidad es que ninguno de ellos está dispuesto a renunciar a sus privilegios y prebendas y, menos aún, a despojarse de sus propios corsés políticos, aunque solo fuera mientras Asturias siga en coma. Asturias se ha convertido en pantalla que refleja imágenes espurias. Poniéndola de fondo, los políticos asturianos se ocupan preferentemente de sí mismos y de hacer méritos ante sus propios dirigentes. En su perspectiva mental, Asturias aparece en lontananza como un simple campo de maniobras. Las tensiones y divisiones de la derecha asturiana son apoteósicas. Ni siquiera las izquierdas, que juegan su propia partida en un campo más reducido, son capaces de orillar el partidismo en la situación tan delicada en que nos encontramos. Estando las cosas tan oscuras, no es de extrañar que hasta las fuerzas sindicales se apunten al banquete del poder. Bien instalados en las andas de popularidad que son sus propias siglas y bien blindadas las prebendas que estas generan, les importa poco que los asturianos, además de empobrecidos y hastiados, se tengan que tragar el repugnante sapo de la política que ellos se empeñan en hacer. Los jóvenes 296    

  asturianos se ven abocados a la emigración para abrirse camino en la vida; los jubilados, obligados a tirar de nuevo de sus familias; los trabajadores, además de ahogados por penurias salariales, acosados por la incertidumbre de trabajos precarios, y la sociedad en general, presa de desesperación e impotente frente a tantos líderes mediocres y oportunistas. Habiendo errado el camino, nos estamos quedando sin horizonte. En estas circunstancias, Asturias debería proveerse de unas buenas alforjas para afrontar un formidable reto. La división interna de los asturianos, cada vez más a flor de piel, está resultando letárgica. Lejos de avanzar, la política errática asturiana nos hace girar ciegos en torno a una noria. Para este caminar sin destino sobran todas las alforjas y, lo que es más lamentable, sobran los políticos. Hasta puede que una legislatura sabática, con todos los políticos de vacaciones pagadas, resultara mejor para Asturias que lo que hoy tenemos. Sin embargo, se necesitan alforjas bien provistas para la dura travesía del desierto a que nos enfrentamos. Sería suicida adentrarse en terreno tan adverso a la aventura, sin guías expertos que no pierdan de vista el horizonte, que administren como es debido los bienes comunes y descubran manantiales que nos ayuden a mantenernos en pie. Necesitamos, pues, políticos que eliminen gastos, que mantengan alta la moral colectiva y abran cauces al desarrollo. Por difícil que sea el camino, el pueblo camina saleroso cuando está seguro de que lo guían líderes que saben a dónde van. Pero en las alforjas comunitarias no hay cabida para las rencillas y desavenencias personales de los líderes. Quienes opten a gobernar al pueblo deben despojarse de mezquindades, de intereses a ras de suelo y de aspiraciones de medro a cuenta de lo público. Tampoco hay cabida en ellas para los intereses partidistas. Los partidos deben dirimir sus legítimas diferencias en la arena de programas serios y responsables. Una vez hecho el reparto del poder, cada uno debe deslomarse en el servicio que le toque prestar al pueblo, sea en el gobierno sea en la oposición. Asturias necesita imperiosamente ilusión, inversión, trabajo, disminuir el paro y atender debidamente a su población envejecida, una parte importante de la cual es incluso dependiente. Esa es la única arena de lidia que cuenta. Ignoro si lo mejor, en las actuales circunstancias, sería un gobierno de concentración. Una propuesta tan alentadora es, sin embargo, irrealizable porque quienes tienen el mando quieren meter en las alforjas asturianas su propia personalidad diferenciada y ramplona, aunque ninguno de los partidos haya sido elegido para seguir siendo él mismo, sino para desempeñar los distintos roles del gobierno de Asturias. Es ridículo pensar que son los asturianos los que, con su forma de votar, hacen ingobernable Asturias. Si Asturias sigue en la interinidad y en la precariedad, se debe solo a sus políticos. Es hora de que estos preparen las alforjas para la larga 297    

  travesía que nos espera a todos y de que, gobernando en serio, dejen de ser un serio problema para Asturias.

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  De profundis 75

(Este artículo, enviado el 17.04.2012 para ser publicado el día 22, ya no fue publicado por cerrar La Voz de Asturias el día 19, dos días después del envío. Siguiendo mis rutinas, el día 22 lo envié a cuantos solía comunicarles cada domingo el enlace correspondiente para que pudieran encontrar fácilmente el artículo correspondiente en la edición digital del periódico. Cuando lo envié el día 17 a La Voz de Asturias, había ya fuertes rumores sobre las dificultades del periódico. Por esa razón, recojo a continuación dos correos, el que era portador de mi artículo el día 17, dirigido a María, la secretaria, y el que, al conocer el cierre, dirigí al director el mismo día de los hechos. En el primer correo, enviado a María el 17.04.2012, a las 11.21h, escribí: María, guapa, te adjunto mi artículo “Pobre Iglesia” para el próximo domingo. Un par de cositas. Primera: ¿mejora algo vuestra situación profesional? Mucho me alegraría de que así fuera, pues los días pasados me alarmó un rumor sobre que el miércoles o el jueves os jugabais el sí o el no del futuro del periódico. Espero que fuera solo un rumor torvo. Y la otra cosa es que, dado el contenido del artículo que te envío, no me importaría que, de tener La Voz de Asturias alguna relación profesional con la prensa de Valladolid o de Castilla y León, este artículo pudiera leerse también en alguno de sus periódicos. Me imagino que esto no será más que un deseo que debe quedar en su propio reino. No importa. El artículo, al enviároslo, pasa a ser propiedad de La Voz de Asturias y se atiene, como he dicho muchas veces, a su propio cometido. Un fuerte abrazo. Ramón En el segundo correo, dirigido al director, enviado el mismo día del cierre del periódico, el 19.04.2012 a las 20.28h, le decía: Gracias, amigo Juan Carlos. Desgraciadamente, se confirma lo peor que temíamos desde hace tiempo. Frente a tanta desilusión y tristeza no cabe más que decir: aquí estoy y aquí seguiré para lo que haga falta. El futuro dictará sus reglas. Dale un gran abrazo a María. En mi correo del martes, cuando envié el último artículo, ya manifesté mi inquietud por los rumores. El no haber recibido una respuesta de María, tal como venía haciendo de inmediato con todos mis correos anteriores, me tenía sobre ascuas. Por mi parte, no queda más que manifestaros mi simpatía y mi agradecimiento por el tratamiento que me habéis dado. Un fuerte abrazo para ti y otro para María y para cuantos otros compañeros verán truncadas hoy sus esperanzas. Con afecto. Ramón.

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  Y ahora, el artículo:

En Valladolid, un catolicismo reciamente tradicional, de expiación y penitencia, alumbra las imágenes, impregna las iglesias, se pasea por las calles y se posesiona de los corazones de más de trece mil cofrades y de una inmensa multitud espectadora. Los discursos, homilías, rezos e invocaciones que he oído y los gestos de que he sido testigo, tan rebosantes del espíritu penitencial del momento, desentonan del sentir cristiano que se esfuerza por adaptarse a los tiempos actuales. Sin quitar el dramatismo característico de sus preciosos pasos, la Semana Santa vallisoletana, en particular, y el cristianismo, en general, claman por una renovación espiritual que, enraizada en el sentido penitencial de la pasión de Cristo, aflore en la alegría de vivir un mensaje renovador de la conducta humana. Sin dejar de ser redención, el cristianismo debe comportarse como inagotable manantial de alegría y gloria.

POBRE IGLESIA

Iglesia y pobreza deberían ir de la mano. No me refiero a la pobreza material, que es siempre una desgracia, sino a la misión cristiana de elevar el punto de mira del hombre para fijarse, preferentemente, en los bienes celestiales, pues los materiales son de corto alcance. Pero, al hablar aquí de un "pobre” exclamativo, referido a la Iglesia, doy la impresión de adoptar una actitud chulesca, como si pretendiera descalificar la acción permanente del Espíritu Santo, su guía y sostén, que de forma misteriosa la preserva de todo mal y la anima. Se trata solo de una impresión superficial. Escribo estas líneas el domingo de Resurrección en Valladolid, poco después de haber asistido al encuentro de Jesús Resucitado y la Virgen de la Alegría en la Plaza Mayor, frente al ayuntamiento, y de haber contemplado con curiosidad y delectación un centenar de palomas cuyo grácil vuelo simbolizaba, así me pareció, la levedad del cuerpo glorioso del Resucitado. Como si también ellas, remedando al arzobispo, quisieran felicitar la Pascua a la multitud allí congregada, dieron un par de vueltas al ruedo en el aire, cual torero triunfador, para alejarse en dirección sur. 300    

  A pesar de la meteorología adversa de estos días, he vivido con intensa emoción la Semana Santa pucelana. Hoy no sabría qué admirar más, si el excelso arte de sus muchos pasos penitenciales, el decorado espléndido que Valladolid ofrece a las procesiones o la participación devota de tantísimo público disciplinado. Los ciudadanos de Valladolid no desmerecen del conmovedor arte de sus pasos procesionales y de la majestuosidad de sus iglesias. Puede que incluso estén por encima de ellos, sobre todo en lo que concierne a valores tan esenciales como la hospitalidad y la religiosidad. Pero, si se quiere ahondar en el significado profundo de la magna semana partiendo de la categoría del público, de la majestuosidad del entorno y de la magia espiritual de los pasos, la conclusión podría ser una decepción de similar monumentalidad. En Valladolid, un catolicismo reciamente tradicional, de expiación y penitencia, alumbra las imágenes, impregna las iglesias, se pasea por las calles y se posesiona de los corazones de más de trece mil cofrades y de una inmensa multitud espectadora. Los discursos, homilías, rezos e invocaciones que he oído y los gestos de que he sido testigo, tan rebosantes del espíritu penitencial del momento, desentonan del sentir cristiano que se esfuerza por adaptarse a los tiempos actuales. Sin quitar el dramatismo característico de sus preciosos pasos, la Semana Santa vallisoletana, en particular, y el cristianismo, en general, claman por una renovación espiritual que, enraizada en el sentido penitencial de la pasión de Cristo, aflore en la alegría de vivir un mensaje renovador de la conducta humana. Sin dejar de ser redención, el cristianismo debe comportarse como inagotable manantial de alegría y gloria. Las claves de la convocatoria masiva de tan sobresaliente semana no están, desde luego, en los contenidos teológicos de sus discursos, homilías, oraciones y ofrendas florales, sino en el atractivo de sus bellezas trágicas para una población zarandeada por la vida. La insistencia del cristianismo en el pecado y su apelación al drama sufrido por Jesús hace más de dos mil años no conmueven al hombre de hoy, obligado a sufrir su propio calvario. No sería descabellado pensar que, tras tan impresionantes procesiones, las decenas de miles de vallisoletanos participantes, piezas esenciales del ritual de la fiesta penitencial, retornan a su casa con la única sensación de haber asistido a una sobrecogedora representación teatral. Excluidas algunas emociones y lágrimas circunstanciales, ello significa que el lenguaje penitencial, orientado a la compasión por los indecibles sufrimientos de unos protagonistas lejanos, cuyas vidas reales incluso ignoramos, resbala sobre su piel. La sociedad recorre hoy su propia vía dolorosa sin que la Iglesia, atenta a su propia supervivencia jerárquica y dogmática, la ilusione con una resurrección creíble. De ahí que no espere nada de una institución que ni la entiende ni se hace permeable a los signos de los tiempos. Sería prolijo detallar las razones que hoy empobrecen la misión eclesial. Me referiré a ellas esquemáticamente. La Iglesia dista mucho, en primer lugar, 301    

  de reflejar la imagen de pobreza que le es consustancial, pero no porque tenga que ser pobre de solemnidad ella misma, sino porque tiene que predicar que los bienes materiales son instrumentos al servicio del hombre y de su destino. La Iglesia no se moja en asunto de tanta trascendencia y ni siquiera se comporta ejemplarmente. En segundo lugar, la Iglesia se enroca en el dogma y en el poder jerárquico de tal manera que, considerándolos inamovibles, no aprovecha su poderío en el tablero de ajedrez en que hoy juega la sociedad. Ambos, dogma y jerarquía, deberían ser piezas ágiles como torres, saltarinas como caballos e incisivas como alfiles. Por un lado, urge hacer una relectura del dogma desde las perspectivas actuales para iluminar al hombre de hoy, y, por otro, la jerarquía debería someterse a pautas de eficacia. El lenguaje, también el de las verdades eternas, es vivo y cambiante; la jerarquía solo se justifica como servicio eficaz. Un dogma muerto y una jerarquía obsoleta pierden su razón de ser. En tercer lugar, la Iglesia necesita redimirse del pésimo enfoque con que contempla la sexualidad humana y entender que Dios nos quiere animales sexuados. Tiene mucha tela que cortar en asunto de tanta trascendencia. La castidad impuesta contraviene la naturaleza; la voluntaria perfecciona la personalidad solo si ayuda a servir mejor a Dios y a los hombres. Ni los ejercicios penitenciales redimen por sí mismos ni la castidad sublima de por sí. Por otro lado, negándole a la mujer funciones importantes en la evangelización y en el desarrollo de la vida cristiana, la Iglesia defiende una política religiosa misógina a pesar de contar en su base dogmática y devocional con la más multivalente de las mujeres, la Virgen María. Invocar la falta de un mandato explícito de Jesús para mantener la actual situación en lo que concierne a las mujeres es salirse de madre o hacer trampas, pues muy poco de lo que se le atribuye a Jesús salió realmente de su boca. Basten estas tres bifurcaciones en las que la Iglesia se aleja claramente de la sociedad para darse cuenta de su precariedad actual. Si clarificara el comportamiento que el hombre debe tener con relación a los bienes de este mundo, tradujera al lenguaje de nuestro tiempo el contenido dogmático que propugna la fraternidad universal en la conexión filial que los hombres tenemos con Dios y diera a la mujer el rol debido en el desarrollo de la vida cristiana, se levantaría refulgente de sus propias cenizas. Su atractivo sería entonces irresistible para el hombre avanzado de nuestro tiempo y su misión evangelizadora no encontraría obstáculos. Que sigamos viviendo a estas alturas de la historia en una sociedad putrefacta, con el dominio absoluto de ídolos como la fama, el poder y el dinero, demuestra el fracaso de una Iglesia que, por mirarse el ombligo, se olvida no solo de su misión, sino de su razón de ser. Según la fe del creyente sincero, el Espíritu Santo guía la Iglesia en todo momento. Sería insensato pretender siquiera que la reflexión que aquí hago 302    

  fuera inspiración suya. Pero lo cierto es que vivimos tiempos convulsos, de titubeos, en los que, mientras unos se agarran como lapas al dogma literal y aletargado, otros, partiendo de él, tratan de alumbrar el camino del hombre del siglo XXI. Estoy seguro de que, antes o después, cambiará la perspectiva y la Iglesia universal, dirigida por pastores predispuestos a no abandonar ni siquiera a la más descarriada de sus ovejas, afrontará los problemas reales y ayudará al hombre actual a seguir su camino. La opacidad y el letargo de la comunidad cristiana van en detrimento de la sociedad. Pobre Iglesia y, por ello, pobre sociedad.

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  De profundis, 76 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 29.04.2012)

Considerando avispado al habilidoso picapleitos y al listillo contribuyente que montan tejemanejes para quedarse con dineros que pertenecen al erario público, tratamos con admiración a vulgares pícaros e incluso los consideramos inteligentes. Quizá la última razón de tal desvarío radique en que la inmensa mayoría de los españoles somos realmente pícaros. Claro que, si remplazamos la palabra pícaro por su sinónima “ladrón”, a los españoles, tan orgullosos de ser pícaros, se nos congela la sonrisa. Ahora bien, un pueblo de pícaros, es decir, de ladrones, es un pueblo de risa.

PÍCAROS

Hay duda sobre el origen de tan demoledora palabra. Se ha dicho que los primeros pícaros fueron los soldados españoles que regresaban a la Península después de las campañas en la Picardía francesa. Abandonados a su suerte, para sobrevivir desarrollaron todas las artimañas que les permitió su ingenio. Poniendo en duda tal etimología, a Corominas le parece más probable que la palabra provenga del verbo picar y que se refiera a algunas de las tareas desempeñadas por pinches de cocina y picadores de toros. Como respaldo de su tesis, el etimólogo catalán advierte que pícaro se usaba ya en 1525 con el sentido de pinche de cocina. Sea cual sea su origen etimológico, lo cierto es que, en el lenguaje común de nuestros días, el pícaro es, al decir de la RAE, un individuo bajo, ruin, doloso, falto de honra y vergüenza; astuto, taimado; de intención impúdica; dañoso y malicioso; de baja condición, astuto, ingenioso, de mal vivir y protagonista de todo un género literario español. Para nuestro propósito, de este rosario de perlas que se han ido encontrando en conchas de la sorprendente personalidad española, nos basta fijarnos en el astuto que se la juega a la sociedad lo mismo para mantenerse en su parasitismo que para sacar ventaja desmedida de cualquier actividad que ejerza. Desde esta perspectiva, España es un país plagado de pícaros. Los pícaros abundan entre los políticos. Aunque valoro como es debido la política y reconozco sin ambages la excelencia de la democracia, la multitud 304    

  de pícaros que merodean por sus entresijos me obliga a quedarme a su margen e incluso a abominar dimensión tan importante de la actividad humana. A muchos desengañados he oído confesar que para ser un buen político hay que poner la conciencia bajo siete llaves, ser un caradura, actuar sin escrúpulos, tener enormes tragaderas y cifrar la profesión en pegarse la vida padre. ¡Pura y ramplona picardía! Lo más decepcionante es que, estando las cosas como están y teniendo los ciudadanos los ánimos más vacíos que sus bolsillos, los muchos pícaros políticos salen de sus fechorías indemnes, bien forrados y con un futuro halagüeño por delante. Pero, si en esta vida a todos se nos piden cuentas por lo que hacemos, aseveración esta que es muy cuestionada por muchos, pero de la que estoy totalmente convencido, no le arriendo las ganancias a ninguno de esos muchos políticos depredadores. Los pícaros abundan igualmente en el paro laboral. La proverbial economía sumergida española ampara una multitud de pícaros que se las arreglan para reducir las nefastas secuelas del paro laboral a simple fuente, cómoda y fácil, de interesantes ingresos sobrevenidos. Si, como muchos propalan, esta economía supera el 25% de la actividad nacional total, no hay que ser muy listo para sospechar que, al menos, la mitad de los parados juegan sucio. Aunque este porcentaje fuera exagerado, la responsabilidad de tan gran anomalía económica habría que achacarla, además de al oportunismo ramplón de los pícaros, a la desidia manifiesta de los gobernantes, porque a estos, una de dos, o bien se la pegan como a endebles marioneta, o bien se la dejan pegar por intereses inconfesables. Los españoles no podemos seguir tan panchos y de brazos cruzados frente a tal opacidad económica cuando nuestro gran problema es que los ingresos fiscales no cubren los gastos sociales indispensables. Las empresas son, a su vez, cobijo de multitud de pícaros que, sin riesgos ni quebraderos de cabeza y sin dar golpe, viven como parásitos, cual sanguijuelas hinchadas de sangre ajena: empresarios especuladores; cazadores de subvenciones improcedentes; manipuladores de plantillas que se quedan subrepticiamente con parte de los salarios y defraudan al fisco, y un largo etcétera de oportunistas. Ser empresario como Dios manda exige invertir afrontando los riesgos inherentes y trabajar a brazo partido para sacar la empresa a flote y obtener legítimos beneficios. El del empresario de ley es un rol social sumamente importante. Cuando los empresarios son tan necesarios para salir de la situación calamitosa en que nos encontramos, en la España de hoy ni siquiera podemos afirmar lamentablemente que lo sean los pocos que hay, pues, para nuestra desgracia, la clase empresarial española está plagada de pícaros. En el putrefacto recinto del dinero negro, que entenebrece y cómo el desarrollo vital de la sociedad, se refugian millones de pícaros de toda condición. Por elegante que sea el color negro, desde la perspectiva del dinero solo evoca duelo y muerte. “Ande yo caliente y ríase la gente” encierra una miope sabiduría popular, pues la gente es a lo único que podemos agarrarnos en la vida en última instancia. Entre los pícaros que más degradan la convivencia y la dignidad están los traficantes de droga, sean narcotraficantes o simples camellos, y los proxenetas, alimañas que esclavizan a la mujer convirtiéndola en vulgar mercancía del sexo. Es un 305    

  dolor que ante lacras tan corrosivas y degradantes de la sociedad los políticos se pongan de perfil, si es que no se benefician directamente de ellas, y no se atrevan a regularlas como sería de desear para beneficio de toda la sociedad. Le mentalidad del pícaro invade también el ámbito de las relaciones sociales, tan plagadas de componendas y trapicheos. En las relaciones amorosas o amatorias, el pícaro oculta su condición e incluso dramatiza su situación para lograr su objetivo. Es de sobra conocido el siniestro comportamiento del pícaro estudiante poco afortunado que, argumentando que padecía un cáncer terminal y que se iría virgen de este mundo, se ganaba a sus víctimas conmoviéndolas con su simulado drama hasta soltarles el lacrimal. Cada una de las chicas de su clase estaba convencida de haber resuelto un gran drama humano al haberse entregado a tan sibilino depredador. Ni siquiera los medios de comunicación escapan al aprovechamiento de los pícaros. ¡Cuánto fraude, robo, timo y engaño se prodigan en ellos a cuenta de ponerse incondicionalmente al servicio de todo tipo de poderosos o de ganarse audiencias ávidas de morbo! Si bien la picardía, al margen de su connotación sexual, lleva anejo un tinte de supervivencia en la miseria en que habitualmente navega el pueblo bajo, como el Lazarillo que con ingeniosas artes robaba el queso y el vino a su miserable amo, en el contexto en que nos movemos se refiere, sobre todo, a los defraudadores del fisco que se mofan de la Hacienda Pública e incluso la vejan como si, en vez de la bolsa común que provee a la sociedad de bienestar, fuera el enemigo público número uno. Considerando avispado al habilidoso picapleitos y al listillo contribuyente que montan tejemanejes para quedarse con dineros que pertenecen al erario público, tratamos con admiración a vulgares pícaros e incluso los consideramos inteligentes. Quizá la última razón de tal desvarío radique en que la inmensa mayoría de los españoles somos realmente pícaros. Claro que, si remplazamos la palabra pícaro por su sinónima “ladrón”, a los españoles, tan orgullosos de ser pícaros, se nos congela la sonrisa. Ahora bien, un pueblo de pícaros, es decir, de ladrones, es un pueblo de risa. ¿Alguien duda siquiera que, si todos los españoles pagáramos a la Hacienda pública lo que está estipulado conforme a los ingresos que tenemos, se acabarían nuestros atosigantes problemas de déficit y de deuda? De ahí que la primera obligación de los políticos que nos gobiernan sea, a mi modesto entender, una intensa labor de pedagogía para convencer a los españoles de que la Hacienda Pública somos realmente todos y de que, cuando le negamos un impuesto o defraudamos un porcentaje, robándonos los unos a otros, nos lanzamos pendiente abajo hasta estrellarnos. El pícaro jamás escapará del círculo de miseria material y mental en que él mismo se encierra.

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  De profundis, 77 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 06.05.2012)

En nuestro tiempo, los expertos han ido descubriendo que las transfusiones de fluidos y más aún los trasplantes de órganos son donaciones que, además de la función directa del elemento transferido o trasplantado, llevan aparejados rasgos de la personalidad del donante. Es como si, al donar mi sangre, diera parte de mi alma, tal como creían los antiguos, que en esto no debían de andar muy descaminados. Me impresionó oír por la radio un día que un bebé de meses, que había recibido el corazón de otro, al ver a la madre del donante se abalanzó sobre ella y comenzó a acariciarle la nariz de la misma manera que lo hacía el fallecido. ¿Coincidencia? Puede, pero, en todo caso, conmovedor, impresionante.

DONACIÓN

Uno de los más espectaculares avances de la ciencia moderna en cuanto se refiere directamente a la vida humana ha sido la posibilidad de transferir fluidos corporales y de trasplantar órganos u otras partes del cuerpo de unos seres humanos a otros. Las transfusiones de sangre llevan años salvando vidas. También los trasplantes de órganos y de otros miembros corporales, en cuya carrera vamos lanzados, sirven para salvar vidas y para recomponer cuerpos. La solidaridad, impulsada por el instinto básico de humanización, requiere la voluntad de socorrer a otro cualquiera en sus necesidades. La ampliación de su ámbito de actuación a dimensiones corporales, por méritos de los avances de la medicina y la cirugía, ha llevado a los hombres de nuestro tiempo a una conciencia mucho más clara y depurada sobre la interrelación humana. Afortunadamente, hoy podemos socorrer a nuestros semejantes no solo con dinero y otras dádivas materiales, sino también con nuestra sangre y otros fluidos corporales, e incluso con nuestros órganos y con otras partes de nuestro propio cuerpo. Es un hecho fácilmente constatable que no podemos existir solos y que tampoco podríamos subsistir sin el 307    

  concurso de los demás, pues nos necesitamos los unos a los otros en todo cuanto somos física y espiritualmente. En nuestro tiempo, los expertos han ido descubriendo que las transfusiones de fluidos y más aún los trasplantes de órganos son donaciones que, además de la función directa del elemento transferido o trasplantado, llevan aparejados rasgos de la personalidad del donante. Es como si, al donar mi sangre, diera parte de mi alma, tal como creían los antiguos, que en esto no debían de andar muy descaminados. Me impresionó oír por la radio un día que un bebé de meses, que había recibido el corazón de otro, al ver a la madre del donante se abalanzó sobre ella y comenzó a acariciarle la nariz de la misma manera que lo hacía el fallecido. ¿Coincidencia? Puede, pero, en todo caso, conmovedor, impresionante. La donación, de cualquier tipo que sea, desde unas monedas cariñosamente depositadas en el cestillo de un mendigo a la extracción de sangre o al regalo de un riñón en vivo, eleva al donante a la más alta cumbre de la humanización. Nada desmerece de tan alta consideración el hecho de donar los propios órganos una vez muerto, pues el acto de la donación, el certificado acreditativo o el compromiso que se adquiere, se hace en vida y con plena conciencia. También merece la misma valoración el gesto de una familia que dona los órganos de un ser querido fallecido intempestivamente. La donación en este último supuesto la hace una familia que, además, atraviesa una repentina tragedia de insoportable dolor. Sé bien de lo que hablo. Hace unos años, en enero de 1994, mi familia se vio en el trance de donar los órganos de un joven, fallecido a los 27 años a causa de un aneurisma cerebral. El traslado urgente de sus órganos obligó a detenerse, en la gélida noche del cinco de enero, a la Cabalgata de Reyes de Salamanca, en pleitesía al cortejo del auténtico rey cuya magia vital viajaba aquella noche en frigoríficos portátiles. Con el corazón destrozado y el lagrimal en catarata, le tributé entonces un homenaje en la prensa salmantina, sirviéndome del parangón de tan sensible dádiva, pues él mismo era donante de sangre, y de la generosidad de una familia destrozada que autorizaba la donación de sus órganos, con la llegada esa misma noche de los Reyes Magos, tan cargados de regalos para niños y adultos. Cinco o seis pacientes recibieron en noche tan mágica su más preciado regalo. Este recuerdo emotivo me sirve de trampolín para dejar constancia del enorme esfuerzo que realizan las hermandades de donantes de sangre para que ningún paciente pierda la vida por su falta. Yo mismo fui donante hasta que me vi obligado a dejar de serlo. Vivía entonces, cada tres o cuatro meses, un día de auténtica euforia, de gozosa humanización. Que te saquen sangre de tus venas para inyectársela a otro establece lazos invisibles de comunión que anclan la vida del receptor a la alegría del donante. Tan fructífera simbiosis entre desconocidos se valora mucho más cuando es un 308    

  donante el que, por circunstancias, se convierte en receptor. He vivido también esa experiencia. Postrado en el hospital con la anemia por los suelos a causa de una úlcera sangrante, sentí cómo el calor humano de un desconocido regeneraba mi organismo. Desde lo más hondo de mi ser agradecí que la vida humana tuviera tan estimulantes vasos comunicantes de solidaridad. Si alguien pidiera mi parecer, animaría a cuantas personas no estén excluidas por edad o enfermedad a hacerse donantes habituales de sangre. Aunque no reciban nada material a cambio, el día de la donación quedará señalado para siempre en el calendario de su propia historia. El clamor de las hermandades de donantes pidiendo sangre, que resuena con tanta fuerza cuando se producen catástrofes, debería pinchar las venas de cuantos no tengan problemas para abrirlas. Por las entrañas de la humanidad debería correr un caudaloso río de sangre vivificadora. ¿Por qué se acude a donar sangre con premura en tiempo de tragedias? Porque el posible donante percibe en ese momento con total claridad que su sangre salvará vidas caídas en desgracia. Pero, al margen del impacto emocional momentáneo, las coordenadas de la donación son siempre las mismas. Lo más conveniente y eficiente es hacer la donación de forma periódica, con antelación a la catástrofe, pues a toda donación le sigue un proceso de elaboración de los elementos transferibles. Si bien toda donación sirve para salvar vidas, la eficacia es mayor cuando la donación anticipada permite elaborar la sangre para su inmediata transfusión cuando surge la extrema necesidad. La donación de órganos, salvo la hecha en vivo para socorrer a un familiar o a un amigo, responde a otras coordenadas, pues, para hacerse efectiva, el donante debe estar muerto. Las estadísticas sitúan a España entre los países más solidarios del mundo en lo tocante a la donación de órganos. Sin embargo, también en España, muchos pacientes engrosan largas listas de espera y algunos llegan a morir antes de que la suerte de un trasplante los bendiga. Es una auténtica pena, incluso una barbaridad, que, en una sociedad tan avanzada como la nuestra, miles de órganos humanos en perfecto estado para seguir funcionando sean inhumados o incinerados a diario habiendo tantos enfermos en situación de espera. De tener la cabeza bien amueblada y el corazón algo activo, ¿puede alguien preferir que el corazón de un hijo muerto, por ejemplo, se pudra o se convierta en cenizas a que vuelva a latir en el pecho de otro ser humano? Muchos prejuicios e ignorancias lo están haciendo posible. Ante tamaña insensibilidad y aberración, las autoridades competentes deberían promover que todo órgano vital necesario para un paciente se destine a ese menester, a menos que el fallecido o su familia se opongan expresamente a ello. En ese supuesto, uno tiene dificultades para entender que alguien pueda preferir conscientemente la pudrición o la reducción a 309    

  cenizas de algo que tiene un valor tan preciado para la vida humana. De darse el caso, es bien seguro que la persona que lo hiciera cambiaría radicalmente de opinión el día en que ella misma o algún familiar suyo necesitaran someterse a un trasplante. De no ser viable mi propuesta, al menos se debería emprender una gran campaña para explicar a todos los ciudadanos que es un auténtico milagro de la ciencia que un corazón, muerto en el pecho de un ser humano, en vez de pudrirse o convertirse en cenizas, vuelta a latir en el de otro. Estamos ante un procedimiento con el que la familia del donante recibe consuelo y la sociedad entera gana, por un lado, la nueva vida del receptor y, por otro, la seguridad de los ciudadanos sobre que serán bien atendidos de verse en tales circunstancias, amén de que el proceso deseado de humanización de la sociedad da pasos de gigante. No hace mucho he conocido una mujer mayor, soltera, que, con solo ocho mil euros de pensión anual y algún pequeño apoyo patrimonial, viene donando a varias instituciones humanitarias algo más de cuatro mil euros, casi la mitad de lo que ingresa. Me sorprendió, sobre todo, su carácter alegre, la sonrisa con que mira de frente la vida y el poco aprecio en que tiene los comportamientos extraños de los ricos. ¿Será tonta o será lista? Seguro que mis lectores conocen a la perfección la respuesta.

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  De profundis, 78 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 13.05.2012)

Necesitaría ser ahora un buen narrador, un acreditado novelista, para sumergirme en el alma de un parado de larga duración o introducirme en el hogar de las familias que, habiéndolo perdido todo, viven de la caridad de sus conciudadanos, vía Iglesia o vía sociedad. Su sensación de impotencia e inutilidad debe de ser abisal. En tan terribles circunstancias ni siquiera el humor resulta terapéutico. ¿De qué les sirven a ellos los discursos de los políticos? Ver que muchos ciudadanos llevan una vida social aparentemente normal, que viven sin agobios económicos, que se refugian en hogares confortables y que alternan, ríen y sueñan, debe de producirles una desolación infinita. Humilla demasiado sobrevivir como parásitos, teniendo que mendigar cosas tan elementales como el alimento y el vestido, o pedir ayudas para pagar un alquiler o para comprar una bombona de butano para combatir el intenso frío invernal.

DE PROFESIÓN, PARADO

Millones de españoles se enfrentan hoy a una corrosiva inactividad que, dejándolos de brazos caídos y con la autoestima en los talones, dificulta seriamente el desarrollo de su vida. No obstante, de todos es bien sabido que muchos parados no están inactivos: mientras unos se toman el tiempo de inactividad como vacaciones, otros lo aprovechan para chapucear o trabajar abiertamente al margen de las leyes laborales, fomentando una economía sumergida en propio provecho y detrimento ajeno. Sin embargo, lo cierto es que la inmensa mayoría de los parados se enfrenta a una situación preocupante que los convierte, además de en parásitos, en guiñapos ajados. En el lejano 1974, cuando la sociedad de bienestar progresaba con el incremento de la Seguridad Social y con la incipiente cobertura del paro obrero, me tocó vivir tres meses de auténtico infierno por la quiebra de una empresa que entonces estuvo en boca de todos. Mi desasosiego se produjo 311    

  a pesar de que mi inactividad se prolongó ese tiempo por una firme promesa de trabajo fallida. Cruzado de brazos, a mis 34 años me sentía incapaz de tirar de la familia que acababa de fundar. En cuanto tuve conocimiento del fiasco de promesa que se me había hecho, me desplacé de Asturias a Madrid y, en cuestión de horas, comencé a trabajar de nuevo. Eran otros tiempos, pero el paro siempre es el paro. Aunque la retribución era menor y las dificultades, mayores, respiré hondo y tiré para adelante. Festejé entonces con euforia el primer salario de la nueva andadura como una inyección de sangre fresca en mis venas. Solo unos años más tarde volví al paro con el propósito de servirme de él lo imprescindible para cambiar el rumbo, pero un inoportuno accidente de tráfico prolongó mi inactividad durante dos años y medio. No pudiendo trabajar por tener el brazo derecho destrozado, la mano izquierda y una máquina de escribir mecánica me salvaron de la quema de un mortal aburrimiento y de la corrosiva sensación de inutilidad. Emborroné entonces muchos folios escribiendo a sorprendente velocidad con la mano útil. Las percepciones de la ILT no solo me libraron durante todo ese tiempo de las penurias económicas que hoy padecen los parados de larga duración, sino también me permitieron, junto con la indemnización correspondiente, la aventura de lo autónomo cuando me hube recuperado. Traigo a colación lo anterior por mero contraste, pues los tiempos han cambiado de tal manera que los parados actuales que me lean podrán reprocharme, con una triste sonrisa irónica, que no tengo ni pajolera idea de lo que les toca pasar a ellos ahora. Tienen razón. Sin embargo, mi lejana experiencia me permite atisbar, al menos, la angustia de quienes, sean jóvenes o mayores, no ven la manera de independizarse, o de quienes, habiéndolo conseguido, sufren impotentes su propio desplome. Además, merece la pena subrayar otro factor importante que jugó mucho a favor de mi generación y que se le deniega a la actual: lo que siempre fue progreso para la nuestra es amenaza de retroceso para la actual. En resumen, tener los tiempos de cara o de espalda. Mi generación vivió tiempos de mejora constante del nivel de vida. Abusando incluso del pluriempleo, entonces abundante, muchos no solo sacaron dignamente adelante sus familias, sino también ayudaron a unos padres y abuelos, víctimas de las atrocidades de la guerra y de las penurias de la posguerra, cuya ancianidad carecía de cobertura social. El colmo del fuerte contraste entre ambas generaciones se produce hoy cuando, dado el punto de inflexión a la baja que sufre la actual sociedad de bienestar, muchos de mi generación se ven obligados a utilizar sus pensiones como paraguas protector de sus hijos e incluso de sus nietos. ¿Cuántos jóvenes viven hoy a cuenta de sus padres o de sus abuelos? ¡Afortunada generación la mía por haber tenido las cosas siempre de cara, pues entonces pudimos ayudar a

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  nuestros padres y ahora podemos hacerlo con nuestros hijos, a pesar de tantas limitaciones y miserias sufridas con pundonor! La compra de una vulgar bicicleta te hacía entonces dueño y señor de la carretera. La moto era ya cosa de privilegiados y los primeros seiscientos, de espacio suficiente para albergar sueños y fantasías, nos convertían en dominadores de los mapas por deficientes que fueran las carreteras españolas. Aparecieron también entonces los primeros electrodomésticos para alivio de las amas de casa y la televisión para llenar vacíos y aburrimientos. Recuerdo que en los años cuarenta, siendo yo muy niño, llevaron a la iglesia la única radio que había en mi pueblo de la Sierra de Francia salmantina para oír la voz del papa. Cuando la nutrida y fervorosa audiencia captó entre mil ruidos alguna palabra en español del papa Pío XII, irrumpió en una cerrada ovación. Generación, a fin de cuentas, bendecida por el ritmo de una vida en mejora constante. Las cosas han cambiado de tal manera que muchos, partiendo de épocas de confort y sobreabundancia, están retrocediendo a marchas forzadas a niveles cuyas carencias, aunque no sean tan duras como lo fueron las que sufrimos en los años cuarenta, resultan mucho más dolorosas, pues de lo malo a lo bueno se camina tan bien como mal de lo bueno a lo malo. Necesitaría ser ahora un buen narrador, un acreditado novelista, para sumergirme en el alma de un parado de larga duración o introducirme en el hogar de las familias que, habiéndolo perdido todo, viven de la caridad de sus conciudadanos, vía Iglesia o vía sociedad. Su sensación de impotencia e inutilidad debe de ser abisal. En tan terribles circunstancias ni siquiera el humor resulta terapéutico. ¿De qué les sirven a ellos los discursos de los políticos? Ver que muchos ciudadanos llevan una vida social aparentemente normal, que viven sin agobios económicos, que se refugian en hogares confortables y que alternan, ríen y sueñan, debe de producirles una desolación infinita. Humilla demasiado sobrevivir como parásitos, teniendo que mendigar cosas tan elementales como el alimento y el vestido, o pedir ayudas para pagar un alquiler o para comprar una bombona de butano para combatir el intenso frío invernal. Sabemos que en España no hay afortunadamente cinco millones de realmente parados y, mucho menos, cinco millones de familias en situación límite. De haberlos, se producirían continuos disturbios callejeros. Seguro que en el paro abundan los pícaros que se las ingenian para cobrarlo al tiempo que trabajan. Mientras ellos se embolsan subvenciones ilícitas, las empresas que los camuflan se ahorran los costos sociales. Por otro lado, no son pocos los que se sirven del paro como tiempo de asueto. Pero también hay muchos otros que, sin estar en el paro, viven un sin vivir temiendo perder el precario puesto de trabajo que ahora tienen y, con él, el coche, los muebles y la vivienda. En suma, muchísimos españoles han sido aherrojados de una sociedad de la abundancia a otra en la que no tienen 313    

  más alternativa que la mendicidad. ¿Se puede hablar siquiera, en tal situación, de derechos humanos? Sería un sarcasmo. Si el derecho a una vida y a un trabajo dignos no funciona, lo demás sobra. Cuando de la vida se caen los sueños y se apagan las ilusiones, la depresión campea por sus fueros y el horizonte se nubla. Cuando a mis hijos les ha tocado recalar en el paro, aunque haya sido solo un mes, hasta yo mismo me he sentido víctima de ramalazos de depresión, habida cuenta de mi remota y transitoria experiencia. Por ello, me compadezco de las familias que tienen algún miembro en el paro y de los padres y abuelos que tienen que repartir con sus hijos y nietos unos exiguos ingresos, insuficientes por lo general para llevar ellos mismos una vida digna. El paro está despojando de humanidad no solo a los realmente parados, sino también a sus familias y a quienes se relacionan con ellos. Puede que en España no haya cinco millones de parados reales, pero seguro que la situación económica está clavando sus mortíferas garras a más de diez millones de españoles en forma de precariedad laboral y de angustia ante el inmediato futuro. Para un creyente el contrasentido de la “profesión” de parado adquiere inauditas dimensiones teológicas sabiendo, como sabe, que Dios crea el mundo todos los días, es decir, que a su Dios no le está permitido parar ni siquiera un instante.

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  De profundis 79 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 20.05.2012)

Vivimos anclados a privilegios, incluso de forma inconsciente, apoyándonos en razones circunstanciales a las que les damos una profundidad artificial. Entre un hombre y una mujer hay diferencias somáticas y sicológicas con las que es preciso contar. Pero, por mucho que nos empecinemos, esas diferencias no horadan los derechos, que son idénticos para todos. Las diferencias terminan en el borde de las competencias y habilidades, en terreno de las obligaciones. Iguales en derechos, desiguales en obligaciones. Las obligaciones nacen de la predisposición; los derechos, de la condición.

LA MUJER

Complejo tema el de la mujer, sobre el que se han escrito y se siguen escribiendo miles de libros, de reportajes y de artículos. Tema realmente inagotable, sobre todo en nuestro tiempo, cuando la mujer, con tesón y esfuerzo, está logrando que se reconozcan sus derechos de ser humano, idénticos a los del varón. La razón fundamental de tanta profusión no radica en el empeño de describir una rica personalidad, que la tiene toda mujer, ni una peculiar forma de ser, que lo es la femenina, sino en el conflicto permanente, declarado o soterrado, que la mujer mantiene con un hombre empecinado en servirse de ella. Resulta muy fácil enunciar teóricamente dos principios evidentes, por más que hayan sido cuestionados muchas veces. El primero: las mujeres son seres humanos por el mismo contenido y razones que lo son los hombres; el segundo, secuela lógica del primero: por ser tales, las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres. Sin embargo, de ninguno de esos principios se sigue que tengan también las mismas obligaciones, muchas de las cuales dependen exclusivamente de la constitución del sujeto, de su peculiar forma de ser. Los derechos dimanan del ser; las obligaciones, de la forma de ser.

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  Si dejamos de lado el enunciado de esos principios y nos adentramos en la vida real, chocamos con prejuicios y obstáculos infranqueables, surgidos y mantenidos durante siglos al amparo de culturas machistas impuestas por los hombres en su propio beneficio. Ni que decir tiene que mucha de la responsabilidad de su postergación la tienen las propias mujeres al haber aceptado, a veces con excesiva docilidad, un papel secundario de cómoda sumisión al hombre. No es cuestión de describir aquí los laboriosos e incluso trágicos pasos que se han ido dando, sobre todo en la sociedad occidental, para corregir tales desmanes, sino de constatar que los avances han ido de la mano de una sociedad a la que no le queda más remedio que progresar en humanización o estrellarse. Los movimientos feministas han sido solo un factor más de esa humanización en la medida en que han discurrido por cauces de sentido común. Al haberse ido muchas veces por los cerros de Úbeda, comportándose de forma excéntrica, el feminismo se ha convertido en un obstáculo más para lograr una igualdad de derechos en la vida real, igualdad reconocida teóricamente, pero que sigue teniendo grandes lagunas en lo referente al trabajo, a la remuneración salarial y, de forma particular, a la libertad de movimiento. Mención aparte merece la situación de la mujer en ámbitos religiosos. Las religiones monoteístas, masculinizadas hasta las entretelas al partir de la ideación de un Dios netamente masculino, han sido y son uno de los más inexpugnables bastiones del machismo vindicativo. Mientras en ámbitos judíos y cristianos se ha producido, por méritos exclusivos de estar asentados en sociedades avanzadas, una cierta evolución favorable a la igualdad de las mujeres en lo que se refiere a las leyes y a los comportamientos sociales, en el mundo musulmán apenas se percibe algún conato de desarrollo en esa dirección. Quedan por delante años de reivindicaciones y luchas hasta que se consiga encarnar en la vida real los avances en los planteamientos teóricos y en las leyes. En la Iglesia Católica, que presume de ser la religión de mayor equilibrio humano y sentido común, sigue coleando incluso el tema de la competencia ministerial que otras confesiones ya han resuelto o están comenzando a resolver con equidad. Ahí queda para la historia el inaudito intento de Juan Pablo II de zanjar cualquier progreso de igualdad de la mujer en este campo, elevando casi a categoría de dogma que la mujer nunca pueda ejercer el sacerdocio ni desempeñar labores de la alta dirección jerárquica, aduciendo como argumento definitivo la supuesta voluntad de un Cristo al que se le atribuye la fundación tal cual del cristianismo, como si este no fuera deudor de otros muchos factores determinantes. El papa actual ha secundado, por su parte, la misma sensibilidad y ha subrayado que de la boca de Jesús no salió la más mínima insinuación al respecto. La sensatez y la necesidad pastoral deberían reconducir la discusión, incluso en el 316    

  supuesto de que pudiera probarse de forma incontrovertible la voluntad de Jesús en tal sentido, la cual sería, en todo caso, secuela de la postración social y de la minusvaloración de la mujer en aquel tiempo. El cristianismo, como cualquier otro monoteísmo, no deja de ser un fenómeno social nacido en un tiempo determinado y sometido, por tanto, a los vaivenes inevitables del momento. Si hoy podemos entender y establecer que la mujer tiene los mismos derechos del hombre, no podemos vedarle terrenos supuestamente acotados por Dios o, mejor, por hombres que manipulan a Dios y se sirven de él en beneficio propio. Los tiempos dictan leyes no escritas que siempre son manantial de energía y optimismo para quienes aciertan a leer sus signos y se ahorman a sus coordenadas, pero que descolocan y estrangulan a quienes, petrificados en sus ideas y costumbres, rechazan los ajustes necesarios. El imparable empuje de la primavera árabe de una docena de países está atravesando desfiladeros de muerte al sufrir un serio peligro inducido de involución y un aplastamiento contundente. No hace mucho, en estas columnas llorábamos por una Siria hermosa y vitalista, cuya sangre no hace más que fluir por la negativa de sus dirigentes a acoplarse a los tiempos. La sociedad española parece haber aprendido bien la lección de que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres y que, cuando se pretende confiar a los mejores los proyectos de mayor trascendencia, nada pintan las demagógicas cuotas de asignación. En política y en economía muchas mujeres están demostrando capacidades iguales o superiores a las de los hombres para desempeñar las más altas responsabilidades. En Asturias ha sido comentado con simpatía que, por ejemplo, una mujer dirija hoy Hunosa por primera vez en su historia. A estas alturas de los tiempos causa estupor que los prebostes eclesiásticos se empecinen en excluir a las mujeres del ministerio reservado a los sacerdotes, obispos, cardenales y papas. Claro que en el pecado llevan la penitencia de su ineficacia y ostracismo, pues no hay razones de peso, ni bíblicas, ni patrísticas, ni magisteriales, ni mucho menos teológicas para tan drástica negativa. Las que se aducen, armadas como castillos de naipes, no pasan de ser oportunistas, incluso pueriles. A pesar de la negativa de la mayoría de los dirigentes religiosos de nuestros días, incluida la bravuconada de JPII, tan aplaudida por BXVI, es de esperar por el bien de toda la Iglesia que pronto llegue el momento en que las mujeres administren sacramentos, prediquen la palabra de Dios y ejerzan funciones eclesiales en armonía y colaboración con los varones. En vez de producir un cataclismo religioso, el hecho acarreará un brioso renacer de comunidades que sabrán vivir su fe como fenómeno gozoso de fraternidad humana al amparo de un Dios indefectiblemente benevolente. No solo el sacerdocio, sino también la misma idea de redención clama por un retoque femenino.

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  Cuando las sayas de las mujeres se subieron por encima de los tobillos, algunos dirigentes espirituales acusaron a los seminaristas que salían de paseo de darse sesiones eróticas de tobillo. Cuando utilizaron faldas que dejaban ver las rodillas, para esos dirigentes fue como si se hubieran desatado las furias del infierno. La imposición de la minifalda, que tanto sorprendió primero pero que terminó pronto convertida en canon de belleza femenina, les llevó, por un lado, a ridiculizar el esperpento de las piernas de las mujeres poco agraciadas, y, por otro, a identificarla con el pecado por lindar materialmente con él (ja,ja). El destape y el nudismo nos convencieron finalmente de que el cuerpo humano no es almacén de pecados. Las vestimentas de las mujeres han sido portadoras de signos de los tiempos que han sido gozo de muchos, pero martirio de quienes pretenden contagiar sus penurias morales a cuantos los rodean. Vivimos anclados a privilegios, incluso de forma inconsciente, apoyándonos en razones circunstanciales a las que les damos una profundidad artificial. Entre un hombre y una mujer hay diferencias somáticas y sicológicas con las que es preciso contar. Pero, por mucho que nos empecinemos, esas diferencias no horadan los derechos, que son idénticos para todos. Las diferencias terminan en el borde de las competencias y habilidades, en terreno de las obligaciones. Iguales en derechos, desiguales en obligaciones. Las obligaciones nacen de la predisposición; los derechos, de la condición.

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  De profundis 80 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 27.05.2012).

La familia, atendiendo a su esencial misión de comunidad solidaria básica, está saliendo al encuentro de todos y cada uno de sus miembros. Sin esta base, tanto las revueltas sociales como los suicidios individuales serían ya una plaga. Por todo ello, no resulta exagerado afirmar que la familia se está convirtiendo en la sólida piedra angular que sostiene hoy todo el tejido social de la nación española. Causa gran pena y dolor que España entera no se comporte, en las actuales circunstancias, como una familia bien cohesionada y que los enfrentamientos de políticos miopes agiten el fantasma demoledor de la división entre los españoles. La familia española y España como una familia son la piedra angular. Sin ella, el tinglado entero se nos vendrá abajo más bien pronto que tarde. Confiemos en que el arsenal de heroísmo de las familias españolas, tan robusto a pesar de la inconsciencia de muchos españoles, aguante la embestida de los tiempos insensatos que nos toca vivir.

PIEDRA ANGULAR

En las construcciones clásicas, con abundantes arcos para abrir huecos de habitabilidad y sostener muros y techumbres, la piedra de máxima opresión, donde los brazos del arco descargan su peso y se fortalecen como nervios, se llamaba “piedra angular”. En las construcciones modernas, que juegan tan artísticamente con las potencialidades de los materiales, no deja de haber también, aunque cueste descubrirla, una piedra angular, punto de inflexión de la fuerza gravitatoria del montaje. Así, la piedra angular se ha convertido en una metáfora que trata de ilustrar la clave de cualquier construcción, sea física, filosófica, social o económica. En los convulsos tiempos que vivimos, cuando el trabajo falla y se reducen o se evaporan del todo los ingresos de cuantos, estando en disposición de hacerlo, no lo consiguen y cuando los ánimos se desinflan, la familia está siendo llamada a desplegar su inmensa virtualidad social como hogar de 319    

  refugio y fundamento de la sociedad. Las familias españolas, poniendo en común amores y perras, se están convirtiendo en nuestro tiempo en colchón para descargo de frustraciones, en baluarte contra la penuria económica, en testimonio vivo de que la unidad genera supervivencia e incluso fuerza, en la piedra angular que sostiene la estructura social y cohesiona su entramado. Por mucho que abunden los divorcios e insoportables que sean los conflictos de convivencia que provocan los adolescentes soñadores, tan ansiosos de disfrutar de todo sin ser acreedores de nada, la familia sigue sólida ahí, al clamor de la sangre y de la vida compartida durante años. La familia es incuestionablemente el recinto cálido al que siempre se puede retornar en busca de ayuda o, simplemente, para descargar frustraciones y hasta para llorar. La familia no es, sin embargo, un concepto unívoco, de significado idéntico a lo largo de la historia. Hay diferencias considerables, por ejemplo, entre las sociedades matriarcales y las patriarcales; entre las familias por antonomasia, las constituidas por una madre, un padre y unos hijos, y las familias de amplias alas que cobijan más de una generación y allegados jurídicos colaterales; entre todas estas, las monoparentales y las constituidas por personas del mismo sexo; entre las que responden al patrón más general de la monogamia y las que todavía lo hacen al de la poligamia, etc. Por otro lado, están las familias numerosas, con tres o más hijos, tan ponderadas unas veces y tan denostadas otras, y las que, por problemas de muy distinta índole, ponen punto final a una genealogía particular. En nuestro contexto, entendemos por familia cualquier núcleo humano en el que sus integrantes se constituyen en célula básica social, sin referencia explícita a la condición y número de sus miembros. Como célula social básica, la familia desempeña papeles o roles tan variados como atender con su patrimonio e ingresos el desarrollo vital de todos sus miembros y proveer a la educación ineludible de los hijos, entendida esta en su sentido más amplio a tenor de la etimología del término: sacar los hijos adelante en todos los órdenes para llevarlos, en definitiva, al buen puerto de la propia autonomía responsable. Sin embargo, la familia dista mucho en la actual coyuntura de ser un oasis de paz, pues se ve atacada en sus mismos fundamentos o, cuando menos, minusvalorada en sus funciones. Los jóvenes, cuya adolescencia está sometida a una elongación por las circunstancias económicas imperantes, se ven con tal potencial de información y se creen tan sólidos en su proyección que muchas veces se lanzan intempestivamente del nido cuando no tienen, ni mucho menos, las alas preparadas para emprender un vuelo autónomo. No deja de ser un fiasco que, en tales casos, cuando los hijos emancipados a destiempo se deciden a establecer las bases de una nueva familia, juntándose o casándose, lo hacen como si atendieran un reto o 320    

  corrieran una aventura deportiva más de la vida, sin apercibirse de la seriedad y madurez que requiere su gesto. Por desgracia para ellos, en muchas de esas aventuras aparecen nuevos vástagos que llegan, no como una bendición y con un pan bajo el brazo, sino como un problema más que viene a sumarse a los muchos que ya plantea de por sí la vida, se tome o no a la ligera. El resultado es que muchos de esos nuevos hogares, lejos de ser realmente familia, se convierten en fuente de conflictos y terminan saltando por los aires. Cada divorcio es realmente un drama, muchas veces incluso trágico, para sus actores. También los divorcios de mutuo acuerdo y aquellos que, según se dice, dejan un poso de sólida amistad, pues derruir los cimientos de una comunidad humana, nutricia de la vida propia y generadora de vida nueva, deja en el espíritu una profunda impronta de fracaso. No es de extrañar que las depresiones estén a la orden del día entre divorciados y separados, cuando se derriban pilares tan fundamentales de la vida, como también lo están entre los parados por fallarles otro de esos pilares, el trabajo. Por carecer de valores sólidos, vivimos una corrosión social que es más destructiva incluso que una guerra, por dramáticas y crueles que sean sus secuelas. En una guerra, los combatientes, conscientes de que todo puede terminar para ellos en un segundo, tienen frente a sí un claro objetivo estimulante mientras se aferran a la lucha: derrotar al enemigo, conquistar la paz, lograr una vida mejor. Sufren, sangran y padecen calamidades, pero sueñan con un día de mañana que, de poder verlo y vivirlo, será mucho mejor que el presente sin duda alguna. La crisis de valores que hoy sufrimos, en la que tienen especial repercusión la desestructuración de las familias y la pérdida de puestos de trabajo, echa un cerrojazo al horizonte vital. Las noticias pesimistas con que se nos bombardea permanentemente no hacen más que entenebrecer las perspectivas. La pesimista evolución del paro está poniendo a prueba nuestros nervios y nuestra capacidad de resistencia. No hace mucho se decía que tres millones de parados crearían una situación social explosiva en España y, sin embargo, ahí estamos, en nuestros días, haciendo frente mentalmente a la posibilidad de alcanzar e incluso sobrepasar los seis millones, sabiendo como sabemos que muchos de los puestos de trabajo actuales están en el aire. En tales condiciones, con la vida cada vez más cuesta arriba y el fantasma de la revuelta social rondándonos, no hay optimismo posible que levante el ánimo ni horizonte hacia donde dirigir la mirada. Frente a tan desolador panorama, descorazona todavía más saber que son muchos los que se están enriqueciendo inmoralmente en momentos de tanta especulación económica. Estando el río tan revuelto, se entiende incluso que el comercio del lujo esté creciendo en círculos de especuladores y depredadores en los que las riquezas se están multiplicando. Pero descorazona saber que muchos de los nuevos ricos, si no todos, lo son por explotación descarada de sus semejantes al someter sus haberes a tensiones especulativas o al robar de mil formas solapadas los caudales públicos. 321    

  Pues bien, los entendidos dicen que la situación de postración y declive de España es de suyo insoportable y que, en tales extremos de desesperación, sería comprensible hasta un estallido social. ¿Por qué, entonces, seguimos viviendo en relativa calma? Sin la menor duda, dejando de lado el porcentaje nada desdeñable que hay de trampa en lo referente al paro, lo cierto es que, por un lado, hay muchas familias sin ingresos que siguen malamente adelante sirviéndose de la solidaridad pública de la caridad religiosa y del apoyo social, y, por otro, muchos de los parados se han refugiado en el seno de sus propias familias compartiendo haberes y patrimonios muy modestos en régimen vital de rigurosa subsistencia. La familia, atendiendo a su esencial misión de comunidad solidaria básica, está saliendo al encuentro de todos y cada uno de sus miembros. Sin esta base, tanto las revueltas sociales como los suicidios individuales serían ya una plaga. Por todo ello, no resulta exagerado afirmar que la familia se está convirtiendo en la sólida piedra angular que sostiene hoy todo el tejido social de la nación española. Causa gran pena y dolor que España entera no se comporte, en las actuales circunstancias, como una familia bien cohesionada y que los enfrentamientos de políticos miopes agiten el fantasma demoledor de la división entre los españoles. La familia española y España como una familia son la piedra angular. Sin ella, el tinglado entero se nos vendrá abajo más bien pronto que tarde. Confiemos en que el arsenal de heroísmo de las familias españolas, tan robusto a pesar de la inconsciencia de muchos españoles, aguante la embestida de los tiempos insensatos que nos toca vivir.

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  De profundis 81 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 03.06.2012).

…toda crisis, por dolorosa que sea su repercusión en el bolsillo o en la mente del ser humano, puede convertirse mágicamente en motor a poco que el interpelado, lejos de amilanarse, la afronte con coraje, la analice a fondo y acople sus propios comportamientos y pensamientos a los dictados de la nueva situación. Nunca se puede salir de una crisis, cualquiera que sea, igual que se entra en ella. Algo cambia forzosamente. De una crisis se sale siempre ahormado, reformado. Toda crisis es, por tanto, un reto. Una crisis aguda es un reto descomunal. Pero, a mayor reto, mayor satisfacción y mayor beneficio si se logra superar.

CRISIS FECUNDA

Sin duda, los tiempos actuales de crisis enquistada, que tantos quebraderos de cabeza causan, nos desconciertan al poner en solfa nuestras costumbres y romper nuestras rutinas. Vivimos momentos duros que cuestionan tanto nuestros sistemas de vida como los fundamentos de la convivencia social. No es de extrañar que, de prolongarse la crisis, por muy grande que sea nuestra capacidad camaleónica de adaptación al medio, muchos individuos terminen por achicarse, quebrar su ánimo e incluso suicidarse. La crisis que padecemos ni es una ni, mucho menos, unívoca. Padecemos tiempos paradójicamente ricos en crisis. Una de las más gordas es la de la cartera, esa sobrevenida víscera más sensible que el corazón: tiempo de volatilidad económica que evapora el poco dinero de que muchos disponemos individualmente y nos endeuda colectivamente hasta las cejas. Otra crisis, no menos gorda ni persistente que la anterior, por muy importantes que sean las cosas de comer, es la de la identidad, crisis que hace, por ejemplo, que los españoles ya no sepamos realmente quiénes somos, qué objetivos tenemos como colectividad y de qué forma debemos colaborar para volver a tener nuestras carteras llenas de billetes y nuestra mente, de sueños e ilusiones. Y, para no prodigarnos demasiado, señalemos una tercera, de similar calado y repercusión que las anteriores, por más que se produzca en latitudes que ya no aparecen en el mapa vital de muchos 323    

  españoles: la crisis religiosa de tantos que, ante el despiste y la inhibición de los jerarcas católicos, se ven obligados a tirar para adelante desamparados, de espaldas muchas veces a una clerecía avejentada e incapaz de responder a los mínimos requerimientos formales de su permanente misión de evangelización. Pero toda crisis, por dolorosa que sea su repercusión en el bolsillo o en la mente del ser humano, puede convertirse mágicamente en motor a poco que el interpelado, lejos de amilanarse, la afronte con coraje, la analice a fondo y acople sus propios comportamientos y pensamientos a los dictados de la nueva situación. Nunca se puede salir de una crisis, cualquiera que sea, igual que se entra en ella. Algo cambia forzosamente. De una crisis se sale siempre ahormado, reformado. Toda crisis es, por tanto, un reto. Una crisis aguda es un reto descomunal. Pero, a mayor reto, mayor satisfacción y mayor beneficio si se logra superar. Aunque parezca que el mundo se nos está viniendo encima a los españoles por las apreturas económicas que padecemos y por la sensación que muchos tienen de estar fuera del sistema, no deja de ser una paradoja que, por un lado, muchos vivan en la opulencia, pues las estadísticas hablan de que están aumentando las ventas de todo lo relacionado con el lujo, y, por otro, que dispongamos como pueblo de bienes que triplican y hasta quintuplican los de otros pueblos. Aunque la crisis nos esté empobreciendo a ojos vista, disponemos de bienes suficientes para no pasar hambre, vestirnos decentemente, guarecernos confortablemente y hasta para, además de llevar una vida de alterne en cafeterías y restaurantes, ser solidarios con quienes, rendidos y exhaustos, hincan sus rodillas en el camino. En conjunto, los españoles seguimos siendo una nación de posibles. ¿Por qué entonces reina tanto pesimismo entre nosotros? Sin negar ni minusvalorar el enorme influjo que tiene una situación económica que nos estrangula con manos tan musculosas como la deuda y el déficit, otras quiebras, quizá de mayor hondura y trascendencia, vienen a agrandar los efectos sicológicos de la económica a la hora de achicar nuestro horizonte vital y de desinflar nuestro proverbial sentido del humor. Padecemos una tremenda crisis política que corroe los fundamentos mismos de la democracia. La política, que solo debería ocuparse de gestionar una buena administración de lo común, se ha convertido en sistema de vida opulenta donde se dilucidan intereses partidistas que socavan incluso los fundamentos de la convivencia y el contenido mismo de la personalidad de España. De ahí que en los últimos años renazca o se agrande la ancestral división radical entre los españoles, similar a la que en los años treinta del siglo pasado produjo la fractura fratricida de izquierdas y derechas. Aterra constatar que no hemos avanzado nada desde entonces en civilización y sentido común. Asusta pensar que, si Europa no nos acunara en estos momentos, los españoles, a juzgar por nuestros comportamientos actuales, estaríamos predispuestos a montar otra vez la de san Quintín. El poder se 324    

  ha corrompido de tal manera que su detentación se convierte en clave de supervivencia para muchos. Se aceptan solo materialmente las reglas del juego de la democracia, pero se socavan formalmente sus principios al poner su fuerza al servicio solo de parte. Si para conseguir el poder hay que mentir, se miente sin rubor, descarada y machaconamente. Millones de españoles no solo no han adquirido ningún sentido crítico a lo largo de los años de democracia que llevamos vividos y a pesar de los medios de comunicación con que contamos, sino también se han librado de cualquier escrúpulo moral a la hora de alzarse con el santo y la limosna en lo político y en lo económico. La crisis de valores de los medios de comunicación está también en la base de la enorme quiebra social que padecemos. Uno asiste impotente a las lecturas sesgadas que la mayoría de medios hace de los acontecimientos en función de sus propios intereses ideológicos y económicos. Si el morbo atrae audiencia y esta condiciona la publicidad, ¡leña al mono que es de goma! Los criterios éticos de informar con ecuanimidad y formar con criterio a los lectores, a los televidentes y a los oyentes ceden terreno ante mezquinos y ramplones intereses. El fallo de los medios de comunicación paraliza el corazón social, que es el encargado de bombear sangre y llevar oxígeno a todas las células. Es enorme la responsabilidad de los medios de comunicación social españoles en la situación social que vivimos. La verdad es que hemos convertido el dinero en un dios cruel que exige tributos de ignominia y de sangre. Para colmo, existe además una gran confusión entre los predicadores de la buena nueva de la justicia y de la fraternidad universal, los dirigentes religiosos, muy preocupados por cuestiones que tienen mucho más que ver con su status de vida y un credo ideológicamente enquistado que con su misión evangelizadora. Crisis económica, política, informativa y religiosa. Vivimos, pues, una crisis total que cuestiona a fondo el alocado sistema económico y el frenético ritmo de vida que nos empeñamos en mantener. Es preciso apretarse lo machos para regenerar neuronas, renovar músculos y mirar más allá de nuestra propia sombra. Solo así reajustaremos como es debido la economía; obligaremos a los políticos a servir de veras al pueblo; meteremos en cintura los medios de comunicación y avergonzaremos a los clérigos acomodaticios y contemporizadores que orillan su preciada misión de ser luz, sal y fermento. Los tiempos actuales nos ofrecen, por otro lado, una oportunidad sin parangón para sentar las bases de un atrevido desarrollo social justo que, reduciendo las siderales distancias entre ricos y pobres, haga poco a poco de la Tierra un paraíso aceptable para todos. Lecciones difíciles y duras las que nos da la tremenda crisis que padecemos. No podemos continuar con una vida tan alocada como la que hemos llevado estos años. Todos los que tienen responsabilidad en lo acontecido deberán apechugar con ella. En tiempos tan convulsos, solo deberían hablar quienes 325    

  estén en condiciones de cambiar el rumbo social. Los políticos, los periodistas y los dirigentes religiosos son los primeros que deberían someterse a un ajuste severo no solo de sus bolsillos, como todo los demás ciudadanos, sino también de sus criterios profesionales. No es de recibo que sigan mirándose el ombligo frente a un pueblo ávido de aciertos, de seguridades, de paz y de justicia. Bendita sea la crisis a pesar de los contratiempos y sufrimientos que nos acarrea, porque, antes o después, servirá para tirar seriamente de las orejas a tanto mangante que, además de causarla, trata de pescar en ella como en río revuelto.

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  De profundis 82 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 10.06.2012).

Subrayemos de paso que la práctica de elevar algunas pensiones hasta un mínimo que está por encima de la base de cotización y de rebajar las que estarían por encima del máximo establecido delinea un camino que tiende a una cierta justicia social procurando que tanto los pensionistas pobres como los ricos no lo sean tanto.

INJUSTICIA CLAMOROSA

Seguro que el tema de hoy, al referirse a las pensiones, producirá sarpullidos en muchos por la repercusión social que tendría, de llevarse a efecto, la innovadora propuesta que me atrevo a sugerir. El de las pensiones es un tema sensible no solo por los millones de jubilados y no jubilados que se cobijan en ellas, sino también por las diferencias abismales que establece entre sus distintos destinatarios. De ahí que cualquier innovación o cambio que se proponga deberá hacerse con sutileza y tacto, además de aducir sólidas razones que lo avalen. Estoy seguro de que, siendo mi propuesta completamente original y propugnando un procedimiento que trataría, por un lado, de equilibrar las injusticias actuales y, por otro, de aprovechar mejor los recursos públicos disponibles, de llevarse a cabo la aplaudirían con entusiasmo quienes cobran las pensiones mínimas, que son la mayoría de los pensionistas, y haría subirse por las paredes a la minoría de pensionistas que cobran las máximas. Aunque la Seguridad Social siga en la atribución de las pensiones contributivas las pautas de un seguro cualquiera, su procedimiento nada tiene que ver, en última instancia, con una transacción comercial de seguros. En una palabra, las cotizaciones no son pólizas de seguros ni las pensiones, indemnizaciones por siniestro. El sistema responde más bien a una organización social de solidaridad intergeneracional. El que cotiza a la Seguridad Social no está cubriendo riesgos ni acumulando un capital que percibirá en determinadas circunstancias de edad (jubilación), o de situación de incapacidad laboral (invalidez), sino aportando un dinero para contribuir al pago que hace el Estado, en última instancia, a los jubilados y 327    

  a los inválidos que existen en un determinado momento. De ahí viene el deseado equilibrio entre trabajadores activos y pensionistas, cifrado en proporción de, al menos, tres a uno. Cuando, tal como ocurre en estos momentos en España, no hay ni siquiera dos trabajadores por pensionista, el sistema hace aguas de por sí, por lo que o se lo apuntala para que no se derrumbe o se lo reforma. Sin embargo, el montante de una pensión se establece en función de las bases de cotización de cada uno, tomando como promedio en la actualidad los últimos quince años de cotización, cómputo que seguramente irá aumentando en los próximos años hasta abarcar toda la vida laboral. Se trata de un cómputo sometido a reajustes que establecen, por un lado, un mínimo de pensión, estimado como indispensable para un soporte vital dign, aunque no se alcance su cuantía por lo cotizado, y, por otro, un máximo soportable para la tesorería pública, aunque lo cotizado lo exceda en cuantía y tiempo, es decir, que se cotice por una cantidad mayor de la establecida como máxima por la base reguladora y durante un período más largo del requerido para la percepción completa de dicha base. Subrayemos de paso que la práctica de elevar algunas pensiones hasta un mínimo que está por encima de la base de cotización y de rebajar las que estarían por encima del máximo establecido delinea un camino que tiende a una cierta justicia social procurando que tanto los pensionistas pobres como los ricos no lo sean tanto. Mi propósito se concreta en dar un paso más en esa misma dirección en el sentido de reducir la distancia que separa todavía las pensiones mínimas de las máximas. Para concretar algo el planteamiento, partamos de que la pensión mínima en España ronda los 600 euros mensuales y que la máxima se acerca a los 2.500, es decir, que la máxima es aproximadamente cuatro veces mayor que la mínima. Si bien elevar a un mínimo vital las pensiones que estarían por debajo de dicho mínimo conforme a su base de cotización es un procedimiento de justicia elemental, mantener las máximas durante todos los años de vida de un jubilado puede resultar un expolio al colectivo social, teniendo en cuenta que el sistema está montado, en última instancia, no en la percepción por siniestro que corresponde proporcionalmente a la cuantía de una póliza de seguros, sino en la solidaridad intergeneracional de una población determinada. Un ejemplo ilustrará la desproporción del actual sistema de pensiones y su injusticia. Supongamos que un trabajador ha cotizado por el mínimo durante veinte años y que lo hace por el máximo los últimos quince, completando así los treinta y cinco que le dan derecho al cien por cien de su base reguladora. Asignándosele como pensión el promedio de los últimos quince años cotizados, al jubilarse conseguirá la pensión máxima establecida. Partamos de que se jubila a la edad reglamentaria de 65 años, habiendo comenzado a trabajar a los 30. Imaginemos ahora que nuestro 328    

  protagonista viva 100, cosa nada difícil dados los avances sanitarios que están llevando a la población a una longevidad hace poco inimaginable (se dice que en Japón, por ejemplo, hay ya más de cincuenta mil personas que superan un siglo de edad). Pues bien, el sistema le garantiza que en tales circunstancias estará cobrando una pensión máxima durante treinta y cinco años, tantos como cotizó. Ahora bien, si hablamos de solidaridad intergeneracional y de que el equilibrio está en tres trabajadores por jubilado, nuestro sujeto vendría a cobrar el triple de lo que, en estricta justicia, le correspondería. Estamos ante una manifiesta barbaridad, insoportable para el sistema actual que quedaría estrangularlo. Esta injusticia se agravaría mucho más cuando la jubilación se produce, como ocurre con frecuencia, a una edad mucho más temprana por invalidez o prejubilación. En Asturias hay prejubilados que han comenzado a cobrar sus pensiones a los 42 años de edad. El sistema de pensiones español, aparentemente racional y proporcionado, parece haber sido establecido por alguien que se limitó a echar números sentado a una mesa, sin más preocupación que establecer proporcionalidades que nada tenían que ver con las fluctuaciones económicas. Lejos de ser una gran obra de ingeniería financiera, no es más que una chapuza lamentable que no se sostiene por la fuerza de la vida y la evolución del trabajo. Visto desde uno de sus extremos, a nada conduce cotizar durante cuarenta años o más y hacerlo sobre una base reguladora superior a la considerada máxima para la jubilación. Desde otro, la invalidez y la prejubilación necesitan reajustes en razón tanto de las cotizaciones como de la edad del beneficiario. Lo único razonable y verdaderamente solidario que hay en la actual ley de pensiones es la fijación de un mínimo vital a la hora de verse uno imposibilitado, por razones personales o sociales, para seguir trabajando o por no haber alcanzado las cotizaciones realizadas el baremo de la pensión mínima. ¿Cómo hundir el cuchillo en este melón sin herir a nadie? Creo que si el sistema de pensiones responde, por encima de cualquier otra consideración, a criterios de solidaridad social intergeneracional, el que un individuo cotice por unas bases o por otras no debería sentar cuantías inamovibles durante toda la vida del jubilado. Y así, si lo que un jubilado ha cotizado se mueve por lo general en torno a la tercera parte de lo que recibe, la pensión resultante de su base de cotización no debería mantenerse más allá del tercio de años de cotización que haya hecho. Así, por ejemplo, un jubilado de 65 años que haya cotizado 35 y alcanzado la pensión máxima que le otorga el actual sistema, no debería percibir la cuantía de esa pensión más de 12 años. A partir de ese momento pasaría a cobrar una pensión fija, regulada por el Estado, igual para todos los que se encuentren en su misma situación, sea cual sea la cuantía de la cotización. Se rebajarían así considerablemente las pensiones máximas y se incrementarían algo las mínimas. El mayor beneficio de una medida tan audaz como la que 329    

  propongo sería el avance considerable de la justicia social que conlleva, pues resulta obviamente injusto mantener durante muchos años unas pensiones máximas de dos mil quinientos euros que cuadruplican las pensiones mínimas, convirtiendo a sus acreedores en auténticos privilegiados sociales. La razón evidente es que el dinero destinado a las pensiones no es el aportado por el perceptor, sino el que proviene a lo largo de su jubilación de los trabajadores que están en activo y del Estado. Parece razonable que las pensiones reguladas se perciban solo durante un tercio del tiempo cotizado para percibir después, durante el resto de la vida, una cuantía igual para todos los ciudadanos una vez rebasado ese tercio. En resumidas cuentas, siendo la Seguridad Social un organismo de solidaridad intergeneracional, me parece una enorme injusticia que muchos ciudadanos, por haber cotizado algo más durante unos años, se vean compensados durante el resto de sus largas vidas con unas pensiones cuatro veces mayores que las que reciben otros, muchos de los cuales no es que no quisieran cotizar por bases más alta, sino que incluso no pudieron hacerlo. Insisto en que las diferencias de percepción no deberían justificarse por las diferencias de la cotización más allá de unos límites razonables de tiempo. Ignoro si 2.500 € mensuales es mucho o poco, pero es obvio que la Seguridad Social quebraría si esa fuera la pensión a pagar a todos los jubilados. Lo que parece insuficiente, habida cuenta de las potencialidades de la nación española, es que la cuantía de la pensión de la inmensa mayoría de los jubilados ronde unos 600 euros, insuficientes a todas luces en la actualidad para llevar una vida digna. Ni en este orden ni en ningún otro deberían existir privilegiados porque, en última instancia, los privilegios de unos salen de las venas o de las costillas de otros. En España abundan los listos y los necesitados, categorías ambas que no deberían tener asiento en el libro de la justicia social. Puede que lo que propongo sea para muchos un solemne disparate e incluso una soberana majadería. Allá ellos. Pero, en sí misma, es una propuesta valiente en pos de una auténtica justicia social que, por un lado, haría más llevadera la carga social de las pensiones y, por otro, abriría horizontes de esperanza a muchos de los desheredados de la fortuna. Propuesta pionera, hecha sin interés personal alguno. A mayor justicia social, mayor bienestar para todos, incluso para quienes aparentemente salen perdiendo a causa de la mejora de la justicia.

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  De profundis 83 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 17.06.2012).

Refiriéndonos a los jóvenes, hablamos ya, incluso con total naturalidad y resignación, de una generación perdida que se ve obligada a vivir ahora de sus padres para hacerlo en el futuro de sus propios hijos; la generación de los ni-nis, la que ni estudia ni trabaja, ni chicha ni limoná, como si se tratara de seres lanzados a este mundo para vagar por él con la más absoluta levedad del ser, la de la nada. ¡Qué enorme crimen estamos cometiendo con nuestra juventud!

JUVENTUD

La juventud, el divino tesoro poético, la fuente de eterna salud, el fugaz tiempo de los sueños y de las ilusiones, el momento en que el amor se lleva a flor de piel y hasta las más escarpadas montañas parecen autopistas llanas. Y, sin embargo, la persistente crisis en la que las locuras de los adultos han metido a la sociedad actual la está convirtiendo en tiempo inane y maldito, en covacha infecta sin panorámica posible, en albañal donde desembocan las aguas fecales de tantos despropósitos. La juventud asiste atónita al casi imposible traspaso generacional de responsabilidades. Los adultos no estamos siendo capaces de equipar a nuestros jóvenes con la elemental fuerza de un trabajo que, además de ser instrumento necesario de vida, genera la mayoría de edad y madura la autonomía necesaria para cualquier proyección humana. Refiriéndonos a los jóvenes, hablamos ya, incluso con total naturalidad y resignación, de una generación perdida que se ve obligada a vivir ahora de sus padres para hacerlo en el futuro de sus propios hijos; la generación de los ni-nis, la que ni estudia ni trabaja, ni chicha ni limoná, como si se tratara de seres lanzados a este mundo para vagar por él con la más absoluta levedad del ser, la de la nada. ¡Qué enorme crimen estamos cometiendo con nuestra juventud! Un buen amigo, residente en Canarias, me informa de que su hija, enfermera, ha entrado de lleno en Madrid en el proceso de la doble “b”, la 331    

  “b” de becas y la de los pagos en dinero negro, también llamado dinero “b”, al verse obligada en las actuales circunstancias a aceptar trabajos esporádicos en el marco de su propia cualificación profesional: atender, medicar y curar a personas mayores de un centro, recibiendo como única retribución 5,00€ por hora realmente trabajada, lo que ni siquiera llega a la mitad de lo que cobra en Canarias una empleada o eventual limpiadora del hogar. Lo peor de todo es que no se trata de algo excepcional, sino de un tipo de compromisos laborales que crece a ritmo acelerado en España. Para mayor inri, si la situación de dicha enfermera se compara con la de otros muchos jóvenes, hasta podría considerársela privilegiada. ¡Qué barbaridad de privilegio es verse obligada a trabajar, solo de vez en cuando, a cinco euros la hora, no llegando a ganar en el mes siquiera el precio de alquiler de una modesta vivienda! Si al menos pudiera trabajar las cuarenta horas semanales reglamentarias, podría ganar entonces, al cabo del mes, la friolera de 800 euros brutos, aunque quedara lejos de los despectivos empleos de los famosos “mileuristas” de hace unos años. Algo debemos de estar haciendo mal los españoles cuando nos gastamos una ingente cantidad de dinero público en la educación de nuestros jóvenes y, además de producirse un fracaso escolar estrepitoso, muchos de los que se preparan convenientemente para ejercer las profesiones pertinentes se encuentran con la decepcionante opción de emigrar de su terruño y hasta de su país para ganarse la vida lejos o de quedarse en casa viviendo como parásitos a expensas de sus padres y, a veces, de la pensión de sus abuelos. Reconozcamos de paso, sin embargo, que la educación tiene ciertamente una dimensión que nada tiene que ver con el dinero invertido en ella: la de ayudar a los educandos a madurar humanamente y la de favorecer que la población sea culta, dimensión que amortiza y da por bien empleado todo el dinero invertido. Pero preparar a los jóvenes para ejercer una profesión cualificada y no darles salida no ya cerca de su residencia, sino ni siquiera en su propio país es un gran fiasco social. El sector público, agrandado artificial y arteramente los últimos años, ha sido un tubo de escape falso al crear puestos de trabajo con las miras puestas en favorecer a los allegados de los políticos en vez de en servir a la sociedad. Habida cuenta de las prebendas y seguridades que ofrece, nada tiene de extraño que la mayoría de los jóvenes españoles aspiren a ser funcionarios y que acudan en masa a cualquier convocatoria que tenga que ver con la Administración, aunque se trate de humildes puestos de trabajo, trátese de humildes conserjes o de simples barrenderos de las calles de un ayuntamiento cualquiera. Dado lo que la Administración nos cuesta realmente, deberíamos exigir que adelgace hasta desenvolverse en costos tolerables. La creación de puestos de trabajo es asunto más propio de la iniciativa privada, iniciativa que debería ser apoyada e incentivada dedbidfamente. En España, tan influenciada por una atosigante ideología de izquierdas, mal fundamentada y peor desarrollada, el empresario 332    

  emprendedor, no el oportunista especulador y cazador de recompensas en forma de subvenciones, nunca ha sido valorado como es debido. Más bien al contrario, pues, por lo general, ha sido denostado y vilipendiado como explotador y ladrón por pura envidia. De ahí que la sociedad nunca se haya esmerado en formar a los jóvenes para que tomen iniciativas y se lancen a crear empresas. De hacerse con buen criterio y control, siempre será poco el dinero que se invierta en subvencionar a los emprendedores. La mejor inversión para una sociedad será la de formar empresarios emprendedores, pues son ellos los que, en última instancia, crean los puestos de trabajo y generan riqueza. En España tenemos la gran desgracia de vivir en un país de ladrones, así como suena, con todas las letras, los cuales, sin miramientos ni conciencia, se las ingenian para alterar especulativamente el valor de las cosas o para conseguir fraudulentamente subvenciones, triste tarea esta última para la que cuentan con la inefable connivencia de administradores públicos tan ladrones como ellos. Por otro lado, de contar incluso con el necesario reajuste moral de la Administración, no daremos con las claves de la salida ni de esta ni de otras posibles crisis a menos que reformemos en profundidad el sistema productivo y racionalicemos el trabajo estableciendo equilibrios tan esenciales como capital-trabajo en el mundo de la empresa y gasto-servicio en el sector público. Para ello es preciso dejar al margen la codicia que está en la base de todo desorden económico. Reforma radical del sistema. El salario más justo será el que esté vinculado a la productividad en cualquier dimensión de la empresa o de la Administración. El salario debe ser tan digno como honesto el trabajo. En otras palabras, la sociedad debería ponérselo crudo al vago, al maleante, al agitador y al parásito. Quien pretenda vivir sin trabajar debería ser un proscrito social. Por su parte, la política no debería ser campo de rosas para que muchos medren y vivan como príncipes arribistas y depredadores, sino para que se deslomen en beneficio del pueblo quienes tengan realmente la vocación de servir a los ciudadanos. Creo que solo abriremos cancha a nuestros jóvenes cuando seamos capaces de dar tales pasos. Pero ellos deberían esforzarse más en demostrar que el juego social en el que les va la vida es muy serio. Frente a nuestra desidia e inoperancia, deberían indignarse y agruparse para defender la honestidad en todos los frentes y para reclamar su derecho no solo a un trabajo digno, sino también a una vida henchida de ilusiones y proyectos. Mi generación y la precedente, la de quienes nos vimos envueltos en una guerra fratricida o en sus secuelas cuando éramos niños, tuvimos que afrontar una muy difícil fractura social y una muy dura situación económica. La generación de jóvenes actuales se enfrenta a un reto de similar calado y trascendencia, aunque sea en otra dimensión: sentar las bases del desarrollo justo de la vida, tarea que implica, por un lado, la humanización del capital y, por otro, la explotación de ese capital a base del esfuerzo sostenido de un trabajo 333    

  honesto. Toda posible humanización pasa por la riqueza bien utilizada y por el trabajo bien hecho. Arduo objetivo que no conseguirán los políticos con un real decreto. Tendrán que conseguirlo los jóvenes mismos en las universidades, en las empresas y en la calle. Quien proteste en la calle sin haber madurado en la universidad, hincando los codos, y sin haber encallecido las manos en el esfuerzo laboral, en vez de ayuda será obstáculo. Hay que protestar y gritar mucho, pero con sólidas razones que no tengan vuelta de hoja ni desencadenen un caos para el provecho exclusivo de oportunistas sin escrúpulos. De unirse los universitarios, los jóvenes trabajadores y los parados tendrían la fuerza necesaria para domesticar el capitalismo salvaje y para obligar a los empresarios depredadores a ajustar sus beneficios al ritmo humano. Si los bienes de la Tierra pertenecen colectivamente a todos sus habitantes, los bienes generados por la empresa pertenecen tanto a los empresarios que lo hacen posible como a los trabajadores que los producen. Es solo cuestión de encontrar un punto de equilibrio en el reparto. Por ello, urge humanizar la sociedad, ingente tarea para la que es preciso domesticar el capitalismo y racionalizar la Administración. El empresario debe ser un factor multiplicador y el político, un administrador eficiente y austero, teniendo ambos como punto de mira el servicio de los ciudadanos. De haber contado en España con buenos políticos y con empresarios de ley, la frustración de nuestra juventud sería solo un divertido tema literario. Confiemos, sin embargo, en que las carencias y las penurias de la juventud española actual destierren pronto nuestros despropósitos. Es una juventud que tiene que enfrentarse al titánico reto de humanizar el trabajo. ¡Ojalá no fracase!

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  De profundis 84 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 24.06.2012).

El devenir humano siempre ha lidiado con el problema de un conocimiento que se ha nutrido en su mayor parte de ese mismo devenir: saber si hemos arribado a un mundo lleno de “ideas” que nos sirven de luminarias y, en lo más hondo, a un mundo al que Dios se ha dignado “revelarle” el camino de salvación o, más bien, a un erial que es preciso ir roturando en todos los órdenes con tanta paciencia como esfuerzo. Corrientes importantes de la filosofía parten del primer supuesto y las religiones, desde luego, se atienen a él rigurosamente. Seríamos, en ese caso, marionetas en lo que al pensamiento se refiere. En el ámbito de las religiones monoteístas, que se cimentan en una revelación divina especial, el hombre no ha dejado nunca de ser menor de edad.

ASCENDENCIA

No me referiré hoy al salto generacional para dilucidar si se desciende o se asciende de alguien a tenor del chiste del plebeyo venido a más, quien, metido en un aprieto por comensales que presumían orgullosos de ser descendientes de prebostes, los dejó boquiabiertos al asegurarles que, si bien todos ellos descendían de ilustres personajes, a él le cabía el mérito y el honor de ascender de un labriego. Nos situaremos en los párrafos que siguen en otra dimensión. El devenir humano siempre ha lidiado con el problema de un conocimiento que se ha nutrido en su mayor parte de ese mismo devenir: saber si hemos arribado a un mundo lleno de “ideas” que nos sirven de luminarias y, en lo más hondo, a un mundo al que Dios se ha dignado “revelarle” el camino de salvación o, más bien, a un erial que es preciso ir roturando en todos los órdenes con tanta paciencia como esfuerzo. Corrientes importantes de la filosofía parten del primer supuesto y las religiones, desde luego, se atienen a él rigurosamente. Seríamos, en ese caso, marionetas en lo que al pensamiento se refiere. En el ámbito de las religiones monoteístas, que se 335    

  cimentan en una revelación divina especial, el hombre no ha dejado nunca de ser menor de edad. Sin embargo, todo desarrollo del pensamiento, tal como hace por su parte la evolución en el campo natural, parte de lo más simple y progresa a lo más complejo. De hecho, solo después de millones de años de desarrollo el hombre alcanza la habilidad de erguirse al liberar sus manos y la capacidad de pensar y de expresar su pensamiento. Como seres humanos, en todo nuestro desarrollo no hemos conocido más que un camino laboriosamente ascendente, yendo de lo más simple a lo más complejo, de lo más evidente a lo más recóndito. Las ideas, por mucha autonomía que se les quiera dar, no dejarán nunca de ser una especie de secreción de la mente humana. Partiendo de sí mismo, del hecho de ser y, sobre todo, de la esfera de su propio sentir, el hombre, en cuanto tuvo capacidad para hacerlo, no solo se ha preguntado por el mundo en que vive, sino también por el sentido y la razón de su propia vida. Es lo que seguimos haciendo en nuestros días y tarea en la que continuarán afortunadamente las futuras generaciones. Si cesara tal inquietud, el hombre retornaría a su básica condición de cosa, de simple materia energética. Mi propósito de hoy abarca también la reivindicación de la madurez en el campo religioso. También en ese campo somos autónomos, pues la religión, mírese como se mire, es obra exclusivamente nuestra. De hecho, esa autonomía nos ha llevado a aflorar formas distintas de concebir tanto la divinidad como la relación que debemos mantener con ella. ¡Afortunadamente! La razón última de todo esto es que el mundo cultural, es decir, absolutamente todo lo que hoy sabemos y lo que logremos saber en el futuro, es obra exclusivamente nuestra. No venimos a este mundo con un cerebro cargado de ideas. A fuerza de ver y de sentir y, sobre todo, de analizar lo visto y sentido, logramos hilvanar percepciones y sentimientos que vamos colocando en el almacén de aportes colectivos que es nuestra mente. Eso y solo eso son las ideas: el pensamiento es abstracto solo en cierta medida, porque, siendo nuestro, no se desliga de cuanto somos, de tal manera que una idea no es más un recinto donde anidan armónicamente muchos concretos. Todo esto, que leído de corrido parece una bobada especulativa, tiene, sin embargo, enorme trascendencia para nuestras vidas en un doble sentido: el de encaminarlas a la consecución de una causa que las mantenga activas y darle un enfoque totalmente humanista a la religión que nos catapulta más allá del espacio y del tiempo. En otras palabras, somos el referente principal de nuestras acciones y autores o creadores de Dios. Puede que Dios haya creado el mundo, seguro, pero ese es un tema que hoy no toca. Lo cierto es que, en el mundo cultural del hombre, es este el que ha creado a Dios. No creó Yahvé al pueblo judío ni le habló para que caminara por el recto camino, sino que fue el pueblo judío el que se armó 336    

  de un Dios como referencia última de su propio ser y devenir. No habló Yahvé a su pueblo, sino que su pueblo, por ardides del poder, erigió a Yahvé para que, con su exigente revelación, fuera su referente, el lazo de la cohesión del pueblo, el contrapunto de una alianza eterna que libraría a Israel a lo largo de los siglos de la barbarie circundante. El Dios de Israel es, desde luego, algo único y propio de Israel, algo que pertenece a sus entrañas, pues ha brotado de su condición de pueblo compacto y cohesionado, razón por la que se ha considerado y sigue considerándose selecto por sus condicionantes etnográficos. La revelación y el cúmulo de verdades que, tanto por su lectura directa como por las interpretaciones autorizadas, dirigen hoy la vida de tantos millones de seres humanos no es palabra de un Dios ajeno y trascendente, sino eco de las más profundas aspiraciones humanas. Armándose de Dios, la humanidad se diviniza. De ahí que pierda fuelle toda revelación que se considere anclada en unos libros como algo definitivo e inmutable, pues, por su origen y destino, debe mostrarse activa en todo tiempo, siendo como es luz que brota de los adentros del hombre para conducirlo a un destino que se percibe a través de velos y se palpa solo en la conciencia. Por afirmar lo que precede, muchos cristianos me calificarán como un infame renegado que echa por tierra no solo la redención, sino también la excepcionalidad de la persona concreta de Jesús, proclamado Dios y hombre verdadero. Pero tan fulminante descalificación carece de fundamento. Si vemos el Antiguo Testamento como un juego de amor celoso, que exige fidelidad y reciprocidad mutua entre el pueblo de Israel y el Dios que este concibe como su propio creador, y el Nuevo como la jugada maestra de un amor salvador totalmente gratuito, podremos explicarnos fácilmente el desarrollo dogmático de la Iglesia Católica sin necesidad de renunciar a la Escritura y de negar la personalidad de Jesús. Es más, pienso que la Escritura tendría entonces una lectura más próxima a nosotros y que no sería difícil adaptarla a nuestro tiempo. En cuanto a la personalidad de Jesús, lejos de resultar difuminada o aminorada, adquiriría aún mayor relieve y tendría mucha más influencia al ser valorado como el mensajero excepcional de ese amor gratuito. La idea de Dios es claramente obra del cerebro humano, lo cual no impide que tal idea se proyecte a un nivel trascendente y, por tanto, inalcanzable, como explicación de cuanto existe: el ser como creación y el amor como redención. El hombre, consciente de sus intrínsecas limitaciones y titubeos, con la proyección ideal de sí mismo ha constituido un Tú sublime, teóricamente libre de mezquindades, para depositar en Él su ansiedad de durabilidad y perfección. De ahí que cuanto dice de Dios no pueda hacerlo más que “al modo humano”. Por eso siempre proyecta sobre ese concepto la imagen de un simple hombre con distintos calibres y rostros, poniéndole ora cara de sádico tirano, ora de solícito padre benevolente. Sin embargo, 337    

  insisto en que esa proyección no oculta ni borra la razón última de lo existente más allá de la mente humana, la cual puede atribuir sin rubor ni minuendo alguno la idea que se ha forjado de Dios a la realidad trascendente. El hombre ha sido capaz de crear a Dios y también de objetivarlo para establecer con Él un comportamiento vital, una relación de tú a Tú, que se desarrolla como explicación última de toda contingencia y deficiencia. La magnífica obra de la revelación, tan original y definitiva, queda así subsumida en algo que tiene mucha más importancia para la consistencia y el desarrollo de la vida del propio hombre: el diálogo permanente que el hombre debe mantener con el Dios que él mismo ha creado como concreción de lo trascendente en un proceso de comunicación que es permanente oración. Nos encontramos entonces con que la fuerza mayor del cristianismo, la oración, se convierte ipso facto en razón y consistencia de la misma personalidad del hombre. Alcanza aquí la revelación su punto más álgido y más incisivo, el de ser íntima comunicación con el ser que trasciende nuestras coordenadas espaciotemporales, es decir, el de una intensa oración ininterrumpida. En cuanto a la personalidad del Jesús de la historia, el piadoso judío cuyos ribetes humanos son nebulosos y cuyo ser, en su significado espiritual, resulta un auténtico constructo de generaciones de creyentes, cabe situarla, por su condición de mensajero y predicador del evangelio, en el punto de inflexión del devenir humano, el de la oración, en el que el hombre se adentra y se identifica con el Dios de su propia creación. Y así, sin restarle ni un ápice a cuanto el dogma quiere expresar cuando lo proclama Dios, lo único que cambia en el plano en que nos hemos situado es que todos los demás hombres, absolutamente todos sin excepción, somos acreedores a su misma divinidad. De todo ello se deduce que, más que descender del mono, los seres humanos, surgidos de la materia fruta por la fuerza de la naturaleza y la virtualidad del medio, seguimos un camino de ascendencia hacia Dios, idea en la que cabe tanto lo que los más fervorosos creyentes le atribuyen como lo que engloba la inalcanzable trascendencia que de suyo alcanza. En definitiva, el ser humano no desciende del mono en sucesión genética férrea, sino que asciende de él en una marcha indefectible hacia Dios. En otras palabras, su auténtica personalidad, nacida de un proceso imparable de humanización, no le viene de su origen, sino de su destino.

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  De profundis 85 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 01.07.2012).

Puede que cada día, cuando después de desayunar salimos a la calle, llevemos mil problemas en la cabeza y el corazón hecho unos zorros por los problemas que nos plantea el solo hecho de sobrevivir. La vida no es fácil, ciertamente. Pero el solo hecho de seguir vivo, de mantenerse en pie, de caminar, de respirar y de disponer de tiempo para desenmarañar pensamientos y aquietar sentimientos en orden a reajustarlos y enfocarlos al propio servicio y al de quienes se hallan alrededor, debería verter sobre cualquier espíritu atormentado una dosis de optimismo suficiente para hacerlo sentirse eufórico, al margen del decurso de la jornada.  

EL VALOR DE LAS COSAS

Si cuando me levanto por la mañana respiro confiado, me relajo, me visto y me calzo y, después de unos minutos de aseo personal, me tomo un reconfortante desayuno, seguro que no hago nada extraordinario. Pero el inicio normal del nuevo día tiene en sí, por su contenido y proyección, un gran valor. Sin ningún derecho que me haga acreedor a él y puede que hasta sin merecerlo, la vida me regala de nuevo un día cuyas horas se me ofrecen como oportunidades. Es más, aun sin ser consciente de ello, desde el primer instante del nuevo día una legión de seres humanos están haciendo llegar hasta mí el fruto de su industria y de sus esfuerzos. La casa en que habito, la cama en que duermo, el agua caliente con que me ducho y los alimentos que tomo en el desayuno llevan impresa la huella de otras manos. Constructores y albañiles, fabricantes de muebles, obreros textiles, servidores municipales, empleados industriales, panaderos y pasteleros, agricultores y ganaderos, todos se llegan mágicamente hasta mí en esos primeros momentos del día y no me abandonan ni un instante a largo de su curso. Cuando me siento cómodamente a desayunar, aunque no los perciba, en torno mío se colocan cuantos seres humanos me facilitan utensilios y alimentos. Cada cosa que 339    

  utilizo vale ciertamente lo que el mercado fije como su precio, pero su más alta valía radica en su origen y destino, pues, saliendo de las manos de un hombre, sirve a otro, convirtiéndose en última instancia en un vehículo de solidaridad entre seres humanos. El cúmulo de bienes de que incluso un menesteroso goza a lo largo de su vida lleva impreso, como sello de excelente autoría, o bien la gratuidad de una naturaleza sumamente pródiga o bien el ingenio industrioso del hombre. El mayor y mejor tesoro que poseemos, la vida humana, se gesta y desarrolla entre las coordenadas de lo que nos es dado gratuitamente y lo que los seres humanos fabricamos laboriosamente. Un simple contraste entre ambas, aun siendo superficial, nos haría ver que lo recibido gratuitamente de la naturaleza supera con creces cuanto nos procuramos a nosotros mismos con nuestra industria. Y así, por ejemplo, no admiten parangón con ningún bien manufacturado el sol que nos calienta y hace crecer las plantas; la lluvia que nos hidrata y fecunda la tierra; las hermosuras de los infinitos paisajes que recrean nuestros ojos y encienden nuestra imaginación; la complejidad y la asombrosa multifuncionalidad del cuerpo humano que ejecuta con precisión milimétrica, de forma autómata, las asombrosas funciones orgánicas que, sumadas, constituyen la vida y ponen en funcionamiento la mente. Solo el hecho de ver y de pensar sobrepasa inconmensurablemente cualquier mecanismo de producción y cualquier creación humana, aunque se trate de las Meninas de Velázquez o de la Novena Sinfonía de Bethoven, las cuales, por cierto, de nada servirían si no pudiéramos ver y oír. ¿Podría alguna vez el hombre, sirviéndose de todo su ingenio y fuerza, comprar el sol y el agua que le procuran gratuitamente los cielos y que son tan determinantes para su vida? Puede que cada día, cuando después de desayunar salimos a la calle, llevemos mil problemas en la cabeza y el corazón hecho unos zorros por los problemas que nos plantea el solo hecho de sobrevivir. La vida no es fácil, ciertamente. Pero el solo hecho de seguir vivo, de mantenerse en pie, de caminar, de respirar y de disponer de tiempo para desenmarañar pensamientos y aquietar sentimientos en orden a reajustarlos y enfocarlos al propio servicio y al de quienes se hallan alrededor, debería verter sobre cualquier espíritu atormentado una dosis de optimismo suficiente para hacerlo sentirse eufórico, al margen del decurso de la jornada. Incluso con una salud precaria y estando lisiados o limitados para el desarrollo normal de la vida, son tantas y tan grandes las dádivas que en todo momento nos hace la naturaleza que, de ser conscientes de ellas, tendríamos que sentirnos agradecidos. Pero, por lo general, ni somos conscientes de cuanto nos regala a diario la vida, ni damos las gracias por ello. Un día de vida, aunque haya sido un día de contrariedades y de disgustos, lo que en suma solemos llamar un mal día o un día de perros, es de suyo una gran victoria. 340    

  Siempre me han impresionado sobremanera los niños egipcios, jordanos y sirios que he tenido la fortuna de observar viviendo en su propio ambiente. Aunque desarrapados, muchos de ellos incluso descalzos y pedigüeños hasta la exasperación, los he visto siempre sonrientes y, sobre todo, sumamente agradecidos por cualquier bagatela que se les regalara. Muchas veces se apelotonaban en torno nuestro, burlando la vigilancia de la policía local que los perseguía y dispersaba para que no incomodaran a los turistas, cada vez que salíamos del barco en que hacíamos un lujoso crucero por el Nilo. Vivarachos y zalameros, agradecían cualquier golosina que les dábamos y más si se trataba de un buen bocadillo. En Asuán, en el centro de un Nilo allí tan ancho, nadaban como peces, inmunes a aguas tan contaminadas, para acercarse a las falupas y cantarnos canciones, incluidos algunos pasodobles al saber que éramos españoles, chapoteando a su alrededor con el propósito de que les regaláramos algunas libras egipcias, que ellos ponían a buen resguardo entre sus dientes. ¿Cómo negarse a dar pequeños billetes a niños tan habilidosos, alegres y folclóricos? Era una delicia, en aquel ambiente vacacional y festivo, verlos nadar después hacia otras barquitas para prolongar su hazaña o para llevar a tierra sus trofeos. He tenido la fortuna de ver cómo en Oriente Medio muchos niños, carentes de casi todo, se mostraban sonrientes, alegres y sumamente agradecidos por cualquier deferencia hacia ellos. Sin duda, por el pan baila el can, pero ¡qué hermosa lección la que todos esos niños daban a cualquiera que tuviera ojos limpios para ver fluir alegre una vida completamente ajena a la mezquindad que en nuestras almas causa la avidez de riquezas! Experiencia enriquecedora de la sencillez y de la pobreza que contrasta poderosamente con la constatación de que muchos seres humanos insaciables, habituados al lujo excesivo, jamás sonríen a pesar de poseer fortunas y de permitirse costosos caprichos extravagantes, pues son tan pobres que solo tienen dinero. La enquistada pobreza de aquellos niños contrastaba con la hermosura de sus dientes y la comisura de sus labios sonrientes. Desarrapados, pero inmunes a los latigazos de la pobreza y el despojo. En fin, la sabiduría vitalista de unos niños que cuestionaba con contundencia la torva depredación de ricachones siempre insatisfechos. Mientras estos, repito, solo tienen dinero, aquellos se sienten dueños del día, del viento, del sol, de la luz, de la paz, de las flores y del humor. De ahí la gran alegría que les producía sentirse vivos y la tranquilidad que les procuraba ganarse el pan con el sudor de su frente y el esfuerzo de sus brazos y piernas. De ahondar un poco más en tan fecunda filosofía de la vida, nos convenceríamos fácilmente de que, para que una jubilación sea realmente jubilosa, el jubilado necesita haberse ganado la vida honestamente, sin bajos rendimientos u otras triquiñuelas labores y sin fraudes a la hora de pagar sus impuestos. Cada día tiene su afán. El día de mañana, por muy previsible que sea, no está realmente en nuestras manos. De mantenernos despiertos y sensibles, 341    

  nos daremos perfecta cuenta de que el día en curso, sea cual sea su desarrollo, nos regala muchos tesoros. Es hermoso el sol, cuya sola presencia, por difíciles que a uno le vengan dadas, invita al optimismo. Pero también es beneficiosa y bonita la lluvia, por mucho que nos incomode, nos aplane y hasta nos deprima. Incluso la enfermedad realza el valor de la salud, ese extraordinario bien que apenas valoramos cuando la disfrutamos en abundancia, pues, aunque tengamos que preservarla o recuperarla a base de cuidados médicos y tratamientos farmacológicos, no por ello deja de ser un gran regalo gratuito de la naturaleza. El hambre, por su parte, hace que un trozo de pan duro sepa a gloria. De hecho, de no sentirla, jamás sabríamos lo que es tener el apetito sin cuya concurrencia ni siquiera podríamos saborear los más exquisitos manjares. El hombre consciente de que, al levantarse, la vida le regala un día más, ocurra lo que ocurra a lo largo de la nueva jornada, adopta una actitud vitalista capaz de ver o incluso de tornar blanco lo negro. Aunque todo se vuelva en su contra e incluso si lo atenaza el dolor, jamás perderá por ello la perspectiva consoladora de pensar que “mañana será otro día”, actitud positiva que le facilita intervenir en la mejora de cuanto acontece a su alrededor. Valorar debidamente las cosas que se nos dan de forma gratuita, por insignificantes que parezcan a primera vista, segrega un optimismo que agranda las alegrías y aminora las secuelas de los impactos adversos. La valoración de las pequeñas cosas gratuitas que recibimos cada día nos lleva de la mano a valorarnos a nosotros mismos como es debido. Ahora bien, la autoestima es palabra mayor, producto seguramente del agradecimiento. Quien al retirarse a descansar no encuentre algo por lo que dar las gracias sufre seguramente un serio trastorno que lo achica o lo pervierte.    

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  De profundis 86 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 08.07.2012).

El ciudadano de a pie está teniendo la impresión de que la necesidad, impuesta desde fuera, de equilibrar los presupuestos para reducir un déficit prohibido y estrangulador sirve únicamente para esclavizarlo más a base de apretarle el cinturón y exprimirlo a golpe de ocurrencias. Está percibiendo que desde el presidente de la nación, que dice serlo de todos los españoles, hasta el alcaldillo del más minúsculo ayuntamiento, en vez de atenerse a una planificación seria y seguir la estrategia deseable en lo que a los dineros públicos se refiere, proceden a bandazos, a la que salta, buscando tela en la que poder meter la tijera y tontos a los que sacarles un poco más de jugo.

PALOS DE CIEGO

Tengo la impresión de que, ante la apremiante urgencia de reducir el escandaloso déficit que tenemos, signo evidente de que seguimos viviendo por encima de nuestras posibilidades, las distintas administraciones no hacen más que dar palos de ciego. Vivimos en un reino que se ha convertido en teatro de ocurrencias. Mientras unos rebajan sueldos o cambian y gravan los medicamentos, otros quitan pagas extras, reducen o retiran subvenciones, apagan móviles, suben todo tipo de impuestos y subastan a precio de ganga lujosísimos coches oficiales, aparcados en garajes después de enviar a sus choferes al basurero común del paro. Las necesidades artificial e interesadamente creadas, tanto las colectivas como las individuales, nos están llevando al paroxismo. Hasta nos explicamos con naturalidad que muchas familias saquen a sus mayores dependientes de los geriátricos para atenderlos ellos mismos como Dios les dé a entender a fin de disponer, para su propia supervivencia, de las elevadas cuotas que requiere la atención especializada que en ellos se les dispensa. En el fondo, los políticos –permítaseme la vulgaridad por su fuerza expresiva- se la cogen con papel de fumar a la hora de hacer recortes, temerosos, por un lado, de perder privilegios y holguras, y, por otro, de 343    

  espantar los votos que los han encaramado a las hornacinas de veneración en que se han situado y al bienestar clasista de que disfrutan. Parece, pues, que todo les está permitido salvo aflojar sus propios bolsillos e incomodar a sus votantes. Solo a la fuerza, porque acorta sus movimientos y achica sus privilegios, se atreven a reajustar los gastos de una Administración que tanto juego les da. Sin embargo, no es difícil entender que equilibrar los presupuestos a cuenta de los contribuyentes sea como la peste para un político de alcurnia, tan dado a la sonrisita complaciente y a la promesa etérea, y más amante de lisonjas que de cirugías. El ciudadano de a pie está teniendo la impresión de que la necesidad, impuesta desde fuera, de equilibrar los presupuestos para reducir un déficit prohibido y estrangulador sirve únicamente para esclavizarlo más a base de apretarle el cinturón y exprimirlo a golpe de ocurrencias. Está percibiendo que desde el presidente de la nación, que dice serlo de todos los españoles, hasta el alcaldillo del más minúsculo ayuntamiento, en vez de atenerse a una planificación seria y seguir la estrategia deseable en lo que a los dineros públicos se refiere, proceden a bandazos, a la que salta, buscando tela en la que poder meter la tijera y tontos a los que sacarles un poco más de jugo. El sentido común y una elemental planificación económica establecen que, antes de que un gobierno, de cualquier alcance que sea, avance un milímetro en los intrincados andurriales de la deuda, debería conocer a fondo la situación, contemplar todo el espectro que tiene delante y trazar un plan realista y global para no solo reducir el déficit a cero, que es lo que Dios manda, sino también obtener un saldo positivo a fin de comenzar ya a saldar las trampas del pasado. Solo así se podrá racionalizar seriamente la administración de la cosa pública, corregir los desmadres de todo orden que se han cometido en España y pedir esfuerzos y sacrificios a los españoles. El sastre, antes de meter la tijera a la tela, se provee de un buen patrón que le permita cortar donde es debido para confeccionar un traje de categoría. ¿Qué deberían hacer todos los políticos, cada uno en el campo de sus competencias, para proceder con un mínimo de acierto y de justicia tanto en lo referente al espinoso asunto de recortar, de reducir o de reajustar los gastos públicos, como en el delicado tema de aumentar las recaudaciones? De proceder con cabeza, antes de armarse de la tijera del recorte y del látigo del impuesto, los políticos deberían poner todas las cartas sobre la mesa y hacerse con un patrón que les guíe en todo momento, tanto a la hora de cortar como de imponer. Es la única manera de caminar hacia alguna parte. Y así, por ejemplo, si en el ámbito de la responsabilidad de un dirigente político los ingresos suman 100 y se le permite gastar 103 al tolerarle un déficit soportable del 3% para no morir en el intento, sería de locos aprobar un presupuesto de 150, disparate que ha venido ocurriendo en España en 344    

  todos los sectores durante los últimos años. Adviértase de paso que el ejemplo aludido encierra una trampa en sí mismo de aumento de la deuda, salvo que el 3% del déficit permitido se destine íntegramente a una inversión productiva en busca de beneficios con las miras puestas tanto en su propia amortización como en la de la deuda global. Antes de iniciar ninguna maniobra para aumentar los ingresos, el buen administrador no solo debe esforzarse al máximo para reajustar los gastos, sino también para sacarle el mayor rendimiento posible al dinero de que dispone. Imaginemos, siguiendo con el ejemplo anterior, que dicho administrador lograra reducir los gastos previstos inicialmente de 150 a 125. Entonces tendría alguna autoridad moral para dirigirse a los ciudadanos pidiéndoles mayores esfuerzos y sacrificios con las miras puestas en que los ingresos aumenten de 100 a 125 a fin de equilibrar el presupuesto. Claro que un político de raza, de los que realmente sirven al pueblo, en tal tesitura procuraría no gastar ni siquiera los 100 disponibles para no verse obligado, por un lado, a estrujar más a los ciudadanos y, por otro, para disponer de algo de superávit a fin de ir disminuyendo gradualmente la deuda general. Querámoslo o no, algún día tendremos que emprender el camino de la amortización, misión que no podemos confiar solo a que cambien los tiempos para que la economía crezca ella sola de tal manera que, sin reducir drásticamente los gastos y aumentar la presión fiscal, los ingresos superen los gastos para que quede dinero sobrante para ello. No hay nada nuevo bajo el sol, pues eso es exactamente lo que hacen en sus casas los ciudadanos que tienen un poco de cabeza a la hora de administrar sus bienes. Si muchos ciudadanos lo hacen, no hay razón para que los políticos no puedan hacerlo a la hora de administrar los dineros públicos, salvo que sean vulgares ladrones u oportunistas sin conciencia. Si el gobierno de la nación española necesita ahorrar 50 mil millones de euros para atender los requerimientos europeos sobre el déficit y racionalizar la administración del Estado, su primera obligación es reajustar todo lo posible esa misma administración, descargándola por un lado de cuanto no redunde en beneficio de los ciudadanos, como tantos empleos figurativos, y ahormando, por otro, el comportamiento de los políticos y sus adláteres a la austeridad que dicta la moral. Solo si con ese reajuste no se alcanzara la cuantía de ahorro requerida se tendría autoridad moral para exigir sacrificios especiales a los ciudadanos. El reparto de la carga, en ese supuesto, debería hacerse con rigurosos criterios de equidad, procurando que cada uno aporte un plus en consonancia con sus propios haberes. En el supuesto anterior, solo si el gobierno lograra ahorrar 40 mil millones amortizando puestos de trabajo y reajustando los gastos de la Administración tendría autoridad moral para reclamar equitativamente de los ciudadanos los 10 mil millones restantes.

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  No se puede comenzar a construir un edificio por el tejado, ni siquiera por el segundo piso. Sería de locos. Debe comenzarse por los cimientos e ir avanzando poco a poco hasta coronar. Claro que, primero, sería necesario encargar unos planos fiables y, antes aún, contar con un presupuesto global que financie la construcción. En román paladino, todo ello significa que hay que ajustar al céntimo los gastos a las disponibilidades. Y así, si solo dispongo de cien mil euros para edificar una casa, sería de locos comenzar comprándome unos sanitarios que cuesten veinte mil. Una vez ajustada la mano de obra y pagados los gastos que originan los trámites de autorización, uno debe atenerse a los materiales presupuestados, en cuyo caso puede que para los sanitarios no le queden más que mil euros en vez de veinte mil. Y de llevarse bien todo el proceso, incluso sería necesario dejar un porcentaje holgado para los imprevistos que inevitablemente surgirán. Administrar bien un Estado es tan sencillo, por complejo que parezca, sobre todo por la terminología con que se envuelve la cosa para darle importancia ante los ciudadanos, como administrar un hogar o dirigir la construcción de una casa. Un presupuesto equilibrado exige ajustar los gastos a los haberes. De nada sirve un presupuesto que, además de errar en los ingresos previstos, resulte deficitario incluso en el supuesto de haber alcanzado dichos ingresos. La deuda, cuando su única finalidad consiste en incrementar artificialmente unos ingresos, insuficientes de por sí, para sostener un gasto excesivo, por más que sea un procedimiento administrativo recurrente, es una pesado fardo con el que los ciudadanos tendrán que cargar ineludiblemente algún día. La deuda para financiar el gasto corriente, aunque sea un poquito de pan para hoy, desencadenará inevitablemente una gran hambruna el día de mañana. Si hipotecarse para adquirir una vivienda resulta hoy, por mor de la crisis que padecemos, un gesto cuando menos temerario, ¿qué decir si uno se endeuda, además, para comprar un coche, apadrinar una boda o salir de vacaciones? De ahí que toda deuda, la familiar y la pública, es mala siempre que no se contraiga para afrontar, en un momento determinado, una inversión importante que, además de aumentar el patrimonio, produzca lo suficiente para su propia amortización y el plus de beneficio que se persigue con ella. La deuda para gasto corriente son arenas movedizas en las que, cuando más se adentra uno y más peso lleva, más se hunde al tener que hacer frente ineludiblemente no solo a su amortización, sino también a los intereses que lleva parejos. Los españoles, por ejemplo, arrastramos una deuda global de tal magnitud que hipoteca ya, seguro, el trabajo de los nietos de la generación actual. Hoy día, cuando un niño viene a este mundo no es que no traiga un pan debajo del brazo, como solía decirse antes, sino que se lo envuelve en pañales que en realidad son una cédula hipotecaria cuya amortización le costará, también a él, sangre, sudor y lágrimas.

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  El camino es escarpado y el diagnóstico, claro. No vale llamarse a andana y esperar que llueva maná del cielo. Pagaremos caro por los despilfarros que hemos cometido y por los robos de que hemos sido objeto. Esperemos que nuestros políticos dejen pronto de dar palos de ciego para presentar un diagnóstico creíble de la situación y que se pongan a la cabeza de los ciudadanos a la hora de pedir sacrificios e imponer austeridades.

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  De profundis 87 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 15.07.2012).

Sentemos, de principio, que la sexualidad tiene una orientación clara y definida a la procreación, pero que en sí misma es mucho más que procreación. De hecho, tanto en el hombre como en la mujer la capacidad de procreación tiene límites y condicionantes temporales y de desarrollo que no tiene la sexualidad de por sí: somos seres sexuados desde la cuna a la sepultura, pero solo podemos procrear en determinados tiempos y condiciones. Ha sido un error de inconmensurables proporciones, con secuelas de terribles desajustes, que la moral católica aborde la sexualidad casi exclusivamente desde su limitada vertiente de procreación.

EL ABORTO

El aborto es un problema de tal gravedad y magnitud que a nadie le extraña que aparezca con relativa frecuencia en los medios de comunicación por las noticias que no puede menos de generar una temática de tan trascendental importancia para los humanos. Sentemos, de principio, que la sexualidad tiene una orientación clara y definida a la procreación, pero que en sí misma es mucho más que procreación. De hecho, tanto en el hombre como en la mujer la capacidad de procreación tiene límites y condicionantes temporales y de desarrollo que no tiene la sexualidad de por sí: somos seres sexuados desde la cuna a la sepultura, pero solo podemos procrear en determinados tiempos y condiciones. Ha sido un error de inconmensurables proporciones, con secuelas de terribles desajustes, que la moral católica aborde la sexualidad casi exclusivamente desde su limitada vertiente de procreación. Para el propósito de esta reflexión huelga describir el amplio espectro de bondades que la sexualidad produce en el ser humano a lo largo de toda su vida, además de la maravillosa misión de transmitir la vida. Es una salvajada que un hombre renuncie a su masculinidad y una mujer a su femineidad. Ahora bien, por “hombre” y “mujer” entiendo, en ese caso, no lo que determinan los órganos sexuales, sino la orientación sexual de cada individuo, razón por 348    

  la que la salvajada se extiende, tal como también se pretende desde esa misma errada moral, a los homosexuales. El voto de castidad de los consagrados no anula su sexualidad, sino que la sublima en aras del amor. Ciñéndonos al tema del aborto, precisemos de principio que, por mucho que se diga y se insista en ello, no es lo mismo un feto que un niño, pues entre ambos conceptos media una diferencia de considerable importancia: mientras el primero es un ser humano en formación y, por tanto, dependiente del organismo de la madre, el segundo ha adquirido total autonomía en cuanto al hecho de la vida se refiere; el primero vive por la fuerza de la vida de la madre, que no solo lo mantiene vivo, sino también le procura el desarrollo orgánico necesario para convertirse en autónomo después del nacimiento, mientras el segundo ya vive de por sí, por más que para hacerlo siga necesitando exquisitos cuidados y atenciones. Para no perderse y divagar al hablar de un tema tan delicado, debemos tener clara tan sustancial diferencia. Dicho esto, partamos del hecho de que toda interrupción voluntaria del embarazo resulta traumática, sea cual sea el impacto psicológico inmediato que el aborto produzca en la gestante. Aunque solo fuera por esa razón, cuantos menos abortos se produzcan, mucho mejor: mil abortos serían mucho menos lesivos para una comunidad determinada que cien mil, y ninguno, que uno. Por otro lado, como lo que está en juego es un ser humano en gestación, llevar a buen término el proceso dista mucho de ser un acto libre de la gestante ya que, de abortar por capricho, se frustra el logro de una nueva vida humana, razón por la que es comprensible que sxe hable de asesinato. De ahí que el aborto no pueda ser valorado nunca como un derecho. Más bien al contrario, pues, frente a la obligación de la gestante de culminar el proceso vital desencadenado en ella está el derecho del feto a nacer. El principio moral prohíbe hacer con el propio cuerpo, en cuanto soporte de la vida, lo que a uno le venga en gana, pues estamos obligados a tratarlo de tal manera que favorezcamos nuestra propia vida en todo momento y circunstancia. Por eso precisamente resulta inmoral, por ejemplo, mal que les pese a los interesados, fumar, drogarse y comer y beber en demasía. Si todo eso es inmoral, con mucha mayor razón lo es darle caprichosamente al propio cuerpo un trato del que se sigue la interrupción de un proceso vital que culminaría con la procreación de un ser humano autónomo. En otras palabras, el imperativo moral que nos obliga a no dañar nuestro propio cuerpo se extiende también al cuerpo que crece, en nuestro caso, dentro de la gestante. De todo lo dicho se deduce claramente que el aborto, lejos de ser un derecho de la gestante, solo puede ser planteado como ruptura justificada de un proceso de vida en formación. El único problema que debería abordar la sociedad al plantearse el tema del aborto como delito debería circunscribirse a determinar las graves causas por las que podría ser admitido, causas que en todo caso deben justificarse tanto desde un punto social como moral. 349    

  Digamos de paso, por otro lado, que el aborto es una constante en todos los órdenes de la vida de los mamíferos, reino animal en el que el proceso natural de reproducción quiebra con frecuencia por causas consideradas naturales. Sin duda, al margen de cualquier estadística en lo referente al aborto, cada año se producen cientos de miles de abortos naturales entre los seres humanos. Nadie se escandaliza por ello ni llama asesina a la naturaleza por tan grave quiebra. Lo cierto es que nos tomamos los abortos naturales como uno más de los muchos acontecimientos frustrantes a que nos tiene acostumbrados la naturaleza, como una más de las muchas catástrofes naturales que padecemos o, lo que todavía es peor, como una más de las muchas enfermedades inevitables que padecemos. El aborto natural es, en suma, el fatídico gesto de un destino prefijado que imprime en nuestras células su fecha caducidad. La muerte en general es una constante en la vida de cada individuo; convivimos con ella, muriendo un poco cada día, hasta que, exhaustos, nos llegue el momento de la última rendición. Momento fatídico que, de tomar protagonismo durante la gestación, convierte a la naturaleza en abortiva. Pero no por ello ni por cualquier otra muerte que no sea la que se produce por violencia humana llamamos a la naturaleza asesina. A estas alturas, todos deberíamos entender que la naturaleza, en la que se producen quiebras tan serias, abarca en el caso de los humanos no solo su cuerpo, sino también su mente. Ahora bien, en lo tocante al feto pueden quebrar el cuerpo materno y la mente de la madre sin que el resultado de esa quiebra, el aborto, merezca una valoración diferente incluso desde un punto de vista estrictamente moral. En otras palabras, no solo una enfermedad o un accidente pueden terminar con un proceso de gestación en curso, sino también la oposición frontal de la mente de la gestante. En este supuesto, podemos entender muy bien, por ejemplo, que una mujer, cuyo embarazo proviene de una violación, quiera abortar al no estar dispuesta de ningún modo a continuar con una gestación que, además de no ser buscada ni querida, le prolongaría indefinidamente los estigmas de la violación. ¿Podría ella compartir un hijo con su odioso y repugnante violador? Ninguna culpa tiene el engendrado de haber sido concebido de tal manera, pero lo cierto es que su ser es fruto de un terrible “terremoto” (metáfora de la violación) que hace inviable su desarrollo. Por otro lado, se entiende igualmente que si una anomalía orgánica de la gestante la arrastra a la muerte, en una economía de medios y procediendo con un mínimo de sensatez, debe procurarse que el feto, condenado irremisiblemente a la muerte, sea la única víctima. En todo momento debe primar el derecho de la vida de la madre sobre el fatalmente inviable derecho del feto a nacer. En esta misma línea de valoraciones, deberíamos entender y aceptar sin resistencia social y moral que, si una mujer se niega en redondo a llevar a efecto la gestación que se ha desencadenado en su cuerpo por causas 350    

  circunstanciales de imprevisión y no está dispuesta de ningún modo a ceder en adopción el fruto de esa gestación, tenga la posibilidad de optar libremente (?) por el aborto. Ante semejante situación todos deberíamos guardar un silencio respetuoso, sabedores de que el aborto, en tal supuesto, es perfectamente asimilable a una quiebra natural en la que el agente destructor no es el vientre, sino el cerebro de la gestante. Estamos, pues, ante un tipo de aborto claramente asimilable a lo que hemos dado en llamar aborto natural. Sentado el principio de que nada hay tan valioso como la vida humana y que es ella precisamente la que debe dirigir todo el ordenamiento moral de nuestra conducta, el desarrollo de la trasmisión de la vida está sometido a un proceso natural en el que intervienen varios actores con intereses que a veces se entrecruzan o se excluyen. Declarar abiertamente el derecho de toda mujer a abortar cuando y como le dé la gana contradice el principio que fundamenta nuestra misma condición de seres humanos, sometidos como estamos no a la ley del más fuerte, sino a la ley moral. Sin negar de ninguna manera que en el mismo momento de la concepción, la unión del óvulo femenino y el espermatozoide masculino inicia un proceso que condensa todos los elementos esenciales que constituirán en un futuro una persona con todos sus derechos, el principal de los cuales es la vida, debemos admitir que entre el inicio y el final del proceso de gestación media la esencial intervención de terceros que pueden verse afectados seriamente por dicho proceso. Es una exageración evidente identificar, a todos los efectos, el feto con un niño, pues el feto llegará a ser un niño solo si recibe el aporte indispensable de la madre durante todo su proceso de formación. A todo lo más, podría hablarse de que el feto es un “niño en formación”, concepto este último que implica la intervención de un tercero, la madre, que podría quebrar o claudicar en el proceso. Desde la ciencia y la filosofía no se puede llegar a determinar si un feto tiene todos los derechos inalienables del ser humano desde el momento mismo de su concepción. El tema solo se puede dilucidar desde un consenso social. La religión y la moral tienen que atenerse a los criterios criterios científicos y filosóficos que, en el caso que nos ocupa, no pueden ser concluyentes. Se impone un consenso social sobre los procedimientos, consenso que deberá respetar cuanto se conciba como derechos inalienables de la madre y del feto. En este contexto, que la píldora del día después sea valorada como abortiva parece una exageración con la que jamás estarán de acuerdo muchos ciudadanos. Son también muchos los que se niegan a hacer una equiparación sin más entre un feto y un niño para concluir que todo aborto es un asesinato. Pero tampoco es de recibo que el aborto sea un derecho natural que la mujer podrá ejercer a capricho, pues de suyo interrumpe directamente el desarrollo de una vida humana programada para ser independiente. En este campo, los consensos no podrán construirse más que sobre el sentido común de tolerar el aborto solo 351    

  en los casos en que, una vez agotadas todas las alternativas, entre las que merece una seria reflexión la posible cesión en adopción del nasciturus cuando no se está en condiciones de cargar con él, no haya otra salida. De cualquier manera, no parece razonable obligar a una mujer a inmolarse si la gestación es mortal, ni tampoco a que culmine una maternidad que repudian frontalmente su situación social o su cerebro. En tales situaciones, insisto, los abortos deberían ser valorados como una quiebra más de la naturaleza. No debo terminar esta reflexión sin dirigir complacido una mirada de simpatía y agradecimiento a la mujer gestante, reclamando para ella muchísima más atención de la que la sociedad le presta habitualmente. El proceso de gestación, visto desde la fe cristiana, se inscribe en la línea misma de la creación divina, siempre activa, razón por la que la mujer embarazada debería ser tratada como un instrumento vivo de la mano creadora de Dios. Desde la mera perspectiva humana, la gestante se hace acreedora a atenciones especiales por convertirse en cadena de transmisión de la vida. Por todo ello, cometemos un gran pecado social cuando permitimos que una mujer se vea precisada a abortar por carecer de lo indispensable para llevar adelante su maternidad. A fin de cuentas, la continuidad del ser humano sobre la Tierra es tarea común de todos los seres humanos que la habitan en un momento determinado.

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  De profundis 88 (Artículo enviado al grupo de lectores interesados el domingo, día 22.07.2012).

Desde que nuestro cerebro se desarrolló y adquirimos la capacidad de pensar en abstracto hace un buen número de milenios, no hemos podido menos de cavilar sobre nuestro origen y destino y, más en concreto, sobre las razones por las que estamos aquí. Las archisabidas cuestiones de dónde venimos, a dónde vamos y por qué existimos de la forma en que lo hacemos se nos plantean a todos en las más diversas circunstancias, si no con frecuencia, sí al menos alguna vez a lo largo de la vida.

LA CLAVE

El lector me excusará de someterlo hoy a una reflexión aparentemente abstrusa. Pero, de atreverse con ella y de renunciar al divertimento de una lectura fácil, seguro que le dará buen juego y le sacará abundante jugo. Desde que nuestro cerebro se desarrolló y adquirimos la capacidad de pensar en abstracto hace un buen número de milenios, no hemos podido menos de cavilar sobre nuestro origen y destino y, más en concreto, sobre las razones por las que estamos aquí. Las archisabidas cuestiones de dónde venimos, a dónde vamos y por qué existimos de la forma en que lo hacemos se nos plantean a todos en las más diversas circunstancias, si no con frecuencia, sí al menos alguna vez a lo largo de la vida. A pesar de lo mucho que la humanidad ha llegado a saber sobre qué es y cómo funciona el universo y sobre la materia-energía de que está compuesto, no puede decirse que sea mucho lo que sabemos sobre nosotros mismos. Sin embargo, todo lo que lenta y laboriosamente hemos ido descubriendo sobre el mundo y las leyes que rigen su desenvolvimiento, además de mejorar nuestra propia vida, nos sirve para calmar y colmar nuestra curiosidad natural. Aunque muchos de los avances científicos se produzcan por la necesidad imperiosa de arrebatar sus bienes a otros seres humanos o para defenderse 353    

  de sus ataques, lo cierto es que todo avance o descubrimiento sirve al propósito de situarse mejor en el mundo y de someter su funcionamiento a nuestra voluntad. Vamos adquiriendo así un poder que carga sobre nuestras espaldas la enorme responsabilidad de conservar cuanto manipulamos. La conciencia de esta responsabilidad enciende hoy las alarmas y hace proliferar asociaciones que luchan por la conservación del medioambiente. El nervio de esta reflexión nos lleva directamente al hombre como clave de la conducta humana, además de ser su objetivo y destino. Incluso cuando hemos sido capaces de vencer la gravedad de la Tierra para explorar otros planetas y sistemas, el hombre ha estado en el punto de mira de tan deslumbrantes y arriesgadas hazañas. Con sus espectaculares exploraciones siderales, el hombre trata no solo de mejorar sus conocimientos, sino también de abrirse camino hacia otros mundos con la expectativa de encontrar o crear un hábitat en caso de que la Tierra se vuelva algún día inhóspita por agotamiento de recursos, por algún cataclismo o por imperativo de su propia evolución, día que, antes o después, llegará inexorablemente. Pero en torno al hombre giran, además de todas las investigaciones y los logros científicos, la moral y la religión, dimensiones estas las más valiosas y determinantes de la conducta humana. En lo concerniente a la moral, ningún principio regulador de la conducta humana debe ser ajeno a la defensa de la vida del hombre. El principio regulador de que se nutre la moral apunta a favorecer la vida humana en todas sus dimensiones: por un lado, prohíbe dañar o poner en peligro la vida, la propia y la ajena, y, por otro, ordena favorecerlas en todo lo posible. Desde esta perspectiva, resultan nocivas y por tanto reprobables las continuas agresiones que nos hacemos a nosotros mismos, consumiendo sustancias peligrosas o acometiendo deportes de gran riesgo, y a nuestros semejantes, deteriorando e incluso envenenando el medioambiente. En lo referente a la religión, solo un iluso podría mantener hoy que esta gira en torno a Dios o que Dios se ha dignado incluso visitar a los hombres para dictarles sus leyes y mostrarles un camino de salvación. Cuantos ídolos o dioses pululan en el firmamento cultural humano son hechura especulativa e interesada de los hombres. Por lo general, cada uno de ellos responde a necesidades muy precisas o a la ansiedad general de perdurabilidad en el tiempo en situación de absoluta placidez. La palabra “dios” ha sido posiblemente la más manipulada del diccionario a conveniencia de individuos sin escrúpulos o de grupos depredadores. El recurso a poner en boca de Dios lo que uno mismo quiere comunicar y a colocar las debilidades humanas al abrigo de su brazo omnipotente es muy eficaz para arrancar servidumbres de quienes siempre están predispuestos a resolver, aunque sea en otro supuesto mundo o en otra deseada dimensión, sus precariedades presentes y sus miedos. 354    

  Ello no obstante, a lo largo de la historia han ido surgiendo líderes religiosos que se han presentado como mensajeros del Altísimo. ¿Iluminados y farsantes? Seguro que lo han sido la mayoría, pero sería injusto meter a todos los profetas en un solo saco. Afortunadamente, nunca han faltado legítimos “maestros”, líderes capaces de abrir y desbrozar caminos de desarrollo, de bondad y de esperanza. A los mensajeros farsantes los delatan frutos de fanatismo o manifiestos intereses depredadores, mientras a los auténticos los aureolan su bondad y su heroísmo. Sean cuales sean los contenidos reales de la personalidad histórica de Jesús, lo cierto es que sus seguidores lo han convertido realmente en signo de contradicción: mientras unos se han servido de él para doblegar, zaherir e incluso sacrificar a quienes les escuchaban, otros se han sacrificado hasta el martirio por su causa, entregándose por completo a sus semejantes. Signo de contradicción cuyo fiel es la causa del hombre. Surgidos de la materia por fuerzas o carambolas químicas que escapan por completo a nuestro propio control, los seres humanos nos enfrentamos a un mundo que nos sobrepasa. Cierto que hemos avanzado mucho en el conocimiento de la materia y de sus leyes, e incluso en el que se refiere a nosotros mismos en cuanto seres pensantes que obran con autonomía. Pero nos asombra la certeza mil veces contrastada de que, cuanto más descubrimos y caminamos, más nos queda por averiguar y recorrer. En el supuesto de alcanzar algún día un saber superior al actual, tan asombroso de por sí sobre todo en el campo de las ciencias, nuestro obrar jamás podrá dejar de ser muy limitado. Por mucho que nos esforcemos, siempre seremos o producto de una naturaleza caótica, como defienden muchos, o de una inteligencia superior, como defienden otros tantos, pero nunca productores de ellas. Estando así las cosas, a la hora de echar mano de un principio rector de la conducta humana, que es lo que aquí nos ocupa, por mucho que indaguemos y avancemos en nuestros conocimientos del mundo y de la naturaleza humana, nunca encontraremos mejor referencia reguladora de la conducta humana que nuestra propia vida. Por ello, somos nosotros mismos la clave más razonable, eficiente y conveniente para encauzar nuestro proceder. Debemos orientar cuantos avances consigamos en el ámbito del conocimiento y cuanto agrandemos nuestra capacidad de intervención en los fenómenos naturales a favorecer nuestra propia existencia y a hacer más llevadera nuestra vida. Todo lo que proponen los teóricos del conocimiento y, sobre todo, los predicadores religiososl, a menos que unos y otros quieran envenenar la sociedad, debe orientarse al irrenunciable propósito de la causa del hombre. En este sentido, el cristianismo ha dado completamente en el clavo al presentarnos una divinidad cuyo proceder salvífico se centra en el hombre hasta el atrevimiento de proclamar que el Dios desconocido e inalcanzable se encarna en un ser humano.

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  El hombre es, pues, la clave de todo comportamiento humano. Debemos favorecer toda iniciativa que facilite nuestra propia existencia y rechazar contundentemente cuanto la obstaculiza. Este principio irrenunciable de la moral condiciona el juicio sobre cualquier acontecimiento de nuestra propia historia. La supervivencia del hombre depende de su propia humanización. Lo humano pierde aquí su condición adjetival descriptiva para adquirir una dimensión sustancial de clave irremplazable de la conducta. De atenernos a tan esclarecedor y determinante principio regulador de la conducta, deberíamos erradicar cuantos comportamientos valora como locuras un mínimo sentido común. El lector me dispensará de relatar aquí, por ser muy evidentes, el largo listado de locuras que solemos cometer. Termino esta elucubración con una impactante conclusión: un hombre cualquiera, incluso el más depravado y deteriorado, es más importante que la bandera, la patria, la democracia, el evangelio cristiano y hasta Dios mismo, pues todas estas son realidades instrumentales al servicio del hombre. Sin el hombre, la patria y Dios, por ejemplo, perderían su referencia y su razón de ser. ¿Qué sería de Dios si no existiera el hombre? Si al entregarnos con pasión a una causa sagrada nuestras acciones dañan a un solo hombre, cometemos un serio despropósito. A la luz de tan esclarecedor enunciado, el lector descubrirá por sí mismo los zarzales en que nos metemos habitualmente por la cantidad de cosas que hacemos contra nosotros mismos y contra nuestros semejantes. La humanización es, paradójicamente, el único camino para alcanzar la divinidad incontaminada y refulgente con que sueña y en la que se diluye finalmente todo ser humano.

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  EPÍLOGO

El mundo cultural occidental, en el que he crecido y cuyos postulados llevo a cuestas, por muy emancipado que parezca por el laicismo imperante en todos los ámbitos sociales, tiene sus estructuras enraizadas en el cristianismo de tal manera que sus oscilaciones y crisis van parejas con el menosprecio de los valores irrenunciables de la fe cristiana. De ahí la importancia de que tales valores recobren su razón de ser y el esplendor a que son acreedores en el desarrollo de la sociedad al fomentar la humanización de muchos de los comportamientos. Si se despoja de adherencias que lo deforman y de turbios intereses que lo cuestionan, el cristianismo se orienta claramente a la humanización del hombre. Pero la confusión sobre el sentido y el contenido de los valores cristianos es determinante para su fuerza motriz de luz que ilumina y de levadura que transforma. Estoy profundamente convencido de que una de las mayores equivocaciones del cristianismo proviene de haber convertido al mensajero en mensaje. Ya me he referido a este tema profusamente a lo largo del prólogo y de los artículos, pero me parece importante subrayarlo aquí, a la hora de cerrar este ensayo. Tengo la impresión de que el cristianismo en que he sido educado pivota por completo en torno a la personalidad de Jesucristo, cuando debería hacerlo en torno al mensaje atribuido a Jesús. La trascendencia de la realidad que llamamos Jesucristo no debería derivarse de la persona física de Jesús, que es la base del constructo teológico conocido por Jesucristo, sino del mensaje de fraternidad universal de un humilde judío. Que el cristianismo pivota en torno al personaje Jesucristo, que es toda una amalgama del Jesús histórico y de la fe de sus primeros seguidores, es harto evidente. Pero el cristianismo, aunque sea tenido por su “cuerpo místico”, es mucho más que Jesucristo. Dejemos constancia solo de algunos hitos que demuestran tal anclaje: el dogma se estructura en torno a su identidad de Dios y hombre verdadero, unigénito de Dios Padre, aglutinante de dos naturalezas, una divina y otra humana, muerto sacrificialmente para dar muerte en su muerte al pecado, lo que le lleva a la victoria definitiva en su cometido de salvación al trocar la muerte en resurrección, acontecimientos quiciales que fundamentan el desarrollo literario bíblico y dan sentido a la palabra de Dios; su instrumento de suplicio, la cruz, se convierte por ello en el estandarte que preside, encauza y nutre el comportamiento religioso cristiano; la celebración comunitaria de la eucaristía, congregación litúrgica de los creyentes, se celebra en torno a quien se supone “físicamente” (realmente) presente en las especies eucarísticas hasta el punto de inspirar una piedad cristiana que se alimenta de sentimientos de compasión por su horroroso padecimiento en la cruz y de acompañamiento en la soledad de los templos, vivencias que atribuyen a dichas especies una virtualidad o una dimensión que realmente no tiene nada que ver con su materialidad de alimento y bebida, pues no parece que en la condición del pan y del vino requiera adoración o mueva a compasión. Por tanto, el cristianismo se ha venido identificando totalmente con la personalidad y la trayectoria de su incuestionable 357    

  fundador, Jesucristo, personaje que es un auténtico constructo de la arcana genética trinitaria y de la fe de sus seguidores en los primeros siglos. Sin embargo, a mi modesta forma de enfocar el tema, el cristianismo no debería identificarse con Jesucristo, sino con el mensaje del judío Jesús, vivido y testimoniado por la comunidad de los creyentes. Creo que, de hacerse así, el cristianismo saldría ganando en cuanto a su propia implantación en la sociedad y, sobre todo, en lozanía y frescura a la hora de seducir y convencer a las masas, al mismo tiempo que incluso la figura de su fundador saldría reforzada. La acción cristiana debería circunscribirse a poner de relieve un mensaje, el del judío Jesús, capaz de llegar a lo más profundo de la psique humana. Se trata de un mensaje dirigido a los judíos, pero fácilmente extrapolable a todos los seres humanos, sea cual sea su situación y su cultura: el amor fraternal de todos los hombres por haber sido creados por un Dios benevolente, padre solícito, quien, al darnos el ser, nos hace partícipes de su propio devenir, de su eternidad y hasta de su misma condición. A pesar de las inevitables limitaciones con que se concreta el mensaje cristiano de amor fraternal a la altura del siglo primero de nuestra era, al haber nacido en un ambiente de fuerte carga apocalíptica, que urgía la reforma radical de las conductas a causa de la inminencia del gran juicio divino, lo cierto es que termina por abrirse paso, más allá de las condiciones culturales y temporales en que se gesta e incluso a pesar de ellas, para iluminar la conciencia humana de todos los tiempos. Hoy, cuando ya nos adentramos en el siglo XXI, las circunstancias culturales seguramente no son mejores que las del inicio de la andadura cristiana, pues todavía no hemos sido capaces de sacudirnos de encima el inaudito dualismo que también lastró el nacimiento del cristianismo, ya que seguimos considerándonos juguete de los imperios del bien y del mal, maniqueísmo que desnaturaliza dicho mensaje y nos pone en el brete de una esquizofrenia mental permanente. Ahora bien, frente a la barbarie de un dualismo que solo perdura en la cultura por intereses soterrados de minorías dominantes, no será el constructo dogmático que hemos dado en llamar Jesucristo ni la muerte sacrificial del judío Jesús ni tampoco su supuesta o confesada resurrección lo que finalmente nos salvará de nosotros mismos y de nuestras locuras, sino el mensaje de amor fraternal que su predicación nos trasmite. Todos somos hijos de un único Dios quien, al crearnos (la idea de creación va mucho más allá del Big-Bang y de cualquier otra explicación científica epidérmica), pronuncia sobre cada uno su sentencia definitiva, la de hacernos partícipes de su propio ser. Se trata de una verdad tan explosiva y determinante que incluso la ciencia puede explicar basándose en las características genéticas de todos los individuos de la raza humana. De esta visión del ser humano nace un optimismo radical, capaz al mismo tiempo de asimilar las contrariedades y sufrimientos de la vida y de catapultarnos mucho más allá de las contingencias del tiempo. La gran verdad cristiana es que existo únicamente porque Dios me ama de tal manera que, por ser su amor inmutable y eterno, no puede dejar de amarme a menos que deje de ser Dios. Si fuéramos capaces de rescatar el auténtico “mensaje” cristiano, nos ahorraríamos todas las elucubraciones sobre la supuesta personalidad de Jesucristo, sobre cómo fue 358    

  realmente el Jesús histórico y qué sentido tuvo su propia vida, para centrarnos en lo que realmente importa, en la salvación que nos viene del amor fraterno. En otras palabras: no nos quebraríamos la cabeza con conceptos tan abstrusos como aquellos en que hemos encorsetado los dogmas cristianos, sino que nos dedicaríamos de lleno a resolver los problemas humanos, perspectiva que nos ennoblece y recrea nuestra condición. Nos resultaría entonces fácilmente comprensible que es más conveniente servir y dar que ser servido y recibir, porque no es en el mandar ni en la riqueza donde se gesta la plenitud de nuestro ser, sino en el servir y en la correcta utilización de los bienes propios. Soy consciente de moverme en terrenos del más puro evangelio cristiano, terrenos de caridad, de bienaventuranzas, de misericordia. Si alguno pensara que lo único que consigo es achicar a Jesucristo al hacer hincapié en su misión y no en su misteriosa persona, como si pretendiera despojarlo de su rango divino, debería esforzarse por descubrir que, más bien, subrayando su misión, la predicación de la fraternidad universal, lo que hago en definitiva es poner de relieve su gran obra, la del restablecimiento, a nivel de la conducta, de la íntima relación entre Dios y sus criaturas, relación que se da de por sí a nivel del ser. De este modo, el valor y la trascendencia de Jesucristo no radican en que él sea Dio, sino en que su mensaje nos deifica. De haber seguido esta línea, que tanto apuesta en favor del hombre, la Iglesia Católica jamás habría cometido tan hirientes y numerosos errores a lo largo de su trayectoria, frente a los cuales no parece que su propósito de la enmienda tenga el grado de sinceridad necesario para que su demanda actual de perdón no sea una farsa. Sé de sobra que me muevo en terrenos de pura utopía, pero también sé que el cristianismo auténtico es utópico y, sobre todo, que el más alto grado de la utopía se cifra en el simple hecho de existir, de estar vivo, de pensar, de sentirse libre y, particularmente, de comportarse como tal. Todos los artículos que preceden, con sus atrevidos enunciados y con sus insólitas especulaciones, se mueven en la esfera de los principios morales de la conducta humana. Para interpelar con fuerza a los predicadores, a los gobernantes y a cuantos tienen cometidos de encauzamiento y dirección de la sociedad es preciso tener muy claros esos principios. A fuerza de moverse a ras de suelo por mezquinos egoísmos o por intereses gremiales, la sociedad se transmuta lamentablemente de ave voladora de los cielos en serpiente que repta por los terrenos de un paraíso perdido. Es la sensación que tengo cada vez que me siento frente al teclado del ordenador. Consciente de que la sociedad en que vivo se empecina en arrastrarse, me he esforzado en pincharla con las miras puestas en que se yerga y remonte el vuelo. Ilusorio intento, pues es difícil que en la dura mollera de muchos anide un mínimo de sentido común que les ayude a discernir lo que humaniza de lo que degrada. Estoy seguro de que podríamos ser más felices de lo que somos con mucho menos de lo que tenemos si lográramos entender el sentido de nuestro existir y descubriéramos que la vida es camino al paraíso.

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