What Jerusalem stands for : Judaísmo y filosofía política en Leo Strauss. (José Luis Galimidi)

1 “What Jerusalem stands for”: Judaísmo y filosofía política en Leo Strauss. (José Luis Galimidi) En diciembre de 1961, el profesor Leo Strauss pronu

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“What Jerusalem stands for”: Judaísmo y filosofía política en Leo Strauss. (José Luis Galimidi) En diciembre de 1961, el profesor Leo Strauss pronuncia unas palabras en el funeral de un joven estudiante de posgrado de la Universidad de Chicago, fallecido a los 32 años de edad. En la ocasión, Strauss renuncia explícitamente a intentar alguna forma de consuelo pero, en cambio, desarrolla, con la sobriedad que exige el caso, un apretado argumento de lo que él cree que ha permitido al joven Jason Aronson morir una muerte noble. La muerte, dice Strauss, es una experiencia aterradora, y amenaza con su poder corrosivo la posibilidad de vivir una vida humana. Frente a este peligro existen dos experiencias alternativas, que confieren “fortaleza y profundidad” a quien puede entregarse a ellas. Una es la filosofía, un continuo despertar hacia la comprensión de la necesidad ineluctable. La otra es la conciencia plena de la pertenencia al pueblo judío, lo cual significa, a la vez, reconocer que las propias raíces se hunden en el pasado más antiguo, y que se está comprometido con un futuro que está “más allá de todo futuro”. Esta conjunción de experiencias, sin embargo, no debe fundirse en una síntesis ni convertirse en el primado de una sobre la otra, y por eso encomia Strauss que Aronson no haya permitido a su mente que acallara al corazón, ni al corazón que gobernara su mente. El discurso fúnebre de Strauss concluye con una fórmula tradicional, en la que se ruega a Dios que los deudos sean incluidos entre los piadosos que lloran por Sión y por Jerusalén. Teniendo en cuenta el contexto pedagógico institucional, es decir, propiamente político, de la situación, conviene reparar en la manera con la que Strauss expresa su homenaje al difunto: “Su vida fue corta y buena. Nunca nos olvidaremos de él, ni de lo que él representó.” (En inglés: “We shall never forget him and for what he stood.”) Esta última expresión nos remite a otro discurso de Strauss, pronunciado unos siete años antes, en un contexto también académico, aunque con una carga de politicidad más notoria. Se trata de los primeros párrafos de la serie de conferencias dictadas entre diciembre de 1954 y enero de 1955 en la Universidad Hebrea de Jerusalén, que luego serían publicadas bajo la forma del célebre ensayo “What is Political Philosophy?”. Los asuntos de que se ocupa la filosofía política, dice Strauss, son aquellos grandes propósitos que pueden “elevar a todos los hombres más allá de sus pobres sí mismos” (“beyond their poor selves”). Pero la distancia que existe entre lo que

2 intenta la filosofía política y lo que puede aspirar a conseguir efectivamente es insalvable, y esto se hace más patente todavía en la ciudad de Jerusalén. Strauss es consciente de que lo máximo a que puede aspirar el mejor de los filósofos será apenas una tenue imitación de la visión profética. Jerusalén, santificada por esa visión, es el sitio de la tierra en el que se ha tomado con mayor seriedad que en ninguna otra parte el tema de la filosofía política. Allí, el ansia de justicia “ha inundado los corazones más puros y las almas más elevadas”. Aunque obligado a errar por parajes en los que el legado profético se ha desvanecido, en los que se toma a burla la cuestión del reino divino, dice Strauss: “Nunca olvidaré, ni por un momento, qué es lo que representa Jerusalén” (“I shall not for a moment forget what Jerusalem stands for”). La referencia ahora es más explícita y, casi con seguridad, alude al Salmo 137. Este es un poema bíblico muy frecuentado por la tradición judía, que se recita en el ritual del día 9 del mes de Av, fecha que conmemora las diferentes catástrofes padecidas por el pueblo de Israel, entre ellas, con eminencia, las destrucciones del primero y segundo Templo. El Salmo relata que, a orillas de un río de Babilonia, los guardianes querían forzar a los prisioneros hebreos a entonar con alegría cantos de Sión. El salmista exiliado recuerda cómo él y sus compatriotas se negaron a cumplir la orden, colgando sus instrumentos de los árboles, y a continuación, como prueba de lealtad, exige que se le paralice la mano derecha y que la lengua se le pegue al paladar si alguna vez deja de recordar a Jerusalén, y de ponerla por encima de sus mayores alegrías. En su rencor amargo, además, pide a su Señor que tampoco Él olvide a quienes destruyeron a Jerusalén, gritando la consigna de derrumbarla hasta los cimientos Tenemos aquí una profesión de fe por parte del salmista. Él proclama que su destreza y su habla, es decir, las cualidades específicas de su condición humana, sólo son válidas si, aún en medio de las presiones sufridas en un exilio forzado por la enemistad de un pueblo idólatra, logra conservar la conciencia de que no hay para él vida alegre lejos de Jerusalén. Strauss se hace eco del Salmo, y da a entender, a su vez, que no puede haber puro goce en la filosofía que se practica en ese exilio que es el mundo moderno colonizado por la idolatría, el ateísmo y la desesperanza. Declarar que nunca olvidará a Jason Aronson como había dicho que no olvidaría a Jerusalén, poner a un joven piadoso y pensante en un casillero equivalente al de la ciudad santa no es una blasfemia, tampoco una igualmente imperdonable exageración sensiblera. Se trata, en cambio, de una reformulación del planteo platónico clásico, que se ocupaba de la reflexión acerca del problema fundamental de la justicia en el alma y en la ciudad.

3 Siguiendo con el paralelo sugerido por Strauss, podemos reconocer la enemistad que ejerció Babilonia reeditada por la agresión nacionalsocialista en Europa, y, en Asia Menor, por la guerra total que declaró el mundo árabe al reciente Estado de Israel. La frase verbal inglesa “to stand for” tiene, al menos, dos valencias afines pero diferentes, difíciles de condensar en un único verbo del castellano. Significa sostener, defender, y también dar testimonio, representar. En todo caso, propone una situación con tres clases de agentes: (i) el público o eventual adversario, aquellos ante quienes se ejerce la acción de proclamar, sostener o representar; (ii) el que representa, defiende o proclama, y (iii) aquello que es defendido y proclamado. Esta entidad, última para nosotros, es, según el sentido de la expresión, jerárquicamente superior en el orden del ser. Confiere valor y sentido, pero debe ser mediada porque está alejada, y probablemente ausente. Se trata, entonces, de constituir la propia identidad y de dar testimonio de la misma por referencia a tipos humanos y políticos que, a su vez, se constituyen por referencia a algo superior. Ni el más lúcido y leal de los filósofos judíos ni la más luminosa capital de la Biblia pueden ser, cada uno en su escala, aquello mayor de lo cual nada puede ser pensado. La Jerusalén añorada por el salmista y venerada por Strauss no era perfectamente justa y racional. En ella, las almas más elevadas –que, podemos presumir, eran pocas- aspiraban a la piedad y a la justicia y se tomaban en serio el tema de la filosofía política, pero no lo realizaban. Por eso, precisamente, era necesaria la visita visionaria y admonitoria de los profetas. Jerusalén era una ciudad de hombres, y, a su manera, también tenía su propio “problema teológico-político”. Si la Jerusalén de los tiempos bíblicos no fue perfectamente justa, menos todavía puede serlo el Estado de Israel efectivamente existente que cobija a su homónima en 1954. Dos o tres páginas después del párrafo que acabamos de comentar, Strauss establece la diferencia que existe entre la filosofía y el pensamiento político. La primera es un empeño consciente y continuo para reemplazar la mera opinión por un conocimiento verdadero acerca de la naturaleza de las cosas políticas y del orden correcto. El segundo, en cambio, es ciego a la diferencia radical que existe entre el conocimiento y la opinión, y consiste en la defensa de una convicción, o de un mito; expresa la mera adhesión a un orden y a un curso de acción política determinados. El párrafo que continúa a esta distinción no termina de especificar si lo que se entiende por teoría política es o no un subgénero del pensamiento político. En todo caso, establece que tampoco aquélla debe ser confundida con la filosofía, ya que parte del propósito de la teoría política, según Strauss, consiste en presentar desarrollos dogmáticos que,

4 aceptados por mucha gente, puedan apoyar un programa político ambicioso. Y para ilustrar el punto menciona, significativamente, dos libros centrales en el movimiento sionista contemporáneo: Judenstaat, de Herzl, y Autoemancipation, de Pinsker. Sobre éste último, Strauss señala que el lema del autor es una cita célebre, a la cual, sin embargo, se le escatima una frase, lo cual distorsiona su significado más pleno. Pinsker encabeza su libro proclamando: “Si no soy para mí, ¿quién lo será? Y si no es ahora, ¿cuándo?” Pero omite la frase siguiente: “Pero si sólo soy para mí, ¿qué soy?” Esta omisión, señala Strauss, es una premisa central en la teoría política sionista, y la justificación de la misma se encuentra en los capítulos 3 y 16 del Tratado teológicopolítico, del filósofo Spinoza. El conocido argumento de Pinsker era que la llamada cuestión judía, el maltrato y la segregación recurrentemente soportados en la diáspora durante casi dos milenios, no podría solucionarse por vía de la asimilación individual de cada judío a las sociedades gentiles que los hospedaban. Los Estados, a lo sumo, estarían dispuestos a conceder derechos especiales a los judíos en tanto judíos, lo cual, además de humillante, configuraba una posición sumamente endeble. Dado que los Estados nacionales amainan su prepotencia si tratan con otros Estados, pero nunca con meros grupos culturales o religiosos, y, menos aún, con personas particulares, y dado también que la dignidad exige perseverar en la propia identidad, la respuesta política ineludible para el problema judío, concluía Pinsker, era la creación de un Estado judío. Por otra parte, tampoco era sensato esperar la realización mesiánica de una comunidad supranacional humanitaria y armónica, en la cual se hubiese extirpado la enemistad en general y el naturalizado odio al judío en particular. De ahí, entonces, la significación del epígrafe en Autoemancipation: nadie nos ayudará si no luchamos política, económica, diplomática y militarmente por nuestra existencia. Esta empresa debe emprenderse cuanto antes, ya que “tarde” –como bien estuvo a punto de demostrar la historia subsiguiente- puede llegar a significar “ya nunca”. Ahora bien. Una teoría política, como la del sionismo de fines de siglo 19, tiene características que son propias de su naturaleza. Si bien se ocupa de asuntos serios, y, a menudo, horrendos, afines a los que ocupan a la filosofía política, también debe considerar factores específicos de la acción urgente; en particular, debe procurar, por vía del discurso, una enorme capacidad de persuasión y de movilización. Strauss, que es quien está estableciendo estas diferencias, sabe que no cabe acusar a la teoría por no ser filosofía. ¿Qué es lo que reclama, entonces? ¿Por qué esta crítica, en suelo de Israel y en

5 un discurso académico, a uno de los teóricos de la creación del Estado sionista? Anticipando una de las líneas de mi lectura, diría, por ahora, que el filósofo Strauss, criticando al teórico Pisker ilustra, de facto, la cualidad perenne del problema teológico político: la lealtad a la patria (y acá es, obviamente, problemático decir que Israel es la patria de un emigrado alemán que vive en Estados Unidos) no debe suprimir el examen honesto de las opiniones más acendradas. A su manera, Strauss en Jerusalén es como Sócrates en Atenas. El planteo sionista presenta, entonces, una serie de inconsistencias. Una de ellas se debe, como vimos, al hecho de que se asienta sobre una omisión deliberada, señalada apenas por Strauss, sin mayor desarrollo, en “What is Polítical Philosophy?”. El lema de Pinsker está tomado de un aforismo celebérrimo, atribuido al sabio Hilel, que consta en el parágrafo 15 de la sección primera de Pirquei Abot (“Sabiduría de nuestros padres”), texto talmúdico de suma relevancia en la tradición rabínica. El parágrafo 12 de Abot se atribuye a otro Padre, Avtalyon, y advierte a los sabios que deben ser cuidadosos con lo que dicen y enseñan, ya que su irresponsabilidad puede exponerlos al castigo del exilio en un lugar de aguas malsanas, aguas que podrían beber sus discípulos, con peligro de muerte o, lo que es peor, de profanación del nombre divino. Notemos que el contexto inmediato de la fuente recuperada por Strauss dialoga con el significado del texto bíblico que fundaba su declaración de principios: en Avtalyon, igual que en el Salmo 137, también se habla de exilio, malas aguas, profanación y muerte, pero la causa de estos males ya no es la enemistad externa, sino la soberbia de la élite propia. Hilel, según la tradición, fue un estudioso que fundó, unas décadas antes de la destrucción del segundo Templo una escuela que llevaba su nombre. En el parágrafo 13, continuando de manera directa con el sentido de la enseñanza de Avtalyon, recomienda a los suyos que tomen como maestro a Aarón, el hermano de Moisés, y que amen y procuren la paz con todos los hombres, atrayéndolos hacia la Torá. Los parágrafos siguientes dicen: 14. [...] Un nombre engrandecido es un nombre destruido; el que no aumenta, disminuye; el que no aprende, merece la muerte; y el que se ciñe la corona, perece. 15. [...] Si no soy para mí, ¿quién? Pero si sólo soy para mí, ¿qué soy? Y si no ahora, ¿cuándo?

Lo que omite el lema de Pinsker es un contenido central en la sabiduría más antigua y más venerable, la de los padres de Israel. La Mishná considera tan

6 aniquilatoria la enemistad externa como la autonegación implicada por el exilio espiritual voluntario. Y esto sucede cuando los que más saben –es decir, los que más deben- pecan por soberbia, empobreciendo el legado con la falta de estudio, o con enseñanzas inapropiadas, y poniéndose a sí mismos por encima de todo. El argumento que relaciona los puntos ciegos del sionismo político con las consecuencias nefastas de la filosofía de Spinoza está delineado en una conferencia del año 1962, “Why we remain Jews?, y desarrollado con más amplitud en el muy transitado Prefacio a la edición en inglés de La crítica de la religión de Spinoza, de 1965. La crítica straussiana del núcleo conceptual del sionismo político señala que el precio que éste ofrece pagar para que el pueblo judío pueda perseverar en su existencia es la renuncia al fundamento de lo judío mismo. La omisión de la frase central del central aforismo de Hilel es un intento por poner a Israel al mismo nivel de los demás Estados nacionales. Pero adoptar con exclusividad la lógica del “power politics” equivale a olvidar que Israel sólo justifica su existencia como curadora de la Torá, como “nación dedicada a algo más alto que sí misma, a lo que es infinitamente alto”. Se puede anotar aquí, un poco al margen, que el “olvido” de la tradición por parte de Pinsker, es un error análogo al del académico de la ciencia política libre de valores, quien, por extremar su autonomía racional, socava la propia integridad y se priva a sí mismo de la posibilidad de argumentar a favor del carácter elevado de su actividad. Depositar la esperanza de solución definitiva en la asimilación a los Estados de los pueblos gentiles es un error conceptual, y resulta de importar las carencias de fundamentación propias del liberalismo moderno. Tomando lo que dice y lo que deja implícito Strauss, la reconstrucción del argumento, creo, podría ser la siguiente: si en Occidente, el judío vive en una sociedad liberal, pero mayoritariamente cristiana, debe estar dispuesto a soportar una muy probable, y, a veces, severa, discriminación. Esto es así porque, de un lado, el corazón del liberalismo político consiste en cancelar la intervención legal, positiva, del Estado, en cuestiones de relación que son propias de la vida privada, y porque, del otro, el corazón del cristianismo, aún del más humanista, conlleva la creencia de que el judaísmo consecuente persevera en una ceguera de dimensiones cósmicas. Si, por otra parte, la sociedad es liberal, pero la discriminación fuera casi nula, eso significaría que allí se ha resuelto la tensión propia de lo más elevado de Occidente, que consiste en vivir con honestidad y moderación la contradicción que existe entre la fe en la revelación y la filosofía; se trataría de una sociedad atea, completamente tecnologizada y economizada, pronta a derivar hacia

7 formas perversas de idolatría y vulgaridad. Si, en cambio, la comunidad judía demanda la protección especial de la fuerza política, entonces promueve la desliberalización, la ingerencia legal de la fuerza estatal en cuestiones propias de la esfera privada. Las experiencias históricas de los antijudaísmos cruzados, inquisitoriales, nazi y soviético deberían desalentar, obviamente, este tipo de demandas. El Estado de Israel, por razones análogas, tampoco debería albergar una sociedad mayoritariamente atea, ni evitar, en caso contrario, la discriminación social de signo opuesto. Y menos aún debe constituirse como teocracia, ya que eso, además de confundir crítica filosófica de la modernidad con anacronía política, implicaría la blasfemia de equiparar a una asociación estatal de factura humana con la realización de la promesa divina de redención y armonización universal. La base filosófica de los puntos ciegos del sionismo político se encuentran, según nuestro autor, en el Tratado teológico-político de Spinoza. Strauss reclama que Spinoza no vea en los contenidos rescatables de la Biblia hebrea nada diferente de lo que puede aportar la razón autónoma, y, que, además, proponga que los judíos abandonen los principios “feminizantes” de su religión si quieren recuperar el Estado perdido, lo cual significaría renunciar a la confianza en Dios, confiando en el solo poder de las armas propias. Un camino alternativo es, según el Spinoza de Strauss, la autodesjudaización, el ataque contra la ortodoxia para preservar la libertad de conciencia en una sociedad liberal. Pero la implementación –de inspiración maquiaveliana- de los medios que realicen este propósito también es problemática. Por un lado, lee Strauss, la filosofía de Spinoza es una especie de neoplatonismo que pone lo creado, lo particular, como una emanación de la unidad originaria pero abstracta; la existencia material de los particulares es un progreso que perfecciona el momento ideal originario, lo cual merece la conocida denuncia del rebajamiento moderno del standard de virtud, que ya no es el deber clásico, ni la obediencia piadosa, sino el apego a la supervivencia animal, estilizado como derecho natural. Es decir, ya no se reconoce un fin superior para el hombre dispuesto por la naturaleza o por Dios. Por otro lado, al idealizar la gestión magisterial de Jesús, menospreciando la de Moisés, Spinoza se involucra en una discusión en la cual, como mero filósofo, no puede tener jurisdicción competente. Rebaja la dignidad del judaísmo, y no repara en que Jesús no dejó de ser, él también, legislador intolerante con la filosofía, intolerancia que, además, propició, por intermedio de Pablo, la estatalización del cristianismo. Abrazando un cristianismo sin dogmas ni sacramentos, Spinoza, dice Strauss en 1965, es un judío maquiaveliano,

8 “asombrosamente inescrupuloso”, que intenta fundar la verdadera Iglesia Universal, apoyada en la razón. Crítica de Strauss, entonces, al programa teórico sionista. Pero, también, plena reivindicación de la empresa que llevó a la fundación y conservación del Estado de Israel. Prueba de suprema nobleza y heroísmo, la creación de un Estado propio, dirá Strauss, es el acontecimiento histórico judío más relevante desde que se completó la compilación del Talmud. ¿Cómo entender la intensa valorización de los contenidos principales del judaísmo tradicional que sostiene Strauss? No, desde luego, como parte de una mera biografía personal, psicosociológica, que debería ser impugnada por historicista. Tampoco puede el judaísmo, obviamente, ser central en su filosofía política, porque ésta, por definición, aspira a conocer la verdad sin ayudas extrarracionales. Sin embargo, vimos que Strauss pone su judaísmo como divisa en una situación académica, importante en sí misma, que originó, además, un texto que llamaríamos programático. Sabemos, por lo que Strauss escribió, por ejemplo, en la conclusión de “Progress or Return?”, que la fe en general es una experiencia indispensable para decidirse por la indagación metafísica como forma de vida. Sabemos, además, por “On the interpretation of Genesis” (1957), y por “Why ...”, que la Biblia, el milagro de una revelación que es, a su vez, la narración de un serie de milagros, aporta, para Strauss, la certeza de ciertos contenidos fundantes e inhallables en la filosofía pagana, como la prohibición de idolatrar a cualquier entidad natural, o humana, ni siquiera a la naturaleza misma, o como la virtud suprema de la obediencia incondicionada, ilustrada con eminencia por la disposición de Abraham a sacrificar a su hijo Isaac, “único aspecto del plan divino que lo involucraba de manera inmediata”. Sabemos, todavía, por Philosophy and Law, y otros textos afines, que es posible interpretar que la Torá misma, que prohíbe, en apariencia, leer libros de idólatras referidos a la idolatría, ordene para quien la lee con cuidado, estudiar también otras fuentes en busca del sentido pleno de la Ley. Sabemos, en suma, que el creyente reflexivo debe hacer filosofía para rendir cuentas ante la revelación. Mi respuesta de lectura provisoria, especulativa, construida a partir de indicios, etc., es que lo judío en particular, y no solamente la vocación de trascendencia en general, es un elemento central en la ciudad a la que es leal Leo Strauss. Dado que, como expresa al comienzo de “What is Political Philosophy?”, el tema de la filosofía política coincide con la meta última de la acción política, creo que la divisa de Strauss no olvidar lo que representa Jerusalén- significa que el judaísmo, para nuestro filósofo,

9 es, de alguna forma, una condición indispensable, tanto para una buena filosofía política cuanto para una buena política, tanto dentro cuanto fuera del mundo espiritual judío y de su producto más visible, el Estado moderno de Israel. Esto es ostensiblemente así, ya vimos, en su crítica de inspiración talmúdica al movimiento de autonegación promovido por Spinoza. Pero también sucede en el afán straussiano por impedir la exportación de este aplanamiento, de esta reducción de la dualidad radical al panteísmo, hacia el corazón espiritual de Occidente. En “Why we remain Jews?” Strauss plantea un juego de afirmaciones que se puede presentar como si fuera un algoritmo. Cito: A. “No hay solución para el problema judío. La expectativa de una tal solución se debe a la premisa de que todo problema puede ser resuelto.” (“There is no solution to the Jewish problem. The expectation of such a solution is due to the premise that every problem can be solved”) B. “El pueblo judío y su sino (fate) son testimonio viviente de la ausencia de la redención. Esta, podría decirse, es la significación del pueblo elegido; los judíos han sido elegidos para demostrar la ausencia de la redención.” (“The Jewish people and their fate are the living witness for the absence of redemption. This, one could say, is the meaning of the chosen people; the Jews are chosen to prove tha absence of redemption.”) C. “… el problema judío ... es el ejemplo más simple y a la mano del problema humano. Es una manera de reafirmar que los judíos son el pueblo elegido”. (“... the Jewish problem ... is the most simple and available exemplification of the human problem. That is one way of stating that the Jews are the chosen people.”

Ser elegido para demostrar la ausencia de la redención significa que prima el deber por sobre el derecho a la mera perseverancia en el ser; que se cree en una promesa (la de los profetas, pero también la de Dios a Abraham y a Noé) que no está cumplida; que se es para propiciar, mediante la lealtad humilde, la presencia de lo más alto, pero que lo más alto está “más allá de todo futuro”. La ausencia de la redención significa, por tanto, que el problema judío es insoluble por medios meramente humanos, porque es el problema de la relación del hombre con el hombre respecto de lo trascendente. Cualquier solución humana –filosófica o política- que no se asuma como necesariamente parcial, imperfecta, guarda peligrosas afinidades con las soluciones finales totalitarias, que no pueden no odiar y tratar de aniquilar a los judíos. La cuestión judía es la cuestión humana porque el odio al judío era el único principio del régimen

10 nazi, y la Shoá, igual que el Holocausto nuclear, son el fondo de una caverna cuyo escarpado sendero de salida es sumamente resbaladizo. El misterio es constitutivo de lo humano como tal, y ninguna sociedad creada por el hombre, dice Strauss, puede estar libre de contradicciones. No solamente el Estado de Israel, sino que tampoco ninguna realización meramente humana, ningún Estado, ninguna filosofía, deberían aspirar a saldar, sin residuos, la carencia ontológica. La profesión de fe del salmista debe poder sostener la declaración de principios del filósofo. En términos más generales, y para concluir. Buena parte del programa filosófico de Strauss es crítico. Se propone desmontar las distorsiones, aplanamientos, deslealtades, etc., que determinaron la construcción moderna de una “segunda caverna”, un espacio mental sin espíritu y sin autoconciencia, que sumió al hombre de Occidente en formas de vida y en prácticas que condujeron a extremos horrendos. La pars destruens del proyecto filosófico de Strauss es un intento por recuperar condiciones espirituales de inocencia seria y decente, la caverna originaria en la cual el planteo de los problemas fundamentales y sus soluciones parciales impidan que la contemporánea democracia vulgarizada de masas vuelva a derivar hacia formas de espanto equivalentes a las del nazismo alemán o del comunismo soviético. La pars construens del programa straussiano es literalmente problemática. Afirma la identidad de la civilización occidental como una dualidad tensa y no resuelta. Strauss usa la primera persona del plural en una forma que, por lo general, excede con amplitud la cortesía retórica. En correspondencia con los diferentes frentes de su labor crítica, los diversos referentes de su “nosotros” confluyen hacia la mencionada tensión identitaria fundamental. Strauss habla, unas veces, como filósofo amigo del racionalismo clásico o del liberalismo político, otras, como judío no ortodoxo, y tras la aparente dispersión temática e identitaria, siempre deja una sensación de consistencia sustantiva. El nosotros de Strauss, la ciudad a la que le ofrece su lealtad es un alma colectiva, cuya parte más elevada está compuesta por un diálogo no resuelto entre la filosofía, la teología y la educación liberal, formas espirituales minoritarias que sólo se encuentran, si no a gusto, al menos a un razonable resguardo, en una democracia liberal, en un “constitucionalismo decente”. Esta identidad es tensa y carente. Tensa, porque no debe permitir la síntesis superadora entre filosofía y teología, y carente porque ambas deben centrar su dignidad en la aspiración nunca plenificable a lo absoluto. En ella, el elemento judío es, según creo entender a Strauss, decisivo. Y no como mero antecendente histórico, elaboración

11 cultural venerable pero secundaria. El judaísmo que reivindica Strauss es actualmente esencial porque busca, como en Maimónides, un puente de plata no cristianizado (es decir, sin la distorsión que supone la síntesis entre teología y filosofía, entre Dios y el mundo, entre santidad y estatalidad) hacia el tratamiento antiguo del problema de la trascendencia. El judaísmo conservador no ortodoxo que propone Strauss es una teología política negativa, una especie de antídoto antitotalitario: dando testimonio de que la redención está ausente y de que el misterio es base inescapable para la conciencia moral, previene, de un lado, contra toda sacralización de instituciones mundanas, ya como representación katejónica, ya como teocracia antimoderna, y, del otro, contra todo intento soberbio de aplanar la profundidad del universo, reduciendo las cuestiones fundamentales a meros problemas del conocimiento tecnocientífico. El problema teológico-político es la cuestión humana: una vida sin reflexión no merece ser vivida. El ser del filósofo consiste en preguntarse por los problemas fundamentales de la vida humana –a saber, la relación entre el alma justa y la buena forma de vida colectiva- sin aceptar la imposición de dogmas revelados y de opiniones ancestrales. Pero la ciudad a la que su actividad debe beneficiar está, precisamente, edificada sobre los presupuestos que el filósofo está obligado a poner en duda, sin que, para peor, le conste que sería capaz de ofrecer una constelación válida de valores y prácticas alternativas. Conciencia de finitud, manía para pensar lo infinito, y prudencia para expresar su pensamiento es la contradicción que sufre la persona del filósofo, y esta contradicción interna se reproduce como “desproporción fundamental”, como imposibilidad teórica de un diálogo genuino entre el filósofo y los hombres más poderosos y prestigiosos. La cuestión judía es la cuestión humana. Las dos son perennes, porque hay, según mi Strauss, una analogía sinérgica entre el judío y el filósofo. El filósofo judío está a la vez comprometido y descentrado en la ciudad. Vive el sentido común institucional como la secularización de una síntesis impropia. Para Strauss, Jerusalén es a Occidente lo que la filosofía era a Atenas. Previsiblemente, al filósofo político judío, no ortodoxo, conservador y crítico del liberalismo, le tiran desde todos los flancos.

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