y el Postmoderno femenino *

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Author:  Raquel Vidal Parra

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Denken Pensée Thought Mysl..., Criterios, La Habana, nº 62, 15 mayo 2014

l Moderno masculino y el Postmoderno femenino* Dubravka Oraic Tolic

La salida de la sombra La mirada feminista de los años 70 del siglo XX llegó a una percepción chocante: la literatura que se creía que era sexualmente neutral, o sea, universal, era en realidad masculina. En la crítica feminista, los estudios de la mujer y las investigaciones de la mujer, se descubrió una profunda asimetría sexual: la dominación de las perspectivas masculinas y la exclusión de los sujetos femeninos de la cultura. La mayoría de los autores y personajes en la literatura eran hombres, y si aparecían mujeres y personajes femeninos, estaban en función de hombres o terminaban trágicamente. La Ana Karénina de Tolstoi se suicidó bajo las ruedas de un tren, la niña Srna de Simunovic se expuso al peligro mortal de pasar corriendo debajo del arco iris para volverse un muchacho. En el libro Cuarto propio, Virginia Woolf escribe: «No se puede llegar a un mapa y decir: Colón descubrió América y Colón era una mujer; o tomar una manzana y señalar: Newton descubrió la ley de gravedad y Newton era una mujer». Citando ese pasaje al inicio de su libro La femineidad imaginada (Die imaginierte Weiblichkeit, 1979), Silvia Bovenschen * «Muska moderna i zenska postmoderna», en: Dubravka Oraic Tolic, Muska moderna i zenska postmoderna: Rodjenje virtualne kulture, Zagreb, Ljevak, 2005, pp. 66-80.

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percibe la desproporción entre la riqueza de prejuicios sobre las mujeres que los hombres han creado y las «umbrías existencias» (13) de las mujeres reales en la literatura, entre las mujeres imaginadas y las imaginativas, entre las heroínas y las autoras, entre los textos sobre mujeres y los textos de mujeres. Esa diferencia en el principio mismo de los estudios feministas estimuló dos orientaciones investigativas: la revelación de los prejuicios de los hombres sobre las mujeres y el desenterramiento de las mujeres olvidadas en la historia de la literatura y la cultura. En la inmensa literatura que la segunda orientación generó, apareció una tradición literaria femenina perdida, se puso en tela de juicio y se corrigió el canon dominante en el que la autoría era exclusivamente o principalmente de género masculino. A un esfuerzo arqueológico así la cultura croata agradece el estudio de Dunja Detoni Dujmiæ La mitad más bella de la literatura (1998), dedicada a las mujeres que marcaron la literatura croata del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. El libro vivió un destino inusual: fue enérgicamente elogiado en la esfera privada y los pasillos, hubo también unos cuantos elogios públicos, pero no obtuvo ningún reconocimiento institucional. Cuando se repartieron numerosos premios para proyectos autorales y editoriales en el año de su edición, para ese libro y su autora no se halló ninguno. A finales del siglo XX, todo hombre, con cualquier producto suyo, era más valioso que una mujer y su trabajo pionero sobre las mujeres. Ese menudo hecho social testimonia cuán firmes son los estereotipos sexuales, incluso cuando se trata de élites intelectuales que juran por el Postmoderno o hablan de postpatriarcado y postfeminismo. Pero todo eso no es más que una parte del relato sobre las mujeres en la cultura y las cuestiones que ellas han planteado. Desde finales del siglo XX, y especialmente desde el principio mismo del siglo XXI, se plantean también cuestiones del todo diferentes, menos heroicas, ligadas a la mujer. ¿Qué ha significado el feminismo en la cultura moderna, y qué en la cultura postmoderna? ¿Tienen género las culturas? ¿Podemos decir que la cultura moderna fue masculina, y que la postmoderna es femenina? Y si podemos, ¿significa eso algo más que un chiste sexual intelectual? En la novela Cíclope, Ranko Marinkoviæ jugó con el vínculo entre historia y una palabra que a menudo se vincula con la mujer: histeria (del griego hystéra: útero). Cuando se trata de mujeres y cuestiones de mujeres, estamos de acuerdo en que ya no debemos ser histéricos. Es suficiente, como dice Christina von Braun, que seamos históricos (Von Braun: 54).

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La cultura moderna y la paradoja de la emancipación La representación imaginativa del orden sexual y la comprensión de las diferencias sexuales son tan antiguas como la cultura: están registradas en los mitos sobre la fertilidad, en el mito de Edipo sobre el incesto que Freud revivirá, en el viaje de Odiseo a Ítaca donde lo espera la fiel Penélope. En las culturas clásicas se suponía que las mujeres tenían iguales capacidades intelectuales que los hombres, y se elaboraban catálogos de las mujeres célebres que ilustraban ese supuesto. No existía ni el problema ni la necesidad de la emancipación de la mujer. La cuestión de la libertad de la mujer se planteó por primera vez en la cultura moderna cuando la idea de la libertad devino un gran «metarrelato» culturopoyético. La cultura moderna es, según Jürgen Habermas, un proyecto ilustrado de emancipación del hombre [covjek]. El problema, sin embargo, estaba en que ese proyecto desde el principio mismo, y especialmente desde finales del siglo XVIII cuando la cultura moderna se institucionalizó en la sociedad burguesa (“la megacultura del Moderno”, Oraiæ Toliæ 1996), estaba marcado por una profunda paradoja. La paradoja consistía en lo siguiente: las ideas ilustradas sobre la libertad y la igualdad del individuo y del ciudadano que son proclamadas naturales y universales, válidas para todas las personas, que ondearon en la bandera de la Revolución burguesa francesa junto con las ideas de hermandad (liberté, égalité, fraternité), concernían a un solo género: el masculino. El «hombre» que había que liberar en el «proyecto de emancipación», era el varón. En el libro El desorden de las mujeres (The Disorder of Women, 1989) la teórica feminista de la política Carole Pateman examina el orden sexual en la democracia liberal, diferenciando el patriarcado clásico y el moderno. El patriarcado clásico fue paternal, o sea, paterno, y el moderno es fraternal, o sea, fraterno, o sea, masculino. En el patriarcado clásico, en la cima de todas las comunidades celestiales y terrenales está el Padre. Dios es el padre del cielo y la tierra, Adán es el padre de todo el género humano, el soberano es el padre de la nación, y el padre biológico es el soberano sobre las mujeres y niños en la familia. El patriarcado moderno es resultado de la secularización y la emancipación: los hermanos han derrocado al padre en todos los niveles, desde la religión hasta la familia, y han establecido la dominación masculina en relación con las mujeres. Según Carole Pateman,

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los creadores del Contrato Social, Rousseau y Locke, teorizaron dos ideas ilustradas que la Revolución burguesa francesa sancionará, libertad e igualdad, repartiéndolas en la tercera idea, la fraternidad, es decir, sólo entre hombres. El contrato social en que descansa la democracia burguesa liberal y su sociedad, no es, pues, nada más que una «alianza masculina» que los hermanos han concluido sobre las ruinas de la dominación paterna para adueñarse de las mujeres. Así fueron excluidas las mujeres de las ideas ilustradas fundamentales de la libertad y la igualdad, y con ello también de la propia cultura moderna basada en esas ideas. La sociedad burguesa está dividida en dos esferas nítidamente separadas: la pública (dominación de los hombres con arreglo al Contrato Social «fraterno») y privada (la mujer sin ningún tipo de influencia en la política y la sociedad): «la piel leonina política tiene una gran melena y pertenecía al león, no a la leona» parafrasea una autora a un célebre autor (Pateman: 15). La paradoja de la emancipación no se refiere sólo al Contrato Social primitivo y la sociedad burguesa, sino que desciende a las raíces de la propia cultura moderna, hasta los más profundos supuestos del pensamiento y la lengua, del saber y la conformación artística. Si miramos la cultura moderna desde la perspectiva de la mujer, el hallazgo será escandaloso: no sólo la sociedad y la política burguesas, sino también el sujeto mismo de la cultura moderna, su individuo único e irrepetible, su portador democrático, liberal, de las ideas de progreso y libertad, el autor original de sus más bellos y más valiosos textos, fue de un solo género, claramente o mayormente: masculino. El tipo del «hombre» moderno, del varón que ha introyectado a Dios y ha echado a andar en un proyecto de liberación en la tierra, lo definió por vez primera Descartes en la tesis «Pienso, luego existo» (Cogito, ergo sum), y lo consumó Hegel en la filosofía del espíritu absoluto. El sujeto absoluto de Hegel concibe el mundo entero, la naturaleza y todo lo Otro que no es él mismo, sólo como un objeto desnudo que hay que superar en el camino hacia sí mismo, es decir, hacia la propia libertad absoluta final. Desde la perspectiva feminista, ésa era una libertad absoluta sólo para una mitad del género humano. El varón moderno se apropió del proyecto de emancipación y lo absolutizó en el ser universal del espíritu, esto es, del hombre como tal. En el libro Dialéctica de la Ilustración (Dialektik der Aufklärung, 1947), Theodor Adorno y Max Horkheimer criticaron la cultura occidental como explotadora y opresora con relación a la Naturaleza. El resultado fue desastroso: cuanto más orden y libertad para el ser humano, tanta más

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esclavitud para la Naturaleza. En ese esquema mental y cultural la mujer es identificada con la Naturaleza, y el hombre con la cultura: la mujer no es sujeto. Ella no produce, sino que cuida de los productores (...). Ella devino una corporeización de la función biológica, imagen de la Naturaleza, en cuya opresión consistía toda la gloria de esa civilización. Vencer ilimitadamente la naturaleza, transformar el universo en un infinito terreno de caza, ha sido un sueño milenario. A eso estaba destinada la idea del ser humano en la sociedad masculina. Ése era el sentido de la razón por la que se juraba. (Horkheimer/Adorno: 298) El esquema en que la mujer es entendida como naturaleza/objeto, y el hombre como cultura/sujeto, lo confirman numerosos prejuicios sobre las mujeres que han imaginado los hombres modernos. Salvo unas cuantas excepciones, como el primer feminista J. S. Mill, la mayoría de los hombres célebres de la época del Moderno temprano pensaban sobre las mujeres sorprendentemente con los mismos estereotipos. En la oposición cartesiana res cogitans (cosa pensante) y res extensa (cosa extensa), los colosos modernos presentan a la mujer con la mayor frecuencia como res extensa. Rousseau le asignaba a la mujer un lugar en la casa y la identificaba con la esfera de la «sentimentalidad», Hegel consideraba a las mujeres incapaces de lo universal, porque ellas realizan el bien común «en la posesión y ornamento de la familia». Goethe y Schiller despreciaron a las escritoras a causa de su «diletantismo» y así las excluyeron de la categoría fundamental del talento romántico: la originalidad. Al mismo tiempo, las mujeres son glorificadas y elogiadas en la esfera privada como musas poéticas y «ángeles en la casa» de esos mismos individuos masculinos irrepetibles. El relato va más lejos. Todas las oposiciones binarias que conoce la civilización occidental, oposiciones sobre las que esa civilización surgió y sobre las que se desarrolló, adquirieron en la cultura moderna fuertes características sexuales. Los hombres ocuparon la posición de la cultura, el espíritu, lo general, el logos, la necesidad, la trascendencia, el significado y el sentido. Las mujeres cayeron en la segunda serie de miembros menos valiosos de la oposición, donde se hallan la naturaleza, el cuerpo, lo singular, la sentimentalidad (el alogos, de ahí el interés de Freud por la mujer), la inmanencia, el significante y el objeto. Los hombres devinieron autores, productores de textos y bienes materiales, las mujeres fueron lectoras y

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consumidoras en la familia, la sociedad, la moda. El procedimiento para apropiarse de la idea de libertad y del proyecto de emancipación sólo para los hombres, consistió en lo siguiente: ante todo se jerarquizaron rigurosamente las oposiciones de modo que el valor recayera en el primer miembro, o sea, en aquellas partes de la «trampa» binaria que representan los hombres (el sujeto, el espíritu, la cultura, el logos, en general: el autor), y después se naturalizó y ontologizó el primer miembro de las oposiciones binarias que los hombres representan, o sea, se lo exaltó como única verdad universal. En todos los dominios de la cultura moderna se estableció un firme orden de género en el que los hombres se apropiaron de la primera serie de las oposiciones binarias y después la proclamaron como universal, natural y de validez general. Pero la cultura moderna fue más sabia que sus protagonistas. Según el principio hegeliano de la «astucia del intelecto», ella misma comenzó desde dentro a socavar su sujeto masculino totalizador. Desde el principio mismo, en las oscuras profundidades de la cultura moderna, se extiende una larga línea de desmontaje de ese gran individuo varón y de su apropiación de la idea de libertad. Los protagonistas son de nuevo hombres. El primero en la filosofía en limitar el poder del individuo moderno fue Kant en su crítica del conocimiento, y después Nietzsche en la «gaya ciencia», hermana adversaria del saber absoluto de Hegel. En la psicología, Freud descubrió el inconsciente y el «continente oscuro»: la mujer. En el arte moderno, desde la época del genio y el romanticismo de fines del siglo XVIII hasta el modernismo tardío de los años 60, surgieron personajes masculinos que contenían rasgos de género femeninos: la sentimentalidad, lo natural, lo irracional, lo contingente, lo fragmentario. El genio es pura fantasía, azar y energía irracional, por ende, todo lo que en el sistema de género figura entre las características femeninas. En su cinismo y desprecio de la sociedad burguesa, el dandy se embellece exageradamente como una mujer. El bohemio, en su protesta, se retira de la sociedad como un ama de casa descuidada. En el paso del siglo XIX al XX el flâneur renuncia a participar en la civilización moderna, de modo que se pasea por ella como una dama ociosa. El «hombre de la posibilidad» de Musil y análogos personajes masculinos son débiles y blandos en sus interminables reflexiones indecisas como jóvenes muchachas. Los jóvenes de Šoljan que renuncian al compromiso en el socialismo con rostro humano están siempre en compañía de sus muchachas, que llevan pantalones como ellos. En la novela de Novak, el protagonista, junto con su esposa, cuida en igualdad de dere-

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chos a la antiquísima Madona — símbolo de una tradición que se desintegra. Así se prepararon en la propia cultura moderna, en aquella línea de la filosofía y el arte que llamamos modernismo, los caminos por los que en el Postmoderno se llegó al fin del gran sujeto masculino y de su proyecto de emancipación. Ese fin tuvo lugar en la parte apocalíptica del pensamiento postmoderno y la deconstrucción. Así, mirado desde la perspectiva de género, los hombres crearon, desarrollaron, socavaron y después destruyeron el gran sujeto ilustrado de género masculino.

El feminismo en el Moderno: proyecto de liberación A ese central sujeto masculino monopolista y su proyecto de emancipación se opusieron las mujeres en el principio mismo de la cultura moderna. El feminismo fue en la cultura moderna un proyecto de libertad e igualdad para las mujeres en unas condiciones en que los hombres bajo la máscara de la universalidad, y sin siquiera ser conscientes de su posición de usurpadores, se apropiaron del proyecto de emancipación. Individualmente o en grupos, las mujeres llamaron la atención sobre la paradoja de una emancipación unilateral y procuraron la igualación en derechos con los hombres. Tomando como modelo la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, proclamada en el verano de 1789, la revolucionaria y dramaturga Olympe de Gouges publicó en el verano de 1791 una variante femenina de ese documento bajo el título Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana. Exigió una mejor instrucción para las mujeres y los mismos derechos en el matrimonio. Añadió una variante femenina del Contrato social masculino bajo el título «Contrato social (matrimonial) entre el hombre y la mujer». En el mismo clima de entusiasmo revolucionario, la feminista inglesa Mary Wollstonecraft publicó la proclama Vindicación de los derechos de la mujer. La paradoja de la cultura moderna, según la cual la libertad y la igualdad son naturales y universales, pero no también para las mujeres, reveló su mecanismo en los primeros años después de la Revolución. En octubre de 1793 a las mujeres se les prohibió la actividad política, y Olympe fue guillotinada. A través de todo el siglo XIX el feminismo es un movimiento social que se agota en la lucha por el derecho femenino al voto y mejores condiciones de trabajo para las mujeres. Después de que pasaron estruendosamente dos guerras mundiales, y las mujeres obtuvieron el de-

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recho al voto en todos los países del mundo democrático (en Suiza sólo en los años 70 del siglo XX), apareció un nuevo feminismo, y con él también nuevas cuestiones que por primera vez en la historia de la cultura plantearon y promovieron las mujeres.

El feminismo en el Postmoderno: la cuestión de la identidad El nuevo feminismo de los años 60, por una parte, continuó el proyecto moderno inconcluso de liberación e igualdad («Nosotras-mujeres» y nuestra posición en la sociedad), y, por otra, planteó la nueva cuestión de la «diferencia» y la identidad femenina específica (la «Mujer» como tal). En la primera dirección, el proyecto liberador de antaño en su ardor y exclusividad devino la última ideología occidental en la figura femenina «débil». Simone de Beauvoir en el libro El segundo sexo (Le deuxième sexe, 1949) habla sobre la mujer en tercera persona («ellas») y toma una posición neutral, y en 1972 reconoce que sólo entonces se convirtió en una «verdadera feminista» y considera que el socialismo no será suficiente para liberar a la mujer. El principal dominio en el que se inflamó el pathos feminista no fueron ya los derechos políticos y sociales, sino la libertad del cuerpo y la institucionalización de la cuestión de la mujer. La revolución sexual, que en un plano más amplio simbolizan la minifalda sobre el cuerpo y la píldora en el cuerpo, muy pronto consumó el proyecto de liberación del cuerpo. Ya a principios de los años 70 en el medio patriarcal rural de una aldea de Eslavonia el muchacho podía pasar la noche en la casa de la muchacha bajo la protección de la abuela nacida en el siglo XIX. La abuela no creía que los hombres hubieran llegado a la Luna, pero consideraba que para su nieta era mejor dormir con el muchacho en la casa en una cama, que en el campo o en un banco de un parque. La marcha femenina a través de las instituciones fue exitosa, especialmente en las universidades estadounidenses, pero ni siquiera hoy ha sido llevada a término. En la Alemania contemporánea, todavía no hace mucho, en los mismos puestos de trabajo a las mujeres se les pagaba menos que a los hombres por lo menos en unos simbólicos 100 marcos. En la asamblea nacional de la Croacia libre los representantes han agasajado a sus colegas mujeres con piropos sexistas lo mismo en el período de la Unión Democrática Croata «conservadora» que durante el gobierno de los socialdemócratas «progresistas» y los liberales «europeos».

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La privación social y cultural de la mujer no desapareció del horizonte de intereses, pero fue empujada a un segundo plano o abandonada por el feminismo políticamente comprometido. El verdadero terreno del nuevo feminismo no era ya la cuestión de la libertad, sino la de la identidad del sujeto femenino. En los años 70, surgen por doquier las teorías feministas que tematizan de diferentes maneras el problema de la «mujer», sea como literatura femenina (la literatura que escriben mujeres) o la identidad femenina. En los Estados Unidos surgen la crítica feminista (feminist criticism) y los estudios femeninos (women’s studies), en Francia la escritura femenina (écriture feminine), y en Alemania la investigación de las mujeres (Frauenforschung). Se abrieron cuatro círculos de problemas. El primero fue la biología. Se planteó la cuestión de cómo constituir la identidad de la «mujer» y que la biología no sea su «destino». A principios del siglo XX, Freud entendió la mujer como un ser que no tiene falo, y, por ende, como un minushombre. Lacan resolvió ese problema diferenciando el pene como órgano sexual masculino real y el falo como signo simbólico de la ley del Padre en el sistema de la cultura. A Lacan no le interesa la biología de la mujer, sino el modo de pensar y de expresión que surge en el «orden simbólico», esto es, con el ingreso en la cultura. La biología quedó en el fondo, y al primer plano pasaron la psicología y el lenguaje. En esa estela postfreudista lacaniana fundaron la identidad femenina las teóricas francesas Nancy Chodorow, Luce Irigaray, Julia Kristeva, Hélène Cixous y otras (cf. Bušiæ: 1991). Al problema de la biología en la constitución del sujeto femenino está estrechamente ligada la cuestión de la terminología. El carácter sexualmente marcado de los términos feministas (crítica feminista, estudios de la mujer, literatura femenina, escritura femenina) excluía a la mujer del concepto universal del género humano, pero si las teóricas se hubieran distanciado de la perspectiva sexual en sus investigaciones, se hubieran expuesto al reproche de que habían dado su consentimiento a un universalismo abstracto que bajo el concepto de «hombre» piensa en el varón, y con ello habían dado su consentimiento a la opresión de la mujer. En la animada escena feminista estadounidense el problema es resuelto pronto con la introducción de un nuevo término. Ya a mediados de los años 70 en el conjunto de los estudios femeninos aparecen los términos género y estudios de género (del inglés gender, gender studies, el latín genus, el croata rod, rodni studiji). Habiendo sido inicialmente una noción gramatical para la determinación del nombre (los géneros masculino, femenino y neutro

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del sustantivo, el pronombre y el adjetivo), en la crítica femenista estadounidense de los años 80 el concepto se desarrolló en oposición al de sexo. La diferencia sex — gender no es fácilmente traducible en todas las lenguas. Uno de los redactores del manual Estudios de género (Gender Studien, 2000) de la editorial Metzler, Inge Stephan, destaca que en alemán es mejor conservar el término inglés, porque está disponible sólo un concepto, Geschlecht, que, a causa de la raíz «schlecht», malo, «no necesariamente suscita asociaciones positivas» (Stephan: 58). En croata la diferencia sex—gender se traduce fácilmente como la diferencia entre spol (sexo biológico) y rod (sexo cultural, las diferentes comprensiones del sexo en la historia de la cultura). El concepto de género como construcción cultural funcionó igualmente bien en las disertaciones psicoanalíticas y postestructuralistas sobre el «orden simbólico», la identidad femenina o la escritura femenina, así como en los análisis crítico-sociales. Pero ni siquiera eso resolvió el enigma de la identidad femenina. Pronto llegó también un tercer problema, esta vez de la sociología. Mientras se abandonaba la biología como fundamentación de la identidad femenina y se llevaban a cabo elevados debates teóricos sobre la psicología de la mujer y su modo de expresión, las colegas de otra raza o de los estratos sociales más bajos concluyeron que todo eso a ellas en realidad las concernía muy poco. Se puso de manifiesto que no existe la mujer como tal ni una esencia universal de la mujer. Se puso al descubierto la identidad femenina como universalización de un tipo totalmente definido de mujer histórica: la mujer blanca de clase media del Occidente desarrollado. A la categoría de género se asociaron las categorías de raza, clase y el Otro. A las investigaciones de género pronto se añadieron las investigaciones coloniales y postcoloniales. Sin embargo, todo eso no era nada en comparación con el cuarto problema, profundo, en torno al sujeto femenino y la identidad femenina. Y éste es el concepto mismo de sujeto. En casi todas o por lo menos en la mayoría de las fundamentaciones feministas de la identidad se suponía que existe cierta esencia especialmente femenina, cierto substrato ontológico y metafísico que pertenece sólo a las mujeres (la maternidad en J. Kristeva, la tesis de L. Irigaray de que las mujeres no pueden renunciar a su especificidad femenina y que en ella deben insistir mientras no se vuelvan fuertes en el mundo androcéntrico). Tal fundamentación metafísica actuó en el discurso científico postmoderno y la teoría de la deconstrucción como un regreso de la ontología y la metafísica, que hacía mucho tiempo habían tenido que ser derribadas. Los hombres modernos han usado y gastado

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tanto la categoría de sujeto que, al final, en algunas formas del postmodernismo y la desconstrucción, la han abandonado por completo, en parte también bajo la influencia de la cuestión femenina. Entre todos los fines que proclamó el pensamiento postmoderno (el «fin de la historia», el «fin de la sociedad industrial», el «fin de la utopía», el «fin del Moderno», el «fin de la historia del arte» y así sucesivamente), por último también se anunció el «fin del sujeto», o sea, de la identidad. En el contexto estadounidense de los estudios de género (teóricas como Teresa de Lauretis, Sandra Harding, Nancy Fraser, Donna Haraway) se distinguió Judith Butler con su libro El género en disputa (Gender Trouble, 1990). Apoyándose en la Teoría de la sexualidad de Foucault y la deconstrucción, coqueteando manifiestamente con el lesbianismo y las prácticas de intersexualidad, la feminista estadounidense desnaturalizó no sólo la categoría de género, sino también la de sexo. Su tesis de que ni siquiera el sexo es dado naturalmente, sino producido socialmente, de que tanto el género como el sexo son construcciones sociales o discursos, de que no hay nada prediscursivo, natural, ontológico o metafísico, de que todo eso son sólo «efectos de determinadas formas de poder» (Butler: 12), «actos de inscripción cultural», «sustancias fantasmáticas» o «ilusiones de sustancia» (ibíd.: 146), performances y mascaradas, estremeció los fundamentos del feminismo, pero también condujo a lo que se puede llamar postfeminismo. En cuestión no estaba un problema cualquiera, sino la cuestión fundamental del propio feminismo: la de si se puede en general constituir el sujeto femenino, si existe en general la posibilidad de fundamentar una identidad específicamente femenina. El libro de Judith Butler sobre los infortunios del género femenino, más que nada, provocó infortunios en Alemania. Cuando en 1991 apareció la traducción, el feminismo alemán todavía luchaba por su lugar en las universidades, y la cuestión de la identidad después de la Unificación tenía una coloración emocional. No se conocían los detalles de los debates de género estadounidenses sobre la diferencia de sexo y género, y ahora ya se deconstruía también la diferencia misma, esto es, tanto el sexo como el género perdieron todo estatus ontológico y devinieron convenciones sociales, formas del discurso, y, por ende, productos ya no naturales, sino culturales. La teórica alemana del cuerpo Barbara Duden se opuso con fuerza a la «descorporeización», esto es, a la «mujer sin vísceras» (»Frau ohne Unterleib«, cit. según Stephan: 66). Con la integridad del cuerpo no se defendía sólo el cuerpo sexual femenino, sino también la posibilidad de

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cualquier identidad corporal. De manera semejante, para defender el cuerpo de su completa deconstrucción interviene también Theresa Wobbe, quien destaca que el cuerpo es una «localidad absoluta», que de las relaciones sociales podemos retirarnos, pero que «del cuerpo propio no podemos separarnos» (ibid.: 67).

Del feminismo al postfeminismo El debate sobre la identidad desde el horizonte del feminismo tal vez lo ha resumido con la mayor claridad Seyla Benhabib en el artículo «El feminismo y la cuestión del postmodernismo» (Feminism and the Question of Postmodernism). Tomando en cuenta la tesis de Jane Flax sobre las tres muertes en el postmoderno: la muerte del sujeto, de la historia y de la metafísica, Seyla Benhabib distingue dos versiones de la muerte del sujeto: una «débil» y una «fuerte». La fuerte, esto es, la muerte total del sujeto es inaceptable para el feminismo, porque en ese caso no habría sujeto femenino, ni feminismo. Para el feminismo sólo es aceptable la versión débil de la tesis postmoderna de la muerte del sujeto: La versión débil de esa tesis instalará al sujeto en el contexto de diferentes praxis sociales, lingüísticas y discursivas. Ese punto de vista no pone en modo alguno en tela de juicio la deseabilidad y la necesidad teórica de visiones más adecuadas, menos engañosas y menos ilusionistas de la subjetividad que las del Cogito cartesiano, «la unidad trascendental de la apercepción», «el Espíritu y la conciencia» o «el Hombre» (como tal). Los atributos tradicionales del sujeto filosófico occidental, como son la autorreflexividad, la capacidad de actividad consecuente, la responsabilidad racional por las obras propias, así como la capacidad de planear la vida en el futuro, en resumen, ciertas formas de autonomía y racionalidad se pueden reformular de modo que se tome en consideración la fundamental condición situada del sujeto. (Benhabib: 79) La tesis del sujeto frágil pertenece al postfeminismo de los años 90. El postfeminismo no se pregunta por el sujeto absoluto y la identidad absoluta, como ocurría en la fase del impetuoso feminismo liberador en el período del Moderno o en algunas tesis psicológicas de los años 70 y 80, sino por un sujeto frágil, vulnerable, limitado y débil, que la mujer simboliza en el sistema de géneros.

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El cuerpo: el espacio fantástico de la identidad El problema de la identidad en ninguna parte hoy es tan evidente como en la esfera del cuerpo, sea como tema en la literatura o como objeto de manipulaciones mediáticas y biológicas. Los mensajes del cuerpo son tan fuertes que se tiene la impresión de que ante nuestros ojos el milenio se refracta con fuerza en el cuerpo y los problemas corporales. De la literatura llegan mensajes fuertes. Lo que fue mimesis para el realismo, que quiso describir fielmente la realidad, lo que fue extrañamiento para la vanguardia, cuando la cultura quiso verse de nuevo y así reevaluarse a sí misma, ahora son simulaciones y manipulaciones. Como si toda la cultura en el cambio de milenio se hubiera concentrado sólo en crear, en lugar del cuerpo natural, su propio cuerpo artificial, en transformar toda la naturaleza en cultura. Como Cristo sufrió corporalmente en la cruz para que surgiera la civilización cristiana, así sufre hoy el cuerpo para que percibamos dónde están los límites de la identidad, para que nos preguntemos si queremos entrar en la fase de la transidentidad o abandonar totalmente la identidad. Tomaremos sólo un ejemplo de la literatura croata: una novela de tema canibalesco de una mujer. ¿Qué incitó a la otrora feminista Slavenka Drakuliæ para que en la novela Hambre divina (1995) echara mano a un tema tan fuerte como es un tabú civilizacional fundamental: el canibalismo? Existen varios modos de explicar la penetración del canibalismo como tema en la literatura, y también en la obra de Slavenka Drakuliæ. Desde el punto de vista feminista, ésa es precisamente la cuestión de la identidad. La heroína de esa novela, una estudiante polaca con una beca en Nueva York, corta con una sierra eléctrica a su pareja amorosa, un investigador brasileño del canibalismo, y se come trozos escogidos. En la víspera de Navidad, después de dispersar los restos en latones de basura neoyorquinos y limpiar a fondo el apartamento, regresa, con la barriga llena de su pareja, para las Pascuas en la católica Varsovia, para allí, renacida, continuar su vida de antes. Esa fábula extrema muestra cuán frágiles se han vuelto las fronteras del cuerpo en el cambio de milenio y cuán problemático puede ser el problema de la identidad. Si entendemos la identidad como una pura construcción de nuestro sujeto, si nada se nos interpone en el camino, si deconstruimos también la última frontera, el cuerpo de otro hombre, entonces todo está permitido, incluso el asesinato. Regresamos a la precivilización: al canibalismo y la violencia desnuda. Quizás los temas

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del cuerpo y la violencia en el arte en el cambio de milenio son tan atractivos precisamente porque posibilitan la representación imaginativa de la cuestión de la identidad en la época de la caída de todas las fundamentaciones y cercas.

La identidad en el cambio de milenio La cultura moderna planteaba en su proyecto de emancipación la cuestión de la libertad: del individuo, del ciudadano, de la nación, de la clase, del arte y, por último, también de la mujer. La cultura postmoderna ha descubierto a través del debate femenino la cuestión de la identidad. La cuestión de la identidad, sea en la teoría o en la literatura, no se refiere sólo a las mujeres ni es una cuestión femenina. Los nuevos medios, que, según Baudrillard, han perpetrado un «crimen perfecto» de la realidad, del ser virtual en el ciberespacio, las investigaciones genéticas en la biología, las técnicas de transplante en la medicina, la incontenible globalización que derriba fronteras y tritura identidades culturales, todo eso en el cambio de milenio ha mostrado que no vivimos ya en una «condición postmoderna» indiferenciada, sino en una cultura que se apura a hacer cumplir sus leyes, pero también a descubrir los «agujeros» que les provoca el hacerlas cumplir. Después de que en juegos infinitos el pensamiento postmoderno proclamó todos los «fines» posibles, y hasta el fin del sujeto y del hombre, después de la deconstrucción que se esforzó por mostrar todos esos «finales» en la literatura y por demostrarlos en la teoría de la cultura, ha pasado a primer plano la cuestión del hombre y su identidad. Ése fue el mayor «agujero» que se abrió en las leyes de la cultura en el cambio de milenio. Llamados de atención sobre las manipulaciones y cambios de identidad llegan de todas partes. Hasta las vacas locas nos han enviado un mensaje: no se puede alimentar con carne a un herbívoro sin consecuencias. Es semejante también en todos los otros dominios, en las manipulaciones y rupturas de las identidades sexuales, de género, nacionales, raciales, de clase y culturales. La identidad en la cultura moderna era impenetrable y dura como las candentes fronteras cercadas con alambre de púas. El paso de esas fronteras encerraba un peligro mortal o en general no era posible. La identidad en el Postmoderno se volvió umbría y transitable como blandas fronteras en las que no hace falta ni documento personal. Sin embargo, por más que

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sean invisibles, las fronteras de la identidad no son infinitas. Son como la piel propia: no se pueden cambiar sin riesgo. Traducción del croata: Desiderio Navarro

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© Sobre el texto original: Dubravka Oraic Tolic. © Sobre la traducción: Desiderio Navarro. © Sobre la edición en español: Centro Teórico-Cultural Criterios.

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