1- La autoridad patriarcal y los procesos de individuación

1- La autoridad patriarcal y los procesos de individuación A lo largo de los últimos tres siglos, la modernidad implicó el largo proceso de emergencia

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1- La autoridad patriarcal y los procesos de individuación A lo largo de los últimos tres siglos, la modernidad implicó el largo proceso de emergencia de sujetos individuales autónomos. Los lugares sociales y las opciones abiertas a las personas -y la misma definición de qué es una "persona"- se transformaron profundamente, lo cual se manifiesta con claridad en las normas sociales que gobiernan las transiciones en el curso de la vida de hombres y mujeres, normas que definen qué es la infancia y la juventud, cuál es el campo donde cada uno va a trabajar, dónde y cómo va a vivir, con quién y cuándo se va a casar, etc. El cambio central, como las teorías de la modernización nos enseñaron, reside en el espacio que la elección personal, la voluntad, la libertad y la responsabilidad de cada persona han ido ganando en la definición de su propio destino. Obviamente, esta individuación no abolió las determinaciones sociales o culturales de las opciones individuales, sino que trajo como consecuencia que la libertad y la autonomía individual se incorporaran al acervo de determinaciones de la vida social. El proceso se inició en Occidente y se fue extendiendo gradualmente al resto del mundo, sin abarcarlo en su totalidad cuando ya nuevos procesos están en curso. La libertad y la elección individual, el reconocimiento del deseo sexual y la lenta y gradual aceptación social de comportamientos que responden a impulsos psicológicos condicionaron transformaciones significativas en los patrones sociales que gobiernan el matrimonio y la familia. La introducción de la normativa social que prescribe el matrimonio y la unión basados en la elección personal guiada por el amor fue, seguramente, la transformación más significativa en este plano. El cambio más importante en relación al noviazgo durante los siglos diecinueve y veinte ha sido el surgimiento del sentimiento. Se dieron dos cosas. La gente empezó a considerar el afecto y la compatibilidad personal como los criterios más importantes al elegir parejas matrimoniales. Estos dos estándares se articularon en el amor romántico. En segundo lugar, aun quienes continuaron utilizando los criterios tradicionales de prudencia y riqueza al elegir sus parejas, comenzaron a comportarse románticamente, dentro de los límites de su elección. 1 La historia, el cine y la literatura -cuando no la antropología- nos han transmitido una rica crónica de matrimonios "arreglados" entre familias o linajes, establecidos a veces cuando los contrayentes son niños. Las alianzas entre casas reales o las formas matrimoniales predominantes en 1

Edward Shorter, The making of the modern family, Nueva York, Basic Books, 1975, p. 152.

varios países asiáticos contrastan fuertemente con la imagen y la normativa social en nuestra propia realidad. Sin embargo, aunque los patrones de flirteo y noviazgo han cambiado -por ejemplo, en el reconocimiento creciente y en la expresión de los sentimientos individuales- no se han vuelto impredecibles o azarosos. Lo que se produjo es un cambio en lot mecanismos de selección y reclutamiento: en la actualidad, los matrimonios en vez de ser concertados por las familias se basan en la elección personal. Por supuesto, la elección personal está limitada y socialmente condicionada, al menos en dos sentidos: por un lado, los padres y parientes ejercen fuertes presiones sobre los que están en esa etapa del curso de su vida, especialmente cuando la pareja elegida no se ajusta a las expectativas familiares; por otro, los procesos de socialización moldean los sentimientos personales y delinean los espacios donde los futuros novios pueden encontrarse. De hecho, uno tiende a enamorarse y a elegir como pareja a una persona con quien comparte modos y estilos de vida. La "homogamia", es decir, el matrimonio dentro de un mismo grupo o categoría social (en términos de edad, clase social, identidad étnica, racial, religiosa y nacional), es sumamente fuerte en todo el mundo. El proceso de individuación y el lugar que los sentimientos y las opciones personales ocupan en el mundo moderno también se reflejan en el desarrollo histórico de la sexualidad y su relación con la soledad moderna, una soledad que no se deriva de la alienación o la rebelión sino de reconocerse a sí mismo/a como único/a y diferente de lo/as otro/as. En un trabajo publicado en forma de diálogo, Sennet y Foucault2 lo expresan con claridad: La soledad de la diferencia, de una vida interior que no es mero reflejo de la de los otros es, del mismo modo, histórica [...] El sentido de separación, de diferencia, [...] es una experiencia tremendamente confusa en la sociedad moderna. Una de las causas de esa confusión consiste en que nuestras ideas sobre la sexualidad, como índice de la conciencia de sí, nos dificultan la comprensión de por qué nos apartamos de otros individuos de la sociedad. En medio de esa confusión, el cuerpo y la sexualidad se convierten en árbitros finales de la "verdad": Parte de la moderna tecnología del yo consiste en utilizar el deseo del cuerpo para saber si una persona está siendo sincera o no. "¿De 2

Richard Sennet y Michel Foucault, "Sexualidad y soledad", en: El viejo topo, 1982, p. 52

verdad?" "¿Eres honrado contigo mismo?" Son preguntas que la gente ha intentado contestar plasmando lo que el cuerpo desea: si tu cuerpo no lo desea, entonces no estás siendo honesto. La subjetividad se ha mezclado con la sexualidad: la verdad de la conciencia subjetiva se concibe en términos de simulación corporal controlada.3 La individuación incluye el reconocimiento de la necesidad de observar nuestras vidas y nuestras acciones desde nuestro propio punto de vista. Esto implica el surgimiento de la autonomía personal, en el sentido de la capacidad de tomar decisiones propias, basadas en la información y en el conocimiento, pero en conjunto con el reconocimiento de los propios deseos. Pero si esta autonomía personal está en el núcleo de la vida moderna, la soledad individual, que deriva de reconocerse como diferente de los otros, se torna inevitable. Y en ese caso, la soledad social -con menor presencia cotidiana de otros, parientes o parejas- puede convertirse en una situación posible, aceptable y aun "normal". En el extremo, cuando el sentimiento interior es lo que da la medida de la verdad, las sanciones y credenciales externas y formales van perdiendo su posición privilegiada en la tarea de guiar y legitimar el comportamiento. Las ceremonias y rituales matrimoniales y familiares que antes eran parte central de la ubicación social de cada persona, y que definían la identidad social, pueden dar lugar a una multiplicidad de formas en que hombres y mujeres definen su identidad y su intimidad. El resultado de esta individuación y reconocimiento de los propios sentimientos podría llevar a un resquebrajamiento gradual del matrimonio y de la familia convencional sancionados por la tradición y la religión. Soledad basada en encuentros casuales, opciones manifiestas en relaciones homosexuales abiertas y estables, cotidianidad compartida en comunidades y todas las otras formas imaginables de organización de la vida cotidiana se vuelven entonces posibles. Sin embargo, hay límites, como veremos más adelante. El proceso no está acabado ni puede estarlo, ya que la tensión entre la autonomía personal, por un lado, y la necesidad de una identidad colectiva y de pertenencia grupa], por el otro, se renuevan permanentemente. Para el análisis de la institución familiar esto implica que, en tanto se valora socialmente al sujeto que tiene dominio sobre sí mismo y que toma sus propias decisiones, lo que se desestructura no es la familia sino una forma de estructuración de la familia tradicional: la familia patriarcal, en la cual el jefe de familia tiene poder de control y decisión sobre los otros miembros. Y esto tiene significados y efectos diferentes para los hombres y las mujeres, para los niños y para los otros 3

Ibid., p. 48.

parientes que integran la red familiar. En efecto, la unidad familiar no es un conjunto indiferenciado de individuos. Es una organización social, un microcosmos de relaciones de producción, de reproducción y de distribución, con una estructura de poder y con fuertes componentes ideológicos y afectivos que cementan esa organización y ayudan a su persistencia y reproducción. Dentro de ella también se ubican las bases estructurales del conflicto y la lucha, ya que al tiempo que existen tareas e intereses colectivos o grupales, los miembros tienen deseos e intereses propios, anclados en su propia ubicación dentro de la estructura social. Los principios básicos de organización interna siguen, en tanto familia, las diferenciaciones según edad, género y parentesco. Estas diferenciaciones marcan tanto la división intrafamiliar del trabajo (¿quién hace qué?) como la distribución y el consumo (¿quién recibe qué?, ¿cómo se organiza el presupuesto?, ¿a quién se satisface primero?), además de regir las responsabilidades de cada uno de los miembros hacia el grupo (¿de quién es la responsabilidad de atender a los que necesitan cuidado -sean chicos, viejos o enfermos?, ¿cuánto del trabajo o ingreso de cada miembro se integra al presupuesto familiar?). En el modelo de la familia patriarcal, el principio básico de organización interna es jerárquico. La autoridad está en manos del pater familias. Los hijos se hallan subordinados a su padre, y la mujer a su marido, a quien otorgan respeto y obediencia. ¿Qué significa esto? Básicamente, que el rol principal de la mujer es atender -en todos los sentidos del término (doméstico, sexual, afectivo)- a las necesidades del marido. Y que el presente y el futuro de los hijos e hijas -su educación y sus tareas cotidianas, la amplitud de su espacio de movimiento, el disciplinamiento y sus opciones futuras- están, en última instancia, en manos del padre. Durante los últimos dos siglos, los procesos de individuación fueron parte de la transformación económica y social de Occidente, afectando en primer lugar la autoridad patriarcal sobre los hijos. En el período de la revolución industrial inglesa, por ejemplo, se crearon oportunidades de trabajo asalariado en las fábricas urbanas. En un primer momento, quienes tomaban esas posiciones eran los "padres de familia", que llevaban a sus hijos -y en menor medida a esposas e hijas- a trabajar con ellos. Pero eran los padres quienes recibían el ingreso monetario. Los hijos se mantenían subordinados a sus padres. En un segundo momento, el trabajo asalariado se torna individual. Las posiciones en las fábricas son ocupadas por jóvenes migrantes de origen rural campesino. Si en la familia campesina y en la primera "familia obrera" los jóvenes estaban inmersos en estructuras de una fuerte autoridad

paterna de las cuales era muy difícil salir, el trabajo asalariado ofrece la posibilidad de ganar autonomía financiera. Comienzan entonces a desarrollarse y manifestarse nuevos intereses, claramente diferenciados de los de sus padres. En el campo de la educación, la expansión de la escolaridad -primero para hijos varones, mucho más recientemente para las niñas- ofreció otras oportunidades de individuación de los hijos, en la medida en que fueron incorporando nuevos saberes y nuevas relaciones sociales más allá de la familia y del ámbito doméstico. En términos de las relaciones intergeneracionales entre padres e hijos adolescentes y jóvenes, la dinámica contemporánea es ambigua: en las clases populares, la existencia de oportunidades para el trabajo asalariado -ligado inclusive a la migración rural-urbana- es una fuente de autonomía importante, aunque a menudo, especialmente con las migrantes mujeres, los lazos de responsabilidad hacia la familia de origen son fuertes y la subordinación en el empleo doméstico urbano tiende a ser muy alta. Al mismo tiempo, especialmente en las clases medias, parecería que la dependencia de los hijos se extiende cada vez más en el tiempo. El aumento de los niveles de escolaridad y la responsabilidad familiar por mantener a los hijos mientras estudian implican la extensión temporal de la dependencia económica de los hijos en relación con sus padres, posponiendo el momento de su autonomía financiera. Al mismo tiempo y de manera contradictoria se ha ido fortaleciendo una cultura urbana juvenil, que genera para los y las jóvenes un ámbito de desarrollo de su individualidad y un estilo de vida propio. Esto se torna muy a menudo en un campo de conflicto con los padres. La pérdida de la autoridad patriarcal en relación con los adolescentes y jóvenes, anclada en la creciente importancia de la "cultura de pares" (la identificación de los jóvenes con otros jóvenes), acompañada por las tensiones que el proceso de crecimiento y autonomía personal propio de esa etapa del curso de vida producen en las relaciones entre padres e hijos generan en nuestra sociedad enfrentamientos intergeneracionales que pueden aparecer en momentos relativamente tempranos del curso de vida. Algunos de estos enfrentamientos son comunes a distintas clases sociales en el ámbito urbano: el grado de autonomía en la selección de amigos y la libertad de movimiento y de horarios para las actividades de tiempo libre (donde la diferencia de género entre hijos varones y mujeres adolescentes es todavía enorme), además del ámbito de la sexualidad "permitida". El enfrentamiento intergeneracional aparece también en el consumo, especialmente en las presiones ejercidas por los jóvenes adolescentes para obtener una serie de bienes -desde la ropa de moda hasta aparatos electrónicos- dictados por el mundo de la cultura juvenil. En el ámbito doméstico estas presiones se traducen en el conflicto en torno de la jerarquización de los consumos. Los conflictos y las pujas

distributivas alrededor de recursos son obviamente más difíciles cuando los recursos son más escasos. Además, especialmente en las clases populares, hay conflictos centrados en la expectativa paterna (y materna) de que las hijas contribuyan al trabajo doméstico, en expectativas de que hijos e hijas consigan empleo para ayudar al mantenimiento familiar, y en la decisión acerca de si los recursos así obtenidos son de apropiación individual o familiar. Históricamente, el proceso de ampliación de la autonomía personal y la reivindicación de los intereses individuales tenía lugar entre generaciones -los jóvenes frente a sus padres- antes que entre géneros. Como vimos, el modelo patriarcal comenzó a quebrarse cuando la base material de subsistencia dejó de ser la propiedad de la tierra, transmitida hereditariamente de padres a hijos, y se convirtió en la venta de fuerza de trabajo en el mercado, para la cual la unidad relevante es el individuo y no la familia. En sectores sociales de mayor riqueza e ingresos, donde la autonomía económico-financiera no resulta tan crucial, la autoridad patriarcal se vio igualmente desafiada en ámbitos ligados a opciones educacionales y ocupacionales, a elecciones de estilos de vida y de sexualidad, a consumos y redes sociales. El proceso de individuación y de reconocimiento de intereses y derechos propios de las mujeres frente al hombre jefe de familia es mucho más reciente e inacabado. Los cuestionamientos a la dinámica de la división sexual del trabajo y los enfrentamientos ligados al mayor poder de las mujeres son fenómenos que datan de las últimas tres décadas, a partir del surgimiento del movimiento de mujeres y del feminismo. El trabajo doméstico, la subordinación de la mujer y la organización social de la reproducción se convirtieron entonces en temas importantes para la lucha social y política, así como para la investigación y el debate académico. En la dinámica doméstica entre géneros, las líneas de conflicto se plantean más explícitamente cuando aumenta la participación de las mujeres en la fuerza de trabajo. Esto implica, principalmente, la posibilidad de autonomía económica de las mujeres (parafraseando a Virginia Woolf, quien decía que para ser libres y poder dedicarse a escribir literatura de ficción, las mujeres necesitan "un cuarto propio" un lugar para su privacidad- y dinero en el banco para sobrevivir [...]). Es en esas circunstancias cuando también se plantea el conflicto en torno de la cuestión de la responsabilidad doméstica. Los estudios de presupuestos de tiempo indican claramente la mayor carga de trabajo de las mujeres, lo cual se está convirtiendo en tema de lucha y reivindicación femenina, tanto en el plano privado de cada familia como en los movimientos sociales.

Sin embargo, en el área de la organización de la familia y del cuidado, la mujer-madre parece tener un apego muy fuerte a su posición de "defensora del bien común" del ámbito doméstico colectivo, ejerciendo el "poder del amor" frente a los demás miembros de la unidad, con renuencia a "cederlo". En este punto, la situación actual es ambigua. Por un lado, existen reclamos de parte de las mujeres por un reconocimiento de su individualidad como personas y contra la desigualdad en la distribución de la carga doméstica. Por otro lado, simultáneamente, las mujeres continúan ubicadas, y así se reconocen a sí mismas, en ese rol de "soporte" familiar, o sea ancladas en su rol de esposa/madre. Está claro que en el mundo occidental la familia centrada en la autoridad patriarcal se halla en decadencia. La lucha por la autonomía personal, que inicialmente fuera patrimonio de los hijos (adultos, jóvenes, adolescentes) por liberarse del poder del padre, se ha extendido a la relación entre géneros. Para agregar un capítulo futuro a esta historia, cabe mencionar que en los últimos años, frente a la evidencia irrefutable de situaciones de maltrato familiar hacia niños y niñas y de situaciones de explotación laboral y sexual, el tema de la autonomía personal y de los derechos de los niños comienza a ser objeto de debate internacional. Quizá pensar en los niños nos permite reconocer con mayor claridad que cuando se trata de mujeres o jóvenes, la autonomía y la liberación individual nunca pueden llegar a ser totales, ya que los individuos necesitan y encuentran beneficios y satisfacciones en los vínculos de protección, de solidaridad, de compromiso y de responsabilidad hacia el otro, comenzando por el ámbito más íntimo y lleno de afectos que es la familia.

2. La separación entre “la casa” y “trabajo” El mundo urbano (y buena parte del mundo rural, aunque en este caso se trata de un proceso más reciente) ha ido construyendo dos esferas sociales bien diferenciadas: el mundo de la producción y el trabajo y el mundo de la casa y la familia. Esta diferenciación marca ritmos cotidianos, marca espacios y tiempos que se expresan en el "salir a trabajar" y en el ámbito doméstico. Existen patrones sociales claros en cuanto a la división social del trabajo entre los miembros de la familia. Queda bien claro quién pasa la mayor parte de su tiempo en la casa y quién fuera de ella. El sexo y la edad son los criterios básicos para esta diferenciación en el trabajo cotidiano. En el modelo de familia nuclear existen expectativas sociales diversas para el trabajo de hombres y de mujeres (el hombre trabaja afuera, la mujer es la responsable de la domesticidad) y diferencias por edad (los niños y los ancianos son "dependientes"). El hombre es el responsable

del mantenimiento económico de la familia. Se espera de él que "salga" a trabajar y con el ingreso monetario que recibe cubra las necesidades básicas -y, de ser posible, los gustos y lujos- de su familia. También se espera de él que actúe como autoridad principal o última en el disciplinamiento de los hijos ("vas a ver cuando llegue tu padre" es una expresión que todos oímos alguna vez...). La mujer es la principal responsable de las tareas "reproductivas": tiene a su cargo la reproducción biológica, que en el piano familiar significa gestar y tener hijos (y en el social se refiere a los aspectos socio-demográficos de la fecundidad), se ocupa, además, de la organización y de gran parte de las tareas de la reproducción cotidiana, o sea de las tareas domésticas que permiten el mantenimiento y la subsistencia de los miembros de su familia y desempeña un papel fundamental en la reproducción social, o sea en las tareas dirigidas al mantenimiento del sistema social, especialmente en el cuidado y la socialización temprana de los niños, transmitiendo normas y patrones de conducta aceptados y esperados. Las mujeres también desarrollan, en forma creciente, tareas productivas en el mercado de trabajo, y siempre han participado en las actividades productivas de los emprendimientos familiares, en aquellas situaciones en que la actividad productiva no está separada espacialmente de la doméstica. La diferenciación espacial entre casa y trabajo no ha existido desde siempre ni en todos lados. En realidad, se trata de una forma de organización que se generaliza en la modernidad, al profundizarse la diferenciación de las esferas institucionales, especialmente las instituciones económicas y productivas. Anteriormente, por ejemplo en Inglaterra o en Francia a partir del siglo XXVII, las "casas" de los ricos terratenientes llegaron a ser muy grandes, incluyendo muchos parientes y empleados. Se trataba de "casas" con muchos empleados domésticos, cuya función era muy ambigua. Como señala Flandrin,1 si se acepta la perspectiva de los escritores del siglo XVIII, que protestaban por la proliferación del servicio doméstico, estos empleados eran todos parásitos. Pero la realidad era otra. Actualmente un empresario establece una muy clara distinción entre los (numerosos) trabajadores y empleados de su empresa y los (comparativamente pocos) empleados domésticos que trabajan en su casa. Esta diferenciación no era común en esa época. Algunos se ocupaban solamente de las tareas de la casa y del bienestar de sus patrones, otros cumplían tareas de ayuda profesional o laboral, otros 1

Jean-Louis Flandrin, Families: parenté, maison, sexualité dam l'ancienne société, París, Hachette, 1976.

transitaban de una esfera a la otra -que en realidad no estaban diferenciadas-. Tampoco lo estaban en sociedades donde existía la esclavitud. En nuestros días, la diferenciación entre trabajador y servicio doméstico es mucho más clara. Esto ocurre porque, con muy raras excepciones, el trabajador no vive en la casa de su empleador. Cada vez más, la unidad de producción no coincide con la unidad de consumo, al punto de que los casos en que esto sucede se han convertido en la excepción. Sin embargo, éstas son situaciones diferentes de las que relata Flandrin. No son grandes "casas" llenas de trabajadores, sino más bien pequeñas empresas familiares y emprendimientos que se llevan a cabo desde el hogar (pequeñas chacras o talleres en la casa, el tradicional almacén de barrio, donde la familia vive en el fondo del negocio, etc.), trabajadores a domicilio y trabajadores autónomos -incluyendo escritores, artistas y profesionales- que trabajan en sus casas. En estas situaciones se mantiene la división sexual y generacional del trabajo dentro de la familia. Los estudios de la economía campesina muestran que las mujeres tienden a ocuparse de tareas que se realizan "cerca" de la casa cuidar animales domésticos, cuidar la huerta-, mientras que los hombres llevan adelante las tareas de campo más alejadas. En la ciudad, por lo general, si el hombre participa en la empresa familiar, es él quien tiene a su cargo la organización y el control de las tareas de la empresa. Por otro lado, aunque no hablamos formalmente de trabajadores viviendo en la casa de su patrón, puesto que se trata de familias y parentescos, está claro que la empresa familiar tiene requerimientos de mano de obra. Para que pueda funcionar y progresar, debe contar con el trabajo no remunerado de varios miembros de la familia. Las probabilidades de éxito de este tipo de emprendimiento son mayores si el grupo familiar transita un determinado estadio del curso de vida (hijos/as que estén en edad de "ayudar", mujeres que estén parcialmente "liberadas" del cuidado intensivo de hijos pequeños o que pueden ser reemplazadas por hijas o abuelas) y/o, cuando es posible, ampliar el grupo doméstico incorporando a otros parientes que participen en las tareas. En Occidente, "casa" y "trabajo" comienzan a separarse a partir de la Revolución Industrial y de la aparición de la fábrica como lugar de producción diferenciado. A partir de esta transformación, las condiciones en que se desarrolla la familia se modifican y ésta va perdiendo su papel productivo para ocuparse principalmente de las tareas de la reproducción. Si la estructura productiva no puede sustentar un tipo de familia, como es el caso del campesinado en muchas regiones del mundo, este tipo de familia y de organización doméstica entra en crisis y tiende a desaparecer.

Sin embargo, también existen estrategias adaptativas a las cambiantes condiciones económicas y productivas. En algunas circunstancias (Lourdes Arizpe lo ha estudiado para México), las familias campesinas que entran en crisis al establecerse nuevas formas de producción agrícola, altamente tecnificadas y con producción en escala, elaboran estrategias para mantener el "modo de vida campesino" cuando su base económica decae. Para ello se requieren recursos monetarios adicionales. El trabajo asalariado de los/as jóvenes sirve entonces para mantener un modo de vida y no un modo de producción. Los hijos e hijas migran (para realizar trabajo agrícola asalariado, pero más a menudo actividades urbanas) y envían remesas a su familia de origen. El modelo funciona en la medida en que se mantiene el vínculo de responsabilidad familiar de los migrantes. Cuando éste se quiebra -hijos que se van a la ciudad y no mandan dinero ni regresan-, el modelo se torna inviable. ¿Por qué mencionar esta situación aquí? Comenzamos hablando de aquella situación en que casa y trabajo coinciden espacialmente y están superpuestos, y terminamos hablando de la separación más extrema, en que la "casa" y el "trabajo" están a muchos kilómetros de distancia. Ocurre que esta situación, la de una organización familiar productiva/reproductiva que siendo autosuficiente se torna económicamente inviable, está en el eje de gran parte de las corrientes migratorias internas e internacionales y de las transferencias y remesas económicas privadas en el mundo contemporáneo. En este caso en el que la distancia entre casa y trabajo es extrema, el "cemento" reside en un vínculo de responsabilidad familiar (con distintos grados de cercanía afectiva), que paradójicamente se mantiene cuando la convivencia cotidiana deja de ser viable y se torna imposible. Y, sin embargo, seguimos hablando de familia... Algo de historia. La migración rural-urbana y las redes de parentesco en América Latina La historia social de América Latina en este siglo está plagada de migraciones -desde Europa en algunos casos, del campo a pueblos y ciudades, de un país a otros-. La rapidez del proceso de urbanización y el crecimiento de las grandes metrópolis a partir de la década del treinta, intensificados en la posguerra, son bien conocidos. Su relación con la organización de la familia -tanto el impacto de la urbanización en la familia como el papel de las redes familiares en el propio proceso de urbanización- es un fenómeno que requiere atención. Mirémoslo

desde lo que encuentran los migrantes en el punto de llegada, la ciudad, como contrapartida a lo que dejaron atrás y a los vínculos que se mantienen con el lugar de origen, tema mencionado anteriormente. Los procesos de crecimiento urbano iniciados a comienzos de los años treinta implicaron una multiplicación de los flujos migratorios internos. En las décadas del treinta y del cuarenta, la migración hacia las ciudades fue numéricamente pequeña en la mayoría de los países. En ese período, la intensa migración hacia Buenos Aires, que había recibido un enorme flujo de mígrantes europeos antes de la Primera Guerra Mundial Y comenzó a recibir migrantes internos en los años treinta, fue una excepción. Probablemente, los primeros migrantes que llegaron a las ciudades, los "pioneros", eran solitarios, y no contaron con redes de ayuda. A partir de los años cincuenta, la migración se convirtió en un fenómeno más masivo. Los migrantes posteriores pudieron entonces aprovechar la presencia de sus antecesores, que construyeron verdaderas redes de apoyo en el proceso de adaptación a la vida urbana. ¿Para qué sirven estas redes? Ellas son las que otorgan el contexto humano y social a la experiencia migratoria. Tienen, sin duda, un valor instrumental: los migrantes no son seres aislados que llegan a un mundo desconocido. Los contenidos de la red y el tipo de ayuda varían según las clases sociales: desde siempre, las clases altas residentes en las provincias enviaban a sus hijos a estudiar a las ciudades capitales, donde contaban con redes de parentesco para proveer un lugar de residencia y el mantenimiento cotidiano de los jóvenes -además del control social que los parientes podían ejercer-. La expansión del acceso a la educación media y superior, fundamentalmente en las ciudades más grandes a partir de los años cincuenta, no hizo más que expandir el sector social que utilizó esta modalidad de organización del parentesco, típica de las clases media y alta. En las clases populares, la inclusión en redes implica el hecho de que al llegar a la ciudad los migrantes encuentran una casa donde pasar las primeras noches Y Poseen contactos que les permiten una inserción relativamente fluida en el mercado de trabajo urbano. En términos más globales, la presencia de estos vasos comunicantes entre las zonas de origen y las ciudades permite la integración, en una misma red, de unidades domésticas en la ciudad y en el campo, con migraciones en ambas direcciones y remesas de dinero y de productos, lo que configura una estrategia compartida entre los que se quedaron en el campo o en el pueblo y los residentes urbanos. A menudo, la migración ocurre en el contexto social de redes clientelísticas de carácter vertical o aun semiservil. Las familias "ricas" del pueblo que se trasladan a la ciudad son el vínculo para los pobres que llegan y se establecen en una situación de dependencia. Esta modalidad,

mucho más común en los años treinta y cuarenta, se mantuvo posteriormente en la migración de mujeres para el servicio doméstico urbano. En general, las jóvenes son reclutadas a partir de lazos de dependencia familiar, donde la "patrona" mantiene un poder sobre su empleada que va más allá del vínculo laboral, pues se hace cargo del "cuidado" de la persona en representación de su familia de origen, lo cual brinda seguridad a la empleada y al mismo tiempo le quita libertad de movimiento en la ciudad. Hasta los años cincuenta, en el marco de las fuertes corrientes migratorias y del crecimiento de las ciudades, la vida cotidiana de los migrantes estaba centrada en la adaptación a la vida urbana, es decir, en conseguir un lugar para vivir y ayudar a la red de parientes y familiares en el proceso migratorio. La organización familiar y doméstica iba adaptándose a las cambiantes condiciones. En un estudio sobre una "barriada" en Lima, Blondet2 muestra cómo en los inicios, hacia los años cincuenta, el patrón de división del trabajo establecía que los hombres salían a trabajar fuera de la barriada, para asegurar el ingreso monetario, mientras que las mujeres se quedaban en el barrio, a cargo de las tareas domésticas. En esa primera etapa, construir e ir mejorando la vivienda y los servicios colectivos formaban parte de las tareas domésticas, o sea, de las tareas de mujeres. Los servicios no estaban definidos ni como parte de lo que se compra en el mercado ni como parte de los derechos ciudadanos a ser reclamados frente al Estado. Tampoco eran tareas privadas que desarrollara cada familia o unidad doméstica. En función de sus tareas (conseguir agua, electricidad, transporte, escuela para sus hijos, mejoras en calles y senderos, protección frente a las inundaciones, etc.), las mujeres desarrollaron un campo de relaciones barriales propias, aunque sin llegar a elaborar una identidad colectiva o a reconocer un espacio de acción colectiva común. En cuanto las viviendas fueron habitables y los servicios básicos estuvieron provistos, las actividades barriales colectivas de las mujeres fueron disminuyendo, y se fueron "encerrando" más en sus propias casas. Sólo muchos años después, a partir de los cambios en el sistema político y en las condiciones económicas de los ochenta, hubo por parte de las mujeres y sus hijas un cambio en la concepción de sus derechos y la elaboración de una estrategia de acción alternativa basada en demandas sociales 2 Cecilia Blondet, "Muchas vidas construyendo una identidad: las mujeres pobladoras en un barrio limeño", en Elizabeth Jelin (ed.), Ciudadanía e identidad: las mujeres en los movimientos sociales latino-americanos, Ginebra, UNRISD, 1987; Carlos Iván Degregori, Cecilia Blondet y Nicolás Lynch, Conquistadores de un nuevo mundo. De invasores a ciudadanos en San Martin de Porres, Lima, IEP, 1986.

colectivas. En realidad, en los años sesenta la migración dejó de ser el motor del crecimiento urbano y con la incorporación masiva de las mujeres adultas al mundo laboral se produjeron transformaciones significativas en el mercado de trabajo. Como consecuencia de ello, comenzaron a "hacerse visibles" algunas transformaciones en la organización doméstica y familiar. Al igual que en el caso de Lima, el impacto de la crisis económica de los ochenta generó, a su vez, nuevas modalidades de respuesta doméstica y colectiva, incluida la Presencia de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales en la organización comunitaria de las tareas de mantenimiento de la población. Trabajo y familia Volvamos al tema de la separación casa-trabajo y de la división sexual del trabajo. En el modelo ideal de familia nuclear con una clara división del trabajo entre géneros, todos los varones adultos deberían estar trabajando mientras que las mujeres, por su parte, no deberían trabajar fuera de su hogar. Sin embargo, la imagen ideal de un grupo doméstico mantenido por un único salario o ingreso sólo pudo ser realizada por las clases medias. En los sectores más ricos, el mantenimiento del hogar está asegurado por la riqueza más que representado por el salario. Y en las clases trabajadoras, el ideal ha sido pocas veces alcanzado en la práctica, porque los niveles salariales son demasiado bajos para sobrevivir. Tanto en el pasado como en el presente, el salario del jefe de familia obrera debe complementarse con el de los hijos e inclusive con el de las hijas solteras jóvenes. Hasta hace poco tiempo el trabajo asalariado de las mujeres casadas constituía un ingrediente muy inferior en el presupuesto familiar, ya que muy pocas salían a trabajar. En los años treinta, escaso número de mujeres tenían otra perspectiva que no fuera la de vivir ancladas en sus familias: las de origen para las jóvenes y las solteras (y "solteronas") de cualquier edad, las de procreación para las casadas. En ambos casos, el mundo femenino debía ser el mundo doméstico, privado. Para las mujeres, la "calle" era sinónimo de vicio y prostitución. (Propongo un ejercicio sencillo: buscar en algún diccionario la definición de "mujer pública' y de "hombre público", para así tener una experiencia directa de la fuerza de estas imágenes.) Debemos recordar que aun los movimientos anarquistas y socialistas de comienzos de siglo reivindicaban para las mujeres un papel fundamental en la familia, como educadoras y transmisoras de valores -en este caso, revolucionarios- a sus hijos (varones). Es más, si debido a circunstancias de la vida y de la clase social las mujeres se veían obligadas a trabajar en

fábricas, ello era producto de la "necesidad" y era considerado como una situación poco deseable. A la mujer trabajadora había que protegerla, tanto como mejorar la situación social para que el trabajo femenino no fuera necesario. En esa época, la situación se presentaba ligeramente diferente en las clases medias, donde se había gestado un sector de mujeres educadas que reivindicaban sus derechos civiles y sociales. Sin ninguna duda, eran una minoría, aun dentro de su clase. La educación de las mujeres estaba orientada a prepararlas para ser mejores amas de casa, mejores madres, mejores anfitrionas. Desde entonces mucho ha cambiado en la sociedad respecto del mercado de trabajo. El cambio es relativamente menor para los hombres que para las mujeres. En realidad, lo que ocurrió entre los hombres es que, debido al aumento de la escolaridad, el momento del ingreso al mundo del trabajo se fue postergando. Y en el otro extremo, a partir del mejoramiento de los planes de jubilación y de retiro comenzó a disminuir la participación de los más viejos. Para las mujeres urbanas, cuyos niveles de participación laboral eran muy bajos en la década del treinta, la historia presenta un incremento sostenido y muy notorio en su inserción en el mundo del trabajo. Tanto los ritmos de cambio como los niveles de participación han sido muy variables entre países. Para América Latina, el período de gran cambio ocurrió a partir de 1960, e incluyó no sólo el aumento de la participación laboral de las mujeres jóvenes solteras, sino también una salida importante al mundo del trabajo extra-doméstico de las mujeres casadas, y el de las casadas con hijos, lo que tuvo profundas implicaciones para la organización doméstica y para la familia. Los datos sobre el empleo en América Latina son contundentes en este punto3: entre 1960 y 1990 la tasa de actividad femenina (porcentaje de mujeres activas sobre el total de mujeres de 10 y más años de edad) en el conjunto de 19 países de la región creció del 18,1% al 27,2%. En el mismo lapso, la tasa de actividad masculina disminuyó del 77,5% al 70,3%. Como puede observarse en el cuadro de la página 45, las variaciones entre países son considerables, tanto respecto de las tasas iniciales como del ritmo de cambio. Como consecuencia de estas transformaciones, hacia 1990 en América Latina cerca de tres de cada diez trabajadores (28,1%) eran mujeres mientras que treinta años antes no llegaban al 20%. La participación de las mujeres en la fuerza de trabajo es más elevada en las zonas urbanas y en las metrópolis. Los datos de 3

Los datos y las líneas centrales de interpretación de esta parte provienen de Teresa Valdés et al., Mujeres latinoamericanas en cifras. Volumen comparativo, Santiago de Chile, FLACSO, 1995.

encuestas de empleo urbanas indican que hacia 1990 las tasas superaban el 40% en la mayoría de los países (llegando al 49,2% en el Uruguay). Participación de mujeres y hombres en la fuerza de trabajo.Países latinoamericanos seleccionados, 1960-1990 País

Tasas de participación (%) Mujeres 1960 21,4 16,8 19,7 17,6 13,9 14,3 21,3 20,4 19,1 18,1

1990 26,1 30,3 27,0 31,6 34,8 29,2 25,6 27,5 39,5 27,2

Hombres 1960 78,3 77,9 72,5 75,5 72,7 72,5 78,5 73,1 74,3 77,5

1990 Argentina 69,7 Brasil 72,6 Chile 66,9 Colombia 65,7 Cuba 67,8 México 71,8 Paraguay 77,3 Perú 67,1 Uruguay 66,7 América Latina 70,3 (19 países) Fuente: Mujeres latinoamericanas en cifras.Volumen comparativo, p. 67.

Hay otros datos significativos respecto de la relación entre la familia y el trabajo. Partamos de la diferencia por edades. Entre los hombres, las tasas de participación crecen según la edad, hasta llegar a un pico en la categoría de 30 a 34 años, donde prácticamente todos los hombres (el 97%) se hallan en la fuerza de trabajo. Desde esa edad comienza una disminución muy poco significativa hasta llegar a los 60 años, a partir de la cual disminuye de manera notoria. La diferencia entre hombres urbanos y rurales es muy notable en el caso de los jóvenes (en el grupo de 15 a 19 años están en la fuerza de trabajo el 43% de los hombres urbanos y el 64% de los rurales) y para los mayores (en el grupo de 65 a 69 años, el 45,7% de los hombres urbanos, pero el 70,2% de los rurales es económicamente activo). O sea que los datos reflejan el imperativo de que los hombres sean económicamente activos, a menos que continúen su educación (los jóvenes urbanos), o puedan contar con programas de jubilación (los viejos urbanos). Entre las mujeres, las mayores tasas de participación en la fuerza de trabajo son mucho más altas en las ciudades que en las zonas rurales, y esta diferencia se mantiene para todas las edades, indicando que es en las ciudades donde han surgido oportunidades de empleo que aún ro existen en el campo. Entre las mujeres urbanas, las tasas más altas son las del grupo de entre 25 y 29 años (tasas que llegan al 62,9% en Cuba y

al 65% en el Uruguay, alcanzan aproximadamente el 50% en la Argentina, Brasil y Colombia, y superan el 40% en todos los demás casos). A partir de esa edad, disminuyen moderadamente hasta los 50 años, para luego descender de manera más brusca. En realidad, esta disminución debe ser interpretada con cuidado. La primera tentación es pensar que las diferencias de edad indican el efecto del curso de vida de las mujeres, es decir, una tendencia a que las mujeres que trabajan vayan dejando la fuerza de trabajo. Pero esta interpretación es equivocada. Los datos que estamos analizando son el resultado de las tendencias históricas en los patrones de participación de las mujeres en la fuerza de trabajo. Las mujeres que tenían 50 años en 1990 tenían 20 en 1960. En esa época, era mucho menor la cantidad de mujeres que ingresaba a la fuerza de trabajo. Por lo tanto, al llegar a los 50 años acumulan el pertenecer a una cohorte con poca participación y la tendencia a salir de la fuerza de trabajo a medida que aumenta la edad. Las que tienen 25 años en 1990 ya pertenecen a una cohorte con una participación económica mucho mayor, que se mantendrá en el tiempo, con lentas disminuciones. Cuando lleguen a los 50 años, sus tasas serán mucho más altas que las de sus antecesoras. En este sentido, es posible prever que la participación de las mujeres seguirá incrementándose en el futuro. Estos datos indican que una fracción muy importante de mujeres que ingresa al mercado de trabajo no lo abandonan por causa del emparejamiento o la maternidad. Los más altos porcentajes de participación económica se concentran en las mujeres de entre 20 y 34 años, es decir, en las que atraviesan el período de la procreación, en el que las dificultades para compatibilizar las tareas domésticas con el trabajo remunerado son mayores. Y sin embargo lo hacen. ¿A qué responden estas tendencias? Por un lado, se han producido cambios en la oferta de trabajadoras. El aumento en los niveles educativos de la población femenina y el acceso a niveles de educación más altos en las clases medias tienen como consecuencia el incremento del empleo femenino. Es sabido que las mujeres con mayor educación tienden a manifestar tasas más altas de participación en la fuerza de trabajo. Han hecho una inversión en su educación, y pueden obtener los beneficios económicos de la misma. Pero, además, la educación amplía el grado de autonomía y autovaloración de las mujeres, que buscan su realización también en el mundo laboral. Es así que en los sectores medios, el nivel de vida de la familia depende en forma creciente de la suma de los ingresos de la Pareja. Y con el aumento de las tasas de divorcio y de separación, mayor cantidad de mujeres deben automantenerse.

Sin embargo, desde la perspectiva de la oferta de empleo persiste una fuerte segmentación ocupacional entre géneros. Mientras que los hombres participan en todo tipo de sectores económicos, las mujeres urbanas se concentran en los servicios y el comercio, y dentro de ellos desempeñan tareas "típicamente femeninas", es decir, aquéllas definidas socialmente como extensión de las propias de la labor doméstica: para las mujeres populares, servicio doméstico en otras casas, limpieza y lavado/planchado de ropa, costura, cuidado de niños, ancianos y enfermos; para las mujeres más educadas de sectores medios, enfermería, secretariado, docencia (todas tareas de cuidado y atención personalizada de terceros). Además, frente a situaciones de dificultad económica (a menudo ocasionadas por el desempleo del "jefe de hogar"), hay mujeres casadas de clase media que no trabajaban y que comienzan a ofrecer una extensión de su labor doméstica para el mercado (comidas especializadas, artesanías, etcétera). Son todos casos de "más de lo mismo". Durante la década de los ochenta, sólo dos grupos de ocupaciones aumentaron su participación en el empleo femenino urbano de la región: las profesionales y técnicas y las trabajadoras de comercio. El primer grupo refleja la mayor posibilidad de incorporarse al mercado de trabajo a partir de la expansión de la educación media y superior. El segundo refleja la mayor necesidad de las mujeres de menor nivel educacional de incorporarse al empleo con el propósito de acrecentar los ingresos familiares, reducidos fuertemente durante los años de crisis y de ajuste estructural. Se ocuparon mayormente como trabajadoras independientes en el sector de comercio informal y, en menor medida, como dependientas de tiendas. Hasta ahora, la evidencia indica que el aumento en las tasas de participación de mujeres (incluyendo las casadas y las casadas con hijos), concentrado en tareas "femeninas", no ha tenido un impacto conmensurado en el modelo de estructuración de la familia y la domesticidad. Seguramente al ampliarse la gama de tareas que las mujeres desempeñan en el mercado de trabajo, y cuando los hombres aumenten su participación en tareas vinculadas al cuidado (enfermería, docencia, etc.) -es decir, cuando la tipificación social de lo que es "femenino" y "masculino" comience a alterarse- el modelo de estructuración de la familia nuclear y de la domesticidad se verá amenazado. Pero esta transformación estructural está lejos de haber concluido. Las profesiones y los oficios de enfermera, docente, secretaria, trabajadora de la confección, cocinera y trabajadora del servicio doméstico siguen siendo típicamente femeninos (más del 50% de los ocupados son mujeres) en todos los países. En cambio, ingenieros, arquitectos y abogados, directores y gerentes en el sector público y privado, mecánicos, electricistas, carpinteros y albañiles son típicamente

masculinos. Y esta segmentación persiste. En la actualidad, lo más común es que el cambio en la participación económica de las mujeres no implique una reestructuración profunda del hogar: no hay redistribución de tareas y responsabilidades hacia los miembros varones; las mujeres amas de casa-madres ven sobrecargadas sus labores y en el caso de hallarla disponible recurren a la "ayuda" de otras mujeres del núcleo familiar (abuelas hijas adolescentes o aun niñas) o a mujeres empleadas en el servicio doméstico. La evidencia al respecto es contundente, tal como fue presentada -a nivel mundial- en el Informe de desarrollo humano de 1995, basado en investigaciones del uso del tiempo de mujeres y hombres.4 Ese año, el tema especial del informe residió en las desigualdades de género en el desarrollo humano, para lo cual se llevaron a cabo investigaciones especiales que dieron como resultado la elaboración de un índice que incorpora las desigualdades de género en el desarrollo humano y de otro que mide el "empoderamiento de género". Además, y a esto es a lo que nos referiremos ahora, se llevó a cabo un estudio en profundidad sobre el uso del tiempo en 31 países. Para analizar los datos, el informe combina el tiempo de trabajo remunerado con el tiempo de trabajo no remunerado (trabajo personal indelegable como comer o lavarse, trabajo domestico para otros, trabajo comunitario). Los resultados, dramáticamente graficados para el mundo en la tapa del informe, indican que: • En casi todos los países las mujeres trabajan más horas que los hombres. En promedio, las mujeres tienen a su cargo el 53% del tiempo de trabajo en los países en desarrollo y el 51% en los países desarrollados. • Sólo un tercio del trabajo de las mujeres, va sea en países desarrollados o en desarrollo, es remunerado. En contraste, dos tercios del trabajo de los hombres en los países desarrollados y tres cuartos en los países en desarrollo es trabajo remunerado. • Los hombres reciben una parte desproporcionadamente grande del ingreso y el reconocimiento por su contribución económica, mientras que la mayor parte del trabajo de las mujeres permanece no pago, no reconocido y subvalorado. (Informe de desarrollo humano, 1995, p. 88). En términos más generales, uno de los grandes dilemas contemporáneos es cómo definir y promover la equidad de género. 4

UNDP, Informe de desarrollo humano, Nueva York, UNDP 1995.

Con respecto a ella, existen posturas que resaltan la igualdad y otras que destacan la diferencia, propuestas que colocan el énfasis en igualar las condiciones de participación en la fuerza de trabajo y otras que privilegian políticas dirigidas a la redistribución de las labores de cuidado de otros y de la domesticidad. Cualquiera que sea la resolución histórica y política de estas tensiones, es importante resaltar que el tema de la igualdad es multidimensional y abarca más que la igualdad de ingresos. Como propone Nancy Fraser,5 al evaluar posibles políticas de igualdad, es necesario mirar en forma simultánea el principio de la igualdad de ingresos, el principio de la igualdad en el tiempo libre y el principio de la igualdad en el respeto. No resulta fácil producir cambios en la distribución de la labor doméstica. La posible reestructuración de la relación entre géneros en la labor doméstica dependerá de la negociación intradoméstica en cada hogar, con escasa intervención externa, con excepción de lo que pueda transmitirse a través de los medios de comunicación de masas como modelos alternativos. Donde sí es más fácil intervenir es en la oferta de servicios alternativos y de apoyo a la labor doméstica. Por ejemplo, el acceso (muy insuficiente en la actualidad) a guarderías y formas colectivas del cuidado de niños puede liberar parcialmente o "aliviar" la carga del trabajo maternal, aunque, normalmente, no la libere de la responsabilidad. En realidad, la variación en la carga de la labor doméstica para las mujeres-madres, además de estar ligada obviamente a la composición del hogar, no depende tanto de la distribución de tareas y responsabilidades dentro del hogar (entre los miembros) sino fundamentalmente del acceso diferencial de las mujeres a servicios fuera del hogar, sean comunitarios o de mercado: el servicio doméstico remunerado, las guarderías y servicios de cuidado de enfermos y ancianos, el mayor uso de bienes y servicios personales extradomésticos, el acceso a tecnología doméstica que implica ahorro de tiempo y esfuerzo, etcétera. En la medida en que la oferta de servicios de este tipo esté centrada más que nada en los mecanismos de mercado, por los cuales hay que pagar, la variación fundamental se producirá entre clases sociales y niveles de ingreso. Existen algunas experiencias de organización comunitaria de ciertos servicios, así como de oferta estatal a través de políticas sociales, que muestran caminos alternativos. El alcance numérico de estas experiencias es muy limitado. En realidad, este tema debería ser objeto de políticas públicas: ¿qué 5

Nancy Fraser, "After the family wage: a postindustrial thought experiment", en: Justice interruptus, Nueva York, Routledge, 1997, cap. 2.

ocurre con las tareas de la "casa" cuando la mayoría de los miembros adultos (léase, las mujeres) también "trabajan" (fuera del hogar, porque adentro lo han hecho siempre)? Hablar de la necesidad de encarar las tareas reproductivas cotidianas como parte de las políticas públicas implica reconocer básicamente el hecho de que las tareas de la reproducción cotidiana de la población, esas tareas históricamente invisibles y "privadas", no se pueden seguir tomando como "datos", dándolas por supuestas. Las presiones ejercidas sobre las mujeres son demasiado fuertes como para requerir la intervención de instituciones externas (sean estatales o no gubernamentales) con el propósito de detectar y solucionar las situaciones de "déficit doméstico". Esto implica además reconocer la necesidad de acciones afirmativas que promuevan la asunción de responsabilidades domésticas por parte de los otros miembros (hombres) de la familia. La familia no podrá ser "democrática" en tanto no se democratice la provisión y el acceso a los servicios colectivos necesarios para las tareas cotidianas de la domesticidad.

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