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I ¡Dónde estarás amor, en esta extraña mañana fresca del mes de agosto, del año mil quinientos noventa y siete de nuestra famosísima nación, en la que

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I ¡Dónde estarás amor, en esta extraña mañana fresca del mes de agosto, del año mil quinientos noventa y siete de nuestra famosísima nación, en la que reina nuestro señor, el odiado y amado rey don Felipe Segundo, hijo del glorioso e invicto emperador Carlos Quinto! Ahora mientras yo te escribo, contemplo por la ventana el paso lento de las nubes, acompañada solo de tus recuerdos, con la esperanza de verte, e intentando ignorar con temor y repugnancia la cama en la que yace amortajado con delicado y carísimo lienzo, un hombre de barba malamente recortada y mirada tiránica, con el que mi padre, no a mi gusto, me obligó a desposarme hace tres años. Sin mirarle aún siento clavados en mis ojos los suyos, esos que me torturaron en vida y en sueños con más poder que sus manos, insolentes y negros, llenos de viveza de muerte. Por intentar olvidarle me deleito viendo nuestra parra, la que enredada en la columna dórica, sube hacia el cielo en el patio, la que los dos tanto mirábamos entrelazándonos con nuestros brazos, como queriendo embriagarnos - 11 -

de los frutos que siempre acaban dando sus vástagos; tiernos al tacto; dulces al rozarlos con los labios; báquicos al saborearlos. A pesar del tiempo que irremediablemente se escuUUHDJD]DSDGRFRPRXQÀHOVLHUYRGHODSDUFDTXHFRUWD el hilo de nuestras vidas, mis oídos no dejan de oír los gritos del que fue mi marido. Todavía le veo persiguiéndote por la iglesia, desenvainando y blandiendo una daga, por haber visto nuestro sincero beso. Y aunque con ansia lo deseo, no logro olvidar el revuelo de las ancianas ciegas que constantemente se hacían cruces asustadas, mientras sus dedos temblorosos sujetaban sus respectivos rosarios. Tú y yo nos cubríamos con sus cuerpos torpes movidos por sus almas atemorizadas, que rezaban por no ser consumidas por la voz enloquecida de un diablo (de marido) que se empeñaba en sacarles salvajemente el corazón con su propia mano. Entonces Dios o la Fortuna en su bondad, hizo que mi marido resbalara en el imperfecto suelo, para que tú huyeras gracias a la generosidad de una dama, a la que pediste el honor de ser llevado en su coche, con la excusa falaz de tener que confesar a una persona de calidad impedida, amiga tuya, que se encontraba visitando a unos familiares en un pueblo algo alejado de aquí. Pero lo que no sabes, aunque un día he de ver tus RMRVSDUDGHFtUWHORDORtGRHVTXHFRQPDQRÀUPHQR contenta con hacerle un chirlo como el mejor desuellacaras, le clavé su daga, que ya era toda mía, en su corazón. - 12 -

La sangre se le escapó por su mirada, y la vanidosa soberbia del que se creyó eternamente poderoso, se rindió ante el aguijón de la muerte. /H PDWp ¢TXp TXHUtDV" GH QR KDEHUOR VDFULÀFDGR ya estarías tú muerto, empozado en las tinieblas de las profundidades de un agua clara, o vengativamente apuñalado en la oscuridad de una calle en una noche cualquiera, o con las entrañas desperdigadas en el tronco de un árbol solo conocido por unos pájaros, que revoloWHDURQFRQXQFHUWHURDUFDEX]D]RRGHVÀJXUDGRSRUXQ hombre que se deleitó atándote, para matarte con saña a puñetazos. Con estas razones me consuelo durante las horas que me alejan de mi pasado. ¿Dónde estás corazón?... 7HEXVFRHQWUHODVÁRUHVGHPLMDUGtQPHSLQFKRFRQ las alargadas espinas de las que antes fueron blancas rosas, y no te hallo; solo queda el dolor de la herida profunda. Escribo estas palabras, sobre el bonito escritorio que PHKLFHWUDHUSRUXQDPLJRWX\RGH,QGLDVFRQHOÀQGH que en breve puedas leerlas. Y mi reloj, encima del escritorio, mueve despacio mis horas, no como el recuerdo, que rápidamente y sin intermisión llena mi cabeza de imágenes de ti. Se secará la tinta de mis palabras, pero yo siempre te amé y te amaré.

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II No pude mandarte mis palabras después de tu huida; ¿dónde respirarás?... Pienso en los peligros que pueden acecharte, como buitres que te esperan hambrientos y encaramados por sus grandes alas en altas peñas, y enfermo de desaliento, porque nuestra tierra está llena de contratiempos que pueden acabar con el hálito de vida del más valiente. Ya sé que siempre dices que tiendo a exagerar, a imaginar problemas, cuando en la realidad no los hay. Hoy precisamente, mi cuñada, cuando viajaba por las montañas hacia aquí para enterrar a su hermano, al que en el fondo de su corazón desprecia tanto o más que yo, varios moriscos, al parecer hijos de los expulsados hace ya muchos años del Reino de Granada, de H[HFUDEOHRÀFLRVDOWHDGRUHVWRGRVFRQHOVRPEUHURGH grande falda cubriendo el cuello y descubriendo bravuconamente toda la frente, rodearon a mi cuñado con sus caballos y con sus insultos, para acabar robándoles hasta los caros quitasoles (que nunca usarán por una hombría imaginaria), amenazándoles con sus armas de fuego. - 15 -

No satisfechos estos falsos convertidos de moros con las joyas, dineros, ropas y otras cosas ajenas a sus haciendas, antes de marcharse les hicieron untar tocino (quizás recordando algunos de ellos que un cristiano viejo untó con tal alimento prohibido una fuente para que sedientos no bebieran de su agua) en una moneda sobre el nombre de nuestro rey, sobre PHILIPPUS II, al que llamaron en lengua castellana puerco asqueroso, para después irreverenciar a una cruz en el cruce de caminos, a la cual escupieron al paso y al trote, el vino que quitaron a mi cuñado, y que vertieron al galope pronunciando en lengua arábiga, mofas salidas de sus corazones. El odio, como siempre me has dicho, se extiende con el tiempo y en las generaciones como esas enfermedades tremendamente destructoras que los médicos por más que lo intentan no pueden atajar. Al que fue mi esposo le enterramos esta mañana; olía de forma tan nauseabunda, que pienso que mi nariz jamás dejará de recordarme su pestilente olor. En su entierro estuvo el cura amigo tuyo. La gente decía que volverías; creen que al regresar de confesar a aquel moribundo, tuviste algún percance, y que pronto contarán con tu buen ánimo para ayudarles en sus vidas, generalmente tristes; mejor que crean eso. Yo les dije a todos mis familiares y a la misma justicia humana, que un mendigo con cara de endemoniado le clavó un puñal cuando le forzó para quitarle su bolsa, con cuyo contenido pretendía hacer una donación harto generosa a la Iglesia; lo cual no deja de ser satírico, porque el que en el pasado fue mi marido, jamás dio un maravedí a cambio de nada a nadie; era un avaro por - 16 -

naturaleza. Su avidez por tener riquezas la heredó de sus padres, unos seres que hicieron fortuna en la labranza y en la explotación de otros labradores, a los que las deudas contraídas con ellos les llevaba irremediablemente a entregarles sus tierras, y a convertirse en sus trabajadores de sol a sol, por un jornal mísero. El día se me acaba como la tinta que traza palabras con la péndola que me regalaste.

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III Por las calles y plazas se limpian las últimas inmundicias y basuras que sus suelos y sus sumideros secos de lluvia conservan como restos repugnantes de un pasado de vecinos que imperativamente se convierten en amantes de la pulcritud. Y en ellas, para perfumarlas, ya comienzan a quemarse romero, enebro y laurel. Y de algunas casas salen volando yerbas que forzosamente nos regalan su olor, como rosas y espadañas, que quieren luchar como soldados enteros, contra el aire corrompido que nos trae la peste, aunque empiezo a creer como el señor doctor, que cuando la pestilencia la lleva el viento, no hay nadie que la detenga, y que luchar contra ella se convierte en un delirio más, como el que sufren los pobres apestados con sus frentes febriles. Al otro lado de la puerta del noble más innoble de esta ciudad, el médico controlando su ira, da las últimas instrucciones a unos diez hombres: que ni trigo, ni cebada, ni leña, ni provisión alguna, se permita traer de lugares apestados o que estuvieren a menos de cuatro o cinco leguas de aquí; que se provea para cuatro o más meses de todo lo necesario para los enfermos; que los boticarios - 19 -

tengan en sus boticas las medicinas que él como doctor les dijere a través de sus cirujanos. El hombre más alto interrumpe al doctor con su tos. Que las calles y los arrabales estén libres de inmundicias o basuras, o de animales muertos, y que cada mañana se barran, y si fuere posible se rieguen; que se desechen las verduras podridas de las huertas, y que se cubran de mucha tierra si tuvieren mal olor; que se laven las ropas en aguas de escorrentías que no vinieren de lugares apestados; que sin dilación alguna las aguas detenidas, los charcos o lodos, se quiten, o se tapen con tierra. La tos ataca con más poder al mismo hombre. Que de un día para otro en la ciudad no quede fruta, ni se venda podrida o malamente madura, o a un precio barato, lo cual haría sospechar que se compró en un pueblo apestado; que no se consienta la venta de pepinos, ni de cohombros, ni de yerbas cogidas en lagunas, en charcos o en otras partes húmedas; que las ropas del hospital de los enfermos de peste, fuera de la ciudad se laven, pero sin mezclarse con río o arroyo que llevare agua para beber. El galeno calla y mira disimulando a mi coche. Que se coma la menor cantidad posible de verduras y frutas, salvo si fuesen lechugas, escarolas y chicorias, pero con vinagre y azúcar; que se enfríen las bebidas y frutas con nieve; que no se compre ropa o vestido sin que un escribano lo registre primero y sin averiguarse su lugar de procedencia; que en el hospital no falten enfermeros para los hombres apestados, ni mujeres para la enfermería de las apestadas. - 20 -

Un eco de ladrido me trae a la mente rosas negras. Que en las casas de los enfermos cierren sus puertas, abran las ventanas, limpien, rieguen con vinagre y hagan sahumerio con yerbas de olor; que a las antedichas casas se les ponga señal; que se quiebren los platos, vasos, escudillas y todo aquello con lo que se sirvieron los enfermos; que no falten paños para las llagas; que los gatos y perros tanto de las casas de los apestados como la de los sanos se maten o aten, porque se extenderá más el daño por no hacerlo; que las vestiduras estén siempre limpias y que sean de seda, de ser posible, antes que de lana, y que se perfumen diariamente con pastilla olorosa o con romero, o que tengan sahumerio de violetas y rosas. Y ante las preguntas que desordenadamente le acaban de hacer, responde que los hombres y mujeres de hacienda y personas principales enfermos, pueden quedarse encerrados en sus casas; que los otros médicos de la ciudad huyeron atemorizados; que él trabajará desde la casa que tiene en el campo y que la vida les sonría a todos, pero VLQXQJXLxRPDOpÀFRTXHVHDODDQWHVDODGHODPXHUWH $OFDOODUGHÀQLWLYDPHQWHHOJDOHQRWRGRVORVKRPEUHV descubren sus cabezas, hacen reverencia ante una cruz, y casi a la par vuelven a colocar sus sombreros de terciopelo o de tafetán en su natural sitio, dejando que sople el viento sobre sus plumas amarillas, blancas, negras, leonadas y verdes, para despedirse con las miradas perdidas en ORTXHLPDJLQDQSRGUiVHUXQÀQDOGHVRODGRUGHJXDGDxD negra, con astil largo, que una invisible mano ya empuña. Uno de ellos, al pasar cerca de mi coche, me trae al recuerdo a una persona más joven que conocí en la villa de Madrid, a veinte días del mes de septiembre del año mil - 21 -

quinientos ochenta y seis, que lució varias semanas ante mí sus trajes, con calzas turquesas, con las cinturas como los frailes bernardos, un palmo más arriba del estómago, con sus sombreros a la francesa, con las lechuguillas a la portuguesa, con su rostro y copete a la italiana, con sus capas y espadas españolas. Sí, es él, le reconozco… Me dijo durante días y noches una miríada de requiebros, loando mi hermosura y la sana pasión que por mí sentía (sin apenas conocerme). Una pasión que no tuvieron sus padres, pues lo apartaron de mí, mujer no contada entre las principales, alJXLHQLQVLJQLÀFDQWHSDUDXQYDUyQTXHSUHWHQGHFDVDUVH con otra de más hacienda y nombre, hija de sangre más noble que la mía. Ahora, con mis años de mujer menos ignorante, y no por ello sabia, le doy las gracias al destino; tiene los ojos apagados de un hombre que aspiró a todo y casi se conformó con la nada en una ciudad tan alejada de la fama de Madrid; su cuerpo es el de un viejo prematuro; sus dientes parecen buscarse en su boca, y no encontrarse jamás. Sin más pensamientos sobre lo que fue y no fue, hago llamar al médico por mi cochero, y le entrego una bolsa con dineros para nuestra querida amiga viuda, para que no le falte de nada en lo que le quedare de vida en el hospital de apestados.

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IV Bajo la puerta principal de esta ciudad, que tiene por encima de su arco una inscripción latina que nos informa de que fue hecha durante el reinado de nuestro todavía rey y señor, don Felipe Segundo, se despide mi cuerpo en mi coche, con mis hermosos y rápidos caballos blancos, llegándome el olor a ropa quemada de los apestados y la mirada asustada de María (mi eterna esclava); ¡si supiera que mi alma es una galera movida por un viento cruento llamado Temor y que ya perdí los remos en el hondo y ancho mar!...

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V La noche nos desabriga con su nieve y oscuridad, dejándonos huérfanos de valentía, golpeándonos con el ariete de la desesperanza que parece mover una caterva de soldados faltos de piedad, hambrientos de victoria, dineros, comida y carne de doncellas. Los árboles, más que teñirse de blanco, lo hacen de un color de muerte, de una ceniza gris de banquete, creando con sus ramas, a nuestro paso cada vez más lento, una bóveda de reverencia al temor con aires de sepultura. Y aunque debería ser ejemplo a María y al cochero de irreprochable templanza, mi alma y corazón se abaten como una paloma que por más que lo intentó, no pudo más volar con sus dos alas quebradas. Sola con mi niño en mi vientre, la vida encerrándome con muros negros revestidos de blanco, quiere aislarme de tu aliento. Pero a pesar del sueño que acumula mi cuerpo por el mal dormir diario, mis ojos turbios de llantos se niegan ÀUPHPHQWHDFHUUDUVHVLQYHUWH7HGHERODYLGDQROD muerte. - 25 -

María reza melancólicamente con su rosario, siemSUH SUHVD GH OD PXGH] TXH OD DFRPSDxD FRQ FUXHO Àdelidad desde una cuna de nombre nunca pronunciado por ella. ¿Quién será esta mujer de unos cincuenta años? ¿Qué será de su tierra tan lejana, de su parentela, de sus recuerdos de niña feliz o infeliz, de sus juegos en el campo, de sus comidas en el hogar, de sus carreras para alcanzar un pajarillo o una mariposa, del abrazo de XQDPDGUHGHODOWDUHQHOTXHVDFULÀFDURQVXVVXHxRVGH dama de la libertad? El cochero guerrea con la nieve, con el látigo y con sus pensamientos alocados de mala persona. Es un hombre de unos cuarenta años, pequeño y gordo, de ojos diminutos pero altivos, que piensa que la verdad solo anda en su cabeza de haragán. Me respeta, pero perdidos en HVWDVPRQWDxDVPHLQVSLUDODPLVPDFRQÀDQ]DTXHXQ salteador airado. Temo por momentos que nos mate a las dos abriendo nuestras cabezas frágiles con una piedra cainita, para huir con mis joyas y mis dineros, o que antes de matarnos me esclavice con sus artes aprendidas en la universidad de Sodoma; me repugnan sus ojos marrones de buscador de pobres rameras. Acaricio mi fortaleza, mi vientre henchido de orgullo por los dos. Y loados sean el Señor y todos sus santos, y María o la Fortuna: no muy lejos, alguien HGLÀFy XQ FDVWLOOR HQ OR PiV DOWR GH XQD PRQWDxD

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VI Mis piernas cansadas no podrían andar más de veinte pasos sobre una nieve que cuaja hasta mis lágrimas, pero el envalentonado gozo de los que vamos en el coche ha contagiado a los caballos de unos bríos que hacen que pronto estemos delante del castillo, expectantes, admirando la grandeza de su belleza, la perfecta colocación de sus desiguales piedras, sus almenas blanqueadas durante horas, sus torres quietas pero fuertes, su silencio reverenciador con la naturaleza, con el descanso de unos hombres que trabajaron duramente todo el día para honrar con sus manos al señor de esa aldea que los protege, alimenta y entierra cuando el Señor de todos, vivos y muertos, pobres y ricos, los llama a la otra vida. Los perros ladran incansablemente, lo han hecho sin cesar desde hace tiempo, gracias a ese oído que tanto envidio de ellos, quizás porque los míos cada vez oyen peor por los golpes que por ira marital recibía en momentos de una vida pasada en la que un hombre repugnante decidía que los merecía por mirar impíamente a un hombre, cuando ni yo sabía a quién miraba con mis ojos perdidos en la desesperación de mis tormentas, o por - 27 -

ensuciar su calzado al pisarlo con el mío, aunque ciertamente él torpemente me pisaba al acercarse a mi cuerpo con la agilidad de una serpiente gorda y babeante que no acierta a echar su veneno mortal a su presa, porque se engancha con una silla que no vio en su celo de macho inmortal. Y ya por una causa o por otra, la pierna que no dobla bien una rodilla que desde hace meses me duele hasta imposibilitarme el caminar, es en su mente de marido dominante, un resbalón en el suelo recién lavado por una LQHÀFD]QHJUDIDWXDDXQTXHREHGHFHVLQHTXLYRFDUVH\ calla en todo, esclava que por no secar perfectamente lo que debía, hizo que en otra ocasión (solo en su mente de esposo posesivo) se me clavara en el ojo, la llave que colgaba en la puerta. Otras veces, no pocas, mi alma rota que rompe en sollozos en horas y días de dolor eterno por la vida mancillada por un diablo orondo de miles y miles de males podridos, es para su alma negra conyugal, una enfermedad de mujer frágil, melancolía de una buena esposa cristiana que de tanto amor a su marido llora día y noche por fallarle en su deber marital de parirle un hijo con el que GDUODUJDYLGDDVXYLODSHOOLGRKDVWDHOÀQGHORVWLHPSRV en este mundo de quebrantos. Por eso, cuando tú apareciste ufano por la iglesia del pueblo más cercano a la ciudad desde la que huyo de la peste, de su recuerdo, y del miedo a perderte, la luz se hizo en mí, encendiendo palmatorias en un corazón que naufragaba en la soledad del aposento de una mujer libre de libros por no saber leer, en el que me refugiaba para escuchar el alegre canto de los gorriones de - 28 -

un árbol, o para contemplar la rama que se torcía irremediablemente por un viento que la acabaría lanzando contra el suelo. Entre dos almenas una luz se mueve de arriba abajo, y de abajo arriba repetidamente, con el misterio propio de la luz creada por el hombre, o tal vez por la mujer, creadora siempre en su vientre, paridora con dolor desde los orígenes de nuestro mundo; la luz, arriba y abajo. ¿Quién creó la primera llama?... Una vez leí que unos árboles rozaron sus ramas por un viento impetuoso, dando el fruto de unas violentas llamas que asustaron a los que andaban próximos a ellas. Más tarde, los asustadizos hombres se acercaron y echándoles leña, las avivaron y se alegraron tanto, que el fuego mantuvieron por su calor agradable, y se alegraron tanto, que a otros hombres hicieron señas para alabar su gran provecho. Los ojillos de María se iluminan como velas. Uno de los caballos relincha pareciendo entender que tendrá por merecida recompensa el reposo de sus patas y el buen yantar en una caballeriza, al refugio de la nieve. Conociendo al cochero, debe estar frunciendo el ceño, porque nadie sale a recibirnos a pesar de los ladridos insistentes de unos perros invisibles. En mi cabeza la felicidad se convierte en una agonía: mi sino desde que te fuiste. ¡Si pudiera abrazarte con la ternura que solo tú y yo conocemos! ¿Por qué el destino que nos hizo abrazarnos un día se deleitó separándonos? Sin ti cada día es una lúgubre eternidad de palabras entintadas.

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VII La música de este silencio natural me desespera. En el principio de nuestra humanidad, los hombres que avivaron el fuego cuando se reunían, se lanzaban unos a otros sonidos hasta que con el transcurrir de los días crearon vocablos. Más tarde, para llamar a las cosas o hechos más usuales, utilizaron los mismos sonidos: ojos, cielo, lluvia, sol, tierra, agua, río, mano, hijo, comida, dormir, beber, matar, amar... Y en la blanqueada oscuridad, entre dos animales de robustas patas con melenas de león que nos miran con ojos de piedra en la quietud que dan los muchos años en un mismo lugar, ajenos a todo y a todos, como eternos guardas de un puente también de piedra, mis ojos ven una puerta grande cerrada para nuestra desdicha, y a los lados un foso en el que se ve el abismo oscuro, la nieve, y a veces la roca desnuda, y repetidamente el abismo nocturno, la nieve y la roca desnuda, y mi impaciencia. Empero, mi cochero no aguanta más y se apea del coche. Un hombre le detiene al tropezar con él. El lugareño, con cara de tener el juicio muy descompuesto, nos examina con la mirada girando alrededor del cochero y - 31 -

de mi coche cuatro veces sin parar, para acabar diciendo que la tierra pertenece a un hombre muy poderoso, hijo de un marqués o conde, o de quién sea; no puede recordarlo porque no se lo permite un fuerte dolor de cabeza que le tortura desde hace incontables años. Inesperadamente el silencio lo envuelve con un manto tétrico y sus ojos melancólicos de loco se pierden por el cielo que vierte nieve. Un hombre fornido sale de una casa grande, la más próxima al castillo de un señor que no desea acogernos, y se presenta como el médico del lugar, algo que me asombra sobremanera, dada la escasez de vecinos que debe de haber en la aldea. El galeno al lunático le ordena que acompañe a mi cochero a la caballeriza, para que sequen a los caballos, y coman cebada y descansen sobre una cama de paja, prohibiéndole que incordie a los animales con sus juegos, porque mañana podrá hacerlo. El pobre asiente obedientemente. Y cuando ya parece marcharse, gira la cabeza y nos dice llamarse Lutero. Intento disimular. El médico sonríe y excusa el desatino de pretender llamarse como el heresiarca fraile alemán. Su locura le vino porque antes de que viviera con ellos en la ciudad, una QRFKHVXELHQGRSRUXQDHVFDOHUDFRQHOÀQGHDJDVDMDU a una doncella, quedó enganchado en una gruesa rama de árbol, que al romperse lo tiró al suelo desde una gran altura. Al parecer, del accidente no recuerda nada, pero curiosamente las joyas que guardaba afectuosamente en un cofrecillo para dárselas a su amada, aún las conserva, y cuando alguien le pregunta que para quién son, contesta con profunda tristeza que para la mujer que le espera. - 32 -

Dada mi natural inclinación al llanto en determinados asuntos, mis ojos se humedecen. El galeno me dice que no he de atribularme, que en el castillo vive bien desde que lo trajo del hospital de la ciudad el hijo del conde uno de esos días que suele ir de visita para llevarles ropas, alimentos y dineros. Según le contó, al pobre demente lo encontró encadenado en una de las paredes de un cuarto, y sintió tal compasión, que bajo su total responsabilidad decidió encargarse de cuidarlo. Aclarado el origen de su locura, el médico me ayuda a apearme del coche y a andar agarrada a su brazo diestro sobre la nieve del puente. Tras abrir una pesada puerta, andamos hacia la izquierda, con mi lentitud de mujer debilitada por el cansancio de la vida de viajera del mundo, entre el foso y el castillo, donde nos recibe en una de sus puertas y se presenta con un gran e inusual miramiento ante mí y María, el hijo del conde, un hombre delgado de unos treinta y pocos años, vestido al uso cortesano que exige su nobleza de sangre. Yo lo hago como merece persona de su calidad, llamándole Vuestra Señoría, por ser hijo de un conde, pero él me sonríe para decirme que no es señor de nadie, y que le trate como a un semejante más, y que le basta que le trate con vuestra merced, y entonces temo perder la visión y la razón. Desde el suelo, el techo, con la labrada madera de los artesones parece perderse por los aires. El doctor me sostiene por los hombros, me tumba y me alza las piernas. Es mano de santo; al instante ya veo con claridad sus zapatos y recobro mis fuerzas y mi - 33 -

curiosidad natural por conocer lo nuevo: las paredes de una fortaleza, el olor a un plato del que alguien come cerca, el crujido de un escalón provocado por una persona que sube ágil, el agua que de una jarra de plata se vierte para ser bebida por mi boca sedienta, una taza de plata con leche recién calentada para delicia de mi paladar, un repostero con las armas de un conde que dos criados enseñan al hijo que ven mis ojos, un arma que se asoma al despedirse uno de ellos, un día que se acabará bajo el calor de un castillo roquero, cimentado en la roca desde el año que Dios sabe. Antes de descansar debo subir una escalera que nace en un bonito patio, inmaculadamente blanqueado por la naturaleza. Pero mis ojos se nublan, y ayudada por el médico y María, mis preciados bastones de carne y hueso y alma, subo cada escalón como una enferma exhausta, deslizando torpemente mis chapines de cuatro corchos (que me hacen tener una estatura semejante a la tuya), sobre la piedra ya desnuda de los escalones, demasiado altos para mis piernas, demasiado desgastados por sus bordes, demasiados en número y tan desiguales en tamaño que temo resbalar y caer en un foso que jamás imaginé. La Fortuna, siempre buena, me detiene, y me apoyo sobre algo blanco y frío que no logro ver bien con mis ojos que lo confunden todo, porque creo tocar los pechos de una mujer de mármol. El médico habla a María palabras que no entiendo y me anima a subir. Obediente a su deseo noble, hago un último esfuerzo. Cuento los escalones con mi pie derecho. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, catorce, dieciocho. No puedo ni contar. - 34 -

El doctor me levanta en brazos como al niño que un día espero levantar con los míos y los tuyos, y me deja sobre la cama de un aposento de princesa, en la que intentaré olvidarme del traqueteo de mi coche, que tan desaconsejable es para las mujeres que en su vientre dan cuerpo y alma a una dulce criatura; por ello deseo por algunos días, dejar de estar encochada, para recobrar fuerzas con las que buscarte nuevamente.

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