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DOLMEN editorial

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Para Blalih, mi niña preciosa y voraz privada

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A dentelladas

No soy ningún experto en el género zombi. Como ya confesé en su día al equipo de La Biblioteca Fosca cuando preparábamos el número dedicado al personaje, el zombi, o más bien el zombie, el zombi pop estadounidense, es el monstruo que desde que tengo uso de memoria menos me ha atraído. Es visceral. Una vieja cuenta pendiente que arrastro desde mi más tierna infancia. Soy más de castillos polvorientos, de criaturas misteriosas o aristocráticas, de lo etéreo, de las sombras. Qué le vamos a hacer. Términos como “podridos” me suelen poner mal cuerpo, pero no porque me supongan una punzada de terror, sino mera repugnancia estilística. A diferencia de lo que ocurría en las casas de las tres cuartas partes de mis compañeros de quinta, en la mía no se veía cine de terror. Nada. Eso no era para niños. Lo más parecido que tuve ocasión de ver fue la trilogía de Indiana Jones y Golpe en la Pequeña China. Un par de episodios sueltos de Creepshow cuando era ya adolescente y las dos películas de vampiros elegantes para el gran público: Entrevista con el vampiro y Drácula de Bram Stoker. Para de contar. Para mí ese reencuentro con Romero que tantos experimentan no existe. Ni siquiera ahora he podido ponerme al día a este respecto, porque en mi casa tampoco se ven películas de terror: tengo cuatro niños pequeños y una mujer que ya lo pasa fatal con las escenas de tensión de Hércules Poirot. La verdad, tampoco tengo muy claro querer hacerlo. Por otro lado, sí que es cierto que, como soy un tipo curioso, no me he aislado de esta oleada Z que ha sacudido 9

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el género en nuestro país. He catado obras imprescindibles, como los cómics de Los muertos vivientes, y descubierto pequeños tesoros aquí y allá: Y pese a todo..., de Juande Garduño, American zombie, de Miguel Barqueros, Psique, de Marc R. Soto... Y también he tenido mis momentos de simple placer y abandono lector con los más exitosos y castizos de la primera generación nacional, como Apocalipsis Z, de Loureiro, y Los caminantes, de Sisí. Incluso, lo admito, he hecho mis propios pinitos como autor dentro del género Z y escrito algún artículo sobre el mismo. Sin lugar a dudas, me he dejado ganar, poco a poco, por este clásico moderno del terror que tan poco me atraía a priori. Un punto para los zombis. Aun sí, esto es algo que resulta insoslayable, nada de lo que he expuesto explica qué demonios hago escribiendo un prólogo para una novela zombi. Una que, para más inri, tendrá la zeta en mayúscula en la portada (me juego un saco de cabezas mordedoras) aunque sea la última letra del título. Es normal. Como ya he dejado caer, no soy ningún experto en el género Z. Salta a la vista. Tampoco soy ningún fan, me temo. Ni falta que hace. Porque el auténtico motivo de que me esté peleando con este prólogo no tiene tanto que ver con los zombis en sí sino con lo que se ha hecho con ellos. Con el autor, en definitiva. Con Fermín Moreno. No se trata tanto del respeto que le profeso, ni de la camaradería que nos une, sino de lo que ha motivado ambas cosas: nuestra pasión por la literatura en general y por el género de terror en particular (entre otros, claro, pero de nuestra oscura devoción por P. G. Wodehouse y de sus incursiones en el terreno del humor con La Perdición Fucsia mejor hablamos en otra ocasión, cuando haya menos zombis mirando). Ambos tenemos esa descabellada afición por perseguir sueños peregrinos. Si él es responsable de la veterana revista Sable y fundador del sello Tusitala, yo le sigo 10

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los pasos (o al menos lo intento) con nuestras Calabazas en el Trastero y Saco de huesos. Compartimos además esa perseverancia tan propia de los aragoneses que algunos llaman cabezonería maña. Hasta tenemos en común cierta exigencia cuasi patológica con la corrección ortográfica (¡y gramatical, demonios!). No es extraño que desde que se cruzaron nuestros caminos haya ido siguiéndole la pista, cada vez con más motivos a medida que descubría más y más relatos de su autoría. Carne de tu carne, Hija de silencio y soledad, Cordero de Dios, Señor del Moncayo... Incluso tuve el privilegio de publicarle uno de mis relatos preferidos en el especial Zaragoza Negra de Calabazas en el Trastero: “Sed”, que luego sería seleccionado para la antología Insomnia, que recoge los más destacados relatos de los miembros de Nocte. A nadie le sorprenderá, por lo tanto, que cuando me ofreció escribir estas líneas me sintiera tan honrado como eufórico. Una novela entera... ¡y de terror! E iba a poder leerla antes de que viera la luz. Me importaba bien poco si iba de zombis, buques fantasma u hombres lobo de pecho depilado: tenía unas ganas tremendas de ver qué nos había preparado. Porque, eso lo tengo claro desde que descubrí su trabajo, Fermín Moreno no es un autor que escriba por escribir: cuando nos presenta una historia es porque tiene algo que contar. Voraz. OK. Vamos a ver qué demonios nos depara. Empezamos de un modo casi canónico: hordas de muertos vivientes, supervivientes hostigados por ellas, en ocasiones incluso atrapados en sus propios refugios, una sociedad desestructurada post primer impacto... Sí, Voraz comienza in medias res. No asistimos al nacimiento de la plaga, sino que lidiamos ya de entrada con sus primeras consecuencias. Y en estos primeros compases de la novela empiezan a saltar a la vista los primeros elementos diferenciales. 11

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Muchas novelas de zombis terminan por alejarse del género de terror. Algunas, por ser deliberadamente humorísticas; la gran mayoría, porque conciben el survival horror como un subgénero de la novela de aventuras. Parten de la premisa de que los muertos vivientes dan miedo per se y se limitan a explicar técnicas de supervivencia, a decirnos que los personajes vivos están asustados y a contarnos sus peripecias con mayor o menor tensión narrativa y acierto. Voraz no. Fermín Moreno es, cuando lo desea, un escritor de terror. De tomo y lomo. En esta novela se palpa el horror. Dan miedo los zombis, por supuesto, y también, incluso más, los supervivientes, que se ven dominados rápidamente por sus pulsiones básicas: sexo, hambre, refugio, estatus. No hay medias tintas. Los escenarios resultan claustrofóbicos, las estrecheces de la nueva era se sienten como en una película bélica, la inquietud y la tensión continua son manifiestas, podemos ver cómo marcan a los personajes, cómo los desgastan y ponen a prueba su psique. La fuerza de estos cuadros, su verosimilitud es tal que las crudas escenas de casquería no son, ni de lejos, lo más terrible. Pero Voraz no es eso. No es solamente una novela en la que se explora con acierto y sin tapujos el auténtico horror de un apocalipsis zombi con una prosa eficaz y en nada timorata. No lo es porque esa crítica social que tanto ha caracterizado el subgénero es solo el primer peldaño, los cimientos sobre los que se apoya el autor para llegar más lejos. Ya antes de terminar la primera parte del libro adivinamos que Fermín Moreno va a valerse de su faceta de autor de ciencia ficción para hacer crecer la obra, para aumentar las cotas de terror hasta sumirse en el terreno de las distopías más funestas. En la segunda parte de la novela nos adentramos casi en un estudio antropológico. De nuevo la terrible com12

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parativa: en otras obras del género Z no se explora realmente el apasionante terreno de lo que sería un mundo mediatizado por una plaga de muertos vivientes de proporciones bíblicas. O, si se hace, es transitando por los territorios ya hollados con acierto por otros autores. Voraz no cae en esa tentación. Sus supervivientes tienen su propia idiosincrasia. Única e intransferible. Y múltiple, porque, ante una catástrofe de esta magnitud, por fuerza tienen que surgir respuestas distintas en grupos humanos distintos. De este modo, la elección de Aragón como marco para la novela se revela como algo más que un mero deseo de llamar la atención de nuestros conciudadanos con un escenario cercano: Voraz disecciona nuestra tierra –yo también soy “maño”– apoyándose en sus particularidades, de un modo plausible, para recrear su mundo de catástrofe. Y es precisamente en esta plausibilidad donde, de nuevo, Fermín Moreno hace brillar el terror, gracias a que, como han demostrado a lo largo de la historia los maestros de la literatura de anticipación siniestra, no hay nada más inquietante que poder percibir sus obras a la vuelta de la esquina. Si bien Voraz no tiene ningún empacho a la hora de beber de los tópicos del género que le son útiles para su historia hasta tal punto que no hay ningún problema en verla como deudora de una corriente que viene importada directamente del mercado yanqui, lo cierto es que el autor ha conseguido reelaborar sus mitos modernos y acercarlos de verdad a nuestra sociedad. No se trata de una mera transposición de escenarios y recursos narrativos, sino de una auténtica digestión y nueva síntesis. Y durante este proceso de sintetizar de nuevo el imaginario zombi, Fermín Moreno ha incluido eslabones, como en un mutado ADN diabólico, de nuevos horrores extraídos de nuestro propio folclore. Triunfal, Voraz entra en su tercera fase. 13

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Todos los elementos que se han ido sembrando a lo largo de la narración van convergiendo y cristalizando para mostrarnos una realidad nueva, una realidad terrible, una realidad más allá de un apocalipsis. Adentrarse en estos terrenos (¡crearlos!) es, sin duda, un enorme desafío. Si ya es complicado dar verosimilitud a un futuro cercano en el que hemos cambiado un par de variantes, dársela a uno lejano –sobre todo por la dimensión de los cambios, más que por el espacio temporal transcurrido– es toda una epopeya. Y es por eso por lo que al cierre de Voraz nos damos cuenta de hasta qué punto se puede ser ambicioso sin dedicarse a destrozar los límites de un género. En mi artículo La ecología del mal: medioambiente zombi, que publiqué ya hace un par de años en OcioZero, reflexionaba de un modo muy ligero sobre esa lectura ecológica que subyace en algunos fenómenos Z. Voraz, de nuevo, se permite ir mucho más allá: no solo nos presenta un cambio puntual –apenas un reflejo distorsionado de nuestro mundo en algunas obras–, en el que la humanidad tiene que buscarse el pan con nuevas reglas y nuevos depredadores, sino que, con el desarrollo cronológico que despliega, podemos asistir a tres fases dentro de la comunidad superviviente: de sitiados a carroñeros y, de ahí, a un nuevo equilibrio, totalmente distinto. Las bases de ciencia ficción y horror sobre las que se ha cimentado la narración en las dos primeras partes del libro desembocan con la inquietante calma de un estuario maldito en el cierre de la novela. Sus aguas aparentemente tranquilas, pero letales, están salpicadas por las sombras de los mitos. Ese Fermín Moreno que nos deleitó en Viespe y Señor del Moncayo con sus fabulosos imaginarios siniestros vuelve para estos últimos compases del libro con un impresionante abanico de fantasía oscura. Un abanico que resulta todavía más sobrecogedor por el modo en el que lo ha ido 14

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erigiendo, paso a paso, misterio a misterio, pista a pista, hasta revelarnos, por fin, el lienzo entero. Un lienzo en el que descubrimos los porqués de los modos narrativos que encierra Voraz, los motivos por los que el autor ha optado por presentarnos en unos capítulos una novela coral de corte costumbrista y en otros una narración palpitante de supervivientes acuciados por sus propios demonios. Comprendemos las claves y nos maravillamos. Porque con Voraz hay espacio para la maravilla. Una maravilla sobrecogedora, siniestra, terrible, inquietante, obscena, cruel, hasta cierto punto descorazonadora. Pero también humana, épica e incluso esperanzadora, porque en el vértigo del cambio, en la angustia de la lucha, hay vida. Aunque sea nueva vida. Nueva carne. Bienvenidos a Voraz. La vais a devorar. Juan Ángel Laguna Edroso En Metz A 26 de mayo de 2012

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1 A veces me pongo a contemplar la cabeza decapitada de César y pienso que el monstruo somos nosotros. Al fin y al cabo, él no hace más que lo que le dicta su instinto, el cerebro de reptil que resucitó de alguna forma después de su muerte. Desde su bandeja de metal, sus ojos saltones otorgan un nuevo significado al término exoftalmia: hambre. Veo cómo los mueve, los veo siguiéndome por el despacho. No engaña a nadie. Sigue sus pulsiones primarias. Podría decirse que es sincero. No hay nada más sincero que la baba derramada. Un oasis de animalesca honradez en el desierto de mentiras de esta facultad. Cerebros de primera clase que ocultan sus intenciones tras un velo de sonrisas y servilismo. Estudiantes, becarios, agregados, compañeros de cátedra. Dan más miedo que César, si uno lo piensa. A ellos no los ves venir. Somos nosotros el cáncer de la Tierra, la gangrena que debe amputarse para sobrevivir. Solo que no lo sabemos. O nos engañamos tratando de no reconocer lo evidente, como un niño cuando le preguntan si sabe que, tarde o temprano, va a morir. Las horas de cuasi absoluta soledad, desde que el gobierno impuso la ley marcial, dan para mucho. El progresivo aislamiento ha hecho que comience a apreciar la muda compañía de César. Sus roncos gañidos contribuyen a darme paz. La paz que perdí en casa con Paula hace tiempo, y que no creo que vaya a volver. Solo que también yo sé mentirme a mí mismo. Paula es su propia mentira. Un expediente académico brillante, veintisiete años menos y cincuenta y cinco kilos torneados en un metro setenta y seis fue todo lo que le hizo falta para engañarme hace cinco años y que la pusiera en el lugar de Socorro y nuestro hijo. Sacó su doctorado y, una vez casados, abandonó toda pretensión investigadora, habiéndose dedicado a adocenarse a conciencia desde 19

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entonces. Por repugnante que me resulte esa opción, ni siquiera consideró la posibilidad de ganarse el sueldo como docente universitaria. Es lo bastante lista para saber que le bastaba con el mío. Y le encantan los abrigos de pieles. A veces me pregunto si el idiota es mi hijo o lo soy yo. —¿Que hoy tampoco vas a volver a dormir a casa? ¿Quién te crees que e…? —Tengo trabajo. Instancias gubernament… —¿De qué cojones estás hablando? Tú lo que quieres… —…ales. No puedo neg… —… es tirarte a alguna puta becaria. ¡No te atrevas a negármelo! —Lo que tú digas. —El torrente de ira, una vez más, vuelve a brotar de mi interior. De ordinario lo controlo. Esta vez no. No del todo—. Tú fuiste becaria mía. Que no se te olvide —. Mala puta, continúo para mis adentros. —¿Cómo? ¿Cómo te atrev…? Llaman a la puerta. Cuelgo. —¡Adelante! —Eh… ¿Con su permiso? Doctor Usieto… ¿Es mal momento? —Raquel sabe perfectamente que sí. Aquí en la facultad las paredes son de papel. Esta vez me ha tocado a mí airear mis trapos sucios. La universidad es un lugar consagrado al conocimiento, nada más cierto. Solo que de otro tipo. En cualquier caso, agradezco la interrupción, me permite poner fin a la pelea sin sentirme demasiado culpable. —No, Raquel, pasa, pasa. —La invito a entrar en mi despacho con un ademán ligeramente exagerado. Las becarias son una especie frágil: alevines de doctora. Hay que prodigarles cuidados. De lo contrario se vienen abajo al segundo año, se rinden a novios en celo ante su dedicación de vestales a su becaría, aceptan un trabajo de mierda en unos grandes almacenes y emplean el resto de su vida en lamentarse de su potencial perdido y en parir hijos como si sacaran bollos de un horno. 20

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Raquel es el prototipo de becaria: tímida, obsesiva compulsiva, perfeccionista y con escasas habilidades sociales. No llegará muy lejos aquí en Veterinaria si no aprende pronto a arrodillarse y chupar todo lo que le pongan delante. —¡Está… mirándome! —exclama casi en tono acusatorio, sin atreverse a apuntar con el dedo hacia César. —Mira a todo el mundo. Para él, todos somos comida —la tranquilizo, dando un par de palmaditas al pellejudo cráneo babeante—. Ven, tócalo. Ponte detrás, verás como no te hace nada. La veo vacilar, quizá sea lo más excitante que ha hecho en sus veinticuatro años. Tiro un poco más del sedal. Muy despacio. —¿Has tocado alguno? Son como nosotros, están vivos. Casi. Solo que no lo saben. —Yo... —Vamos, mujer. Serás la primera becaria en tocarlo. —Un brillo asoma a sus ojos. Ya no soltará el anzuelo. Se aproxima. Acerca temerosa la mano al bosque de revueltos cabellos que brota aquí y allá alrededor de calveros de hueso sobre el cráneo de César. La baba de este fluye, verdadera, llenando aún más la cubeta metálica donde reposa sin paz desde hace casi dos semanas. Trata de arquear su cuello cercenado hacia los finos dedos de Raquel. La oímos reprimiendo un gemido que tiene algo de prohibido, de incredulidad, de orgasmo. No está acostumbrada a cruzar barreras que no sean académicas. —¿Lo ves? No pasa nada… —Guardo silencio por unos segundos. No va a hablar, es evidente. Tengo que espolearla yo—. ¿Qué te parece? —Es… extrañ… ¡ah! —La cabeza de César cae hacia atrás, con una brusca contracción de la musculatura cervical. Raquel manotea como si hubiera metido la mano en un nido de culebras sin saberlo. Está a punto de tirar a César al suelo. Por un instante, la ira vuelve a invadirme, pero la contengo. No la asustes. 21

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—¿Para qué habías venido, Raquel? —Yo… ah… sí. El teniente Navarro quería hablar con usted. Le he dicho que esperara fuera y… no le ha gustado mucho. —Hay una chispa de temor en sus ojos miopes. Dos obstáculos franqueados en cuestión de minutos. Un día de maravillas. Claro que ganar puntos con su director de tesis resta un poco de valor a su respuesta al idiota del teniente. —Dile que pase. Ah, y tráeme el resultado de los cultivos de Marga. Ya deberían estar terminados. Raquel alza las comisuras de los labios, sin conseguir evitar que una sonrisa aflore a su rostro. No perderá la ocasión de dejarle caer a Marga mi comentario, e inmiscuirse en el trabajo de su compañera es miel sobre hojuelas. Su premio por lo de hoy. La veo salir de mi despacho, el pelo largo y lacio, unas bragas negras marcándose bajo la bata blanca cubierta de huellas de líquidos animales resistentes al lavado. Tengo una erección. Cuando Raquel abre la puerta, por un segundo observo al teniente Navarro. Sus ojos la asaetean. Demasiado tiempo protegiendo la facultad, demasiados muertos andantes devueltos a su tumba a golpes de bayoneta. Demasiado tiempo sin putas para un mandril joven. Se lo haría con la de la limpieza, si se la encuentra por los pasillos. Y Raquel tiene algo más que Navarro puede captar y que no conseguirá en ningún prostíbulo, si es que todavía queda alguno a estas alturas: cerebro. Para un simio no hay nada como follarse a una hembra inteligente. Una oportunidad de descendencia de un nivel jerárquico superior. Irresistible. El teniente no espera a que Raquel cruce el umbral y choca su hombro con el de ella. Es todo el contacto que va a tener. —Adelante, teniente. Siéntase como en su casa. No es necesario que llame; total, tampoco estaba haciendo nada. —No me joda, Usieto. No estamos para mariconadas. —Echa un vistazo a mi mesa y frunce los labios. No le gusta César. 22

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—¿Y bien? Usted dirá… —¿Qué hace eso ahí? —Forma parte de mi investigación. Creía que estaba al tanto. —¿En su despacho? Usted está enfermo, Usieto. Lo mío tiene cura, pienso y sonrío un poco. —Vengo a informarle de que en adelante no le proporcionaremos más cadáveres. Órdenes de mis superiores. —¿Cómo? —La cosa se está poniendo cada vez más fea ahí fuera. Están llegando muertos en grupos grandes por la carretera de Castellón. Las putas verjas de este edificio son muy bajas, y ya he perdido a tres hombres. Tengo órdenes estrictas de acabar con ellos según van llegando. —¿Cómo se supone que voy a lograr progreso alguno sin sujetos experimentales? Usted está aquí para protegerme y proveerme de cuerpos aprovechables. —Estaba. Desde ahora nos limitaremos a proteger el recinto de la facultad. Si quiere sujetos de esos, salga y consígaselos, hay muchos. Mis hombres le cubrirán desde el interior. —¡Hablaré con sus superiores! —Baje cuando quiera al patio y le daré su teléfono. Hablando de cuerpos aprovechables, mejor mande a la culona esa, tiene un buen polvo. Ya fuera del despacho, oigo cómo escupe con desenvoltura en el pasillo. Marcando su territorio. Hijo de puta.

2 El frío de un noviembre poderoso encuentra a Milagros arreglándose ante el espejo. Es sábado. Las cuatro. Mamá se ha ido con sus amigas. Cada vez más reuniones parroquiales. Cada vez más soledad. Los pezones de Milagros se yerguen avergonzados, humildes siervos de la niebla que la aguarda al otro lado de 23

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la ventana. Respuesta a la caricia de un hombre invisible, de un macho que no llegará. Que hace mucho debió llamar a su puerta de treintañera abierta de par en par. Una vez más, siente el ansia, poseyéndola, domándola. El cosquilleo en las puntas de los dedos. Las bragas blancas a medio poner, vuelve a quitárselas trastabillando y se obliga a contemplarse en el espejo, en prolongada y morbosa penitencia. El cilicio de su mirada se clava lenta, deliberadamente en su rostro redondo y cetrino sembrado de dormidos cráteres de acné, en sus ojillos de topo parapetados tras los gruesos cristales de sus gafas rosa de pasta, en su pelo corto y grasiento, en el vello hirsuto de su barbilla. Por unos instantes, la frustración sofoca su ansia, y entonces Milagros siente todavía más placer. Deja que el deseo vuelva a brotar, contenido a duras penas, y repite el proceso. Sus ojos se posan implacables sobre sus anchos hombros, los inmensos pliegues de su barriga, su vagina lampiña prisionera de sus muslos, que exhala un oloroso grito de socorro. En un acto reflejo, su diestra responde a la llamada: sus gordezuelos dedos sienten el océano de humedad anhelante de ser explorado. Durante un segundo, se permite el roce de las yemas sobre el acuoso abismo. Después, se golpea el dorso de la mano derecha con la zurda. Retira los dedos. —Cerda —le reprocha al espejo. El rostro de la Milagros espejada le dice que no es suficiente. Quiere más. Necesita más. —Fea. Al oírse decir la palabra tabú, el arrebol se apodera de su cuerpo. Lo siente erizando el vello de su espalda; coloreando, delator, sus mejillas; perlando su frente. Su sonrisa se tuerce en inestable balanceo entre el dolor y el placer. Lo que hace está mal, y lo sabe. Mamá siempre le ha dicho que una no debe tocarse. Que es pecado. Que una no debe profanar su cuerpo. Que es el hombre quien debe hacerlo. Solo que no hay hombre. 24

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Verdugo de sí misma, Milagros tensa las cuerdas de su propio potro y las afloja, para volver a tensarlas cada vez un poco más. Siempre se detiene antes de que el sufrimiento se vuelva insoportable. Conoce bien a su víctima. Contempla con espíritu de contable cada céntimo de su imperfección: su metro cincuenta escaso, su forma de rechoncha vasija azteca, de Venus paleolítica, sus hectáreas de celulitis regadas por los profundos cauces de sus estrías, sus orejas pequeñas, pegadas al cráneo, su cicatriz de la vacuna, las diminutas manchas blancas en sus uñas. Nada que salvar. La ola de vergüenza y autodesprecio rompe culpable sobre ella. Su torturador se ha ido. Solo queda el deseo. Las rodillas de Milagros se aflojan; cae sobre la cama soltando un gemido. Su dedo índice se sumerge en la cálida hendidura y dibuja lentos y profundos círculos sobre su hipertrofiado clítoris con la sabiduría de un viejo artesano. Sobre la cómoda a su derecha, suena su móvil. La tortura se prolonga un poco más. ¿Y si es mamá? Lo sabrá. Ella lo sabe todo. Como sabía que Juanjo no era un buen partido para ella, pese a no haberlo visto nunca. Con dificultad, girándose para coger el teléfono con la mano izquierda, contesta. No quiere mancharlo con sus fluidos. Se le olvidaría limpiarlo luego. Y mamá lo olería. Olería su impudicia, su pecaminosa ansia. —¿Quién es…? —Soy Alicia. ¿Quién va a ser? —¿Qué quieres…? —El índice continúa su pagana labor circular. La voz de Alicia es extrañamente dulce. Su única amiga. Casi tan horrible como ella misma. —¿A ti qué te pasa? —Nada… —Entonces, ¿por qué me hablas con ese tono? —Por nada… es que… —¿Estás mala o algo? —… estoy liada… 25

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—Te llamo luego pues. —¡No! No… espera un poco… ¿qué querías? —Era por que quedáramos esta tarde. —¿No sales con… José? —El placer se acelera, Milagros lo siente pugnando por estallar. Sin ser consciente, sonríe. Ha descubierto un nuevo tipo de suplicio. —No. Transcurren largos segundos, el tiempo equivalente a la frase no dicha. Milagros conoce bien a Alicia. Es su forma de desahogarse cuando el mundo le recuerda que ambas pertenecen a la misma división: cuarta regional. Aunque Alicia salga con chicos de vez en cuando, aunque se deje hacer de todo. Ellos se acaban cansando y la olvidan. Buscan un reto que ella no les ofrece, una pieza difícil. Y Alicia vuelve a llamarla. El eterno retorno a la desesperanza, a la soledad no buscada. —Nos vemos mañana… ¿vale? —Milagros siente su orgasmo a punto. Su índice se retira y la marea baja dentro de ella. —¿Qué haces esta tarde? —Me voy al Zorongo… —Su índice vuelve a imponerse. Milagros se pregunta cuánto tardará en correrse. —¿En viernes? No sé qué le ves a eso del ASPACE, de verdad. —Te cuelgo… que me… tengo que ir… ¡YA! —Milagros corta la llamada y deja caer el móvil, sin control alguno sobre su cuerpo. El placer culpable la rasga, la devora y al poco la escupe cruel dentro de su insondable sima de autocompasión. Cada vez le cuesta más salir de ella. Cada vez desea menos hacerlo.

3 Hace fresco aquí dentro, en la facultad, aunque estemos ya en mayo. En los últimos años, desde 2015 si mal no recuerdo, la temperatura media apenas supera los quince 26

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grados. Cuesta acostumbrarse tras toda una vida en Zaragoza. Recuerdo casi con nostalgia las primaveras abrasadoras que empezaban a calentar en abril y lo tostaban a uno un mes después. Los primeros fríos de la glaciación han cogido a los gobiernos mundiales con el pie cambiado, salvo a los japoneses, claro. Cómo no iban a hacer tropezar al nuestro. Es incapaz de acabar con los siete millones de desempleados, salvo que los ponga contra el paredón; como para esperar que tomase medidas contra la nueva edad de hielo. Los muertos andantes son la puntilla. No nos recuperaremos. La ineptitud recibe por fin su recompensa. El Ebro inunda el Pilar con sus crecidas durante cinco meses al año, de noviembre a marzo, y los devotos visitan la catedral, adentrándose en sus majestuosos recovecos con blancas barcazas de pago. Hay castores construyendo presas en el río Huerva, y pigargos europeos pescando carpas. La televisión habla de zorros polares avistados recientemente en el Pirineo, en el macizo de la Maladeta, y de osos blancos deambulando por los hielos que cubren el norte de Francia. Son tiempos interesantes para un veterinario aburrido de fornicar vacas con el antebrazo. Resulta fascinante ser testigo de cómo amplían su distribución tantas especies, tan rápidamente; de cómo empiezan a desplazarnos. De no haberme obligado el gobierno a solucionar como fuera el problema de los muertos inconformes, me habría ido hasta Lille a ver los Ursus maritimus. Casi una tonelada de oso. Santo Cristo. De paso, me habría ahorrado un montón en abrigos para Paula. Igual hasta follábamos. Ella se baja la falda lentamente, dejando entrever la punta de la lengua entre sus labios pintados de rojo fuego. No lleva bragas. En el último lustro ha ganado casi diez kilos, pero su culo sigue provocando miradas apreciativas. Sus senos maduros rebosan la copa del sujetador. El negro, grande y musculado, responde de inmediato: sus testícu27

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los se endurecen y su pene se alarga bajo el vaquero gastado de forma imposible. Torcido hacia la derecha, se diría que va a rodearle la cintura y saludar por el otro lado. La mujer se arrodilla, saluda a la cámara y sin disimular su pasmo, libera y lame el enorme glande goteante y sucio de esmegma. Él se deja hacer, la empuja con suave firmeza sobre el sofá, encima del cual hay colgados varios títulos académicos, y sin sacarle la polla de la boca, se gira, monta sobre ella en posición inversa y empieza a darle lengüetazos en el coño. Luego la hace bajar al suelo, la espalda de ella queda contra los pies del sofá, el cuello en flexión forzada, las piernas al aire, toda ella expuesta. El negro apoya los pies en un extremo del sofá, las manos en el otro, y se adentra a golpe de flexión en el ano ofrecido. La deja gritar, arrebatada, mientras medio miembro de ébano la profana una y otra vez. Después la levanta en el aire, y la deja caer sobre su polla. Ella siente las enormes manos en sus nalgas y responde vehemente sacudiendo las caderas, dejándose empalar gozosa. Por fin, el negro emite un ronco gemido y descarga entre convulsiones estallidos de esperma que escurren en oleadas por los muslos de la mujer. Ella se baja, se arrodilla y limpia con la lengua el rabo todavía goteante. Sus ojos vuelan de nuevo hacia la cámara al restregárselo por la cara. Más tarde, ya sola, pasa el vídeo al ordenador, lo cuelga en Youtube y llama a su marido al móvil. Entro en el cuarto de trabajo. Abro con suavidad la puerta, y todas las cabezas presentes se giran hacia mí: el macho alfa. Marga, que estaba chateando, pone en pantalla la hoja de cálculo. Raquel, apoyada sobre el hombro de Marga, da un respingo. Me hago el tonto, nunca se sabe cuándo puede resultarte útil. En un rincón, en una mesa baja desusada con un cajón abierto que no deja cruzar las piernas, Félix, el novio de 28

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Raquel, repasa arcaicos ejemplares de MacWorld en silencio, como un elemento más de la decoración. Alza la vista, tímido, fracasa miserablemente en su intento de sostener mi mirada y vuelve a sus revistas. Desde hace dos meses, acude por las tardes a esperar allí a Raquel hasta que ambos se van pasadas las diez. Feo, bigotudo, escuálido y con el rostro de Luna devastada por meteoritos, mide como poco quince centímetros menos que ella y es diez kilos más ligero. Siempre que lo veo pienso en un bebé probeta subalimentado que no debería haber visto la luz. Está claro que Raquel lo está usando. Es su disfraz de normalidad. Un disfraz arrugado y viejo, pero útil y barato. Uno que se pone encima solo lo justo, lo estrictamente necesario. Absorta en su portátil, Olga, la protegida de Cuartero, se relaja al ver que se trata de mí y vuelve a sumirse en la pantalla. Ignoro cómo ha podido llegar a optar a un doctorado con ese olor que despide. Siempre lleva la misma ropa: chaqueta de lana negra, camiseta roja henchida por dos enormes melones y pantalones marrones de un tejido indefinible bajo los que no se adivinan bragas. Sería un detalle que alguna vez se pusiera la bata, ocultaría un poco su hedor a axila rancia y suciedad genital. No parece ser consciente de ello. Tiene que ser una fiera en la cama o Cuartero no la tendría de recomendada. El cabrón es listo, nunca lo he pillado beneficiándosela en la facultad. Una arcada que me ahorro. —B… buenas tardes —saluda Félix, rehuyendo mis ojos. —Ya casi están los resultados, doctor Usieto —dice Marga. Sonríe nerviosa, mostrando su aparato dental. —Necesitamos más sujetos para confirmar su validez —la corrige Raquel, rompiendo el contacto con su compañera. —Me temo que de eso venía a hablaros. No van a traernos más cuerpos. Órdenes de arriba. —¿Y la cabeza no le basta? —pregunta Olga, volviéndose hacia mí. El hedor me asalta. Cuartero es un cerdo vicioso y enfermo. 29

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—Necesitamos cuerpos enteros. César nos ha dado ya todo lo que puede darnos. —Ah, que le ha puesto nombre… Por norma, evito hablar con Olga. Por desgracia, no es algo recíproco. Algo en su cerebro trastocado interpreta mal mis señales. Casi se diría que le transmito confianza. —¿Qué vamos a hacer entonces? —Raquel casi gime la pregunta. Su tesis está relacionada con mi investigación, si yo no logro lo necesario para sacarla adelante, su proyecto se va al traste. No puede permitírselo. Su padre parado y borracho, su madre atiborrada de ansiolíticos y su propio deseo de medrar, de ser la mejor, no tolerarán fracaso alguno. La destruirán. —Acaban de comunicármelo. De alguna manera tendremos que abastecernos. Aún no sé cómo, tengo que pens… —Yo tengo ratones de sobra ­—me interrumpe Olga—. Podéis usarlos como cebo. Llevan cancerígenos, pero no matarán a los muertos. —El mejor cebo es que te acerques tú misma a la verja. ¿Es que no has visto a los soldados? —No sé por qué me molesto, la mente de Olga acaba de extraviarse una vez más por senderos extraños. A menudo me pregunto si tiene algún desorden dopamínico en el lóbulo frontal. Desde el despacho contiguo, suena el timbre de mi teléfono. De camino, escucho cómo Marga se une a Raquel para poner en duda las funciones cognitivas de la puta de Cuartero. Buenas chicas.

4 Lentamente, el muchacho se alza del colchón, como de un largo trance. La débil luz procedente del exterior de la habitación le molesta. Trata de interponer un torpe brazo entre la ventana y sus ojos, sin conseguirlo. La mano tiene vida propia. Una vida salvaje y convulsa. Sus rígi30

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dos músculos le impiden adoptar una posición del todo erecta. Sendas cascadas de baba fluyen desde sus comisuras para romper olvidadas contra su raído peto vaquero. Durante varios minutos permanece sentado, tieso como una tabla, mecido por los cacofónicos gañidos de sus semejantes a su alrededor, cual antropoide triste incapaz de decidirse a dar el siguiente paso. Por fin decide levantarse de la cama. Su diestra choca sin querer contra la cabecera y se ase como una tenaza a ella. El dedo meñique se disloca. No se da cuenta. Ayudándose del inesperado agarre, se eleva a sí mismo. Sus rodillas restallan, su espalda adopta un ángulo avejentado, su pierna derecha avanza en bloque un tentativo paso. Segundos más tarde, su pierna izquierda trata de imitarla y fracasa. Su mano derecha continúa firmemente asida al cabecero. Su dicotomía muscular aborta burlona la fase de despegue, y el chico explota su fracaso cayendo de nuevo sobre la cama. Volverá a empezar. Aunque no lo sabe, tiene todo el tiempo del mundo. El tiempo de los descartados. De los que no deben estar. Ni ser. De los que hubieran debido morir sin más. Su único ojo útil permanece abierto, sin esperanza de un parpadeo, contemplando curioso la mano que baila una danza ebria ante él. Por encima de los gemidos del resto, percibe el sonido de unos pasos que se acercan. Pasos normales. Pasos humanos. Gruñe tratando de incorporarse, de ir hacia el origen de las pisadas. Atravesado sobre el lecho, carece de asidero alguno al que lanzar al albur el cable espástico de sus garras. Como un juguete roto, observa a los demás mientras se aproximan en tambaleante comitiva a la puerta cerrada, incapaz de unirse a ellos. De dar la bienvenida. Tras un tintineo de llaves, la puerta se abre. Un joven enjuto y fibroso de bata blanca, en torno a los veinticinco años, contempla a sus pacientes. 31

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—Buenos días, Carlos… ¿Qué tal, Álvaro? Ahora os atiendo, tranquilos. —Con infinita paciencia, se zafa de la cola de espasmódicos abrazos y acude hacia la única cama todavía ocupada—. ¿Qué te ha pasado a ti, chaval? Yo te ayudo, tranquilo… A ver ese ojo… Está fatal, enseguida te ponemos el colirio. El muchacho, tendido en su cama, le sonríe. Su brazo derecho se hace eco, retomando su perenne y errática danza de rogativa a un dios que jamás le hará caso. —Ho-la Ja-vi… —Hola, terremoto —le responde el fisioterapeuta, revolviéndole el pelo.

5 —¿Quién e…? —Soy yo, Alfonso. Tienes apagado el móvil. —No voy a poder ir a casa esta noche, tengo que… —No pasa nada, de verdad. ¿Has leído mi correo? —He estado muy ocupado todo el día. ¿Otra estupidez en Power Point? —Tú ábrelo. Ya verás. —Cuelga, sin echarme la bronca. Algo va mal. Abro mi correo desde la web. El asunto está en blanco, en el cuerpo del mensaje tan solo un enlace. El vídeo se titula «Quiero el divorcio». —¿De verdad que no quiere que me quede? Tiene usted mal aspecto. ¿Se encuentra bien? No me importa quedarme. Son las diez y media de la noche. Félix a dos metros de distancia, alza la vista hacia Raquel. Aún no han cenado. No dice nada. —No es nada, no te preocupes. Ya estoy mejor, se me pasará enseguida. Tengo mucho que hacer. —Si le pasara algo, estará solo. Me quedo con usted. 32

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—Raquel… —¿Sí? —No. Vete a casa. No hay más que hablar. Te veré mañana. Para tranquilizarla, accedo a apuntarme el número de su móvil. —Llámeme a la hora que sea y vuelvo. La veo bajar por las escaleras, su perro fiel siguiendo sus pasos, atado por una correa invisible. La noche es particularmente fría. El rector ha decidido ahorrar un poco. O quizá piensa que vamos a trabajar mejor y más rápido si estamos incómodos, como Dalí pintando con zapatos de dos tallas menos. Miserable tacaño. Me acomodo en mi silla con respaldo reclinable y me tapo con una vieja manta que traje de casa hace meses, cuando empecé a pasar las noches en mi despacho. César descansa a mi lado, sin tapar. El frío contribuye a conservarlo. Me devano los sesos pensando en la forma de conseguir más como él y permanezco en vela. César y Paula. Paula y César. César y Paula. Paula y… Paula y yo. Despierto y lo sé. Ahora lo sé. No hay forma de que demos con una solución, cuando nosotros somos el problema. César me mira. Lo sabe también. Lo ha sabido todo el tiempo, pero no podía decírmelo. Mamá Gaia ha perdido la paciencia con nosotros. El virus que crea a los que son como él está por todas partes: en el aire, en la tierra, en nuestros cuerpos. Se activa cuando morimos. Ellos son la respuesta a nuestros excesos como especie. Somos como los ciervos de las reservas de Estados Unidos en las que erradicaron a los depredadores en el siglo XX: libres de control, nos multiplicamos como conejos y agotamos los recursos. Perpetuamos las taras. Y acabamos muriendo. Nos lo merecemos. 33

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No podemos destruir a César. No podemos destruirlos. No luchamos contra cadáveres ambulantes. Es la evolución la que nos hace frente. Su forma de enderezar las cosas. Es tiempo de extinción. Es la hora. Cuando hayamos desaparecido, el equilibrio se restablecerá. Sobre mi mesa, junto a César, descansan los últimos resultados del trabajo de Raquel: mientras yo buscaba infructuosamente venenos que remataran a los muertos, ella ha conseguido aislar el virus. Una cepa mutada de la familia de los Paramyxoviridae, una variante del Morbillivirus. El virus del moquillo. Permanece en nosotros inactivo, y una vez muertos, reactiva parcialmente el tallo cerebral. Hay que crear una vacuna de ADN. Convertirnos en ellos mientras seguimos vivos. Fusionarse con la nueva especie dominante. Inmunizarnos contra nosotros mismos. Contra nuestra propia humanidad. César me está mirando. Sonríe. Sé lo que diría, si pudiera. Eureka.

6 Son las ocho. El conductor del pequeño autobús refunfuña en cada una de las interminables paradas a lo largo de su recorrido por las calles de Zaragoza. Al abrir la puerta de acceso especial para minusválidos, siente el fresco y la humedad calándole los pelos del bigote. El frío del que le hablaban sus padres ha vuelto para quedarse esta vez un par de siglos. —Date prisa, tú —increpa al voluntario que acaba de bajar del autobús y está hablando con la madre de un cuarentón en silla de ruedas con el cuerpo retorcido sobre sí mismo y la sonrisa de un chiquillo—. No tenemos todo el día. Me estoy pelando de frío, joder. 34

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—Se espere y punto. Si quiere subimos a Bernardo volando. —Qué más quisiera él. —Hijo de… El voluntario acaba mordiéndose la lengua. A duras penas. Le esperan muchos días de trayectos y no debe mostrarse conflictivo. No si quiere tener una mínima posibilidad de acabar consiguiendo que le firmen un contrato. Tiene cuatro bocas que alimentar en casa. A pie de calle, la madre de Bernardo calla; demasiados años de lucha perdida antes de empezar, de hacer de puntal de quien se suponía iba a ser su sostén, la han roto por dentro. No sabe que hace mucho que murió, en realidad. El chófer sí lo sabe. Desde su puesto al volante, lleva años viendo quebrarse a padres. Solo se mete con los vencidos. Con los viejos. A veces les da él mismo el empujoncito que les faltaba. La plataforma eleva la silla de ruedas con un crujido. El autobús lleva décadas en servicio, y cada vez es menos probable que lo renueven. Los paralíticos cerebrales no dan votos. El ceño fruncido, el voluntario empuja la silla de Bernardo hasta su puesto. Está ocupado. Bernardo emite un grito gutural y lanza frenéticos manotazos al invasor de su sitio en el autobús. Defiende su puesto en la jerarquía. No se tranquiliza hasta que el voluntario retira la otra silla. El conductor arranca sin esperar a que la portezuela del autobús se cierre del todo, dejando atrás una débil protesta, que queda flotando en el gélido cierzo de la mañana. —Siguiente parada, la gorda —sonríe con sorna al espejo retrovisor, buscando la mirada del voluntario. Dos minutos más tarde, el autobús se detiene y Milagros sube por la plataforma. El mentón alto, la mirada confiada, observa antes de entrar al resto de los pasajeros cual reina a sus súbditos. Tan solo el rostro indiferente del conductor y el saludo del voluntario desde su metro ochenta la incomodan por un momento en el umbral de su reino. 35

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—Hola, Milagros. Qué frío, ¿no? —Hola, Esteban… —Milagros baja la cabeza, como siempre que habla con un hombre. El frío disfraza el rubor de sus mejillas—. Sí… —Venga, Miss Mundo. Mete el culo y adentro. No vaya a ser que volquemos. Milagros se apresura a subir. El voluntario cierra el puño, hace ademán de ir hacia el conductor y luego se frena. —Será… —se excusa bajando la voz—. Si yo pudiera cantarle las cuarenta, se iba a enterar… pero yo no pinto nada en la asociación, ya lo sabes. Otra cosa sería si tuviera contrato... —Ya… —La voz de Milagros apunta directamente a sus botines. Cruzar más de dos frases seguidas con un macho es terreno desconocido. —¿Tú no podrías hacer nada? —Yo no… solo soy la terapeuta… no firmo contratos. Eso lo hace el administrador… La cara de Milagros se torna de un solo color rojo encarnado. Empieza a trasudar por todo el cuerpo. La decepción de su interlocutor la hace sentirse culpable. No es capaz de darle lo que él necesita. Una vez más. Tantas veces. La imagen del voluntario montándola allí mismo, en el autobús, la asalta con indescriptible fuerza. Balbucea algo ininteligible y se aleja hacia su asiento, dejándolo con la palabra en la boca. El sudor fluye desde su frente en delatores arroyos para reunirse en una sola y poderosa corriente que cae en catarata sobre su prominente pechera. La calefacción del autobús se une a la excitación y Milagros, rojo sobre rojo el rostro, lucha por recuperarse, la mirada posada sobre el paisaje de siempre, de un Ebro crecido que pugna por desbordarse, a tan solo unos centímetros del nivel de la calle. Al salir de Zaragoza por la carretera de Huesca, empieza a nevar una nieve de abril que ya no sorprende a nadie. 36

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¿Terapia ocupacional? Si no sabe ocuparse de sí misma. Tú que eres su padre, José Manuel, deberías decírselo. Las palabras de su madre resuenan en su cabeza; cuatro años después, la carrera terminada, todavía lo hacen. El recuerdo de su padre muerto también. Lo único que se interponía entre ella y mamá. El escudo que la protegía de una niñez perpetua bajo las alas de una madre severa. Aunque ella tuviera razón. Poco a poco, a medida que Milagros vuelve a ser consciente del autobús, de sus ocupantes, una placentera calma la invade. Sus ojos de ordinario huidizos buscan sin vergüenza a sus súbditos y encuentran: las piernas esqueléticas de Enrique, los dedos deformes de Ignacio, la ceguera de Ainhoa, el constante mecerse de Guillermo en su silla, la expresión ida de Marcos, la absoluta soledad de Violeta en su rincón de atrás. Secándose los últimos restos de sudor, Milagros sonríe satisfecha y se arrellana en su trono del autobús.

7 Son las nueve de la mañana cuando Raquel entra en el laboratorio, al otro lado de mi despacho. Su voz suena cansada, preocupada. Seguro que tiene ojeras. Y que Félix no se ha comido una rosca la noche pasada, para variar. Sus golpes suenan tímidos en mi puerta. Decido no contestar. Sé que no tratará de abrir sin permiso una puerta con el rótulo de «Doctor» y menos la mía. La dulce Raquel. —¿Sabes algo? ¿Qué tal está? —Creo que sigue dormido —la tranquiliza Marga—. Mejor no despertarlo aún. —Sí, mejor. ¿Cómo vas? —Cansada… Voy con retraso. —¿Saliste ayer con Dalmiro? 37

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—Se quedó a dormir en el piso. No me atrevo a salir de noche después del toque de queda. —Así que cansada, ¿eh? —Imagino a Raquel guiñando el ojo e inclinándose hacia Marga. Hora de secretitos. Aguzo el oído. —Qué va, chica… —Pero tú y Dalmiro… Sí, ¿no? —Sí, pero… —Pero, ¿qué? —Me deja siempre igual. Acaba enseguida y yo nada. —¿Cómo que nada? ¿No te toca? —Sí… —¿Entonces? ¿No te gusta que te toque? —Algo en el tono de voz de Raquel varía una octava. Me recuerda a Paula cuando me pregunta si ya he cobrado. —Chica, me deja siempre a dos velas. Se pone a tocarme las tetas y bien, pero a los cinco minutos, cuando empiezo a calentarme, se me pone encima, cuatro sacudidas y adiós. Se me duerme. —Pues qué mierda, hija. A mí Félix me toca divinamente. —¿Y cuando lo hacéis…? —No. —No, ¿qué? —No lo hacemos. Él se las apaña solo. Hace tres días que vi el vídeo. Una sola vez, lo borró a los veinte minutos de llamarme. Hubiera sido útil saber cómo se descargan, pero Internet me pilló con el pie cambiado. He perdido la cuenta de las veces que he llamado a Paula. Quiere que le firme los papeles. Sigo sin saber cómo vamos a conseguir más cuerpos. No soy ningún comando. Tengo cincuenta y siete años, una hernia discal, problemas de rodillas y la agilidad de un gato muerto. Desde la ventana de mi despacho, contemplo el paisaje. La gasolinera de Repsol, el acceso a la carretera de Caste38

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llón justo al otro lado, la casucha de tres pisos cuya planta calle, revocada de blanco, ocupa el bar Bajo Aragón. Con el tiempo, he llegado a acostumbrarme a no ver coches por todas partes aparcados en batería. Ni estudiantes de primer año vociferando a las puertas de la facultad. Lo segundo ha sido más fácil. Sobre mi escritorio, junto al portátil, César emite un gañido. —Perdona, César. Ven. —Lo cojo y apoyo la base de su cuello sobre el alféizar de la ventana. Para evitar que caiga, lo sujeto por la nuca, presionando levemente su rostro contra el cristal. La baba escurre como lágrimas de deseo. Al fondo, vemos el Tercer Cinturón ascendiendo en una recta interminable hacia el barrio de Torrero. No podemos aprovechar su cabeza: su bioquímica está alterada. Yo mismo la trastoqué, jugando a buscar matarratas para redivivos; no sirve para sintetizar la vacuna. Del cuerpo de César poco queda ya, tras varias semanas sometido al escrutinio implacable de dos becarias ansiosas. Debemos conseguir otro. No sé cómo. Describo un arco con el brazo libre. —Pronto todo esto será tuyo. Vuestro. César asiente.

8 Sentada sobre su cama, Milagros se muerde el labio inferior sin apartar la vista de Alicia. Desde el estéreo, los martilleantes ripios de un cincuentón Alejandro Sanz enmascaran la conversación. —Cuéntame… Alicia se agita incómoda sobre una silla demasiado pequeña para ella. Su culo y sus muslos hamburguesados rebosan, clavándose en los cantos de madera. Cada poco se pone de pie y la luz de la lámpara resalta su marcada 39

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forma de pera, su nariz buitresca, sus boscosas cejas y sus allegados ojos. Pasados unos segundos de alivio en sus posaderas, vuelve a sentarse y el ritual empieza de nuevo. Es lo más cerca que ha estado nunca de hacer ejercicio. Cada pocos segundos, Milagros lleva a cabo su propio ritual sagrado: su cabeza se gira hacia la puerta entornada, cual rata asustadiza. Esperando que mamá no venga aún de la parroquia. —¿Se la comiste al José? —le pregunta a Alicia sin más preámbulos. Mamá quizá vuelva pronto y Milagros necesita su dosis de realidad con la que fantasear después. —Claro. Es un cerdo —Alicia desvía la mirada. —¿Y te lo tragas todo? —Qué otra me queda. —Qué guarra… —Es lo que hay que hacer. Si no, se enfada. —Yo no lo haría. —Así estás de sola. —¿Te gusta cuando te la… mete? —La rata treintañera y excitada echa otro vistazo nervioso a la boca de su madriguera. —No lo sé. —¿No? —Yo no noto mucho. Entra y sale, entra y sale y luego acaba. A veces me hace daño. Pero ya no voy a dejar que me lo haga, porque hemos cortado. —¿No has hecho todo lo que él quería? —Los ojillos de Milagros brillan inadvertidos tras los gruesos cristales cóncavos que la enclaustran dentro de sí misma. —Me la metió por detrás… —¿Y no te dolió? —Siempre duele. —A mí no me… —¡Milagros! La cabeza de su madre asoma de improviso por la puerta. No la han oído entrar en casa. El largo pasillo de vetusto papel pintado ha vuelto a jugar en su contra. 40

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Mamá viste de riguroso luto, desde la muerte de papá. Incluso sin maquillaje, sus bien proporcionadas facciones contrastan vivamente con las de su hija. Su cuerpo casi esbelto, con algo de ayuda de una ceñida faja, también. Sus pechos, que se adivinan firmes bajo la rebeca negra, parecen clamar todavía una segunda oportunidad. Sus caderas generosas y torneadas, exigir una descendencia en condiciones en vez de la broma mendeliana de su unigénita. —Mamá… —Milagros apaga de un brinco el equipo de sonido. —Que sea la última vez que te pillo atronando la casa con esa música. No te lo advertiré más. Milagros agacha la cabeza posando la mirada sobre su regazo. Postergando su rendición sin esperanza. —Hola, señora Latorre. Mamá desvía la atención de su cautiva. —Hola, Alicia, cariño. Puedes llamarme Julia, ya lo sabes. Voy a prepararos algo —Mamá sale de la habitación. Deja la puerta abierta. Es una batalla que venció hace más de dos décadas.

9 Entre los árboles del patio de la facultad, sobre un césped ralo lleno de calvas, como un amante avejentado al que ya nadie cuida, se alzan las tiendas de los soldados del teniente Navarro, como sobre territorio conquistado. Cuatro camiones color caqui dentro del patio obstaculizan el acceso principal de cemento. Alrededor de todo el perímetro, hay soldados dispuestos a intervalos regulares. Huele a muerte, a descomposición. A alquitrán quemado. A las hogueras del otro lado de la valla donde queman a sus víctimas. El desempleo lleva décadas debilitando al ejército, llenándolo de reclutas cuyo principal interés es llenar la barriga, 41

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sin interés alguno por el servicio militar. Varios de los soldados se me antojan totalmente incapaces de hacer una sola flexión con sus orondos cuerpos. En la parte trasera del recinto, uno con gafas de culo de vaso limpia su fusil. Rondando por ahí, otro de dos metros supera en varios centímetros la parte superior de la reja. La parada de los monstruos. Al suprimirse el servicio militar obligatorio, los militares se bajaron los pantalones, con tal de tener a alguien a quien poder mandar. Hará unos veinte años eliminaron las pruebas de acceso al ejército. O más exactamente, las sustituyeron por unas que yo mismo habría superado con una mano a la espalda, bien pasados los cuarenta. Tenemos un ejército políticamente correcto; todo el mundo tiene cabida en él: jirafas, tapones, toneles, topos, bujarras y reinonas, deficientes. Ya era hora de que llegara el enemigo. Me dispongo a volver a entrar por el patio porticado principal, cuando el motor forzado de un coche me detiene. El conductor apura las marchas hasta casi quemarlas, como si no supiera dónde está el límite o no le importara. No le importa. Ya quemó el motor de un Rover, y pretende hacer otro tanto con el Volvo. El gañido acelerado holla el silencio de la tarde. —La puta esa no sabe conducir. Yo sí que le daría una buena palanca —suelta un soldado, por lo bajo. Tienen órdenes de no hablar, salvo que sea estrictamente necesario. Cómo voy a enfadarme. Parece que conoce bien a Paula. Pese a no haber más que tres coches fuera, el Volvo aparca de mala manera justo enfrente de la estrecha salida, en zona amarilla. Me oculto tras una de las columnas y espero. Cuando salga del coche, volverá a fijarse en el entorno. Es decir, en cómo el entorno se fija en ella. —Señora, no puede aparcar ahí. Tiene que quitar el coche —la amonesta el jugador de baloncesto vestido de verde camuflaje. 42

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—Soy la mujer del doctor Usieto. Haga el favor de decirle que he venido. —Tendrá que quitar el coche —insiste él, bloqueando la entrada casi por completo con su envergadura. Como un gigante en una casita de niños. Uno que desde su atalaya contempla el escote pleno que asoma bajo el abrigo de armiño de mi mujer. Paula vuelve al Volvo, de mala gana. Una vez dentro, refunfuñando, hace marcha atrás y lo deja cruzado encima del paso de cebra a la derecha. Le regalaron el carné. Contactos. La han cosido a multas desde que empezó a circular. A mi tarjeta de crédito, quiero decir. Más de un policía habrá hecho carrera en el cuerpo gracias a ella. Hasta hoy. —Espere fuera. Extrañamente, Paula se contiene. El pívot con casco pasa casi a mi lado, sin verme. El muy imbécil. Los soldados de la entrada la miran, babeando. Algunos salen de las tiendas, a medio vestir. Veo cómo ella cruza la calle y se acerca al puesto de la gasolinera de enfrente. Enciende un cigarro. No le gusta mostrarse más de lo necesario, cuando no va a conseguir nada a cambio. De detrás de la gasolinera, un niño muerto aparece súbitamente. Es rápido. Aferra el brazo izquierdo de Paula y muerde el antebrazo del abrigo de piel. Ella grita, deja caer el cigarrillo. Sin dejar de aullar, perdiendo un tacón por el camino, se abalanza hacia la entrada. Dos bayonetas le cierran el paso. —¡Me ha mordido! ¡Me ha mordido! ¡Dejadme pasar! ¡Dejadme pasar, hijos de puta! Tras ella, el pequeño podrido camina descalzo, casi corre. Dejad que los niños se acerquen a mí. Con mamá. Los dos soldados vacilan por un instante. Cuando el chico casi araña con sus dedos quebrados la espalda de Paula, ambos lo ensartan con las bayonetas por las costillas. Es ligero, tendrá siete u ocho años. Poco más de veinticinco kilos. Igual que un ternero recién nacido. 43

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Lo alzan en vilo como a un pequeño Jesucristo, las bayonetas quiebran sus costillas, perforan sus pulmones, su corazón. La del soldado gordo, sin cojones para hacer su trabajo, habiendo entrado de refilón como si no quisiera hacerle mucho daño, hiende el serrato anterior derecho y el cuerpo ensartado en la otra gira sobre esta, cayendo de bruces contra la barriga del gordo. Antes de que su compañero consiga liberar la hoja y aplastarle el cráneo, los dientes se clavan en la grasa. Los berridos me recuerdan los de los cerdos que usábamos en prácticas. Los demás soldados retienen a Paula, cuyos alaridos se mezclan con los del panzudo de fuera. Hora de salir a escena. —Déjenmela a mí. Yo me encargo. —¡Alfonso! ¡Soltadme! ¡Soltadme! —Esa cosa le ha mordido —dice uno de ellos. —Solo en el abrigo. —Se lo enseño—. No ha llegado a clavarle los dientes. Yo me encarg… Desde su puesto en la esquina izquierda, junto a las casas colindantes, el soldado miope comienza a hablar en voz muy alta. Ha tirado las gafas contra el muro; uno de los cristales se rompe. Sonríe de oreja a oreja. —Los muertos… los muertos… ya no los veo… ¡ya no! No se ven… están ahí… ¡ya vienen! ¡A mí no! Nononononono… —Se vuela la cabeza con su fusil. El niño era la avanzadilla. Por la carretera de Castellón, Miguel Servet y la estrecha banda de césped que separa ambas calzadas, atraída por los gritos y el disparo, llega arrastrándose la gimiente cohorte de cuerpos desgobernados. Cientos de ellos, miles. Ave, César. —¿Qué ha sido eso? —Marga se levanta de inmediato al oír los gritos abajo, y se apoya en el alféizar de la pequeña ventana. Apenas hay sitio para dos, y Marga la ocupa toda con los brazos abiertos. 44

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Raquel acude de inmediato. Más alta que Marga, se pega al saliente trasero de esta. Inconscientemente, la agarra por las caderas y le apoya la barbilla en el occipital. El pelo de Marga huele a champú y a agua de colonia. Desde su rincón, frente a una revista MacWorld que ya casi se sabe de memoria, Félix las contempla y recibe una muda explicación subliminal del porqué que martillea su mente desde hace meses. Años. —¡Al primero que dispare sin ser necesario lo mataré! ¡Lo mato! ¿Queda claro? —Sí, teniente —contestan todos al unísono. —Silencio absoluto a partir de ahora. Apostaos a un metro de distancia de la verja. Las bayonetas caladas. Hay que dejar que pasen, que pierdan el interés. Si se lanzan contra nosotros, acabarán escalándola unos sobre otros. Y entonces estaréis jodidos, porque os dispararé primero a vosotros, por subnormales. Si voy a morir, antes me daré ese gustazo. ¿Entendido? El simio de Navarro apuesta alto. Pero ha acabado por aprender las reglas del nuevo juego: los muertos reaccionan ante estímulos, como nosotros. El ruido los atrae. El olor los atrae. Las cosas en movimiento los atraen. Solo hace falta un buen par de pelotas para permanecer inmóviles mientras la turba barre la calle. Irán de inmediato hacia la verja, hacia el olor; pero sus receptores nasales se saturan igual de pronto que los nuestros. Solo es preciso aguantar su mirada sin pestañear. Mirada tras mirada, miles de miradas que ansían tu carne. Cojo a Paula del brazo sano y a la carrera subimos las escaleras de la entrada. Pierde el otro tacón. —¡Mi zapato! —No te preocupes. Luego lo recogemos. ¡Corre, joder! Ella se apoya en mí, a punto de sufrir un ataque de histeria y derrumbarse. Su brazo comprime el mío con tanta fuerza que lo siento entumecido por la falta de sangre. 45

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En el vestíbulo no hay nadie. No hay tiempo que perder, la conduzco hasta el ascensor y bajo al sótano. Una vez allí, entramos en un viejo cuarto anexo al de las jaulas para los animales, vacías desde hace meses. Está sucio y polvoriento, pero podré ocuparme mejor de ella, sin estorbos ni preguntas. La siento con cuidado sobre la camilla. —Quítate esto, anda. —Paula me deja que le quite el abrigo. Debajo lleva una blusa de manga corta. Examino su brazo. Solo tiene leves magulladuras, el espesor del abrigo de piel ha evitado una mordedura fatal. Por primera vez, me alegra habérselo comprado. —¿Me ha mordido? No, ¿verdad que no? —No, estate tranquila. Solo ha desgarrado el abrigo. Túmbate, anda. Iré a buscarte un sedante. Se tumba. Gotas de sudor se forman en la curva de su escote. —Espera… Se gira sobre un costado y me agarra por el cinturón de la bata. Luego empieza a sobarme la entrepierna. —Lo siento… —dice, sin dejar de frotarme. Tantos días sin tocarme. Tantos días sin que ella me toque. Mi pene se yergue enloquecido bajo mi pantalón, siento el líquido preseminal fluir a borbotones, empapando mis calzoncillos. Me abre la bata y me baja los pantalones. Mi glande, ansioso de escapar, asoma por la costura del calzoncillo, goteando sincero como la baba de César. Yo mismo lo libero. Paula me acoge en su garganta. Al principio ella dirige, empalando su boca en mi miembro a golpe de flexión cervical; después, la aso por el pelo de la nuca, inmovilizo su cabeza y tomo el mando mediante ávidos movimientos de anteversión y retroversión pélvica. Mis testículos golpean enloquecidos su rostro en rítmica danza, como queriendo invocar a alguna deidad olvidada. El negro del vídeo retorna a mi memoria. Su sexo elefantiásico explorando honduras negadas para mí. La lujuria en el rostro de mi mujer, rindiendo homenaje al tótem supurante. El 46

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dios de la ira renace en mí, atraído por mi frenético candomblé genital. No se puede controlar a un dios. Mi esperma brota en salvaje marejada; Paula abre la boca en busca de aire, y mi semen se derrama en sendas cataratas por las comisuras de sus labios, manchando su blusa y la camilla. Grito. En el alarido de mi orgasmo se dan cita mis meses de abstinencia, de peleas y alejamiento, de investigación inútil, y mis recién estrenados cuernos. No recuerdo haber aullado nunca así. Suerte que estamos en el sótano. Durante varios minutos, Paula sigue aferrada a mí, sorbiendo mi esencia, drenándome. Después, la aparto de mí con dulzura. —Espera aquí un momento. —Pero… —Acabas de sufrir una experiencia traumática. Necesitas el sedante. Ahora vuelvo. Cierro la puerta con llave. —¡Doctor!… ¿qué ha sido ese grito? —Raquel casi gime mi título académico de alegría al verme. —¿Estaba usted ahí abajo? —pregunta Marga. Parece muy asustada. Raquel le rodea los hombros con el brazo. —Un soldado en la parte de atrás. No hagáis ruido. Evitad los movimientos bruscos delante de la ventana. O moriremos todos. —Yo cre… —La frase de Félix muere prematura, olvidada por todos en el cuarto. No es más que un lego, un intruso con pase de visita. Hasta para Raquel. Me doy la vuelta hacia la puerta. Raquel me detiene de inmediato con palabras. Momentáneamente. —¿Adónde va? ¿No irá a bajar otra vez? —La preocupación es una telaraña pegajosa, tienes que estar urgido de hacer lo que quieres hacer para poder liberarte de ella, si no, sigues felizmente atrapado en sus hilos. —Debo aprovechar la ocasión. Están llegando a miles, ya los habéis visto. Quiero que os quedéis aquí mientras tanto. 47

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Los ojos pardos de Raquel me dicen que soy su dios. Cuido de ellas, las tutelo, las proveo de lo necesario para seguir adelante con su investigación. Me arriesgo si hace falta. Ojos adoradores. Ojos crédulos. Paula me ha esperado, tendida sobre la camilla. Parece mucho más relajada. Ni siquiera se ha sobresaltado al oírme hurgar en la cerradura. —Aprieta la mano, anda —Le pongo el torniquete elástico, la vena no tarda en resaltar. Limpio la zona con un trozo de algodón empapado en alcohol, y clavo la aguja con cuidado—. Ya. Ya está. Verás qué bien te sienta. —Yo… te quiero, Alfonso. Grac… —Deja caer la cabeza sobre la camilla. El anestésico surte efecto de inmediato. Hosanna.

10 El autobús toma el desvío en la carretera de Huesca y minutos después se detiene frente a la puerta del achaparrado edificio semioculto por el extenso pinar cubierto de blanco. Milagros baja la primera, sin detenerse a ayudar al voluntario. No es su trabajo. Y su palacio la espera. Ni siquiera escucha las palabras de despedida del conductor. —Adiós, Miss Mundo. Dentro, el coro de gemidos de los cincuenta residentes fijos le da la bienvenida, procedente de la sala común. La única enfermera a tiempo completo, totalmente sobrecargada, blasfema con frecuencia. Milagros entra en la sala. —Hola, Judith. —Hola, Milagr... ¡Estate quieto, Marcos! Vuelve a darme un manotazo y te cambias el pañal tú solo. Ya me has oído. Joder… —¿Aún no ha venido Mario? 48

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—No tardará en llegar. Mientras se pasea por la sala, inmune al enervante griterío, al olor a orín y excrementos viejos, al drama solitario sobre cada silla de ruedas, Milagros piensa en Mario. En su porte espigado y viril a la vez. Cada día, llueva o nieve, llega corriendo hasta el centro de ASPACE desde Zaragoza, con su mochila a la espalda para cambiarse. Casi seis kilómetros. Llega pletórico, apenas sudado, como un exultante dios griego, se ducha, se pone la bata de fisioterapeuta y se pone a trabajar. Él es su rey. Un día reunirá el valor suficiente para hacérselo saber. Algún día. —Hace mucho frío. —Mario está acostumbrado. Aún no sé cómo lo hace. Yo me canso solo de coger el coche —le explica Judith. La enfermera busca conversación y Milagros siempre se demora allí para dársela, antes de acudir a la sala de rehabilitación. Es un acuerdo tácito. Judith consigue unos minutos de charla trivial. Milagros hace creer a Judith que busca lo mismo. No es así. Su coraza la hace impermeable a cualquier sufrimiento que no sea el suyo. Ha aprendido a fingir lo contrario bastante bien. Ella necesita a sus pacientes. Necesita su dolor, sus extremidades retorcidas e inútiles, su hablar arrastrado, sus pañales sucios, su total desvalimiento, su perenne inocencia. La hacen sentirse mejor. Superior. Digna. Casi hermosa. A menudo los descubre contemplándola al andar. Sus piernas cortas y rechonchas que andan en línea recta, sus dedos rollizos con los que puede rascarse, su cuello de doble papada que gira cuando lo desea de forma lenta. Ante ellos, se siente como una especie de inalcanzable top model. Se siente Mario. Ellos son su tratamiento. Su paliativo. Su metadona.

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11 Vuelvo con mis becarias una hora más tarde. Marga y Raquel, sentadas sobre la mesa, observan sin moverse a los soldados del patio, al lado derecho de la ventana, sin apenas asomar la cabeza. Al lado izquierdo, la guarra de Olga hace otro tanto. Félix, sin sitio para mirar, se agita nervioso en su silla, con la nariz a escasos centímetros del rotundo culo de Olga. —Ya tenemos un nuevo sujeto experimental —les informo, exultante. —¿De verdad? ¡Es fantástico, doctor! —Raquel arde en deseos de abrazarme. —¿De dónde lo ha sacado? —pregunta Olga. Pedazo de zorra. —¿Importa mucho? Es decir, ¿qué te importa a ti? —En el patio no se ha movido nadie desde que usted volvió a bajar. Ya me dirá de dónde lo ha sacado. —Definitivamente, Olga tiene un problema neurológico. De haberle aplicado descargas antes de la pubertad, quizá no sería ya un caso perdido. Tal vez incluso hubiera aprendido a bañarse. —Uno de ellos se ha colado por la parte de atrás. He conseguido reducirlo y atarlo. —Siento los ojos de Raquel taladrándome de amor puro y honesto, sin mácula. —¿Usted solo? —Un soldado me ha ayudado. ¿Más preguntas? —¿Qué soldad…? —¡Cállate ya, Olga! Pareces idiota. —Esa es mi chica—. Perdóneme por meterle prisa, doctor Usieto… ¿Cuándo podremos disponer del sujeto? —Mañana por la tarde, Raquel; antes tengo que convencer al teniente Navarro de que nos dejen quedárnoslo, y hoy no creo que esté de humor, si es que sobrevive, es decir. Lo han guardado bajo llave. 50

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—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Marga. Al principio no entiendo a qué se refiere, de puro exultante. Los muertos ante la verja. —Tendréis que acomodaros aquí como mejor podáis. No podremos salir de la facultad esta noche. Si los soldados no evitan el ataque... —Si cruzan la verja… —Raquel se estremece. —… será nuestra última noche. Estaré en mi despacho. Tratad de no hacer ruido. Paula sigue dormida, tal como la he dejado: desnuda y atada a la camilla con el cable de una alargadera. No dispongo de cuerdas; el cable pasa varias veces por los tobillos, rodillas, muslos, cadera, codos y hombros. Aprieta su cuello con algo más de presión, cuando despierte la semiasfixia le impedirá forcejear demasiado. Dejo a César sobre una mesita polvorienta, la nuca apoyada contra la pared de baldosa vieja, y me acerco a mi mujer. Me inclino entre sus piernas y aspiro el aroma acre de su sexo. Una última vez. Huele a traición. Es la hora. Cojo a César por las quijadas y lo deposito con cuidado entre las piernas abiertas en posición de parturienta. Paso varias veces el cable negro sobrante de la alargadera alrededor de los muslos plenos y del cuello de César, trazando un doble bucle infinito. La saliva de este se desborda en catarata sobre el coño afeitado. Tiro del cable, reteniéndolo como a un caballo desbocado. Cuando Paula despierta y ve a César, suelto ligeramente la rienda, lo justo para que este empiece a saciarse muy poco a poco. Muy despacio. Los gritos de Paula nacen muertos en su boca. Le muestro el frasco lleno de formol donde yace su lengua. Dos horas después, libero a César con sumo cuidado. Cuando nos disponemos a abrir la puerta del anexo, la voz del otro lado nos detiene. 51

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—Doctor Usieto… Hola, César. —Al salir, veo a Olga, repantigada contra la pared del otro lado del pasillo, las manos en el regazo apestoso, como un buda harapiento haciendo cola. Hay triunfo en sus ojos. Alegría. Desde la ventana de mi despacho, contemplamos con calma el mudo asedio de los muertos. Como una fila de pedigüeños, como cientos de ancianos desharrapados ofreciendo más allá de la esperanza paquetes de pañuelos desechables a los coches detenidos en los cruces, uno tras otro se acercan al muro de piedra rematado con una verja, a mendigar su oportunidad, atraídos por el perfume de los vivos, mezcla de sudor, suciedad, feromonas y miedo. Arañan la verja de hierro con sus torpes brazos, quiebran sus dedos sin ser conscientes de ello, como un bebé mordiendo un cuchillo. Se apelotonan, se empujan unos a otros, los más grandes pisan al resto. El staccato de los huesos partidos puntúa el coro de gañidos inarticulados. La música de los muertos. La secuencia se repite, una y otra vez. Los mendigos expresan su ronca decepción a los soldados inmóviles en posición de ataque y se dejan llevar por la marea que fluye hacia el pabellón Príncipe Felipe, hacia la avenida de Cesáreo Alierta, camino del centro de Zaragoza. No tardan en ser reemplazados por nuevos peregrinos bamboleantes en pos de asilo. Pronto se hará de noche. El río de cadáveres apenas ha llegado a la mitad. Siguen llegando más y más desde la carretera de Castellón. Uno de los soldados se mueve. Más bien tiembla; lenta, imperceptiblemente al principio, el estremecimiento se apodera de él de pies a cabeza. Es uno de los ecuatorianos con pinta de recién llegado al cuerpo. O peruanos, no lo sé. Él vino aquí a tomar, a culear con pendejas quinceañeras y a bailar reggaetón, no a ver desfilar difuntos. La realidad lo ha vencido. Su cuerpo toma el mando. Sus esfínteres se 52

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aflojan, y un charco de orín y deyecciones se forma a sus pies. El nuevo olor y los crecientes temblores comienzan a llamar la atención de los fiambres ambulantes. El teniente Navarro se acerca a uno de sus hombres. Le susurra algo al oído. Los muertos se agitan aún más al ver su movimiento. El soldado se estremece, Navarro lo obliga a callar. Obedece. Se desplaza con pasos lentos, medidos, hasta su compañero tembloroso, que a punto de perder el control, comienza a levantar su fusil hacia la horda. Empieza a hablarle, intenta tranquilizarlo. Mientras tanto, Navarro se sitúa a espaldas del ecuatoriano. De un golpe seco, le atraviesa la cabeza con la bayoneta. El cuerpo exánime cae en brazos del otro soldado, que lo deposita en el suelo muy despacio, casi con ternura. Los cadáveres vuelven a calmarse, a retomar la rutina mendicante. Vuelve la quietud. El hijo de puta de Navarro nos ha salvado a todos. Otra cosa no tendrá, pero sí pelotas. Sacrifica un peón para no perder la partida, al menos de momento. Vaya si tiene huevos.

12 En el cuarto de baño, Milagros se frota la cara devastada por un extinto acné con jabón de azufre. Le seca la piel, huele fatal y llega veinte años tarde para poder arreglar nada. Pero se aferra a él. Es su clavo ardiendo. No tiene muchos fuera del centro de paralíticos. Es sábado. Las cuatro de la tarde. Toca discutir si es que quiere irse. Nerviosa, reúne fuerzas durante un cuarto de hora extra para salir al cuarto de estar y despedirse. Mamá tiene una invitada. Van a irse a la parroquia. Milagros se arma de valor, sale del baño y recorre el largo pasillo hasta el salón. 53

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—Saluda a Consuelo, hija. —Hola. Consuelo estudia a Milagros de arriba abajo. Apenas se han visto un par de veces. Es algo más joven que Julia, poco más de cincuenta años, pero la gravedad se ha ensañado antes con ella. Un tanto entrada en carnes, sus enormes pechos reposan calmos sobre su incipiente barriga. Lleva el largo cabello casi totalmente blanco recogido atrás en un moño. —Me voy a trabajar, mamá… —el rostro de Milagros se tensa, previendo el sempiterno reproche, incluso la negativa airada. —No deberías pasar tanto rato allí, Milagros… Despídete de Consuelo, anda. —¿Eh?... Hasta luego, Consuelo —Mamá se deja noquear en el primer asalto sin apenas alzar la guardia. No es algo a lo que su hija esté acostumbrada. Llaman a la puerta. Todavía sorprendida, Milagros acude a abrir. Es Alicia. También parece algo sorprendida. Alterna una mirada de leve desconcierto entre su amiga y Julia. —¿Qué haces aquí? —le pregunta Milagros. —Quería… ver si te apetecía salir a tomar algo. —Los sábados por la tarde me voy al Zorongo, ya lo sabes. —Ah… bueno… pues ya nos vemos mañana… —Bajo contigo. —Milagros la empuja suavemente hacia el rellano. Desde el salón le llega un carraspeo que exige su inmediata atención. Se gira. —¿Mamá? —No seas descortés, hija. Pasa, Alicia, tómate un café con nosotras ya que has venido. Milagros se traga su pregunta delante de su madre. Más tarde le pondrá a Alicia un mensaje. En la calle, el frío le da la bienvenida a sus dominios. Es una suerte que el autobús pare a solo tres manzanas. 54

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En la parada no hay nadie. Casi al unísono, Milagros, Luisa y su silla llevan varias semanas acudiendo al centro la tarde de los sábados. Milagros no cobra esas horas extra. Luisa no tardará en dejar de coger el autobús y se mudará al Zorongo para siempre. Sus padres lo llevan escrito en sus extenuados rostros. Pero no están en la parada. Ni ellos, ni Luisa. Quizá no han podido aguantar más y se han adelantado. Milagros espera de pie. Conoce bien los horarios de paso del autobús que no llega. No está acostumbrada. Tiritando, anda en pequeños círculos para calentarse. El autobús debería pasar y recogerla. Debería. Un pinchazo, quizá. Luisa tampoco está. Aun así, la nariz goteante, decide seguir esperando. Esperará lo que haga falta para viajar una vez más a su mundo de fantasía. Necesita su dosis de cuerpos quebrantados. Media hora larga después, alguien la llama desde el principal de una casa dos portales más atrás. —¡Eh! ¡Chica! ¡Oye! Milagros se vuelve y se acerca hasta quedar bajo la ventana de la madre de Luisa. Lleva una bata azul y rulos rosa. Desde el interior le parece oír el discordante lamento de Luisa. —¿Y Luisa? ¿No baja? El autobús se retrasa… —Ha habido un accidente. Me han llamado al móvil hace rato. Algo muy raro, hija... en la carretera de Huesca se le ha cruzado alguien al bus y le ha pasado por encima. Si eso es todo campo, por allí no pasa nadie... De milagro que me asomo y te veo, chica. El chófer me ha dicho que hoy no bajará a Zaragoza, que tiene que esperar a los de atestados y a la ambulancia y que es algo muy raro y que tiene para rato. ¿No te ha avisado a ti? Milagros niega sin decir palabra. De pronto el frío se le hace insoportable. Aterida, se despide y emprende el camino de vuelta a casa con mamá. No habrá viaje a palacio el fin de semana. 55

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Una vez ante la puerta del piso, helada, se dispone a llamar al timbre cuando algo la detiene. Música. Se escucha música. Desde que murió papá, no suena música en su casa. Salvo cuando mamá no está. Abre con llave procurando no hacer ruido y entra en silencio, sin cerrar la puerta. La canción que parece venir del salón le da escalofríos. Es antigua, tendrá casi treinta años. De los noventa. Cuando mamá era joven. Ha entrado alguien. Varios. Cree oír a su madre quejándose. ¿Ladrones? ¿Algo peor? La calefacción del piso, el abrigo y un miedo creciente a cada paso que da por el viejo pasillo empapan su cuerpo casi al instante. Los goterones de sudor abren brecha a través de sus cejas yendo a caer en sus ojos. Su palma derecha va dejando húmedas huellas en el papel pintado. Dobla el primer recodo y deja atrás la puerta de su dormitorio. Siete metros más adelante la aguarda la segunda esquina del pasillo. Los lamentos de mamá son angustiosos. Le están haciendo algo. Debe asomarse y salir de allí lo antes que pueda sin hacer ruido y llamar a la policía con el móvil. Solo que no puede hacerlo. El último tramo de pasillo tiene casi cuatro metros de largo hasta el cuarto de estar, pero podrían verla. —No… por favor… eso no… —escucha implorar a su madre por encima de la música. —Eres una puta. ¡Toma! Es la voz de Consuelo. Milagros asoma la cabeza. La puerta del salón está abierta. Sobre el sofá, su madre se sienta desnuda, salvo por un ceñido corpiño que levanta todavía más sus macizos pechos. De rodillas, a su izquierda, el canoso pelo suelto hasta la carnosa cintura, Consuelo retuerce sus pezones con una mano mientras agarra del pelo a Julia, obligándola a embutirse en la boca la enorme polla negra que lleva sujeta por unas bandas. 56

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Julia obedece, entre gozosos quejidos. Su lengua caracolea alrededor del nervudo miembro de goma. —Mmmm… Chúpala toda, zorra —le ordena Consuelo—Así… pajéate mientras… Cobijada entre las piernas abiertas de mamá, su amiga Alicia lametea hambrienta el ano que esta le ofrece. Los fluidos del placer de Julia se derraman sobre Alicia, torrenciales uadi que acaban muriendo en el inmenso desierto de sus tetas. Alicia gime. Entre sus globosos muslos asoma un vibrador como una flor inesperada entre la arena. Consuelo es la que manda. Hace sentarse a Alicia en el sofá, y acuclillarse a Julia ante ella. —Cómetelo. —Consuelo… no, por favor… —Lo estás deseando. ¡Vamos! Mamá acata la orden. Retira el vibrador del frondoso coño de Alicia. Esta emite un agudo gañido de protesta que la lengua de Julia apaga pronto, llevando a Alicia al remoto país de las maravillas. Consuelo, excitada, se soba los endurecidos pezones y monta bruscamente a mamá. Su gordo y caído trasero celulítico casi oculta por completo la escena. Durante varios minutos, Milagros solo puede ver el oscilar de ese culo. Atrás y adelante. Adelante y atrás. Y oír. Alicia y Julia se corren casi en sincronía. El consolador sale del coño de esta, lubricado con el goce de mamá. No ha terminado. —A cuatro patas, tocina. Y tú, guarra, cómeme el culo. La amiga de Milagros toma posición sin rechistar. Consuelo aferra los elefantiásicos muslos de esta y la sodomiza. La polla postiza entra entera de una sola embestida. Alicia grita. Julia abre las nalgas de Consuelo y le rinde su entregado tributo. Consuelo sale del ano de Alicia y relaja su esfínter. La orina cae impetuosa sobre la rolliza espalda y resbala por sus lomos hasta manchar la vieja alfombra. 57

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Consuelo se gira para acabar de mear sobre el rostro de mamá. Su territorio. Mamá abre la boca como una cobra. Milagros se marcha. La música de su estéreo, semisepulto sobre la mesa bajo un mar de ropa interior, camufla el golpe contra el papel pintado al darse la vuelta. El sujetador, la camiseta, las bragas pegadas al cuerpo como una segunda piel, abandona su casa. Deja la puerta abierta. El trayecto hasta el Zorongo es largo. El taxi lleva una mampara de protección. Desde hace un lustro lo raro es lo contrario. Demasiados pobres. El conductor no se molesta en mirarla por el retrovisor. Ya le ha visto la cara al subir al taxi. Milagros tiene tiempo de sobra para masturbarse antes de llegar a palacio.

13 Noche cerrada. A mi izquierda, Marga ronca un poco, pegada al costado de Raquel. A la izquierda de esta, Félix. Cerrando el ménage à cinq, Olga. Hasta en eso tiene mala suerte ese infeliz. Las mantas viejas y apolilladas, que llevaban años guardadas en el armario donde las encontró Marga, no bastan para aislarnos del frío de las baldosas de la sala de trabajo. Debemos apretarnos unos contra otros. El culo de Marga, agitándose contra mi entrepierna, parece buscar en sueños algo más duradero que Dalmiro. Me resulta difícil reprimir mi excitación, hasta que oigo los susurros. Como cuando iba de pequeño, de colonias. La hora de los cuchicheos. —Te digo que no, y no insistas. —La voz de Raquel suena autoritaria, ofendida. La maestra echando una reprimenda al alumno particularmente díscolo. —Y si no hay otra noche… —Seis palabras. La frase más larga que le he oído a Félix. Claro que estoy prestándole atención. No es algo que suela hacer. 58

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—Pues no la habrá. —¿No quieres hacerlo? —Ni se te ocurra. Con Marga aquí al lado, y Olga… y Usieto. Nos oirían. —¿Y qué? —Conato de rebelión: Félix se pega aún más a su novia la vestal. Posa la mano izquierda sobre el pecho de ella. Durante unos segundos, Raquel se deja sobar. —¡Quita! —Marga se sobresalta. Raquel se da la vuelta hacia ella, dando la espalda a su novio. Olga abre los ojos. Bajo la luz de la luna, Félix alza las enjutas caderas y se baja pantalón y calzoncillos. Su miembro desatendido se alza hacia las estrellas. Se aferra con la diestra a la cadera de Raquel, quien finge no darse cuenta de nada, y con la zurda masajea rítmicamente su polla espigada de bonobo raquítico. Sobre el costado derecho, las enormes tetas desbordando la camiseta andrajosa y derramándose en la manta, Olga contempla fascinada a Félix mientras se la casca, con la mirada exoftálmica de un conejo despellejado. Al correrse en absoluto silencio, Félix se convulsiona, girándose involuntariamente hacia su izquierda. Su esperma vuela hacia el techo y acaba cayendo sobre la cara y las tetas de Olga. Ella sonríe. Se gira sobre el costado izquierdo y vuelve a dormirse. Los golpes enérgicos en la puerta nos despiertan a los cinco. Apenas son las seis de la mañana. Navarro no se anda con chiquitas y abre la puerta. A mi derecha, César. He ido a buscarlo hace dos horas a mi despacho. Me cuesta dormir si no lo tengo en el mismo cuarto. Marga y Raquel abrazadas, Félix boca arriba, resoplando con los pantalones aún bajados y una erección matutina, la mano de Olga sobre su estómago. —Puta panda de locos... —Buenos días, teniente. —Llevo rato despierto, me toca darles tiempo a los demás. Aunque no haya gran cosa que componer—. ¿Ha pasado buena noche? Se le ve ojeroso. 59

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—Váyase a tomar por culo. Usted y su muerto. A partir de este momento, la facultad queda en cuarentena. Ninguno de ustedes volverá a salir hasta nueva orden. Nos han informado de nuevos rebaños de muertos en camino hacia aquí. Dejen de follarse unos a otros y hagan su trabajo de una puta vez. Sobre todo usted, Usieto. Encuentre una solución a esta mierda pronto, o acabaré volándole los sesos, digan lo que digan mis superiores. Sin esperar respuesta, se larga dando un portazo. Sujeto a César. Su base de sustentación es demasiado pequeña para aguantar las vibraciones. Nos miramos unos a otros en silencio. Incluso Félix. —Voy a llamar a mis padres —dice Marga. —¿Qué vamos a hacer? —pregunta Raquel, cuyo lenguaje corporal la aleja aún más si cabe que de costumbre de su novio. No ha dicho una sola palabra, pero no olvidará semejante humillación. Mientras viva. Acaba de recordarlo todo, y escudriña nuestros rostros, tratando de averiguar quién ha sido testigo y quién no. Nadie se lo dirá, y no va a preguntarnos. O tal vez la demente de Olga. Tiene cuajo para eso y más. Seguro que hasta le da detalles de lo que Raquel no ha visto. —Lo que dice. Voy a hablar con él. Una vez tenga su permiso, prepararé el cuerpo. —Le acompaño. —Raquel tiene dos motivos: está desesperada por proseguir con su tesis y quiere alejarse de Félix cuanto antes. —Voy yo. —¿Tú? —Raquel mira a Olga. Su incredulidad vence a su desprecio—. Ni siquiera es tu director de tesis. ¿Qué pintas tú? Vete con Cuar… con el doctor Cuartero. —No, voy yo. ¿A que sí, doctor Usieto? Se aproxima a mí. Lleva el pelo pegajoso, un cauce reseco de esperma surca las arenas de su mejilla derecha, gotas de un rojo más oscuro salpican su camiseta. La mezcla 60

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de su natural hedor con el semen viejo tira de espaldas. Puta loca. —Llama a tus padres también, Raquel. Te llamaré en cuanto te necesite, una vez tenga todo listo. Olga viene conmigo a preparar el cuerpo. —¿Qué está dic…? —Raquel calla. Es la primera vez que la decepciono, pero sigo siendo su dios. Sabrá perdonarme. —Vamos, Olga.

14 Judith está demasiado ocupada tratando de no perder un ojo mientras ajusta las correas al siguiente interno para ver llegar a Milagros. Es un chico muy fuerte. Podría ponerse de pie y andar, si tuviera la coordinación necesaria. A veces lo intenta, con desoladores resultados. Sus brazos, dormidos la mayor parte del tiempo, aguardan el momento de lanzar su depredador ataque espástico. —Hola, Mila… ¡Uffff! ¡Quieto! —la saluda sin volverse—. Te llevo a este enseguida… ¡Joder! ¡Quieto! ¿Vale? Una arrebolada Milagros entra directa a la sala de rehabilitación sin contestar, la mano derecha expatriada del cuerpo como si estuviera untada de matarratas. Judith, más interesada en no quedarse tuerta, ni siquiera se da cuenta. Para cuando le lleva al sacaojos en su silla, Milagros ha logrado recomponerse un poco. —Tienes mala cara… ¿Estás bien? —He cogido frío. —Todo tuyo. —Judith echa el freno a la silla; su mente vuela ya hacia el siguiente interno. Siempre hay un siguiente. Al poco, sus pies la siguen fuera de la sala. Cierra la puerta. El muchacho es grande, muy atractivo. Solo la expresión estólida desmerece sus facciones de donjuán. La perpetua contracción isométrica de sus músculos le ha dotado de 61

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unos brazos nervudos y viriles. Se llevaría a las chicas de calle de no haber sido por sus problemas motores. Y de control de esfínteres. —Hola… guapo… ¿Te lo has hecho encima? De la sala común le llegan los exabruptos de Judith. El siguiente es peleón, le ha hecho daño. Milagros decide no llamarla todavía. —A ver… Le abre un poco el pantalón de chándal barato. La vaharada a pis asalta sus fosas nasales. Le baja los pantalones. El calzoncillo blanco de algodón, empapado. No puede evitar fijarse en el largo pene. Coge una toallita de la mesa, y lo limpia rozándolo suavemente. Milagros se demora. Por unos instantes, no existe otra cosa en el mundo. El miembro despierta, y limpia su creciente glande con la toallita. El muchacho empieza a gimotear, sus fuertes brazos pugnan por librarse de sus ataduras. Milagros lo toma en su boca sintiéndolo desenroscarse como una serpiente que despierta de su letargo. Es su primera mamada. Para los dos. Eso compensa de sobra la torpeza mecánica de ella. Él no tarda en eyacular un deseo reprimido que avergonzaría a un toro. Los poderosos chorros de leche la cogen del todo desprevenida. Boqueando en busca de aire, Milagros se aparta y el enloquecido surtidor deja un par de regueros blanquecinos desde su pelo hasta su barbilla, antes de que consiga apartarse. El semen viola su ojo izquierdo, irritándolo de inmediato. Unos pasos agitados llegan hasta la puerta. Mario también hace horas extras los sábados. —¡Milagros, abre! —Mario llama a la puerta con acuciantes golpes de nudillos. Duda en abrirla y molestarla con su paciente, pese a la urgencia— ¿Has oído las noticias? ¡No podemos salir de aquí! ¡Han bloqueado las carreteras! ¡Los mu…! —Se decide a abrir por fin, y una vez dentro, vuelve a cerrar la puerta. Atónito, contempla la cara manchada de la terapeuta, el olor a esperma recién expulsado. La verga semierecta y goteante del paciente. 62

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—¿Qué? Milagros… ¿qué es…? La corrida del minusválido desbordando sus labios, Milagros siente que algo se rompe dentro de ella al ver a Mario. Es el momento. —Yo no quiero salir nunca de aquí... Te quiero, Mario... —Tiende una mano hacia él. —Estás loca… —susurra Mario—. No te me acerques... —Tú eres mi rey… para siempre… hazme lo que quieras… mi boca es tuya… mi culo es tuyo… Los músculos faciales del fisioterapeuta componen una expresión que ella conoce bien, que jamás hubiera esperado ver en su rostro. Rechazo. El cuerpo de Mario resulta ser sorprendentemente frágil. Apenas pesa. No como ella. Lo empuja contra la puerta. Forcejean. Él aún no acaba de asimilarlo. Se resiste todavía a hacerle daño. Ella no. Milagros lo apresa entre sus corpulentos brazos y ambos caen contra el canto de la mesa. Ella se da de refilón. Inconsciente, no oye el sonido de la nuca de Mario al quebrarse. En su silla de ruedas, el muchacho permanece mirándose los genitales. El olor a sexo sube hasta su nariz, embriagándolo. Veinte minutos después, escucha a Judith despedirse sin abrir la puerta ni esperar respuesta. Ha terminado su turno. Como cada tarde, huye de allí. Solo, el joven interno espera paciente a que despierte su novia tendida en el suelo.

15 Una vacuna es la solución. Crearemos una vacuna a partir del virus aislado por Raquel. Una que nos cure a todos de nuestra humanidad caduca e inadaptada, que nos convierta en la nueva especie dominante. La ayudaremos a propagarse, a vencer la lógica resistencia inicial. A nadie le gusta 63

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que le muerdan para ascender a la cúspide de la pirámide alimenticia, y menos si existe una razonable posibilidad de acabar como simple alimento del ser superior en quien esperas convertirte. Un pinchazo es mucho mejor, sobre todo si está aprobado por el gobierno y sanidad. La gente que aún sobrevive acudirá en masa a los puntos de vacunación, con la esperanza de gozar de inmunidad frente a los muertos, de no unirse a ellos al resultar mordida. En pos de una esperanza llovida de un cielo que parecía desoladoramente calmo. Del Proyecto Maná. Bonito nombre. Irán a mí y se convertirán en masa, sin saberlo. Yo los guiaré a través de los diez niveles del infierno. Seré su Caronte de ida y vuelta. Solo hay un problema, que espero resolver: una vez sintetizada la vacuna, voy a necesitar más sujetos experimentales. Durante las últimas dos semanas, el teniente Navarro ha sido estricto. No nos ha dejado ni salir al patio. Una vez al día, uno de sus soldados nos trae la comida: raciones militares y agua embotellada. Paula, en cambio, ha sido buena chica: se ha dejado diseccionar sin apenas protestas. Olga, falta de jefe de proyecto, se ha integrado en mi equipo de becarias, pese a las reticencias iniciales de Raquel y Marga. Sintetizar la vacuna, salvar a la humanidad doliente es lo más importante, y reflejarlo debidamente en la tesis de ambas. Aunque luego no haya un mundo dispuesto a tenderles la alfombra roja. Aunque luego no haya un mundo. Gracias a Olga, el Proyecto Maná está avanzando mucho más rápido de lo que esperaba. La genialidad del loco. Félix, por su parte, se limita a estar ahí y gastar su tiempo en silencio. Raquel no le habla. Olga está empezando a hacerlo. Llamo a Socorro. No sé por qué. Llevamos años divorciados, lo único que nos une es nuestro hijo Iván, paralítico cerebral. Iván el Terrible. 64

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Me contesta Pilar, su hermana. En otro tiempo casi llegamos a ser íntimos. Socorro deambula muerta por las calles hace días. De Iván no sabe nada. En la ASPACE de la carretera de Huesca, junto a la urbanización del Zorongo, no cogen el teléfono. Pilar lleva semanas intentándolo. Lo dejamos allí, en un cómodo exilio. Socorro no podía más, se estaba consumiendo, dedicada las veinticuatro horas a dar la papilla y limpiar el culo a un bebé de metro ochenta bañado eternamente en babas, con la vana esperanza de que algún día hiciera algo más que mover la cabeza de forma espasmódica. Yo me refugié en mis experimentos, en mi labor científica, avergonzado de haber engendrado algo así. Unos meses después de haber internado a Iván, Socorro quiso volver a traerlo a casa. Yo me negué y nos separamos. La marea de finados sigue subiendo a intervalos, golpeando contra nuestras costas. Los soldados, acostumbrados, la contemplan sentados en silencio con las piernas estiradas y la bayoneta tirada a un lado, igual que niños viendo la televisión en el salón. Un par de ellos acordaron matarse el uno al otro clavándose las bayonetas. Demasiado cobardes para suicidarse sin involucrar a otro. El teniente Navarro no me permite usar sus cuerpos una vez resucitados. Los arroja de inmediato por encima de la verja. Horas después, ambos se aferran a los barrotes. Ángeles caídos a las puertas del paraíso perdido. La vacuna está lista desde ayer, solo falta probarla. Mis tres chicas se han dejado las pestañas. Desde su camilla, Paula parece mirarme con mudo reproche. Ella también ha contribuido. Tengo que presentarle a César. Que formalicen lo suyo. Raquel está arriba, hablando con Félix. Una vez terminado el trabajo, se acuerda de intentar arreglarlo con él. Echa en falta a su perro faldero, quiere volver a tenerlo castrado a su lado. Es una cuestión de estatus, de no salir 65

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mal en la foto. Puede que incluso lo quiera un poco. Marga se ha traído su portátil al sótano. Sigue embebida apuntándolo todo para su tesis: Fisiología de los resucitados: reorganización del sistema neurológico y control motor. La de Raquel se titula: Morbillivirus y resurrección: cambios fisiológicos en el sistema límbico y control motor. Las dos se afanan por ser la primera en terminarla, por defenderla antes ante un tribunal que nunca va a reunirse. Cruzo una mirada con Olga y me acerco a Marga. Apoyo mis manos con delicadeza sobre sus hombros. Se sorprende un poco, pero me deja hacer. Tantos días compartiendo manta unen mucho, pese a nuestra diferencia jerárquica. Olga prepara la jeringa con 20 mg de Andozine 2%. Un sedante, analgésico, anestésico y miorrelajante. En la facultad lo usamos mucho con bovinos. Aprieto con fuerza los hombros y Olga clava la aguja en el brazo derecho de Marga, directamente a través de la bata. El efecto es casi inmediato. Comienza a balbucear, como un boxeador sonado. Se deja hacer. Entre los dos, apartamos los restos inquietos de Paula, para hacerle sitio a Marga. La preparamos con calma. —Ve a buscar a Raquel. Dile que tengo un regalo para ella, por lo de la vacuna. —¿Y Félix? —Entretenlo allí. —¿Y si quiere bajar conmigo? —Que no lo haga. Ya se te ocurrirá algo. Olga tiene una bonita sonrisa, la verdad.

16 Lo que fue Mario se alza al fin. Su cuello quebrado en un extraño ángulo de imploración vuelve a partirse con la inercia de su propio peso al aproximarse a una Milagros 66

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