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EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS Una historia del mundo desde 1945

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JEREMIAH P. OSTRIKER Y SIMON MITTON

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS Materia y energía oscuras: los misterios del universo invisible Traducción castellana de FRANCESC PEDROSA

BARCELONA

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AGRADECIMIENTOS

La historia, aún en marcha, de la cosmología moderna tal como aparece en la prensa popular, no suele ir más allá de un simple desfile de héroes cuyos logros se presentan como consecuencias inevitables: Copérnico, Galileo, los Herschel, Einstein, Eddington, Hubble, Sandage y el Paradigma Moderno. En realidad, la historia es más retorcida, y esos líderes, aparte de sus grandes aportaciones, han cometido errores graves, mientras que otros participantes han hecho aportaciones esenciales. Los dos autores, que han tomado parte en el desarrollo de esta iniciativa durante el último medio siglo más o menos, y que conocen con bastante profundidad a una gran parte del reparto, han querido destacar especialmente el papel de algunos físicos y astrofísicos, cuyas contribuciones clave han pasado, con frecuencia, desapercibidas en la historia más convencional. Ejemplos de ello son el abad Georges Lemaître, George Gamow, Fritz Zwicky y Beatrice Tinsley. Se ha hecho mención de otros muchos científicos vivos, pero seguro que hemos sido injustos con las aportaciones de numerosos, y eminentes, científicos cuyo trabajo ni siquiera se ha mencionado, aunque su contribución a la cosmología haya sido significativa, y a veces incluso crítica. Nuestra intención no ha sido escribir una historia académica y exhaustiva de la cosmología moderna. Esta débil disculpa tiene que ver más bien con la necesidad de hacer una selección, dadas las limitaciones de espacio en un libro que solo intenta presentar los aspectos destacados de la historia, y algunos temas elegidos de entre un gran número de posibles hilos argumentales, igualmente valiosos, a los que podríamos haber dado relieve. De modo que vayan por delante nuestras disculpas a los muchos colegas cuyas aportaciones han sido descuidadas u omitidas; las conocemos y las valoramos, pero hemos optado —de forma un tanto arbitraria— por elegir a un número reducido de compañeros exploradores que ya no están entre nosotros cuya obra se ha pasado por alto con demasiada ligereza en los relatos estándar.

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Ambos estamos en deuda, inmensa y esencial, con nuestros numerosos colegas de Princeton, de Cambridge y de todo el mundo. La ciencia es una empresa cooperativa y global y, de todas las ciencias modernas, puede que la astrofísica sea la que posee las ramificaciones y conexiones internacionales más ricas y densas. Así, cualquier listado de personas que nos han ayudado e informado será siempre, por desgracia, incompleto. Sin embargo, por parciales e inadecuados que puedan ser nuestros comentarios, ciertas personas han contribuido a nuestro trabajo de una forma tan fundamental que deben ser reconocidas individualmente. En Princeton, Paul Steinhardt, Jim Peebles y Jim Gunn nos han ayudado de un modo extraordinario, tanto desde el punto de vista histórico como desde el científico. Ellos mismos han sido personajes clave en esta gran empresa, y tenemos una inmensa deuda de gratitud con ellos por su asistencia para corregir errores, indicar lagunas y, en general, ofrecernos su sabiduría. En Cambridge, Martin Rees y Donald Lynden-Bell han sido, a lo largo de nuestras carreras, fuentes constantes de inspiración y guía. En la escritura de esta obra, Ostriker reconoce y agradece la asistencia editorial de su esposa, la poeta y ensayista Alicia Ostriker, y su viejo amigo, el editor Robert Strassler, así como su editora de Princeton University Press, Ingrid Gnerlich. Los tres leyeron un borrador tras otro del manuscrito y ofrecieron innumerables sugerencias, tanto en lo referido a la organización como al acierto verbal. Tanto si el producto final ha resultado sólido como si no, su generosa y considerada ayuda ha sido esencial en la transformación del escrito inicial, excesivamente técnico y literariamente incoherente, en su forma definitiva. Simon Mitton desea expresar su profundo aprecio por su colega de Cambridge Michael Hoskin, distinguido historiador de la astronomía y biógrafo de la familia Herschel, con quien ha disfrutado de una estrecha amistad durante cuarenta y cinco años. Día tras día, Michael ofrece a Simon consejos amistosos sobre cómo ser un profesor convincente y sugestivo. Simon agradece también a Owen Gingerich, historiador de la astronomía en el otro Cambridge, por su aliento y orientación desinteresados que le ha ofrecido durante décadas. La esposa de Simon, Jacqueline Mitton, también autora de Princeton, ha aportado numerosas y valiosas sugerencias al desarrollo del manuscrito. Simon agradece de todo corazón el acceso a las instalaciones de investigación que le han proporcionado el decano y los Fellows de St. Edmund’s College, Cambridge, donde ha podido disfrutar del competente asesoramiento de Michael Robson, Lee Macdonald, Bruce Elsmore y Rodney Holder. Supone también para él un gran placer y un privilegio dar las gracias a su agente Sara Menguc y sus compañeros por el apoyo y la ayuda recibidos.

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PREFACIO

La cosmología se convierte en una ciencia guiada por los datos La cosmología, el estudio de la naturaleza, formación y evolución del universo, ha sufrido una extraordinaria transformación desde que los autores de este libro eran estudiantes, en la década de 1960. Cuando éramos alumnos de doctorado en Chicago (JPO) y Cambridge (SM) había en el aire dos modelos del universo potentes, pero contrapuestos: el del big bang y el del estado estacionario. Cada uno de ellos tenía apasionados defensores, y el punto de vista de un científico sobre el asunto se consideraba una cuestión de creencias personales. Prácticamente a diario recibíamos apasionadas opiniones y argumentos de las grandes mentes que luchaban por la comprensión del universo. En cualquier encuentro de astrónomos profesionales podía surgir la pregunta «¿Tú crees en la teoría del estado estacionario?» o «¿Qué opinas de ese universo del big bang?». Entonces e incluso ahora, las obras de divulgación sobre cosmología reflejan esa temprana atmósfera intelectual, prácticamente teológica. La cosmología descansaba de una forma precaria sobre una serie de creencias, porque los datos y los hechos eran realmente escasos. En el último medio siglo, la cosmología ha cambiado por completo: ahora es una ciencia precisa, basada en datos, gracias al avance espectacular de la tecnología de la instrumentación y de la información. Desde luego, sigue habiendo grandes ideas, pero la forma y las restricciones de estas ideas dependen del aluvión de datos recibidos de telescopios, tanto los que están sobre la Tierra como los que se hallan en órbita. Las observaciones han confirmado de un modo amplio y riguroso que el modelo del big bang es esencialmente correcto. El Telescopio Espacial Hubble y otros muchos instrumentos nos han proporcionado un inven-

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tario y un mapa geográfico detallado de nuestro rincón local de universo y nos han ofrecido espectaculares observaciones directas cada vez más lejanas en el espacio y en el tiempo, tanto así que podemos considerar los telescopios con los que observamos el cosmos como verdaderas máquinas del tiempo. Cuando, mediante el Telescopio Espacial Hubble, podemos estudiar un fragmento del cielo a siete mil millones de años luz de distancia, estamos viendo cómo era el mundo hace siete mil millones de años, la mitad de la edad actual del universo. De esta forma podemos ver y medir directamente las diferencias entre aquel tiempo y el presente, y así trazar la evolución del cosmos, sin necesidad de especular. O más bien, para ser precisos, las especulaciones sobre la evolución cósmica pueden comprobarse mediante observaciones directas. A pesar de que no podemos retroceder hasta el propio big bang, hace 13.700 millones de años, sí podemos seguir la evolución de las galaxias más normales prácticamente hasta el momento de los dolores del parto. Es más, los radiotelescopios en órbita nos permiten retroceder hasta el momento en el que los fotones emergieron finalmente de la sopa primigenia que los tuvo atrapados durante los primeros 300.000 años después del big bang, lo que nos da una visión de la radiación residual de aquel período. Así, podemos ver y medir directamente las minúsculas fluctuaciones primordiales, que se incrementaron por acción de la gravedad para convertirse en la riqueza de galaxias, estrellas y planetas que conocemos. En los debates cosmológicos de hoy en día, cada teoría debe ser consistente con el despliegue de información en las frecuencias de rayos X, ultravioleta, óptica, infrarrojo y ondas de radio que se acumula en nuestras bases de datos, las observaciones que nos muestran concretamente cómo es el universo en nuestra época, cómo llegó a su estado actual y cómo se inició. Las investigaciones cosmológicas aún no son tan estables y verificables como las de otras disciplinas, como la ingeniería, pero han perdido en gran medida ese tufillo embriagador de la teología natural. Del mismo modo que los actuales conocimientos sobre los hechos biológicos y geológicos de nuestra madre Tierra han desterrado al dominio de la ciencia-ficción las especulaciones sobre «monstruos de las profundidades», también nuestras anteriormente ilimitadas fantasías cósmicas deben ceñirse ahora a las limitaciones de las colosales, y cada vez mayores, bibliotecas de información cosmológica. Como complemento a esta acomodación a los hechos, hemos desarrollado teorías cuantitativas y comprobables basadas en las leyes co-

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nocidas de la química, la física y la matemática, que nos proporcionan el marco de referencia en el que acomodar estas nuevas observaciones. En principio, la determinación del crecimiento de las fluctuaciones a causa de la gravedad en la materia primordial —a partir de las cuales se desarrollaron las estrellas y las galaxias— partiendo de las suficientemente probadas leyes de Newton es tan sencillo como calcular la trayectoria de una pelota de béisbol golpeada hacia la tribuna o el movimiento de un barco en el agua. Puede que los cálculos sean más complejos, pero no exigen el uso de matemática o de ciencia sobre la que tengamos incertidumbre alguna. En un desarrollo paralelo, en nuestros días disponemos de los equipos necesarios para dar solución a estas ecuaciones. Los ordenadores, que siguen la famosa ley de Gordon Moore relativa al incremento de la velocidad de los circuitos electrónicos, han aumentado en un factor de más de un millón su potencia para efectuar cálculos aritméticos desde la década de 1960. Actualmente podemos codificar una teoría cualquiera en simulaciones por ordenador a gran escala, empezar con el estado inicial observado por los radiotelescopios, poner en marcha las máquinas y, a partir de la física de Isaac Newton, Albert Einstein y Niels Bohr, ver si llegamos realmente a reproducir, en el ordenador y en las visualizaciones creadas a partir de sus resultados, las imágenes del universo que observamos localmente, con todo lujo de detalles. Este proceso puede funcionar correctamente o puede fallar, pero lo que no es posible es falsearlo. A medida que las observaciones y los cálculos se hacen cada vez más precisos, va quedando también menos espacio para los argumentos cuasimágicos sobre cómo «deberían salir» las cosas a fin de mantener las apariencias. Hemos descubierto que podemos seguir este proceso, tanto desde el punto de vista de la observación (utilizando los telescopios como máquinas del tiempo) como de la computación, y trazar así la evolución del universo con una cierta precisión. Las animaciones obtenidas a partir de simulaciones por ordenador son muy similares al desarrollo del universo observado mediante las máquinas de tiempo cósmicas. Sin embargo, estos éxitos son dependientes. Nuestro modelo de cómo creció el universo hasta lo que podemos ver hoy solo funciona si recurrimos a la existencia de dos componentes fantásticos a los que llamamos, a falta de nombres mejores, materia oscura y energía oscura. Los descubrimientos de estas dos entidades fueron por sorpresa y, al principio, muchos científicos se resistían a su introducción (y es compren-

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sible). Sostenían que estábamos añadiendo engranajes adicionales a un mecanismo complejo e inherentemente precario para que las cosas funcionasen. Y lo que es peor: las propuestas iniciales parecían infringir el método científico moderno, porque no había pruebas independientes de la presencia de materia oscura y energía oscura. En nuestros laboratorios terrestres aún no hemos hallado pruebas directas de la presencia de estas sustancias; son demasiado sutiles como para detectarlas fácilmente en la Tierra (a pesar de que se está trabajando en diversos frentes en este sentido) y su presencia solo supone una diferencia observacional real en inmensos volúmenes de espacio. Sin embargo, las evidencias de que la materia oscura y la energía oscura dominan el universo se fueron acumulando. Al cabo de no mucho tiempo se habían desarrollado diversas líneas argumentales que forzaron a los astrónomos a tomárselas seriamente. Para acabar de zanjar la cuestión, estos diversos métodos independientes convergieron en esencialmente los mismos valores sobre la cantidad de materia oscura y de energía oscura. En ciencia, en general, si la solución de un misterio exige la existencia de una nueva sustancia con propiedades especiales, esto justifica un profundo escepticismo. Pero la evidencia ha avanzado en el sentido contrario; cada observación de un nuevo fenómeno ha confirmado las estimaciones anteriores acerca de las cantidades de materia y energía oscuras. Baste un ejemplo para confirmarlo. Como veremos en el capítulo 6, la materia oscura se halló por primera vez durante la década de 1930, en cúmulos gigantes de galaxias, las mayores entidades autogravitantes del universo. Se creía que esta materia residía en el espacio entre las galaxias. Luego, en la década de 1970, se halló acechando en las cercanías de galaxias normales cercanas, rodeándolas como oscuros halos. Tras efectuar cálculos detallados, la misma abundancia de materia oscura en el cosmos podía explicar ambos fenómenos observados, y algo más fundamental, la formación y evolución de galaxias y cúmulos. En los capítulos 5 y 8 examinaremos cómo toda la estructura cósmica surgió de minúsculas fluctuaciones iniciales bajo la influencia de la gravedad, hasta llegar a lo que ahora hallamos en el universo local. La gravedad, como demostró Newton en el siglo xvii, se origina en las concentraciones de materia. En la década de 1990 descubrimos que la cantidad de materia, y la gravedad provocada por esta, necesaria para causar el crecimiento de la estructura cósmica era, de nuevo, «la justa». Se requiere la misma cantidad de materia para explicar el origen de la es-

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tructura que para los otros dos fenómenos, las propiedades de cúmulos y galaxias y los halos oscuros. Finalmente, en el capítulo 8 descubriremos cómo nuestros gigantescos telescopios ópticos han hallado recientemente imágenes brillantes y distorsionadas de objetos extremadamente lejanos, imágenes que solo se han podido comprender si se asume que las han causado masas de materia interpuestas que han actuado como lentes gravitatorias, amplificando la imagen de los objetos; un efecto que predijo Einstein. De nuevo, la cantidad de materia intermedia necesaria para producir las imágenes era justo la cantidad necesaria para causar los otros fenómenos mencionados. Visto, visto, visto. Nuestro moderno edificio cosmológico parece haberse construido de una forma bastante sólida; pero, desde luego, será el tiempo el que lo dirá. Pensamos que tenemos una imagen esencialmente correcta, pero sería una ingenuidad (y una imprudencia) que un científico afirmase que nos aproximamos al fin del descubrimiento y que, por fin, «ahora sí que lo tenemos». Actualmente carecemos de claves consistentes acerca de la naturaleza física, tanto de la materia oscura como de la energía oscura, así que, obviamente, aún nos queda mucho por aprender. Sn embargo, ¿debemos esperar a que haya descubrimientos revolucionarios que contradigan lo que hasta ahora parece ser un guión coherente? La historia de la ciencia ¿avanza a saltos, con cambios de paradigma en los que todo lo que sabemos se vuelve del revés? Hay una escuela de pensamiento que cuestiona la validez del método científico normal y el concepto de progreso científico. A sus defensores les atrae la idea de describir los cambios de punto de vista acerca del mundo como contingentes, y basados más en la interacción social entre los investigadores que en una verdadera comprensión de la naturaleza. Pensamos que una lectura cuidadosa de la historia demuestra que esta actitud es incorrecta. A lo largo de la extensa historia de la cosmología, los principales pensadores han creído que su modelo era el correcto, incluso mientras dicho modelo cambiaba. El hecho es que, desde la aparición de la ciencia moderna durante el Renacimiento, solían tener razón; pero sus visiones eran incompletas. Sus observaciones y teorías se basaban en el mundo «local» del que disponían, y solo una ampliación de los horizontes permitía alcanzar una visión más global. El viaje que vamos a emprender es una jornada de crecimiento continuo de nuestros horizontes, tanto mental como observacional, partien-

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do de nuestro planeta, siguiendo por el sistema solar y la galaxia, hasta el universo en expansión. Y nuestro horizonte temporal ha crecido al ritmo correspondiente, desde el tiempo de la historia humana, unos miles de años, a la historia de la Tierra, varios miles de millones de años, hasta las escalas temporales cósmicas, quizá ilimitadas. Lo que hemos descubierto una y otra vez es que nuestra imagen del universo local, aunque esencialmente correcta, estaba incluida en un cosmos mucho mayor, y que, en este nuevo mundo que emergía, los componentes dominantes eran fuerzas nuevas y extrañas, y que los constituyentes con los que estábamos familiarizados en el modelo anterior se consideraban ahora partes locales relativamente menores. Desde luego, no sería real exagerar esta evolución como un progreso constante. En la antigüedad y en el período medieval, los que intentaban comprender el mecanismo de los cielos recurrían con frecuencia a correcciones ad hoc de sus modelos. La tendencia a encontrar un remiendo a cualquier agujero de una teoría forma parte de nosotros. Incluso Einstein lo hizo al introducir una constante arbitraria en sus ecuaciones que hiciese posible un universo estático, en armonía con sus ideas preconcebidas. Actualmente, no obstante, el aluvión de datos procedentes de nuestros cada vez más numerosos observatorios, que examinan el cosmos desde más allá de la atmósfera de la Tierra, que oculta información, con un detalle cada vez mayor, en una gama cada vez más amplia de longitudes de onda, no deja mucho lugar a error. Los científicos de la actualidad, ayudados por los datos que van averiguando, están bastante seguros de que han llegado a una visión consensuada verosímil del origen, la historia y el estado actual del universo, y que el paradigma moderno, apoyado por abundantes, y dispares, líneas de indicios, parece ser realmente sólido. Pero, por supuesto, aún nos esperan nuevos descubrimientos y nuevas sorpresas.

Esquema del viaje que vamos a emprender Este libro muestra cómo ha alcanzado la humanidad el estado actual de comprensión del universo en el que vive. Aunque ya no es intelectualmente moderno ver el avance de nuestra comprensión como parte de un progreso inevitable, generalmente no se ha demostrado que las antiguas visiones del mundo fuesen erróneas, sino más bien, como he-

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mos señalado antes, se ha visto que eran incompletas, y se han incorporado en esquemas más amplios y precisos. En el prólogo resumiremos los conocimientos acumulados desde la antigüedad hasta el Renacimiento y el período inicial de la ciencia cuantitativa y observacional. Hace dos mil años, los griegos tenían un modelo geométrico bastante exacto del sistema Tierra-Luna-Sol, habían descubierto la precesión de los equinoccios y habían recopilado los primeros catálogos de estrellas. La revolución copernicana, mejorada y enriquecida por la física matemática de Johannes Kepler, por los telescopios de Galileo y por la ley de la gravitación universal de Newton, incorporó esa imagen en un modelo preciso del sistema solar. Durante los siglos xviii y xix se supo que nuestro sistema solar formaba parte de un disco de estrellas mucho mayor, visible en el firmamento nocturno, llamado Vía Láctea. Alrededor de esta galaxia se hallaban las enigmáticas nebulosas, y se especulaba si se trataba de fenómenos gaseosos en la parte exterior de nuestra propia galaxia o de otros universos-isla. El capítulo 1, «El kit de herramientas de Einstein: manual de uso», empieza por las revoluciones de la relatividad y la mecánica cuántica en el siglo xx, de las que son producto las leyes físicas que se utilizan para comprender el mundo que nos rodea. En el capítulo 2, «El reino de las nebulosas», se inicia nuestra exploración cósmica, cuando los telescopios en los cielos oscuros del nuevo mundo se hicieron lo bastante potentes para mostrar a Vesto Slipher, Edwin Hubble y otros que las misteriosas nebulosas espirales formaban parte de un sistema de galaxias en expansión, muchas de ellas similares a nuestra propia Vía Láctea. El capítulo 3, «¡Vamos a hacer cosmología!», y su apéndice matemático (apéndice 1), muestra cómo podemos entender algunas ideas centrales de la cosmología, los misterios de un universo en expansión, sin necesidad de más matemáticas y física que los que se pueden obtener en una buena educación de nivel de secundaria. En el capítulo 4, «Descubrir el big bang», ponemos este mundo en el contexto de las ecuaciones de Einstein y exponemos a grandes rasgos la síntesis moderna, a la que llamamos big bang, de un universo que se expande, evoluciona y que empezó estando muy caliente. Los descubrimientos, efectuados durante la segunda mitad del siglo xx, de que el cielo está invadido por una radiación de fondo de microondas (ondas de radio) y que los elementos químicos más ligeros se habían originado en un horno cosmológico confirmaron esta imagen, y lo que se ha convertido en el modelo estándar en cosmología de un big bang caliente fue aceptado

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como un hecho verificado por cualquiera que se tomase la molestia de estudiar el asunto. Hasta ese momento, las investigaciones teóricas se habían centrado en la evolución del universo en su conjunto y en la cuestión de si se iba a expandir eternamente o si acabaría por detenerse y colapsar. Los propios objetos componentes del universo, como las galaxias y los cúmulos en los que estas se disponían, se daban, en cierto modo, por descontados. En cosmología, los trataban como si simplemente estuviesen «ahí», y su origen no se especificaba. Nadie preguntaba cuándo y cómo esos elementos, los componentes básicos observables del universo, se habían formado. Pero entonces, como mostramos en el capítulo 5, «El origen de la estructura del universo», por fin, en el último cuarto del siglo xx, se desarrolló la síntesis moderna del origen de la estructura cósmica y, con ella, ideas acerca de la formación de las galaxias y de otras estructuras cosmológicas a gran escala. Fue un proceso paralelo a la comprensión de que existían dos componentes fundamentales adicionales y bastante extraños —la materia oscura y la energía oscura—, cuya naturaleza era desconocida pero cuya presencia era esencial para el funcionamiento de toda la maquinaria. Los emocionantes descubrimientos de estos dos componentes vitales que se hallan en el corazón del universo, se llevaron a cabo en las últimas décadas del siglo xx, y los tratamos en detalle en el capítulo 6, «Materia oscura, o el invento más notable de Fritz Zwicky», y en el capítulo 7, «Energía oscura, o la mayor metedura de pata de Einstein». Las fuerzas gravitatorias que surgen de la materia oscura impulsan la concentración de la materia ordinaria para formar galaxias. Sin embargo, los elementos químicos ordinarios que constituyen los planetas y las estrellas, el material que emite y absorbe luz, es solo, según sabemos ahora, alrededor del 4 por ciento del total; la guinda del pastel. El pastel en sí está hecho de materia oscura, energía oscura y radiación electromagnética. Al parecer, la energía oscura es como la levadura que, de forma misteriosa, hincha el pastel. Este es el itinerario del viaje cósmico hacia el que llevaremos al lector durante los próximos capítulos. Resumimos el viaje, su conclusión y las cuestiones que siguen abiertas en los capítulos 8, «El paradigma moderno y los límites de nuestro conocimiento», y 9, «La frontera: grandes misterios aún no resueltos». Es emocionante, es nuevo y, nos atreveríamos a decir, lo más probable es que sea esencialmente correcto. Pero no está en absoluto completo, ya que, como se ha

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dicho, seguimos sin tener idea de qué constituye la materia oscura y la energía oscura. Emprendemos nuestro viaje en el período de la historia occidental denominado antigüedad clásica, pero llegamos en seguida al Renacimiento, cuando los conocimientos de los antiguos, conservados, refinados y transmitidos por sabios islámicos, empezaron a filtrarse en una Europa occidental intelectualmente atrasada, pero en proceso de resurgimiento. Una confianza cada vez mayor en tres aspectos del pensamiento racional iban a transformar, no solo la astronomía, sino también la investigación de la naturaleza por parte del ser humano. Estos tres conceptos clave eran: la aplicación de la medición y la observación directas, la introducción de los modelos matemáticos y la exigencia de que las hipótesis fuesen comprobables y verificables. Así, el método científico, como lo llamamos ahora, nació durante estos ataques renacentistas al modelo de la filosofía escolástica. Este nuevo método científico, cuyo banco de pruebas fue el mundo astronómico circundante, se convirtió en los cimientos sobre los que se iba a basar todo el progreso tecnológico futuro, desde la electrónica a las revoluciones en biología. Nos ha llevado a nuestra visión actual del universo, según se detalla en los últimos capítulos, y sin duda nos llevará aún más allá en el futuro.

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