Aclaraciones sobre Elena Garro

1 2 3 4 el sueño de la aldea Aclaraciones sobre Elena Garro C hristopher D omínguez M ichael En el número correspondiente a junio de 2016 de
Author:  Nieves Rojas Gil

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Auditorio Elena Garro
LUNES 26 DE OCTUBRE DE 2015 Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla Auditorio Elena Garro INAUGURACIÓN (09:00

"LA PIEDRA COMO SIMBOLO EN ELENA GARRO"
UNIVERSIDAD AUTONOMA UNIDAD IZTAPALAPA ,,e r t i \ SEMINARIO METROPOLITANA DE i ; 126335 INVESTIGACION LITERATURA " L A PIEDRA COMO S

EL MISTERIO FEMENINO EN LOS PERROS DE ELENA GARRO
EL MISTERIO FEMENINO EN LOS PERROS DE ELENA GARRO Los perros, pieza en un acto de Elena Garro, presenta el rapto de Ursula, una nifia de doce afios,

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el sueño de la aldea

Aclaraciones sobre Elena Garro C hristopher D omínguez M ichael

En el número correspondiente a junio de 2016 de Letras Libres, en una nota, por lo demás correcta de Liliana Pedroza sobre la nueva edición de los Cuentos completos (Alfaguara, 2016), de Elena Garro, se deslizan, una vez más, las ambigüedades y los malos entendidos propios del fabuloso “martirio” de una novelista, cuentista y dramaturga de indudable trascendencia literaria. Sobre ese martirologio he escrito en otras publicaciones pero lamento tener que insistir. Pedroza dice que Garro estuvo asociada a “dos sucesos sociales: la defensa de la recuperación de las tierras de Morelos a finales de los años cincuenta y la masacre de estudiantes en 1968. Su participación directa o indirecta en ambos acontecimientos provocó sus mudanzas clandestinas dentro del país y, finalmente, su exilio en 1972, marcando una nueva temática en su obra”. Concuerdo en que la mejor prosa de Elena Garro es la posterior a 1980, cuando se encontraba, infortunada, poseída por los demonios de la paranoia, aunque es difícil encontrar tantas imø elena

garro

precisiones en tan pocas líneas como las que cito de Pedroza. Quisiera, una vez más, hacer algunas precisiones. En rigor, Elena Garro nunca estuvo exiliada. Dijo haber solicitado asilo político en los Estados Unidos, mismo que le fue negado el 13 de abril de 1974, según ella. Pero si por “exilio” se entiende vivir veinte años en el extranjero a expensas de su exmarido (“A lo largo de los años”, dice Elena Poniatowska, “Octavio Paz nunca dejó de enviarles su pensión”), vagabundeando por los Estados Unidos, Madrid y París, sí estuvo “exiliada”. Se había ganado la antipatía del medio literario mexicano por haber denunciado ante la prensa a varios colegas suyos como supuestos “autores intelectuales” del movimiento estudiantil de 1968. Sólo podía ser hostil el trato de sus colegas en México, no por razones literarias –en 1963 había ganado el Premio Xavier Villaurrutia– sino políticas. La “participación” de Elena Garro en el movimiento del 68 consistió en curiosear en las sesiones del Consejo Nacional de Huelga y atiborrar a su protector político, el siniestro Fernando Gutiérrez, jefe de la policía política del régimen, de informaciones demenciales, mismas que el eficaz policía obviamente desechó. En agosto de 1968 Garro denunció, en la Revista de América, la 5

existencia de “millares de muertos e incinerados secretamente por el gobierno. También se cuentan por millares los detenidos y los heridos en las cárceles.” Nadie entonces, ni ahora, ha dado fe de ese truculento holocausto imaginado por Garro. Tras el 2 de octubre, el arrepentimiento de Sócrates Campus Lemus y la renuncia de Paz en Nueva Delhi, Garro hizo la célebre denuncia publicada en El Universal, donde acusó a numerosos intelectuales nacionales y extranjeros, todos ellos de izquierda, de conspirar contra Díaz Ordaz, acusación ominosa pues en ese entonces era previsible, en México, una creciente y cruenta represión. Luego apareció la carta de Helena Paz Garro acusando a su padre de apadrinar ingenuamente a los estudiantes y conducirlos al martirio. Todo esto es de sobra conocido. También lo son las relaciones de Garro con la estación de la cia en México, agencia que la despachó por mentirosa, según reitera el más reciente estudioso del asesinato de Kennedy, a cuyo asesino la escritora podría haber conocido poco antes del magnicidio. También Garro y su hija pidieron solidaridad internacional con Díaz Ordaz a Jorge Luis Borges, Bioy Casares y Jünger, según lo publicó oportunamente Reforma en 2004 y quedó consignado en las obras de estos autores. 6

En esas circunstancias, Garro pasó a una curiosa “clandestinidad”, protegida por Gutiérrez Barrios, y a una escapada novelesca a los Estados Unidos, de donde regresó para partir definitivamente a su “exilio” en 1972. Todo está documentado, no sólo por los papeles privados de Garro en la Biblioteca Firestone de Princeton, sino por los informes de la Dirección Federal de Seguridad, desclasificados por el ifai hace una década, y en las declaraciones y documentos hechos públicos por El Universal y Reforma en diversos momentos. En 1980, Elena Garro le dijo a Carlos Landeros, en una entrevista, que su colaboración, la suya y la de su hija, con el gobierno durante 1968, las salvó de veinte años de cárcel, según les reveló, muy complacido, el propio Díaz Ordaz. ¿Fueron obligadas a colaborar? No lo parece, si nos remitimos a la cereza en el pastel aparecida hasta 1989 en una carta de Garro a Gutiérrez Barrios, a quien llama “mi D’Artagnan”: “En mis memorias cómo no va a figurar un joven espadachín que me salvó la vida durante tanto tiempo? Usted me repetía: ‘Dé gracias a Dios que cayó en mis manos’. ¡Y claro que las daba!” (Proceso, 11 de noviembre de 1989). Todo está documentado en mi li-

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bro Octavio Paz en su siglo (2014) y en otras fuentes. No son, reitero, opiniones mías, son hechos históricos probados. Quienes recuerdan aquellos años no me hubieran dejado mentir. La propia Elena Poniatowska, al prologar la primera edición de El asesinato de Elena Garro (2005), de Patricia Rosas Lopátegui, en un caso insólito, hubo de desmentir, ¡en el mismo prólogo!, a la autora de esta recopilación, uno de los ejemplos de incuria académica más escandalosos en nuestra historiografía literaria. Poniatowska responsabilizó en ese entonces por completo a la Garro de su supuesto ostracismo: “No hubo complot, ni confabulación, ni conspiración en contra suya. Las novelas y cuentos de Elena eran leídos y comentados”. A su retorno definitivo a México en 1993 recibió toda clase de becas y homenajes. Según Poniatowska, lejos de ser linchada o liquidada, Garro se asesinó a sí misma, pese a las “contradicciones y falsedades” acumuladas por su biógrafa. El asesinato de Rubén Jaramillo y su familia el 23 de mayo de 1962, tragedia de la que ella se enteró en París, habría radicalizado la militancia agrarista de Garro, pero no fue así: se ligó a partir de entonces a la Confederación Nacional Campesina (cnc), del pri, a cuyo líder, Javier Rojo Gómez, elogió mientras

combatía a los disidentes de la Central Campesina Independiente. Nadie ha puesto en duda el compromiso de Garro con los campesinos, sobre todo con los comuneros de Ahuatepec, Morelos, a fines de los años cincuenta. No obstante su participación más vistosa, después, se dio junto a su influyente amigo, Norberto Aguirre Palan­cares (1905-1984), cuatro vez diputado del pri por Oaxaca y jefe del Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización (1964-1970) durante el gobierno de Díaz Ordaz, quien, dicho sea de pa­so, lo nombró a él, fiel a los idearios de la Revolución, para impedir que se repitiesen hechos ominosos y “desestabilizadores” como el asesinato de Jaramillo. En esa política de apaciguamiento participó Garro, a su vez promotora de las supuestas reformas al pri promovidas por el malogrado Carlos Madrazo, quien aún espera un historiador, viejo amigo de la escritora, otra hija de la Revolución Mexicana. Nada de disidencia política hubo en el agrarismo de Garro. Ella prefirió, como otros, hacer política dentro del sistema. Ello no es un pecado, es un hecho. Así que la idea de un embajador Paz “oficialista” y una Garro “anti-sistema” es una patraña. Lamento repetir esta lista de acontecimientos bien conocidos pero que algunos nuevos escritores ignoran o 7

A ntonio O choa

lo, con vistas de los bosques de Mas­ sachusetts y Connecticut. Manejar solo en carretera me invita a un estado me­ ditativo, simultáneamente de atención a las acciones mecánicas y al entorno, aunque mentalmente despejado como el cielo azul celeste. Llevaba conmigo algu­ nas notas para la entrevista, pero más que pensar en éstas se me presentaban imá­ genes de los poemas de Roger. Pensé entonces que lo mejor sería dejar fluir la conversación sin apegarme a mis notas. Llegué a la casa de Roger como a las tres y media de la tarde y él salió amable­ mente a recibirme. Después de conversar un rato, sacó una botella de pisco, un poco de queso, y puso un disco de Leuzemia en el tornamesa. Estábamos sentados en la sala de su casa. Roger sabía las le­ tras de las canciones que a veces cantaba bajo el aliento, recordando esos años en Lima. Fue entonces que dejé encen­ dida la grabadora para que captara nuestra conversación.

El sábado 8 de noviembre, temprano por la mañana, fui a recoger un auto que me había prestado un amigo para mane­ jar de Cambridge, Massachusetts, a Co­ llingswood, Nueva Jersey, donde vive el poeta Roger Santiváñez, en una peque­ ña casa cerca del río Cooper, escenario de sus poemas más recientes. Era un día despejado. El trayecto fue tranqui­

–Cuéntame de Leuzemia –Para hablar de Leuzemia tendría que hablar de Kloaka, porque podría decirse que toda esta onda nace con el espíritu del movimiento Kloaka; es decir, una posición anarquista, radical frente a la sociedad. Nosotros estábamos en contra de la violencia que azotaba al país, tanto de la violencia de

encuentran irrelevantes, acaso víctimas del revisionismo idólatra que se está construyendo alrededor de la novelista. Se ha tornado “misógino” y políticamente incorrecto recordar que en 1968, por las razones que fuesen, Garro respaldó a Díaz Ordaz, como lo hicieron, sin que se genere tanta alharaca póstuma, Salvador Novo, Rodolfo Usigli y Martín Luis Guzmán. Feministas de la peor ralea (pues las hay impecables) niegan, en las redes sociales, hasta la existencia misma de esas pruebas documentales con la pretensión de calentar la supuesta “guerra cultural” entre Elena Garro y Octavio Paz, comidilla actual de cierta academia.

Kloaka: una visión del mundo

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Sendero Luminoso contra el Estado y la respuesta del Estado a esa violencia con una guerra sucia. Pero Sendero también tenía sus propias guerras sucias, como matar a un pueblo entero porque un par de campesinos había colaborado con el Ejército. Tanto el Estado como Sendero carecían de autoridad moral para hablar de una regeneración del país. Las dos cosas eran productos bien peruanos de la miseria, de la represión, de la explotación feroz contra las masas básicamente indias, cholas, obreras, campesinas. Entonces la rebelión se justificaba, como dijo Sendero. Pero los caminos de Sendero eran errados. Eran caminos criminales. Eso generaba una situación muy extraña de violencia, de inseguridad total, de miedo, de terror. El Ejército también formaba escuadrones de la muerte –co­ mo el famoso Comando Colina– que mataban indiscriminadamente justifi­ cando que mataba senderistas. Era una situación desgarradora. Ahí nace Kloa­ ka, producto de esa situación. Ya no podíamos soportar como seres humanos, y menos como artistas, como poetas, lo que estábamos padeciendo. Sentimos la obligación moral de hablar, de decir “esto tiene que parar, esto no puede seguir así. ¡Esta sociedad es una cloaca!” Por eso salimos como Kloaka, con K, para darle un toque distinto, como

roger santiváñez

una llamada de vanguardia, como darle la vuelta a la palabra y asumirla como un movimiento directamente heredado de los ismos vanguardistas del mundo entero, de toda la tradición occidental, ya sea europea o norte y latinoamericana. Y de manera directa el surrealismo, al que considerábamos la suma y cifra de toda la vanguardia europea desde el futurismo de 1909, Dada de 1916 y las corrientes de los veinte y los treinta. Pues lo asumíamos. Discutíamos los textos de Bretón y los manifiestos del grupo. –¿Y llegaron a hacer algunos expe­ rimentos? –¡Claro! Hacíamos cadáveres exquisitos, hacíamos performances. Había un miembro de Kloaka llamado Guillermo Gutierrez Lhyma, que es un poeta súper marginal en Lima actualmente. Él era uno de los principales cultivado9

res del surrealismo dentro de Kloaka. Con él hacíamos una serie de trabajos que habíamos aprendido de los beatniks en Visiones de Cody, la novela de Jack Kerouac. Nos encerrábamos en mi cuarto a hacer una suerte de psicoanálisis entre todos. Cada uno tenía que vomitar todas sus faltas, sus sufrimientos más íntimos, sus traumas, sus miedos de la niñez y la adolescencia. Eso le dio una gran cohesión al grupo. –Me imagino, porque eso no parece algo sencillo. ¿Cómo es la relación en­ tre el lado emocional y la masculinidad en el Perú? Porque en México algo así sería prácticamente impensable. A lo mejor entre poetas, como un ejercicio deliberado, en un espacio muy seguro. –Es cierto, yo te entiendo, es bien parecido. Lo que pasa es que nosotros nos habíamos puesto el propósito de traernos abajo toda la represión que el sistema ejercía sobre nosotros. –Hasta la estructura social y los ro­ les de género. –Exacto. Entonces comenzábamos a hablar, a confesar públicamente dentro del grupo cosas tan terribles como –qué sé yo– una escena sexual, un conflicto familiar o algo raro, difícil, incluso alguna escena homosexual que alguien del colectivo hubiese tenido. Cosas de ese tipo que usualmente la represión te impide expresar. 10

–Había una vulnerabilidad como se­ res humanos. –Era una cosa que nos habíamos propuesto: ser vulnerables entre nosotros para que pudiéramos integrarnos como seres humanos en una gran hermandad poética y artística, en una mística. –Que va en contra, exactamente, de esa violencia institucional que crea anonimatos más que individuos. –Lo que queríamos nosotros era destruir todas las formas represivas que teníamos encima para ser liberados, ser integrados a los demás, al mundo. Y así poder escribir una nueva poesía, porque ésa era la idea: escribir una nueva poesía. –Mencionaste una mística, y en tu poesía, sobre todo esa de Symbol que sale de ahí, hay esa parte sexual, del cuerpo, pero también hay una parte re­ ligiosa, de comunión. –En Kloaka había momentos en que teníamos una posición mística. Es decir, pensábamos que Dios se manifestaba en todo hecho de existir, incluyendo el sexo. Nosotros identificábamos la unión con Dios con la unión sexual. Hacíamos una lectura materialista de san Juan de la Cruz, por ejemplo. El esposo y la esposa, el alma y Dios, unidos. Nosotros los convertimos en seres humanos. Pero que al mismo tiempo eran Dios también, o ideas de Dios, o productos

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de una imaginación mística para con Dios. Asumíamos todo ese modo de pensar y lo manejábamos y tratábamos de propagandizarlo en nuestras lecturas, conciertos de rock, exposiciones de pintura, y acciones en las calles y plazas de Lima. –Me imagino que, a lo largo de los años, gente entró y gene salió del movi­ miento, pero ¿cómo funcionó el grupo? –El movimiento fue fundado por Mariela Dreyfus y yo. Se integraron, invitados por nosotros, Edián Novoa y Guillermo Gutierrez Lhyma. Y luego José Alberto Velarde. En eso apareció Domingo de Ramos, y entró también a formar parte, lo mismo que el pintor Enrique Polanco. Finalmente Mary Soto y Julio Heredia. Ése fue el núcleo fundador. Más tarde, en una especie de segunda etapa, se integraron José Antonio Mazzotti y Dalmacia Ruiz-Rosas como aliados principales. Actitud parecida fue la de Rafael Dávila-Franco Y participaron como compañeros de ruta Bruno Mendizábal y Frido Martin, Rodrigo Quijano y Fernando Bryce –artista plástico–, Daniel Brodiano y Octavio Susti, miembros de la banda de rock y chicha Durazno Sangrando. Las bandas de rock: en aquella época había un pata, Edgar Barraza Kilowatt cuya banda se llamaba Kola Rock. Ki­lowatt, una gran persona, ya falle-

ció; increíblemente, un tipo que cantaba tan bonito muere de cáncer en la garganta. Una paradoja del mundo. El grupo Delpueblo, banda de rock fusión-andina –eso era un poco lo que queríamos hacer en Kloaka también–, una especie de poesía fusión. Ellos tenían un estilo llamado “música barrio”, que es bacán por ser la expresión de los barrios de Lima, que es rock pero también huayno, chicha, vals criollo o negroide, bolero, cumbia, balada. Era una fusión de todo. Esto era básicamente el Movimiento Kloaka. Además estuvimos muy vinculados al colectivo de artistas plásticos Huayco, que en quechua es la avalancha que viene de la sierra cuando, en tiempo de lluvias torrenciales, se derrumban lo cerros hacia la costa. De Huayco: Juan Javier Salazar, Charo Noriega, Armando Williams, pintores; igual que Roberto Ca­ ballo Cuenca y Enrique Polanco, cuyos talleres ambos tenían en el local de Huayco. –Y ¿tenían alguna especie de rutina? ¿Se reunían semanal, mensualmente? –Teníamos reuniones todas las semanas. Los martes o miércoles nos reunimos en un restaurán-chifa del centro de la ciudad llamado Wony. Era un café donde paraban artistas, escritores, intelectuales y periodistas de Lima. La reunión fijada era semanalmente, pero 11

nos veíamos casi todos los días ahí en el Wony o en mi casa también. –¿Cuánto tiempo duró esa primera etapa? –Desde 1982. 1983 fue el año más fuerte. En 1984 ya se comenzó a diluir y terminó todo. Pero hubo una especie de rebrote en 1986, porque José Alberto Velarde, poeta que vive en París, organizó allá recitales y editó plaquettes con el nombre de Kloaka Internacional. Mientras nosotros, José Antonio Mazzotti, Dalmacia Ruiz-Rosas y yo estábamos en Asalto al Cielo que fue un suplemento cultural que editamos para un periódico llamado El Nuevo Diario. Podría decirse que se exponía toda la ideología de Kloaka en el suplemento. Fueron como trece o catorce números, hasta que ese proyecto estalló también porque en ese momento en Lima los proyectos estallaban así como estallaban las bombas, porque había una pasión política muy grande. Con José Antonio Mazzotti y nuestro gran amigo y mecenas, Francisco Alcázar Miranda (ya fallecido y a quien le rindo homenaje), decidimos convertir Asalto al Cielo en un sello editorial y sacamos varios libros de poesía, empezando con La última cena, antología de la poesía peruana de la generación de los ochenta, en 1987. Cuando José Antonio Mazzotti se vino a vivir a los Estados 12

Unidos, siguió sacando libros –una considerable colección de poesía– bajo el sello Asalto al Cielo Editores. –¿Y donde hacían los performances, acciones y conciertos? ¿Cómo reaccio­ naba la gente? –Kloaka tenía acogida en los barrios de Lima. Por ejemplo, en el Rimac, que era donde yo vivía. Ahí tuvo acogida con una especie de célula rock, donde estaban Edgar Barraza, Kilowatt, los hermanos Ricardo y Raúl Montañez (quien luego integrará Leuzemia), Toño Arias y Toño Infantes, de la banda Temporal, y otros muchachos, entre ellos un jovencito que todavía estaba en la secundaria, David Pillman, que intentó hacer Kloaka Escolar en el colegio nacional Ricardo Bentín del Rimac, con otro chico, Armando Montoya, quien se fue a Inglaterra y desapareció. Amaba el rock inglés, se fue y nunca más se supo de él. También había un parque en Lince, a donde yo llegaba y comenzaba como a predicar el mensaje de Kloaka con to­ dos los patas ahí, liderados por el joven poeta Gino Ravina. Terminábamos en la madrugada, dormidos en el parque, después de varias horas de discusión y una botella de pisco. Después Domingo de Ramos hizo algún tipo de predicamento en su barrio, allá por el Cono Sur de Lima, antiguas zonas que

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fueron invadidas en los sesenta y que hoy han levantado ciudades, pero en aquel entonces eran esteras. Eran invasiones de gente sin casa. Domingo de Ramos fue miembro de toda esa oleada. Por eso Domingo se convirtió en una especie de símbolo de Kloaka: expresaba un mundo que nunca había sido representado en la literatura, menos en la poesía: el de los llamados Pueblos Jóvenes. El mundo de los que bajaban de los Andes en masas aluvionales –circa 1970– a poblar las afueras de Lima. Y formaron eso que Abimael Guzmán llamaba “el cordón de fierro”, pues de ahí salía gran parte de los militantes de Sendero a quemar Lima. El sonido y la voz de Domingo fueron una especie de disparo en un concierto. Llamó mucho la atención. Domingo actualmente es uno de los poetas más respetados del Perú. Eso para mí fue uno de los logros de Kloaka: demostrar que no tienes que ser un pituco nacido en las clases acomodadas para ser un gran poeta. Qué mejor que tener esa experiencia para cantar un canto nuevo. A mí me complace mucho la existencia de Domingo porque ha justificado a Kloaka históricamente. Aunque nosotros también pusimos lo nuestro, Kloaka es un mundo de experiencias: cada poeta tiene su onda, su

estilo, porque no hay un estilo común en Kloaka, salvo que sea el coloquialismo radical del comienzo. Ése era el lenguaje que buscábamos. Symbol sería –en mi caso– el punto culminante de esa búsqueda. Yo vivía obsesionado con esa vaina de Pound: Poetry is Speech. Entonces quería hacer un poema con las palabras más cotidianas del mundo, de todos los días, y ahí vivía fascinado con el pop art que es doméstico: el refrigerador y la casa y todo esto. Y con los grandes poemas conversacionales de América Latina desde Parra, Cardenal, Lihn, Cisneros, Pacheco, Dalton. Yo vivía obsesionado con ese lenguaje, con esa idea de hacer un poema con las palabras de la vida diaria, con los elementos domésticos de todos los días. Pero si en un momento yo me empapé de todo ese lenguaje y quería moverme en él, también comencé a pensar que tenía que radicalizarlo, o sea, “¿dónde está el habla más viva?”, dije. El habla más viva está en los barrios, en las calles donde habla la gente, en las esquinas. Y dentro de eso: “¿cuál es el habla más radical?” La del lumpen, la jerga del lumpen. Entonces me metí al lumpen, me metí a investigar, casi me convertí en un lumpen para poder dominar ese lenguaje, dominar ese territorio, y ahí escribí Symbol. Symbol es el producto, 13

cuando el lenguaje ya me había copado. No es fácil entrar al mundo lumpen, tienes que convertirte en uno de verdad; si no, no te aceptan. Yo tuve que convertirme durante un buen tiempo. –Pero no suena a una investigación intelectual. Más bien fue una cosa exis­ tencial que te transformó. –Claro, porque seguí a Rimbaud. Yo era tan inocente que seguí al pie de la letra a Rimbaud. Con los años, me ha parecido algo absurdo, porque eso 14

no lo puedes hacer. Pero yo era tan tonto que lo hice. Me creí el cuento a pie juntillas. Leía y releía mil veces: “Digo que hay que ser vidente, hacerse viden­ te. El poeta se hace vidente por una lar­ ga, detallada y rigurosa distorsión de todos los sentidos”. Y más adelante: “Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura” y “se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito –¡y el supremo sabio! ¡Porque alcanza lo desconocido!” Y me metí en las drogas hasta morirme, para distorsionarme todos los sentidos. –¿Las drogas eran parte también de Kloaka? –¡Claro! Pero en Kloaka las drogas eran una cosa suave, mística, hippie. Años después de Kloaka, cuando yo escribí Symbol, eran las drogas duras como la pasta básica de cocaína. Eso es terminal, eso mata. De hecho, a mí casi me mata. Más bien –fue un milagro– tuve un instante de lucidez y decidí salir. Me vine a Estados Unidos. Me salí de eso pero ya me había maleado mucho en Lima, nadie me iba a dar trabajo. Entonces pensé que tenía que seguirme yendo. Primero me fui a Piura. Me encerré en la casa de mis padres un año y me curé solo, sin necesidad de ir a clínicas de rehabilitación. Mi propia clínica fue la casa de mis viejos, que ya habían muerto, pero

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estaba mi hermana mayor. Un año encerrado, la barba me creció. Pero salí sano. –Este periplo comienza en una cosa interior y se transforma en una necesi­ dad de movimiento externo, pero em­ pieza con una destrucción de los mol­ des sociales. –Y de autodestrucción. Autodestrucción del ego, de la imagen del poeta, de la imagen del docto, de todo eso. Yo sufrí mucho porque me costó sangre, sudor y lágrimas dejar la droga, pero lo conseguí. Puedo escribir poesía sano, borracho, pasado, dormido, muerto; pero en un momento, al final de la etapa de la droga, comencé a no poder escribir. Ése fue el pare para mí. Porque dije: “Si no puedo escribir, esto no tiene sentido, esto ya no”. –Nunca perdiste de vista esa misión. –Nunca la perdí. Por eso yo siempre digo que en realidad fue la poesía la que me salvó de la muerte cuando estuve en la droga. Incluso en el mundo de la droga yo me justificaba por la poesía. Cuando salió Symbol, quería ponerle una cinta adelante que dijera “este libro marca la justificación poética de la droga”. Pero al final no lo hice, porque pensé que no era necesario regalarme hasta ese punto. Que eso se vaya sabiendo –decidí– o que la gente lo intuya. Pero yo tranquilo, porque sabía que Baudelaire y Rimbaud habían escri-

to bajo los efectos de la droga; Burroughs también, Ginsberg. No había ningún problema ético desde ese punto, sino que el problema fue cuando ya no podía escribir. Y decidí salir de Lima porque ya había tocado fondo en esa ciudad. Fue un proceso muy extraño, paralelo a mi búsqueda del lenguaje lumpen para poder escribir y al mismo tiempo la droga; hay como vasos comunicantes entre ambas situaciones. Todo estaba dentro de mi visión rimbaldiana del mundo, producto de esa gran inocencia entre la adolescencia y la juventud. Lo que pasa es que uno es joven y no se da cuenta, uno quiere ser honesto con su pasión poética: todos queremos ser Rimbaud a los 20 o 25 años de edad. Uno se alucina con la poesía, se fascina con la poesía y cree encontrar caminos que lo lleven a ella. Ginsberg fue el ideólogo de Kloaka en un momento. Recuerdo que, con Ma­ zzotti, leímos Aullido. En los ochenta llegó a Lima la edición de Visor. José Antonio la compró, me la prestó y la leíamos a cada rato. Ésa fue una enorme influencia ideológica, de concepción del mundo. En esa época leí una entrevista increíble a Ginsberg, aparecida aquí en Estados Unidos, en la revista Gay Sunshine. Una entrevista fabulosa, realmente una revelación mística. Esa entrevista la fotocopié y la re15

partí entre la gente de Kloaka. Fue muy discutida porque ahí Ginsberg nos ex­ plicaba cómo era eso de la visión; o sea, cada momento era una epifanía, como si todo estuviera ocurriendo por vez primera. La idea de tener una visión es ver las cosas de una manera prístina, como si fuera la vez primigenia. Yo me convertí en un místico por Ginsberg. –Ginsberg también era músico. Me comentaste que tocabas la guitarra en algunos grupos de rock. ¿Cómo relacio­ narías esto con la poesía? –Buscando formar un grupo de rock descubro la poesía de una manera completamente inopinada, como se dice. Un día estaba en una clase, en cuarto año de la secundaria, y no sé qué diablos pasó que comencé a escribir unas vainas que llamé poemas: eran como reflexiones motivadas por una especie de incertidumbre frente a la vida. Tenía catorce, o quince años, y no entendía qué hacía en este mundo ni para qué había venido. Era como un rechazo al mundo. Yo nunca había leído ni un poema, ni sabía qué era un poema, ni tenía ninguna idea de la poesía. –Pero con la música que tocabas ha­ bía una conexión con lo lírico ahí. –Sí, claro. Yo era un músico de rock y esto, en cierto modo, implica tener una visión poética. Pero antes, una vez 16

en los sesenta, mi papá había comprado una grabadora de casete, que era la última moda. Mi papá, que era un abogado bastante culto, cogió un libro de García Lorca y leyó el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” probando la grabadora. Yo me quedé mudo. Fue una cosa que me sacó de onda. “¿Qué es esto?”, dije. Fue un gran impacto pero ahí quedó, porque yo era un niño. Cuando hice mi primer poema comencé a leer poetas. Me metí a la biblioteca de mi viejo, no muy grande pero bastante suculenta. Él siempre me decía: “Entra a leer, ¿por qué no lees este libro”. Contestaba yo: “No voy a leer nada, me voy a jugar pelota”. Era lo que me interesaba: jugar futbol en la calle con mis amigos. Pero al empezar a escribir vi las cosas de otro modo y comencé a leer. De casualidad descubrí a Vallejo. Mi papá tenía un ejemplar de la hermosa edición que por primera vez recogía la obra poética de Vallejo, por 1968, en la editorial Moncloa y Campodónico de Lima. No sé por qué se me ocurrió: mi papá tenía el libro en la cabecera de su cama, lo cogí, comencé a leer y me rompió el cerebro. Fue un bombazo que me deslumbró. Lo que me impresionó fue la fuerza, la hondura humana, el sentimiento que expresaba Vallejo. Una cosa muy fuerte que me marcó.

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En esos días yo me había enamorado de la chica más linda del barrio, como dice Enrique Lihn: “la perla de su barrio”. Aunque esa chica estaba enamorada del chico más guapo del barrio, que no era yo. Pero ella tuvo la belleza de aceptar mis piropos, mis entradas, conversar conmigo, dedicarse a unas conversaciones telefónicas alucinantes. Y, justo en el colegio, un cura español nos comienza a enseñar la poesía de Bécquer. Así que el sufrimiento que yo tenía por esa chica llamada Toña tomó forma por los poemas de Gustavo Adolfo. Esas cosas tan terribles de la ausencia de la amada, del amor no correspondido. El cuadro clínico estaba completo. Ya no había nada qué hacer. En ese mismo año escribí una novela corta sobre los patas del barrio. La fiebre de la escritura me agarró fuerte, influido por Vargas Llosa, concretamente La ciudad y los perros. –¿Y qué hiciste con el manuscrito de esa primera novela? –Circuló en mi salón de clase porque a un pata se le ocurrió. Yo no sabía escribir a máquina, pero un amigo mío, Luciano Huayama, mi pata del alma –mi fan, vamos a decir, a él le gustaba que yo escribiera–. “Yo te lo paso”, y lo pasó a máquina él. También hizo algunas copias y las circuló por todo el salón. Y toda la clase se moría de

risa leyendo las historias. Yo había cambiado los nombres levemente. –¿Y cómo se llamaba? –Los espirituales. Tenía quince años. –Y ¿tienes copia todavía? –No, fíjate que me pasó una cosa alucinante. El año 2000, antes de venirme a Estados Unidos, me pasé una temporadita en Piura, en mi casa. Me fui allá a esperar el resultado de la postulación a la beca. Un día me acordé de Los espirituales y de otros textos. No libros pero pequeños grupos, pequeñas colecciones, series de poemas. Recuerdo que había escrito una para el papá de una cuñada que falleció en 1971. Fue bien loco porque el señor Jorge Vega Ruesta, a quien le decían Dinamita porque tenía un carácter terrible, fallece por la reforma agraria de Velasco –la revolución del general Velasco–, un trauma en el país porque expropió a los terratenientes. Ellos eran los dueños del Perú; eran la oligarquía que manejaba la sociedad entera. Mi cuñada era hija de uno de ellos. El día en que van los técnicos de la reforma agraria, le quitan todo, lo dejan nada más que con su camioneta. Le expropian todo, incluyendo la casa de la hacienda. Una hacienda linda en el valle de río Chira, un área preciosa cerca de la ciudad de Piura. El pata regresó a su casa y se murió de un ataque al 17

corazón. Me dolió bastante porque Di­ namita era mi amigo. Todo el mundo le tenía miedo, pero él conmigo era una paloma. A él le gustaba conversarme, siempre me hablaba como si yo fuera un adulto. Se ponía a hablarme con mucha simpatía. Eso me encantaba. Se murió y me dio tanta pena que escribí varios poemas. Escribí otro poemario también sobre mi amor frustrado con Toñi. Todo eso lo tenía en un maletincito verde que mi papá me había regalado. Pero no sé por qué nunca me lo llevé a Lima cuando me fui a la Universidad de San Marcos. Lo dejé ahí en mi cuarto. Mi mamá, en mi casa en el norte del Perú, conservó mi cuarto tal cual. Yo regresaba de la universidad en vacaciones y ahí estaba mi cuarto: incluyendo una parte donde habían juguetes de mi infancia. Después fue a vivir a la casa mi hermana con sus hijos, que eran unos niños terribles. Era otra generación, otra onda. Acabaron con todo. Al pun­ to que en 2000, le digo a mi hermana Lola: “Yo tenía un maletín verde que estaba acá”. Ahí estaba el estante to­ do desvencijado, todo vacío, pues sus hijos ya lo habían destrozado. Le pregunté: “Lola, ¿no has visto nunca ese maletín que había aquí? Allí tenía yo materiales, todas mis cosas, todo lo que escribí antes de irme a Lima. Ahí 18

lo dejé”. Como a los dos días, mi hermana se me aparece: “Mira, esto es lo que he encontrado”. Era una tapa de cartulina ploma donde decía Los espi­ rituales. De todo el bloque de papeles –poemas, apuntes, relatos, dibujos–, sólo había quedado la tapa de cartulina. No nos quedó sino esbozar una sonrisa con melancolía. Escribí otra novela antes de entrar al quinto y último año de la secundaria. Era la segunda: pretendía ser la historia de una chica –Carmen– de la cual había estado muy enamorado, de cómo había tenido varios maridos después, su vida y sus amores, fracasos. Se llamaba Los regalos también son tristes. Típico de un romanticismo trasnochado de la pubertad. Todo eso se perdió. –Y ¿has escrito más narrativa? –Sí, en 1997 escribí una novela: San­ tísima trinidad. Es autobiográfica, basada en mi niñez y adolescencia piuranas y en mi vida en la Lima de los años noventa. Fue publicada por mi amigo Walter Cier en 1998. Y también un libro de cuentos. En Piura me puse a escribir unos cuentos autobiográficos de la infancia que se llama El corazón zanahoria. “Zanahoria” es jerga limeña de sano: cuando una persona está sana es “zanahoria”. Hay dos ediciones, una de Sullana en Piura y otra en Lima.

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Escribí otro libro de cuentos en la secundaria que estaba bastante bien, según lo recuerdo. En esa época yo leía mucho a Ribeyro, Bryce Echenique, García Márquez, Vargas Llosa. Estaba totalmente influido por la estilística de Ribeyro. Se llamaba el libro como uno de los relatos: Lo que pasó en el vagón del tren en el viaje al Cuzco. Había ido al Cuzco toda la promoción Bermanchs 1972 de mi colegio. Antes de terminar ese año hice otro libro de cuentos al que le había puesto Vidas de santos. El cuento principal se llamaba “Las becadas felices”, que eran unas jovencitas estadunidenses que iban becadas de intercambio a Piura por la Agencia American Field Service (afs), y eran felices porque todos los patas de Piura terminaban enamorándose y haciendo el amor a las lindas americans. (Al regresar de una pausa en nues­ tra conversación encontré a Roger bus­ cando entre sus discos.) Aquí he encontrado algo del grupo Delpueblo, que es la banda de la época de Kloaka. La onda del rock subterráneo (Leuzemia, Narcósis, Autopsia, Guerrilla Urbana y Zcuela Cerrada, que son los conjuntos de la movida subte) es post-Kloaka. A través de Edgar Barraza, Kilowatt, es que yo tomo contacto con Leuzemia. Le pusieron ese apodo porque su look era como el

del símbolo del kilowattio de las empresas eléctricas del Perú. Su cabeza parecía una bombilla de luz. Era flaquito. Pero tenía una extraordinaria onda para cantar rock. Kilowatt participaba en todas las presentaciones de Kloaka. Las presentaciones eran recitales de poesía, conciertos de rock, performances y pintura. Ahí yo leía los manifiestos ácratas del Movimiento. Una vez, en una performance, cuando se encienden las luces en el estrado del Auditorio Miraflores que gentilmente nos cedía la gran actriz Dalmacia Samohod, Frido Martin estaba en medio del proscenio, impecablemente vestido con un terno azul elegantísimo, tomando el té en una vajilla de plata y porcelana. De pronto comienza a leer en voz alta. Leía extractos de la Biblia, de la Guía telefónica, del diario El Comercio de Lima, todo mezclado, como un collage. Y atrás estaba Fernando Bryce –de la banda Durazno Sangrando– con su batería. En eso se comienzan a rayar. Frido procede a leer de una manera desaforada, enloquecida, y se deshace la corbata desabotonándose terno, chaleco y camisa, mientras Fernando tocaba la batería frenéticamente hasta que entró en una suerte de éxtasis y agarró a patadas la batería y la hizo pedazos. Ésa fue la última presentación de Kloaka. 19

La verdad poética C arolina D epetris

Recordemos que para Alain Badiou, junto con el matema, la invención política y el amor, el poema es una de las cuatro fuentes de verdad cuyas condiciones son materia de la filosofía. El axioma es provocador para la conflictiva y casi esquemática relación oposicional que filosofía y poesía han mantenido desde Platón, más siendo Badiou un gran reivindicador de la figura de Platón en un siglo marcado, desde Nietzsche, por un fuerte antiplatonismo. Badiou, sí, es un provocador en varios frentes y uno, el que me interesa, surge en su convicción de que el poema sí produce verdades y la filosofía no. Denuncia Badiou la “sutura” de la filosofía a estas cuatro condiciones de verdad y a los cuatro discursos que las cobijan: la ciencia para el matema, la política para la convicción política, el psicoanálisis para el amor y la poesía para el poema. “Sutura” quiere decir que la filosofía se ha apegado, en diferentes momentos de la historia, a uno o varios de estos discursos confundiendo su rumbo y perdiendo su objeto principal, que no es producir verdades sino comprender y delimitar las condicio20

nes de producción de esas verdades. Con esto, Badiou quiere reivindicar el valor de la filosofía tras el holocausto y declara que está prácticamente muerta y vuelve, para ello, al lugar donde considera que la filosofía realmente surgió como discurso discreto, articulador, reflexivo, diáfano: Platón. Leí Manifiesto por la filosofía y el Segundo manifiesto por la filosofía para rastrear la incidencia que Platón y Heidegger tienen en Badiou y comprender qué es lo que entiende por “ser” y por “verdad”. Ambas nociones están muy ligadas a través de un concepto clave, el “acontecimiento” (événement). Los procedimientos de verdad, de los que uno es el poema, son acontecimientos esenciales de origen eventual, tal como sugiere el neologismo forjado por Badiou: événementiel. No me queda claro porque todo événement no es événementiel, y menos claro después de explicar, como me dispongo a hacer, la incidencia que Mallarmé tuvo en Badiou. Pero antes de entrar directamente a la relación filosofía/poesía, condenso, quizás con excesiva ligereza, lo que entiende Badiou por “ser” y por “verdad”. Hay una suerte de escala: para Badiou no sirve ya pensar el ser en términos parmenídeos: el ser es todo lo que no-es. Entre ser y no ser hay algo así como un regulador de volumen: se

el sueño de la aldea

puede también ser más o menos algo. En la franja muda del volumen el ser existe como “inexistente”, existe en su grado mínimo que no es no-ser, porque no podría algo que no es, ser. La zona de mayor volumen del ser lo muestra en su grado máximo de identidad consigo mismo: el ser es lo que es. Inexistente e identidad son los extremos de todo un abanico de existencia, porque el ser no es en abstracto, el ser es en su existir, en su ser-ahí. Por eso Badiou se adhiere en un punto a la noción de Idea platónica: habla de “materialismo de la Idea”. Es la gradación del aparecer lo que hace al ser en su identidad. Pero la existencia no se reduce al ser-ahí, porque también hay, en la existencia, inexistentes. El ser es una multiplicidad extraída del vacío, es un conjunto vacío, múltiple en su posibilidad. Cuando el inexistente adquiere valor de existencia máximo, cuando su identidad se define, hay un acontecimiento. Y cuan­do hay un acontecimiento, tiene origen una verdad. La verdad, para Badiou, no es acumulación de saberes, ni la adecuación de un sujeto y un objeto. Hay que pensar, más bien, no en una verdad sino en la verdad como “proceso”: es producción singular de un múltiple; es un múltiple-sin-Uno, dirá Badiou. La falta de teleología en

alain badiou

la verdad que Badiou persigue no se traduce en que no hay verdades eternas ni universales. En este sentido, la afirmación de Badiou es contundentemente moderna: hay verdades eternas y universales, porque la verdad surge de una singularidad pero adquiere valor universal, genérico, transtemporal. La verdad es siempre novedosa y por ello requiere de una nominación singular, de lo que Badiou llama “un significante de más”, nominación que acompaña otro proceso propio de la verdad: la “ideación” que es, al cabo, el fondo platónico de Badiou: la ideación es la fidelidad a la Idea en la conformación de un inexistente en ser, es el grado máximo de identidad que alcanza el ser. De modo que hay acontecimiento cuando hay ideación, y cuando hay ideación hay verdad. La noción 21

de un “materialismo de la Idea” marca el doble fondo que tiene la filosofía de Badiou entre lo múltiple y lo Uno: aunque afirma que el ser es un múltiple-sin-Uno, la “ideación”, el valor universal y eterno de las verdades y su fuerte convicción de que este valor universal de la verdad se da en una temporalidad definida por el futuro anterior, señalan la unidad. El juego que propone para encontrar una tercera vía entre el mundo y la Idea, entre lo múltiple y lo Uno, es resaltar el valor dinámico de los procesos de ser y verdad (el ser y la verdad no son sino que acontecen), al mismo tiempo que resaltar todo el tiempo, a través de las matemáticas y del arte, la noción de que en todo conjunto de seres siempre hay un conjunto vacío. Al conjunto vacío no hay que entenderlo como nada, literalmente como “vacío” (todo ser contiene tácito lo que no-es), sino como posibilidad susceptible de activación en un nuevo acontecimiento (como “todas las posibilidades de ser” que hay en el ser). Para abrir una tercera vía, estas dos últimas nociones las encuentra, como lo señalé antes, en la conformación de verdades poéticas. La filosofía se sutura a la poesía en lo que Badiou llama “la edad de los poetas”, poetas que tienen “obra de pensamiento”, que escriben sobre el 22

ser y sobre el tiempo, poetas, al cabo (y esto Badiou se cuida muy bien de no decirlo) “filósofos”. Se sutura escapándose de la sutura que mantenía con el positivismo científico y con el marxismo. La sutura poética la fija Nietzsche, la refuerza Heidegger, la continúa el grupo de Tel Quel y Badiou dialoga con todos ellos. La edad de los poetas, el tiempo en que la poesía guió a la filosofía, arranca con Hölderlin y culmina con Celan (arranca y culmina, al cabo, con Heidegger), e incluye, ade­ más de estos dos poetas, a Stéphane Mallarmé, Jean-Arthur Rimbaud, Geor­ ge Trakl, Fernando Pessoa y Osip Mal­ delstam. De entre todos ellos, la deuda mayor la tiene Badiou con Mallarmé. Dos preguntas voy a seguir a partir de ahora, aunque no en orden: ¿por qué Mallarmé?, ¿por qué “inestética”? Antes hago una declaratoria: así como Badiou convierte en prosa la poesía de Mallarmé, como método para “aclararlo” y llevarlo a la filosofía, yo escribo esto para hacer lo propio con Badiou. Mallarmé es un poeta difícil y Badiou se hace el difícil. Transcribo un párra­ fo de Condiciones para poner al lector a tono. Badiou escribe sobre un poema de Mallarmé: “Lo que ha tenido lugar, el navío, debe llegar a faltar en su haber-tenido-lugar, si el poema es pensado desde el acontecimiento

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como tal. Mientras que adviene, ideal, la sirena, que es el acontecimiento confirmado en su acontecimentalidad, porque ha atravesado la prueba de un desvanecimiento de su evanescer.” Me niego, en mi lectura de Badiou, a detenerme en la comprensión de frases de este tipo. Dudo que el autor mismo pueda comprenderlas después de los dos segundos de pirotecnia lingüística que le llevó escribirlas. La propuesta de Badiou es iluminadora en varios aspectos, pero irritante para muchos de sus lectores convencidos de que no son brutos y hasta instruidos en la jerga. Comprendo y comparto aquello de “las palabras de la tribu”, pero de ninguna manera la tortura. Dicho esto, de la mano de Heidegger volvemos, con Badiou, a considerar la siempre tan ardua relación entre poetas y filósofos, sus modos de decir, sus modos de pensar. Heidegger percibe que en los presocráticos hay una indistinción entre ambos términos porque el logos es poético. Badiou quiere reconsiderar esta posición y propone tres momentos en la relación poesía/ filosofía: la parmenídea, la platónica y la aristotélica. No menciona una cuarta, que es justamente la que va a revisar, aquella en donde la filosofía queda suturada a la poesía, la heideggeriana. En Parménides no hay logos poé-

tico, si bien la forma poética es esencial en su Poema. Tampoco hay logos filosófico, porque la verdad está teñida de misterio, depende de un relato y de una revelación y la filosofía necesita, para ser, de una “laicicidad argumentativa”, de una “desacralización” discursiva por medio de la cual se legitima en su propio discurso, no en un relato de tintes míticos. Sin embargo, cuando Parménides se refiere a la cuestión del no-ser, lo hace por medio de la colusión. Esto sugiere que en Parménides hay un pre-comienzo de la filosofía, porque en la reducción al absurdo abandona las leyes idolátricas de la poesía para abocarse a una argumentación del orden del matema porque sólo se sostiene en su imperativo de consistencia argumentativa autónoma. En Parménides asoma la reflexión de orden filosófico y lo hace de la mano del matema,1 mientras que el vínculo que hay en él entre poesía y filosofía es de fusión, donde la metáfora, la imagen, los equívocos lingüísticos de la poesía “escoltan y autorizan –dice Badiou– el decir de lo Verdadero”. No parece el término “fusión” distanciarse de lo sostenido por Heidegger. En su búsqueda por de-suturar la filosofía del poema, tarea que juzga pendiente y a la que se aboca, ¿no la está suturando al matema? 1

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Platón, en el libro X de La repúbli­ ca, aleja a la poesía de la filosofía y no por una mera cuestión de estilo: la existencia de la filosofía depende de esta distancia. Despoetizar, esto es, escapar a la potencia mimética del poema, al arrebato lingüístico sin concepto, a la capacidad de legitimar sin Idea, es lo propio del filósofo, y para ello debe seguir el modo de operación propio de las matemáticas: la “univocidad literal”. En este momento, el régimen que regula la relación poesía/filosofía es de “distancia”. Con Aristóteles vamos a tener una primera idea de qué es lo que Badiou entiende por “inestética”. En Poética, Aristóteles deja claro que el poema no es más que un objeto dispuesto a la reflexión, un objeto del orden del saber que se puede pensar, ordenar, articular, explicar. La filosofía absorbe aquí a la poética, la convierte en una de sus disciplinas particulares, la incluye y es esta “inclusión”, tercer momento en la relación entre poesía y filosofía, lo que fundará luego la estética. Con la poética y luego con la estética, la filosofía coloca la poesía, y el arte en general, en la categoría de objeto de pensamiento, inclusión que parte con Aristóteles y llega hasta Hegel. Es de suponer que con Hölderlin y los poetas que le siguen y conforman la edad de los poe24

tas, la poesía y la estética absorban la filosofía, la “suturen” y reaccionen así a siglos de sometimiento. Éste es el sentido de “inestética”: la autonomía poética (que veremos, en realidad, no es tal sino una forma más de sutura por parte de la filosofía ya que la edad de los poetas no está conformada por “poetas poetas” sino por “poetas filósofos”) necesita salir de los márgenes de la estética como disciplina filosófica, ganar autonomía, pensarse en y con su pensamiento, volverse inestética. La propuesta poética de Mallarmé será, para Badiou, uno de los caminos posibles para devolver la “inestética” al poema, recuperar su condición de “acontecimiento” porque es el momento del vacío, del no-sentido, de lo indeterminado, de lo impresentable del acontecimiento cuando el poema llega a la filosofía. Y el poema, para Mallarmé, es el lugar de ese vacío. Los tres momentos en la relación fi­ losofía (pensamiento)/poesía (poema) suponen tres actitudes: “rivalidad identificadora”, “distancia argumentativa” y “regionalidad estética”. Hay un cuarto momento que Badiou señala pero no como momento: el de la “sutura” que establece Heidegger. Heidegger es, para Badiou, el punto cero desde donde analiza los momentos de la relación. Tal punto es el de la “sutura” de poe-

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sía en la filosofía. Pero éste sería un cuarto momento, ya que es precisamente aquel que sostiene la relectura de la relación elaborada por Badiou. No comprendo, en este sentido, por qué Badiou no da ese paso; quizás porque no consigue realmente “desuturar” filosofía y poesía. ¿Qué encuentra Badiou en Heideg­ ger? No olvidemos la obviedad de que Heidegger es un filósofo reflexionando sobre la poesía. Por esta razón, Badiou acudirá a Mallarmé: para intentar, al cabo, hacerle decir primero a un poeta lo que luego dirá Heidegger. Esto es lo que ha dicho y hecho Heidegger, según Badiou: reestableció la autonomía del “pensamiento del poema”, lo devolvió al ámbito de la verdad y lo separó, así, de la determinación regional filosófica de la estética; que, desde Hölderlin, el poema asume (y sustituye) a la filosofía en la indagación de temas esenciales; reactivó el fondo primitivo vacío de lo sagrado como origen de la unión del decir poético y el pensar filosófico. Badiou, por lo tanto, propone el doble desafío de “salir de Heidegger sin regresar a la estética”, pensando el poema no como mito sino como “operación”. Volvamos al acontecimiento, el momento en que se “actualiza” un inexistente. Ese momento demanda un significante

más, una nominación, y esa nominación, para Badiou (pero antes para Rousseau y Nietzsche), es siempre poética. “Para nombrar un suplemento, un azar, un incalculable, hay que abrevar en el vacío de sentido, en la carencia de significaciones establecidas, en el peligro de la lengua” en una temporalidad instantánea, “presencia de presente”. Ésta es una actividad poética y no filosófica, porque la filosofía no se ocupa de la “pura presencia” sino de la “composibilidad del Tiempo”. Esto es Mallarmé y no sólo él, sino toda la tradición de la poesía moderna: la tensión entre una resta necesaria de sentido para alcanzar la palabra poética pura, inicial, la Noción pura del instante, la flexión del inexistente a ser-ahí y, al mismo tiempo, la confianza en colmar, en nombrar para hacer presencia en el presente, algo que también Badiou sostiene cuando dice “la nominación de un acontecimiento, en el sentido en que yo le doy –o sea lo que, suplementación indecidible, debe ser nombrado para advenir a un ser-fiel, y por lo tanto a una verdad”. El acontecimiento debe ser nombrado pero poéticamente, esto es, con una palabra inaugural, nueva, nominación de más, significante de más. Y en esto pareciera que la filosofía siempre se ha apoyado y se seguirá apoyando en la poesía: cuando la ar25

gumentación se encuentra con aquello que es inexpresable, cuando tiene que presentar lo impresentable. Pero un matiz es importante: cuando esto sucede, jamás el estatuto del discurso es literario. Es filosófico, porque “la ley real del discurso sigue siendo el argumento constructivo y racional”. El arte desafía el concepto y lo hace, en primera instancia, desde las formas nuevas, desde lo sensible: forma antes que sentido, sentido a través de la forma: esto también es Mallarmé.2 El problema apunta, como se ve en Pe­ queño manual de inestética, al complicado tema de lo infinito y lo finito. Un axioma y una pregunta articuPor eso, sostiene Badiou, las condiciones de verdad de la filosofía, esto es, poema, matema, política y amor, “condicionan y ofenden” a la filosofía. 2

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lan la exposición del Pequeño manual de inestética. El axioma ya lo mencio­ namos: en todo conjunto hay un conjunto vacío. La pregunta: como procedimiento de verdad, ¿cuál es la singularidad del arte?, ¿qué es aquello propio del arte como procedimiento generador de verdad que no se encuentra en la política, en la ciencia o en el psicoanálisis? Hay que recordar aquí que, para Badiou, los cuatro generadores de verdad lo son porque son inmanentes y singulares: cada uno es coextensivo a sus verdades y cada una de estas verdades son irreductibles a otros procedimientos de verdad o a otros discursos. De modo que la reflexión de Badiou en torno al arte se sostiene en la convicción de su autonomía, propuesta poética de los posrománticos como Mallarmé o Rimbaud. Badiou nuevamente hace un recorte cronológico para revisar la historia de las diferentes funciones del arte y traza tres momentos: el didáctico (el arte las servicio de), el romántico (sólo el arte es capaz de verdad) y el clásico o terapéutico (fin catártico, el arte no pretende ser verdad sino verosímil). A pesar de que el siglo xx está definido por las “rupturas”, no ha habido, sostiene Badiou, un nuevo esquema diferente de estos tres. Advierto que la propuesta de Badiou es de inspiración

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romántica pero nutrida de posromanticismo, alimentada en la preocupación mallarmeana por la “operación” del poema tanto en sentido inmanente (có­ mo se configura un poema) como en sentido trascendente (cómo configura un poema la realidad). Un poema produce verdad, inmanente y singular, pero no radica ni en la obra ni en el autor, sino en lo que Badiou llama “configuración artística”: “secuencia identificable, iniciada por un acoteci­ miento, compuesta por un complejo virtualmente infinito de obras, y sobre la que tiene sentido afirmar que produce, en la estricta inmanencia del arte en cuestión, una verdad de ese arte, una verdad-arte”. Por ejemplo, “Esquilo” es el acontecimiento iniciador (el indicador de “un vacío central en la situación anterior de la poesía cantada”) de la configuración artística “tragedia” que se satura con Eurípides. La noción de “configuración” tiene, a mi juicio, la virtud de denotar dinamismo, variabilidad y tratar de expresar el eterno dilema de cómo es posible que diferentes autores de diferentes géneros converjan en ciertas expresiones artísticas de rasgos comunes o cercanos al punto que podamos colocar, bajo un mismo rótulo, a Bach, a Händel, a Vivaldi, a Rubens y a Sor Juana. Al mismo tiempo, todo el pro-

ceso arte-verdad se manifiesta como autónomo, casi como un categorismo trascendente que deja al autor y a su obra, al sujeto y al objeto, como meros vehículos. Incluso Badiou llega a afirmar que “una configuración se piensa a sí misma en las obras que la componen”. Apoyarse en Mallarmé es fundamental para sostener esto desde la poesía. Sin Mallarmé, la configuración artística no se estaría pensando desde sí misma, sino desde la filosofía. Realmente no sé si esto no sucede cuando Badiou apoya este pensamiento en un futuro anterior y cuando acude, en Con­ diciones, a una traducción en prosa de los poemas de Mallarmé para, desde este punto despoetizado, superponer un discurso crítico, filosófico, que devele y explique el procedimiento de verdad poética. Badiou es claro sobre aquello que le interesa en el poema: el momento en que el pensamiento se abre al principio de lo pensable, el momento filosófico del poema porque es la filosofía la disciplina que tiene como cometido “pensar el pensamiento”. Este momento es el del acontecimiento, cuando un inexistente comienza a ser-ahí en el mundo. Esto, recordemos, necesita del “aparecer”, de la dimensión sensible que es aquella propia del arte, y de la nominación singular, del significante 27

de más, del nombre de más que no puede ser sino poético. Con el acontecimiento comienza a desarrollarse una verdad y una verdad es “una multiplicidad infinita”, es potencialidad de todo, de modo que el arte, que es un generador de verdad, debe expresar esa multiplicidad infinita por medio de formas finitas, concretas, sensibles que señalen siempre lo nuevo y el origen. Como pensamiento, el arte se alimenta de ideas pero no puede ser especulativo: necesita formas. El arte es idea y forma. ¿Cuáles son los presupuestos de Mallarmé sobre la idea y la forma? La conciencia crea, para Mallarmé, desde la nada.3 Pero no hay que entender la nada como “nada”, como vacío, sino como “noción pura”, “noción blanca”, como totalidad de posibles, como el conjunto vacío que hay en todo conjunto. Esta totalidad de posibles, la existencia de inexistentes en terminología de Badiou, es lo que Mallarmé llama “azar” o “misterio”. Este multiple-sin-Uno es “innombrable”, y así lo entienden Mallarmé y Badiou. Se lo nombra, pero ese nombre es mera sugerencia; al nombrarlo sólo se está haciendo existir un fragmento del todo. Mallarmé concibió una forma, con fuer-

tes trazos matemáticos, que pudiera señalar el todo a través de los fragmentos. Esa obra, irrealizable, la llamo “Libro” (Livre). En Variaciones sobre un tema, escribe: “no realizar esta obra [el Libro] en su conjunto (¡habría que ser quién sabe quién para lograrlo!), sino mostrar de ella un fragmento realizado, donde se haga cintilar en algún lugar la autenticidad gloriosa, indicando el resto que falta, para el que una vida no basta. Probar por medio de las porciones realizadas que ese libro existe, y que yo conocí lo que no habría de lograr”. El Libro sería una suerte de laboratorio del mecanismo de abolición del azar, y sería móvil, volumétrico, con hojas que pudiera el lector cambiar de lugar abriéndose al infinito. “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”. El golpe de dados, lo dice Mallarmé expresamente, es el pensamiento que sólo recorta, “subdivide” parcelas del Absoluto que es azar. Todo es azar, todo contingencia y posibilidad, todo múltiple. El pensamiento jamás podrá contener, fijar, precisar en su totalidad ese Todo. Sólo entonces lo puede indicar por medio de nominaciones esquivas, sugerencias, alusiones, símbolos, metáforas poéticas en un sistema cerrado, puro, que es el poema. 3 La néantisation es el concepto mallar- La poesía para Mallarmé –y por eso inmeano que fascina e impregna a Sartre. teresa a Badiou– es verdad poética, sin

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referencialidad extrínseca: la poesía no tiene más contenido que la poesía, es “poesía pura”, es pensamiento del pensamiento poético con su sistema de significación autónomo, con sus operaciones de asociación internas, con sus formas, empezando por la esencial: negro sobre blanco. Con todo –y habiendo visto el límite de la posibilidad formal–, la poética de Mallarmé insiste en la abolición de azar “palabra por palabra”. Paul Valéry parece haberle confiado a Jacques Scherer lo siguiente: “Mallarmé comenzaba algunos de sus poemas (…) arrojando palabras sobre el papel, aquí, allá, como arroja el pintor pinceladas sobre la tela, y se dedicaba luego solamente a vincularlas para hacer con ellas frases o poemas, siguiendo las reglas de composición más estrictas”. Mallarmé señala siempre el infinito cuando asume que la palabra es impotente para nombrar algo absoluto del mismo modo que no podemos comprender plenamente la realidad, pero también apuntala la importancia de señalar lo infinito desde lo finito, desde la forma, desde lo sensible, que es con lo que podemos trabajar. El poema es, para Mallarmé, espacio, y lo que él muestra en Un coup de dés es la emisión de un pensamiento en el espacio, con sus vacíos, con sus densidades, con sus opuestos,

con sus sonidos e ilogicidades. El infinito, para Mallarmé, sólo se puede indicar desde la forma; en poesía, desde el carácter estético de la letra y de la letra (negro) sobre el papel (blanco): la letra y la hoja no son canales de expresión de significados interpretables sino formas abiertas siempre a nuevos contenidos. El infinito radica en la proyección sin límite que supone el vínculo creador-forma-receptor (creador), pero el creador, el poeta en Mallarmé “deja la iniciativa a las palabras”. Por eso la palabra sólo puede sugerir: “Lo viste, no se escribe luminosamente, sobre campo oscuro, el alfabeto de los astros, sólo se revela por eso, bosquejado o interrumpido; el hombre prosigue negro sobre blanco”, dice en Variaciones so­ bre un tema. Apunto otra de las innovaciones formales que no surge con Mallarmé pero sí en su época y sobre la que él escribió algunos textos: el verso libre. El verso libre, que rompe con el corset del alejandrino, tiene inspiración esencialmente musical y supone una vía para romper y trascender la forma poética desde la forma. No la rima sino el ritmo –la música que tiene cada palabra– y la relación entre las palabras comienzan a ser significantes y a definir un poema. Desde esta concepción, cada poema se vuelve un “acontecimiento” 29

porque el número de sílabas del verso libre es indeterminado. Y el verso libre también se define en su especialidad: la tipografía cuenta ahora, el poema es visual, cada línea de verso se interrumpe cuando quiere y el poema se vuelve también dibujo. ¿Por qué, entonces, Mallarmé? Por varias razones, todas conectadas. Por­ que Mallarmé logra, con su poética, una inestética. La poesía pura mallarmeana no es el pensamiento del pensamiento, como es la filosofía, sino el pensamiento del pensamiento poético. Porque al fundar todo poema en un vacío (la totalidad inabordable de la que surge, el “misterio”, lo “innombrable”, los inexistentes), la poesía muestra el momento en que se hace una verdad, en que el nombre de más aparece, el origen de un acontecimiento. Porque Mallarmé muestra, con su conciencia de vacío y con sus conciencia material del poema, que verdad y totalidad son incompatibles: el poema es verdad del pensamiento de lo que hay en tanto que “ahí”. Recupero la pregunta inicial que se hacía Badiou y repaso ahora la res-

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puesta que ofrece. La pregunta era: ¿qué es lo propio del procedimiento de verdad poética que no se encuentra ni en la política ni en el psicoanálisis ni en la ciencia? Esto es lo que dice Badiou: la verdad poética muestra que no existe verdad sino verdades, que estas verdades no son juicios ni estados sino procesos, que estos procesos son infinitos e inalcanzables, que el sujeto de una verdad (como el sujeto de un poema) es sólo el momento finito del proceso infinito de esa verdad, que todo proceso de verdad comienza con un acontecimiento, que todo acontecimiento es imprevisible e incalculable, que todo acontecimiento revela un vacío esencial porque muestra que lo (in)existente estaba sin verdad. ¿Es inherente sólo al arte –y a la poesía, en concreto– este procedimiento de verdad? Creo que no. La poesía muestra a la filosofía lo mismo que le muestra las matemáticas: todo conjunto se forma a partir de un significante de más y en todo conjunto hay siempre un conjunto vacío.4 4

Papiit ig400116.

Cinco poemas J uan A ntonio M asoliver R ódenas

Cada vez que bajo la escalera me encuentro a Isabel rota, muerta, mirando a ningún lado, como si se hubiese olvidado de mí, de la vida, de los años atrás en los pubs de Londres, en las noches de lágrimas, de Ángel durmiendo en un armario. Le pido que no regrese. Su ausencia es dolorosa. Ya sólo me quedan los recuerdos y aquella tarde inolvidable en la que me susurró algo que no entendí y que ahora entiendo: no vuelvas, Juan Antonio. Como si yo me hubiese ido a algún lado desconocido con orquídeas y aros y veleros en la luz del Escorial. Y no volví. E Isabel está lejos. Y la vida 31

está lejos. Y bajo la escalera y allí está la muñeca rota, una anciana que perdió el equilibrio antes de entender las trampas de la vida que incesantemente la asediaron. Con los ojos abandonados. Con todo lo que fue hecho añicos. Y este dolor que siento donde está el corazón que no nos sirve de consuelo y duele enormemente como un féretro que se aleja para olvidarse de nosotros.

* a Antonio Gamoneda

Le pedí al poema que me enseñara el camino de lo indescifrable. Me enseñó un seno, una puerta llena de árboles nórdicos como nórdico es mi corazón y las palabras donde se esconde el secreto de lo que escribo, el aroma de tu amor cuando susurras 32

palabras tristes que oyen las gacelas que huyen continuamente pues continuamente las busco. Y también me enseñó la caligrafía de Antonio Gamoneda, el jeroglífico y los signos que ocultan las estrellas en torno a la catedral de León donde una jauría de niñas enamoradas busca el corazón del poema, algo que dé razón a esta inexistencia de tantos años envejeciendo. Y es en las palabras del poeta ante el que me arrodillo dos veces en la misma nave, donde encuentro lo que nunca hubo y busco tenazmente. Palabras en el cielo luminoso para el corazón insatisfecho.

* Alguien prepara grandes sábanas Antonio Gamoneda

Sábanas en los tendales como sudarios. El cielo sin luz. 33

La memoria sin luz. Las aves ciegas gimiendo en el espacio. La niña que dejó de ser niña. La que orinaba en el jardín en pleno día. La mujer arrodillada pidiendo perdón por los pecados ajenos. El día de la lujuria y el día de la cruz en el lecho donde hicieron el amor. Los pechos de una madre desconocida. Y muy lejos, los trenes de la ausencia. Cuchillos de luz como un poema de Gamoneda. Mares ausentes en el corazón. Busco a Dios en la maleza. Busco los días de la eternidad en las cloacas. Veo una mano en mi corazón, sus palabras, la luz de su sortija. Y escucho en la hierba las voces del pasado que me llegan como primaveras marchitas. Busco en el laberinto de las palabras lo que dice mi voz en esta oscuridad. Amanece en los tendales vacíos. La muerte se ha dormido. 34

*

La tarde se ha desbaratado. Los ojos que veían luz y alma se han desbaratado. Y todo el amor que sufro como un mar en lo más hondo. Escucha de nuevo lo que ya escuchaste aquel día de la cama y del amor sin más sentido que este futuro. Escucha lo que nunca más oiremos. Sirenas. Astros. Aire azul en la mirada. Todo lo que veo lo vi. Todo lo que vi se borra. Fuego en el vello. Y ahora el fuego es ceniza. Y en la ceniza arde todo lo que he sido y lo que soy. Centro. Herida. Todo el amor que cantaron los poetas se desvanece, y en tus ojos se aleja tu mirada. Y finalmente soy lo que fui en las nalgas de la infancia, en el jardín donde el tiempo como un oleaje vuelve, se va, desaparece en los guijarros. Abre mis ojos. Allí encontrarás el sagrario vacío de palabras. 35

*

El empecinamiento de la cal al resquebrajarse el sol. El cutis de las mujeres. Los párpados. Los ojos grises en luz de la muerte. Espejo. Aire. Cántaros. Flores falleciendo en el jardín. El sol absorto en su luz, indiferente a los amaneceres y a los ocasos. La luz indiferente a la totalidad de lo que ilumina. Sol que se resquebraja. Cutis que se resquebraja al encontrarse con los ojos. En la verja del cementerio un pájaro canta una melodía hermosa como el cutis de un adolescente la primera vez que se ve en el espejo.

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La pluma y el bisturí (Apuntes sobre literatura y enfermedad)* J uan V illoro Un hombre entra a un cuarto y enfrenta a un desconocido que lo escruta con ojos ávidos que buscan síntomas, el modo en que la vida dirime sus cuentas con la muerte. El testigo de ese cuerpo puede ser por igual un médico o un escritor: trazar un diagnóstico significa construir un destino. Uno indaga las condiciones de un organismo; otro, sus posibilidades imaginarias. La casa museo dedicada a Gustave Flaubert en Ruán es, simultáneamente, una galería donde se exhiben recuerdos del novelista y los instrumentos de cirugía de su padre, médico de renombre en la Normandía del siglo xix. Ambas profesiones están menos lejos de lo que podría pensarse. En La orgía perpetua, su vasto ensayo sobre Flaubert, Mario Vargas Llosa encomia la precisión quirúrgica en la prosa del autor de Madame Bovary. Flaubert tuvo una convulsa relación con su padre y no era muy afecto al oficio de la medicina, que adjudicó a su protagonista, Charles Bovary. Sin embargo, sublimó estas tensiones diseccionando manuscritos con insólita disciplina. Nada más lógico que la casa museo albergue el instrumental clínico que el novelista utilizó por otros medios. La cirugía es una forma de la escritura, según revela una escena de la vida del dramaturgo inglés Tom Stoppard. Nacido en 1937, en la comunidad judía de Checoslovaquia, Stoppard sufrió la persecución nazi. Su padre, que Conferencia pronunciada en el septuagésimo aniversario del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, el 26 de mayo de 2016. *

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era médico, fue arrestado y conducido a un campo de exterminio. La familia huyó con lo que tenía puesto, sin guardar siquiera una foto, una carta, una prenda del padre desaparecido. El futuro dramaturgo no contó con un objeto que le permitiera decir: “Esto le perteneció”. Lo único que tenía de él eran historias. Muchos años después conoció a una mujer que había sido operada por su padre. Ella le mostró una delicada cicatriz en la muñeca: “Tu papá hizo esto”, dijo. El escritor pidió permiso para tocar la herida, ya sanada, que abría otra. Ese mínimo trazo sobre la piel era el único legado de su padre. Fue como si recibiera una carta firmada por su padre. En El cuerpo herido. Un diccionario fi­ losófico de la cirugía, el médico español Cristóbal Pera establece una estrecha relación entre el uso del escalpelo y la escritura: “En la Medicina operatoria clásica se describían, con cierto aire de virtuosismo, cinco posiciones básicas del bisturí, de acuerdo con la incisión que iba a realizar”. Conviene detenerse en la primera de ellas: “Bisturí cogido entre los dedos índice, medio y pulgar como una pluma de escribir”. Los riesgos que derivan de los cortes médicos son más severos y evidentes que los de la mala prosa. El cuerpo no puede ser tratado como un borrador; es siempre la versión definitiva. Un gesto habitual del buen escritor consiste en tirar su manuscrito a la basura; el cirujano puede apostar por el riesgo, pero no desecha el material. Con frecuencia, el escritor siente que su novela no quiere ser escrita; la historia se resiste a ser contada. En forma equivalente, el cirujano debe vencer las barreras físicas y psicológicas que presenta el cuerpo tratado. En tiempos anteriores a la anestesia, el cirujano requería de un temple acorazado para soportar los gritos del paciente. En El loro de Flaubert, Julian Barnes 38

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reflexiona en lo impresionante que habrá sido para el joven escritor vivir al lado de un consultorio en tiempos en que la medicina estaba cargada de dramatismo y no era, como ahora, una sucesión de “pastillas y burocracia”. Un largo proceso de adaptación social y cultural permitió que la cirugía fuera vista como parte prestigiosa de la medicina. Ni Hipócrates ni Galeno hicieron disecciones. Vale la pena recordar que uno de los lemas del juramento hipocrático es “No usaré el bisturí, ni siquiera en los que sufran de la piedra”. Abrir un cuerpo significaba traspasar un límite moral. Cuando se generalizaron las sangrías, la tarea fue encomendada a los barberos y los matarifes. Durante mucho tiempo, las academias de medicina no aceptaron cirujanos. La literatura registra el largo camino de revaloraciones que llevó del hombre visto como carnicero al místico interventor del cuerpo que hoy en día maneja un Mercedes Benz. Para Cervantes, quien abre un cuerpo está más cerca del rastro que del hospital; en cambio, a mediados del siglo xx, Frigyes Karinthy narra con idolátrica admiración la forma en que fue operado por el neurocirujano sueco Olivercrona en su deleitable Viaje en torno a mi cerebro. Una frase de Anaxágoras sirve para encomiar los méritos de la cirugía: “El hombre piensa porque tiene manos”. Los imperativos manuales y la indiscutible habilidad de los dedos obligan a tomar decisiones. El intelecto se desarrolla si tiene un objetivo práctico. Esto se aplica al arte de cortar un cuerpo y al de deslizar la pluma sobre el papel. Ciertas ideas provienen del contacto con los materiales. Frente al teclado o la página, el novelista tiene una concepción de lo que desea escribir, pero la caligrafía y la percusión sobre las teclas descubren otra textura en el idioma, una sorpresa en el ritmo, un desconocido giro en la historia. El sentido profundo del oficio no puede ser anticipado y aparece en la práctica. Lo mismo sucede con la cirugía, que no se limita a seguir un patrón sino que explora y cambia de rumbo de acuerdo a lo que encuentra. No es casual que un médico escritor, Antonio Lobo Antunes, haya comentado que los mejores textos no provienen de la cabeza sino de la mano, cuando el autor agota sus prenociones, olvida lo que “pensaba escribir” y se deja llevar por un procedimiento más íntimo, el contacto directo con su material: “El hombre piensa porque tiene manos”. Al respecto, el filósofo Emilio Lledó escribe: “La cita de Anaxágoras es, pues, algo más que una brillante metáfora. Ese mundo de la posibilidad que 39

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las manos abren empieza a ser creación de ellas. La sorprendente plasticidad de esa parte de nuestro cuerpo deja aparecer, entre sus dedos, múltiples formas del mundo, las estructuras de la realidad que se adecuan a la diversa y palpitante concavidad que las recibe y las modula”. En otras palabras, el tacto ofrece un viaje de ida y vuelta entre lo que pensamos y lo que constatamos; la mano y el cerebro resuelven juntos algo que no podrían hacer por separado. Catedrático de Cirugía de la Universidad de Barcelona, Cristóbal Pera señala que, etimológicamente, la palabra “cirugía” se refiere a “hacer algo con las manos”, “practicar un arte” e incluso “tañer un instrumento”. La repulsa que causaba el oficio en sus sangrientos inicios mejoró notablemente con la invención de la anestesia en la segunda mitad del siglo xix. La lucha cuerpo a cuerpo con el paciente que gritaba y padecía estertores desapareció con el uso médico del éter. En la entrada “Anestesia y cirugía” de su apasionante diccionario, Pera señala la modificación que sobrevino con el paciente “anonadado”, materia del cirujano que “hiere para curar”, y recuerda que T. S. Eliot se refiere a la anestesia en un poema fundador de la modernidad, “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”. Escrito entre 1910 y 1915, el texto desconcertó a la crítica y señaló nuevos derroteros para la versificación. Eliot se sirve de la técnica del flujo de la conciencia para expresar el desasosiego de su protagonista, incapaz de descifrar los misterios del amor y la vida en común. Escindido de los demás y de sí mismo, inicia su travesía ante un paisaje enfermo: Vayamos entonces, tú y yo Mientras la tarde se extiende en el cielo Como un paciente anestesiado sobre una mesa

El horizonte del atribulado siglo xx es visto como una vigilia donde el sujeto se abandona a un letargo del alma, la crisis existencial que caracterizará las reflexiones literarias y filosóficas de la modernidad. Pero la exploración interna del cuerpo no sólo ha dependido de las armas blancas que se abren paso hasta llegar a las entrañas. En sus enciclopédicas indagaciones sobre la historia de la medicina, Ruy Pérez Tamayo se ha detenido en la figura de un médico bretón cuyos muchos nombres no lograron compensar su baja estatura: René Théophile 40

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Hyacinthe Laënnec. El doctor recibía, sencillamente, el mote de “Petite Laënnec”. Cirujano de enorme prestigio, también era un hombre tímido, conservador en política y religión. En 1816 inventó un aparato que transformaría la ciencia médica, el estetoscopio. La escena que inspiró su decisiva contribución parece ideada por un novelista afecto a los psicologismos. Laënnec fue visitado por una joven que tenía una afección cardiaca y no pudo sobreponerse a cierto nerviosismo. El pudor frenó al médico: “La edad y el sexo de la paciente me impedían la aplicación directa del oído en la región precordial”, escribió en sus apuntes. Entonces recordó que los niños jugaban con un trozo de madera y que, al poner el oído en un extremo, podían oír el ruido de un alfiler que percutía en el otro. Fue la primera pista para inventar el estetoscopio. En forma reveladora, el estímulo vino de una reticencia moral. El talante reservado del médico le impedía colocar el oído en el pecho de la chica; para descifrar la deficiencia de un corazón, debía vencer las limitaciones que le imponía el suyo. La timidez también contribuyó a otro notable avance en la indagación interna del cuerpo. Hombre taciturno y silencioso, Wilhelm Conrad Röntgen vivía sumido en cavilaciones. Su esposa lo describía como alguien que ni siquiera contestaba sus preguntas, aunque quizás en esto se parecía a muchos otros maridos. Incapaz de la extroversión que exige la vida mundana, el químico y físico de la Universidad de Würtzburg decidió explorar el interior del cuerpo e inventó los rayos X. En 1901 recibió el primer Premio Nobel de Física, que donó a su Universidad. Se negó a patentar su invento y dejó escrito que los rayos X no llevaran su nombre. Alemania lo desobedeció con orgullo y creó una palabra compuesta para honrarlo: Röntgenstrahlung. Además, desde 1991 un asteroide se apellida como él. La excepcional trayectoria ética y científica de Röntgen transformó la percepción del cuerpo en un sentido clínico pero también cultural: el organismo adquirió un “adentro”. La cirugía, el estetoscopio y la radiografía alteraron radicalmente la concepción de lo que somos, lo cual repercutió en las letras. ¿De qué forma nos reconocemos? La percepción de nosotros mismos entraña una paradoja. El espejo permite que sepamos quiénes somos. Lo extraño es que la certeza de ser proviene de un reflejo, una imagen externa. En rigor, la identidad está en el espejo, no en el cuerpo. Identifico mi cara lejos de mi cara. 41

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Nos reconocemos por fuera pero nos entendemos por dentro. “Conócete a ti mismo”, el lema escrito en el templo de Apolo en Delfos, no invita a revisar el estado de las uñas sino de las emociones y las ideas. La historia de la narrativa es la de una progresiva interiorización de los personajes. Tuvieron que pasar milenios para que el desconocido que habla de sí mismo en primera persona pudiera ser visto como un sujeto ficticio y no como alguien que rinde un testimonio real. Para llegar a esa voz interior, fue necesaria una conquista previa: el progresivo acercamiento a la intimidad física. En Ana Karenina, Tolstoi narra un parto con una exactitud clínica impensable incluso en escritores tan cercanos al cuerpo como Bocaccio o Cervantes. El entendimiento del cuerpo y sus funciones preparó para adentrarse en los trabajos de la mente. La novela moderna se ha volcado en la exploración del “yo”, que incluye no sólo los pensamientos estructurados sino el delirio, la asociación libre, el sinsentido, el disparate, el olvido, los falsos recuerdos y otros recursos o perturbaciones del campo cerebral. Nada de esto habría sido posible sin la conquista paralela que la medicina hizo del interior del cuerpo, del estetoscopio a los rayos X, pasando por la cirugía. Es posible que la literatura practique hoy en día una variante arcaica del trato médico, cuando los síntomas no dependían de análisis ni ultrasonidos, sino de un conocimiento amplio del paciente y sus costumbres. La novela es un consultorio donde el doctor todavía tiene tiempo disponible. ¿Hasta qué punto la medicina ha perdido la visión de conjunto? Ruy Pérez Tamayo preconiza el conocimiento global de la enfermedad. En Las transformaciones de la medicina, afirma: “El médico que no atiende al padecimiento integral del paciente, sino que se limita y conforma con diagnosticar y tratar su enfermedad, o que lo abandona cuando ya ha agotado sus recursos curativos y paliativos, comete una grave falta de ética médica porque está ignorando los objetivos específicos de su profesión, y no sólo es un médico malo y un mal médico, sino que es también un médico inmoral”. En gran medida, la pérdida de una concepción amplia del contexto y la circunstancia en que vive un cuerpo proviene de la excesiva especialización. En su ponencia en el Congreso Mundial de Cardiología de Bruselas, en 1958, Ignacio Chávez señaló: “Es cierto que la especialización trae en su interior 42

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una enorme fuerza expansiva de progreso, responsable en buena parte del avance espectacular que estamos presenciando; pero también contiene el germen de una regresión en el orden intelectual y espiritual. Especialización quiere decir fragmentación, visión parcial, limitación de nuestro horizonte. Lo que se gana en hondura se pierde en extensión”. A medio camino entre la ciencia y el arte, la medicina está nimbada de símbolos. La bata blanca y el caduceo sobre el escritorio tienen la contundencia de la investidura y el talismán, y resulta innegable que la sala de operaciones tiene mucho de ritual. En un entorno guiado por el conocimiento objetivo y apoyado en la tecnología, el médico también depende de una fuerza excepcional e indefinible, la intuición, que en ocasiones se describe como “olfato clínico” o “capacidad de diagnóstico”. El escritor actúa en forma parecida al situarse mentalmente en la piel de otra persona y acaso prolongue cierto hábitos de los viejos médicos, que hacían visitas a domicilio y entendían la conversación como un dilatado recurso para trazar la historia clínica (hablar del malestar, precisarlo a fuerza de tanteos, era, en sí mismo, un acto curativo). enfermedades literarias

La ficción encuentra en los malestares signos de carácter. Si el rapsoda griego describía a sus héroes con atributos legendarios (El Domador de Caballos, El de los Pies Alados), el novelista contemporáneo se ocupa de neuróticos que encienden un cigarro con el ánimo de dejar de fumar o adictos que buscan prevenir la úlcera mezclando el whisky con Pepto-Bismol. Las disfunciones y los calambres brindan señas de identidad. En su ensayo sobre Goethe y Tolstoi, Thomas Mann señala: “El espíritu es la enfermedad”. La salud inquebrantable borra la relación con el cuerpo. En cambio, a partir de los 37 grados de temperatura, en el vacilante umbral de la febrícula, perdemos la confianza en el organismo y pasamos al territorio del anhelo y el nerviosismo. El espíritu despierta cuando necesita aspirinas. Numerosos artistas se han servido de dolencias para descubrir su sensibilidad. Un narrador con mala vista puede prestar especial atención al oído. El médico Adolfo Martínez Palomo se ha dado a la tarea de escribir las 43

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historias clínicas de los grandes compositores. Al abordar el caso de Robert Schumann, se refiere al tránsito bipolar del entusiasmo al abatimiento y de la creatividad al malestar: “La biografía médica de Schumann no debe interpretarse como el estigma de una enfermedad mental que afectó a un gran artista, sino al contrario, como el ejemplo de un genio que pudo sobreponerse a los efectos negativos del padecimiento y tal vez logró utilizar las fases de exaltación mental de su enfermedad para ofrecer al mundo una de las obras artísticas más originales”, comenta en Músicos y medicina. El caso del poeta Giacomo Leopardi es semejante. Un hombre pálido, jorobado, con toda suerte de quebrantos físicos, consagrado a las tareas inmóviles de quien lee y escribe con poca luz. Resulta imposible saber si se dedicó al arte a causa de su mala salud o si enfermó por dedicarse al arte. Las molestias minan al organismo y despierta otro sentido de la percepción, tan agudo que el alivio puede ser percibido como una pérdida; recuperar la salud representa en este caso una puesta en blanco, una ausencia de síntomas, el grado cero de la experiencia sensorial. La obra entera de Juan José Millás es un tratado sobre la mente y el cuerpo. Sus personajes no necesitan un mal mayor para mezclar la imaginación con la fisiología; el dato más nimio puede llevarlos a un vértigo especulativo que trastoca la percepción de la realidad. En estas circunstancias, la curación rebaja la conciencia y la sitúa en un plano inferior: “Lo peor de la gripe no es lo que te da cuando viene sino lo que te quita cuando se va”, escribe Millás. El bienestar recuperado le provoca cierta nostalgia. Cuando el catarro termina, algo falta: “La gripe se había llevado el 80% de mí al desaparecer”. El cuerpo debilitado adquiere méritos de centinela. La literatura, nunca ajena al narcisismo, abunda en vanidosos del dolor que no hacen otra cosa que estudiar sus llagas. Por suerte, también existen los malestares de los otros. En las narraciones protagonizadas por médicos (Semmelweis, de Louis Fernand Céline; La ciudadela, de A. J. Cronin; Arrowsmith, de Sinclair Lewis), los síntomas son el alfabeto del mundo; los demás se entienden por sus carencias. Si un escritor mira el mundo a través de un protagonista que se dedica a la medicina, debe dotarlo de una mente adiestrada por su oficio. El internista que asiste a una cena distingue manchas en la piel de los comensales, la 44

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falta de firmeza en el pulso, una extraña coloración en lo blanco del ojo, la preocupante forma de un lunar, signos que para el resto de los comensales pueden pasar inadvertidos. Al ver un árbol, un carpintero intuye una mesa. El médico tiene el privilegio, por momentos agobiante, de encontrar algo más en las personas que frecuenta, su posible historia clínica. La mirada literaria busca una aproximación similar. El mórbido acercamiento a los demás puede producir declaraciones de amor que sean un parte médico. En un hospital para tuberculosos, el sedante cautiverio de La montaña mágica, el alemán Hans Castorp se le declara a la rusa Claudia en francés para mitigar los nervios de hablar en su propio idioma. De modo significativo, esta lengua lo lleva a una cercanía anatómica: Castorp habla de la oxidación de la comida en el intestino y el trabajo triunfal de las glándulas sebáceas en el cuerpo idolatrado. El protagonista de Thomas Mann adora lo que nunca podrá ver en su amada, su confuso interior. Esto recuerda el “Soneto a tus vísceras”, de Baldomero Fernández Moreno, médico y poeta argentino de principios del siglo xx: Harto ya de alabar tu piel dorada Tus externas y muchas perfecciones Canto al jardín azul de tus pulmones Y a tu tráquea elegante y anillada. Canto a tu masa intestinal rosada, Al bazo, al páncreas, a los epiplones, Al doble filtro gris de tus riñones Y a tu matriz, profunda y renovada. Canto al tuétano dulce de tus huesos, 45

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A la linfa que embebe tus tejidos, Al acre olor orgánico que exhalas. Quiero gastar tus vísceras a besos, Vivir dentro de ti con mis sentidos… Yo soy un sapo negro con dos alas.

En la novela Lolita, Humbert Humbert comparte esta insaciable sed de interioridad. Asesino enamorado de una nínfula de doce años, Humbert lamenta no poder gozar de los encantos subcutáneos de su amada: “Mi único reparo contra la naturaleza era que no podía volver del revés a Lolita y aplicar mis labios voraces a su corazón desconocido, a su hígado nacarado, a las esponjas de sus pulmones, a sus graciosos riñones gemelos”. Como es de suponerse, no todos los amantes literarios comparten tal fervor de bisturí; a algunos les basta un pequeño rasgo físico para definir a su objeto del deseo. Este detalle suele ser una dolencia, un diente desviado, una cicatriz inconfundible: las carencias individualizan. Cuando la fisura atañe a la persona amada, adquiere otro valor. Una escena de Muerte en Venecia ilustra la forma en que una deficiencia pone a prueba y refuerza el deseo. Aschenbach coincide con su idolatrado Tadzio en un elevador. Hasta ese momento, la belleza del muchacho desconcierta al protagonista. Escritor en el ocaso de su vida, Aschenbach no había sentido ninguna veleidad homosexual. De pronto, se obsesiona con un chico que representa la fuerza de la vida y la naturaleza, y quizá también la genuina tendencia sexual que él reprimió hasta entonces. En el espacio enclaustrado del elevador, siente la tensión de estar a solas y en proximidad con el muchacho y por primera vez observa de cerca su sonrisa: los dientes del ángel “no son del todo impecables”. Esto no disminuye su fascinación; le da otro sesgo: la sonrisa turbia de Tadzio lo vuelve próximo, vulnerable; deja de ser un absoluto, el tiránico emblema de la perfección. En el ascensor, desciende hacia Aschenbach, quien, muy a la manera de Mann, vive entregado a un “heroísmo de la debilidad”. “En cuanto se padece un defecto, se tiene una opinión propia”, escribió Lichtenberg en el siglo xviii para oponerse a los fisiognómicos convencidos de que la belleza era un atributo moral y la fealdad inclinaba a cometer actos de villanía. 46

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Los malestares mitigan la soberbia humana. Por más sublime que sea, toda persona tiene un estómago sujeto a cólicos, empachos y retortijones. La sátira le debe mucho a la contradicción entre la mente y el cuerpo: alguien se cree estupendo, pero de pronto estornuda y suelta un moco. Esto lo humaniza en forma cómica. La literatura evita a los medallistas olímpicos y se concentra en los incapaces. Los mejores relatos sobre el deporte se desprenden de una lesión, una apuesta arreglada, un fracaso posible. Los campeones que baten récords y anuncian desodorante no producen buenas tramas. Álvaro Mutis brinda un compendio de la devastación corporal en Reseña de los Hospitales de Ultramar. Ahí, las debilidades físicas se transforman en principio poético: “Una gran hambre que aplaca la fiebre y la esconde en la dulce cera de los ganglios... La desaparición de los pies como última consecuencia de su vegetal mutación en desobediente materia tranquilla... Un apetito fácil por ciertos dulces de maicena teñida de rosa que evocan la palabra Marianao... La división del sueño entre la vida del colegio y ciertas frescas sepulturas”. Los impedimentos físicos y mentales registrados por la literatura dan para llenar varias bibliotecas. Menos estudiada es la paradoja médica que podríamos llamar “exceso de salud”. El neurólogo Oliver Sacks observó que ciertas disfunciones comienzan con una sospechosa sensación de bienestar. La salud sólo se percibe cuando falta; desde el punto de vista psicológico tiene un contenido neutro, es un componente invisible, que no puede ser medido ni razonado. Por ello, cuando se presenta como un sobrante y un personaje cobra conciencia del magnífico estado de su cuerpo, el desastre se avecina. Algunas de las escenas más logradas de la literatura dependen de ese contraste. Si una víctima de Kafka se siente bien, llega una orden de captura; si un héroe de Dostoyevski alcanza un éxtasis extremo, se insinúa un ataque de epilepsia. La literatura que se ocupa del cuerpo indaga el acabamiento, pero también lo transforma en un proceso liberador. En su relato “El inmortal”, Borges hace que su protagonista, harto de la reiteración que implica la vida eterna, busque un remedio que lo devuelva a la efímera condición de quienes padecen el olvido y la muerte, y, por lo tanto, atesoran la milagrosa fugacidad de la existencia. Por su parte, en “El cazador Gracchus”, Kafka se ocupa de un 47

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hombre que vive para matar presas. En una excursión, cae en una zanja y queda atrapado entre la vida y la muerte, un punitivo compás de espera, un infierno sin término donde la aniquilación representa un alivio. La aceptación de la muerte entraña diversos dilemas éticos, de ahí que uno de los más hábiles médicos escritores del siglo xx, Ernst Weiss, haya situado el tema en el centro de su doble vocación. Para Weiss, el médico debe sanar o, dado el caso, acompañar al paciente en el tránsito final. Nacido en el seno de una familia judía, Weiss es conocido en la literatura alemana por su novela póstuma, El testigo ocular, que trata del médico de Hitler. Fue admirado por Kafka, Mann y Zweig; a fines de los años treinta encontró refugio en Francia y se suicidó el día en que las tropas nazis entraron a París. Uno de sus mejores relatos lleva el emblemático título de “El médico” y trata del doble destino de un médico residente. El cuento comienza una mañana en que el joven estudiante se hace cargo de la anestesia en una operación, está a punto de perder al paciente y lucha con denuedo para salvarlo. En esa misma jornada acompaña a su maestro a un manicomio y conoce a un enfermo torturado por toda clase de lacras físicas y mentales. En forma oblicua, el paciente pide al joven médico que lo libere de su cárcel corporal. El hombre que horas antes luchó para salvar una vida, ayuda a morir a un paciente terminal. Weiss plantea el dilema de la eutanasia y alude al compromiso de la medicina ante la vida y la muerte. ¿Qué ocurre cuando la enfermedad se apodera de toda una comunidad? La peste, de Albert Camus, y Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, son alegorías sobre las facultades que aparecen cuando un mal suspende la costumbre. Asediadas por la epidemia, las personas descubren formas inauditas de relación. Gracias a la catástrofe, adquieren la repentina oportunidad de entenderse al margen de su rutina y asumen atributos bárbaros o sutiles que requerían de una sacudida mayúscula para aflorar. Para Camus y Saramago, la norma, que a veces llamamos “tradición” y a veces “Historia”, es un padecimiento sordo, una anestesia de la que sólo se despierta con una dramática y regeneradora enfermedad colectiva. Es raro que un paciente se resista a hablar de sus dolencias. En Masa y poder, Elias Canetti estudia los delirios compensatorios de los mutilados. Las amputaciones reclaman una prótesis que a veces asume la forma del discurso. 48

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Narramos porque nos quitaron algo, porque escupimos sangre y tosemos y no soportamos nuestra piel. Los irregulares, los lunáticos, los vulnerables tienen tendencia literaria. Un título de Gesualdo Bufalino resume este impulso: Perorata del apestado. La retórica desbocada es un efecto secundario de la enfermedad. Reverso degradado de La montaña mágica, la novela de Bufalino se ubica en un sanatorio para tuberculosos que no es un magno hotel de la inteligencia sino un recinto del dolor, la supuración, las ideas oblicuas. Los pulmones inermes son el peaje que los personajes pagan para discurrir sin ataduras. Si la enfermedad despierta una poderosa retórica, la lectura es una benévola forma del contagio. Como en la homeopatía, sanamos con dosis de la infección. Uno de los enfermos más célebres de la dramaturgia, Molière, padeció males rigurosamente inventados hasta que un médico lo distrajo de sí mismo. No son otros los remedios que ofrece la literatura. El placer del texto proviene del dolor trascendido. Su cambiante espejo refleja síntomas para enfermedades aún no clasificadas y transmite la imaginativa salud de los enfermos. expediente personal

Un accidente me permitió comprobar que los trenes perjudican la vista. Todo empezó en 1979, en la estación Atocha de Madrid. Mi equipaje pesaba demasiado y en esa época precaria, anterior a las maletas con ruedas, la solución consistía en comprar un carrito que sujetaba el equipaje con tensores. El aparato se llamaba “pulpo” y no resultaba fácil dominar sus tentáculos. Uno de ellos se zafó cuando trataba de sujetarlo y me dio un latigazo en el ojo. Como un boxeador en su asalto fatal, sentí que se apagaba la luz. Subí tuerto al tren, en espera de que alguna reacción interior de mi organismo me devolviera la vista. No fue así. Las tierras de Castilla, Aragón y Cataluña pasaron por la ventanilla sin que yo pudiera registrarlas. El accidente se convirtió en rumor en el vagón y varios pasajeros me recomendaron ir a la Clínica Barraquer de Barcelona. Explicaron que se trataba de un hospital que operaba gratis ojos de alto interés médico y donde los jeques árabes pagaban fortunas para curarse sus conjuntivitis. Me sorprendió la fama de 49

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una institución tan especializada y sentí el pálpito de la oportunidad, como si encontrara un billete en el camino a Las Vegas. Ya que me había lastimado un ojo, era una fortuna que me dirigiera a la ciudad del eminente Barraquer. Un dato me convenció de la celebridad del establecimiento: a nadie le pareció necesario darme la dirección (“todos los taxistas la conocen”, fue la unánime respuesta). En efecto, llegué al sitio sin otra referencia que su nombre. A partir de ese momento, se sucedieron los asombros. En la entrada encontré un jeroglífico egipcio, el ojo de Osiris. El vestíbulo estaba decorado con los signos del zodiaco. En vez de los muros blancos comunes a los hospitales, enfrenté planchas de mármol negro y pisos ajedrezados. Los pasillos conducían a escaleras helicoidales. Una casa de los signos. El doctor Barraquer era un explorador de la visión en el doble sentido de la palabra, el óptico y el trascendente. Una de sus frases más expresivas se refería a la pintura y al hecho de que el artista no se limita a usar colores sino a descubrir en ellos su intuición. En la primera mitad del siglo xx, Barraquer legó novedosas técnicas (entre ellas la extracción de catarata que le inspiró un bicho en un acuario); creó un hospital que sirvió de universidad a varias generaciones de médicos y promovió la oftalmología como una delicada misión que parecía custodiar no sólo los ojos sino las cosas que entraban por ellos. Las visitas a la Clínica me sugirieron un cuento: “La vista de Suárez”. Siempre había querido escribir sobre médicos. Me cautiva el espacio cerrado de un hospital, esa ciudad dentro de la ciudad, sometida a otra lógica, y estoy convencido de que la literatura, exploración del cuerpo y de lo que lleva dentro, es una forma tímida de la medicina. Además, estuve a punto de estudiar esa carrera. Mi mejor amigo en la preparatoria, Xavier Cara, también dudaba entre ser médico o escritor. Recuerdo las largas caminatas al salir del Colegio Madrid en las que repasábamos las ventajas y desventajas de nuestras posibles vocaciones. Admirábamos a Chéjov, que había conciliado ambos oficios, pero sabíamos que en los tiempos actuales eso era más difícil. Mi abuelo paterno había sido médico en Barcelona y mi padre estudió Medicina, aunque luego se dedicó a la Filosofía. Sus anécdotas de la antigua Facultad de Medicina, ubicada en el palacio de la Inquisición en la Plaza de Santo Domingo (que Fernando del Paso recreó en su originalísima novela médica, Palinuro de México), me impulsaban a seguir esa carrera. Sin em50

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bargo, algo me detuvo. Quizá me acobardé ante los rigores de esa disciplina (el médico madruga y el escritor se despierta a cualquier hora, al menos hasta que tiene hijos) o quizá temí seguir en exceso las huellas de mi padre. Lo cierto es que Xavier optó por la medicina y yo por la literatura. Volveré a este amigo en un momento. El relato “La vista de Suárez”, intuido luego de mi visita a la Clínica Barraquer, trataba de un oftalmólogo que se está quedando ciego pero ha logrado que sus discípulos sean una extensión de su vista; “ve” a través de los alumnos que ha formado; se sirve de ellos como de una mirada externa. Explorar la pedagogía como una prolongación del cuerpo es un tema bastante abstracto y fui incapaz de concluir ese relato. Ocho años después, en 1987, volví a tomar un tren de Madrid a Barcelona. Algo me entró en el ojo, provocando un molesto lagrimeo. En aquella época no usaba lentes, mi relación con la oftalmología se limitaba a lo que me pasaba en los trenes. Sentí que la coincidencia era una sugerente deliberación del azar: las superticiones y la paranoia son aliadas del que inventa historias. De nuevo fui de la estación a la Clínica Barraquer, donde conservaban mi expediente clínico y donde me extrajeron una partícula que parecía de metal. La segunda visita tuvo un curioso efecto retrospectivo. Recordé mi primera estancia y el deslumbrante contacto incial se presentó como un estímulo para provocar el regreso y entender de otro modo el laberinto. Vi los símbolos en las paredes, no como el pretexto para un cuento, sino como los subrayados de algo mucho más extenso, una novela aún por escribirse. Un hijo de Barraquer había abierto una clínica en Colombia. Pensé en la posibilidad de que un discípulo suyo creara una réplica en México. En vez del ojo de Osiris, colocaría en la entrada el espejo humeante de Tezcatlipoca. El hospital comenzó a traducirse en otro. El resultado fue El disparo de argón, publicada en 1991, doce años después del accidente que le sirvió de motivación inicial. Para soldar una retina, los oftalmólogos utilizan un rayo láser alimentado de un gas noble, el argón. Me pareció sugerente que una novela sobre la vista llevara como título El disparo de argón, un tiro a la mirada. La literatura permite inventar destinos compensatorios y llevar men51

juan villoro

talmente la vida de nuestros personajes. Al escribir sobre un hospital, con un narrador en primera persona que es médico, pensé con frecuencia en Xavier Cara, mi amigo de la preparatoria. La publicación de la novela me llevó a buscarlo. Entonces supe que había muerto seis años antes, durante el terremoto de 1985, mientras hacía guardia en la sección de Ginecología del Hospital General. Construimos una trayectoria no sólo con lo que hacemos sino con lo que dejamos de hacer. Soy la persona que estuvo a punto de estudiar la misma carrera que su mejor amigo y acaso pudo correr su suerte. Tal vez por el deseo de reparar la pérdida de una vida, se acrecentó mi admiración por el mundo de los médicos, al que aún debería pertenecer Xavier. El cuerpo es un sistema de alarma, pero sus reacciones no siempre son inmediatas. Ciertas cosas requieren de tiempo para revelar su significado. Gracias al doctor Mauricio Maqueo, que me permitió asistir a operaciones en el Hospital de la Ceguera, aceptó que lo sometiera a un vasto interrogatorio y leyó con paciencia el manuscrito, pude escribir una novela sobre la vista en la época en que no usaba anteojos y sólo podía llegar al tema por accidente. Di por cerrado ese capítulo, regresé varias veces a Barcelona (en coche o en avión, nunca en tren) y viví tres años en la ciudad condal sin visitar la Clínica. En 2006, el azar (“ese fantasma sincronizador”, como decía Nabokov) me hizo tomar un tren de Madrid a Barcelona. Hice escala de una noche en Zaragoza. A la mañana siguiente me vi al espejo. Mi ojo derecho era una esfera de sangre. Como en las otras dos veces, fui de la estación a la Clínica Barraquer. Me dijeron que tenía un cardenal provocado por algún esfuerzo. ¿Había hecho algo especial? El derrame ocurrió mientras dormía, de modo que la desmesura sólo podía venir del sueño. La diferencia entre la señal y la coincidencia es que la primera transmite un mensaje. En 1987 entendí que el accidente de 1979 era una señal. ¿Qué representa el ojo ensangrentado de 2006? En ninguna otra ruta he tenido experiencias similares. ¿Es el anuncio de otra historia o el castigo por haberla contado? ¿Podré recordar el sueño que derramó sangre en mi ojo? Lo único cierto es que hay una ruta en la que debo pagar un peaje con la mirada. Los trenes y los ojos son instrumentos para alcanzar la lejanía. Viajero 52

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taciturno, el cuerpo se resiente ante lo que se alcanza a toda prisa, como si dijera “falto yo”. Supongo que cada quien dispone de una meta a la que llega dos veces: primero con el cuerpo lastimado y luego con el remedio lento de lo que se convierte en una historia. ¿Cuál es el último contacto de una persona con la medicina? Antes de renovar la novela, el escritor inglés J. G. Ballard siguió la ruta de Galeno. En 1949 entró como estudiante al anfiteatro de cirugía de la Universidad de Cambridge y supo que los cadáveres que tenían a sus disposición provenían de dos tipos de personas: habían sido delincuentes o médicos. En los duros años de posguerra, los profesores solían legar su organismo como última forma de la enseñanza. Ballard escribió dos veces acerca de de esa etapa de su vida. En su novela La bondad de las mujeres cuenta que llegó a admirar en tal forma el cadáver de una doctora que su novia sintió celos de ella. En su autobiografía, Milagros de la vida, refiere el hecho con mayor sobriedad, concentrándose en la generosa decisión de los médicos de legar sus cuerpos en tiempos tan austeros. En ambos casos, transmite el estremecedor y entrañable asombro de saber que los maestros se han convertido en objeto de estudio. No es casual que Ballard concluyera su autobiografía con un elogio al oncólogo que atendió su cáncer de huesos. En 2006, el doctor Jonathan Waxman se hizo cargo de él; con toda claridad, le advirtió que el fin estaba cerca, pero lo animó a llevar el mejor tipo de vida posible y lo animó a que escribiera su autobiografía. Nada mejor para un novelista que un médico que da consejos literarios. Las últimas líneas que escribió Ballard fueron: “Jonathan es un hombre de elevada inteligencia, considerado y siempre amable, y posee la rara habilidad de ver el desarrollo de la enfermedad desde el punto de vista del paciente. Estoy muy agradecido de pasar mis últimos días bajo el cuidado de un médico decidido, sabio y afectuoso”. Incluso el acabamiento admite mejorías. Los escritores vivimos obsesionados por el desenlace de las historias. No encuentro otro superior para una vida que el descrito por Ballard. El destino ama las coincidencias: es posible que el buen doctor que me acompañe en mi tránsito final sea uno de ustedes. Desde ahora, le doy las gracias. 53

Cinco poemas M iguel A guilar C arrillo inmortalidad

…son palabras de Eloísa, más él cedió a las leyes, la tomó por esposa… Octavio Paz …serán ceniza, mas tendrá sentido, polvo serán, mas polvo enamorado. Francisco de Quevedo

Cuando acabe la vida en el planeta (el ozono pertinaz, el monóxido de carbono que envenena las almas y los cuerpos la escasez del oxígeno la savia melancólica la clorofila que no puede con el CO2 que se acumula en nubes grises) allí estarán los huesos o cenizas | el fósforo y el calcio de Abelardo y Eloísa

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composición escolar

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las moscas

¿Qué pensarán las moscas cuando miran un rostro humano? He aquí un problema sin solución Nadie en su sano juicio pensará en el pensamiento de las moscas Sin embargo nada sabemos La mosca observa | Frota el par delantero de sus patas Con su trompa retráctil indaga los sabores de la migaja sin dejar de mirar la mano que trata de matarla Y vuela libre en el aire libre de la conversación Los biólogos aclararán que la mosca no razona La mosca es porque sí aunque no es bella como la rosa: la mosca sucede (me lo dijo Turner en un sueño) y conoce el vuelo y escapar del golpe La pregunta es evidente: mosca, trompa retráctil, patas frotadas, vuelo Nunca sabremos si piensan, pero vuelan y escapan ¿Miran y eligen frente a la mano asesina? Las moscas se alimentan y limpian con cuidado sus patas | Quizá sería favorable enseñarle a los niños las virtudes de las moscas y de cómo huyen de la mano sin pensar 55

Imaginémonos | (¿Imagina la mosca?) | Imaginémoslo con lógica, escatología en su sentido recto, sin alcohol Mirada-mano alzada-peligro-vuelo Si fuéramos hermanos de la mosca o parientes simplemente | (por aquello de Darwin) escaparíamos del lugar encadenado y volaríamos para volver al sitio y elevarnos de nuevo ante la mano absurda que evita oler la fruta, palpar la piel, oír el murmullo de la brisa estar con la mujer y que pase una nube con su clara sombra que aliente la caricia y poder volar si una mano artera se avecina

música contemporánea

El ruido es una oruga que trabaja en la destrucción de las hojas El ruido es tinieblas, abismo que toca con sus dedos las membranas profundas para lamer con su seso hueco | lo protegido desde el tiempo de mañana El ruido es la traza que opaca los orígenes del silencio entre las sílabas de la palabra originaria 56

No hay granos germinando para la flor después No hay polen que circule por las venas del aire El ruido desconecta las vías del cuerpo por el camino del camino sin ayes ni sollozos El ruido cascabel del gato de la bruja aquella de los juegos primeros que se esconden lejos del poder de las manos

el viudo

La tabla giratoria al centro de la mesa del comedor Mantiene sobre la superficie los enceres propios para el alimento diario | La sal el parmesano, los cristales del azúcar tendenciosa, las servilletas aptas y otras vituallas más El comensal solitario frente a ellas espera el espagueti y el cocido | Las noticias muestran los dolores del día No del Juicio Final | del juicio diario de los otros nosotros | Sabe que nada cambia (acaso la tecnología) Perverso el mundo y la esperanza sorda y la cueva ancestral de Altamira 57

recuerda lo que fuimos somos y seremos El asado el tenedor y el hambre anuncian que otras horas llegarán para el martirio de la inmortalidad de estos momentos Un cigarro lentamente se consume y es ceniza El humo purifica la estancia sin conocer los pulmones de los comensales idos antes | La vela encendida para las celebraciones deja el pabilo sin luz | Sólo un pedazo de cáñamo y cera para el desecho

cena

Si el ejemplo del calamar debe tomarse en cuenta Cuenta regresiva desde que oculto está en la arena hasta que succiona a la presa | El calamar habita aguas saladas y es un manjar si la tarjeta está habilitada para complacer a la mujer amada | El baile es requerido lo demás sin que el molusco se oculte para el ataque sea previsible y la biología no importe a nadie 58

En el baile se acaricia la cintura y un beso y los brazos y las manos y no se discute El calamar es el ejemplo | Tentáculos atrapan a la presa | Si el baile continúa ya no hay presa hay un más que puede ser predecible | ser decible y en la palabra del origen de los tiempos –tal vez– sea perdurable El calamar al ajillo predijo lo demás

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Atlante-Necaxa* H éctor M anjarrez I

Su vida a los quince años es como un sueño, extraña, incomprensible, estúpida, y la maneja algún alguien que desde luego no es él. Sea él quien sea él. Se despierta y ya lo están regañando o ya llegó tarde para el tranvía o ya está en clase sin entender jota de lo que dice el profesor o en medio de una corretiza por las escaleras y el patio persiguiendo o siendo perseguido por alguien o en la enfermería con un golpazo en la cabeza. O está en la banca vestido con su uniforme de básquet y el entrenador Lope como siempre silba y silba por lo bajo “La cucaracha” y nunca le habla ni lo mira y sólo lo mete dos minutos para que descanse Armando que es buenísimo armando el juego: “Pero no tires a la canasta, sólo pásale la bola a tus compañeros. Y no se te ocurra faulear a nadie”. Una tarde se harta de todo y se fuga con una maleta con ropa y cómics y sus discos de 45 rpm, Pérez Prado, Duane Eddy, Elvis, Gene Vincent, Chavela Vargas, los Locos del Ritmo. Toca a la puerta de Álvaro, que lo mira con compasión: “No, a mí no me metas en problemas, mano. Por qué no vas a casa de Arturo, quizá te aloje una o dos noches”. Nadie lo entiende y él, lo que es peor, no entiende a nadie. La gente nunca reacciona como él esperaba. Está seguro de no ser un idiota, pero no de no comportarse como uno. La vida es como un sueño, no necesariamente una pesadilla, pero todo el tiempo Alejandro malentiende lo que los otros dicen. “¿O lo haces por fastidiar, por *

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Del libro Los niños están locos, de inminente aparición en Ediciones Era.

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chingar? Porque eso es precisamente lo que consigues.” No, no lo hace por molestar. No le gusta molestar a nadie o casi nadie. Pero muchas veces hace lo contrario de lo que le piden o le ordenan. “¿Por qué fauleaste al 4? Ahora van a tener dos tiros de la línea gratis, pendejo.” Y el entrenador nunca insulta a nadie, Dios se lo tiene prohibido. Alejandro no sabe qué le hace hacer las cosas como las hace. Por otro lado, ni siquiera responde; no discute o miente: “Usted siempre ha dicho que hay que faulear para conservar la ventaja al final” o “Claramente me pediste que te comprara tres cajetillas de cerillos y no de cigarros”. Se queda callado como si no le importara. No defiende su conducta. No la entiende él mismo. Se ha venido haciendo fatalista. A ojos de los otros es cada vez más estúpido o malvado, lo sabe. Alguien, que es él mismo, se apodera casi completamente de él. Alejandro quisiera ser un héroe, pero sospecha que su madera quizá es de mártir. Crucifíquenme, hipócritas, lameculos, hijos de la chingada. II

Se ven el domingo en las Rejas de Chapultepec del lado de Tacubaya para irse a pie a la llamada Ciudad de los Deportes. Según la radio, “todo el mundo está pendiente como una araña de las dos moscas, el esperado duelo entre el Atlante y el Necaxa, los dos equipos de mayor raigambre popular”. O vas al estadio u oyes la transmisión por radio. Arnulfo, Agustín y Alejandro van a pata, casi sin hablarse porque apenas se conocen y para no quedarse sin aire. La mañana es límpida y fresca, 61

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pero ya se adivina el seco calorón que se vendrá encima de los jugadores y de toda la ciudad. Los tres están ilusionados y sienten que la gente que va y viene de misa o de hacer ejercicio se les queda mirando –a veces eres invisible y otras veces se te quedan viendo–: “Mira, esos tres muchachos seguro que van al partido entre el equipo del pueblo y el de los electricistas”. La gente acude en transporte o caminando, la gente se junta y se emociona de entrar en el gran templo de concreto armado. Casi todos bromean y chacotean mientras el tiempo pasa con pachorra. Los tres muchachos tienen boleto –un tío de Arnulfo trabaja en el coso mismo, Alejandro no pregunta en qué–, pero una vez que los ocupan no dejan sus asientos ni para mear, que para eso ya orinaron llegando. No charlan de nada en particular, pero se imbuyen del espíritu del edificio y miran y escuchan a la gente que poco a poco se va convirtiendo en multitud. Cuanto más público, más ruido; cuanto más ruido, más emoción. ¡Los gritos del estadio! Las porras rimadas de este o aquel grupo, los pregones de los vendedores de cervezas, de tortas, de jotdogs. La piel se les pone chinita a los chavos, los corazones les brincan. Alejandro no le va a ninguno de los dos equipos –prefiere al Marte o a los canarios del América–, pero en todo caso siente que se inclina por el Necaxa, por el uniforme a rayas blancas y rojas y la leyenda de los Once Hermanos (aunque no la recuerda). Mas el tiempo va lento... Cuando los muchachos están a punto de perder el entusiasmo y el sol los achicharra y alela, el partido comienza, pero es sólo una brega interminable sin llegada a los arcos. A la media hora, los adultos compran y compran cerveza e insultan a sus propios jugadores y se agarran los testículos con rabia y mientan madres. Bajo el sol de mediodía, los ídolos de la gente corren, luchan, se empujan, se traban, se gritan, se patean, se encabronan, se reclaman, se escupen, se jalan la camiseta, se clavan los codos, se asestan las rodillas, pero todo en balde. En el medio tiempo, el público rumia su disgusto y arroja meados y cerveza a los de los asientos de abajo, entre otros a Alejandro y sus amigos. La gente no pagó para ver a dos arqueros lucir planchados y limpiecitos y a veinte inútiles que no atinan ni a tirar a gol a cualquiera de las porterías. El público está de mal genio. Botellas, canicas, guijarros, llaves inservibles, pequeños cohetes y otros objetos empiezan a caer en la cancha. 62

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–Se le ruega al respetable público que no arroje objetos a la cancha… La persona que sea sorprendida aventando cualquier cosa será consignada… El partido se suspenderá todo el tiempo que sea necesario si se siguen arrojando artículos a la cancha… Los agentes de policía tienen órdenes de arrestar a cualquier persona que vulnere la ley… El Respetable se apacigua y se pone a silbar o a hacer chistes sobre si vulnerar la ley es lo mismo que violarla, cabrón. ¿Cuál es la puta diferencia? Los veinte futbolistas siguen en su atlético empeño por ser héroes dominicales. ¿Quería la gente espectáculo? Ya lo tienen: Arnulfo, Agustín y Alejandro se han encaramado en la reja que separa a la plebe de los gladiadores. ¡Allí están, los tres adolescentes, con sus sonrisas satisfechas y nerviosas de aprendices de exhibicionistas, colgados de la alambrada más bien inestable! Quienes alcanzan a verlos los animan incondicionalmente: “¡Sáltense, chamacos!” Quienes no los ven se dividen entre quienes guardan silencio y quienes sólo gritan por gritar: “¡Sáltense, sáltense!” Alejandro, que desde luego no ha bebido una gota de cerveza, está embriagado y los gritos lo vuelven loco de una especie de felicidad. Ágil como siempre ha sido, se columpia, sube, baja, diestro como chimpancé –sólo le falta el jacquet y el sombrero de copa y la camisa almidonada– y el estadio se ríe, el estadio aplaude, el estadio ulula, ¡el estadio ruge! ¿A quién le importan los pobres diablos que persiguen el balón de cuero oscuro como chuchos a una perra en celo? Arnulfo y Agustín tienen muchas dificultades para agarrarse bien del alambre que se les encona en los dedos. “¡Brínquense!”, les grita Alejandro, que contiene como puede el vaivén del alambre y los anima o más bien conmina con la mirada. –¡Brínquensen! –ordena una parte del estadio. Brinca Arnulfo, y luego Agustín, con tan mala pata que se tuerce el pie izquierdo y se queda tirado como un animal. Alejandro en cambio amortigua el impacto rodando por el pasto entre algunos vítores. ¿Por qué no siempre le salen las cosas tan bien? Se pone a saltar con los brazos en alto, ¡mírenme!, pero salvo unos pocos, el estadio no le celebra su monada: el hábil extremo izquierdo atlantista ha eludido a dos defensas y le ha filtrado la bola al zambo interior derecho que se lo cede al centro delantero, que… 63

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Alejandro y Arnulfo, solitarios a ras de cancha, no distinguen el motivo del cambio de clima en la contienda. Agustín aún menos, tendido como está y llorando de rabia y dolor. Para empeorar las cosas, el abanderado –un flaco de ojos saltones– le grita a Agustín que se levante y no estorbe, que se levante de inmediato y no esté estorbando, que se levante con una chingada. Entonces la desgracia golpea: uno de los jugadores más caballerosos del futbol nacional, indignado por una decisión absurda del árbitro, patea con furia la pelota, que tras rebotar en el cimiento de la alambrada golpea a Agustín en el parietal izquierdo. Como el chavo estaba inmóvil, casi nadie se da cuenta del impacto seco como de palo que lo priva de conciencia. Los periodistas al día siguiente no dirán palabra. ¡El Atlante avanza peligrosamente! El Necaxa, no sin dignidad, capotea la tempestad. El Respetable se emociona con la posibilidad de gol. Arnulfo trota para un lado, Alejandro para el otro. Parecen muñequitos mecánicos en un tablero muy grande. La gente les ha gritado que varios polis vienen a agarrarlos y Arnulfo se pone a correr como ternero asustado, sin saber que se precipita hacia los azules que vienen por detrás de la portería del Necaxa; tiene el rostro descompuesto, le angustia comprometer al hermano de su papá, no sabe por qué ha hecho lo que ha hecho. Alejandro se detiene, se da cuenta de que no tiene el menor sentido lo que hace, cae presa de su fatalismo; y se regresa al trote con Agustín, un chavo irónico y tímido por quien siente una especie de ternura que ahora expresa al gritarle en el oído sordo. –Agustín, Agustín, ¿me oyes? El balón corre por la otra banda conducido por un jugador hábil que avanza quebrando cinturas necaxistas hasta que se frena de improviso, boquiabriendo al público, y patea un centro que hace un extraño, “como si el dios Ehécatl del viento quisiera ayudar a los atlantistas”, escribirá un periodista, y se dirige a la portería electricista. Alertado por el silencio de la Bestia del estadio, Alejandro levanta la mirada llorosa del cuerpo postrado de Agustín. Al mismo tiempo, Arnulfo es objeto de la mofa del alebrestado estadio, él y los dos policías que lo persiguen mientras la bola alterada por el viento se dirige al poste izquierdo del arco, donde rebota, como con mala fe, para abajo y recto al pie derecho de un atlantista que no la empuja propiamente 64

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pero sí la rebota o más bien repele hacia la red de los heroicos representantes del sindicalismo y la industria eléctrica nacionalizada. ¡Que viva la Patria y los sindicatos que la fortalecen!; sí, pero el gol se acredita a los atlantistas, al Equipo del Pueblo, como les dicen. Más de la mitad del estadio grita y chifla como si hubieran reconquistado Texas. Arnulfo se queda pasmado como un fantasma a pleno sol y luego se pone a dar de brincos de alborozo. Los dos azules lo prenden ya inerme, lo zarandean y se lo llevan jaloneado sin que ofrezca resistencia, entre las carcajadas de la Bestia, que ha dejado por fin de quejarse. Alejandro, presa de pánico, ahora trata de volver a las gradas por algún boquete en el alambrado, aprovechando la euforia de los atlantistas. La Bestia se ríe. Antes de sacarlo de la cancha, los dos azules coscorronean y hasta patean a Arnulfo sin motivo aparente. Indignada o divertida, la Bestia grita: –¡cabrones! Al atestiguar la respiración boca a boca que dos enfermeros le aplican a Agustín, la Bestia también grita: –¡puuutos! Cuando tres atlantistas y dos polis por fin derriban a Alejandro, la Bestia festeja: –¡por payaso! La voz oficial del estadio perora, solemne y afectuosa: –Respetable público, solicitamos una sincera disculpa por la interrupción del partido, que se reanudará enseguida. Por su paciencia, muchas gracias. Alejandro y Agustín son expulsados de la grama y llevados a destinos distintos. Inconsciente, Agustín es evacuado a la enfermería en la planta baja. Sanguinolento, a Alejandro lo llevan a la estación de policía que se ubica en la parte más alta de las entrañas del edificio, al cabo de unas escaleras anchas, malolientes, húmedas, oscuras. Alejandro apenas si puede andar, porque uno de los atlantistas le hundió la rodilla en la boca del estómago. El azul principal, José, le va dando golpecitos dolorosos detrás de la rodilla cuando desfallece, como burro. –De qué se queja, pendejito, quién le dijo que se saltara el alambre 65

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pues. Le van a poner una multota en la estación. Van a tener que venir sus papases. –Y también le van a dar una buena catorriza. Aunque sea a mano limpia, duele harto –apostilla el otro gendarme, llamado Chuy. –Y de limpiar los escusados no se libra. –¡Y están bien jediondos! –redondea Chuy. –¡Qué suerte tuvo el que se desmayó del balonazo, porque no va a tener que limpiar la mierda! –Hay unos que dicen que ya está muerto. Quesque le dio un paro respiratorio o no sé qué chingaos. –¿A poco? –Pus eso dicen. ¡Que le dé a él el paro respiratorio! ¿No fue el de la idea de encaramarse en la alambrada? Cree que sí, no se acuerda. Eso sí, fue el que más se divirtió y después decidió que se saltaran… Pero pinche Agustín, qué manera tan ridícula de saltar, parecía niñita. Por eso se torció el pie, por brincar mal. Quién le manda. Yo qué culpa tengo de que sea un baboso... Yo tengo toda la culpa de todo lo que pasó. Al pobre güey de Arnulfo los polis le dieron una buena madriza… ¿Quién me manda venir con dos mensos que ni conozco casi? Sólo porque el tarado de Arnulfo conseguía los boletos gratis… Hasta eso, Arnulfo es buen tipo, espero que esté allá arriba en la estación de policía, si no voy a estar solo como pinacate. Y Agustín era o más bien es buen chavo…. ¿Cómo es que me suceden estas chingaderas? Ni siquiera me gusta tanto el pinche fut… Prefiero morirme, la verdad. Ni que fuera tan chingona la vida. –¡Muévete y deja de escupir sangre en las escaleras! ¡O vas a tener que venir a limpiarla después de la mierda de allá arriba, amiguito! –estalla Chuy. Alejandro no dice nada. –¡No te preocupes, niño! ¡Mira cómo se la sorben las ratas! –se ríe José, señalando cómo la lamen dos ratas grandes. ¡Las entrañas del estadio estallan con el aullido de la Bestia, decenas de miles de culos sentados se alzan de sus asientos de cemento para vociferar el más poderoso bramido que del pecho humano pueda surgir: ¡¡¡goooool!!! 66

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El eco en las entrañas es aterrador… La respetable Bestia aúlla de placer y de dicha. La escalinata de abajo no se sacude tanto como las gradas de arriba, pero sí retumba y después resuena como la capilla subterránea de alguna catedral. ¡goool!, dios mío, ¡gol! ¡El acontecimiento más importante del universo! Las ratas no se espantan, pero sí se interrumpen y aguardan. Chuy le da una coz a Alejandro en el muslo: –Por tu culpa no vimos el gol que acaban de meter. –Y no sabemos quién lo metió –glosa José. Los ecos intestinales del coso de cemento extrañamente se acallan de pronto. José le da un zape en la nuca al quinceañero cuando reinician el ascenso: –No sólo nos perdimos el gol, sino también la anulación y todo el consiguiente escandalito. Por tu culpa. Y tenemos que subir estos malditos escalones, por tu culpa. –Y si de casualidad te resbalas y te desnucas, vamos a tener que volver a bajar para buscar a los enfermeros –informa Chuy. Alejandro no dice nada. Sin duda José sabe de lo que habla y el gol ha debido anularse. Acá abajo se respira un silencio más que sepulcral. No hay ningún ruido o reverberación de los asientos, tampoco desde la boca de la escalinata a nivel de cancha. Allá arriba, donde culmina esta ascensión, hay luz. Dos fuentes de luz. Una que debe ser natural y que parece provenir de una puerta y una ventana. Y otra, a la izquierda, intermitente y más tenue y amarillenta. Alejandro supone que la segunda es la luz artificial de la estación de policía y que allí debe hallarse Arnulfo, con su pelo bien corto y sus zapatotes de pobre. A menos que ya lo hayan soltado y a Alejandro le toque enfrentar solo a los gendarmes y al agente del Ministerio Público. Y todo nomás por saltarse un puto alambrado de mierda. Para cuando llegan a la cima, el hedor a meados y mierda ya les ha producido arcadas a los tres. –¡Está peor que el domingo pasado! 67

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–¡Creo que voy a devolver todo el pozole! –exclama Chuy cerrando la boca y apretándose la nariz. Alejandro no se contiene y arroja los tacos de canasta que se zampó en el medio tiempo. –Vas a tener que venir a limpiar tu basca –señala José–. Hasta acá arriba no les gusta venir a las ratas. Cuando entran en el puesto de policía, la pestilencia disminuye, pero cada vez que alguien abre la puerta, la fetidez del baño de hombres que se cuela es como si proviniera de la letrina misma del Señor de las Inmundicias, Tlazoleotl. Por las sucias y quebradas ventanas, se oyen gritos: –¡Libertad a los presos! –¡Suéltenlos, hijos de la chingada! Se refieren a dieciocho o diecinueve tipos que están encerrados en dos alambradas como de zoológico con capacidad para quince a veinte arrestados cada una. Tres o cuatro o cinco están vendados. Todos están extrañamente quietos. Quizá se cansaron de insultarse mutuamente y de amenazar a los azules. O están muy briagos. Al ver a Alejandro, el sargento a cargo del puesto exclama con alegre sorna: –¡Así que este es el pendejo que convenció a los otros dos pendejos de saltarse a la cancha! El sargento Hernández Soto se aproxima, lo mira, le sonríe, le da una bofetada más sonora y humillante que dolorosa y le avisa: –¡Tus papás te van a sacar de tu secundaria y te van a meter al Ejército para que aprendas a obedecer las reglas! –¿Por qué me pega? –pregunta Alejandro. 68

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–Por pura pe-da-go-gía –explica el sargento con gusto–. ¡Que no es lo mismo que la peda de estos pendejos que ves aquí enjaulados! ¿Bebiste cerveza? ¿Quién te la dio? ¿Viniste con algún adulto que se pasó de copas, escuintle? –No, sólo vine con dos amigos. –¿Con éste? –el sargento señala a Arnulfo apocado en un rincón junto a unos casilleros color azul policía. –Con él y con otro que está en la enfermería. –El tal Agustín… –apunta el sargento. –Sí, señor. –¿Quieres hablar con un periodista? –No, ¿por qué? –¡Por si quisieras quejarte de alguna cosita! –No. –Arnulfo tampoco ha querido quejarse. Míralo, ahí está todo calladito. Pero si quisieras quejarte, este señor que está aquí mirando la nada es periodista y te puede tomar tu declaración, perdón, tu protesta –dice señalando a un hombre flaco con cara de gordo y bigote hirsuto y sombrero de fieltro sucio que fuma un cigarro sin filtro muy corto. El periodista no emite palabra y ni siquiera mira a Alejandro. –¡Pedralba! –grita de pronto el sargento, aburrido de Alejandro–, llévate a estos dos tarados a conocer los aromas femeninos. Para que sepan lo que les espera cuando se casen, si no son putos como parecen. –Sí, sargento –responde Chuy. El gendarme José parece haberse marchado. Afuera se oyen cada vez más voces cada vez más fuertes que exigen la liberación de los rijosos del medio tiempo. ¿Por qué no los multan y los sueltan? Pues porque el agente del mp se reportó enfermo y, también, porque insultaron gratuitamente al sargento Gamaliel Hernández Soto. El partido terminó hace un buen rato. Lo que queda aquí son las pasiones recalentadas de actores de tercer rango. Los arrestados se preguntan cuál será su paso siguiente, los polis están asustados y enchilados, el sargento ya ha hablado por teléfono y logrado que le aposten a una docena de granaderos en la larga y recta y estrecha escalera que sube a la estación de policía 69

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desde el exterior. El periodista con resaca de los night-clubs sabatinos diría que “el clima es bastante denso, aunque aún no ominoso”. –¡Suéltenlos, pinches policías cabrones! –¡Suelten a Mario, suelten a Mario, suelten a Mario! ¿Quién es Mario? Nuevos proyectiles rompen lo que queda de las ventanas o entran directamente hasta las jaulas, donde rebotan con un sonido desagradable hasta para los nervios de los que esperan ser rescatados. Pedralba, el gendarme que Alejandro conoce como Chuy, agarra a Arnulfo por el cuello de la camiseta de banlón y se lleva a los dos sin resistencia a la letrina de las Damas, que es más fétida que ningún lugar que ellos conozcan pero Purgatorio frente al Infierno de las eyecciones de los Caballeros. Arnu y Álex vomitan y vuelven a vomitar como si sus estómagos fueran incapaces de conservar siquiera los más minúsculos residuos. Cuando ya no les queda ni una sombra de alimento, cogen las cubetas y las jergas y las escobas y los cepillos cortos y largos y abren las dos llaves del agua de los lavabos y la del piso y se amarran bien fuerte la camiseta alrededor de la boca y la nariz. Como si ya lo hubieran hecho alguna vez. Luego de un buen rato de afanarse, Alejandro le pregunta a Arnulfo con la voz apagada por la camiseta: –¿No has podido comunicarte con tu tío? –Sí pude. Le mandé un recado con un vendedor de cheves. –¿Y? –Y subió hasta acá para decirle al pinche sargento que estaba avergonzado de lo que hice, ¿tú crees? –¿Y eso? ¿No es tu tío? –Sí, pero es un culero que no quiere perder su chamba –comenta Arnulfo con sarcasmo. Arnulfo y Alejandro no hablan de Agustín. Lo ahuyentan de sus pensamientos. Se esmeran en arrojar agua con las cubetas para que las longanizas de cagada sólidas y semisólidas y ya fragmentadas acaben yéndose por los intestinos de los escusados, cuyas gargantas ya han desatascado con palos rotos de escoba y cepillos. 70

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Y todo esto sin que nadie los supervise ni les grite ni los amenace. Los tiras han sabido hacer su labor de intimidación y amedrentamiento, por lo menos con los chavitos. Luego de mirar extrañamente satisfechos la faena realizada durante casi una hora, salen a la escalinata y Arnulfo enciende un Alas verde que comparten en silencio y con avidez. Hacia abajo, la larga y ancha y oscura y húmeda escalinata. Un poco hacia arriba, la ventana y la puerta por donde los deslumbra el sol y los inquietan o asustan o esperanzan los gritos que son cada vez más numerosos, poderosos, furiosos. –Oye, ¿tú sabes quién ganó el partido? –pregunta Alejandro. Arnulfo se queda sorprendido y niega con la cabeza. ¡Cuántas cosas no saben ellos que los adultos sí! Y los adultos que no saben todas esas cosas son como idiotas o como menores de edad. –¿Qué le habrá pasado a Agustín, Álex? –Se lo llevaron a la enfermería. –Tú fuiste el último en hablar con él. –No hablaba. Estaba noqueado. –¿Estaba vivo? –Yo creo que sí. –¿Tú crees que sí? –¡No sé! ¡Estaba calientito y parecía respirar! Guardan silencio. La fiesta acabó. La Bestia se fue. Ya sólo quedan los pendejos como ellos y los esbirros y los centenares de encabronados. –¡Suelten a Mario, suelten a Mario! Arnulfo y Alejandro en realidad no han acabado su tarea de lavado, pero se ponen la camiseta y deciden regresar a la estación. Los gritos cimbran con su eco este lado del estadio. –¡suéltenlos, suéltenlos, suéltenlos! La travesía por la mierda y los meados de las mujeres ha como envejecido o purificado a los dos adolescentes, que se sientan en la banca de los casilleros con actitud más de espectadores que de detenidos. Los polis no les preguntan nada, pero uno de ellos les grita a los adolescentes y los enjaulados: 71

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–¡Les vamos a partir su puta madre si esos cabrones de afuera tratan de entrar! El sargento los mira fijamente, pero piensa en otra cosa. Ha colgado el teléfono y se dirige a un personaje de unos treinta años que debe de ser Mario porque su cabeza enarbola un gorro colorido de estambre y sus labios están sonriendo y sus ojos son duros como los de un tira pero también vivaces. Mario ya no está enjaulado sino esposado y sentado en una silla bamboleante frente al escritorio de metal gris marca H. Steele del sargento. No dice ni sí ni no pero escucha lo que el jefe de los policías le propone para que todos salgan con bien de esta difícil situación. El jefe del destacamento de granaderos aparece dramáticamente en la puerta: –¡Tengo cuatro cabrones arrestados, sargento! ¿Se los traigo acá? –¡Ni se le ocurra! Amenácelos y suéltelos. No detenga a nadie, sólo repélalos. –¿Eh? –Que los rechace. Estoy en contacto con la comandancia. El granadero se marcha furioso y obediente como personaje de Kurosawa. Él mismo parece samurai. –¡Cómo me gustaría que los pandilleros esos les partieran la madre a estos polis cabrones! –murmura Arnulfo. Las dos decenas de enjaulados empiezan a gritar: –¡suéltennos, suéltennos, suéltennos! Atlantistas y necaxistas de pronto se han unido. –Ya, ¿a poco ahora se van a hacer amigos de los putos necaxistas? –se pregunta Arnulfo, indignado. III

El sargento Hernández Soto enciende un cigarro: ha terminado su conciliábulo con Mario, que se aproxima a bisbisear con la casi veintena de enjaulados. Alejandro y Arnulfo se miran de reojo. Chuy se rasca los güevos y también la cabeza y se sonríe. Un picaporte cromado de coche entra volando por la ventana sin vidrio. ¿Es un mensaje en clave que algunos sabrán entender? ¿Una pieza rota 72

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e inútil que se arroja con facilidad? Nadie lo recoge. Se queda tirado junto a los casilleros, brillante. Mario alza la voz tres o cuatro veces, pero no se entiende lo que dice aparte de algunos insultos y expresiones consabidas. Finalmente se aleja de las jaulas y anuncia: –Ya estuvo, sargento. Estamos de acuerdo. El sargento –con una sonrisa que no se sabe si es de satisfacción o de rabia– se yergue, se cala el kepí, coge un megáfono de un archivero de madera con sacapuntas empotrado y se sienta sobre su escritorio: –A ver, cabrones. Mario me ha dado su palabra de que va a tranquilizar a los alebrestaditos de allá afuera… –hace una pausa para ver si alguien se anima a protestar– y yo le he dado mi palabra de que los voy a dejar ir a todos ustedes a cambio. Es por el bien de la ciudá, no por el bien de ustedes, pero el hecho es que no les vamos a tomar huellas ni les vamos a sacar fotos y ustedes a cambio prometen, como caballeros que son –aquí se permite una pausa sonriente que delinea la raya de su bigotito–, irse en paz a sus hogares con sus santas mujeres o sus santas madrecitas. ¿De acuerdo? –De acuerdo –rezongan unos ocho o nueve. –Muy bien. Para facilitar las cosas, Mario va a salir al balcón con los lesionados y con ese chamaco baboso –señala a Alejandro– y con este megáfono va a explicar el acuerdo a los que están allá afuera. ¿Entendido? –Entendido –dicen cinco o seis. –¿Y él? –pregunta Alejandro señalando a Arnulfo. –De él se encarga su tío –contesta el sargento. Chuy y otros tres azules sacan a los vendados de la cara y los brazos. Alejandro se levanta. Arnulfo lo mira con reproche. –¿Quieres que le avise a tu familia? –pregunta el que se va. –Como si no me bastara con mi pinche tío. Mario se acomoda el gorro tejido y enciende y prueba y apaga el megáfono gris: no parece serle desconocido. Todos dan la sensación de actores aficionados que se preparan nerviosamente. El público, de hecho, ha vuelto a gritar y arrojar objetos. ¿De dónde sacan tantas piedras y cosas? –Primero Mario y yo –avisa el sargento, y sin más abre la puerta a la es73

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calinata y la pestilencia los envuelve y de inmediato abre también la puerta a la especie de balcón o descanso. Dejados en la zona hedionda, Alejandro y los demás se salen a empujoncitos con Mario y el sargento. El sargento se le queda mirando a la gente reunida hasta que la obliga a callarse por sí sola. Los granaderos se ponen en posición de firmes. Los camarógrafos de la tele y de los noticieros de cine colocan las cámaras en las posiciones más convenientes, en lo que cabe. Los gráficos hace rato que se ganaron una franja para sí. La pequeña muchedumbre –que es toda masculina– guarda un silencio expectante, al parecer sin violencia. –¡Atención! ¡A-ten-ción, todos! Voy a ser breve. Escuchen en silencio y con cuidado, para que luego no haya malentendidos –e hizo una pausa–… Los detenidos van a ser sol-ta-dos si, y solamente si, obedecen ustedes las instrucciones que siguen. Primero vamos a soltar, sí, sol-tar, a los lesionados y a un menor de edad. A continuación liberaremos, de dos en dos, a los demás detenidos, diecinueve en total. Depende por completo de que ustedes se apacigüen y dispersen que los vayamos soltando. Si ustedes tardan en calmarse y en irse, yo me tardo en soltarlos. En estos momentos ya vienen para acá dos camiones de granaderos que no dudarán en entrar en acción para dispersarlos o detenerlos si ustedes no deponen su actitud agresiva y aprovechan este signo de paz. No les hablo desde la debilidad, no se confundan; les hablo desde la razón. ¿Está claro? Algunos gritan: –¡Chinga a tu madre, cabrón! El sargento los ignora, hace una pausa y prosigue: –Todas y cada una de las personas detenidas por riña o agresión o ebriedad, encabezadas por el llamado Mario, han llegado a este acuerdo conmigo. Si ustedes no lo respetan, los detenidos se quedarán encerrados y ustedes, lo repito, serán dispersados o arrestados por los efectivos presentes y los refuerzos que no tardarán en llegar… Por mi parte es todo. Le cedo la palabra al llamado Mario. Calándose el vistoso gorro de estambre (penacho del amor de las mujeres), Mario coge con nervios el megáfono y jala a su lado a Alejandro, que se llena de amor propio. Se escuchan aplausos, silbidos, abucheos, coros de “¡Mario, Mario, Mario!” 74

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El sargento ya no está a la vista de los inconformes, pero puede oírlos y sentirlos. Alejandro se vuelve a mirarlo con un cierto desafío, pero no es capaz de sostener lo acre de su mirada. Sin saber por qué, el muchacho alza los brazos ante la congregación. Para su asombro y deleite, ¡lo ovacionan! Ya le arrancó un besitito a la gloria, ya puede imaginarse lo que de veras se siente ser Héroe. Mario toma entonces la palabra: –No es fácil anunciar esto, muchachos, pero… pero ¡es lo mejor en las circunstancias! El sargento Hernández ha propuesto, y yo sí estoy de acuerdo, que ustedes se calmen para que nosotros sálgamos, que es a fin de cuentas lo que ustedes exigen, ¿no?... y pus nosotros hemos acordado con él, por esta vez, por el bien de todos –se hizo bolas o hizo pausa que nadie interrumpió–… Y algo muy importante, amigos, es que nadie, repito: nadie, ha sido ni va a ser fichado. Ni fotografiado ni que le tomen las huellas. ¿Está bien? Más de la mitad de los remanentes de la Bestia concede: –Está bien. Mario retoma el hilo: –Yo seré el último en salir, para garantizar que nadie se quede aquí adentro y que todos sálgamos. ¿Ustedes dan permiso para empezar? Un gruñido que es un sí sube hasta el balcón, seguido de algunos aplausos. El sargento le da un empujón a Alejandro y los lesionados (algunos con vendajes rebosantes de sangre ya oscura) lo siguen. Hay algo de goyesco en la escena y en los personajes. Y bajar la escalinata no es de gratis. Los granaderos los patean y aprietan sin que lo capten las cámaras, que tampoco se esmeran por ejercer la libertad de prensa que todos saben que casi no existe. Cuando Alejandro 75

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(el más golpeado pero menos lastimado) llega a la base de la escalinata, sale como escupido, como eyectado, a una tierra de nadie de escasos cuatro metros de ancho al cabo de la cual bulle un organismo con cientos de ojos y bocas y brazos que gruñe y grita y espira y que lo rechaza varias veces, hasta que se lanza como loco para que lo dejen entrar, para que lo dejen abrirse paso, para que lo dejen respirar, para que dejen de zarandearlo de un lado a otro como una bacteria de la que se defienden enloquecidos. Alejandro está atrapado dentro de un monstruo que tiene sin duda más de mil cabezas y que sufre espasmos de rabia y de furia y de confusión y de dolor que lo llevan para allá y para acá. Durante momentos interminables, cautivo de todos esos seres ansiosos, furiosos, sudorosos, curiosos o beodos, Alejandro –que sólo tiene quince años el pobre– entra en pánico y empieza a tirar patadas y puñetazos y a gritar y casi aullar desesperado que lo dejen pasar, que lo dejen salir, y cuando la Bestia pequeña pero airada le abre un camino de salida, se apodera de él –no menos súbitamente– un estado como de alivio total, como de gracia y –¡tiene una sed terrible!– al pasar por una tienda agarra una botella de refresco de las cajas de afuera y la abre por primera vez con los dientes y se va sin pagarla y sin que nadie le reclame, y también sin que él preste ya atención ni a la muchedumbre que ruge ni a Mario. El primer día que fue a un partido de fut sin adultos fue un día muy largo. El cuerpo le tiembla. El cuerpo le tiembla de miedo y de la emoción del placer. Ha estado en las gradas del estadio, en la grama del estadio y en las entrañas del estadio. Mientras camina a su casa a buen paso (porque si anduviera más lento tal vez el corazón le estallaría), la gente de diferentes edades se detiene a mirarlo y algunos lo señalan con el dedo, aunque nadie le dice nada. O él no los oye porque está ensordecido desde poco antes de saltar a la cancha. Va henchido de dicha, sonriente como uno de esos futbolistas o boxeadores que adora la gente, sonriente con la gente que lo mira y se sonríe. ¿Esa gente lo reconoce como uno de los que se saltó a la cancha? ¿O como el que levantó los brazos en son de triunfo al lado del llamado Mario? En todo caso, ¡esa gente lo reconoce o por lo menos cree reconocerlo! Electrizado, con la quijada castañeteándole por momentos, al fin llega a casa. ¿Qué le espera? 76

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¿Qué madre, qué padre, qué hermano? Nunca se sabe con ellos y sus múltiples personalidades. Por suerte, desde que abre la puerta sabe que no hay nadie en el apartamento. ¡Puede ser él mismo, quienquiera que sea él mismo! La costa está despejada y el baño es suyo y se encierra donde nadie pueda oírlo ni verlo ni tocarlo ni sacarlo. Se lava las manos y los dientes y la cara, automáticamente. Trata de mear, inútilmente. Fatuo, se mira de frente y ambos perfiles y ambos tres cuartos en el espejo medio azogado. Está seguro de que su mirada es más dura y más viril que nunca. ¿Cuándo le saldrá como se debe el bigote? En todo caso, ve que sí, es un muchacho guapito. De eso no cabe duda. ¿Y eso? ¿Esa plasta casi dura que trae atrás de la coronilla? ¿Es un pinche tumor del que se va a morir? ¿Es una costrotota de sangre y pelos de algún golpe que se dio o le dieron? No. Es sólo una bola de mierda humana –como una bola de helado de chocolate– de la que nadie le dijo ni media palabra. Y ni modo que llore, porque los hombres no lloran.

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Cinco poemas M ario A rteca fin de las noticias del día

Cuando el monstruo aquel pasó a recogerte, lo hizo producto de su propia elocuencia –una mera normativa–, o tal vez emergiendo sin escrúpulos desde su reglamento interno. “Ahora sólo depende de mí”, pudiste decir, y entre que descendiste por las escaleras y tu salida definitiva, había una persona asomada al borde de una terraza en busca del “ver para creer”. Podría estar inclinado ante la evidencia de cómo el día termina para algunos y se extiende (lo mismo un arco de sal sobre ampollas abiertas), para otros; y para quienes una panorámica es tan inusual como asistir a la disolución de una pastilla en un vaso de agua. “Cada cual se abrazó, antes de irse, con sus propios errores encima”. Algo semejante describió Auden, recuerdo, sin referirse a nada en particular. 78

prohibido el paso

Cuando no existe el peligro de morirse de hambre ¿qué es vivir? Cornelius Castoriadis

El viento cambia de mano y en el centro del mar un ovillo de ráfagas organiza la amenaza. Todos sabemos de qué cosa se trata, aunque la única persona en la playa que lo niegue ahora se encuentre con los pies desnudos, tratando de traducir en braille el alfabeto que talla el aire firme en la arena. El cono de viento finalmente resultó la cola de un tornado, deshilachada antes de impactar de lleno en la ciudad, donde la publicidad aérea y la impaciencia mostraban su única cara visible. Lo que suponía pleamar precisamente no lo era. El sol filtró entre las nubes, otra vez, y la playa se hizo amplia, tal como siempre la recuerdo. Entonces, flamantes bañistas que nada saben de un trastorno agudo, volvieron a reunirse. Mis pies ya estaban secos, listos para emprender el camino desconocido, pero quedé congelado en medio de la arena, donde los tamariscos y el sonido sin imitación de las familias se adhieren al instante como los pescadores a la orilla y a sus redes extendidas. Lo mismo 79

un silencio llegando hasta mí sin que yo lo forzara. Es un proceso que no comprendo del todo, y del que no me gusta hablar demasiado. Supongo ser un fantasma genuino, irreductible, difícil de superar. Habrá modos de comprobar que en la vida todo hay que pagarlo, pero hasta cuánto podemos pagar y cuánto sacrificar por lo que queremos tener, si el precio de la entrada es estar en el mismo sitio sin movernos un centímetro, como solíamos hacerlo.

guau

El ladrido es un soporte, depende del animal que lo emite y su capacidad torácica, y esa manera de aproximarse al grito humano hasta rozar la coincidencia. Hoy quedé varios minutos con la mente en blanco, prendido de la fotografía donde una muchacha, con su piernas cruzadas al estilo budista, pero con otro estilo, no podía dejar de mirarme. El cabello lacio cayéndole sobre la frente anticipaba distintos movimientos. La camisa abierta donde sobresalían sus senos con conocimiento de causa, y una mueca de aviso preventivo lograba que por primera vez en mucho tiempo emitiera un sonido semejante a un ladrido. 80

Porque cuando decidí revivir tuve la necesidad de moverme en aguas profundas, como nunca pensé hacerlo. Ya irrumpí demasiado en tu vida, violando cada una de mis promesas, no por maldad, sino por ausencia de eficacia en la enunciación. El primer plano de un ladrido no es sólo una superficie sino el fotograma de un film de Antonioni antes que todo estalle y se pierda en un mordisco el vuelo de una mosca en el excremento de mi perro. Y hay tanto para hablar, si pudiéramos comunicarnos por señas. Abrí las patas ante la silla inmaculada que no recuerda cuándo fue la última vez que me incorporó. La botamanga de la silla cubierta de un orín perfumado, viscoso y largo como el lomo de mi perro. Hay gente que piensa y respira como vive, como trabaja, sobre todo en momentos donde el atropello parece dejarnos huérfanos de sentido. Es difícil imaginar qué sucede conmigo cada vez que abro el paraguas. Creo salvarme con él de la lluvia, pero sólo se trata de un auxilio tóxico y deslucido. Las personas se vuelven fantasmas cuando ocultan su rostro, y mi paraguas es negro, chino, e inmune a los encantos del viento. Es como tener un perro y no echarse sobre él como si él lo hiciera de no tener un amo oculto en la tela de avión de un paraguas y en la búsqueda de controlar el mecanismo automático que lo abre. Esto no tiene sentido aún, porque hay 81

un sol que parte la ciudad como un diagonal de luz, y donde siquiera las chinches de agua se animan a exhibir sus ganchos dentados. Dejé de ser esa persona que soy, en contra de mi voluntad. No se puede escribir poesía bajo el nivel del mar, y aquí, más allá de la ceguera del tiempo entre nosotros, las aguas envían su alfabeto para que lo corrijamos todo. Una vez robaste tu propio bebé, después de ponerle nombre y número al hallarlo. Es una conquista con todas las de la ley, pero no siempre la norma está a favor de los cuerpos, y en cierto modo quería que hubiese una acción, aunque no la había. “Sos como un niño”, dijo. “Sí, en eso me convertí. Pero es demasiado tarde para arrepentirse”. Después resultaba que a un perro se le rompía el hocico, o se le oscurecía la piel, o que el esmalte de su lomo se empezaba a descascarar. Y eso también era tiempo que pasaba.

una consigna

¡Tengo una consigna! Dr. Oscar Ramos

Imaginate, como en un poema de Millán,* a los muertos volviendo a la vida, *

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Texto 53 de La ciudad, del poeta chileno Gonzalo Millán (1947-2006).

a los desaparecidos sacándose de encima las lombrices y bien lejos de sus fosas, dirigiéndose con las muñecas desatadas desde el fondo del mar hacia el vientre de un bimotor, que se aleja con ellos, despertándose, retirada ya la aguja, y los pedazos de la ampolla que contiene el pentotal, unificados. El saldo dejado por el vacío regresa para llenarse, por un descuido del instante. Y que tu bar preferido aún te espere, y la mesa asignada se encuentre en el mismo sitio. Tres copas recién servidas, la misma cantidad de sillas, discutiendo en la antesala de las presencias. “La cuestión es encontrar una finalidad a la producción de las actividades humanas”. Incluso en ese punto, podría proponerse una unidad de valor, sin saber cuál es, de todos modos. Podés imaginarte lo que quieras, y sin embargo la luz que ilumina un rostro hace más extraños los pliegues de nuestro conocimiento. Recordá que la primera actividad del hombre es desconocer el tiempo; la segunda, ignorarlo; y la tercera, ya se sabe, volverse uno mismo tiempo para otros. Antes de borrarse los gestos, elijo la última opción. Sólo tu nombre me suena familiar. No dice nada más que lo que las aves, cuando orbitan alrededor de la lluvia inminente, deletrean, y así parecen tartamudas. 83

Hay un debate que no se deja esperar, y las sillas se retiran de golpe ante la mínima diferencia.

la nueva vida en la calle 59

Un hombre abre las puertas de su nuevo hogar. Ingresa la luz sin intermediarios, un volumen de haces que suponen pulir la resaca de antiguos habitantes. “Perfecto”, era la palabra, pero los hombres suelen conectar las sensaciones al poder de las cosas antes que éstas se vuelvan objetos, incluso objetos a punto de ser reemplazados. Las ventanas también fueron abiertas, las alas de un cisne cuando agita la atención de su pareja, aunque no hubieran sido manipuladas por un tiempo. La casa incluye un atril sin ofrecerse sobre cuáles serán las posibilidades del flamante huésped. Cuando el hombre llega a lo que será su dormitorio, no resiste la tentación de abrir el ropero. Encuentra su ropa ya ordenada: camisas, remeras, pantalones, y zapatos haciendo juego con el fondo de una pared mortificada por la humedad ambiente. Pudo verse allí, en las estaciones del año reunidas en cada prenda: remeras, en verano; camisas, en otoño; suéters, en invierno, y en primavera, cada color 84

en cada una de ellas. Supo fijar su cuerpo que calzaba en los contornos ausentes medidos por las perchas. Además, sonrió, y esa fue la forma en que un espejo resolvió una imagen y un instante de auxilio. Cuando tomó una prenda, cayeron las demás al mismo tiempo; cuando se inclinó a recogerlas, el comienzo dejó de ser infinito, un modo de empezar sin programa previo, algo que podía suceder si la curiosidad no hubiese intervenido y se volviera sólo naturaleza, aunque sea imaginaria. Porque lo suyo no respondía a protocolo alguno, y porque a menudo lo que limita cualquier figura es la fuerza de un espacio, sin ocuparlo.

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Mario Montalbetti: nombrar estanca P ablo P iceno a Alejandro Macías, quien puso el dedo en la llaga (entiéndase: en el lenguaje)

Fue Inti García Santamaría quien me habló de Mario Montalbetti. Aunque viví dos años en Perú, mi acceso a los poetas peruanos (Vallejo incluido) fue más bien tardío, un acto de fe derivado de la compañía indispensable de Conversación en La Catedral en un bote que atravesaba, inundándose, la Amazonía peruana. Con el tiempo –y la lectura de Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, José Watanabe, Mirko Lauer y Blanca Varela, hasta desembocar en Montalbetti– fui descubriendo que la poesía peruana, más que cualquier otra, es precisamente eso: un bote que atraviesa, inun­ dándose, la casa inhóspita. Mario Montalbetti (Lima, 1953) representa uno de los poetas mayores de Perú y, junto a éstos, una cumbre de la entera poesía continental. El año antepasado, tras la publicación de su poesía reunida en Lejos de mí decirles (Aldvs, 2013), el fce publicó su libro de ensayos: Cualquier hombre es una isla. Ensayos y pretextos, en el que el también lingüista aborda cuestiones tan variopintas como un cuadro de Francisco Laso o el cabezazo de Zidane a Materazzi durante la final en el Olympiastadion de Berlín. Le envié un correo solicitándole una entrevista y, desde entonces, la correspon­ dencia no ha cedido. Heidegger afirma en De camino al habla que desenmarañar el Poema único no representa la visión del mundo del poeta ni hace el inventario de su taller, y que, a lo sumo, puede cuestionar más y hacer, en el mejor de los casos, más pensativa la audición del poema. Esta charla apela, con enorme dilección, a ese caso –el mejor de todos. 86

mario montalbetti: nombrar estanca

–Gorgias, como es sabido, decía que “lo que es no es pensado ni apre­ hendido; y, si es aprehendido, no se puede comunicar”. Y Lao Tsé, como refieres tú, decía: “el que habla no sabe, / el que sabe no habla. Si Lao Tzu lo dijo, / habló”. Siendo tal el estado de las cosas, ¿por qué Mon­ talbetti escribe poemas? ¿Por qué escribe? –Ciertamente no para comu­ nicar. La poeta Olvido García ha escrito algo muy hermoso y muy inteligente: “la poesía es uno de mario montalbetti (foto de javier narváez) los pocos lugares en que la lengua no miente”. Yo haría una precisión y cambiaría “poesía” por “poema”: el poema es uno de los pocos lugares en que la lengua no miente. Ojo: no es el poema el que no miente sino la lengua. Con los poemas mentimos muchísimo. Ojo 2: la meta mínima es que la lengua “no mienta”, que es mucho más precioso que “decir la verdad”, entre otras cosas porque la lengua no dice nada. O, más bien, porque entre lengua y mundo existe un desfase como el de las películas mal dobladas: se mueven los labios y sólo unos instantes después escuchamos algo. Entonces yo podría responder de la siguiente manera: escribo para que la lengua no mienta. Esto no es fácil y tiene consecuencias. ¿Qué significa que la lengua no mienta? Tal vez esto: en el poema el poeta no hace uso de la lengua para poder expresar algo, ni para poder nombrar o referir o contar una historia o ironizar, etc. Nada de eso. El poema no es un uso que se le da a la lengua. Se trata de la lengua misma, autónoma de lo que los usuarios quieran hacer con ella. Podría decir: es irrelevante quién escriba, en qué contexto, bajo qué condiciones psicológicas, con qué intenciones, etc. En el poema el valor de uso de la lengua se reduce a cero. Y entonces, sin utilidad manifiesta, la posibilidad de “no mentir” puede al menos plantearse. –¿Aceptarías la distinción entre equívoco y mentira? De ser así, la len­ 87

pablo piceno

gua sólo puede no mentir porque conoce la verdad. Pero si conoce la verdad y no la dice, tiene una intención de ocultar: está mintiendo. Si no, simplemente está en un error. ¿O puede no mentir quien no conoce la verdad? ¿Qué se fra­ gua en el intermedio entre la verdad y la mentira? –Con la lengua se pueden hacer varias cosas, se puede mentir, decir la verdad, falsear, contar chistes, hacer sentido, no hacer sentido, etc., pero eso lo único que quiere decir es que la lengua es anterior a sus usos. Los seres humanos privilegian ciertos usos a otros. La comunicación, por ejemplo, es una especie de becerro de oro al que adoramos irracionalmente. El sinsentido, por otro lado, es despreciado desde Aristóteles. Pero el poema es distinto. El poema no es un uso de la lengua sino que es la lengua sin valor de uso. Ése es su valor, su importancia y su singularidad. –¿Puedes ahondar en la comparación que hacías del desfase entre lenguaje y mundo, por un lado, y película y doblaje, por el otro? –Veo el mundo y veo a seres humanos decir cosas y veo también que no coinciden. Esta no coincidencia tiene un doble aspecto que es cinematográfico. A veces se trata propiamente del efecto de un mal doblaje: lo que uno dice y los sonidos que usamos para decirlo no concuerdan. O decimos más de lo que deseamos, o menos, o algo enteramente distinto. El segundo efecto es el de la des-sincronización entre la banda sonora y el material visual. Eso lo siento profundamente con gran regularidad: veo un hermoso ficus levantarse en la calle en la que vivo y al mismo tiempo el ruido de una camioneta 4x4 abriéndose paso a punta de bocinazos. Ésa es una versión del desfase palabra-imagen. Esos desfases son constantes y son significativos porque si no ocurrieran no existiría la idea de valor por ningún lado. –Antes de plantearte esa posibilidad de “no mentir” a conciencia, antes quizás de entender lo que ello implica, seguramente ya habías escrito poemas. ¿Cuándo empezaste y en qué circunstancias? ¿Lo recuerdas? –Comienzo a escribir, como muchos, cuando descubro que es posible crear suplementos técnicos al mundo que comentan, adornan, cuestionan, nuestra relación con él, es decir, nuestros desencantos amorosos, políticos, estéticos… Comienzo a escribir poemas como forma de compensación, como contrapeso a mi relación con el entorno. Luego, al menos en mi caso, el mundo de alguna forma se perdió, se volvió insoluble y me concentré en aquello 88

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que lo había inventado: el lenguaje. Mis poemas actuales son comentarios indirectos al mundo a través de comentarios al lenguaje que lo creó. –En su testimonial Crónica del Niño Jesús de Chilca, Antonio Cisneros, tras repetir, al final del mismo, el verso con que abre su primer poema, “Lo que quiero recordar es una calle”, dice, como estableciendo una poética, “No sé ni para qué”. Si bien los testimonios recabados que se despliegan en una poderosa polifonía, y particularmente el célebre “Entonces en las aguas de Conchán”, son un canto a la rebelión de los pueblos, una plegaria casi progra­ mática, “Sea su carne destinada a 10 000 bocas”, Cisneros parece confesar que el poeta es aquel cuya intuición le impele a dar voz a los que carecen de ella –a los malheureux, diría Simone Weil; los subalternos, Spivak–, sin embargo, el vértigo que experimenta no desemboca en nada, no sabe por qué dice lo que dice. ¿Piensas que los tiros van por ahí? –Es muy difícil hablar por otros en un poema. Svetlana Alexiévich lo ha hecho brillantemente pero en novela. No veo cómo se pueda hacer en un poema sin sonar artificial e impostado. Creo que en el poema hay dos posibilidades. La primera es instalar al “yo” en el centro del lenguaje (el famoso “yo” de la modernidad) y hablar desde ahí. Eso fue lo que hizo Cisneros. Cisneros nunca habló por otros. Creo que le era imposible. Siempre habló por sí mismo o por lo que él creía que era sí mismo. En el centro del lenguaje estaba él. Nunca dudó al respecto. Fue, tal vez sin saberlo, un gran anti-derrideano. Su polifonía es engañosa y se debe a una forma de escritura muy eficiente que Cisneros desarrolla desde Destierro hasta Galápagos, pero que nunca pone en riesgo quién habla ni desde qué lugar. La otra posibilidad para el poema es colocar un gran hueco en el centro del lenguaje y sacar el yo de ahí y escribir alrededor del hueco. Esto comienza estrictamente con el estructuralismo y va hasta los conocidos raptos histéricos posmodernos que fuerzan a re-instalar el yo en el centro a punta de exhibicionismo. En vano, claro. En ambos casos (yo al centro o hueco al centro), en efecto, el poeta no sabe lo que dice (ni Cisneros ni Eliot, ni Mallarmé) –y esto porque para el poeta decir y hacer es lo mismo–. Un zapatero tampoco sabe lo que dice pero sabe lo que hace. Eso distingue al poeta de otros oficios. –¿Del de lingüista también? 89

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–Hay lingüistas y lingüistas. Saussure pensaba que el principal problema de la lingüística es hacerle ver a los lingüistas qué es lo que realmente hacen. Creo que los quería rescatar de la idea de la lingüística como un mero oficio, científico, riguroso y transmisible, pero un oficio al fin y al cabo. Creo que Saussure pensaba que la lingüística como mero oficio es una disciplina más bien triste, y estoy de acuerdo. Uno no puede ser un lingüista y no sentir la lengua como un verdadero otro, finalmente indomesticable. –¿De qué modo las clases con Noam Chomsky en el mit influyeron tu escritura, si es que lo hicieron de algún modo? –En Chomsky hay que distinguir lo siguiente: el contenido de sus tesis lingüísticas y su forma de pensar. Chomsky enseña ambas simultáneamente: sus tesis de manera explícita y su forma de pensar de manera tácita. Cuando alguien puede enseñarte a pensar tienes mucha suerte. Sin duda, uno no llega necesariamente a los niveles de pensamiento a los que llega Chomsky pero uno puede participar de la forma en la que piensa. Eso puede ser platónico pero es muy valioso. Y es importante también darse cuenta que por más que hablemos de formas hay un componente ético en esas formas que no debemos pasar por alto. –Cuando escribes sobre Brodsky, o sobre el poema IX de Trilce, me recuer­ das a los grandes maestros de la exégesis bíblica: Joseph A. Fitzmyer, Joachim Jeremias. Más allá de que la mayoría de sus estudios son de carácter alegórico y no simbólico, ¿encuentras similitudes entre la exégesis bíblica y la poesía? –Poetas y teólogos se toman el lenguaje en serio. Tal vez sean los únicos en hacerlo. Tomarse el lenguaje en serio es tomarse en serio un triple desfase: el desfase entre tipo y ocurrencia, el desfase entre lenguaje y mundo y el desfase del lenguaje consigo mismo (su reflexividad, lo que algunos llaman su carácter metalingüístico). He dicho que para los poetas decir y hacer es lo mismo. Para los teólogos también porque los teólogos parten de la premisa básica de que Dios habló. Un Dios mudo no produce teología. Entonces debemos añadir a Dios en la lista de los que se toman en serio el lenguaje porque también para él decir y hacer es lo mismo. Tanto se tomó Dios en serio el lenguaje que cuando le preguntaron su nombre no se le ocurrió mejor cosa que pronunciar una frase agramatical: Soy el que soy (Éxodo 3, 14). ¡Que más parece un verso de Trilce! 90

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Dicho lo anterior, es indispensable agregar que el Dios que le interesa a la poesía no es el Dios personal de la religión, el Dios con el que los seres humanos negocian su salvación, su salud, sus inversiones. Ese Dios es irrelevante para la poesía. Como afirmó Badiou, el Dios de la poesía es el Dios ausente, el que se ha ido; y la tarea de la poesía es clausurar (¿forcluir?) toda nostalgia respecto de esa ausencia. –Una clausura de la nostalgia que sería, en el fondo, una apertura. –No, o al menos no debería serlo, y por eso dudé si emplear el verbo “forcluir” que usan los lacanianos, es decir, ni siquiera es una clausura de la nostalgia porque no debería haber ninguna nostalgia que clausurar. Ese significante (“nostalgia”) simplemente no hay –ni ninguno de sus sucedáneos (Dios absconditus, Dios ausente, etc.)–. Si hay apertura no será como resultado de una post-nostalgia o una post-ausencia ni parecerá una apertura. Cuando digo lo anterior hablo, por supuesto, de una manera en la que no se puede hablar pero trato de explicarme: si uno dice que no hay nostalgia uno ya (se) perdió. Le dejo entonces al poema mismo esta forclusión (o, quién sabe, apertura). –Al final de tu ensayo sobre la fotografía de La Rosa, sostienes que quie­ nes creen que el cine y la fotografía son parientes de algún tipo deberían pensar­ lo de nuevo. En México –aunque, más bien, en Hollywood– tenemos el ejemplo del Chivo Lubezki, a quien, según piensa mucha gente, el Negro Iñárritu y el mismo Cuarón, le deben todos sus honores. ¿Tal fascinación por Lubezki, que relega el talento de sus directores a un segundísimo plano, tiene que ver con esas virtudes de la fotografía, intermedio entre ventana y espejo a las que el cine por sí solo no puede aspirar? –Debo confesar que las artes visuales no me interesan gran cosa estos días. Su sumisión al capital me parece vergonzosa aunque perfectamente entendible. Tampoco es que me desagraden los productos visuales. Algunos me parecen entretenidos, curiosos, ingeniosos… pero me resulta difícil tomármelos en serio –en el sentido de seriedad que he mencionado anteriormente; por ejemplo, las artes visuales son incapaces de plantearse la cuestión de Dios a la que me he referido–. Uno podría decir ¡qué importa!, y tendrían razón, pero esa imposibilidad me parece un síntoma llamativo. De paso, creo que buena parte de la novela contemporánea tiene el mismo problema: se ha vuelto un arte visual. Cuando ciertos productos visuales me intrigan es porque 91

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detecto escritura en ellos, por ejemplo las últimas películas de Godard (Adiós al len­ guaje, Film socialism) o algunos cuadros de Twombly. –En una entrevista con un canal de te­ levisión arequipeño, El búho-TV, sostienes que la tradición poética y fotográfica es la más sólida en términos culturales en el Perú. ¿Significa eso algo para el país, algo distin­ to, por ejemplo, si su tradición hubiera sido, como quisiera la prensa hacer de los huérfa­ nos Gastón Acurio y Gianmarco, gastronómi­ ca o musical, productos culturales fácilmente capitalizables, a diferencia de la poesía? –Sí, algo ha ocurrido cuando pasas de Vallejo/Chambi a Acurio/Gianmarco. Pero es un síntoma interesante que merece examinarse. En el Perú hay dos cosas que no pueden discutirse, aunque por razones opuestas: la comida y Sendero. Si uno somete a crítica, o si uno pone en duda, la incuestionable bondad de la comida peruana o la incuestionable maldad de Sendero, uno es declarado poco menos que traidor a la patria. Lo cual es revelador de la idea de “patria” que circula entre nosotros. Yo sospecho, en cambio, que si examinamos ambos fundamentalismos abriríamos una discusión muy fértil que podríamos entablar. En cambio, la solución dialéctica doméstica ha sido otra: abrazar con entusiasmo ciego el liberalismo económico más brutal y grotesco imaginable. Creo que hemos llegado a la conclusión de que es mejor no pensar. Confío, sin embargo, en que así como llegó el día en que se dijo “ya no se lee Vallejo”, llegará el día en que se diga “ya no se come Acurio”. –¿En qué sentido “llorar a destiempo es el único homenaje del lenguaje a este mundo”, como reza un verso tuyo en “Vietnam”? –Es una exageración de mi parte sugerir que el mundo necesite homenajes. Es cierto, los árboles y los aviones son objetos muy hermosos pero ya están. En todo caso, la palabra clave del verso es “destiempo” y no “llorar”. Podemos cambiar “llorar” por cualquier otro verbo y la frase funciona igual. Cantar a destiempo, sonreír a destiempo… El punto a retener es que somos 92

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seres intempestivos: llegamos tarde al mundo, al lenguaje, a la vida, al deseo, llegamos tarde al otro. Esa intempestividad es fundamental y nos define. –En su ensayo “El fin de las lenguas”, Raúl Zurita ha escrito que el de­ rrumbe del mundo al que asistimos ha sido, ante todo, el derrumbe de las palabras, pues éstas, antes de poder nombrar el mundo, han debido expresar la tragedia. ¿Qué pasa con los poetas que, habitando una tierra devastada como la mexicana por la violencia del narco, los desaparecidos, el Estado coludido, no expresan la tragedia sino que se abocan a la empresa de nombrar aquello que no la evoque, que no la tome en cuenta? ¿Será que, al no enunciar la tragedia, la evidencian también? La misión de sepultar a los muertos como Ercilla, ¿siquiera se puede postergar? –Nombrar estanca, da una falsa sensación de seguridad. Decimos “piedra” y creemos que hemos fijado algo en el mundo. Decimos “tragedia” y creemos que hemos resuelto una injusticia. No es así. Las palabras en verdad no importan; al menos no importan tanto como el lenguaje del que son parte y al que todo le deben. Las palabras siempre han querido independizarse del lenguaje. Decimos “te doy mi palabra” y sería mucho mejor decir “te doy mi lenguaje”; los católicos le dicen a Dios que “una palabra tuya bastará para salvarme”, pero yo entendería mucho mejor lo que piden si dijeran “un lenguaje tuyo bastará para salvarme”; nos dan “libertad bajo palabra”, pero significa bastante menos que “libertad bajo lenguaje”, etc. El triunfo del Internet es en buena parte ése, el de las palabras individuales. Pero así liberadas las palabras son inofensivas. No hay violencia en las palabras. Hay violencia en el lenguaje. La violencia real del narco no es nada comparada con la violencia posible del lenguaje. Pero estoy de acuerdo con el sentido de lo que dice Zurita: expresar es mejor que nombrar. –Con todo, el vocablo “palabra” en “una palabra tuya bastará para sanar­ me”, “libertad bajo palabra” y “te doy mi palabra” significa tres cosas distintas… –No estoy seguro de que signifique tres cosas distintas. En los tres casos, de lo que se trata es de la palabra como promesa. Por ejemplo, “te doy mi palabra” equivale a “te prometo” –y así con los otros casos–. Hay un problema de énfasis que quiero resaltar. Las palabras prometen, el lenguaje no promete nada. Si decimos, “te doy mi lenguaje”, lo que damos no es una promesa sino una red de relaciones que buscan dilucidarse a sí mismas. Eso me parece más honesto. 93

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–¿En qué sentido la violencia real del narco no es nada comparada con la violencia posible del lenguaje? –La violencia del narco, con todo lo terrible e indeseable que es, es perfectamente entendible porque es esencialmente humana y responde a la lógica de la acumulación capitalista. Eso es lo que los seres humanos hacen cuando son títeres del fetichismo de la mercancía. Es más bien triste y torpe. En cambio, la violencia del lenguaje es ininteligible porque es esencialmente inhumana. La singularidad de esos objetos que llamamos poemas es que son pequeños observatorios para contemplar esa violencia que no entendemos. –Blanca Varela es, por mucho, la poeta que más citas, y casi siempre elo­ giosamente, en Cualquier hombre es una isla. ¿Qué te llama particularmente la atención de su quehacer poético? –Vallejo (el de Trilce) y Varela (la de Concierto animal y El falso tecla­ do) constituyen, a mi juicio, el núcleo duro de la poesía peruana del siglo xx. Pero se trata de un núcleo peculiar: ahí donde Vallejo explora como buen electrón lleno de negatividad las órbitas más violentas y periféricas del núcleo, Varela como buen protón lleno de positividad, es decir, de literalidad, explora el centro mismo. Ahí están los dos extremos puros del poema, experimentación y literalidad. La mayoría de nosotros escribe en el pasaje entre uno y otro polo, pero ver los extremos en su pureza retórica es un espectáculo extraordinario. El caso de Vallejo es conocido, pero el de Varela lo es bastante menos, tal vez porque el “truco” de Varela es más difícil de aislar y apreciar, aunque es absolutamente notable. –Ya que estamos en eso, ¿quién de los poetas contemporáneos te llama particularmente la atención? –Podría dar una lista pero no significaría gran cosa. La relación con los contemporáneos es de una índole muy distinta a la que tenemos con la tradición. La forma en la que Esquilo “me llama la atención” es muy distinta a la forma en la que Roger Santiváñez, por ejemplo, me llama la atención –y no estoy hablando de sus respectivos logros–. A los contemporáneos, de alguna manera, los entiendo y reconozco la dirección en la que apuntan porque, de alguna forma, compartimos un mismo entorno. Con los contemporáneos uno escribe (casi) un mismo poema. A la tradición uno se enfrenta –para poder 94

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ser parte de ella, así sea como apóstata–. Pero he aquí algunos nombres contemporáneos, además del de Santiváñez: Willy Gómez, Julio Pazos, Gerardo Jorge, Alberto Blanco. –¿Escribiste “Un explorador polar” antes o después de escribir “El lu­ gar que no se puede sobrepasar”, sobre “Un explorador polar”, de Brodsky? ¿Cuándo sentiste más tupida la gangrena? –El poema es anterior y el ensayo es una forma de expresar mi desagrado por el poema que escribí. Es como si yo me dijera: aquí está todo lo que no viste. Si lo hubiera visto el poema debió tener la extensión del ensayo. –¿De gangrena, nada? –Nada. La gangrena es el significado. La gangrena-significado detiene el sentido entendido como dirección, como cuando alguien habla del sentido del tránsito o del sentido de una calle. El sentido del tránsito es una dirección en la que van los vehículos aunque cada uno de ellos vaya a un lugar distinto. Así entendido, sentido es de lo poco que uno puede construir en un poema y de lo más valioso: hacer que el lenguaje se mueva en cierta dirección. Cuando viene la gangrena uno debe amputar si uno no quiere ceder a la stasis letal del significado. –Billy Collins, junto con muchos otros poetas, sostiene que los buenos poemas dependen de un cierto momentum retórico que, junto a una lograda primera línea, los empuja hacia adelante. “La primera línea es el adn del poe­ ma”, dice él, “el resto del poema se construye con base en esa primera línea”. Cuando uno lee tu poesía, en cambio, aún en los poemas más largos (“Piedra sin junto a ella otra”, “Lejos de mí decirles compañeros”, incluso), pareciera que los versos, lejos de integrar un cuerpo, se hallan en pugna, inconexos, y que tal cosa fuera intencional. –Sí, pero no sabes lo fundamental que es (para mí) el primer verso. El primer verso, la primera línea es la que te dice si hay algo detrás. Celan decía que en un poema la sombra es anterior al cuerpo que la produce. El primer verso es esa sombra. Cuando lees, por ejemplo, el comienzo de “Connoisseur of chaos”, de Stevens (técnicamente el comienzo de la sección II), ese verso que dice “If all the green of spring was blue, and it is” (Si todo el verde de la primavera fuera azul, y lo es) es absolutamente decisivo. Ése es el verso del sentido (= dirección), el que dice por dónde va a ir el lenguaje 95

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del poema. Luego se arma el cuerpo, inconexo o no, que sigue a esa sombra inaugural. Y luego cada uno llega a dónde se merece. –En tu ensayo “El lugar del arte y el lugar de la memoria”, sostienes que el periodismo –junto al museo–, institución post-Auschwitz encargada de “no olvidar que algo ocurrió”, acabó perpetrando un crimen perfecto: sin ape­ nas hacerlo notar, borroneó la idea de que algo ocurrió, tornó irrelevantes los eventos haciéndolos noticia, desplazándolos, desapareciendo su huella, elimi­ nando su memoria. Con todo, la antropóloga Rossana Reguillo ha propuesto, contra el Estado glosófago, y, por otro lado, la devastadora violencia que el narcotráfico ha desplegado a lo largo del territorio mexicano y, particu­ larmente, contra su mayor conquista conseguida en el ámbito del lenguaje (Reguillo sostiene que en vastos territorios de México lo que se habla es narcoñol), hacer uso de la crónica periodística como negación de la precariedad de la vida. Ésta, en su renuncia a la clausura de sentido, permitiendo una in­ terpretación indómita, polisémica y multidireccional, lograría “hacer visible, enfatizar el crimen ontológico, aquel que borra la singularidad en pos de su ganancia cifrada”. ¿Tal cosa, a tu juicio, es posible? –Ciertas consecuencias de la llamada “crítica del valor” (Kurz, Jappe) me parecen ahora indispensables. Por ejemplo, que toda esa polisemia, todo ese multi-pluri-inter-trans-post cualquier cosa, no es una crítica del mundo sino su reflejo como adorno. Y no lo es porque ya no hay distancia. Al menos ésa es mi lectura. El problema con el atractivo superficial de la multiplicidad polisémica de mundos (hablamos de mi música, mi lenguaje, mi versión, mi historia, etc.) es que lo que se tira por la borda es un mundo objetivo, o al menos intersubjetivo, que se pueda examinar, discutir y eventualmente transformar. Si cada uno tiene y vive en sus mundos, no queda nada por hacer. Pero aun toda esta polisemia y todo este “mi-mundismo” es falso porque también gira entorno de un solo centro inobjetable: el dinero. Es solamente cuando cada uno de “mis-mundos” se vuelve mercancía que entra en el circuito comunicable. Es más bien patético todo esto. –Giorgio Agamben, citando a Rilke y su Séptima elegía, refiere en Infancia e historia que la carencia de experiencias sin precedentes ha llevado a la poesía moderna a hacer de lo inexperimentable, o mejor, al rechazo y negación de la experiencia, su condición normal. Eduardo Milán sostiene, por otro 96

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lado, que la poesía contemporánea, al considerar la mínima anécdota, la ex­ periencia más banal, digna de registro lingüístico, adolece de la negación de cualquier tipo de trascendencia, de la condensación de un cariz profético que asuma en sí el quiebre del ser y de los grandes discursos. Aunque los autores no se contradicen, el camino recorrido por la poesía desde Baudelaire –desde Proust en algún sentido también– parece irreversible… –Una vez más, Milán tiene razón. Cuando nos damos cuenta de que el amor que hay se parece tanto al amor que no hay, algo ocurre. Cuando nos damos cuenta de que la experiencia más banal se parece tanto a la trascendental, algo ocurre. Pero lo que ocurre no es que da lo mismo el amor que el desamor o la banalidad que la trascendencia, sino que el lugar desde el cual hay que escribir es desde la línea que divide algo y su negatividad. Hay un ejemplo muy trillado pero útil. Un haiku es al mismo tiempo de una banalidad sobrecogedora y de una repercusión inmensurable. Es sólo cuando ves ambos aspectos simultáneamente que surge ese pequeño poema como tal. Esa visión del poema es posible solamente si se hace desde la línea que trata de distinguir ambos extremos. –A diferencia de Felipe Guamán Poma y su Primer nueva corónica y buen gobierno, extraviada durante casi tres siglos y casi caída en el olvido, los Comentarios reales y la Historia general del Perú del Inca Garcilaso de la Vega se incorporaron pronto al dominio público y, a decir de Carmen Bernard, el Inca sorteó el paso del tiempo con mucho éxito: primero fue ilustrado; luego socialista; luego comunista; luego prócer de la reivindicación amerindia. En abril se cumplen 500 años de su muerte. ¿Qué te interesa más, si algo te inte­ resa, de la cuantiosa obra del Inca Garcilaso de la Vega? –Me interesan sus observaciones accidentales. Por ejemplo, me interesa su aparentemente inocuo relato de los diez melones (Comentarios, Libro ix, Cap. xxix) que he analizado en un texto mío de Cualquier hombre es una isla. Me interesa Garcilaso cuando no se da cuenta de lo que está haciendo. En contra de lo que suele creerse, hay algo decididamente poco trágico en él y esto se debe a que hablaba dos lenguas. Creo que todo sentido de tragedia está sellado por una clausura monolingüe. Edipo es trágico pero Casandra no. Sin embargo, entre las dos lenguas siempre se cuela algo que ninguna de las dos puede expresar. Esos son los accidentes de Garcilaso que me interesan. Como los de Arguedas. 97

Tres poemas J uan J orge A yala en la mesa con robert graves

Sus trabajos, sus actos, sus amores, todavía se comentan en los círculos literarios. Excluido del padrón de creadores, retoza mimado por sus dánceres –Megara, Hipólita, Deyanira– en un bosque de espejos; desuella corazones como descorcha botellas, de escribir con pulcritud métrica alardea y pincha acentos en su antebrazo con prosódicas agujas. Pero de no escribir también se jacta, pues ningún estribillo –lírico, pastoril– pudo nunca frente al guiño trovador de un “te saco de trabajar”, “te pongo casa”. 98

Y llega al cenáculo con la astrosa piel de su reputación a medio hombro, increpa a las subyugadas huestes: “Nunca inicien guerras que no habrán de concluir”.

paresia

Dice que su coágulo es apenas menor que la punta de un lápiz Ticonderoga del número 2, y que ese vórtice sorbe con elegancia sus ideas como si paladeara un vermut en alguna mesa de Les Champs-Élysées. Pero yo digo que es el miedo a irse de bruces, de resquebrajarse y perder la compostura lo que mantiene a flote de sebo sus neuronas, como aquellos nenúfares que recuerda girando a la inversa en la fuente matinal de su terruño. Ahora lo he dejado quieto en el solar porque gusta lustrar sus huesos con la luz aséptica que se filtra por el dreno, y cosa vulgar es –dice– dejarse mirar mientras la vida va jalando los pellejos.

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liras

Pero lírico, deveras lírico, Gutierre de Cetina; con la entretela expuesta depone la espada como si fuera el monto del premio, la mesada de la beca –de tajadas hablamos–, musita el nombre de la doña, sangra el disfavor de su querencia. No da para tanta teoría literaria el encono amoroso, pero cómo corre tinta tras las palabras desoídas por la mustia provinciana; o vuela, según sea el grado de lirismo con que la pluma se dilate. (Bueno es que la medida del amor no sea el verso, pues hay cadencias impropias de la cintura para abajo que la harían exclamar con mesura: “por ahí no me gusta”). ¿A qué batirse cuando ya la Plaza inhumó suspiros con grasientas lajas, si no hay estrofa que embelese ni paño rojizo, ni zapatillas volandas?

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Una pura brasa R odrigo F lores S ánchez No con el deseo neroniano de gozarnos en la desgracia ajena...

de marzo de 2012 Claudio: te cuento algo y no dices nada? César: Cuenta Claudio: el sábado fui a la casa de juan rulfo y fue de huevísima :( ya no volveré César: Neta? Rulfo rifa. Además, a ti te gusta mucho Claudio: yo pensaba lo mismo César: Qué pasó? Por qué? Claudio: ya lo había visto una vez pero había sido muy informal un día le envié mi cuento La llama dije chicle y pega y que me contesta César: Salve, ¡oh Claudio! Claudio: creo que le latió me escribió y me dijo que si nos veíamos en un cafecito ahí en río tíber quesque pa platicar nos vimos sólo un ratito no sé por qué me empezó a decir así de la nada 19

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rodrigo flores sánchez

que no era malo el bloqueo creativo que se podía sacar mucho provecho de ahí pero yo ni le hablé de bloqueo creativo César: Qué buena onda que lo viste! Por qué no me contaste nada? Claudio: ahí quedamos de volvernos a ver quedé de ir a trabajar a su casa en la colonia roma a una asesoría personalizada llegué me recibió su ayudante que tiene como 40 años un tipo con pantalones caqui y chaleco de reportero me dijo soy Augusto mucho gusto jaja me dio de desayunar fruta picada, té y un pan de semillas César: Órales, es una escena harto nutritiva Claudio: cuando estaba a medio desayuno apareció rulfo muy expresivo saludándome como saludan los vendedores de seguros como si nos tuviéramos mucha familiaridad como si le diera mucho gusto verme César: Y luego? Claudio: primero se quedó callado mucho rato y pues yo tampoco le decía nada luego de un rato le hablé de mis preocupaciones literarias César: Jaja, suena chistoso lo de tus preocupaciones literarias Claudio: le hablé de autores que me gustaban de poe le dije que me gustaba mucho la caída de la casa usher también que admiraba su obra que desde la primera vez que leí pedro páramo había quedado marcado 102

una pura brasa

recuerdo que dije marcado pero que sus cuentos de el llano en llamas me latían más le conté que me encantaba el llano en llamas pero él nomás me daba el avión César: Seasparanoico! Claudio: al principio platicamos cosas chidas le pregunté que si estaba escribiendo algo y dijo que tal vez me pareció raro un poco mamón que me dijera eso se empezó a poner como distante y como triste y sentí que todo lo que decía le entraba por una oreja y le salía por otra y luego me preguntó que de qué quería escribir con esa voz como si estuviera mascando piedras o como de alguien que está borracho pero sin alegría y ahí como que nos volvimos a quedar en silencio César: Cómo en silencio? Claudio: pues sí como si esa pregunta cortara de tajo la plática César: Es normal que te preguntara eso, no? Sobre qué querías que te interrogara? La conquista de Britania? La anexión de Tracia? El uso del español en los bajos de Jalisco? Claudio: Jaja le dije que quería escribir sobre el fuego que la lumbre me interesaba Claudio: Ah, tons le contaste todo César: aguanta pérame tantito, suena el teléfono de marzo de 2012 César: Splash. En ese momento se dio cuenta que había sido oportuno llevar esos lentes de sol. Desde la silla portátil siguió su recorrido. Vio una especie 24

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rodrigo flores sánchez

de nube negra ondulando al fondo, entre mosaicos azules, y volviéndose, poco a poco, más grande. Desapareció y después de unos segundos vio sus dedos apoyándose en el borde. Observó cómo emergía un gorro blanco. Ahora estaba frente a ella. Veía cómo el agua resbalaba por los pliegues oscuros de su traje de baño. Las gotas caían en la duela naranja y formaban un charquito. Sus diminutos senos se insinuaban al igual que su ombligo. Ella se quitó los gogles. Claudio: qué es eso? César: Te late? Claudio: la neta no de quién es? César: No te hagas guaje, es mío, por qué no te gusta? Claudio: no me gustan esas palabras domingueras splash no me late suena falso eso de la chava saliendo de la alberca has visto muchas películas gringas puro soft porno estás utilizando algo algo que te dije por acá en corto lo tergiversas todo César: Tú me dijiste que podía usarlo Claudio: ay sí vini vidi vinci llegas me plagias y me chingas mejor ponte a chambear César: No tengo trabajo. Mi jefe está de vacaciones. Además no ando de huevón, no ves que ando bien pinche productivo? No soy tú que se da la vida literaria yendo a desayunos a casa de Juan Rulfo Claudio: jajaja carpe diem César: Wey, sólo estoy intentando armar una historia con lo que me contaste Además lo de la chava es cierto Claudio: yo no te conté eso 104

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ninguna patricia salía de ninguna terma de caracala no se parece en nada a lo que te dije César: Primero te quejas de que escribo sobre lo que me dices y luego me dices que no se parece a lo que me contaste, en qué quedamos, carnal? Además, el texto no tiene que ver sólo con lo que me dijiste, es sólo el principio de un cuento. Cuándo vuelves por tu desayuno continental a la mansión Rulfo? Claudio: el próximo fin César: Oras. Oye mi cuento tiene que ver más con David Hockney que con Rulfo Claudio: y con las pinturas de pompeya también, no? ya no seas rebuscado César: Conoces a Hockney?, has visto un cuadro suyo que llama A bigger splash? César: jaja Claudio: jaja ¿Sabes de qué trata el cuadro? César no ha recibido tu chat: ¿Sabes de qué trata el cuadro? de marzo de 2012 Claudio: ya estoy acá era rulfo que quiere que nos veamos de nuevo en dos semanas César: A poco vas a ir? No que no? Claudio: pues no pierdo nada con ir me late mucho lo que escribe César: Te preguntaba que si le contaste todo Claudio: todo no sólo que quería escribir sobre el fuego César: No le hablaste de tu idea de escribir con llamas? Claudio: que no César: Qué bueno, si le contabas habría cancelado su ya reconocido almuerzo frugal. Acábame de contar lo del episodio rulfiano Claudio: después de quedarnos sin plática me sacó a un jardín con una alberca 19

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pero muy grande una alberca olímpica pero sin agua con yerba seca y bugambilias pasadas un panteón vegetal me dijo que intentara escribir ideas para mis cuentos él se metió de nuevo a su casa me senté en una sillita de mimbre frente a la alberca el jardín era muy grande se veía que no lo cuidaba mucho no estaba podado estuve mucho tiempo ahí yo no estaba muy inspirado ese día a veces llegaba un perro un cocker color miel con déficit de atención se asomaba a mi cuaderno yo lo tenía que asustar haciendo como que le iba a pegar con el cuaderno luego regresaba y otra vez lo mismo y yo mientras anotaba mis frases así hasta que luego de una hora llegó una chava como de veinte años muy bonita de piel muy blanca y cabellos rosas tenía falda negra y blusa rayada me preguntó que qué escribía le dije que ideas para un cuento dijo que se llamaba antonia que estudiaba en la esmeralda César: ¿Antonia? Qué buen nombre. Sólo conozco a dos personas con ese nombre, Toñita, la del Desafío de estrellas, y la hija de Nerón. Claudio: el caso es que me contó que era nieta de Rulfo empezamos a platicar me dijo que era artista visual 106

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y a ella sí le conté mi idea de escribir la frase esa del llano en llamas intercambiamos mails César: Órale, se ve que te latió la morrita Claudio: algodón el caso es que a ella le latió la idea y de hecho me dijo que quería colaborar estuvimos platicando un rato más César: mucho? Claudio: no tanto dijo que se tenía que ir a clase cuando regresé a la casa rulfo leía el periódico y acariciaba a su cocker que se llamaba nerón César: Nerón? Sí parece nombre de perro Claudio: recuerdo que rulfo le decía ay nerón, cuándo nos llegará otra romita? después nos sentamos en una mesita llena de libros rulfo se puso a leer lo que escribí en mi cuaderno decía que todas mis frases eran maravillosas pero yo sabía que no era cierto, cómo ves? César: Qué raro Deberías escribir un cuento Claudio: jajaja César: O si no, yo lo escribo Claudio: jajaja César: Es buenísima la anécdota Claudio: escríbelo César: Y luego de alabar tus frases qué onda? Claudio: luego le dije que no habíamos hablado de la paga y me dijo te tiene preocupado eso? no tienes sestercios? podemos ser flexibles 107

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estaba como enojado con mi pregunta se fue a las escaleras y se despidió con los labios torcidos me volteó a ver y me dijo nos vemos luego al final regresó su asistente a cobrarme así pasó aquello César: naaa Claudio: sí no me creas es verdad me cobró x hora fueron tres horas en total fue más barato que lo que me cobraba mi terapeuta x 50 minutos. César no ha recibido tu chat: fue más barato que lo que me cobraba mi tera­ peuta x 50 minutos de marzo de 2012 Claudio: ave césar César: jajaja salve oh claudio Claudio: cómo ves K? César: Cómo veo qué? Claudio: que la antonia me escribe César: Qué te puso? Claudio: te encuentro su espístola a ver déjame buscarla Antonia Pérez Rulfo [email protected] Para usuario Hola Claudio: ¿Cómo estás? Le conté a mi abuelo sobre tu proyecto de trazar con fuego la frase de su cuento. Espero que no te moleste. Le gustó la idea. Yo le dije que teníamos lo necesario para montar la obra y que unos compañeros de mi escuela nos prestarían un lanzallamas. Ya sabes que aquí abunda la 22

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gente subnormal, hay de todo, hasta tipos que tienen lanzallamas. También le platiqué que podíamos conseguir el montacargas para subir la cámara y realizar el registro documental de tu obra. Él me dijo que podíamos hacer la acción aquí en la casa de la Roma, en la alberca. Lo vi entusiasmado. Es una buena oportunidad. Sé que vendrás a visitar a mi abuelo el sábado ¿Crees que puedas llegar antes, a eso de las 11 de la mañana? Augusto puede dejar listo todo. Yo creo que en un ratito terminamos y puedes tomar tu asesoría. Besos, Tonia César: O sea que la Toña se te pone generosa Claudio: jaja César: Qué loco Y entonces qué onda? Claudio: pues no sé le escribí a antonia y le dije que me latía la idea tú sabes desde hace cuánto había querido hacer esto César no ha recibido tu chat: desde hace cuánto había querido hacer esto 27

de abril de 2012

César: estás bien ? Claudio: sí C ésar: ya cuéntamelo

todo

salió en todos lados qué hiciste dónde chingados estás

Claudio: qué quieres que te cuente? petrus in cunctis César: Hazte wey Claudio: no seas chismoso César: soy tu amigo, no me chingues, no diré nada, te lo juro, dónde estás? Claudio: no te puedo decir dónde ando pero te cuento lo otro sólo no andes de boquiflojo 109

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ni escribiendo mamarrachadas cuando acabe esta conversación bórrala por fas César: Okas Claudio: bueno ya sabes estaba emocionado éste era mi último proyecto César: Qué proyecto ni que ocho cuartos Ya sabes que ese rollo, tus cosas con el fuego, te han salido baras Claudio: de que hablas? César: Cómo de qué? Te pongo ejemplos? lo de la explosión en el anfiteatro dijiste que era una obra colectiva Claudio: sabes que yo no tuve nada que ver fue idea de Carlos Wieder César: será el sereno pero hay más cosas Claudio: eso fue hace mucho tiempo ni siquiera te imaginas lo que sucedió K si me sigues interrumpiendo ya no te cuento César: Qué pasó? Claudio: pues ese día llegué temprano a eso de las 10 y media me abrió augusto el pinche nerón movía la cola y me lamía los zapatos y hasta se hizo pipí al verme César: canes timidi vehementius latrant Claudio: rulfo y antonia tomaban juguito de naranja junto a la alberca me saludaron efusivamente más bien antonia me saludó efusivamente rulfo me dio la mano pero no dijo nada y parecía triste dijo que se tenía que ir 110

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fue muy extraño pasó por el sauce que había cerca de la alberca dejó ahí unos papeles se me hizo rarísimo antonia me había dicho que le había entusiasmado el proyecto pero no parecía así César: Y de plano se fue? Qué extraño Claudio: lo mismo pienso qué bueno que se fue tal vez sabía algo fue muy raro me dijo paete non dolet César: Órale, qué loco, sepa la bola Y luego? Claudio: luego ya estaba montado todo el teatrito había un montacargas gigante a un ladito de la alberca con una cámara profesional también estaba un tipo que supuse camarógrafo ahí arriba incluso la alberca tenía montones de hojas secas pegadas al suelo las hojas formaban palabras augusto había dejado todo listo me dijo que qué significaba eso que por qué había puesto una pura brasa César: Sí, esa frase me la llevas repitiendo desde que te conozco. Vox populi, vox Dei. Claudio: le conté que era una frase de el llano en llamas él me dijo que por qué no mejor escribía mis propias historias que para qué andaba de cuento o sea de alborotador luego dijo que no era cierto y se puso a reír César: Y cuál fue el chiste? Claudio: antonia dijo muy contenta cuando quieras comenzamos y me señaló donde estaba el lanzallamas 111

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y pues entonces mmm nunca había visto algo así fue emocionante un lanzallamas bueno sólo en la tele y en películas y ahora yo estaba ahí con el lanzallamas me puse la mochila con los cilindros en la espalda antonia me ayudó a abrochármela en youtube había visto videos sobre cómo funcionaban César: No lo dudo Claudio: es más había estudiado todo sobre los lanzallamas que los militares que el badger que el oke el que tenía era muy moderno tenía los dos cilindros pero eran pequeños el de nitrógeno y el de petróleo en realidad no pesaban tanto antonia dio una señal al tipo de la cámara para que comenzara a grabar augusto sostenía una charola con bocadillos entonces desde la orilla de la alberca accioné el lanzallamas y le disparé a las hojas con la manguera que sonaba como silbido se veía muy bonito la lumbre bailando los colores nítidos César: Verga Claudio: el naranja intenso me producía una sensación de tranquilidad y al mismo tiempo de vértigo es difícil decir cómo era empezó a salir mucho humo César: Tú estás loco 112

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Claudio: lo de quemar las palabras duró poquito antonia le dijo corte al de la cámara pero yo seguía disparándole a las hojas y antonia me empezó a gritar corte corte corte pero entonces yo ya no pude parar antonia me dijo toda espantada que me detuviera pero yo ya no hacía caso y entonces comencé a quemar todo el sauce las hojas el jardín la hierba el montacargas y luego la casa y el nerón chillaba es lo único que recuerdo bien su chillido muy muy agudo por el aullido fue que comencé a cantar esa de ganaré la apuesta de tu juego y seré la llama de tu fuego fuego fuego César: ??? Claudio: y cuando me di cuenta ya todo era una pura brasa y ya no había nadie y me quité el lanzallamas y lo dejé junto al sauce había un montón de papeles quemados en uno decía algo así como el acantilado o la cordillera no recuerdo bien luego salí caminando aturdido un poco contento y como sintiendo lumbre en las orejas y había gente en la calle pero no vi ni a antonia ni augusto ni al camarógrafo ni a nerón y mientras me estaba yendo volteé para ver que se veía y sólo vi una luz como muy roja y la casa a mis espaldas César no ha recibido tu chat: y la casa a mis espaldas 113

Guernica J orge J uanes En el cuadro que estoy haciendo, y que titularé Guernica, expreso, como en todas mis recientes obras, mi horror por la casta militar que ha hundido a España en un océano de dolor y de muerte. Pablo Picasso

Nadie puede olvidar que el nombre de la aldea vasca de Guernica duele, lacera. No pertenece tan sólo a un episodio de la lucha de los republicanos españoles contra la barbarie desatada por las fuerzas fascistas en general y el franquismo en particular, encarna también la lucha de los pueblos por la emancipación y la libertad. Hagamos memoria. La aldea vasca de Guernica fue bombardeada por sorpresa e impunemente por la fuerza aérea alemana (Legión Cóndor), el lunes 26 de abril de 1937, justo cuando la aldea celebraba un día de mercado. La mayoría de la población era en ese momento de ancianos, mujeres y niños, ya que no pocos hombres habían partido a los frentes de batalla. Franco y los suyos quisieron exculpar a sus aliados, culpando del hecho atroz a los republicanos. La calumnia no prosperó. El general franquista Mola testifica: “Las bombas incendiarias se han utilizado con gran efecto”. Las noticias de la masacre recorrieron el mundo. La campesina María Hoitia1 recrea lo acontecido de manera inequívoca (30 abril 1937): “Hombres y mujeres que salían de las casas ardiendo, con el pánico en el rostro (…) El suelo estaba sembrado de cadáveres”. 1

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Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, en Guernica, 50 años, unam, México, 1989.

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Pablo Picasso, que no tenía decidida la propuesta que le permitiera cumplir el encargo de la república para el Pabellón Español de la Exposición Internacional de Artes y Técnicas, a efectuarse en París a mediados del año 1937, monta en cólera por el bombardeo nazi-fascista y decide recrear el trágico suceso. Tras ser concluida, la obra no convence a algunos de los representantes del bando republicano, que hubieran preferido –comunistas incluidos– un cuadro “comprensible para las masas”. Picasso escucha a diestra y siniestra que la obra es hermética, elitista, ajena al gusto popular e irreal. Se decepciona, comprende que aquellos que lo critican defienden eso, el realismo decimonónico: testimonios literales del acontecimiento, adobados con la representación panorámica de la ciudad, la iglesia o el ayuntamiento, sin faltar el roble seco, milenario y mítico, origen fundacional de la Guernica eterna, o ciertos tópicos del ser vasco, boinas (txapelas) incluidas. Los hubo que, inclusive, pensaron excluir el Guernica de la muestra parisina. Por suerte, Picasso encontró comprensión y apoyo entre aquellos intelectuales y artistas del bando republicano (podríamos agregar a los amigos franceses) comprometidos con el arte disonante, quienes entendieron de inmediato que el cuadro cristaliza el compromiso entre arte de vanguardia y lucha contra la barbarie. Picasso conoció la masacre de Guernica mediante profuso material fotográfico publicado en los periódicos franceses, la casi monocromía de la obra realizada da cuenta del hecho: blanco, negro, gama de grises… toques en azul. Si algo impera en el cuadro es la presencia por doquiera del pánico desatado por la furia destructiva de los fascistas. Los gritos y las increpaciones de las mujeres dirigidas a las alturas contra las bombas deicidas son esponténeas: observemos el gesto de la mujer pillada cagando, de la mujer en llamas o de la madre con el hijo muerto en brazos. Ni qué decir de la mujer ingrávida, portando un quinqué y asombrada ante la matanza de los inocentes. Gestos enfáticos, escenas en donde las manos, los brazos, los ojos-lágrima, las lenguas afiladas como estiletes, no dejan de expresar lo acontecido; y el caballo que relincha, destripado, de lengua punzante, y el toro protector iracundo que lanza su desafiante mirada al espectador; o el combatiente descuartizado, inculpando a los aviadores de la muerte proveniente de las alturas celestes. Advirtámoslo. Aquí el caballo es caballo; el toro, toro; el fuego, fuego; las mujeres, mujeres de carne y hueso… y la paloma, la paloma de la paz fracturada. 115

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Hay lo que hay: un suceso destructivo que comienza al atardecer y se prolonga hasta el anochecer, tal como lo encarna la luz proveniente de una lámpara eléctrica. Tinieblas, devastación simple y llana, ruinas, heridas incurables, cadáveres. Concierto trágico que impone el ritmo expresivo y moviente de la composición, ritmo contrastado por ordenamientos morfológicos constructivos, estáticos. Las interpretaciones no faltan, las hay que ligan el cuadro con los conflictos personales de Picasso, con Freud y Jung a modo de cicerones, o simple y llanamente con la fiesta de los toros o con un mero ejercicio de formalismo plástico, sin faltar alusiones a pasajes de la Pasión de Cristo. Pero creo que debemos fijar la vista en el hecho nodal e incontrovertible: Guernica denuncia el bombardeo nazi erigiéndose, a la vez, contra las políticas de exterminio. Y vale guardar reservas respecto a la carga simbólica del cuadro. Sobre todo frente a quienes intentan sectarizar ideológicamente el cuadro. Si hacemos un seguimiento de los bocetos preparatorios del combatiente, veremos que en uno de ellos tiene el brazo en alto y el puño cerrado, en un gesto muy de las corrientes de la izquierda. En la versión final, Picasso despartidiza al combatiente, no es comunista, ni socialista, ni anarquista, encarna simplemente la resistencia ciudadana a los enemigos de la libertad y la esperanza de un mundo mejor: repárese en la flor que apresa con su puño. La polémica sobre los símbolos, cierto es, ha ocupado gran parte de los análisis del Guernica. Terciemos. Al entender de muchos analistas la supuesta clave de claves del cuadro-cartel, pasa por descifrar el significado del toro y del caballo. ¿Es el toro el símbolo del fascismo o del pueblo español? ¿Es el caballo el símbolo del fascismo o del pueblo español? Principiemos por el caballo. Basta observar los grabados, dibujos, apuntes o esbozos realizados por Picasso en torno al caballo entre 1933 y 1936, a los que cabe adjuntar lo realizado en las etapas recorridas en la factura de Guernica, para percibir de inmediato que el caballo se encuentra asociado siempre con la nobleza, el desamparo y la indefensión. Por lo que toca al estado final del Guernica, tendríamos que el caballo instaurado en el eje maestro de la estructura general del cuadro, construido mediante un formalismo plástico que responde a escorzos y multiperspectivas sumamente complejas, funge como víctima dramática o, si se prefiere, como imagen sacrificial. El caso del toro es más complejo. Recordemos que Picasso propone –en 116

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la década de 1930– variantes sustantivas que oscilan entre la encarnación fálico-dionisiaca del toro (en los aguafuertes de la Suite Vollard) e imágenes de toros desamparados (también en la Suite Vollard). Existen propuestas en que el toro encarna efectivamente la brutalidad, por ejemplo, dos dibujos realizados a tinta china: Toro corneando al caballo, 1933; Toro despanzurran­ do a un caballo, 1934. Respecto a la brutalidad, otro buen ejemplo sería el óleo Corrida de toros (1934). Tocante al Guernica –tentativas y resultado final– percibimos un giro sustantivo: el toro deja de encarnar la brutalidad y el oscurantismo, inclusive lo dionisiaco, para convertirse en testigo protector y comprometido con el destino de las víctimas. Baste reparar en la humanización sufrida por el animal, el gesto de ira y la cola humeante, para corroborarlo. El toro funge aquí, en rigor, como imagen de la España insurrecta o como símbolo ancestral del pueblo vasco. Lo que resulta indiscutible es que, en manos de Picasso, el toro dista de tener un sentido simbólico unívoco. Y para ilustrar la polémica sobre el toro y el caballo en el Guernica, nada mejor que el debate celebrado en el moma (recuerdo que el cuadro formó parte del museo, en depósito, a partir de noviembre de 1939), corre el año 1947, entre Juan Larrea y Jerome Seckler.2 Para Seckler, apoyado en palabras de Picasso, el toro representa la barbarie y el fascismo, mientras el caballo representa al pueblo. Para Larrea, las cosas eran al revés: el toro es el símbolo español por excelencia, nunca el caballo, algo que los sajones no entienden. Picasso calla. Y ante el silencio del pintor, Larrea le pide –faltaba más– que aclare de una vez por todas el significado del toro y el caballo, pues de ello dependería el sentido político del cuadro. Picasso hace caso omiso del llamado, les recuerda simplemente a los contendientes que estamos ante una obra pictórica y no ante un panfleto político. He aquí las palabras de Andrea Giunta: “Pero el toro es un toro y el caballo un caballo. Hay también una especie de pájaro, un pollo o una paloma, ya no recuerdo, sobre la mesa. Ese pollo es un pollo. Por supuesto, los símbolos… Pero no es necesario que el pintor los cree, de lo contrario valdría más escribir claramente lo que se quiere decir en vez de pintarlo. (…) Hay animales: son animales, animales 2 Para mayores detalles, Andrea Giunta, “El poder de la interpretación (o cómo Alfred H. Barr explicó el Guernica al público del moma)”, en El Guernica de Picasso: el poder de la representación, Biblos, Buenos Aires, 2009).

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masacrados. Esto es todo para mí, el público puede ver lo que quiera.” Por mi parte, me desmarco tanto de Seckler como de Larrea y, en esencia, coincido con lo señalado líneas arriba por Picasso. Pongamos las cartas sobre la mesa. El encuadre edilicio, el toro y el caballo, como el resto del cuadro, figuran a las víctimas de la guerra civil. ¿Y los fascistas? Están fuera y dentro del cuadro. Fuera porque no son fácticamente visibles, dentro porque todo el cuadro responde a las consecuencias producidas por el bombardeo de la aviación, tanto en su ordenamiento morfológico como en la gestualidad expresiva desatada. El bombardeo que comprende el conjunto de la obra lo envuelve todo, está ahí, presente en sus efectos. Estrategia pictórica del fuera-dentro del cuadro que permite, sin equívoco alguno, situar y reconocer a los victimarios (los fascistas) y a las victimas (los resistentes). Resulta lícito reconocer en la guerra moderna, tecnocientífica, efectuada mediante aviones y bombas, la razón-sinrazón que propicia la violencia absoluta y da motivo a la configuración morfológico-constructiva de Guernica. Un golpe de fuerza bruta, plenamente moderno, que no siempre es reconocido como tal. Pensemos que académicos, científicos, empresarios e incluso políticos, han puesto mucho énfasis en resaltar la relación de la tecnociencia moderna con los procesos productivos, la multiplicación de los panes y, en general, con el progreso y el bienestar humanos. Pero se omite que la tecnociencia puede estar además –de hecho lo ha estado a lo largo de la modernidad– al servicio de la muerte y la destrucción. Cierto. Del desarrollo de las fuerzas productivas depende siempre el poder político-militar, esto es, en la medida en que el progreso y despliegue de la tecnología garantizan el éxito militar, la perfección técnica y la guerra pertrechada de armas técnicas se 118

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convierten en un objetivo insoslayable. Y Picasso advierte en los bombardeos de Guernica que la guerra moderna se efectúa mediante el uso de armas forjadas con tecnologías de punta –en su época, el tanque y la aviación– y, por tanto, con la puesta en combate de ejércitos trasformados en instrumentos técnicos. Advierte que el heroísmo de antaño, basado en el cuerpo a cuerpo, en cargas de caballería o en el heroísmo de trinchera (quizá la figura del combatiente alude a ello), tiende a ceder el paso a un conjunto de operaciones mecánicas, frías, distanciadas, con una capacidad destructiva sin precedentes en la historia. Guernica plasma el hecho. Muestra sin tapujos la maquinaria de guerra puesta en marcha por los fascistas al intentar poblar el mundo de escombros, muertes impunes y anónimas, destrozos sin ton ni son. Catástrofe planificada que sólo obedece a una consigna: aniquilar por completo al enemigo, que no quede nada en pie ni testigos acusatorios. He ahí la nueva voluntad de poder concretada como movilización total. La voluntad de poder fascista tiene en los aviones de guerra un aliado formidable, un dispositivo que nada más al ser puesto en acto opera y punto, a grado tal que “los combatientes” despersonalizados sólo tienen que apretar los botones que activan las bombas deicidas. Tarea simple, desmarcada de prejuicios éticos, lástimas o ulteriores remordimientos, ya que el autómata sólo se concreta a cumplir órdenes, las máquinas de guerra hacen el resto. Se sabe que algunos generales nazis consideraron que las bombas utilizadas debían haber sido más potentes, pues se trataba de no dejar huella humana alguna. Guernica da la réplica. Encarna, de manera magistral, el advenimiento de la guerra moderna y sus brutales consecuencias, el punto de no retorno, el grado cero. Violencia impune que lleva en sus entrañas un deseo de aniquilamiento que propicia, entre habitantes desprotegidos, sensaciones de angustia, patentes pictóricamente en una gramática del dolor. No debe sorprendernos que la referencia central del cuadro sean la ira y el grito dirigidos contra los siniestros actores que operan en las alturas. Ira y grito incontenibles –irracionales, si se quiere–, surgidos de cuerpos lacerados antes que de prerrogativas simbólicas. Pierre Cabanne3 recuerda una anécdota sucedida cuando Picasso se encontraba a punto de terminar su cuadro-cartel: “Mientras trabajaba en 3

Pierre Cabanne, El siglo de Picasso, Ministerio de Cultura, España, 1982, t. ii. 119

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Guernica, Picasso recibió la visita del gran escultor Henry Moore, acompañado de Roland Penrose. El cuadro estaba casi terminado y el pintor y sus interlocutores entablaban una discusión sobre el viejo problema de la expresión de la realidad por la ficción de la pintura. Bruscamente, Pablo salió y volvió con un largo trozo de papel higiénico y lo prendió en la mano de la mujer que huye: con ese aditamento, con su rostro despavorido y sus nalgas al aire, la figura cobró de pronto el aire de alguien que ha sido sorprendido en una postura delicada…” Espontaneidad de la reacción de la mujer con “las nalgas al aire” que, al igual que las de otros personajes del Guernica, basta y sobra para echar por tierra el sinnúmero de elucubraciones rebuscadas sobre la obra, propias de teólogos laicos siempre en búsqueda del secretito. Señores intérpretes: lo que se ve es lo que se ve. Sorpresas que da la aventura del arte. Quien entendió sin mayores problemas el significado de Guernica fue el secretario de Estado de Estados Unidos, Colin Powell, que mandó cubrir (5 de febrero de 2003) la réplica en tapiz de la obra perteneciente a las Naciones Unidas, justo cuando la patria del Tío Sam anunciaba al mundo, en boca de su vocero, el inminente bombardeo a Irak. El hecho propició –leemos en El Guernica de Picasso: el poder de la representa­ ción– el puntual comentario de Maureen Dowd en The New Times: “El señor Powell no puede convencer demasiado bien al mundo de bombardear Irak rodeado de cámara de mujeres, hombres, niños, toros y caballos aullantes y mutilados”. Al igual que la obra de Goya en su época, la denuncia de Picasso rebasa el ámbito español convirtiéndose en emblema de resistencia frente a cualquier forma de totalitarismo que, aliado a la tecné moderna, se dispone a dominar el planeta en su conjunto. Atendamos ahora las certeras palabras de Ilya Ehrenbourg: “El cuadro de Picasso es todos los horrores que habían de llegar, Guernica eleva al infinito el cataclismo atómico, el mundo hecho trizas, el triunfo del odio, de la desesperación, del absurdo, de la nada”.4 Michel Leiris pone la cereza al pastel: “Picasso nos envía nuestra esquela de defunción: todo lo que amamos va a morir”. Pasemos página. Basta contemplar los dibujos y bocetos preparatorios de Guernica para percatarnos de inmediato que el resultado no estaba programado 4

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Pierre Cabanne, El siglo de Picasso, Ministerio de Cultura, España, 1982, t. iii.

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de antemano. A Picasso le costó mucho esfuerzo, reflexión y tiempo (del 1 de mayo al 4 de julio) concebir la obra encargada. Dificultad explicable, ya que la masacre desatada por la casta militar pertenece a la ruptura del orden, a la arbitrariedad, a lo demencial. Ello significaba un reto, puesto que encarnar pictóricamente el horror inexpresable requería mostrar que mediante el nuevo orden constructivo morfológico (analítico y sintético), creado por el propio Picasso, era posible explorar una veta expresiva ajena a sentimentalismos naturalistas o caricaturizaciones maniqueas. El entramado formal de Guernica, comprometido con la aventura del arte de vanguardia, vale así como resistencia contra los lenguajes codificados y pone a prueba el potencial de los nuevos lenguajes pictóricos con sus exigencias internas. Estos lenguajes, inéditos, cargan la responsabilidad de inscribir lo circundante en espacios abiertos a la mirada, a la multiplicación de puntos de vista sobre un acontecimiento histórico-político. A Picasso no le gustaba mucho hablar sobre su práctica pictórica, prefería la contundencia de la obra. Pero las veces que da pistas informativas sobre su trabajo lo hace de manera precisa. En referencia a su etapa analítica, confiesa que comenzaba sus obras configurando, en primera instancia, lo que podríamos llamar líneas maestras de la morfología buscada. Ya después, en un segundo acto, agregaba ciertos “atributos” que hacían referencia al asunto considerado: “En esa época estaba haciendo pintura por la pintura misma. Era realmente pintura pura, y a la composición realizada como una composición, recién al final de un retrato, yo le aportaba los ‘atributos’ (…) Los atributos eran los escasos puntos de referencia dirigidos a hacernos volver hacia la realidad visual, reconocible por todos”.5 Por lo que percibimos en las fotos tomadas por Dora Maar sobre el proceso de ejecución de Guernica, caemos en la cuenta de que Picasso procede aquí al revés: parte de los “atributos” particulares y posteriormente se concentra en la composición general del cuadro. Esos atributos responden a la reconfiguración –no cuesta mucho demostrarlo– del conjunto icónico que ocupaba su trabajo por la fecha del Guernica, iconos concernientes a España en particular y a la cultura mediterránea en general. Como lo he venido sosteniendo: cuatro mujeres, un niño muerto, un combatiente, un toro y un caballo, le bastan a Picasso para dar cuenta del terrible 5

Juan Fló (comp. y prol.), Picasso, pintura y realidad, Libros del Astillero, Uruguay, 1973. 121

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e impune bombardeo a Guernica. Los personajes, en consecuencia, sólo cobran sentido en el escenario del acontecimiento recreado por el maestro malagueño. Lo mismo puede afirmarse de la tonalidad casi monocromática, escala que oscila entre el blanco y el negro con algunos toques de azul, luz grisácea provocada por la humareda nacida del fuego exterminador que le otorga al cuadro una uniformidad visual sorda, trágica. Estamos, histórica y pictóricamente, ante un acontecimiento unitario compartido. Unidad a la que responde el orden pictórico e incluso simbólico de Guernica. Ya en la primera jornada de trabajo dedicada al cuadro-cartel, en el esbozo a lápiz sobre papel azul del 1 de mayo de 1937, advertimos una idea sintética de lo que podría ser la composición. Pero en los días siguientes Picasso se dedica, preferentemente, a perfilar los personajes que van a poblar la obra. El toro y el caballo, las mujeres y el combatiente, van a sufrir metamorfosis sustantivas. En el plano de la composición, las figuras van a sufrir también permanentes cambios de lugar. La secuencia de bocetos y las fotografías sobre los diversos estados del Guernica ponen de manifiesto un juego dialéctico entre las partes y el todo.6 Una dialéctica en que los elementos singulares del cuadro (caballo, toro, mujeres…) prefiguran la composición general, e igualmente son prefigurados por ésta. Los elementos son por y para la composición, la composición es por y para los elementos que la conforman. Y en este juego, que al principio tiene referencias del viejo orden pictórico representativo (Arnheim, apartado “Las etapas del mural”), aparecen de un modo sutil estructuras constructivas analítico-sintéticas, amplios planos (por ejemplo, la mesa-plano-triángulo) y perspectivas encabalgadas. Buen ejemplo de ello son el triángulo equilátero que sirve de centro rector del cuadro y los escorzos del caballo y del combatiente. La geometría, la planitud y el andamiaje morfológico (levantamiento piramidal) juegan de esta manera un papel decisivo contrastante con las formas blandas de las mujeres, principalmente de la mujer (¿inspirada en el surrealismo?) que asoma por la ventana con el quinqué. Cerrado hacia abajo, limitado a los lados, abierto a las alturas. Cada parte del Guernica responde a una espacio propio (mujer con hijo muerto, mujer en llamas, mujer con el quinqué, mujer cagando; caballo, toro…). Esto no debe 6 Rudolph Arnheim, El Guernica de Picasso. Génesis de una pintura, Gustavo Gili, España, 1976.

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hacernos perder de vista que el conjunto del espacio urbano (exteriores e interiores) se encuentra totalizado por un espacio común. El espacio propio y el espacio común responden –lo hemos documentado– a una misma unidad dramática (pienso ahora en el vértice de la pirámide potenciado por la verticalidad del quinqué, cuya luz dialoga a la vez con la luz de la lámpara). De manera lenta pero segura, tenemos el privilegio de ver –las fotografías del proceso testifican– cómo Picasso, arrepentimientos de por medio, va armando espacios y elementos iconográficos. Varía, combina, suprime, agrega, equilibra, recomienza; prueba con el color, prescinde del color, prueba con la linealidad estricta, se desmarca de ella; mete elementos figurativos a la vieja usanza, termina por eliminarlos. ¡Ay del pintor que no borra! Tarea intensa en que la pintura toma el mando con miras a mostrar una realidad pictórica, una forma de ver irreductible, un orden propio. Modo de significación que equivale, en Guer­ nica, a un baluarte de resistencia contra las lógicas de poder y los lenguajes caducos. Mientras que en la noche fascista-franquista-totalitaria se pretende aniquilar el mundo de la vida, en la austera ofrenda picassiana iluminada por luces de esperanza se busca la pervivencia y el retorno de lo que palpa y respira. Picasso toma partido, en suma, por la flor que emerge de la muerte. La pintura ha sido siempre meta-pintura. Por muy revolucionario que se sea, ningún pintor empieza sus proyectos ex nihilo. Y nada más fértil que encontrar cómplices en la historia del arte. Picasso los busco por doquier. Pero su aventura es sólo de él. Guernica lo confirma. Los eruditos han encontrado antecedentes en los Fusilamientos y los Desastres de la guerra, de Goya –sin duda, la influencia más relevante–, como en Los horrores de la guerra, de Rubens. En cuanto al combatiente muerto, cabe remitir a una pieza mozárabe del beato de San Severo relativa al Diluvio Universal, siglo xi. Estas referencias, sobra advertirlo, sufren trasfiguraciones creativas que nada tienen que ver con el plagio. Potenciar la herencia artística, reanimarla con usos insólitos, sólo será posible mediante actos de creación radicales. Tales intervenciones trasgresoras rompen con el reciclaje académico de cadáveres. Picasso abre su obra al territorio de la disponibilidad, del despliegue en compañía de los otros. Semejante estrategia de insólito desvío toma partido, en Guernica, por la rebeldía crítica. Resumamos así: Picasso cierra la cicatriz, convierte la pintura herida en desafío libertario contra la muerte. 123

El arquitecto de su caída M arcos P ico R entería a don Henry Florián

I

Sobre las nobles ramas un corazón fibroso expuesto a su simetría Orden natural del mundo: germen, materia Atroz silencio motor de paz El tiempo no comprende ramaje eterno ramaje siervo El espacio nunca es noble gravita dispar Semilla eterna retorno 124

retorno eterna semilla

II

Miembros lentos suben al silencio desafiantes de la altura y de la paz raíz aérea raíz etérea escala sin llegar al azul frondoso, al negro retorno. La ciencia bautiza nunca ha sido un órgano mas esa ciencia busca con nombres nuevos cabeceras antiguas es el ciclo nombra con mínimo entendimiento su existir es el ciclo del hombre con nombres nuevos del hombre con cabeceras antiguas del hombre que nunca ha sido un ser de paz.

III

El negro vientre de inalcanzable grandeza se burla del enano erguido de blanco pelaje con pestañas de vidrio roto y antiguas células: 125

macro ser, ése es el ciclo hombre de blanco ése es el ciclo hombre sin luz ése es el ciclo de hojas negras

IV

Respeta hombre el orden con su sentencia no hay otro final, otro comienzo no nombres lo que es no inventes lo que no caminas

V

Respeta el tiempo La marea El invierno La materia El recreo pareado todo No evadas lo natural Busca tus brazos lentos al silencio crece dispar. 126

Lealtad al fantasma E nrique S erna Pasando por el cielo de los vicios es como se gana el infierno de la virtud. Franz Kafka

Jean-Marie despertó a oscuras, molido de cansancio, con un sabor a flores muertas en la lengua. No recordaba desde cuándo arrastraba esa fatiga invencible, porque su memoria, un campo minado lleno de cráteres, ya no atinaba a distinguir las capas geológicas del pasado. Los recuerdos y las sensaciones del presente formaban ahí adentro un solo mazacote de estiércol. Buscó a tientas el pastillero del buró y deglutió una anfetamina con un sorbo de vino blanco en el que flotaban grumos de ceniza. Palpó el otro lado de la cama con más temor que esperanza de encontrar un cuerpo. Estaba solo, gracias a Dios. Odiaba despertar con desconocidos o desconocidas, a veces con grupos enteros de gente astrosa, sin saber ni siquiera sus nombres, ya no digamos cómo habían llegado ahí. Algunos eran inmigrantes sin techo que luego le pedían asilo. No volvería a cometer el error de acogerlos. Recordó a Babou, aquel senegalés taciturno y parsimonioso que le hizo compañía más de tres meses. Daba poca lata, ciertamente. Se tumbaba tardes enteras en el sofá, oyendo con audífonos su añorada música tribal, salía del baño con el miembro erguido para darse a desear, como un orangután ufano de su buena tranca, y una vez por semana, cuando se prostituía en el bosque de Boloña, volvía a casa con bolsas llenas de comestibles. Pero le dio por ponerse tierno y tuvo que mandarlo al carajo. Quería cariño el muy estúpido. No entendía que un buscador de placer, un adicto a las experiencias límite, puede flaquear 127

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en todo, menos en el cultivo de un egoísmo robusto. Aprovechando una de sus ausencias cambió la chapa de la puerta y pidió al conserje que no lo dejara entrar. Para caricias dulzonas, mejor se compraba un gato. De camino al baño pateó sin darse cuenta una jeringuilla tirada que no tuvo ganas de recoger. La tarea de agacharse era superior a sus fuerzas. Más aún la de hacer una limpieza general. Sobre la vieja alfombra parda y raída se acumulaban los efectos de su indolencia: latas de cerveza, condones usados, colillas, revistas viejas, triángulos de pizza enmohecidos. Como un ejército de ocupación, las cucarachas se paseaban victoriosas en medio de la inmundicia. Veía con ojo crítico esa atmósfera de abandono y, sin embargo, la parte más sincera de su alma se refocilaba en ella. ¿No era, acaso, la mejor escenografía para enmarcar su arrogante dolor de existir? Que los cretinos rindieran pleitesía a la higiene, ese retoño bastardo de la moral: él iba en contra de todas las reglas, de todas las instituciones veneradas. Se asomó por el balcón a la Rue du Fabourg Saint-Denis, en plena efervescencia nocturna, con el arco triunfal erigido por Luis XIV al fondo. Por el bullicio callejero calculó que serían las nueve de la noche. Miró con desdén aristocrático a la gente que cenaba en las terrazas de los cafés, a los ruidosos corrillos de negros que piropeaban a las muchachas, a los ciclistas ebrios de oxígeno, a los señores bien vestidos que sacaban a pasear al perro. Pobres diablos. Todos tenían un proyecto de vida vertebrador y la ilusión de realizarlo tarde o temprano. Escupió los tulipanes de su vecino, en un gesto de repudio a esa humanidad flácida y crédula que todavía buscaba el sentido de la 128

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existencia, o peor aún, que pretendía haberlo encontrado. Cuánto valor le daban a su ridícula fuerza de voluntad. ¿Creían que los gusanos respetaban a los muertos ejemplares? Ningún placer superior estaba destinado a esos tozudos cultivadores del autoengaño. Jamás entenderían la poesía del naufragio, la negra belleza de un alma desmoronada. Aborrecía el agua tanto como los gatos, pero después de cuatro días sin bañarse ya tenía un molesto escozor en el pelo y prefirió meterse a la ducha. Al frotarse con el champú se le cayó un mechón de cabello. Iba que volaba para la calvicie. El médico se lo había advertido: Sufre usted de anemia aguda por falta de una alimentación sana. Las drogas lo debilitan y para vencer la fatiga crónica tiene que drogarse más, en busca de una euforia cada vez más efímera. Sólo una terapia de rehabilitación puede salvarle la vida. Pero ningún galeno lo haría claudicar jamás, ni lo intimidaba en absoluto su prematuro envejecimiento. A los 28 años parecía de 40, ¿y qué? ¿Iba a transigir con los valores del rebaño? Al diablo con la vida ordenada: él había nacido para cabalgar relámpagos. En el espejo del lavabo contempló su pálido rostro de alucinado, con la piocha rojiza, la sinuosa nariz varias veces rota, el maxilar agudo como la punta de un sable y esa mirada de perplejidad inocente que parecía asomarse a la realidad desde un mundo remoto. La argolla incrustada en el tabique nasal, que tanto le fastidiaba cuando tenía que sonarse los mocos, le confería sin embargo un perverso encanto de chamán cavernario. No era guapo ya, desde luego y, sin embargo, las huellas de su prolongado coqueteo con la muerte lo colmaban de orgullo. Eran sus títulos de nobleza, sus entrañables heridas de guerra. Cuando buscaba unos calzoncillos sonó su teléfono celular: lo llamaba Hubert, para invitarlo a un rave de disfraces en una bodega abandonada de Sarcelles, un suburbio pobre de París. –Te va a fascinar, estará lleno de adolescentes lumpen, canallas y calientes como te gustan, y toca un dj argelino que pone a la gente loquísima. La invitación era en realidad el motivo secundario de su llamada. Enseguida Hubert le pasó la factura: –Ando muy escaso de cristal. Por favor, cómprame un par de bolsitas. El que vende tu dealer es una bomba. Yo te lo pago cuando reciba mi pensión, ¿de acuerdo? 129

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–Está bien, pero con esto ya me debes 200 euros. Pobre Hubert, siempre pidiendo limosna. En materia de adicciones vivía a expensas de Jean-Marie, pero él lo toleraba porque, a trueque de su parasitismo, Hubert lo había introducido al bajo mundo de los pandilleros magrebíes, a quienes adoraba servir como esclavo sexual. Financiaba sus vicios porque sin ese idiota útil, sin ese contacto con el mundo exterior, hubiera caído en el encierro autista y no le convenía distanciarse tanto del género humano. Sacó del clóset un caftán verde con vivos dorados, herencia de Babou, y lo complementó con un vistoso gorro senegalés. En la calle, la primera ráfaga de viento le produjo un fuerte mareo. Cuidado, llevaba muchas horas sin probar bocado y podía desmayarse de inanición. En la crepería de la esquina se compró una crepa de jamón y queso, pero al cuarto mordisco sintió náuseas y tuvo que arrojar el resto a la basura. Su cuerpo rechazaba el alimento o, más bien, la vulgar obligación de engullirlo. En la entrada de la estación Chateau d’Eau abordó a Dimitri, su proveedor de droga, un corpulento rumano con el rostro picado de viruela. Le entregó con disimulo un billete de 50 euros y a cambio recibió una bolsa de papel de estraza con cuatro bolsitas de escarcha azul. En el andén, una madre joven que llevaba de la mano a sus dos hijos se cambió de banca al verlo venir hacia ella y dentro del vagón sintió que la gente lo miraba con recelo, seguramente por su palidez de alma en pena, incompatible con ese atuendo africano. Le tenían miedo. ¡Bravo! Había logrado ser un indeseable compañero de viaje, una amenaza para cualquier persona civilizada y decente. Fuera de mi camino, ábranle paso al ogro. No quiero ver las fotos de mis nietos en la mecedora. Elegí consumirme de prisa, pasar por este mundo como una llamarada y, aunque les parezca un aborto de Satanás, no me cambiaría por ninguno de ustedes. ¿Entendido? Después de un largo trayecto con dos transbordos, se apeó del tren suburbano en la estación de Sarcelles, donde ya lo esperaba Hubert, vestido con un poncho peruano y una ridícula gorra de la Legión Extranjera. Era un alfeñique rubio, con ojos amarillentos, nariz bulbosa y mejillas hundidas. La caída de los dientes frontales inferiores, consecuencia de su adicción al cristal, lo había convertido en un adefesio. Tenía los pantalones húmedos de orina y, a juzgar por su hedor, había comenzado a pudrirse en vida. Estaba tan urgido de un pinchazo que se ocultó a dárselo detrás de un contenedor 130

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de basura, mientras Jean-Marie montaba guardia en la banqueta. Calentar el veneno en una cuchara, ponerse la ligadura en el antebrazo y aplicarse la inyección le llevó un santiamén. El flamazo en las neuronas le devolvió los colores del rostro y de camino a la fiesta daba saltitos de júbilo, como un niño a la hora del recreo. Pobre bestia, pensó Jean-Marie, mirándolo con lástima, desde su elevado estatus de drogadicto sofisticado y rico. Heredero de una fortuna que no alcanzaría a derrochar en toda una vida de excesos, él sólo consumía drogas finas inasequibles para la masa, que jamás le convidaba a ese paria. Lo quería como se puede querer a un perro, pero los perros comían croquetas, no los platillos suculentos de sus amos. En la entrada de la bodega transformada en salón de fiestas, Hubert pronunció la contraseña exigida por los organizadores: “Va te faire foutre”, y Jean-Marie pagó las entradas con su tarjeta de crédito. Después de pasar por un detector de metales, se abrieron camino a empellones entre una turbamulta de jóvenes convulsos que bailaban en estado de trance, los ojos cerrados y el cuerpo erizado de voltios. Había de todo: bailarinas de ballet, soldados, ayatolas, rabinos, odaliscas, geishas en kimono, jugadores de rugby. A espaldas de Hubert, que ya saltaba como un simio, Jean-Marie deglutió una pastilla de éxtasis holandés, el mejor que se podía encontrar en Europa. Integrado a la euforia colectiva, bailó una interminable tanda de piezas electrónicas, hasta perder el resuello y la noción de la realidad. Los latidos de su corazón retumbaban como batacazos, siguiendo el compás de la machacona pista de sonido, que en cada repetición hipnótica desataba más y más las amarras de su conciencia. Ser una máquina inconsciente, un imantado cable de alta tensión, compenetrado con la sístole y diástole del universo. ¡Oh, gloria del sinsentido! ¿Acaso existía una ambición más alta? Sediento y rendido, se acercó a la barra de smart drinks, atendida por un transexual robusto con peluca verde y minifalda de lentejuela. Se bebió el brebaje a pico de botella, sin pausas para respirar. Recobrado el aliento, deambuló un rato entre la tentadora muchedumbre de cuerpos sudorosos. El éxtasis lo había puesto caliente. Más le valía buscar pronto una aventura sexual, antes de que otras aves rapaces le dejaran las sobras del banquete. Exploró la zona menos congestionada de la fiesta para alejarse lo más posible de Hubert, pues detestaba llevarlo pegado como estampilla y, sobre 131

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todo, tener que aspirar su hedor. Donde terminaba la nave principal de la bodega comenzaba una sección de viejos depósitos de grano, separados por delgadas paredes. Caminó despacio por el pasillo central, husmeando a izquierda y derecha. En el umbral de cada celda encendía la pantalla del celular para ver qué había adentro: una lesbiana sádica azotando a otra sumisa, vestidas ambas de cuero negro; un adicto en plena crisis de ansiedad que se daba topes contra la pared, mientras su novia sonreía en estado catatónico; una muchacha vomitando, rodeada de patanes que le aplaudían; un racimo de futbolistas noqueados por la sobredosis. En el penúltimo cuartucho encontró a un punk de cabello color violeta, larguirucho y pálido, que fumaba piedra con un trozo de antena improvisado como pipa. Tenía largas uñas puntiagudas pintadas del mismo color de su pelo, un gesto de coquetería que le hizo dudar de su virilidad. Junto a él, su aparente pareja, una rubia gorda con la cara llena de granos, se masturbaba echada en un jergón, con la falda enrollada en la cintura. Abismado en el crack, el punk ni la miraba. A pesar de su marcada predilección por los varones, de vez en cuando Jean-Marie condescendía a las aventuras con mujeres, y excitado por la procacidad de la escena, le ofreció su verga firme a la gorda menesterosa. Ella la empuñó con gula, pero antes de mamarla dirigió una mirada al punk aletargado, que le dio su permiso con una displicente inclinación de cabeza. Jean-Marie no se dio por satisfecho con sus habilidades bucales y mientras acariciaba el pelo de la gorda, que mamaba con devoción, lanzaba insistentes miradas bragueteras al punk esmirriado, que lo desairaba con aires de proxeneta castigador. Pero cuando la gorda se puso en decúbito prono, y Jean Marie tuvo la cortesía de penetrarla, el punk respondió por fin a sus provocaciones. Como si tuviera un repentino ataque de celos, escupió la cara de su insolente rival, le propinó cuatro nalgadas recias y lo penetró con lujo de rudeza. Al parecer la pareja tenía un largo fogueo en materia de tríos, pues en ese momento la gorda aceleró los movimientos pélvicos, en perfecta sincronía con los vigorosos embates de su compañero. Jean-Marie disfrutó hasta el delirio la verga punitiva de su violador. La gorda, en quien volcaba la dinamita que recibía por el ano, gemía y jadeaba con los ojos estrábicos. Cuando el punk le jaló con crueldad las argollas de las tetillas, Jean-Marie por poco se viene de gozo. 132

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–¡Más fuerte, así, arráncame la piel! Entonces oyó unos pasos sigilosos. Era un mirón disfrazado de fraile, con hábito negro y capucha, que tal vez deseaba unirse a la orgía y se detuvo en el umbral del cuarto. Sin dejar de cumplir su faena pasiva y activa en el sándwich, Jean-Marie trató de verle la cara, iluminada a medias por las luces estroboscópicas. Fue como verse al espejo: el fraile curioso era su vivo retrato, un hermano gemelo con huraño gesto de inquisidor. Cruzaron una mirada de perplejidad. A juzgar por su rígida palidez, el doble se había espantado o asqueado. Antes de que la gorda y el punk notaran su presencia, hizo un discreto mutis y huyó despavorido. Al terminar el trío, que ya no pudo gozar como antes, Jean-Marie lo buscó por toda la fiesta con una extraña sensación de orfandad. Presentía que ese doble había querido decirle algo, que su aparición era una advertencia. Vio a otros dos jóvenes con sotana, sin el menor parecido con él. Se había esfumado y nadie había visto a un monje con hábito negro. De vuelta en casa, con los nervios en llamas, necesitó una buena dosis de heroína inyectada para serenarse. ¿Las drogas habían distorsionado sin remedio su percepción de la realidad? No podía descartar que las oficinas más intoxicadas de su cerebro hubieran engendrado esa alucinación. Peores cosas veían los alcohólicos bajo el influjo del delirium tremens. Pero su doble tenía un obvio propósito de condena moral, por algo iba vestido de fraile. Reprobaba su vida pecadora y buscaba, sin duda, infundirle remordimientos. ¿Con quién creía el estúpido que se estaba metiendo? La moral judeocristiana siempre le había dado risa. No era uno de esos católicos renegados que después de reprimir sus instintos por largo tiempo blasfeman o cometen sacrilegios con un frenesí proporcional a su fe de antaño: él no creía en nada y se cagaba en los diez mandamientos. Desde luego, los psiquiatras podrían explicar la aparición con argumentos científicos, pero le pareció más refinado y poético asumir que tenía un fantasma. No se trataba, por suerte, de un fantasma vengativo y torturador como los que abundaban en las películas de terror. En vez de asustarlo, el fraile había huido muerto de miedo. Era un fantasma cobarde, con una debilidad impropia de su estirpe. Quizá fuera un antepasado suyo que venía del otro mundo a exigirle que se enmendara. Pero si quería devolverlo al redil del Señor, ¿por qué había salido corriendo? 133

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Un pesado sopor sin descanso lo mantuvo dormido todo el día y despertó, como de costumbre, a las nueve de la noche, los músculos triturados por su fatiga milenaria. En la ducha se le cayó otro mechón de cabello, aún más tupido que el anterior. Con ayuda de un espejo de mano logró verse la coronilla: el mechón caído le había dejado una especie de tonsura. ¿Otro mensaje de su alter ego? In nomine patris et filii et spiritus sancti, se santiguó en broma. Ironías de la vida: su aspecto iba cobrando un aire monacal, acentuado por los pinchazos repartidos con equidad en su agujereado pellejo de yonqui. La aguja hipodérmica era un instrumento de penitencia más eficaz que los viejos cilicios. Con tantas llagas y cicatrices nada tenía que envidiarle a los estigmas de Cristo. Y como se estaba quedando en los huesos, su delgadez denotaba un desprecio igualmente frailuno por los festines del paladar. Tal vez hubiera un puente secreto entre la mortificación de la carne y el hedonismo salvaje, entre la virtud militante y el vicio escabroso, entre la concupiscencia del libertino y la ataraxia del santo. Descubrirlo sería su mayor victoria personal, el galardón que se merecía por haberse alejado tanto del conformismo pacato y mediocre. Estaba en mitad de ese puente, pero no alcanzaba a ver dónde terminaba. Y quizá se drogaba tanto, quizá se columpiaba entre la lujuria y el sufrimiento, para ver qué había más allá, en la otra orilla de sí mismo. La providencial aparición del fantasma le ofrecía en bandeja la oportunidad de culminar ese proceso de autoconocimiento. No debía, entonces, temerle a sus reproches directos o indirectos, sino aceptar su desafío con ánimo retador. Tenía por fin un aliciente para cometer pecados de mayor calibre. Cerca de su edificio, en un puente del canal Saint-Martin, solía tumbarse un borrachín andrajoso que en la cruda pedía limosna y en la borrachera sostenía discusiones acaloradas consigo mismo. Cualquiera podía advertir que ese desecho humano estaba pidiendo a gritos una eutanasia. Y si no la pedía, alguien debía vacunarlo contra la falta de dignidad. A las cuatro de la mañana, envalentonado por dos rayas de coca, salió armado con un tubo que ocultó debajo de un grueso abrigo de lana. El frío calaba los huesos, el canal estaba desierto, ni un alma transitaba por las calles. Con una excitación casi sexual se acercó al lastimoso guiñapo, que tiritaba de frío. El infeliz ni siquiera pudo meter las manos. Hecho un ovillo aguantó la andanada de tubazos en el 134

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cráneo, en las costillas, en las piernas, soltando chillidos de rata, hasta quedar convertido en una empanada de carne tártara. Cuando exhalaba el último aliento, el fraile apareció de rodillas en las aguas del canal, con el gesto contrito de un mesías ultrajado. Alzó el crucifijo que pendía de su cuello y se lo mostró a Jean-Marie, como si quisiera practicarle un exorcismo. ¿Qué diablos quieres?, gritó, procurando disimular su miedo. A lo lejos clamaba justicia una sirena de policía. Salió corriendo para ponerse a salvo, la cara oculta entre las solapas del abrigo. ¿Lo habrían visto desde alguna ventana o su doble había llamado a la patrulla? Al día siguiente, al leer las noticias en internet, descubrió con alivio que ningún testigo de este mundo había presenciado el crimen. Desde entonces tuvo la certeza de que el fantasma lo observaba en todo tiempo y lugar. Sus pecados lo mortificaban, pero no perdía la oportunidad de contemplarlos. ¿Masoquismo o tenacidad redentora? ¿Quería salvarlo a fuerza de apariciones? Resuelto a ganar el juego de vencidas, en las semanas siguientes lo obligó a presenciar la violación de una niña de seis años, la decapitación de un perro drogado, el incendio de un asilo de ancianos, el artero homicidio de un minusválido a quien derribó de su silla de ruedas y arrojó al Sena. El fantasma lloraba, se daba golpes de pecho, rasgaba su hábito, lo rociaba con agua bendita que se evaporaba antes de mojarlo. Parecía atormentado por su impotencia, pero Jean-Marie no podía sentirse vencedor, pues tampoco salía ileso de esas confrontaciones. La mirada del doble, acusadora y compasiva a la vez, encerraba un enigma perturbador sobre su propia naturaleza. Nadie lo conocía tanto como él, y su aparente inferioridad encerraba una amenaza indefinible. Tal vez sepa algo de mí que yo ignoro, pensaba, o guarda un secreto que podría destruirme. A solas en su guarida, 135

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cuando la duela del piso crujía o el viento azotaba las ventanas abiertas, encendía la luz tratando de pillarlo y gritaba con furia: ¡Respóndeme de una vez! ¿Quién eres y a qué has venido? Por esos días, un viejo compañero del liceo, Serge Mornard, lo invitó al coctel anual de la Sociedad de Arquitectos en el viejo convento de Les Récollets, remodelado desde hacía tiempo para albergar una residencia de escritores y artistas. No había visto a Jacques en los últimos doce años ni tenía nada que hacer en ese coctel. Dedujo que su nombre figuraba en una lista de amigos no actualizada. Lo habían invitado por error, pero no se necesitaba ser un adivino para ver en esa casualidad otra señal del fantasma. Vivía muy cerca del ex convento y cada vez que pasaba por el portón con herrajes de su antigua iglesia, de camino a la Gare de l’Est, lo invadía un vago desasosiego, que había atribuido a su temperamento mórbido y depresivo. Ahora veía claro: de ese edificio adusto emanaban, sin duda, vibraciones magnéticas imperceptibles para el resto de los mortales. Buscó datos en Wikipedia para documentar su corazonada. Los agustinos recoletos, una orden ascética y contemplativa fundada en España en el siglo xvi, vestían un hábito negro idéntico al de su doble. Es una celada, pensó, me quiere llevar a su territorio. Y si no caigo en ella creerá que me intimidó. Se puso el único atuendo de persona respetable que guardaba en el clóset, un traje gris perla de Giorgio Armani, y, para pasar inadvertido, llegó una hora tarde al coctel, cuando el antiguo refectorio del convento ya estaba abarrotado de socialités. Dentro del antiguo templo, comunicado con el refectorio por una puerta ancha, tocaba un conjunto cubano, y, a su alrededor, los invitados jóvenes bailaban con más entusiasmo que ritmo. Saludó a Serge Mornard, que ni siquiera se acordaba de su nombre, pero como buen agente de relaciones públicas le agradeció efusivamente su asistencia. El bullicio de la gente guapa y distinguida, risueña hasta la falsedad, exacerbó su misantropía. Si pudiera, mandaría al paredón a consumados maestros en el arte de prostituir la amistad. Los odiaba por hipócritas y frívolos, pero sobre todo, por su falta de valor para asumir el sentido trágico de la vida. Los meseros de smoking pasaban ofreciendo canapés y copas de champaña. Cuidado, su aislamiento no tardaría en hacerse notar y, en las lides sociales, la soledad era una especie de roña. 136

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Tomó el pasillo que desembocaba en los baños y abrió la puerta del fondo. Era el cuarto de trebejos del personal de limpieza. Se acurrucó entre las escobas y las cubetas, con la puerta cerrada por dentro. Sacó dos bolsitas de plástico, una con heroína y otra con cocaína, las mezcló en una cuchara y con el fuego del encendedor se preparó una inyección de speedball. El coctel de drogas le provocó una ráfaga de euforia paradójicamente sedante. Se sintió un coloso invulnerable con el universo en el puño. A lo lejos, los murmullos de la gente bonita y los acordes del son cubano le recordaban su exclusión de un mundo al que no sentía ningún deseo de pertenecer, pues había convertido esa oscura covacha en el epicentro del cosmos. Cuando despertó, a las cuatro de la mañana, los asistentes al coctel ya se habían largado. Aún bajo los efectos de la droga, con una dulce modorra, equidistante de la lucidez y la ebriedad, salió del escondrijo procurando que la puerta no rechinara, pues temía toparse con un mozo de limpieza. Ni un alma, tal vez harían el aseo al día siguiente. Se deslizó entre las mesas atiborradas de botellas y copas, en dirección a la antigua iglesia. Al abrir el pesado portón, el escenario se transfiguró. Estaba en un templo barroco del siglo xvii, con un retablo de hoja de oro que refulgía a la luz de los cirios. Las rústicas bancas de pino denotaban el desapego de la orden recoleta a los deleites mundanos. El lujo era para Dios; para ellos, las penurias y las privaciones. Los óleos con escenas de la vida de San Agustín y los bajorrelieves con las estaciones del viacrucis creaban una atmósfera opresiva de solemnidad y recogimiento. Escuchó un bisbiseo que provenía de los confesionarios, ubicados en la nave izquierda, junto a la imagen de la Inmaculada Concepción. Debe de ser él, pensó, me está llamando a su encuentro. Un superior de la orden, del que sólo pudo ver los faldones de la sotana por debajo de una cortina negra, escuchaba en confesión a un fraile encapuchado. Como el fantasma se había esfumado tantas veces, ahuyentado por su presencia, Jean-Marie se ocultó detrás de una columna para escucharlo a hurtadillas: –Me acuso, padre, de alojar pensamientos inmundos en la purulenta sentina de mi alma. Justo ahora, cuando creía haber vencido los apegos sensitivos que provienen del cuerpo, el demonio se ha enseñoreado de mis sueños y cada noche me tienta con espantables visiones. 137

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–¿Qué visiones? –preguntó el confesor. –Son tan repugnantes que me avergüenza referirlas. –No podré darte la absolución si me ocultas tus pecados. Por más negros que sean, debes confiar en la infinita misericordia de Dios. –Lo haré, padre. Pero temo que, por haber imaginado tales bajezas, no sea digno ya de servir a nuestro señor Jesucristo. Le juro que he luchado por divinizar el dolor, como lo manda nuestra regla monástica, pero cuando creía haberlo conseguido, cuando avanzaba con paso firme por la vía purgativa, que limpia el alma de todo aquello que la inficiona, empecé a soñar con pecados horrendos, cometidos por mí en un mundo futuro, tan vil y depravado como la Roma de Domiciano o la pérfida Babilonia. En mis visiones gozo con el dolor, pero no a la manera prescrita en los capítulos definitorios de nuestra orden. Me clavo agujas en todo el cuerpo, pero en vez de purificarme el espíritu introduzco en mis venas un diabólico filtro narcótico, una especie de beleño que me aletarga y predispone a los placeres carnales. Y esto es, padre, lo que más me alarma. En esas visiones, desdoblado como un monstruo bifronte, con el alma repartida en dos cuerpos, soy un libertino sodomita, peor todavía, un demonio engreído y soberbio que se cree superior al prójimo, como si la vileza fuera un timbre de orgullo. Visito las ergástulas infernales, pobladas por pecadores tan abominables como los vestiglos pintados en los lienzos del Bosco. Danzan con lascivia en oscuros galerones, oyendo chirridos y retumbos, como los que según las escrituras anunciarán el apocalipsis, y en medio de la batahola se ayuntan bestialmente sin recatarse de los demás, ya sea hombre con mujer o en infames actos contra natura. La primera vez que vi a mi fantasma, gozaba a la vez como hembra y varón, ensartado entre un brujo y una mujerzuela. Dios me perdone por tener una imaginación tan sucia. Iba vestido con una extraña túnica, y cuando cruzamos una mirada desperté bañado en sudor, avergonzado y contrito, pero debo admitirlo, con el miembro duro como un leño. Desde entonces procuro combatir el sopor rezando novenarios de rodillas, pero la fatiga me vence y en la madrugada, antes del toque de maitines, vuelvo a ese mundo abyecto, lleno de pecadores contumaces y máquinas pavorosas, en el que Satanás ha sentado sus reales. –¿Llevas mucho tiempo teniendo sueños impuros? –No puedo precisarlo, pero me ha parecido una eternidad. 138

lealtad al fantasma

–Debiste confesarte de inmediato. ¿Cómo te has atrevido a guardar tanta ponzoña en el alma? –Perdone, padre. Creí que con la ayuda del Señor podía vencer al enemigo malo, o vencerme yo mismo, para ser más justo. Hago todo lo posible por ahuyentarlo, pero con él no valen trisagios ni admoniciones. Tal parece que se solaza torturándome con sus desmanes. De la depravación ha pasado al crimen, de la lujuria a la sevicia. Mata, viola, humilla a los débiles con la saña de un verdugo engreído. Su infinita soberbia nunca se sacia y temo que sus bajezas me debilitan cada vez más. Si comparto aunque sea un adarme de su egoísmo, no merezco el perdón de Dios. Sé que Lucifer pone a prueba el temple de los santos varones con visiones malignas, pero ellos lo derrotan con su fe inquebrantable. He procurado seguir su ejemplo, sabiendo que el rencor de Satanás nada puede frente a la omnipotencia de Dios, pero tengo muy flaca la voluntad, si acaso la voluntad gobierna los sueños. Podría jurar que me acecha ahora mismo, mientras le desnudo las postemas de mi alma, y escarnece con risas tabernarias mi sincero arrepentimiento. Jean-Marie había escuchado la confesión con una mezcla de estupor y humildad trágica. Toda una vida consagrada a cumplir los caprichos perversos del cuerpo y ahora resultaba que su cuerpo era un espejismo. Comprendió el misterio encerrado en sus despertares nocturnos, en la pérdida del cabello, en el sueño sin reposo, en el hoyo negro de su memoria. El recoleto atormentado, su amo y señor, apenas le había concedido una brumosa ilusión de vida. Todo era un embeleco, hasta esa confesión. Sin duda, el monje la estaba soñando, como soñó la orgía en la fiesta, los piquetes de heroína, los crímenes sin castigo. A la luz de los cirios descubrió que su mano se había vuelto traslúcida. Podía ver a través de ella las bancas de la iglesia. Pese al dolor de constatar su insignificancia, trató de aferrarse a la última brizna de orgullo que le quedaba y se acercó lo suficiente para susurrarle al oído: –Está bien, tú ganas. No tengo un fantasma, el fantasma soy yo. De día me maldices, por las noches pecamos juntos. Cuanto más porfíes en alcanzar la pureza, más atizarás el fuego de tu perdición. Acudiré con diligencia a tus invocaciones. Me odias tanto como yo te desprecio, pero sé que en el fondo nos guardamos lealtad. 139

Tres poemas D onna S tonecipher Versiones de Cristián Gómez Olivares ciudad modelo (1)

Fue como darse cuenta de a poco un invierno de que hay edificios nuevos creciendo por toda la ciudad, y luego percatarse de que cada uno de ellos es un hotel. *

Fue como pensar en todas esas habitaciones vacías durante la noche, todas esas habitaciones vacías construidas para albergar una ausencia, mientras yaces en tu cama durante la noche, incapaz de dormir. *

Fue como la sensación de caerse a través de la “o” de model city [1] // It was like slowly becoming aware one winter that there are new buildings going up all over your city, and then realizing that every single one of them is a hotel. // It was like thinking about all those empty rooms at night, all those empty rooms being built to hold an absence, as you lie in your bed at night, unable to sleep. // It was like the feeling of falling through the ‘o’ in ‘hotel’ as you almost fall

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“hotel”, así como casi te quedas dormido en tu propia cama, la cama que posees, atrapado al último por la propiedad, la propiedad de tu yo completamente-despierto. *

Fue como rendirse ante tu propiedad de ti mismo e ir hasta la ventana para afuera todas esas versiones de la palabra “hotel”, sutilmente iluminadas, anunciando sus nómadas ausencias a lo largo y lo ancho de la ciudad.

ciudad modelo (2)

Fue como desviarte de tu destino para visitar una ciudad modelo al lado de una mina de hierro, un ejemplo de planeamiento urbano, su muy espaciado alumbrado público arrojando modestos conos de luz sobre la oscuridad de la vida humana. asleep in your own bed, the bed that you own, caught at the last minute by ownership, the ownership of your wide-awake self. // It was like giving in to your ownership of yourself and going to the window, looking out at all the softly illuminated versions of the word ‘hotel’ / announcing their shifting absences all over the city. model city [2] // It was like driving out of your way to visit a model city built next to an iron ore mine, a paragon of city planning, its well-spaced streetlamps casting small cones of light upon the darknesses of human life. // 141

*

Fue como llegar a la más abandonada de las ciudades modelo y ser incapaz de discernir las características que la hacen una ciudad modelo, debido a que todas sus características ya han sido incorporadas a otras ciudades, debido precisamente a que eran modelos. *

Fue como manejar con las ventanas del auto abajo por la calle principal de la ciudad modelo donde todas las puertas y ventanas estaban tapiadas, y sospechar que te equivocaste de ciudad modelo, que la nueva ciudad modelo, la ciudad modelo que buscabas, está lejos. Muy lejos. *

Fue como estar bajo un cono de luz arrojado por ese muy espaciado alumbrado público de la ciudad modelo equivocada, con todas sus ideas arrancadas, sus puertas y ventanas tapiadas escondiendo aspiraciones hacía mucho olvidadas para una ciudad modelo. It was like arriving in the mostly abandoned model city and being unable to discern the features that make it a model city, for all its features have been incorporated into other cities, because they were so model. // It was like driving down the boarded-up main street of the model city with your windows down, and suspecting that you have come to the wrong model city, that the new model city, the right model city, lies far off. // It was like standing in a cone of light cast by one of the well-spaced street-lamps of the wrong model city, mined of all its ideas, its boarded-up win- / dows hiding long-forgotten aspirations for a model life. 142

ciudad modelo (3)

Fue como pasar por una pequeña tienda debajo de una pasarela, una tarde cualquiera en una zona desconocida de una ciudad conocida, y darse cuenta de que cada uno de los artículos a la venta eran azules. *

Fue como parar en la pista por la que venía afuera de la tienda de artículos azules y estirar el cuello para mirar más de cerca por la vitrina, sobre una parte de la cual se refleja –azul– el cielo. *

Fue como mirar atónito los artículos azules, al cielo azul-claro, azul Francia, sets de lápices azules con forma de no-me-olvides y poleras, peines y copas de huevos, apartándose ellos mismos del reflejo del azul del cielo.

model city [3] // It was like passing by a small shop under an overpass one afternoon in an unfamiliar part of a familiar city, and noticing that every single article for sale in it is blue. // It was like stopping in one’s tracks outside the shop of blue articles and leaning in to gaze closer through the window, over part of which is reflected the blue sky. // It was like gazing transfixed at the blue articles, at the sky-blue, royal-blue, forget-me-not blue pencil sets and T-shirts, hairbrushes and egg cups, detaching themselves from the reflection of blue sky. //

143

*

Fue como saber que tú nunca habrías pasado por la tienda si hubiera estado en una zona conocida de la ciudad, y esa familiaridad con la tienda azul sólo hará esta parte de la ciudad aún menos –perpetuamente– familiar.

It was like knowing that you would never have passed by the shop in the familiar part of the city, and that familiarity with the blue shop will only make this part of the city even more –perpetually– unfamiliar. 144

La vigilia de la aldea

La trampa y el milagro F abio M orábito Daniel Samoilovich, Siete colinas de jade, conaculta, México, 2015, 276 p.

Eugenio Montale, al referirse a Umberto Saba, poeta al que tenía en la más alta estima, lo definió como un poeta “de ocasión”, y acotó que lo decía en el sentido más elevado del término. Su acotación no era superflua, considerando que se ha entendido tradicionalmente como poesía de ocasión aquella que suele acompañar acontecimientos de cierto empaque mundano, como una boda, un bautismo o un funeral. El propio Montale escribió algunos poemas en ese tenor, pero también tituló uno de sus libros Las ocasiones, un libro fundamental en su trayectoria poética. En él, abandona la idea de la poesía como canto, es decir como manifestación de un don innato que, a la manera de una llave maestra, le permitiría al poeta penetrar en todas las facetas de la realidad, y se inclina por una poesía avocada al registro de ciertos acontecimientos puntuales, a me­ nudo nimios. Esos acontecimientos son las “ocasiones”, que parecieran encerrar

en su aparente intrascendencia una clave secreta para el esclarecimiento de algo importante en la vida tanto del poeta como de los otros. A esa estirpe de poetas de ocasión, dicho en el sentido montaliano del término, pertenece Daniel Samoilovich, por cierto un asiduo lector de Montale, a quien rinde un tácito homenaje en uno de sus poemas a través del personaje de Marforio, un interlocutor imaginario que el poeta italiano se inventó para redactar en forma de entrevista sus ideas acerca de la poesía. Siete colinas de jade reúne en forma antológica la poesía escrita por Samoilovich desde su primer libro, publicado en 1973, hasta 2009. Abarca treinta y seis años de trabajo y ocho libros de poemas. Desde el poema que abre la antología, encontramos la evocación de una experiencia nimia pero imborrable, característica de una poética que se rehúsa a abrazar la realidad de manera abarca145

dora y prefiere la anotación de un momento aislado, ante el cual el propio poeta se declara relativamente extraño. No es casual que muchos de esos poemas se presenten en forma de “postales”, esto es, de momentos captados durante algún viaje, incluso de viajes de la más pura cepa turística, pues es en los viajes donde más a menudo la realidad nos muestra datos y pliegues iné­ ditos, no necesariamente llamativos ni espectaculares. En este primer poema, pues, el poeta, que se encuentra en alguna localidad no especificada, ve unas colinas donde sólo hay unos inocentes montoncitos de pasto a los pies de un árbol. Su percepción alterada por la mariguana transforma los montoncitos en siete colinas de jade. La alteración producida por la droga encierra una actitud a la cual se ha mantenido fiel la obra de Samoilovich, que es el carácter fuertemente subjetivo de nuestra percepción del mundo. Los efectos de la droga sólo llevan a un grado caricaturesco las deformaciones producidas por nuestra subjetividad. Al poeta-vate, iluminado e iluminador, que pretendía construir un mundo para­ lelo al que conocemos, un mundo sustituto regido por otras reglas, sucede el poeta cronista, consciente del limitado alcance de su punto de vista y de su testimonio. La poesía abandona cualquier aspiración totalizadora para subsistir a base de una especie de rastreo detectivesco de las huellas de algún reino perdido: 146

Señalabas tres hebras amarillas de pasto entre las grietas del basalto. Nosotros, los únicos testigos.

El poeta y su acompañante, probablemente un acompañante amoroso, se detienen ante una estampa inaudita: tres hilos de pasto que brotan de la aridez más absoluta. Un señalamiento también inaudito, que sólo puede explicarse porque brota del amor. Sólo porque amamos a alguien nos fijamos en cosas que de ordinario pasarían inadvertidas. Así, el pequeño poema telúrico es en realidad un poema amoroso. Pero también podemos decir lo contrario: el poema amoroso no sería tal si no aludiera a algún peligro de los que los amantes deben resguardarse: la aridez del basalto, el final de los jugos nutricios de su pasión. Y tampoco lo sería si no señalara el antídoto de semejante desastre: las tres hebras de pasto que, contra toda lógica, aprovechando un accidente afortunado, se las ingeniaron para crecer en medio de la más completa negatividad. Creo que a Montale le habría gustado este poema, porque sus famosas ocasiones, en el fondo, no eran más que situaciones inauditas, o sea pequeños milagros, y de la poesía de Samoilovich se desprende que somos, como cualquier especie, una especie milagrosa, milagrosa como el pasto que brota de la nada o de la casi nada. El carácter a menudo humorístico de su poesía responde a una mirada que busca entre las grietas del suelo una señal de que lo profundo nos

asiste y nos protege de la inanición siempre al acecho. No deja de ser humorístico, por ejemplo, el título mismo de esta antología, Siete colinas de jade, que a un lector desprevenido puede evocarle una poesía de fuste contempla­ tivo-simbolista-trascendental, es decir, todo lo que no es la poesía de Samoilovich. El libro debería haberse llamado Siete montoncitos de pasto, más acorde con la experiencia consignada por el poeta en su poema. La elevación de estatus de montoncito de hierba a colina ondulante no pretende ennoblecer la realidad, sino crear un nexo cómplice con el lector a través de la admisión de la poca fiabilidad de la propia mirada, incluso de su carácter tramposo. Después de todo, la trampa y el milagro tienen muchos puntos en común. Así, todo montoncito de pasto oculta una colina de jade y toda colina de jade puede reducirse a un montoncito de pasto. A través de la ironía, del humor, de la trampa, nos es dado alcanzar, si no la objetividad, la certeza de pisar un suelo común. Que otros aspiren a una objetividad a secas, a la objetividad por principio. Los riesgos de esta pretensión se ilustran en otro de los poemas iniciales del libro, donde un convivio familiar en ocasión de la fiesta judía del “Baccarat” se convierte en una disputa teológica entre los parientes, cada uno de los cuales defiende su versión particular de la huida de Egipto del pueblo de Israel, basándose en citas rabínicas, diccionarios y fuentes diversas. Es un poema hilarante, pero

también siniestro, en donde la conquista de la verdad a toda costa desemboca en una lucha sin cuartel, y la escritura, la sagrada escritura, suplanta la comida, pues en vano los niños tienden sus manos hacia los dulces de la mesa, que se ha convertido en el coto exclusivo de la disputa rancia y añeja de los adultos. La escritura es denunciada en su pretensión de fijar la verdad de una vez por todas. El que es quizás el libro más ambicioso de Samoilovich, Las encantadas, va en el mismo sentido. Transcurre todo él sobre el trasfondo de un viaje realizado por el poeta a las Galápagos, donde, como sabemos, el genio de Darwin puso de manifiesto la mutación permanente de todo lo que vive. Ese libro, que puede leerse como un solo poema, es una larga reflexión sobre las formas, que representan el tema de fondo de la teoría de la evolución. ¿Por qué no hay formas inmutables? ¿Por qué todo se parece a todo y al mismo tiempo nada se parece a nada? El poeta se torna un recolector de signos dispersos, inseguro de su significado, guiado únicamente por la intuición de un sentido que los une, tal como Darwin fue recolectando un poco a ciegas las piezas sueltas que después constituirían el vasto rompecabezas de su teoría. Este trabajo de búsqueda a tientas queda admirablemente descrito en otro poema del libro, que cito parcialmente, titulado “El pintor y su musa”: Le criticaron que no hubiera 147

personas en sus cuadros: parecían minerales, cosas tiradas al azar sobre el planeta por un alma sombría. Entonces los pobló de seres desgraciados, mendigos, enfermos, muertos redivivos, paranoicos, sin casa: pero para eso, dijeron, daba lo mismo que no hubiera nadie. (...) Al fin se dio cuenta de lo tonto que había sido escuchando a los críticos y a no a su propia musa que lo empujaba a la abstracción como una fuerza impulsa a la trucha río arriba, a los ingleses al mar, a los deseosos a apartarse de su madre.

Es la descripción de la trayectoria de un pintor moderno, pero no resisto a la tentación de leerlo también como la poética bajo la cual y, a grandes rasgos, se cobija el propio Samoilovich. Aquí, la abstracción hay que entenderla en su sentido más elemental, como una liberación de las formas impuestas o, mejor dicho, como el reflejo más fiel del carácter efímero de todas las formas, sometidas a la ley del eterno cambio; una poética, por lo tanto, que rechaza tanto el abrazo totalizador del poeta iluminado como el afán de veracidad de los poetas objetivos o sencillistas, y encuentra en la deformación irónica, en la aceptación de que nada permanece fijo y en la necesidad del milagro, su verdadero cuño. Que se trata de una poética en donde la presencia del otro es fundamental, salta a la vista, porque el poeta que confía en la importancia de acontecimientos puntuales y a menudo nimios, se ve a sí mismo antes que nada 148

como un testigo, sabedor de que su verdad no es más que una porción de una verdad compuesta por la suma de muchos testimonios, entre ellos el suyo. La admisión de la precariedad de la propia experiencia crea un vínculo emotivo con los demás que reorienta nuestra mirada hacia los elementos más insignificantes que nos rodean. Es otra manera de decir que la propia musa, las siete colinas de jade que se ocultan en cualquier montón de pasto, no se posee, sino hay que ganársela todo el tiempo.

El primero de los perdedores F ernando M ontenegro Ignacio Padilla, Cervantes y compañía, Tusquets, México, 2016, 136 p.

A principios de este año, Ignacio Padilla publicó Cervantes y compañía, un

libro de ensayos bajo el sello de la editorial Tusquets. Se trata de cinco textos que escapan, en ocasiones, a la categoría de ensayo propiamente dicho, o por lo menos en su sentido adorniano, y flirtean con la crónica personal, la memoria o la conferencia. Cada pieza aborda, desde distintas perspectivas y estrategias, la figura y obra del autor español, de cuyo aniversario luctuoso, como se ha recordado hasta el vómito, se cumplen 400 años en este 2016. Existe, sin embargo, una sombra o rumor que recorre el espinazo de este volumen conmemorativo: la intolerable figura de William Shakespeare. El primer texto, en efecto, enfrenta rápida y directamente esta cuestión. Ti­ tulada “Versos de Shakespeare y desdichas de Cervantes”, se trata de una versión, más acabada y legible, de la conferencia homónima ofrecida por Padilla en el Festival Internacional Cervantino en 2014 (una nota explicativa aparece en el libro). Ambos autores están ubicados en las esquinas opuestas de un ring de boxeo, suponiendo que de un lado se encuentra el joven Muhamed Ali, en la cumbre de su gloria, y del otro el oscuro y burlón pugilista argentino Óscar Bonavena, quien en la conferencia de prensa previa al combate le recordaba amargamente a su rival que Cassius Clay era su verdadero nombre. Aquella pelea –una pelea dura, lo más parecido quizás a la de Apolo vs Rocky I– resultó favorable para Ali. Seis años después de la contienda, mientras el

peleador argentino destrababa un lío de faldas o de dinero, fue asesinado en Reno, Nevada. Será siempre más recordado como aquel que casi le gana a Ali. De Miguel de Cervantes no se puede decir exactamente lo mismo. Cervantes, según Harold Bloom, conforma ese tándem 1-2 en el ranking de la literatura universal, aunque, claro, ocupando la retaguardia. Shakespeare es el indiscutible número uno. Si de boxeo se tratara, se diría que el segundo, Cervantes, es el primero de los perdedores. Esta sentencia la acuñó Salvador Bilardo cuando la selección argentina fue derrotada en la final de 1990. La volvió a repetir, a su modo, Diego Simeone tras la última Champions League y, sin duda, la sentiría así Cervantes, aunque no en relación a Shakespeare (a quien seguramente le daba lo mismo), sino respecto a Lope, el príncipe de las letras castellanas a principios del siglo xvii. Esto nos lo explica bastante bien Padilla en aquel primer ensayo. Siempre en contraste con Shakespeare, el autor se pregunta, principalmente, por las razones tras de la poca fortuna de Cervantes entre los suyos, tanto en los tiempos que le tocó vivir como en los siglos venideros. Me explico mejor. Si bien Cervantes es una figura venerada en el olimpo de la cultura castellana y universal, son pocos sus lectores verdaderos y menos sus exégetas rigurosos. El Quijote, dice Padilla, ha sido leído, con no poca frecuencia, como una novela que rinde culto al idealismo, al valor de las 149

fantasías humanas y el ensueño, o bien como un texto esencialmente humorístico, incluso hilarante. Esas lecturas tan cursis como opresivas, argumenta el autor, fueron aplicadas por los románticos alemanes, Goethe entre ellos, quienes la leyeron equivocadamente tras casi dos largos siglos de olvido. El único personaje importante que habría dicho algo sobre los verdaderos alcances de El Quijote, recuerda Padilla, fue el sombrío Quevedo, quien si en un juego espiritista dijera algo positivo sobre alguien, inmediatamente lo obligaría a pagar un siquiatra. En todo caso, que a Quevedo le haya gustado El Quijote y que su trascendencia no le resultara novedosa, da cuenta de lo profundo que había llegado aquella novela que inaugura la modernidad. La modernidad era para el poeta castellano un cataclismo lleno de contradicciones inherentes que sólo podrían acabar en tragedia. ¿No es esta la verdadera ingeniería detrás de El Quijote? En opinión de Padilla, éste es el caso y una de las pruebas irrefutables se encuentra en el hecho de que Cervantes se viera obligado a escribir una novela, pues su carrera como dramaturgo había fracasado estrepitosamente. La novela, dice Padilla, surge más de una “colisión brutal” que dominaba el espíritu de Cervantes, que de una libre elección de su espíritu. Si de él hubiera dependido, se explica en el texto, habría seguido el camino de Lope y no el del caótico novelista: “Empujado más por las circunstancias que por personal 150

inclinación, Miguel de Cervantes se ve de pronto instalado en un género bastante más joven que el dramático, y no puede enmendar sus obras si no es con prólogos y segundas partes, especulando sobre su éxito o sobre su fracaso, explicando sus errores en otros libros que también tendrán errores, propios o de sus impresores, en un embrollo de muñecas rusas acorde con el carácter impuro de la novela como extenuante y brillante labor de Sísifo”. Tras esta reflexión, el contraste con Shakespeare resulta algo más diáfano. Al contrario de Cervantes, el inglés trabajaba con un género que no sólo estaba más establecido (que le permitió a Lope escribir centenares de obras) sino que conocía a la perfección, puesto que ocupó todos los papeles posibles en ese campo: fue actor, dramaturgo y propietario de una compañía teatral. Por otra parte, la fama del género era de tal dimensión que más vale compararla hoy en día con fenómenos masivos como el futbol o el cine. La penetración de aquellas obras fue tan extraordinaria que terminó por prácticamente invisibilizar la figura del propio William Shakespeare, de quien, como es conocido, se tienen escasos y dudosos datos biográficos. Esa opacidad, sin embargo, forma parte también de su imbatible prestigio, pues lo ha convertido en un mito de origen de la literatura moderna. Cuando uno piensa en un escritor universal, piensa antes en Shakespeare que en Cervantes. Lo siento.

La mala suerte, expresada magníficamente en aquella frase que Padilla recuerda con frecuencia (“más versado en desdichas que en versos”), también juega un papel importante en esta comparación. El primero ha conquistado el mundo y levantado todos sus trofeos. Cervantes, tan genial como su homólogo inglés, tiene incluso dificultades para ser profeta en su propia tierra (la lengua). Si se me permite la comparación, ésta es la diferencia fundamental, salvando las distancias, entre Maradona y Messi: una cuestión de interlocutores. En el segundo ensayo, “Elogio de la impureza” –el discurso que Padilla entregó en su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua–, se habla precisamente de esa marginalidad cervantina. La discusión resulta interesante porque formula un debate bastante tenso, por cierto, entre la obra del escritor español con la academia que lo estudia. Sin antes deferir a un puñado de estudiosos (Francisco Rico o Margit Frenk…), relata cómo su experiencia de escritor latinoamericano en Salamanca le permitió ver esta faceta de Cervantes, usualmente petrificado como una figura central, canónica e institucional que, sin embargo, a decir verdad, recorrió durante la mayor parte de su vida, las cloacas de la historia. Esa marginalidad tuvo como resultado su obra de 1605 (o 1615). Al respecto, Padilla se permite un gesto teórico interesante que se puede leer en el siguiente pasaje: “Allí estaban el humor y la ambigüedad consagrados

como espacios críticos necesarios contra una institucionalidad cada vez más esclerótica y aferrada al carnaval que negaba lo que Cervantes padecía cada jornada: la debacle de la utopía, la esperpentización del sueño de pureza europeo frente a la realidad profunda de la impureza americana”. Líneas más adelante insiste, con acierto, que Cervantes fue el fundador de su propia modernidad. Quizá convenga decir que Cervantes fue el fundador de nuestra modernidad americana en más de un sentido, sobre todo si, atendiendo a la definición de Fred Jamison, la entendemos como un proyecto cuya mayor característica es que nunca está o será terminado. Está, desde siempre, condenado al fracaso. Esa certeza obligaba a Cervantes a trabajar con otro material. Algo que Padilla describe como lo im­ puro. Sólo en la impureza –lo que quizá García Canclini llamaría híbrido– se puede trabajar una ficción como El Quijote. No en vano se nos sugiere que el texto que leemos proviene, en realidad, de un texto árabe anterior. En el tercer ensayo, “El accidente de la novela moderna”, Padilla sugiere otra tensión, esta vez entre los dos géneros literarios cuya diferencia podría explicar la relación entre El Quijote de 1605 y el de 1615. Me refiero al cuento y la novela. En su opinión, la naturaleza formal del cuento trabaja con la idea utópica de la primera parte, en tanto que el cuento se construye bajo un principio –imposible, no obstante– de perfección, 151

de simetría. La novela, en contraste, tiende y es ella misma un monstruo, un animal imperfecto. Pero es en esa imperfección donde es posible. El novelista, en este sentido, es un cuentista que ha renunciado a su utopía literaria: “El vencido cuentista que es Cervantes acude al relevo del dramaturgo que cree que es, lo invoca para que contenga el accidente de la amplitud y combata la nacencia monstruosa de su novela: de improviso la venta de Juan Palomeque, a despecho de sí misma y de las reglas más elementales de verosimilitud, se convierte en escenario teatral disonante con el espacio novelístico”. Para Padilla, el Cervantes de la segunda parte de Don Quijote, distinto a este primer Cervantes, ha aceptado con amargura su destino de novelista y, por eso, aquélla no sólo convive con el accidente, sino que lo provoca. Evidentemente, esta resignación también está relacionada con la propia situación de España hacia principios del siglo xvii, aunque en un análisis más acorde con nuestros tiempos habría que incluir a toda Europa. Si la novela tiene en el adn las coordenadas de su fracaso (por eso, desde su nacimiento, es un texto autorreferencial), la modernidad, su matriz, padece de la misma miseria cervantina. Por lo demás, no deja de ser interesante la observación de Padilla en un plano más formal, siempre desde la relación entre las dos partes de El Qui­ jote. Si la primera parte fue, o quiso ser, un cuento (como Alonso Quijano quiso 152

y acaso fue don Quijote), es casi absurdo determinar, aunque se puede sacar otra conclusión: la primer parte es, en todo caso, la condición de posibilidad de la segunda. En consecuencia, las reglas con que funciona El Quijote de 1615 sólo pueden ser localizadas en el de 1605. Algo similar ha observado Roberto González sobre las obras del boom en relación a Jorge Luis Borges. Es cierto que Borges se negó a escribir novelas y que jamás suscribió el latinoamericanismo galopante de García Márquez o Fuentes, y sin embargo escribió, en cuentos cervantistas como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, las reglas (planos) con que se pudo erigir Cien años de soledad o Te­ rra nostra. El cuarto texto, “La aritmética de Cervantes”, empieza también con una conocida cita de Borges, quien lamenta la excesiva adulación a la figura del escritor español en desmedro de su estudio y análisis. Otra vez, en compara­ ción con Shakespeare, Padilla busca desmitificar el semblante áureo de Cervantes que, tras cuatrocientos años, se ha convertido en patrimonio cultural de la humanidad, si bien poco leído. En opinión del autor mexicano, es esta imagen, como prototipo del idealista hombre europeo, la que menos le hace justicia, sobre todo cuando pocos son los aventurados y valientes que se sumergen en su obra. Vale la pena señalar que el texto de Padilla funciona con una estrategia novedosa. El hablante se oculta (¿o se mues-

tra más?) tras la figura de tres fiscales que, ante los jueces, presentan un caso en contra de la figura políticamente correcta de Cervantes. He aquí un breve ejemplo: “Sostiene el primer fiscal que el acusado es un ludópata confeso, un valentón impenitente y asiduo parroquiano de tabernas de mala nota. Numerosos testigos y documentos debidamente autenticados confirman que se trata de un individuo sin oficio estable, un antiguo combatiente que ha pasado la mitad de su vida asediado por deudas y la otra mitad mantenido por las mujeres de su familia, cuyo ejercicio de busconas es bien conocido”. En lo sucesivo se puede leer el dictamen de un grupo de jueces que, a pesar de los argumentos del fiscal, se resiste a admitir aquella faceta patética y lindante con lo criminal del Ingenioso Lego, del mismo modo en que, al parecer, las cortes norteamericanas se niegan a aceptar que Hillary Clinton fungió como espía compulsiva durante los días en que estuvo a la cabeza de la diplomacia estadunidense. En todo caso, en opinión de Padilla, esta admiración de Cervantes por default lo perjudica más que lo beneficia, pues condiciona la lectura y, más todavía, el análisis de su obra. Por último, el quinto texto, “Cervantes incorporated”, es un divertimento que hace las veces de pasquín publicitario o infomercial donde se ofrecen diferentes productos del universo cervantino como si se tratara de una especie de

Disneylandia. De hecho así lo entiende el autor. Este prodigio descubre cuán enterado está Padilla de la dilatada nómina de personajes cervantinos amontonados durante varias agotadoras páginas (se supone que así lo sean, por otra parte). Copio un fragmento: “Para las niñas contamos con una docena de muñecas Barbie, casi idénticas, con mínimas variantes de color de pelo, que representan a Lela, Soraya, Dorotea, Marcela, Lucinda, doña Clara. Mención aparte merece nuestra curiosa muñeca Dulcinea del Toboso, que tiene el aspecto de una fea y bigotuda labradora”. El programa de su último texto revela un gesto fundamental del libro, que puede resumirse en las siguientes preguntas: ¿cómo leemos hoy a Cervantes?, ¿qué lugar ocupa en la cultura contemporánea?, ¿por qué sigue siendo importante, si es que lo es? Ante ellas me parece que el autor responde de una manera no tan distinta a la de Borges. No en vano el último texto conocido del autor argentino prefirió tratar a Shakespeare, a quien consideraba un dios, una suerte de arquetipo humano, mientras solía decir de Cervantes que se trataba únicamente de un amigo. El propio Padilla reconoce que Shakespeare ha influido más o, por lo menos de manera más clara, en la cultura contemporánea (cualquier cosa que esto signifique). Baste considerar la cantidad inmanejable de adaptaciones dramáticas y películas que se han montado de su obra y compararla con el más raquítico y 153

desafortunado corpus de adaptaciones cervantinas. En algún seminario sobre el asunto, Padilla solía recordar un intento fallido de Orson Wells al tratar de adaptar El Quijote. Sin duda es un ejemplo perfecto para ilustrar la situación. Quizá pueda ofrecerse cierto alivio a los cervantistas más barra-brava con una pregunta inversa que está, a su modo, sugerida en el libro de Ignacio Padilla: más que preguntarnos por los modos en que leemos hoy al alcalaíno, debiéramos pensar cómo nos lee él a nosotros. En mi opinión, esta variante promete un giro ideológico en nuestro intento de comprender a Cervantes y, con él, el problema de nuestra literatura. ¿Qué tienen, el caballero y el escudero manchegos, que decirnos sobre nuestros tiempos de centro comercial? En mi opinión, ésta es la pregunta que sólo puede ser levantada por perdedores como Cervantes, pues, como nos lo recuerda el propio Borges, hay una dignidad que el vencedor nunca puede alcanzar.

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Apuntes sobre una huida A lejandro B adillo Elena Garro, Cuentos completos, Alfaguara, México, 2016, 542 p.

Hay varias perspectivas para aproximarse a la figura de Elena Garro (19161998). La más visible, sobre todo en los últimos meses, es la privada. Su papel como esposa de Octavio Paz y sus polémicas en el movimiento estudiantil de 1968 han concentrado la mayor parte de las discusiones. Su vida retirada en París y su posterior regreso a México para morir en Cuernavaca, rodeada por sus catorce gatos, la convirtieron en un fetiche atractivo, casi el personaje de una de sus muchas historias. En México, a veces demasiado enfrascados en la vida del autor en lugar de su obra, la narrativa de Garro tiende a ser opacada por las polémicas entre aquellos que han investigado su vida hasta el último detalle. Sin embargo, los cuentos, novelas y obras de teatro de la autora nacida en Puebla, merecen un amplio debate en los círculos literarios. En este año, aprovechando el centésimo aniversario de su nacimiento, Alfaguara publica su narrativa breve. La publicación de estos Cuentos completos, con prólogo de Geney Beltrán Félix, es un acontecimiento editorial ya que gran parte de estas narraciones resulta desconocida para los lectores cuya referencia más cercana y casi única es

Los recuerdos del porvenir, novela publicada en 1963. Los Cuentos completos que Alfaguara integra a su colección de recopilaciones del género que incluye a autores como Juan José Arreola, Juan Carlos Onetti, William Faulkner, entre otros, reúne los volúmenes La semana de colores (1964), Andamos huyendo Lola (1980), El acci­ dente y otros cuentos inéditos (1997) y La vida empieza a las tres (1997). Además ofrece los cuentos inéditos “Amor y paz” y “Lago mayor”. Una de las primeras intenciones que surgen cuando termina la lectura de estos cuentos es poner en la balanza el momento de publicación, la etapa creativa de la escritora, su búsqueda y el contexto literario que la rodeó. Los dos textos inéditos que incorpora la edición de Alfaguara constituyen una especie de regalo para los lectores, sin que estos descubrimientos afecten la lectura de la obra recopilada. Garro, a pesar de no ser una autora de pocos textos, al estilo de Juan Rulfo o Julio Torri, al parecer tampoco dejó mucho material póstumo. Esto se agradece puesto que, en el afán de vender a una autora perteneciente al canon nacional, se pueden sacar a la luz obras que no fueron pensadas para publicarse. Los cuentos de Elena Garro muestran, para el lector curioso que se acerca por primera vez a ellos, una mezcla de intereses y búsquedas estilísticas. Si observamos los años de diferencia entre el primer volumen (1964) y el segundo (1980), encontraremos un gran lapso en

el que pueden entrar varias suposiciones: un alejamiento del género o, simplemente, una contención de la autora para la publicación, cosa que no representa una sequía creativa sino un trabajo en solitario, dedicado, hasta hacer públicos los frutos de ese periodo. Igual sucede con el intervalo entre su segunda y tercera publicación. La semana de colores muestra lo que, generalmente, se puede ver en los primeros libros de cuentos: arrojo y un evidente deseo de aventura sin pensar demasiado en la crítica. Si pensamos de nuevo en el año de publicación, 1964, podremos entender los riesgos de la autora y las similitudes o diferencias con sus coetáneos. En aquella época, los resabios de cierto tradicionalismo literario comienzan a desvanecerse. Farabeuf, de Salvador Elizondo (1965); La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo (1969); las obras emblemáticas de la contracultura: La tumba, de José Agustín (1964), y Ga­ zapo, de Gustavo Sainz (1965); incluso obras inclasificables como Los peces, de Sergio Fernández (1968), son algunos ejemplos de escritura que olvidó los viejos moldes para internarse en propuestas difícilmente vistas en la producción nacional. Por este puñado de ejemplos, la década de 1960 está enfrascada en la experimentación que llevó a romper los límites de la narrativa. Ésta seguirá, en varios autores, la estela dejada por la literatura europea y norteamericana. El caso de Elena Garro no es la excepción, aunque su experimentación se aleje de 155

los autores mencionados. En La sema­ na de colores no vemos, como sucede en Elizondo o Fernández, un lenguaje novedoso o un rompimiento extremo con las estructuras temporales o la identificación de personajes; tampoco advertimos un intento de representación generacional o búsqueda de identidad ante una sociedad anquilosada como en José Agustín y Gustavo Sainz. En los cuentos de este primer libro se mezcla una escritura aparentemente tradicional con la reiterada obsesión por descubrir el lado fantástico de una realidad que parece inamovible. En su primera incursión en el cuento, Garro se mueve entre las aguas del cuento tradicional y una mirada extraña que desemboca en varios frentes: el absurdo, el sueño, el equívoco que queda como un cabo suelto y reta, desde su interro­ gante, al lector. “La culpa es de los tlaxcaltecas”, quizás uno de los cuentos más famosos de la autora, muestra la intención de buscar un paralelismo temporal que repta bajo la cotidianidad de los protagonistas. En “Los zapateritos de Guanajuato”, la in­ defensión de un par de artesanos llegados a la ciudad de México y la ayuda que les brinda una mujer es sólo el inicio de una confabulación cuyos hilos, una vez desenredados, terminan en una escena sostenida sólo por la ilógica y el absurdo. La obsesión del tiempo, visto como una coordenada falibe, maleable, se refleja aún más en uno de los mejores cuentos del libro: “¿Qué hora es?” La trama gira alrededor de la espera: una 156

mujer alquila un cuarto de hotel porque espera la llegada de un hombre que viaja de Londres a la ciudad de México. La espera se prolonga y el dinero se agota. Sin embargo, ella resiste los cuestionamientos del gerente del hotel y se aferra a una visita que, antes del punto culminante de la historia, parece un desvarío. Esta pieza también tiene su ancla en una de las herramientas que usa la autora para dar cohesión a sus textos: la tensión provocada por un misterio cuya resolución parece no llegar. No nos encontramos ante un dilema detectivesco sino, muchas veces, son los mismos personajes los que crean el misterio con decisiones ilógicas o cuyas motivaciones parecen fantásticas. El lector devora línea tras línea para saber adónde conducen las maquina­ciones. Garro entiende el cuento, en esta primera incursión, como lo dictan los cánones: pocos personajes, un solo centro de gravedad cuya ancla radica en la distorsión del tiempo y la extrañeza que se asoma poco a poco, entre líneas, hasta que se convierte en lo más importante. La tensión, en otros cuentos, se logra por una amenaza que, también, tiene una gran dosis de enigma. En “El robo de tixtla”, una niña es testigo de la incursión de unos ladrones en una gran casa. Su negativa a contar lo que ocurrió hace que aparezcan diversas suposiciones que, de nueva cuenta, serán superadas por una vuelta de tuerca. En La semana de colores los personajes pertenecen a un lienzo que, en un primer vistazo, es

aún deudor del relato costumbrista o la descripción cuya primera intención es el folclor. Sin embargo, en una segunda mirada, o al avanzar en los párrafos, nos damos cuenta que la autora se vale de esas criaturas y de ese escenario para darle un giro, cambiarlo a una dirección en la que domina la maravilla. Otra muestra interesante en la que entran en juego estos elementos es “El árbol”. En este cuento, fundado en el diálogo entre dos mujeres, la sumisión empieza a revelarse como una fuerza amenazante aunque, en varios pasajes, aún ambigua. El segundo volumen de la autora, “Andamos huyendo Lola”, es quizás el más complejo de definir y de analizar. También es el que, a mi gusto, asume los mayores riesgos y afronta las pérdidas que sufren los textos híbridos. En este libro, Garro olvida la concreción de sus anteriores trabajos y encadena situaciones que, en algunos casos, tienen tonos de pesadilla. No hay una situación que monopolice las decisiones de los personajes sino que la trama se dispersa en pequeñas situaciones, breves escenas que conducen a otras. En cada uno de los diez cuentos se conserva, como una constante, la visión de los perseguidos o las peripecias de aquellos que parecen invisibles a ojos de los demás. Los protagonistas, casi siempre mujeres, huyen de cuento en cuento jugando diversos tipos de papeles. A veces el escape es por motivos políticos, a veces por fuerzas que las acosan sin muchas explicaciones. Ga-

rro, imagino, trata de darle unidad a su libro haciendo que sus cuentos tengan pasadizos entre ellos. Sin embargo, al contrario de su primer volumen –La semana de colores– no le interesa conservar la tensión dramática usando un embrollo que se debe superar. Las piezas de este segundo libro apuntan más a la creación novelesca de personajes y situaciones. Aquí la narrativa de Garro pierde el encanto que había logrado detonar en su primera etapa. Si bien los personajes, como apunto líneas atrás, intentan hablar desde sus constantes escapes, desde situaciones que los ponen contra la pared, la narración se regodea en diálogos, aventuras breves cuyo peso queda en evidencia desde las primeras líneas y no añaden un elemento de incertidumbre sino que se sumergen en un proceso meramente descriptivo y, en algunos puntos, psicológico. En Andamos huyendo Lola, al menos en los textos más largos, hay más de noveleta que de narrativa breve o cuento. El texto que le da nombre al libro es el que más se aproxima a la intención de reflejar la vida de los personajes antes que concentrar el foco narrativo en una anécdota. Usando como escenario un hotel, Garro nos introduce en un caleidoscopio de personajes, extraños entre ellos, que huyen en las calles, buscan alojamiento, se ayudan o sufren constantes traiciones. La tercera etapa recopilada por Alfaguara, correspondiente a El accidente y otros cuentos inéditos y La vida empieza 157

a las tres, funciona como una especie de resumen de los libros anteriores. “El accidente”, en casi todos sus elementos, se desempeña como un cuento policial que no tiene mayores sorpresas que la solución de la conjura. En “La vida empieza a las tres”, se regresa a a la primera etapa de Garro. Usando de nuevo el juego en el tiempo, la narración parte de una línea real (el viaje de una pareja en barco) y, por otro lado, una tragedia que da comienzo a una nueva vida para las aparentes víctimas. El tiempo se detiene y las figuras, fantasmales, dejan rastros que rompen las dimensiones y aparecen, como huellas de agua, ante la vista de otros. Uno de los cuentos más crudos de todo el volumen es “Hoy es jueves”. El relato, extenso, es una descripción pormenorizada de las penurias de una mujer. Aislada por su familia, violentada por su esposo, va de caída en caída hasta que, en la conclu­ sión, se refugia en una especie de oración psicótica que le impide acabar con la vida de su hijo. El relato, totalmente realista, no depara ningún giro y la protagonista transita por la trama hasta un final que se contruyó desde la primera línea. Un aspecto interesante en la narra­ tiva breve de Garro, y que Geney Beltrán Féliz subraya en el prólogo, es la mirada del perseguido. En muchos casos, sobre todo en “Andamos huyendo Lola”, los personajes se enfretan a fuerzas, casi siempre irracionales, que los acosan hasta llevarlos a situaciones 158

límite. Los mejores momentos de sus narraciones aparecen cuando el elemento fantástico se introduce sutilmente en la trama y lleva al cuento a una conclusión que, sin ser sorpresiva, deja en el lector la sensación de un descubrimiento. Los cuentos más flojos son aquellos cuya vocación parece perderse de más en una divagación innecesaria, como si la autora, demasiado enfrascada en la vida de sus personajes, olvidara que también está escribiendo para otro. Una de las primeras decisiones al momento de hacer una crítica a la obra cuentística de Elena Garro es situarla en su época y, así, mirarla en el espejo de otras obras e inquietudes artísticas. Lo primero que salta a la vista es una exploración solitaria que, si bien puede tener algunos vínculos con autores coetáneos, parece un ejercicio de escritura volcado hacia sí mismo. La mirada de Garro, obsesionada con la huida, parte de la tradición pero la extiende a su gusto, interesada, ante todo, en reflejar sus inquietudes. El tiempo como leit­ motiv no sólo genera, en algunos cuentos, una atmósfera fantástica sino que deforma los ámbitos en donde se mueven los personajes. Como en una pesadilla, se buscan pero no se encuentran o quedan atrapados como insectos en una telaraña de situaciones. Es por estas características que los cuentos de Elena Garro, a pesar de los altibajos que puedan encontrar lectores que concuerden con mis apreciaciones, merecen este rescate y, sobre todo, la difusión entre

los lectores. Como colofón, hay que señalar que la edición de Alfaguara, a pesar del interesante prólogo de Geney Beltrán Félix, parece carecer de cuidado editorial. Hay varias erratas e, incluso, cambios en el tiempo verbal de algunos relatos que no responden a las intenciones de la narración. Ojalá, para próximas recopilaciones, este aspecto sea tratado de manera profesional.

Las piezas de la locura V íctor R oberto C arrancá Gerardo Horacio Porcayo, El cuerpo del delirio, Universidad Autónoma del Estado de México, México, 2016, 148 p.

Diversas corrientes del género criminal, las cuales van desde el hard-boiled hasta el neo noir, exploran esa enramada instintiva, caótica y violenta, que se arraiga en el alma humana. No muchas indagan, empero, en las imbricaciones sobrena-

turales (comunes también al corazón de nuestra especie) inherentes al crimen, basadas en las discrepancias de dioses belicosos y supersticiones universales. El cuerpo del delirio, novela de Gerardo Horacio Porcayo que resultó meritoria de una mención de honor en el Premio Ignacio Manuel Altamirano, aborda esa coyuntura del crimen y su contexto sobrenatural, a través de una mezcla de géneros que van desde el terror más clásico a la road movie, pasando por el género detectivesco. En 1794, William Godwin, padre de la escritora Mary Shelley, publica Ca­ leb Williams o las cosas como son. Al igual que sucedió con Frankenstein o el moderno Prometeo (categorizada, por autores como Brian Aldiss, como la primer novela de ciencia ficción), la obra de Godwin habría de instaurarse como inauguradora de un género: en este caso, el policiaco. Dicha novela, de herencia gótica innegable, fluctúa en elementos ominosos a la vez que esos otros que, para ciertos críticos, resultaban imprescindibles al identificar los inicios de lo policiaco: crimen, misterio y persecución. Muchas obras habrían de mezclar la parte fosca de la literatura con las investigaciones criminales. En pleno apogeo de la novela de horror surgieron los famosos “detectives de lo paranormal”: el doctor Martin Hesselius, de Sheridan Le Fanu; John Silence, de Algernon Blackwood o Carnacki, de William Hope Hodgson, involucran esta mis159

celánea de (sub)géneros para entregar historias que van más allá de las clasificaciones ríspidas de la literatura. El cuerpo del delirio entra en este intrincado camino de imprecisión temática. La variedad de tópicos que componen las páginas de esta novela otorgan una historia que se advierte innovadora, a pesar de componerse de elementos clásicos de la novela negra y de terror. Imposible no mencionar, desde el comienzo de estas líneas, que la obra involucra crimen, nigromancia, vudú, explotación sexual. Esta mixtura de argumentos no se percibe aleatoria ni forzada. Por el contrario: la novela posee una armonía elogiable que no se contrapone ni siquiera con una estructura difícil, fragmentaria y con continuos saltos en el tiempo. Esto último, de hecho, fortalece la sensación de misterio, estilo play-fair, de las grandes novelas criminales, mismas que convierten al lector en cómplice del enigma por resolver. Sin embargo la trama no se agota en la necesidad de elucubrar el misterio en torno a la muerte de Laura, sino que sus premisas crecen de tal manera que nos adentramos en un laberinto que atrapa, desconcierta, abruma. Tal como menciona Rodolfo Santullo, escritor uruguayo que formó parte del jurado y quien elaboró el prólogo de esta edición, Horacio Porcayo “no subestima al lector. Por el contrario, apuesta a un lector participativo que aportará de su lado lo necesario para poder armar la historia, un lector 160

tan valiente como el mismo escritor que le propone el juego”. En este sentido, la novela de Horacio Porcayo puede empatarse, más bien, con la obra de autores contemporáneos que han sabido inmiscuirse en estos territorios de la irreductibilidad. American gods, una de las grandes novelas del escritor norteamericano Neil Gaiman, también presenta esta clase de fórmulas que involucran al lector en un misterio que trasciende la lógica. No obstante, a diferencia de la novela de American gods, Gerardo Horacio Porcayo sabe incluir un elemento que contraría (y a veces se superpone) a todo este misterio de tonalidades místicas: la locura. Por lo mismo, a pesar de que El cuerpo del delirio puede pertenecer al espacio de lo detectivesco, lo cierto es que su atmósfera y aproximación parte de un lugar que poco puede empatarse a la novela negra común. Esta novela se escribe (y se lee) en el desierto: en un espacio solitario rodeado de ilusiones, de soles rabiosos, de dunas y vacíos. Gerardo Horacio Porcayo presenta, por lo mismo, una historia fragmentada, con recursos estilísticos y retóricos que contrarían a un lector dócil; pero que fortalecen esa sensación de abandono. La historia nos sitúa en un ambiente desgarrador. Comenzamos una travesía por los páramos de la naturaleza humana que vislumbramos a través de las ventanas de un falso Cadillac. De este modo, los personajes son un retrato de esa atmós-

fera opresiva: Laura se ciñe como un fantasma que persiste a lo largo de la historia. Una donna anglicata reducida al espacio de la carne, de la imbecilidad. Su ausencia atrapa al protagonista (y por lo mismo, a ese lector, cómplice de confesiones suicidas) y lo deja en medio de una tormenta. Los demás personajes, aunque pudieran parecer ajenos a esta pieza de dolor, a este teatro de la crueldad, comienzan a encajar de manera ominosa: Felicia, la madre de Laura, aquel exjugador de futbol. Debe acudirse, por ello, a ciertos asideros argumentales: la cuestión de la brujería, el vudú y el tarot, presentan un entramado de enigmas, de túneles y tormentas que mantienen al lector con un pie en el barranco. El cuerpo del delirio nos hace asomarnos al abismo y descubrir, ahí abajo, las razones de una obsesión que trasciende la vida y la muerte. En esta novela no hay definitivos. De ahí que el protagonista (cuyo anonimato acentúa la sensación de extrañeza que hay en toda la novela) mantenga como subterfugio la figura de Einstein. En la obra de Porcayo la ciencia se vuelve imprecisa, caprichosa, arbitraria. Algo que va más allá de los principios hegemónicos que rigen nuestras vidas: “si antes aseguraba que Einstein nada sabía, ahora lo reafirmo y me veo en la necesidad de empezar a abarcar otros ámbitos, otras fronteras que antes aparecían ante mí, nulas, indistinguibles”, reflexiona ese personaje, tan relativo como las teorías del afamado

Einstein. Después de todo, para este pensador, la imaginación es más importante que el conocimiento. El cuerpo del delirio nos presenta una historia que cuestiona nuestro entorno: que lo desbarata y juega con las hipótesis más elementales. Por la misma razón, el lector no debe anticiparse a ninguna de las premisas de esta historia. Mucho menos pensar que es viable identificar fórmulas precisas. Por el contrario, desde el inicio de la historia, indagamos en esa encrucijada de lo inabarcable. Los distintos fragmentos, pertenecientes a un hombre que intenta, sólo intenta, rescatar el fantasma de su amada, se presentan como piezas de un rompecabezas. Sus anotaciones, “tres cuadernillos de una octava, de cincuenta páginas de raya, marca Estrella, escritos con letra irregular de molde de amplio trazo, sin fecha en las entradas ni folios distinguibles”, son la evidencia de este mundo que se encuentra entre el sueño y la vigilia, entre la cordura y la demencia. Sabemos que hay mucho subjetivismo en estos fragmentos extraviados que, por cierto, también nos pierden. Aun así, no hay mejor sensación que la de extraviarse en las páginas de un buen libro.

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Para descubrir su parte maldita I saac M agaña G cantón Enrique Flores, Gauchillaje entre demonios, unam, México, 2015, 512 p.

Se escuchan con regularidad discursos en contra de los autores que no corren riesgos, que se apegan con desfachatada comodidad a las formas ya ganadas por personajes del pasado. Dueños de una obra que, aunque bien escrita, no trae, finalmente, ninguna renovación entre las manos. En otras palabras, una literatura que se esfuerza demasiado por ser literatura y que a fuerza de insistir termina por ser, en los mejores casos, la pálida sombra de las grandes apuestas de antaño. No obstante, este discurso sostenido desde hace ya bastante tiempo por algunos escritores, críticos y artistas, parece no ser imputable a la totalidad de lo que se escribe. Da la impresión de que tanto el ensayo como el paper académico están exentos de esta regla, por el simple hecho de no ser siquiera considerados como parte de la producción literaria. Nadie parece tener problemas con que año tras año se publiquen centenares de libros cuya escritura ridículamente institucional, plasmada de recovecos y hermetismo malintencionado, sirva sólo para engrosar los catálogos de los institutos y los ficheros bibliográficos. Y es que prácticamente nadie en su sano juicio se sienta a leer 162

uno de estos libros, aunque el tema sea interesantísimo, por el placer de hacerlo, pues la monotonía de la prosa y el sonsonete de su erudición, con el que en la mayoría de los casos el autor busca su propia complacencia y la de sus colegas, se presentan como barreras infranqueables para todo aquel que tiene la buena y curiosa intención de asomarse a alguno de estos manuscritos. Pero no se me malinterprete: no estoy tratando de insinuar la necesidad de una escritura light, accesible a todo el público, ni mucho menos estoy señalando la importancia de hacer libros de divulgación cuya posibilidad de impacto sea mucho mayor. “Exuberancia es belleza”, escribió William Blake, sólo cuando haya sido bien encausada. En la mayoría de los casos –que no siempre, aclaro– la publicación académica parece de instructivo. No hay renovación en su escritura simplemente porque no hay escritura. Hay moldes y fórmulas, defendidos por comités que perpetúan y agravan el ya de por sí gravísimo tema de la producción intelectual a destajo. Lo que importa es multiplicar las cifras, insertarse en los índices, escribir a favor de la inconciencia colectiva y la confusión general. Y es que, llamado por muchos con excesiva certeza escritura no-creativa, el trabajo académico no es cuestionado ni valorado por la forma de hacer el recorrido, por la forma de generar conocimiento. De allí mi decisión de prestarle atención en este espacio a Gauchillaje entre demonios, un

libro que sin ninguna reserva puede ser considerado, por la manera de abordar los temas y la creatividad para montar su contenido, una rara avis literaria. Escrito a manera de un diario de trabajo, cuyas costuras y ensambles están completamente expuestos, Gauchillaje entre demonios es un recorrido simultáneo, y en varios tiempos, que desemboca finalmente en la vida y obra del poeta correntino Francisco Madariaga. Un largo viaje confesado por el autor como una aventura personal emprendida por el impulso del rizoma y el acto de escritura: “A Madariaga no lo conocí más que imaginariamente, a través de una narración que hablaba de un viaje a la provincia de Corrientes, una noche tormentosa y un camino oscuro en los esteros. Y eso fue suficiente, sin duda, para que la imaginación se encendiera e iniciara el mismo viaje oscuro”. Y en verdad que Enrique Flores (ciudad de México, 1958) apela a la imaginación, a la experiencia y al delirio como los motores de este trabajo –llamémoslo así– experimental, el cual dista mucho de ser una producción impersonal e imparcial. Aquí hay pasión, rigor e intuición; hay una toma de posición que hace frente a la forma tradicional de tramar un “libro serio”. En términos de contenido, Gauchi­ llaje entre demonios se trata de una escritura sin orillas, sin inicio. Es decir, un libro que puede ser leído a saltos o en desorden, de ida o de vuelta, pues es una producción de pasajes inter-

cambiables, como una de esas novelas-rayuela que son capaces de situar al lector en cualquier sitio. En este punto, mi única recomendación sería dejar la última sección, la que se refiere a Madariaga, hasta el final. Y no porque no pueda ser leída desde el principio (pues, de hecho, conozco a alguien que justo en ese punto lo comenzó); pero hay ciertas sensaciones de acumulación, expectativa y exceso, generados en las tres secciones anteriores, que merecen la pena ser experimentadas antes de llegar a esa suerte de summa siniestra que es el apartado final. Ahora, para decirlo y decirlo en algún orden, Gauchillaje entre demonios parte de los orígenes del culto al Gauchito Gil y a otros gauchos alzados; asomándose de repente, por este camino, al culto a San La Muerte, que no es otra cosa que el lado oscuro del gaucho milagroso, su parte maldita (para entrar en diálogo con Bataille). Luego, en la segunda sección, nos encontramos con una recopilación de cantos y cantares, dispuestos y espaciados a la manera de un poemario cuyo tema es uno y el mismo: las andanzas y generosidad del Gauchito Gil. Más adelante, el autor se adentra en los orígenes del surrealismo argentino, introducido en Buenos Aires en 1928 por Aldo Pellegrini, apenas cuatro años después del Primer manifiesto surrealista lanzado en París por André Bretón, sin perder de vista en esta panorámica a figuras siempre tutelares aunque no siempre argentinas (Lautréamont, Xul 163

Solar, Oliverio Girondo, Alfred Métraux, Enrique Molina, Aimé Césaire). A estas alturas del libro, Flores insiste, con justicia y documentación, en el fuerte trasfondo indígena que hay en el ser argentino. Algo que Octavio Paz –quien, con agudeza, ya se había percatado de este sustrato negado, aunque no borrado– ilustra al recordar, en una entrañable memoria, las palabras que Métraux le dirigió en algún momento, de un modo extraordinario: “No crea usted, Octavio, en esa patraña de que la Argentina es un país sólo poblado por colonos europeos. El mestizaje ahí fue muy grande. Lo que pasa es que los argentinos no lo saben, o lo que es más grave, no quieren saberlo. Pero todo el norte es país mestizo”. Finalmente, a través de esta triple vía –gauchillaje, indigenismo y surrealismo–, Flores llega a los apuntes biográficos y a la poesía de Madariaga, vertiente que tiene también su parte chamánica. Y esto es, entonces, lo que allá sucede: un camino todo de revelación y de imágenes –“sólo contra Dios no hay veneno”–, pero un camino cuyo derrotero resulta casi todo el tiempo impredecible. De hecho, todo el libro, Gauchillaje entre demonios, es una lectura que da la impresión de descubrirse a ella misma conforme avanza, de una investigación no premeditada, flexible, que se modifica mientras modifica la visión de su interlocutor. Digamos que Gauchillaje entre de­ monios se trata de todo esto y de cómo 164

se debe extender la curiosidad y la imaginación al escribir un libro; aunque también se trata sobre cómo desafiar a la Academia y sus moldes, a la certeza de que la producción seria debe seguir ciertos estándares de escritura en busca de una malinterpretada objetividad. Es en esta dirección que se vuelve posible situar el libro dentro de la producción creativa (en rigor, toda producción es en esencia creativa), pues la libertad de su lenguaje, sus licencias poéticas y su cartografía en expansión resultan mucho más combativas e innovadoras que mucha de la literatura que se publica hoy con el rótulo de “escritura de vanguardia”. Aquí no hay proclamación, hay evidencia. Y es que cualquiera que sea la forma en que se lea, Gauchilla­ je entre demonios arroja, por lo menos, un resultado invariable: la renovación de la escritura académica –en su modo y en el enfoque de sus temas– es una posibilidad tangible, se puede ser serio y riguroso sin tener que crucificar la imaginación. Como un caudal que se desborda, una investigación atrevida po­ tencia, sí, sus opciones de fracaso, pero también las posibilidades de su revelación. Toda tentativa arriesgada guarda siempre la promesa de una revolución. He aquí un ejemplo.

Los Dioscuros E duardo S abugal Vicente Alfonso, Huesos de San Lorenzo, Tusquets, México, 2015, 231 p.

No una simple novela negra en torno al asesinato de un tal Farid Sabag, ni la historia anecdótica y de iniciación de un par de mellizos que fueron criados en un internado jesuita, ni tampoco la historia de un triángulo amoroso que terminó en tragedia, ni el argumento de una leyenda familiar marcada por la culpa y la secrecía, sino algo más. Acaso un monstruo de feria, un monstruo construido con varios fragmentos, piezas que no terminan de embonar por más que se les baraje y se les busque obsesivamente en el pasado. Julio Cortázar, en Notas sobre la nove­ la contemporánea, decía que “la novela es un monstruo, uno de esos monstruos que el hombre acepta, alienta, mantiene a su lado; mezcla de heterogeneidades, grifo convertido en animal doméstico”. Vicente Alfonso ha domesticado un monstruo que se parece mucho a un fenómeno de circo, una de esas creaturas que se exhiben para satisfacer el asombro, el morbo y la curiosidad de la gente, pero que dejan algo oscuro detrás de sí, algo incógnito y siniestro, acaso imposible de revelar por completo. La admirable urdimbre técnica de Huesos de San Lo­ renzo, que en sus mejores momentos excede la categoría genérica de novela negra, permite que entremos en contac-

to con esa heterogeneidad amaestrada de la que hablaba Cortázar. Un lector atento podrá desmenuzar esa heterogeneidad en varios hilos conductores. Es identificable un primer hilo, que tiene que ver con una variación sobre el viejo tema mítico de los hermanos gemelos y que lo mismo se puede rastrear en la tradición bíblica que en la mitología griega. Así, tenemos calcificadas en la memoria a varias parejas de hermanos que constituyen historias fundacionales, espejos más o menos legibles de los protagónicos hermanos Ayala. Aunque no sabemos si eran gemelos, pensamos en Caín y Abel, en Cástor y Pólux, mientras en la novela se menciona a Chang y Eng, Ronnie y Reggie Kray. Y claro, Rómulo y Remo, mítica pareja sobre la que descansa toda la civilización occidental, amamantados por una loba, hermanos gemelos que encarnan la transición del nomadismo a la civitas, la fundación de la Ciudad con mayúscula, la Ciudad formada por la familia y no por individuos, aquella en donde desembocan todos los caminos, todas las vías. Recuperar tal cual sus nombres en la novela, el nomen asignado a cada hermano, es un gesto de croupier honesto que coloca las cartas en el tapete, porque al autor no le importa mostrar abiertamente estas cartas simbólicas, cargadas ya de cierta significación cultural, pues el interés verdadero radica en lo que hará con ellas. Así, Rómulo y Remo Ayala son y no son al mismo tiempo personajes tipo. 165

Se mueven inevitablemente en la herencia romana de linaje troyano que flota en el inconsciente colectivo, asociados a la fundación de Roma, pero son al mismo tiempo verosímiles en su anclaje histórico concreto, nacidos en 1977 en la Comarca Lagunera, hijos de una exguerrillera, Rosario Navarro, y de un antiguo profesor de izquierda y convertido después en magistrado, Bernardo Ayala. Un segundo hilo, enredado con el primero, tiene que ver con la herencia borgeana en la trabazón de tramas, que por lo regular tienen un eco épico y simétrico. Huesos de San Lorenzo es un texto doblemente borgeano, no sólo porque está estructurado a partir de una original variación de un cuento de Borges, “La intrusa”, sino porque revela dentro de la novela esa referencia y la incorpora, como una pista intertextual más, a la manera de “La muerte y la brújula”. Vicente Alfonso hace una relectura y una reescritura del cuento de Borges contenido en El informe de Brodie, publicado en 1970, de forma muy semejante a como Salman Rushdie usa y reinterpreta el mito griego de los hermanos Cástor y Pólux en El suelo bajo sus pies, de 1999. El tema de los gemelos termina siendo la metáfora de una duplicidad metafísica más profunda, inherente a toda existencia humana. El mito de los Dioscuros es nuestro espejo. Si cada uno de nosotros tiene existencias alternativas, como en Rushdie o Borges, ¿cuáles de nuestras posibilidades (Rómulo o Remo) perdurarán y cuáles desaparecerán? La 166

duplicidad transmuta en un problema de tiempo y memoria, y, cruentamente, en un problema de supervivencia. No Caín y Abel sino Cástor y Pólux, hermanos amantes, separados por los dioses, condenados a vivir uno sin el otro, alternándose entre la superficie y la profundidad del Hades, entre la vida y la muerte. El tercer hilo es de orden historiográfico. La referencia histórica fusionada literariamente le ayuda a Vicente Alfonso a anclar la historia en la Comarca Lagunera; el huracán Ismael y los daños que ocasionó en el norte del país en 1995, la final de futbol del 2001 entre el Santos Laguna y los tuzos del Pachuca, la guerrilla y grupos armados clandestinos que operaron durante la década de los setenta. Nombres específicos de calles, escuelas, personajes políticos o películas pornográficas, la destrucción del Mercado Villa o la descripción de una antigua cantina llamada El Último Trago, convertida ocho años después en un Sanborn’s, ayudan a ubicarse en el tiempo y en las transformaciones históricas. Para ello se vale de registros lingüísticos que van de la nota roja de un diario o la re­ dacción de un expediente abierto a la transcripción de una grabación sonora de una sesión terapéutica. El anclaje histórico concreto de la historia, logrado con todas esas referencias, aporta no sólo mayor verosimilitud y construcción atmosférica, sino que ayuda además a reforzar la sensación de culpabilidad, como si además de la culpa

individual encarnada en el periodista Pepe Zamora, o en el psicólogo Alberto Albores, existiera también una especie de culpabilidad colectiva, producto de los hechos acaecidos históricamente. La gente vive en el olvido (pobreza, violencia, desesperación, injusticia) y pareciera que todo eso es producto de una serie de acciones realizadas en el pasado, como si una especie de karma negativo pesara sobre la colectividad. Cuando esa culpabilidad colectiva se comprende como un error primigenio, condena heredada como el pecado original, se salta a un plano ya no sólo histórico sino metafísico. Justo el cuarto hilo tiene que ver con lo místico, a medio camino entre lo supersticioso y los misterios de la religión. Las referencias al Martirio de san Lorenzo (de Tiziano), el uso de latinismos, el símbolo de una higuera, los textos de san Agustín o el papel protagónico que juega una niña supuestamente milagrosa (Magda González), quizá tengan que ver con una erudición jesuita, pero también con una configuración teológica, casi de orden moral, al momento de elaborar una estructura novelística. Además de usar el imaginario popular que gira en torno a los llamados tontos sagrados como el Niño Fidencio, la Santa Cabora o doña Pachita, el narrador nos informa que “Aquí el espiritismo se remonta cuatro siglos, cuando los indios laguneros decían, al paso de un remolino de viento y polvo, que el demonio vagaba por el desierto buscando a quién llevarse. Ca­

chiripa, le llamaban”. Los puentes entre lo real y lo espiritual, el pasado y el futuro, entre los vivos y los muertos, la posibilidad de una comunicación diferente a la que marca la lógica y el realismo, hace que la novela logre en muchos de sus pasajes una experimentación de lo fantástico. El efecto en el lector es el de estar divagando en un cuadro de seudología fantástica. Complementa este componente metafísico la figura del mago o médium, encarnada en el personaje de el Gran Padilla, que recuerda el papel de los viejos gurús, el intermediario de una realidad metafísica, ese ser tocado por Dios o por el Diablo, ese hombre que por conocer los mecanismos de la magia se ha vuelto escéptico y que, sin embargo, justo eso “le permite hacer creer a los demás”. Además de esos elementos místico-religiosos, la novela parece retomar el concepto paradojal de sombra, tal como lo entiende Carl Gustav Jung en Aion. Contribuciones al simbolismo del sí-mismo, entendiendo la sombra no sólo como representante de cualidades y atributos ignorados del ego tanto individuales como colectivos, sino también como una especie de doble (muchas veces enemigo) que contiene cualidades infantiles o primitivas del propio yo. En la novela, la parte gemela de los personajes aparece referida dentro de una estructura actancial similar a la sombra junguiana. En su sesión de terapia, Remo le confiesa al psicólogo Alberto Albores: “siento como si, más que mi 167

hermano, fuera mi sombra”. Aunque Vicente Alfonso nos deja acceder a las sesiones de terapia que experimenta su personaje, la construcción es más mitológica que psicológica, como si el inconsciente del personaje tuviera un carácter arcaico-mitológico. La oposición entre creencia (corazón) y saber (cerebro), polaridad en la que cabalga todo el tiempo la incertidumbre de los personajes, queda expresada técnicamente en el apartado Huesos de San Lorenzo IV que lleva como subtítulo Días podridos. Aquí las dos voces, la de un médico y la de un cura, se confunden en el cuerpo textual y en la mente atormentada del experiodista Zamora, que funge como interlocutor. El suspenso que se encuentra en Hue­ sos de San Lorenzo recuerda a la serie de televisión True Detective, escrita por Nic Pizzolatto, con una sólida armazón episódica y una escenografía paisajística de los años noventa, sucia, misteriosa, campirana y pueblerina, con cierto aire depresivo y sórdido, con ciudades y personajes que parecen arrebatados neciamente al desierto. El acto confesional (ante un periodista, un psicólogo, un cura o un policía) encuentra su doble complementario en el acto indagatorio del que busca confesiones. El perseguidor y el perseguido. Algo admirable en la novela es que estos dos impulsos atraviesan la prosa. Pero la búsqueda de algo que se desdibuja en el pasado y en la historia oculta de los demás es, por fuerza, 168

tortuosa, porque atenta contra la identidad: uno corre el riesgo de terminar encontrando una tumba vacía. Cuando uno de los gemelos busca a su madre, se pregunta “¿A cuál de todas esas mujeres estaba buscando: a la heredera colmada de privilegios o a la trabajadora social? ¿O a la débil mujer que, golpeada y anémica, nos dio a luz en un hospital de Torreón? ¿Son todas la misma?” La narración de esta versión libre de los Dioscuros termina siendo una barajadura indagatoria con espíritu policiaco y psicoanalítico, con precisión obsesiva de historiador o de periodista. Pero Vicente Alfonso advierte que, por mucho que se explore la historia de estos gemelos, por mucho que se intente develar la pintura completa y auténtica, es difícil separar la carne de la carroña, siempre habrá algo que no encaje o algo que permanezca en la sombra, pues “en el papel todo parecía plano, frío, desprovisto del misterio que envolvió siempre la vida de los Ayala”.

La arquitectura de lo onírico J udith C astañeda S uarí Víctor Roberto Carrancá, Tratado de las espirales, Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla/Ediciones Atrasalante, 2015, 105 p.

Los sueños. De ellos se ha dicho que escapan a la voluntad y a la responsabilidad de quien los genera, que son las almas, libres de la prisión de la materia, o procesos inútiles para quien los tiene, sin más. En los sueños también se ha tratado de encontrar un segundo rostro desde hace siglos, algo que puede ir de la predicción de nuestro destino a la consecuencia de un trauma olvidado, dándoles así una razón de ser. No sólo desde las artes adivinatorias o el psicoanálisis se intenta la exploración de este sitio y su libertad. En la literatura, un ejemplo se encuentra en Trata­ do de las espirales, libro de cuentos de Víctor Roberto Carrancá. Aquí, como en El espejo del solitario, su obra anterior, Carrancá se adentra en la narrativa fantástica, dándole a los sueños una forma distinta. Pueden ser una especie de tumor, la razón de los celos de una anciana o la vívida y larga visión de un asesinato, pero todos, al final, forman parte de la misma estructura, aglutinándose alrededor de un solo personaje, el Dr. Gabriel Sarcise, quien en este volumen ocupa el lugar que en El espejo del so­ litario perteneciera a José el Solitario.

En Tratado de las espirales, los cuentos-sueños construyen bloque a bloque el territorio que es el sueño del Dr. Sarcise, quien se encarga de consignarlos en una serie de apuntes. De esto nos enteramos por las cuatro notas acerca de la desaparición del doctor, esparcidas a lo largo de textos cortos y poseedoras de un tono a medio camino entre la narración y una especie de ensayo. “Yo conocí a Gabriel Sarcise antes de que desapareciera y dejara, como única prueba de su existencia, el Trata­ do de las espirales de la mente”, “Poco pueden decirnos las últimas líneas de este documento irrisorio realizado por un demente (o soñador) como Gabriel Sarcise”, escribe el autor, introduciendo al libro una voz en primera persona, voz que se repite en “Pasaje al acto”. El cuento narra un asesinato o, mejor dicho, la visión de un asesinato, el de un superior. El personaje entra en su oficina tratando de no emitir sonido alguno: “a pesar de que al tomar asiento el cojín rechina y gruñe y chilla y eructa como si mi peso le resultara tan molesto como al Director mi presencia”, nos dice, luego describe el carácter déspota del hombre que tiene al otro lado del escritorio, alguien de calva resplandeciente, “completamente pulcra, salvo por unos cuantos lunares que parecen haber sido colocados por la sacudida de un pincel”. El director espera al personaje, por eso es que éste ha entrado y aguarda; aunque antes de saber cuál es el asunto 169

que requiere su presencia deberá soportar una perorata causada por la revisión de los documentos que se encuentran desperdigados sobre el escritorio. Pero esta vez no es así. La andanada de insultos dedicados quizás a él, quizás al remitente de alguno de los papeles, a un amorfo ser inferior, en todo caso, terminará por decisión del propio personaje. Así, a fin de distraerse, deja que su imaginación traslade su mano hasta el extremo derecho del escritorio, hasta la escultura de la diosa Temis, para luego asestar un golpe en la brillante calva de su superior. El hombre se desplomará sobre el escritorio, el charco de su sangre humedecerá los papeles y desbordará hasta gotear sobre las losetas del piso, hasta avanzar poco a poco, “como si estuviera viva”, y amenazar la limpieza de los bien boleados zapatos del empleado, ahora verdugo. En este punto la ensoñación ha ganado tal fuerza que es imposible no creerla real. Pero no importa cuán vívida sea, el personaje que la empezó no se deja envolver por completo. “Mi primera preocupación es saber lo que estará haciendo mi yo real. Aquel que no está divagando y que debe encontrarse ante la presencia de un jefe que conserva una cabeza brillante y sin ninguna herida”, dice; luego se da cuenta de que no podrá salir de su propio ensueño ni apretando los ojos, ni pellizcándose, ni golpeándose, y tampoco pidiéndole ayuda a Susy, la anciana secretaria 170

del director que, tan imaginaria como el asesinato, se inmiscuye en fantasías ajenas sin haber sido invitada, que grita y sale corriendo después de ver la escena. Ella también estará soñando, podría ocurrírsele al lector, mientras imagina un mapa donde los sueños, a la manera de vehículos que transitan por calles y avenidas, van de una mente a otra, como ocurre en el cuento inaugural, “Lo que habita en la cabeza”: “Por ello, convencida de que la pesadilla de alguien más se había introducido en su cabeza, la señora San Gaspar cogió un cucharón de sopa y regresó todo el líquido a su recipiente”, narra la voz en tercera persona y, más adelante, le cede la palabra a la mujer, quien le repite “ese sueño no es mío” al doctor Katzenjammer, mientras éste revisa cada espacio de esa fantasía. Aquí llama la atención la forma que Víctor Carrancá otorga a un sueño, pues además de ser algo que pasa de una mente a otra, es una especie de enfermedad, un tumor: “Debió atorársele uno de esos sueños excéntricos en la mitad de la cabeza… Ella sabía que se trataba de un sueño y nadie pudo desmentirla puesto que el neurólogo del hospital lo comprobó”. Y el hecho de que más de un personaje lo trate así, igual que a un padecimiento necesitado de atención médica, creo que le da verosimilitud. A “Lo que habita en la cabeza” y “Pasaje al acto” los une un aconteci-

miento parecido: el deseo de matar a un superior, hecho que sólo se materializa fuera de la realidad. En el caso del cuento inaugural, la víctima es el padre del verdadero dueño del sueño, “hombrecillo de camisa abierta, con más pelo en el pecho que en su cabeza ovalada, y cuyos ojos se escondían tras unas gafas oscuras que se le escurrían por la nariz”. Este hombrecillo le exigirá a la señora San Gaspar la devolución de su sueño, al principio en voz baja, al final con una bala que tritura “verbos, reclamos, dientes y cráneo”, ya que sólo así puede asesinar a su padre en repetidas ocasiones, sin que deba pagar por dicho crimen. Un cuento donde se repite el juego de pasadizos es “Plan de emergencia para casos de encierro”. La diferencia es que no se trata de sueños que van de una cabeza a otra, sino del tiempo y el espacio, de interconexiones que hacen de ellos una maraña. El escenario es un edificio vacío de departamentos en venta; el acontecimiento, un hombre que busca un pretexto para acercarse a una mujer y acaba dentro de un espacio vacío y blanco que lo engulle, y los actores, el señor Andrés Galli y una vendedora de muslos “muy brillantes y bruñidos como madera recién barnizada”. A partir de que ella recibe una llamada que la obliga a dejar solo a su cliente, y luego de que el señor Galli escuche una voz a sus espaldas que le advierte “¡La puerta, la puerta. No dejes que la cierre!”,

se pone en marcha una quietud que detiene el tiempo y sella la puerta de ese departamento como si de una tumba se tratara. Dentro, luego de asomarse por la ventana y de intentar, sin suerte, abrir la puerta, el personaje de Víctor Carrancá aguarda el regreso de la mujer, observa su reloj. “¿Todavía las doce? No, no. Imposible, está descompuesto. ¿Por qué no caminas?”, dice al fin, desesperado, luego de por lo menos un par de horas. Entonces es el único cuerpo en movimiento dentro de ese puño de vacío, testigo de cómo el tiempo se detiene hasta en la calle, por donde no transita ni un alma. Por eso regresa a la puerta, grita a nadie, se limpia el cuello y se deshace del saco, vuelve a asomarse por la ventana, a mirar una calle libre hasta de la más leve brisa, busca agua, abre lo que cree un armario… Pero no hay remedio; la maraña de tiempo y espacio lo aprieta igual que un nudo corredizo, dejándole nada más una salida, la que nos lleva de vuelta a las anotaciones del Dr. Gabriel Sarcise. En ellas se descubre que “el cuadernillo que contenía la historia del señor Galli fue escrito dos semanas antes de que aconteciera el supuesto (ahora sí cuestionable) suicidio de este hombre”. En ellas también se registran historias como “Lo que habita en la cabeza” y “La luz en los ojos”, que igual que “Plan de emergencia para casos de encierro”, se relacionan con otras 171

muertes: la de la señora San Gaspar de Castaña y la de Eulalio Arroyo. A través de este último personaje, anciano de barba gris, el autor pone ante nuestros ojos lo real de los sueños desde otro punto de vista: la solidez que poseen es tal que son capaces de afectar incluso a otras personas. Y en “La luz en los ojos”, esa persona es Rocío, la mujer de Eulalio. Rocío, rizos grises en la raíz “aunque de tronco castaño”, le reclamará al hombre una infidelidad como si sucediera en lo sólido del mundo, cuando lo cierto es que sólo se trata de sueños eróticos, de visiones que por la mañana mantienen enhiesto un miembro reblandecido a causa de los años. ¿Pues qué soñabas, idiota? ¿Dormiste bien?, ¿Con quién sueñas? ¿Qué andas haciendo mientras duermes? Eh. ¡Dímelo, dímelo!, serán las frases que lluevan sobre el viejo Eulalio, junto a puñetazos matutinos. El hombre ha de defenderse con frases como “Ni siquiera la conozco”, “Estaba borracho”, “Estaba en un bar y de pronto, bueno, había una botella. En los sueños, ya sabes”. Se trata de excusas a veces titubeantes, de algún grito que otorga solidez al territorio onírico, trayendo así las faltas que en él se cometen a la realidad. Un cambio de planos, por así decirlo, es el hilo que atraviesa a otros cuentos en este Tratado de las espirales, caso de “El cascanueces” o de “ Transferencia”, donde un narrador en primera 172

persona –quizás el mismo de “Pasaje al acto”– nos confía su decisión de acudir a un analista. Lo que llama la atención aquí es que, debido al costo de la terapia psicoanalítica y a las dificultades para presentarse a las sesiones de forma constante, el personaje decide hacerlo únicamente en sus sueños. Entonces aparece una terapeuta de cabello negro, elegida por el inconsciente del personaje para emular la belleza de su madre, y flotan diálogos del tipo “Hoy tuve otro de esos episodios reales” o “Sí, entiendo que se trata de una de esas… ¿Cómo se dice?, ¿realidades recurrentes?” Esta caracterización del plano onírico como si se tratara del real, sumada al hecho de no saber si se sueña o no y a la conexión de los cuentos con el Dr. Sarcise, con los acontecimientos que pueblan el complejo ensueño de este personaje, hace de Tratado de las espirales un libro donde resaltan la estructura y el tratamiento poco usual que el autor efectúa del tema de los sueños.

Giros alrededor de Emily J orge O rtega Jorge Esquinca, Cámara nupcial, Ediciones Era/Instituto Veracruzano de la Cultura, México, 2015, 139 p.

La transferencia de identidad es uno de los mecanismos privativos de la poesía contemporánea. El procedimiento entraña una operación especular. Proyectar en el otro las tribulaciones del yo se ha vuelto un ingenioso ejercicio de desdoblamiento. Es como tomar distancia de uno y verse bajo una luz distinta. Y no aludo al artilugio de la heteronimia, sino a una poesía que acoge, en un libro o un poema, determinados episodios de vida o la voz de una personalidad literaria o significativa que pudiera implicar un modelo estético, moral o heroico. No obstante, hay que advertir que mucho depende, en dicho contexto, de la conjugación verbal, ya que no es lo mismo transpolar el yo al habla de esa personalidad que referirla, a manera de tributo, desde la segunda o tercera persona del singular. Cámara nupcial, de Jorge Esquinca, funciona a contrapelo de esta disyuntiva, optando por un asunción personalizada de su relación con la memoria, el universo y la escritura de Emily Dickinson, junto a Walt Whitman, piedra de fundación de la poesía norteamericana moderna. Si bien la anacoreta de Amherst conforma el foco de gravedad de la más

reciente entrega de Esquinca, no representa una constante, sea mediante el permanente seguimiento de su actuar o la reiteración del valor de su legado. Cá­ mara nupcial es antes que nada un tratado sobre las adversidades que enfrenta la consecución y consumación de un ideal poético, de ahí que en repetidos pasajes aflore la reminiscencia de una odisea física y psíquica, una noción de trayecto condimentada por la sensación de sacrificio, extenuación, contrariedad, tal como sucede en el umbral y el pre-desenlace del índice, urgidos por la premura de alcanzar un ansiado destino: el magnetismo de Emily, imán de un pueblo ubicado en el meollo de Massachusetts. Ocho intervalos pautan el recorrido de Cámara nupcial: La maquinaria del glaciar, Epistolario, Tratamiento del espacio fotográfico, Libro de adivinanzas, Invernadero, Gabinete de curiosidades, Viaje al centro de la nieve y La vía negativa. El rasgo más atrayente del conjunto reside en su factura disímbola. Ningún apartado se asemeja a otro; no al menos en hechura ni extensión. Del poema holgado a la letanía catártica en tercetos irregulares, deteniéndose en el versículo, la prosa, la sextilla heterodoxa y demás estructuras libres y minimalistas, Jorge Esquinca hace de cada mudanza de sección un amago de reconfiguración tonal y discursiva en pos de la esencia de su velado contrapunto con Dickinson. No obstante, coexiste en el fondo una simetría temática, pero con diferente apli173

cación, en La maquinaria del glaciar y Viaje al centro de la nieve, dos versiones –una en clave lírica y figurativa, la otra más narrativa o cronística– de una sola lucha contra las confabulaciones de la naturaleza, metáfora del combate interior del poeta. Así, Cámara nupcial posee un efecto caleidoscópico derivado de su vocación mutante. El espectro de Emily está ahí, mas el modo de apuntar a ella se transforma debido a los múltiples sentidos de evocación que despierta. Sentidos: atmósferas. Porque si hay un estado que caracterice la poesía de Esquinca en su totalidad es la de su capacidad de condensación a través de un lenguaje que concilia sustantividad y sugestión. Cámara nupcial no escapa a la creación y recreación de ambientes, resulten domésticos o externos, bucólicos o subterráneos, intimistas o colectivos. Esta fluctuación de escenarios y atmósferas se halla amparada por la propiedad del texto que, como reza la nota final, incorpora implícita o explícitamente una red de citas, glosas, paráfrasis, e inclusive una traducción –“On the marriage of a Virgin”, de Dylan Thomas–, de nombres consanguíneos a la poética del autor: Antonin Artaud, Ramón López Velarde, Henri Michaux, O. V. de L. Milosz, María Negroni, Pablo Neruda, Jean-Arthur Rimbaud, Georges Schehadé, Giuseppe Ungaretti, Alejandra Pizarnik, al margen de la concurrencia epigráfica y el intercalado de versos de la señorita Dickinson. 174

Jorge Esquinca urde, pues, un palimpsesto diseminado de préstamos y cuya originalidad estriba tanto en el aporte inventivo del poema como en la heterogeneidad y el trasminado de sus lecturas propiciadoras. Si Emily constituye de entrada el emblema de cohesión, la verdad es que el planteamiento del libro induce por segmento una disociación de las fórmulas de composición. Mencioné al inicio la pluralidad de esquemas de construcción que confluyen en Cámara nupcial; añadiría la soltura en la plasmación del poema que tiende a modificarse. En relación a los restantes, el tramo que rezuma mayor singularidad incumbe al tercero, Tratamiento del espacio fotográfico, donde la enunciación cobra un aire performativo, y hasta de instalación y arte objeto, perfilando a la par cierto onirismo. Junto a ello, un puñado de criterios ortográficos y tipográficos –diagonales, corchetes, cursivas, sangrías, versalitas– y la dislocación del aspecto habitual del poema estrófico o cargado a la izquierda contribuye a alterar la fisonomía del texto poético. Cámara nupcial opera por contraste. De la denodada epopeya unipersonal por la selva blanca del invierno neoyorquino (“Para llegar al corazón de Emilia / hube de llagar una montaña”) a la despreocupada confidencialidad de un diario mediterráneo (“Como tú, tampoco voy a la iglesia. / No hay mejor misa que estas nubes / ni mejor sermón que el de los zanates / vocingleros. Pero amo, amiga,/

las pequeñas iglesias de Italia; / los cam­ panarios de piedra recortándose /sobre los campos sembrados / de girasoles y tabaco en la Umbria / –allá donde las sombras se dilatan / en el aire y son más largas que la vida”), y de la evanescencia de la economía de medios en la que germina la “flor de no saber” a la sutileza de las formas breves y compactas en la que relincha un eco de Juan el Evangelista (“En el principio era un caballo, / su cauda de fuego, su pezuña”), Jorge Esquinca exhibe las impares facetas de asimilación del núcleo propositivo de una obra y un personaje que devienen motivo de interlocución con uno mismo en aras de un imaginario a un tiempo nórdico y meridional, urbano y campestre, plomizo y luminoso. Por arriba de su apego a Emily Dickinson, Cámara nupcial reserva un avecinamiento con la poesía en la medida que concentra su periplo y trance en el resabio vital de una poeta genuina y las incógnitas de su dicción. Sin adoptar un cariz metapoético, revela justamente por deducción la perenni­ dad de la inclinación poética como una secreta resistencia para con las inercias del mundo y las circunstancias que lo vertebran. A la reclusión y el aislamiento, Dickinson opone la fecundidad del oficio y la fidelidad al llamado, el consuelo de un ritual cotidiano que cul­ mina en los susurros de la caligrafía, echando raíces en el ensimismamiento, la observación, el estudio, posturas de receptividad y vigilancia proclives

a toda disposición de alumbramiento poético. Círculo virtuoso: el autor de Cámara nupcial y la poesía van y se encuentran y abrevan, por consiguiente, en el radiante e inasible rastro de Emily, encarnación de “esa cosa liviana, alada y sagrada”. Sicut cervus ad fontes. Como el ciervo a las fuentes, afirma el salmo. De la obstinación del peregrino que salva con arrojo de alpinista la noche oscura del alma y los escarpados senderos de la búsqueda, de este tour de force a la ligereza del lugar ameno y su cornucopia de gratos incentivos, y de aquí a la ronda de las definiciones y el asedio conceptual, para luego demorarse en pergeñar una vitrina de elementos –una lámpara, una ventana, una esfera, un espejo, un frasco, el clamor del gallo, una campana de adorno, una cama tendida, una moneda, un retoño– que prefiguran la estabilidad y trascendencia de un orden, Esquinca alterna el simbolismo de la analogía con el autobiografismo, como sucede en el penúltimo apartado, Viaje al centro de la nieve, en el cual emerge el yo civil en una perturbadora reseña sobre el metro permeada de visiones mitológicas y apocalípticas que esbozan también un inframundo y donde el pueblo natal de Dickinson se antoja la luz al final del túnel: “Respiré para morirme/la escarcha de los muertos / vine a dar con mi sombra / a los intestinos de Manhattan”. Entre el tremendismo de Poeta en Nueva York, el paisaje boreal de Robert 175

Frost y el realismo doméstico de Eliseo Diego, Cámara nupcial tensa el arco de su relato. Una versión de la expresión que otorga título al libro del que me ocupo tiene su origen en el evangelio apócrifo de Felipe. En la doctrina gnóstica, la Cámara Nupcial es el sacramento que supone los esponsales místicos entre lo masculino y femenino, el pneuma y la psique, la pasión y el intelecto, y que aspira a la fusión de la pareja con la Divinidad Suprema y, en consecuencia, a la procuración de la unidad prototípica, el pléroma, en el que aguarda la plenitud del andrógino primordial. En su cortejo de Emily Dickinson –“novia rústica”–, Jorge Esquinca habilita una emulación de este misterio. Su querencia por la ermitaña de Amherst no depara un acer­ camiento sino una superposición, un calco espiritual que a expensas de la empatía poética confiere a la gloriosa servidumbre de confeccionar y alinear versos la perduración histórica y el vínculo de pertenencia que permite a las inteligencias afines comunicarse por encima de las épocas y las distancias en el inmarcesible presente de la literatura, la ubicuidad de la poesía.

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Los enigmas de María D iana D iaconu Iván Vicente Padilla Chasing, Jorge Isaacs y María ante el proceso de secularización en Colombia (1850-1886), Universidad Nacional de Colombia, Colombia, 2016, 244 p.

“¿Por qué un libro más sobre María?”, se pregunta el profesor Iván Padilla al comienzo de Jorge Isaacs y María ante el proceso de secularización en Colombia (1850-1886), estudio sistemático y riguroso sobre el significado literario, cultural e histórico de la obra maestra de Isaacs. Así, ya desde las primeras líneas, no sólo se aclara la motivacion sino que también se define el tono de la investigación, marcado profundamente por el dialogismo. El libro es concebido como un amplio diálogo con varios lectores de María –los del siglo xix colombiano y latinoamericano y, sobre todo, con los lectores contemporáneos y sus prejuicios–. Me limitaré a ilustrarlo con un solo ejemplo, extraído del primer capítulo, que versa sobre el género elegido por Isaacs y su relación con el romanticismo europeo: “Si para después de 1850, el arquetipo romántico de la lírica y la novela sentimental del primer romanticismo (exaltación de la naturaleza, bucolismo nostálgico, idilio amoroso, castos amores, etc.) había sido denunciado como kitsch (…) ¿por qué Isaacs los retoma en María? ¿Por qué una novela que reúne tantos elementos kitsch se convierte

no sólo en un éxito literario, sino en la novela más representativa de la Hispa­ noamérica del momento? Al fusionarse con el costumbrismo local, ¿el romanticismo produce un nuevo tipo de escritura? En una nación en constitución, ¿cómo y por qué se impone una novela sin aparente sentido social? ¿Por qué el idilio amoroso representado en María se impone sobre el problemático sentido histórico-social expuesto en Manuela? Teniendo en cuenta la configuración del tiempo, del espacio y de los personajes en María, ¿se puede considerar la novela de Isaacs como la manifestación tardía del romanticismo europeo en América o como la expresión madura del romanticismo colombiano y, si nos atenemos a su favorable recepción, del latinoamericano?” El diálogo se establece tanto con los lectores no profesionales como con los críticos literarios que proponen su interpretación, orientando así la lectura; a menudo este proceso se acompaña de un efecto secundario: a la vez que orientan, también legitiman o refuerzan con su autoridad varios lugares comunes que, lejos de facilitar la recepción, más bien empañan los lentes a través de los cuales miran desde la lejanía los contemporáneos. Para el lector no profesional, este libro es especialmente atractivo porque hace compatible la seriedad y profundidad de los planteamientos y el nivel académico del discurso con la formulación de preguntas inesperadas en el

aula y en la academia. El autor lanza y contesta precisamente aquellas preguntas que suelen surgir fuera del aula, para cuestionar y poner en serios aprietos las verdades aparentemente más obvias e incontestables. Preguntas atrevidas, indiscretas, insidiosas, incómodas, preguntas secretas, casi inconfesables, como aquellas fulgurantes que suelen pasar por la mente de los lectores inquietos, y que raras veces alcanzan la verbalización. A su vez, el lector profesional se siente retado durante toda la lectura por un texto que incita permanentemente a polemizar y a cuestionar las verdades aceptadas y lo canónico bajo todas sus formas, tanto en el campo de la literatura como en el de la crítica literaria. La seguridad con la cual el autor pone el dedo en la llaga remueve los prejuicios del lector y detecta los lugares comunes de la crítica, descubriendo los puntos débiles de muchas lecturas anteriores, funciona como una especie de “estructura apelativa” del texto que involucra al lector, tanto más si éste está dotado de espíritu crítico, lo inmiscuye en el diálogo con textos literarios, históricos, sociológicos, de crítica literaria, del presente y del pasado, lo constriñe a abandonar la pasividad y a tomar posición. De manera que el texto cobra vida y se incorpora enseguida a la experiencia vital y no sólo libresca del lector, muy al contrario de lo que ocurre con el texto crítico pensado exclusivamente desde el punto de vista de la historia literaria y que 177

suele permanecer letra muerta para el lector, excepto el especialista. De hecho, junto a reflexiones teóricas fundamentales sobre el significado histórico y cultural (social, político, ético) de la obra literaria, provenientes del campo del estructuralismo checo, de la sociología de la literatura y, en general, de las estéticas sociológicas (Mukarovsky, Lukács, Goldmann, Bajtín, Macherey, Bourdieu), los planteamientos centrales de la teoría de la recepción (Escuela de Constanza y especialmente Wolfgang Iser con El acto de leer. Teoría del efecto estético) representan los pilares del constructo teórico, sólido y a la vez creador que propone este estudio. En la medida en la cual logra neutralizar el efecto de los tópicos (engendrados muy a menudo por el uso mecánico de categorías teóricas) que se interponen entre el lector actual y la obra, impidiendo que ésta lo siga llamando como lo hacía en la época de su producción, el ejercicio de lectura emprendido en el libro es muy afín al espíritu de la teoría de la recepción. Consiste en devolverle al lector actual el sentido de una María desempolvada, con toda su frescura y vitalidad de antaño, capaz todavía de tocar la sensibilidad del lector actual y de conectar directamente con su axiología, a pesar del siglo y medio que los separa. El análisis que emprende el profesor Padilla lo amplía y profundiza hasta que adquiere las dimensiones y la autonomía de un libro, avanza en el sentido 178

indicado por el gesto de Hans Robert Jauss cuando en un texto esencial, aparecido en español en 1989, reivindicaba también la vigencia de una obra clásica y fundacional, esta vez para la cultura alemana: la Ifigenia de Goethe. En ambos casos, se someten a riguroso análisis los fenómenos de recepción y las mediaciones que, al interponerse entre la obra clásica y el lector contemporáneo, imposibilitan su encuentro directo y, por tanto, impiden que la obra actúe sobre el lector, desplegando su efecto estético. Al aniquilar el carácter proble­ mático de la obra y de sus héroes, su sentido se banaliza y se priva precisamente de lo esencial, del valor estético. La obra se convierte así en peso muerto, queda en su materialidad pero no en su espiritualidad y llega a ser dócil materia disponible para estériles y aburridísimos análisis formales y temáticos, incapaces de sustentar y explicar el carácter de obra fundacional, de pieza emblemática de la literatura nacional, de valor inestimable para la identidad y la cultura nacionales. Se crea así la falsa sensación de que el significado de la obra está definitivamente anticuado, caduco, perdido para siempre, o bien condenado fatalmente a permanecer en­ claustrado en el panteón de los clásicos, lo que al fin de cuentas vendría a ser lo mismo. Más allá de todas las diferencias engendradas por los contextos particulares, este mismo fenómeno se dio tanto en el caso de Ifigenia de Goethe como en el de María de Isaacs.

Jauss inicia su planteamiento sobre la Ifigenia de Goethe ubicando un problema actual de recepción. El fenómeno amerita una investigación a fondo y conduce al autor a lanzar varias hipótesis. Jauss analiza cómo los contextos, las conexiones y las categorías teóricas invocados por un manual para la orientación de los profesores de literatura alemana, supuestamente hecho para acercar a los alumnos al texto clásico, cumplen en realidad el papel contrario: alejan definitivamente al joven lector contemporáneo de la Ifigenia de Goethe convertida en “lectura obligatoria” e institucionalizada por los manuales de literatura. Finalmente, llega a proponer un examen crítico de toda la historia de la recepción de esta obra clásica, con el fin de “abolir las normas de ese canon para liberar a la pieza clásica de su falsa pátina y permitir su retorno a la actualidad”. No es otro el proceder del profesor Padilla en su libro sobre María, inves­ tigación que emprende a raíz de la observación de un fenómeno actual de recepción: “mi experiencia docente en la Universidad Nacional de Colombia me ha enseñado que, de un tiempo para acá, nuestros estudiantes vienen de sus colegios sin haber leído esta novela y muchos se van con este vacío. Incluso en los cursos dedicados al siglo xix colombiano, María es ignorada o leída de un día para otro, rápidamente resumida y comentada, pero no analizada. Por lo general, por comentarios hechos de

paso en cursos panorámicos o por lectura de resúmenes, los estudiantes tienen la idea de que se trata de una novela aburrida y pasada de moda, cuyo idilio amoroso y sus situaciones han perdido validez y, por lo tanto, no comunican nada al lector de hoy en día. En la medida que para muchos leer la obra de Isaacs no ofrece ningún interés, resulta difícil luchar contra estos prejuicios y, ante todo, cuesta mucho motivar a los estudiantes para que entren en un análisis sistemático del texto”. Huelga destacar el carácter pionero de este tipo de investigaciones en Colombia y lo oportuno que resulta este planteamiento en el campo de la crítica colombianista y latinoamericanista. Volviendo ahora a la pregunta inicial, el presente estudio, lejos de ser un libro más sobre el tema, a pesar de abordar un tema clásico, es plenamente contemporáneo al rescatar un clásico, empresa muy oportuna en una época como la nuestra, que suele leer mal a los clásicos. Jorge Isaacs y María ante el proceso de secularización en Colombia (1850-1886) es un replanteamiento novedoso, basado en una relectura contemporánea digna de este nombre y una aparición editorial fuera de serie que cuestiona sistemáticamente el lugar común allá donde más anida: en los planteamientos consagrados (aunque no siempre inspirados), que el autor desacraliza, somete a discusión, interpela y cuestiona sin ambages. Además, categorías como “obra clásica” o “romanticismo” 179

parecen ser verdaderos imanes que atraen o focos alrededor de los cuales gravita una cantidad de tópicos. En gran parte, este libro singular se debe a la posición privilegiada que tiene su autor para abordar los enigmas de María. Especialista en la literatura francesa y universal, buen conocedor del romanticismo francés y de sus teóricos, el profesor Iván Padilla se interesa sobre todo en aquellas propuestas que abordan el romanticismo como actitud vital inscrita en la historia, como reacción ante una transformación social traumática (P. Barbéris, N. Elías, G. Gusdorf). Con tales supuestos y sin ignorar el análisis textual, el autor logra superar el habitual interés de la crítica anterior en lo puramente retórico, formal o temático y concibe la estructura de la novela en el sentido de Mukarovsky, como energía, fuerza dinámica que permea todos los niveles de la obra y los articula a través de la evaluación que propone. Consciente de que el romanticismo en María, “además de gesto estético y formal, es ético y moral”, el autor advierte: “La visión romántica del mundo no reduce la realidad a una suma de elementos y eventos puntuales en interacción de acuerdo con leyes mecanicistas, por el contrario, propone un sistema de relaciones con una suprarrealidad en la cual los seres y todas las cosas del mundo, de lo terrestre, son símbolos de una transhumanidad, formas de humanidad auténtica. De aquí que el gesto romántico 180

aparezca como acceso a la plenitud humana, como prolongación del ser, como dimensión ontológica suprema”. Esta concepción permite acceder al significado histórico María, ver más allá de su forma de “idilio kitsch”, que, si bien deudora de la retórica del romanticismo aristocrático francés (Chateaubriand, Lamartine, Vigny), también es portadora de una auténtica evaluación del momento histórico convulso que vive Isaacs: plasma “el rechazo de un mundo pseudo-moderno que en su proceso de implementación impide vivir y encontrarle sentido a la existencia”. Por paradójico que parezca, según insiste el profesor Iván Padilla, es necesario hacer una lectura histórica incluso de la deliberada renuncia de Isaacs a referirse de manera directa y precisa a sucesos y personajes de la época, razón por la cual muchos críticos incluyeron a María en la categoría del idilio. La paradoja es aparente porque desde que se acepta el estatuto de auténtica obra literaria de María y, además su merecido lugar en el canon literario, tal como lo defiende el autor, la paradoja se disuelve de por sí, dando paso a la verdad que se sobreentiende. Así, “es preciso considerar como un gesto intencional, crítico, propio de la escritura de Isaacs, la ubicación del idilio de Efraín y María en un espacio geográfico y en una temporalidad bien definidos (Republica de Nueva Granada, provincia del Cauca antes de 1852), pero al margen de sucesos abrumadores o personajes históricos.

Este mismo gesto, esta elección de Isaacs, representa una evaluación de la realidad histórica a través de la forma de la novela y, por tanto, necesita ser interpretada y no confundida con un hecho anecdótico, teniendo bien presente que “al evadir los hechos sociohistóricos, María no se ubica contra, sino en la historia”. Aparte del buen conocimiento del romanticismo francés, el autor aventaja a otros latinoamericanistas consagrados que abordaron el tema por el hecho de ser también colombianista y especialista precisamente en el siglo xix colombiano. En 2008, el profesor Padilla publicó un estudio titulado El debate de la hispanidad en Colombia en el siglo xix. Lectura de la Historia de la literatura en Nueva Granada de José María Vergara y Vergara. Toda esta experiencia anterior le confiere sólidas bases para desvelar el vínculo profundo de María con El genio del cristianismo, de Chateaubriand. Convencido de que la verdadera razón por la que Isaacs elige este libro como intertexto y modelo narrativo va mucho más allá de las necesidades retóricas o de las posibilidades formales que pone a disposición un género, el profesor Padilla toma distancia de muchas otras propuestas críticas, entre ellas la que va respaldada por el prestigio académico de una latinoamericanista de la talla de Françoise Perus: “Condicionada por la lectura de Chateaubriand, Perus busca en María la semblanza del conflicto entre cris-

tianismo y racionalismo, propio del contexto francés del siglo xvii, pero resulta obvio que éste no tiene valor histórico en Colombia (…) En Colombia, el conflicto es de naturaleza distinta. Privar al sentimiento religioso de este sentido histórico en María lo reduce a un cliché de la retórica romántica, sin peso axiológico y, por lo tanto, a una representación literaria o estetización gratuita del cristianismo católico”. El sentimiento religioso y la justa ponderación de su importancia en el universo de María, problemática central en la segunda parte del libro, es la clave que marca la diferencia entre las dos lecturas: mientras que para Françoise Perus María es una novela sin conflicto y sin héroe problemático, en la nueva interpretación que propone el profesor Padilla se cuestiona este tipo de lectura, a pesar de que cuenta con una amplia aceptación: “en la medida que el personaje de la novela colombiana (¿latinoamericana?) evoluciona en otro tipo de escritura, en problemáticas distintas a la de sus modelos europeos, resulta obvio que Efraín no obedezca al modelo del ‘héroe problemático’ de la novela de aprendizaje (Perus, 104) o al del héroe romántico afectado por el mentado mal del siglo. (…) Aunque, en mi concepto, Efraín se aproxima al tercer tipo de héroe identificado por Lukács, no puede ser analizado con los mismos criterios puesto que no evoluciona en una sociedad burguesa”. 181

Después de una detallada y convincente argumentación, el autor concluye: “De este modo, en la medida que María figura como un personaje pasivo, ajeno a la Historia, y considerando que el verdadero protagonista es Efraín, en María tenemos un héroe que se enfrenta a un mundo degradado: un mundo dividido por cuestiones político-religiosas. El hecho de que el ethos del personaje no experimente una evolución ni contradicciones aparentes y sólo dé cuenta de la nostalgia, la melancolía y el vacío producidos por la pérdida de la mujer amada y de un espacio armonioso, no nos autoriza a afirmar que María sea una novela sin conflicto y por lo tanto sin héroe problemático. De ser así, perdería su esencia de novela”. He aquí uno de los numerosos ejemplos de reevaluación de las propuestas ya canónicas contenidos en este libro. El buen conocimiento del siglo xix colombiano, con su campo literario emergente en medio de conflictos históricos, morales, sociales, políticos relacionados con el tema central de la identidad nacional, confiere al profesor Padilla la ventaja de descifrar el repertorio de la novela como nadie lo había hecho antes. De esta manera logra hacer un aporte sustancioso a las lecturas propuestas por latinoamericanistas reconocidos que ya habían abordado esta novela (Mc Grady, Sommer, Williams, Menton, Mejía-Duque, Zanetti, etc). Se permite discrepar sobre asuntos esenciales, argumentando sus diferencias, 182

detecta los despistes de la crítica anterior y polemiza con sus autores, cuestiona los puntos flojos de muchas interpretaciones, pero también reconoce y pondera sus aciertos. Por supuesto, esta autonomía de criterio no sería posible sin una sólida y amplia formación teórica, desde la cual el profesor Iván Padilla reevalúa las ca­tegorías teóricas empleadas hasta ahora para valorar la novela de Isaacs, y sobre todo el uso que se hizo de ellas. En este sentido, el autor del libro no sólo critica sino que también propone una notable elaboración conceptual: en función de las particularidades del contexto enfocado, matiza, adapta, crea a continuación de las propuestas de los teóricos que selecciona. La reinterpretación de la categoría lukacsiana de “héroe problemático” ilustra de manera esclarecedora su proceder creador y cuestionador a la hora de aproximarse a la teoría y de apropiarse de las diferentes categorías: “En mi opinión, tanto la idea de ‘héroe problemático’ como la de ‘sociedad degradada’ son amplias, no constituyen realidades universales y, por lo tanto, pueden ser adaptadas para explicar diversos problemas. Es necesario tener en cuenta que Lukács elabora su concepto convencido de que el desarrollo de la novela coincide con el de la sociedad burguesa, entendida como ‘degradada’ porque niega lo sagrado como valor trascendente y rechaza la idea del devenir histórico como algo orientado hacia la unidad de la huma-

nidad: así, la novela incluye un héroe problemático, puesto que busca valores que él cree auténticos cuando éstos mismos se han degradado en un universo sin autenticidad”. La originalidad del trabajo de elaboración conceptual conduce finalmente a la conversión de los tópicos en ideas y categorías viables. Al pasar por este filtro, se vuelven flexibles, cobran nueva vida: se transforman en instrumentos idóneos para iluminar el caso de la novela María en el siglo xix colombiano. Pierden aquella rigidez del lugar común que tenían las valoraciones, a primera vista indiscutibles, pero que en realidad carecen de sustancia y son maniqueas, oposiciones tajantes pero engañosas del tipo “María vs. Manue­ la”, “el idilio vs. la novela social”. El autor pone al descubierto el espejismo que producen tales visiones reductoras y esquemáticas, deformando la realidad. Demuestra que, de hecho, desde posiciones diferentes y sensibilidades distintas, optando por prácticas literarias disímiles, ambos novelistas decimonónicos, tanto Jorge Isaacs como Eugenio Díaz, enfocan aspectos diferentes de la misma realidad, evalúan la misma cultura, reaccionan ante los mismos conflictos sociales, políticos, morales. El interés que el autor demuestra en los estudios que indagan la dimensión cultural (social, histórica, política, ética, filosófica) de fenómenos de ruptura como la modernidad y la posmoderni-

dad y su impacto en sociedades periféricas respecto a Occidente contribuye, desde luego, a la finura de su análisis. Bien asimiladas y oportunamente evocadas, sus lecturas de N. García Canclini, F. Cruz Kronfly, A. Rama, R. Jaramillo Vélez aportan indiscutiblemente a la comprensión matizada del cambio social y mental plasmado en María, al igual que la experiencia de investigación adquirida durante la escritura de su anterior estudio, publicado en 2010: Milan Kundera y el totalitaris­ mo kitsch. Dictadura de conciencias y demagogia de sentimientos. En conclusión, a través de una demostración de una coherencia magistral, en su último libro sobre Maria de Jorge Isaacs, el profesor Iván Padilla recupera, desde un enfoque sociocultural, la dimensión histórica del significado de la novela, ilumina fenómenos y procesos que seguían sin explicar y, no en último lugar, invita con su ejemplo a una lectura creadora, situándose en la posición del lector de hoy. En la medida en que devuelve a la obra clásica su capacidad de actualizarse en cada acto de lectura, librándola del cliché, la crítica es creadora, partícipe del proceso de producción literaria, lo cual quizás constituya su más alta misión y su razón de ser más noble.

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La ballena que juró vengarse J uan C arlos R eyes Gabriel Bernal Granados, Anotaciones para una teoría del fracaso, fce, México, 2016, 191 p.

Hay escritores que proponen, provocan. En Gabriel Bernal Granados (1973) encuentro a uno de ellos. Un autor al que casi ningún género le es ajeno. Pero no sólo eso: me encuentro con un libro que refleja un oficio como pocos. En las páginas de Anotaciones para una teoría del fracaso pude leer el trabajo de Bernal Granados como editor, fundador de editoriales y revistas, traductor, narrador, crítico y, lo más interesante, un autor refinadamente relacionado con el mundo de los libros y la pintura. Habrá quien me diga que Bernal Granados tiene un lugar en las letras mexicanas desde hace mucho tiempo, pero me parece que con Murallas, su último libro de relatos, y ahora con Anotaciones para una teoría del fracaso adquiere una posición de madurez estilística francamente admirable. Como lo dice el propio autor, el fracaso invoca. La decepción y el derrumbe han sido motivo de ríos de tinta. No es gratuito que el autor cite un texto de Pessoa de 1913 en el que el poeta afirma que “conformarse es someterse y vencer es conformarse, ser vencido. Por eso toda victoria es una grosería. Los vencedores pierden siempre todas las cualidades de desaliento con el pre184

sente que los llevó a la lucha que les dio la victoria (...) Sólo es fuerte quien se desanima siempre”. Sin duda, es en Fernando Pessoa donde Bernal Granados obtuvo el título, tan sutil como provocador. Vale la pena detenerse en él: si sigo un método parecido al del autor, habría que desarmar el título en el sentido de un desmontaje amplio. Por principio de cuentas, podría parecer que su intención es realizar una serie de “apuntes” que eventualmente lleven a una serie de hipótesis que comprueben el origen o causas del fracaso, pero su lápiz es mucho más afilado. Me parece que utiliza el término “anotaciones” con modestia, como aquellas líneas que se escriben al margen, a pie de página. Notas para uno mismo mientras se lee un libro o durante el tiempo que se pasa de pie frente a un cuadro. El autor comparte esas notas con el lector, le pide que lo siga en su flujo de pensamiento mientras recuerda lecturas de la adolescencia o visitas a museos y galerías en las que se topó con obras que marcarían su vida. Y el fracaso, tema central aunque de ninguna manera único del libro, lo emplea como un gran aglutinante de conceptos afines, aunque nunca sinónimos. No es la simple falta de éxito o el fiasco de ciertas intenciones, sino caída, ruina, algo que muy en el fondo deja de funcionar, aquello que se colapsa bajo la presión de la traición, el descubrir que nos encontramos frente a una empresa imposible, inasible por sublime o evanescente.

Aunque alguien me lo ha mencionado, no considero insensato hablar de la materialidad de un libro (su papel, su portada), porque me parece que todo ello habla tanto de un objeto cultural como del contenido mismo. El libro –estoy convencido de que como editor Ber­ nal Granados lo compartiría– es, en efecto, su contenido, pero también el autor, el papel, su distribución y el empeño de sus editores. En el caso que nos compete, el Fondo de Cultura Económica ha realizado un excelente libro, de pasta a pasta. Los diecisiete ensayos que componen el libro, algunos muy cortos y otros con un aliento mucho más extenso, fue­ ron publicados antes en revistas, suplementos literarios y otros espacios a los que el autor agradece junto a sus editores: Laberinto, Crítica, Mandorla, Biblioteca de México, Confabulario o La Palanca. El asunto me parece que va más allá de un agradecimiento; es una manera de hacer patente lo que en otro lugar de libro Gabriel explicita: estos ensayos fueron escritos a lo largo de casi diez años, quizá por ello la madurez de la que antes hablaba se puede encontrar en el libro. Un autor tan obsesivo como parece ser Bernal, con toda seguridad revisó y amplió cada ensayo hasta que lo consideró completamente listo para formar parte de un libro de mayor envergadura. Dice Gabriel: “Fui escribiendo los ensayos que conforman este libro a lo largo de diez años. A medida que los iba haciendo, iba cayendo

en la cuenta de que estaba trabajando en contra de la noción generalizada de que el siglo xix había sido un periodo transitorio, aburrido y acartonado en comparación con los primeros años del xx”. Diecisiete ensayos que hablan de la obra y vida de escritores como Stéphane Mallarmé, Herman Melville, Pierre Michon y Jorge Luis Borges; pintores como Paul Cézanne, Edgar Degas, Caspar David Friedrich, Thomas Eakins, Egon Schiele o Lucian Freud. Me parece interesante mencionar mi propio cambio de parecer en lo referente a las pequeñas imágenes de algunos de los cuadros que el autor refiere a lo largo del libro: imágenes pequeñas y sin mucha resolución que casi siempre aparecen al final de los ensayos. En un principio, pensaba que hubiera sido una excelente idea tener reproducciones de mayor tamaño y a color. El segundo paso fue irlos buscando en libros o en Internet para tener una mejor referencia, pero pronto caí en la cuenta de que estaba cometiendo un error. Me parece que esas imágenes están simplemente a manera de referencia, un guiño para que el lector no se sienta tan perdido, pues el autor realiza excepcionales descripciones de los cuadros, que son uno de los placeres más delicados del libro. Por ejemplo, habla del cuadro de Edgar Degas, Después del baño, mujer secándose el cuello: “El cuerpo de una mujer, adivinado por el tacto del artista que ha comenzado a quedarse ciego, rompe las franjas ver185

ticales del fondo de la composición con las ondulaciones de su silueta. El cuerpo, sin embargo, está tallado a base de trazos verticales de crayón, que perfilan la sombra de omoplatos y espalda y contaminan de verde y de naranja la carnación del cuerpo en su conjunto”. Otro tipo de descripciones sumamente logradas son las que abren textos como “Eakins”, el cual da comienzo con una extensa descripción: “En este cuadro...”, y después de largos párrafos de confiarnos poco a poco una obra de arte a la que tenemos que ingresar a tientas confiando en las palabras del autor, finalmente sabemos que es un cuadro de Thomas Eakins. A manera de apunte, en este ensayo el autor juega con las posibilidades que la imagen del cuadro de Eakins abre, cosa que me recordó la manera en la que Georges Perec juega con las posibilidades de eventos, cuadros o imágenes en varios de sus libros. El estilo de Bernal Granados no es sólo visible en las admirables descripciones sino, de manera general, me parece que su prosa tiene logros a lo largo de todo el libro. Anoto otro ejemplo: “Los vestidores huelen a herrumbre y saliva, añejada por décadas. La ropa, los vendajes y las grasas que se untan al cuerpo para engañar la hondura del guante contrario, acrecientan la sensación de sudor gélido y desasosiego que anquilosa los músculos del peleador antes de subir al cuadrilátero”. Si bien este estilo es rastreable en casi todos los ensayos, Bernal Granados no busca 186

tan solo artilugios, fuegos artificiales que “engalanen” la prosa de manera estéril, también busca entre los intersticios de sus propias ideas. Como lector, uno se puede perder tanto en lo dicho como en lo que el autor calla. Espacios entre cuadros y libros unidos por ensayos, personajes, colores que no vemos pero que se encuentran allí. Hay una conciencia de la escritura, como cuando el autor habla en uno de los ensayos: “Mientras escribo esto...” Existe también un constante diálogo con el lector, una clara invitación a penetrar tanto en el texto, o en cada uno de los ensayos, como en todos los libros, autores, pinturas, anécdotas que el autor va hilando con probada consistencia. Hablando de Los músicos de la orquesta, de Degas, dice: “Para tal efecto, [el pintor] nos ha colocado justo detrás de los primeros violines de la orquesta, y su pintura es una invitación a mirar desde ese particular punto de vista”. En otros casos es mucho más directo en su interlocución con ese lector ideal: “(vean los reflejos de la luz de las lámparas, cómo se concentran sobre la superficie de los vasos y las copas, definiendo la sensualidad de sus contornos)”. Si bien todos los ensayos están logrados, como en cualquier colección de textos existen algunos que sobresalen. En este caso, los textos que me parecen más entrañables son aquellos en los que el autor inserta cuestiones personales dentro de digresiones y reflexiones sobre el fracaso, la pintura o la escritura. En “El

hundimiento del Pequod”, habla de un rompecabezas que armaron su hermano y él por separado. A él le tomó casi el doble de tiempo. En aquella época, nos cuenta, parecía que su hermano sería arquitecto. “Mi hermano no se convirtió en el arquitecto ni en el pintor que parecía en aquellos años. Se convirtió en ingeniero. Supongo que se trata de un logro suficiente, una profesión que ha llevado el sustento diario a la mesa de su casa. Sin embargo, algo me dice que mi hermano, en un momento dado de su biografía, se traicionó, traicionando, por así decir, el espíritu del Pequod ”. Podemos ver más a Gabriel Bernal Granados en ensayos como este, al mismo tiempo que demuestra una de las afirmaciones más antiguas acerca de la literatura: la escritura es un proceso personal en el que se muestra la vida interna de quien escribe. En casos como éste, de manera directa; en otras, dentro del mismo libro, tal vez de manera velada. En el mismo ensayo cuenta cómo su hermano se ve impedido para realizar un brindis en su escuela porque está enfermo y lo sustituye alguien más que lo hace igual, o tal vez mejor. “A partir de entonces la vida de mi hermano fue cuesta abajo. Nunca volvió a ser el mismo y el movimiento pendular de la nave que viaja en alta mar en pos de la ballena blanca fue sustituido por la cruz del barco que se hunde hasta la punta del más egregio de sus mástiles”. A lo largo del libro Gabriel equipara

el tema del fracaso con el del naufragio. Será tal vez por ello que los ensayos que mencionan a Melville y Moby Dick son de los más seductores. Tal vez es el motivo más representativo del libro porque habla de una lucha con el absoluto, con lo sublime que nos supera. Ese naufragio es también una metáfora de la desolación que encuentra el hombre perdido, olvidado, que ha sido derrotado por su propia naturaleza o, en este caso, por el “espíritu moderno de una época”. Hombres y mujeres –aunque éstas se echan de menos en el libro– que “dejaron de ocupar un lugar central y se convirtieron, por voluntad propia, en entidades marginales”. Por ello el libro de Melville es central para Bernal Granados. Una novela que destruyó a un autor, una historia que devoró a su artífice como la propia ballena blanca devora al Pequod, al capitán Ahab y al propio Melville. Otra metáfora del fracaso la encontramos en Entre rounds, de Thomas Eakins. El autor dice que podemos ver únicamente al hombre derrotado: “No sabemos contra quién pelea, no sabemos en qué condiciones se encuentra su adversario, y esto es ya de por sí significativo: al sustraer al contrincante de nuestro campo de visión, Eakins nos permite vislumbrar la trama de un soterrado fracaso, que a diferencia de la victoria, no precisa de los demás para consolidarse”. Con esta metáfora no puedo sino recordar un cuento de Ricardo Piglia, “El Laucha Benítez cantaba boleros”, 187

la historia de un boxeador que convierte el más grande de sus fracasos en la única razón para mantenerse con vida. Como lo dice Bernal Granados: “En un mundo gobernado por iconos mediáticos lo que ha cautivado la imaginación de escritores y de artistas no ha sido tanto el peleador invicto como el fracasado. No es difícil encontrar una respuesta para esta predilección: los héroes que concitan la admiración de nuestra época se alimentan de una humillación no retribuida”. Se podría creer que el único tema del libro es el fracaso, y en ello también Bernal Granados encuentra un lugar en el que trabajar a profundidad con su escritura. Si bien el fracaso funciona como un centro rector de otros temas, éstos son en algunos casos casi tan importantes como el primero, ya que logran responder, cuestionar y dinamitar en cierto sentido el objeto cultural al que el autor se acerca como crítico. Además del fracaso, Bernal Granados se ocupa de la huella que en algunos pintores y escritores del siglo xix dejaron sus padres, como es el caso de Cézanne, Degas o Proust. Figuras de profundo respeto, hombres impregnados del espíritu racional y económico de la modernidad, padres que pronosticaron el fracaso en vida de sus propios hijos. Aparecen, asimismo, la autobiografía, el boxeo, el ajedrez, el cambio de siglo como síntoma, todos temas en los que algo está en juego. Todos potenciales fracasos: “Todas las empresas de los hombres parecen condenadas 188

al fracaso, porque todas nuestras acciones terminarán estrellándose contra la pared de lo inconmensurable”. Tal vez la más fracasada de esas empresas ha sido la propia modernidad, ese complejo entramado de valores y conocimientos que construyeron la identidad del hombre que cabalgaba entre los siglos xix y xx. Tal vez ese fracaso en un lugar que nunca encontramos, que se escapó entre los deseos de razón, economía y lógica absoluta. O quizá, como lo dijo el propio Melville, “It is not down in any map; true places never are”.

Afición por los claroscuros E duardo C erdán Rose Mary Salum, El agua que mece el silencio, Vaso Roto, Madrid, 2016, 82 p.

Si el solo hecho de elegir la voz narrativa significa un reto para quienes escribimos, seguir una conciencia infantil en una historia acentúa todavía más el

desafío, ya que implica varios riesgos creativos. Como es muy fácil que la narración resulte inverosímil, demasiado naïve o que trasluzca una mentalidad adulta, los relatos bien urdidos con ni­ ños protagonistas o narradores son agujas en pajar. El surrealismo veía en la infancia una etapa privilegiada, ya nos lo dijo Breton, y no han sido pocos los artistas que la han recreado en sus obras. En el caso de la literatura en lengua española hay varios ejemplos de cuentistas –pues es común que los niños “hablen” en los cuentos más que en las novelas– bien librados del reto, como José María Arguedas, Nellie Campobello, Silvina Ocampo, Reinaldo Arenas y Ana María Matute, sólo por mencionar a algunos. Guadalupe Dueñas, una de las cuentistas más talentosas de la llamada Ge­ neración de Medio Siglo en México, dijo en su “Autopresentación” de 1966 que las mejores obras mexicanas tenían al­ go que ver con la infancia. Pensé en ella cuando leí los cuentos de El agua que mece el silencio, de Rose Mary Salum, no porque ambas tengan biografías similares o temáticas afines, sino por su interés común en las mentes de los niños y por tres rasgos estilísticos que comparten y que son, diría yo, la quintaesencia de sus literaturas, a saber: la afición por los claroscuros, la brevedad y el aliento poético. Antes de ahondar en el quid de este texto, que busca echar luces sobre el modo en que el artificio del discurso infantil sir-

ve para hablar sobre la violencia, creo necesario perfilar a la autora y contextualizar al lector sobre la obra que aquí me ocupa. Rose Mary Salum es una narradora mexicana con una semblanza muy particular. Descendiente de libaneses asentados en México, radica en Houston, escribe en español, es editora bilingüe y fundó el gran proyecto Literal, que comprende la editorial Literal Publishing y la revista Literal, Latin Ame­ rican Voices. Se trata evidentemente de una escritora posmoderna y, como dijo en una entrevista a Mario Casasús,1 representa por su origen y el de su familia una figura “siniestra”2 en el contexto estadunidense. Vivimos tiempos –ya lo dijeron Jacques Derrida, Judith Butler, Fredric Jameson et al.– en los que impera la relativización. Se ha dado un vuelco: si durante la modernidad ilustrada la civilización consideraba como verdades absolutas ciertos grandes relatos “universales”, ahora toma en cuenta pequeños relatos, que no son más que matices de los anteriores, guiados siempre por el raciocinio. Es en esta etapa, heterogénea y llena de desplazamientos, donde se inserta Salum. “No one today is purely one thing”, dijo 1 La entrevista “Rose Mary Salum: ‘El agua que mece el silencio es un juego de opuestos’” se publicó el 8 de junio de 2016 en El Clarín de Chile. 2 Para Sigmund Freud, Das Unheimliche (lo siniestro) es el opuesto de lo conocido o lo familiar.

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Edward Said en Culture and imperia­ lism, y Rose Mary Salum lo ejemplifica hoy con El agua que mece el silencio: el libro de una mexicana escrito desde fuera, publicado por una editorial española y que trata un tema no-mexicano: el conflicto de Medio Oriente, muy cercano a la memoria familiar de la narradora. Dentro de la literatura mexicana contemporánea hay un interés muy evidente en las escritoras3 cuyas biografías tienen el halo del exilio y por volver la vista hacia un pasado familiar que hacen suyo mediante la escritura. Sus voces constatan que en el presente el concepto de home se ha alterado y tiene ya otros sentidos sobre el estar en el mundo.4 Aunque El agua que mece el silencio es un compendio de dieciséis cuentos que funcionan bien de manera independiente, puede leerse como una nouvelle porque todos ellos están interconectados. Por lo anterior ligo a Salum con la gran Nellie Campobello y su Cartucho (1931), compuesto por pequeños relatos sobre la lucha revolucionaria en el norte de México narrados por una niña. El libro de Salum, que aunque atiende 3 Abundan más las mujeres (me vienen a la mente, por ejemplo, Myriam Moscona, Angelina Muñiz-Huberman, Margo Glantz, Bárbara Jacobs, Anamari Gomís y las García Bergua), aunque también hay hombres con estas características (como Gonzalo Celorio). 4 Cf. Iain Chambers, Migrancy, culture, identity, Routledge, London, 1994.

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otros menesteres comparte una constitución muy parecida a la de Campobello, mantiene un pulso sincopado: las frases son cortas, casi siempre en presente, cargadas de lirismo; y su focalización, incluso en los relatos en tercera persona, está puesta en la mirada de un grupo de niños a la entrada de la adolescencia que conviven en un Beirut moderno, globalizado y, por supuesto, influido por Occidente. Rose Mary Salum sabe muy bien que el silencio, anunciado ya desde el título del volumen, es pieza clave en el arsenal del cuentista. El universo del libro es introspectivo a todas luces: hay una barrera, cimentada con gran acierto por la autora, entre el mundo de afuera, el de los adultos, y el mundo interior, el de la mente infantil. El lenguaje es en todo momento artificioso, es decir: las voces no nos “hablan” como si estuviéramos oyendo a los niños realmente. Un niño no diría, por ejemplo: “Asciendo siempre descalzo y los gritos de mi madre siguen agitando la bruma de mi mundo, con cada uno de ellos me llega una oleada en cámara lenta que me empuja suavemente moviendo mi cuerpo a su antojo”. Lo que sucede es que establecemos un pacto con Salum desde el principio: entendemos que el discurso es infantil porque en los cuentos, como ya dije, la perspectiva desde la que se ve el mundo es la de los niños. En ello radica la verosimilitud del texto entero, no en el calco de las formas lingüísticas infantiles. Alberto, Ismael, Simón, Ivette, la tía

Zeila, todos los que aparecen en el libro de Salum son round characters, como los llamaría E. M. Forster. Poseen una caracterización compleja y un desarrollo psíquico intrincado. Lo que Rose Mary Salum nos deja ver del mundo de afuera está siempre ligado a las emociones y a los sentimientos de sus personajes. Eros y thánatos, las dos grandes pulsiones humanas a decir de Freud, aparecen en El agua que mece el silencio de manera muy afortunada y, diría yo, maliciosa. Cioran hablaba en su primer libro, Sur les cimes du désespoir, sobre el deseo humano por las tinieblas y la luz. Salum aprovecha y explota esta condición en su libro, donde asistimos al despertar erótico y sentimental de un grupo de niños que se mueven en un mundo de represión, de violencia, de aspiraciones de paz; en un contexto donde se oye que en América todo está bien y donde los bombardeos son una amenaza latente. Todo, lo dije ya, es un constante juego de claroscuros. El de El agua que mece el silencio es un tiempo dilatado, colmado de descripciones del ánimo y el estado de los personajes. De ahí que haya dicho yo, al inicio de este texto, que la prosa de Salum está convidada de la poesía. Hay cuentos enteros que funcionan como alegorías, muchos símiles, metáforas, ritmos cadenciosos y enumeraciones que, por cierto, me recordaron a las de Luis Britto.5 Ligado a lo anterior está el carác5

Véase, por ejemplo, este fragmento del

ter lúdico de los textos incluidos en el libro. Del juego –una de las cosas más serias que hay, según aprendimos los latinoamericanos de Julio Cortázar– se vale Salum tanto para crear sus tramas como para armar sus frases. Creo que el caso paradigmático de esto que refiero (lo lúdico en ambos niveles: forma y contenido) es el cuento “Alguien me llama”. El juego es la arcilla del relato, donde Ismael, el personaje principal, narra un episodio casi surrealista, fruto de su imaginación infantil, con un discurso vertiginoso que nos lleva a un final contundente. Ismael, que afuera de su cuarto se ha embarcado en una tripulación que al final naufraga, termina el cuento así: El capitán, ¿en dónde está? Hay humo, le hablo, lo busco, pero no aparece. ¡Ismael! Me gritan, porque veo venir las letras de mi nombre transportadas sobre una ráfaga de fuego. Una parte de la M se ha incinerado dejando sólo una R en su lugar. Intento moverme para que no desciendan calcinadas sobre mi espalda, para que logren esquivar las balas. No puedo, estoy paralizado. Israel. Ese no soy yo. cuento “La escuela”: “Los pleitos, otra discusión, siempre sus peleas. Mi madre, la sinagoga, las donaciones. Mi padre, sus costumbres, busca que lo sirvan. La abuela en medio. La abuela conciliando. La abuela tratando de arreglar las cosas. La experiencia de la abuela. Las acusaciones, él tiene la culpa, ella la tiene, los distintos dioses son los responsables”. 191

Hay un Horla belicoso que acecha en el libro y que, como el personaje de Maupassant, es inasible para los niños protagonistas. Las barricadas de la intolerancia están también ahí, sin que la mirada infantil logre esclarecer el motivo de su existencia. Ismael, por ejemplo, no comprende por qué su madre se esconde los bucles con un velo ni por qué la otra familia, la de Alberto y Simón, es distinta. Alberto, por su parte, tampoco sabe qué tiene de malo cortejar a la hermana de Ismael. ¿Por qué no se moderniza como Ivette?, se pregunta. “Él no lo permite”, responde la niña extraña, pero estas palabras le parecen huecas a Alberto, lo mismo que las de su madre –una judía casada con un católico–, quien le pide que no sea insistente porque “las musulmanas se crían aparte”. Rose Mary Salum tiene un diálogo constante con el lector. Apenas si deja entrever algunos datos que nos permiten comprender qué sucede afuera de la psique de sus personajes. A ellos no les interesan las diferencias religiosas, tampoco quieren que en la escuela les digan qué pasa en Irak. Son sujetos, con el pellejo de la niñez aún, que con baby steps se aproximan al universo de las relaciones amorosas. El sexo se les revela con la intensidad propia de la pubertad. A Alberto le gustan tanto Ivette como la hermana rara de su amigo Ismael, y no tiene problema con ello. Ivette, por otro lado, está interesada en Simón, el hermano mayor de Alberto, quien 192

para ella es apenas un niño que, sin embargo, le despierta un leve interés erótico, inquietante para ella misma. Esto se lee en el cuento “En soledad”, donde una tercera persona omnisciente narra un pasaje onanista con Ivette navegando en los placeres de su cuerpo mientras piensa en Simón: “El día [dice Salum] se asomaba por una luz de la cortina interrumpiendo su concentración, ese idilio que recién había vivido. Su madre no tardaría en tocar la puerta; de encontrar resistencia, la abriría de golpe. Y aun así Ivette regresó a sus pensamientos, a los brazos de ese muchacho del que empezaba a enamorarse. Se dejó caer a su lado y no volvió a dormir en soledad. Al menos no permaneció sola hasta que detonó la primera bomba en los barrios borrascosos de Beirut”. La pluma hábil de Salum inserta en los instantes menos esperados, como es el caso de este cuento a un tiempo erótico y tierno, la violencia de la ciudad donde ambientó su narración. Hallé, además, que los momentos de violencia más álgida coinciden con los de mayor sustancia poética. “El agua que mece el silencio”, el cuento que da título al libro, es como una burbuja poética, simbólica y elusiva en la que se mueve Alberto, el narrador. La anécdota es de un pulso violentísimo, como puede apreciarse en el siguiente fragmento: “En la sala hay una agitación que parece el fin del mundo. Mis padres continúan el alboroto y se oye mucho escándalo (...).

[Papá] quiere llevar de inmediato a la abuela a recoger sus cosas para irnos a Siria y evitar las bombas (...). A lo lejos veo a Ismael corriendo, creo que se acerca, de seguro que ya se enteraron. Su madre viene por delante y lo toma abruptamente de la mano. Ella no trae el velo, ¿por qué? (...). Un ruido espantoso me golpea los oídos (...). Yo no me puedo mover, mis piernas son dos troncos de un cedro con raíces en movimiento. Se mueven al compás del oleaje y sueltan tentáculos en busca de una tierra estable. Ismael está en el suelo, él también flota en una pecera roja”. En un día aparentemente anodino detona una bomba, de eso trata “El agua que mece el silencio”, pero Rose Mary Salum se las ingenia para no decírnoslo así. Con una atmósfera intimista, imaginativa, narra un episodio brutal cargado de un alto valor estético dado por la creación de imágenes y por su plasticidad. Éste y el segundo cuento, “Alguien me llama”, son el germen del libro entero, según dijo la autora en la entrevista antes citada. A partir de ambos se gestó la idea de hacer un volumen con relatos concatenados que funcionaran

como un todo, que contaran juntos una historia en donde los niños se vieran bombardeados: literalmente y también en sentido figurado, pues el mundo adulto y los vaticinios de la madurez arremeten con fuerza en ellos de manera inevitable. La violencia, como hemos podido constatar en los pasajes transcritos aquí, se cuela entre las líneas. Los relatos de Salum se apegan a la tesis de Ricardo Piglia, quien dice que los cuentos narran dos historias. Lo subrepticio y los acontecimientos dichos al sesgo constituyen la mayor riqueza de El agua que mece el silencio, y creo que es precisamente el artificio del discurso infantil lo que permite que ambos recursos operen de manera armónica. Con su libro, Rose Mary Salum no sólo actualizó el pasado de sus ascendientes exiliados: también se apropió de él y, con el artificio que pretendí caracterizar aquí, libró felizmente el reto del que hablaba yo al comienzo. El agua que mece el si­ lencio, alejado de los prejuicios, narra una historia emotiva cuyos knock-outs están logrados, ni duda cabe, gracias a la mirada infantil.

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