"AL SERVICIO DE LA IGLESIA" Me siento contento y honrado de dirigiros hoy esta reflexión cuaresmal que quiero compartir con vosotros

"AL SERVICIO DE LA IGLESIA" REFLEXIÓN CUARESMAL Queridos amigo y hermanos: Me siento contento y honrado de dirigiros hoy esta reflexión cuaresmal que
Author:  Arturo Nieto Rivas

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"AL SERVICIO DE LA IGLESIA" REFLEXIÓN CUARESMAL Queridos amigo y hermanos: Me siento contento y honrado de dirigiros hoy esta reflexión cuaresmal que quiero compartir con vosotros. La Cuaresma es un tiempo fuerte del Año Litúrgico, un tiempo que nos conduce a la celebración gozosa de la Pascua. Este tiempo nos invita a una revisión de nuestra vida, nos invita a la conversión, a purificarnos y sentir así la fuerza renovadora que viene de la Muerte y Resurrección del Señor. El Obispo es invitado por la Iglesia en este tiempo de Cuaresma a que, a través de la catequesis, los fieles descubran por una parte las consecuencias sociales del pecado y la necesidad de una actitud penitencial personal. La penitencia del tiempo de Cuaresma no debe ser sólo interna e individual, sino también externa y social, orientando nuestra actitud y comportamiento a las obras de misericordia en bien de todos los hermanos. (CE 251). Hablar de penitencia y conversión en este tiempo puede parecer algo trasnochado, anticuado, ajeno a los tiempos modernos, pero no, no es algo triste o deprimente, más bien es una voz de alerta, una llamada de atención que nos dice: llega la alegría y la renovación de la Pascua, abramos el corazón con sinceridad para descubrir todo lo que nos impide vivir resucitados con Cristo. Es, pues, un tiempo que anuncia el gozo y la alegría y que nos prepara para dar gracias al Señor por el bien que nos hace con todos los dones con que nos enriquece; sobre todo porque no abandona nunca la obra de sus manos ni permite que permanezca en la muerte y el pecado. Nuestro amado Señor muriendo destruye la muerte y resucitando restaura nuestras vidas. La cruz nos muestra y demuestra lo importantes que somos a los ojos de Dios. Mientras nos encaminamos a la celebración gozosa de esta realidad, la Cuaresma nos invita a descubrir las nubes que envuelven y oscurecen nuestra vida y lo hacemos sabiendo que aquellas nubes más fuertes, negras y oscuras que amenazan incluso con una gran tempestad no se resisten a los vientos favorables que las disipan y nos hacen ver una bella realidad. Cuando las nubes que cubrían la montaña desaparecen podemos contemplar una espléndida realidad de belleza, que hacen más fascinante el panorama.

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Y las nubes no faltan hoy en nuestra vida, por ello en Cuaresma las queremos ver, no como algo insuperable, sino como realidades que con la ayuda del Señor deben desaparecer para hacer más atrayente nuestra vida cristiana, sea cual sea nuestro estado: sacerdotes, religiosos, vida matrimonial, jóvenes o mayores. La primera nube que parece más densa es la del secularismo que vacía lentamente nuestras iglesias y sobre todo las conciencias que se convierten en el principio de la ley para sí mismas. Y no digamos la silenciosa pero no invisible corrosión que ofusca muchas veces nuestro testimonio, opaco, insignificante, contradictorio. No pocos de nosotros hemos vivido nuestra vida cristiana en una Iglesia que nos daba seguridad en nuestra fe y ahora, sin embargo, nos encontramos muchas veces desorientados en una mezcolanza de opiniones diversas y a veces enfrentadas que oscurecen la fe. Hemos pasado de una "sociedad religiosa" a una "religión de sociedad", plagada de confusiones y destrucción de valores. En los últimos decenios, la pérdida del sentido de Dios ha facilitado el auge de una cultura nihilista que empobrece el sentido de la existencia humana y, en el campo ético, relativiza incluso los valores fundamentales: la vida, la familia, la educación. La segunda nube es aquella que oscurece y flagela con fuerza muchas de las instituciones fundamentales como es la vida sacerdotal, la consagrada y el matrimonio. Una comprensión errónea de estos pilares fundamentales devasta la credibilidad del sacerdote, del consagrado y del matrimonio y la familia (celibato opcional, divorcio, aborto, eutanasia, etc). Pero hay nubes que traen también la nieve o la lluvia que limpian y purifican y hacen posible ver un panorama más bello de nuestra vida cristiana. Pongámonos todos, pues, bajo esta nube que nos trae el agua que limpia y purifica. Ante el viento del Espíritu que nos lleva a tres actitudes o niveles, a tres vías que nos conducen y ayudan para que en nosotros se refleje, sea cual sea nuestro estado o ministerio, a un vivir resucitados con Cristo. Estas son la via humilitatis, la via veritatis y la via caritatis. 1. Via humilitatis, la vida de la humildad

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a) Identificación con Cristo Nuestra identidad cristiana y nuestra vocación sacerdotal, matrimonial o consagrada debe ser siempre la identificación con Cristo sin buscar la complacencia de nuestras aspiraciones o el reconocimiento social. Los acontecimientos tristes y desagradables que a veces surgen en la Iglesia o en sus miembros, y que son anunciados a bombo y platillo por los medios, nos deben llevar a la humildad. Los sacerdotes, como cualquier fiel, es pecador como los demás. Todo hombre es un pobre hombre y cada cristiano es también un pobre hombre. San Francisco se consideraba sinceramente “el más pecador de todos” y nosotros aun cuando seamos obispos o sacerdotes debemos considerarnos “más pobres que los demás”. El sentirnos pobres, el no considerarnos importantes es lo que sostiene nuestra vida cristiana, que se siente y se vive no como poder o instrumento de prestigio sino como humilde servicio a los hermanos, pobres como nosotros. El sacerdote es un mendigo que indica a otro mendicante el alimento para vivir. La pobreza y la humildad son el signo de lo que es divino, de la fuerza de lo divino, de la confianza en Dios, que es el dador, la fuerza y el sostén de nuestras vidas; la humildad es signo que quiere llevar y hacer prevalecer la riqueza de Dios al mundo. Para anunciar el poder de Dios sobre los hombres se debe renunciar al poder humano y a la autocomplacencia. Frente al triunfo del individualismo, la cruz es ejemplo insuperable de altruismo. Sólo tiene derecho de decir las palabras de Cristo quien “busca el ser como Cristo en todo”: del que es consciente de la enorme distancia que nos separa del Modelo y por lo tanto de la necesidad de entrar en la vía de la humildad, especialmente del que debe anunciar las santas palabras del Señor. b) La humildad camino estrecho Esta humildad es el “camino estrecho” que nos ayuda a comprender las dificultades. La humildad es también comprender que nuestros errores causan indignación en muchos. Es decir, que muchas personas que viven distantes de la fe, aun cuando tengan buena voluntad, ante nuestros escándalos han sentido una duda de lo que significa ser cristiano: lo que predicamos y anunciamos queda ensombrecido, es puesto en duda, en tela de juicio e incluso oscurece la

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muchas buenas obras que tantos cristianos realizan. ¿Qué hacer antes estas realidades dolorosas? La respuesta es la que a lo largo de los siglos ha mantenido la vida de la Iglesia: evangelizar. Sentir nosotros y hacer sentir a los demás el Evangelio como “Buena Noticia”, la noticia que consuela, que conforta, que indica el camino para la amistad con Dios. El Evangelio no nos presenta a Dios como un guardia, sino como Padre que quiere el bien de sus hijos. El Evangelio es el anuncio del “ágape” del amor benevolente de Dios que se ofrece con amor. La cruz es la mejor y más alta escuela del amor. Ésta no es la ocasión para cambiar la Ley, sino para anunciarla como respuesta al amor de Dios, por lo tanto con paciencia, con benevolencia, sin ira, sin hacer un proceso a las intenciones, sin agresividad, sin dureza; con la humildad de quien comprende todas las dificultades porque sabe que es pecador, del que conoce las deficiencias y debilidades porque es un hombre hecho de barro. c) La humildad en las dificultades Debemos armarnos con la humildad incluso en las dificultades que nos suceden. El mañana está en manos de Dios, aunque veamos la secularización de nuestro mundo va avanzando con todos los problemas que esto nos acarreará: nuestra reducción numérica y la disminución de nuestro influjo social. Esto, visto con los ojos humanos, comporta inevitablemente una humillación. Pero caer en el desánimo ante esta situación sería la “victoria del mundo” y hacernos perder la confianza en el Evangelio y en nuestra vida cristiana. Puede que nos veamos humillados, reducidos, considerados de poca importancia pero no desmoralizados o faltos de esperanza o tristes (cf 2 Cor 4, 7) El enemigo podrá comenzar a cantar victoria sólo cuando nos vea tristes o privados de la esperanza. El verdadero discípulo está triste no cuando los demás no le siguen sino cuando él no sigue a Cristo.

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Su gozo, su realización se mide sobre su fidelidad al Señor no sobre su propio éxito terreno, aunque “un poco” de éxito no hace mal y sostiene humanamente. El camino de la humildad nos conduce a la purificación, permitidme que especialmente me dirija a los sacerdotes, a nosotros, queridos hermanos, el camino de la humildad nos lleva a la purificación del clericalismo, de la idea de que todo depende de nosotros y a saber diferenciar el “deber” de lo que es el “poder”. Si así lo hacemos podremos decir: “me fue bueno el sufrir”, “me fue bueno el ser humillado” porque nos habrá encaminado a un examen de conciencia personal y colectivo sobre lo que significa nuestra vida cristiana. 2. Via veritatis Junto a la humildad la verdad. a) La vida mediocre de muchos cristianos Las dificultades y los problemas, que la vida mediocre de muchos cristianos han causado en los últimos tiempos, han sido motivo para privar de su credibilidad a la Iglesia y deslegitimar toda su doctrina, achacándolo a sus culpas y pecados. Pero ya los Padres de la Iglesia conscientes de la debilidad de sus hijos hablaban de la Iglesia como de una prostituta (Raab) pero embellecida y purificada por la Sangre de Cristo. Es el tema muchas veces comentado de la casta meretrix (casta ramera). San Ambrosio en un comentario del Evangelio de Lucas, recordaba el papa Benedicto, habla de la Iglesia inmaculada ex maculatis(inmaculada de los deshonrados): Esta expresión quiere significar que la Iglesia es santa y sin mancha aunque acoja en sí hombres manchados por el pecado. Pero porque es santa -de la santidad que viene de Cristo- la Iglesia puede acoger en su seno pecadores y sufrir con ellos por sus males y curarlos. En días de calamidad como los actuales, llenos de acusaciones que quieren invalidar hasta la santidad de la Iglesia, ésta es una verdad que no

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debemos olvidar (Bendicto XVI) La santidad de Cristo que sostiene la Iglesia debe aparecer también en el rostro de la misma Iglesia. Como en tiempos de San Francisco nosotros también oímos la voz que dice: “Francisco, reconstruye mi Iglesia”, es decir reconstruye su esplendor, haz aparecer su verdadero rostro, muestra su belleza. Aunque en aquel tiempo el programa de reformas de la Iglesia era abundante, San Francisco ha comprendido que en primer lugar se trataba de su propia reforma personal, de su conversión al misterio de Cristo y de la Iglesia. De hacerla siempre más bella con su propia vida. La reforma más profunda de la Iglesia es en primer lugar aquella que parte de un corazón deseoso de ser lo más “similar a Cristo”, porque la belleza de la Iglesia es su deseo de asimilarse a Cristo, su Señor y Esposo. La primera contribución para la renovación de la Iglesia no es el de bajar el modelo o el de proponer nuevos modelos, sino el elevarse hacia el modelo que es siempre y únicamente Cristo. De esta forma comprendemos que lo importante de la vida cristiana no es el “hacer” sino el “ser”. Y así, Ser como Cristo, vivir en Él, y configurarse con Él, es nuestro hacer cristiano. Él vive en nosotros, el “es” en nosotros y nuestra obras son una irradiación de Él y no de nuestro activismo ni protagonismo. Así “hacer como Cristo” es “ser como Cristo”. b) La forma de vivir de Cristo Las diversas formas de vida cristiana han sido puestas en cuestión en nuestros tiempos, a ello han colaborado los comportamientos incorrectos en la vida sacerdotal, en la vida consagrada y en el matrimonio. Así se ponen bajo interrogantes el celibato sacerdotal, acusándolo del mal de algunos sacerdotes que no lo viven, se pone en tela de juicio la entrega confiada y total en la vida consagrada o la fidelidad en el matrimonio, y así tantas cosas propias de la vida cristiana en un estado u otro de la vida que son vilipendiadas, puestas en duda o consideradas como realidades trasnochadas imposibles de cumplir y vivir con alegría y gozo.

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En este momento de confusión, nuestra vida cristiana, debe ser reconsiderada por nosotros mismos con claridad para que, nuevamente, con una convicción renovada la vida sacerdotal, consagrada o matrimonial sea presentada y vivida no como una obligación absurda, sino como un acto de amor hacia el Señor Jesús. No hemos hecho nuestros votos de consagración a la vida sacerdotal o religiosa o del matrimonio porque, como algunos dicen, seguimos una concepción anticuada de la Iglesia, víctimas de la represión sexual de una institución medieval, sino porque confesamos abiertamente y reconocemos públicamente que Jesús es nuestro Señor: el corazón de nuestro corazón, nuestro Tú, nuestro todo. En un tiempo de un fuerte hedonismo, nuestra forma de vida dice al mundo que no estamos necesariamente determinados por los instintos, sino que podemos vivir una tonificada vida espiritual gracias a la “infinita presencia del Espíritu Santo que maravillosamente obra en su Iglesia” (LG 44) y que sostiene nuestro seguimiento comprometido y sereno. Se trata de destruir la imagen de una Iglesia represiva para hacer brillar el rostro de la Iglesia Esposa de Cristo, a la que ama hasta el final, una esposa que quiere seguirle siempre permaneciendo en su amor. Una esposa que se considera feliz no cuando escucha a otros amantes, sino cuando responde al amor, a veces exigente, del Esposo. Para poder vivir así es necesaria la comunión de los hermanos. Solos no podemos levantarnos de nuestras debilidades y pecados, cuando alguien cae no podemos limitarnos a juzgarlo o a condenarlo, es necesaria la comprensión, que en la comunidad cristiana todos se sientan comprendidos y ayudados. Sí, es el evangelio de la misericordia Via caritatis a) In dulcedine caritatis quaerere veritatem La vida cristiana siempre se fundamenta en una vida comunitaria, una comunidad de personas movidas por el amor fraterno, llamada a construir una santa amistad, “dulce” porque hace más querida la unidad. San Agustín era un amante de la amistad, de la comunidad, y decía:

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“Rezar juntos, pero también conversar y reír juntos. Intercambiar favores con amabilidad, leer en común libros interesantes, bromear juntos y también estar serios, disentir de vez en cuando sin animosidad, consolidar la mutua armonía. Enseñar y aprender recíprocamente cualquier cosa. Sentir la falta de los ausentes y acoger a los nuevos con gozo. Con estos signos que se manifiestan en el rostro, con la lengua, con los ojos y con miles de gestos llenos de afecto, que provienen del corazón de aquellos que se aman con amor, como si fueran llamas que inflaman los corazones de muchos y se hacen una cosa sola” (Confesiones IV. 8) La comunidad cristiana debe ser, pues, humanamente rica y la que nos sostenga a la perseverancia, la que nos ponga al día, la que nos ayude, anime en la búsqueda de respuestas a las nuevas preguntas. No olvidemos que la Iglesia es sobre todo pueblo de Dios, es comunidad reunidad en el nombre del Señor. En la vida cristiana no cabe el egoismo, el individualismo desencarnado; la caridad es el alimento, la sabia de nuestra vida. b) Expertos en fraternidad La comunidad cristiana es así experta en fraternidad. La fraternidad es la señal de autenticidad cristiana, la prueba de la perenne fuerza del Evangelio. Donde llega el Evangelio de la fraternidad todo se renueva. Y éste es el servicio que todos estamos llamados a hacer, viviendo cada uno la particularidad de su vocación, sacerdotes, religiosos, matrimonios etc., colaborar y construir la comunidad cristiana fundamentada en el amor y en la unidad. El sacerdote está cada vez más ocupado, implicado en mil situaciones, problemas de todo género, de educación, de nuevas emergencias, con el riesgo de olvidar que su principal ocupación es crear una fuerte comunidad parroquial. Por ello es importante que sea cada vez más hombre de comunión, de relaciones, de coordinación, de fraternidad. Que todos nos sintamos responsables de nuestra madre la Iglesia. Todos tenemos que ser constructores de fraternidad, del entramando que forma la Iglesia. Nadie tiene que sentirse excluido u olvidado. Sí, yo amo a la Iglesia porque me ha dado y me da a Jesús; porque tiene viva la memoria del Señor Jesús; porque me transmite las palabras de Jesús, palabras que distiguen el bien del mal, palabras de perdón y de misericordia.

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Amo la Iglesia porque jamás ninguno ha hecho por los últimos, por los pobres, por los abandonados, por los que sufren cuanto han hecho muchos de sus hijos. Amo a la Iglesia porque en ella encuentro el perdón de las cosas que en mí no agradan a Dios.

c) Una fraternidad capaz del estupor El corazón fraterno vive también del estupor por ver lo que el Señor hace grande en la comunidad o en el mundo. ¿Por qué no admirarnos de la fe de nuestros hermanos? ¿Por qué no admirarnos de su fidelidad? ¿Por qué no admirarnos de la fidelidad de tantos santos sacerdotes, de los santos matrimonios cristianos, de la fe de los sencillos y de los doctos, del bien inmenso que hace la Iglesia, de su expansión en el mundo, de su permanencia a pesar de tantas contradicciones? ¿No somos a veces guiados de los criterios de los juicios del mundo, que valora en términos cuantitativos o de imagen, en vez de en términos evangélicos de humildad, de amor, de dedicación desinteresada? Alabar al Señor por el don del hermano con todas sus dotes es más constructivo para la comunidad que meter siempre el dedo en la herida de los defectos que se deben eliminar. Si juzgamos en términos estadísticos, podemos ser tentados al pesimismo, es decir pecar contra la esperanza, olvidando que estamos en la fase de lo que no está completo, de lo que se puede perfeccionar, de la respuesta al don. “Desde la salida del sol hasta su ocaso alabaré al Señor: la inmensidad de su gloria supera los cielos” (Sl 113, 3) Solo el siervo que alaba al Señor Altísimo por el reconocimiento de todo lo que le rodea puede hacer avanzar con serenidad su misión frente a las bajas perspectivas humanas. Decía Mauriac: "Qué nos reserva el futuro?. Cuando se trata de la Iglesia las palabras de victoria o de derrota no tienen el sentido habitual. Jamas nos sentimos tan abatidos como en sus triunfos, ni tan potentes como en sus humillaciones. Hasta la consumación de los siglos, en torno a la cruz se

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produciré el mismo tumulto, la misma agitación de insultos y burlas, pero sobre todo la misma indiferencia de Pilatos, el mismo golpe de lanza que atraviesa el corazón de una mano cualquiera; pero también estará la misma súplica del ladrón arrepentido, las mismas lágrimas de la Magdalena; y delante a Jesús agonizante el acto de fe del centurión arrepentido y el amor silencioso del discípulo predilecto. A cada uno de nosotros nos toca conocer de qué parte estamos en este drama eterno. A ninguno le es permitido no tomar parte. El rifiutar no escoger, quiere decir que ya se ha escogido" (Parole ai credenti, Morcelliana, 1960, 62 ss) Será el siervo alegre que anunciará la alegre noticia, en medio de otras noticias que cambian. ¡Hermanos, estad alegres en el Señor, que vuestra benevolencia la noten todos!

+ Eusebio Hernández Sola, OAR Obispo de Tarazona

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