Story Transcript
ÁNGEL GONZÁLEZ QUESADA
El nombre propio
“Sebastian Melmoth”
“…la terrible, la indecible, la impensable banalidad del mal”
HANNAH ARENDT, Eichmann en Jesusalem.
Después del Decreto de Granada, cuyos rápidos efectos arribaron el otoño más extraño de los últimos lustros, ya a finales del año las aljamas se habían vaciado completamente y las ensombrecidas callejuelas de la judería mostraban impolutas capas de nieve durante semanas, rotas apenas por las levísimas huellas que las patas de algún perro habían marcado en su blanco sudario antes de la última helada. A sólo cuatro meses desde el fatídico tres de julio de mil cuatrocientos noventa y dos, sobre las clausuradas puertas de la sinagoga se amontonaban escombros, barreduras y un endurecido fango espeso. En el zoco que alineaba jarapas hasta entrado el otoño, los huecos dejados por las mesazas judías que en mayo destellaban brillos de candelabros dorados, colgantes con figuras celestes y pañoletas de sedosos flecos blancos, habían sido ocupados por estrechas muletas que mostraban hortalizas y enormes sacos de molienda de cebada y cajas de azafrán. Aunque improbable, según el joyero Ben Ezrá de Damasco, se aseguraba que el buhonero que explicaba las influencias del cielo en las esquinas de Salmántica había regresado a la ciudad desde Estambul con el único propósito de morir en su tierra. Contó Gonzalo Arriolas, en Segovia, que, acompañado de su esposa y de su hija, el buhonero extendía en las calles más anchas una alfombra de vivos colores y colocaba tres cordones grana fijados a cuatro pequeñas pirámides metálicas que marcaban las esquinas del cuadrado donde actuaba. Contra una pared, y siempre a media tarde, fijaba sobre un entramado de caña celosía un gran círculo de madera donde, en su perímetro, y en anillos concéntricos de diferentes colores, podían verse pintados los signos zodiacales, los meses del año y las influencias de los
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elementos para cada uno, y, sobre él, otro menor fijado sobre el mismo eje con circunferencias de las órbitas planetarias excéntricas, desde la Luna hasta Júpiter, la duración, su nombre y las líneas de ciertas constelaciones. Giraba ambas ruedas para establecer coincidencias astrales, completándolas con un último pequeño círculo en primer término, en el que se indicaban las fases lunares sobre un detallado dibujo de la Tierra. A ambos lados, dos tablones con coloridos mapas de España y de Europa y, al dorso de cada uno, esquemas de las nueve esferas y de los cuatro elementos en relación con las constelaciones. Por encima, un gran tablón con la inscripción “Magvs Castellanvs . Affectiones caeli” completaba el decorado. Antes de iniciar la actuación, vestíanse los tres con capas de vivos colores, enfundaban guantes blancos y se tocaban con gorros de cenefa dorada. Sentado el judío en actitud reflexiva en una silla colocada en un extremo del cuadro, procedía la esposa a colocar en el suelo un cuenco metálico haciendo sonar al tiempo una campanilla de bronce para atraer la atención de los transeúntes. La hija, con el preceptivo cartel colgado al cuello que daba cuenta de su condición de muda, se situaba a un lado de la rueda mirando al público. Comenzaba la representación. Ella hablaba de los prodigios del cielo y de la sabiduría del Mágico Castellano, a quien señalaba con el dedo apuntando al esposo, y animaba a los presentes a escuchar con atención los consejos del sabio sobre planetas y estrellas. El judío se levantaba ocupando el centro del escenario y hablaba al público de la enfermedad y la salud, de las influencias celestes en el crecimiento, la hermosura o la inteligencia, del peligro de las sangrías en el creciente lunar o de los beneficios de cortar ropas en Aries o rapar pelo bajo influencia de Capricornio. El mágico hablaba y la hija iba mostrando los grandes mapas por su cara o reverso para apoyar las explicaciones. Indicaba el orador que el fuego, la tierra, el aire y el agua eran elementos a los que cada mortal pertenecía por la fecha de nacimiento o concepción. Giraba las ruedas de los planetas y los meses, ofrecía consultas privadas para conocer las
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influencias particulares del cielo, el sexo del nasciturus o la previsión del gozo. Con palabras y frases enteras en latín, hablaba de la novena esfera, el cielo puro que abarca el entero Universo, el motor inmóvil, el habitaculum dei y la transparencia del firmamento de las estrellas. Citaba a Avicena y a Hipócrates, a Alfonso el Sabio y al maestro Aboab, a médicos árabes y a calculae romanos, advirtiendo de la inutilidad de la medicina sin la observación astrológica, de la óptima curación y sus lugares, del parto en suelo duro y del nacimiento al sol, del dolor de la sangre y la fortuna escrita en el tamaño de las manos. Algunas monedas iban cayendo en el cuenco mientras más curiosos se agolpaban, mientras los tres representaban una suerte de función teatral con movimientos y palabras mil veces ejecutados. En un registro salmantino de cédulas de vivienda del otoño de 1514, figura una anotación al margen que tal vez los cita, porque indica que “para mejor medir el muro esterior de Las Úrsulas, ovieron de apartar los gerentes uarios mendigos e un grupo de ossiosos que se hallavan esplicando con una rueda la luna”. Si a ellos se refiriera esa anotación, sabríase que a mediados de 1514 ya se dejaban ver por las calles de Salmántica con aquel espectáculo mezcla de ciencia astrológica y consejos medicinales, que representaban varias veces cada tarde confundidos y mezclados con las decenas de vendedores, charlatanes, buhoneros, magos y malabaristas que ocupaban durante casi todo el día las calles de los Libreros, la plaza de San Isidro, las escalinatas de la Clerecía o el atrio de gentiles de la Catedral. Habían pasado veintidós años desde el Decreto de Granada y las crónicas afirman que la ciudad se había acostumbrado a la ausencia de los judíos. Salmántica estaba entonces regida en cuestiones religiosas por el inquisidor Mateo de Inaliatte, un italiano rico y hedonista que, afirma Fray Juan Benedicto de San Lucas, dominico de San Esteban, en una carta de ese año, delegaba sus funciones, más por pereza y desgana, en su secretario personal, el aragonés de Cuarte, Ginés de
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Sepúlveda, un siniestro personaje de no más de treinta años, cuya crueldad despectiva y soberbio autoritarismo lo habían enfrentado en más de una ocasión con el obispo Villaciervos, sucesor de Vivero, y conocido en la ciudad como trasunto del miedo y aldaba para la sumisión. Los fragmentos de conversaciones entre el judío y su esposa, que algunos afirmaron haber presenciado o, al menos, escuchado, y que se recogen en la Hestoria Narrada de los Uisitantes, escrita por Juan de Arcenillas en 1594, no explican el contenido pero iluminan sobre la naturaleza de la vida privada de la familia. Dicen que en privado, la mujer, a la que en las representaciones astrológicas se percibía incómoda y forzada, o tal vez esto se dedujo después de conocer el libro de Arcenillas, reprochaba a su esposo la decisión de haber vuelto de incógnito a Salmántica y rebajarse a vivir de las limosnas, cuando podrían disfrutar de otro tipo de vida fuera de España. Nadie acertó a confirmar con certeza, prosigue Arcenillas, los comentarios que se hicieron sobre el nombre y la fortuna anterior del judío, mas si se dan por buenos los detalles dispersos que los testimonios aportan, podría afirmarse que el hombre que explicaba las influencias del cielo en las esquinas de Salmántica era el mismísimo astrónomo de la Corte Abraham Zacut, rabino que fue catedrático de la universidad salmantina y consejero real. Si así fuese, coincidiría este dato con la naturaleza de los reproches de la esposa, Ira de Falho Abruss, hija del comerciante portugués Joaquim Falho, referidos a la añoranza de la vida de reconocimiento y dignidad de que habían disfrutado en Damasco y Estambul después de la salida por el Decreto de Expulsión, y su rechazo a la decisión de Zacut de retornar de incógnito a la ciudad. Un dato que podría reafirmar esa estancia es que ninguna anotación ni testimonio oficial da noticia de la presencia de Zacut en Estambul después del invierno de 1512.
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La respuesta del judío a las quejas, deducida en parte por Arcenillas a partir de algunos testimonios fragmentarios que es preciso considerar con la debida reserva, se fundamentaba en la fidelidad a la Mishná que le impulsaba a, ya que no en el lugar ideal de la tierra palestina, tratar de morir en la tierra que le vio nacer. No obstante, el principal reproche, si es que así puede llamarse al continuado lamento de Ira por su situación, se centraba en la negativa de Zacut a mentir sobre su nombre, a su proyecto de comprar falsos documentos de cristiano viejo y cédulas falsas de vivienda, casamiento y origen, y mostrarlas cuando fuera preciso, evitando mentira de boca sobre el propio nombre, dictado del Talmud que el judío consideraba irrenunciable y que la esposa le animaba a romper para reducir los peligros de la clandestinidad y salvar la vida mientras permanecieran en España. Parece lógico pensar que Abraham Zacut nunca mintió sobre su nombre y no lo pronunció después del regreso, identificando a toda la familia con diversos falsos papeles y documentos ilegales que, según las conclusiones de Arcenillas sobre los argumentos de Zacut, podrían llevarse los vientos de las horas y el olvido, al contrario que el mortal pecado de condenación que significaría decir de viva voz lo falso allí escrito o pronunciar embuste sobre el propio nombre. Entre los documentos encontrados en el Archivo General Diocesano de la Catedral de Santa María de la Vega, figura un resmado manuscrito de noventa y tres hojas en octavo, cosidas en bramante bajo el título “Ges. Sepulueda – Salmant.‐ Dezires”, escrito por Joseph Labanderia y fechado en abril de 1515. Se ha sabido que, al igual que otros secretarios y ayudantes de los grandes inquisidores, Ginés de Sepúlveda se hacía acompañar en sus paseos y correrías por Salmántica de un escribiente cuya única función era anotar las ocurrencias, bromas, frases y lances del funcionario, que, debidamente copiados posteriormente, servían de divertimento y curiosidad a los círculos de jóvenes de la nobleza. De ese resmado, con ciertas licencias y supresiones, se ha extraído la narración que sigue:
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La tarde del día 3 de junio de 1515, Ginés de Sepúlveda, acompañado de tres de sus más cercanos amigos, Lope de los Carpios, Rodrigo Ledesma Onís y Tomás Arrulla de Olmos, seguidos por el escribiente Joseph Labanderia, cruzaron frente al corralón abierto de la rúa de los Serranos. Sepúlveda, sin detenerse, prestó atención por un momento más que a la figura de vestidos brillantes que allí hacía girar una enorme rueda de signos astrales, a la no muy hermosa joven que le ayudaba. No se hubiera acercado al grupo de personas que prestaban atención a las explicaciones de aquella especie de mago adivino, si no se hubiese fijado, casi a punto de seguir su camino, en el cartel con la palabra Mvta que colgaba sobre el pecho de la joven. Debió pensar en un instante que esa incapacidad verbal daría pié y argumento a alguna de las ocurrencias tan celebradas por sus amigos y convenientemente anotadas por el escribiente y, sin acercarse todavía, se detuvo bruscamente frente al corralón. El astrólogo explicaba en ese momento los peligros de sangrar la vena cefálica si la luna está en Virgo, cuando Sepúlveda alzó la voz haciendo que los allí reunidos se volvieran y abandonaran la atención hacia los mapas, los círculos y quien los explicaba. Sepúlveda se dirigió en alta voz a los presentes preguntándoles si habían tenido que pagar por estar allí, a lo que contestaron negativamente con movimientos de cabeza y noes de rotunda exclamación o, en el caso de quienes habían reconocido al Secretario del Gran Inquisidor, con un rápido y discreto alejamiento del lugar. No es improbable que el astrólogo interrumpiera su discurso y esperase a que Sepúlveda terminase de hablar. Al cabo de unos segundos, y todavía vuelta la atención del público hacia la salida del corralón donde permanecía el grupo del Secretario, Sepúlveda, con los brazos en jarras (“la cauallerosa attitude de la endiscutida autoritat”, anota Labanderia) lo miraba desafiante cuando aquél intentó proseguir elevando el volumen de voz para volver a concitar la atención en su persona. “Perdonad, señor, que interrumpa vuestra explicación”, casi bramó con soberbia Sepúlveda mientras se introducía en el cuadrado
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de representación por uno de sus vértices. Exhibiéndose, y ya sin dirigir la mirada al buhonero sino, alternativamente, a cada una de las mujeres que con él estaban, y paseándose por todo el perímetro del espacio acotado, miró con desgana los mapas y los dibujos apoyados en la pared del fondo. “¿Los grabados que mostráis son de propiedad privada?”, preguntó volviendo la vista a los acompañantes con un guiño de humorística complicidad al que ellos respondieron con carcajadas. El astrólogo respondió que estaban dibujados por él mismo y, tomando uno de los más pequeños, se acercó al Secretario intentando mostrárselo: “Estas son las nueve esferas y aquí el mapa del cielo con las constelaciones del Dragón”. Ginés ni lo miraba. Se acercó al rincón donde se había retirado discretamente la joven y, situándose tras ella y rozándole el cuerpo, acercó la cara al oido de ella y susurró algunas palabras (“hízole requiebros a la oreja con gran elegancia y donosura”). La joven palidecía cuando Sepúlveda se apartó de ella dirigiéndose hacia la salida del corralón. Fue entonces cuando se vió aparecer por una esquina un hombre ya entrado en años (“era el edil del Maestre Canuetto”, escribe Labanderia), que se acercó veloz al Secretario y, parándose ante él, le dijo en voz baja algunas frases que aquél escuchó con interés. Ginés se volvió, mirando de arriba abajo la figura del astrólogo, situado ahora junto a la joven a la que abrazaba mientras ella recostaba la cabeza en su hombro. “¿Me habéis tomado por necio?”, bramó Sepúlveda sin apartar la mirada del rostro del hombre que entonces había clavado ya los ojos en los del Secretario. “Sé muy bien que sois judíos, perros, que salta a la vista”. El judío se separó de su hija con la mirada clavada en el suelo. La esposa se volvió de espaldas al cristiano que los miraba con soberbia, ocultando el rostro con las manos. Zacut alzó los ojos y los clavó en la mirada del acosador: no había en su gesto miedo ni temor, sino una especie de orgullo herido por algo que no parecía dispuesto a negar ni a temer. Dos de los amigos de Sepúlveda se acercaron rápidamente a éste con la mano en la empuñadura de la espada. El escribiente seguía
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anotando sin apenas levantar la vista del papel. El joven Secretario, investido con la autoridad de una razón para él incontestable, empezó a insultar a los tres judíos con palabras que eran recibidas con aclamaciones y jaleos del cada vez mayor número de personas que se agolpaban alrededor y que ya interrumpían el paso por la calle de los Serranos. Los llamó ratas y crucificadores, comedores de pan soso, enfermedad del mundo y malolientes. Bendijo, con el regocijo de los hambrientos y paseantes amontonados a su alrededor, a la bendita Isabel, la mejor de la cristianas, por haber expulsado esa mala infección de las tierras de España. Alabó las hogueras de biblias, al fraile Ferrer, la autoridad de la cruz y la Resurrección. Orgulloso, y ya a gritos, con el rostro enrojecido, ordenó a Rodrigo Ledesma que avisase a la guardia de Oficio para que los detuvieran, y siguió amenazándoles con la muerte y la tortura, hizo chanzas muy celebradas por el gentío que iba creciendo, sobre comer tocino y la conversión de la Pascua en Semana Santa. Los tres judíos estaban al fondo, tapando la gran rueda con sus cuerpos, Zacut en el centro y las dos mujeres abrazándole a cada lado. Ginés, exhausto, después de una última mirada de desprecio, fue a sentarse en la silla que utilizaba el astrónomo en la puesta en escena. Lope y Tomás, sus dos amigos, se situaron cerca de él sin perder de vista a los judíos. La muchedumbre comenzó a gritar en cuanto Sepúlveda dejó de hablar. Gritaban destierro y luego muerte, y perros, y marranos, y narigudos; y algún objeto lanzado desde el gentío golpeó a Zacut en la frente abriéndole una pequeña brecha por la que comenzó a manar un hilo de sangre que goteaba en el dorado del lujoso sobretodo de actuación. Zacut miró la cara de las dos mujeres, limpió con los dedos las lágrimas de la hija y, delicadamente, se zafó de su abrazo. Dió dos pasos hacia la boca del corralón, donde el gentío le insultaba y escupía con virulencia creciente. Recorrió con la mirada aquellos rostros desencajados, desdentados y sucios que lo maldecían y, mientras se quitaba los guantes y los dejaba caer, se irguió desafiante en el centro del cuadrado. Ginés lo miraba con escepticismo mientras los dos hombres armados reflejaban en muecas de falsa
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condescendencia su disfrute ante la situación. El judío alzó lentamente los brazos hacia el cielo y extendió las manos separando los dedos. El griterío fue cesando hasta convertirse en un silencio expectante. El judío salmantino alzó la voz con vehemencia, con orgullo, con autoridad: “El edicto de Granada es un crimen”. La multitud prorrumpió en un ensordecedor griterío que no hizo ni pestañear a Zacut. Ginés se había levantado dando un paso hacia él, pero una mirada repentina del judío a sus ojos lo hizo detenerse. Durante varios segundos, el tiempo pareció detenerse en el gesto de todos. Luego, lentamente, Zacut volvió a mirar al frente y, con voz profunda y clara, sin asomo de enojo, como si hubiese esperado aquel momento durante años, él, el judío que había ocultado su nombre sin mentir, el errante que había falsificado instancias y cédulas para ocultar la identidad; él, que no había pronunciado su nombre ni lo había negado, miró a la multitud expectante con orgullo, con honor y sin espanto, y habló: “Soy yo, el Rabino Abraham Ben Samuel Ben Abraham Zacut, astrólogo de la Corte, Catedrático de esta Universidad, conocido como el Maestre Lusitano. Soy hebreo, servidor de Yahvé, siervo del Omnipresente y fiel al Yehareg veal Yaavor. Maldigo a Isabel de España, al Oficio y a los jesuitas. Maldigo esta tierra y ruego al Supremo Creador que le robe el nombre y la maldiga”. La estocada de Tomás Arrulla le entró veloz por un costado. Cuando el espadachín extrajo el arma del cuerpo, Zacut se mantuvo todavía unos segundos en pie, sin humillar el gesto y el rostro demudado. Cuando se derrumbó, impidieron a las mujeres acercarse al cadáver.
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