Angélica Santa Olaya. Bajo la sombra del encino

Angélica Santa Olaya Bajo la sombra del encino Santa Olaya, Angélica Bajo la sombra del encino México: Jus, Libreros y Editores, 2015. 165 p. 23 cm

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Angélica Santa Olaya

Bajo la sombra del encino

Santa Olaya, Angélica Bajo la sombra del encino México: Jus, Libreros y Editores, 2015. 165 p. 23 cm. ISBN: 978-607-9409-32-6

Bajo la sombra del encino / Santa Olaya Angélica PRIMERA EDICIÓN EN JUS, LIBREROS Y EDITORES: 2015 © Angélica Santa Olaya D.R.©2014, J us, Libreros y Editores, S. A. de C. V. Donceles 66, Centro Histórico C.P. 06010, México, D.F. Comentarios y sugerencias: 01800-200-10-80 www.jus.com.mx

ISBN: 978-607-9409-32-6, Jus, Libreros y Editores, S. A. de C.V. Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la copia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

Diseño de portada: PUMPKIN STUDIO [email protected] Formación y cuidado editorial: Valentina Tolentino Sanjuan Impreso en México - Printed in Mexico

Abu Dhabi, diciembre, 2014.

“El tranvía que pasa delante del hotel Printania, no se lleva, de noche, en los vidrios, el reflejo del cartel de neón; se inflama un instante y se aleja con los cristales negros.” Jean Paul Sartre

A los hombres y mujeres que han tenido un amor imposible… Es decir, a todos… “Puede que seas el amor imposible de tu amor imposible. Pero esto es un milagro”. Darío Jaramillo Agudelo

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Cinco centímetros era el tamaño de su desesperación en aquel espacio delimitado por jarrones retacados de flores artificiales y cuadros comprados en la barata de algún gran almacén una tarde de domingo. —A él siempre le han gustado las mujeres de piernas bonitas. Y si usan tacones altos, mejor. Elisa había pronunciado cada palabra con lentitud haciendo énfasis en siempre. Luego aplastó el cigarrillo, aún sin terminar, hasta trozarlo y encendió otro como si con ello encendiera la oportunidad de tener otra vida. El cenicero, como una elegante fosa de cristal cortado, mostraba los cadáveres a medio consumir recargados unos sobre otros. En tanto accionaba nuevamente el encendedor con la mano derecha y sostenía la punta del cigarrillo en la boca, las uñas de la mano izquierda se hundían, ahogándose, en la humedad de la palma. Las cejas de Elisa se retorcían, víctimas de la angustia, en un gesto compulsivo que la obligaba a entrecerrar el ojo izquierdo y a abrir con exceso el derecho en una fracción de segundo. Sus pupilas buscaban un objetivo dónde detener la mirada, y sus labios se contraían en una exhalación dolorosa como el resoplar de un animal al que le falta el aire que está dejando escapar. Nayeli observaba la compasión mezclada con la condena, cómo la desesperación se instalaba a sus anchas en Elisa, cuerpo y alma, mientras la misma película rodaba, por centésima vez, a velocidad vertiginosa en su cabeza: Gerardo y esa mujer, como Elisa la llamaba. Nayeli había seguido a Elisa a través de la pesadilla de la infidelidad en nombre de la amistad primero, de la compasión después y más tarde motivada por los propios celos. Visitaba a su amiga con frecuencia, pretextando un falso interés por su bienestar emocional cuando, en realidad, pretendía saciar su avidez de noticias respecto a la relación de Gerardo con su empleada. Esperando escuchar, algún día, que ésta había llegado a su fin. Le costaba trabajo aceptarlo, pero las

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infidelidades de su vecino habían comenzado a espabilar, también, su propio sueño. Y así, frente a dos tazas de café, ambas modelaban con masoquismo, al amparo de la imaginación y los descalabrados rumores, las formas turgentes y perfectas de la arpía mujer enfundada en diminutas prendas que apenas le permitían tomar asiento en su silla secretarial. La silla, de acuerdo con la imaginación de Nayeli, era de lona negra y se ubicaba a sólo unos cuantos pasos de la oficina de Gerardo. También había diseñado, por cuenta propia, un amplio cubículo de alfombra color gris con ventanales color humo para dibujar el espacio que Gerardo compartía con su amante, todos los días, de nueve de la mañana a siete de la tarde, al amparo de una relación laboral. Por eso fue que Nayeli, ese día, había elegido aquellas zapatillas viejas que esperaba todavía tuvieran, tal vez, algún efecto seductor. Hielera en mano Nayeli se dirigió a la cocina. Después de los primeros pasos percibió a sus espaldas un olor a maderas. El aroma parecía mantenerse a poca distancia de sus tacones. Nayeli se esforzó por escuchar el sonido apagado de los presuntos pasos de Gerardo, ocultos tras el sonido puntiagudo de sus tacones. —¿Viene detrás de mí? Pero no se atrevió a volver la cabeza. ¿Qué debería decir si mirara hacia atrás y se encontrara con el rostro de Gerardo? Tal vez se tratara solamente de su prolija y desatada imaginación. Lo cierto era que haría un ridículo impensable deteniéndose abruptamente como los vaqueros en las películas del oeste. Se vio a sí misma, en la pantalla de su mente, girando en el instante más inesperado para sorprender al contrincante. ¡Qué estupidez! Gerardo -sentado en la orilla del sillón más grande de la sala, con el pantalón arremangado sobre las piernas y las manos entrelazadas- frunciría el ceño y abriría los ojos con extrañeza.

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Quizá pegara un pequeño respingo y luego esbozara una comprometida sonrisa para no hacerla sentir mal. El tintineo de unas llaves a sus espaldas le sacó de dudas. Gerardo iba tras ella. No había duda. Las piernas le temblaron y sus manos liberaron un poco de humedad. Detrás de cada paso de Nayeli, se arrastraba la estela de loción importada for men. Y a espaldas de Gerardo, el silencio, calculador y cómplice, observándolos. Nayeli, aparentando ignorar la presencia de Gerardo, llevó la mano izquierda al interruptor de la luz de la cocina. Los músculos de su brazo estaban tensos, sentía la ansiosa dureza del tejido bajo la piel. Antes de accionar el botón observó los vasos sucios de la comida que permanecían en espera sobre el desayunador, mostrando algunos residuos ya resecos. Las manchas de refresco de cola, oscuras y pegajosas, se adherían al fondo del cristal. Por fin, Nayeli colocó la hielera encima de la mesa como quien descubre un full sabiendo que otro de los jugadores tiene un póker. Giró sobre sus tacones para dirigirse al refrigerador, pero el nudo de la corbata de Gerardo se lo impidió. ¿Desde cuándo había aparecido Gerardo en su vida, ocupando las horas y segundos de su tiempo con esa impunidad? No recordaba el momento exacto en que los ojos de Gerardo se habían instalado en sus expectativas diarias de una manera tan arbitraria, tan inadecuada, tan... incorrecta. Gerardo la miraba, sólo la miraba, como siempre, pero con eso era suficiente para conocer sus pensamientos. Los hilos que pendían de sus oscuras pupilas se extendían hacia ella, ofreciéndole un puente intangible que cruzar. El agua para el café que Nayeli bebería antes de ir a la reunión, vencida su tolerancia, hervía sobre la estufa con un alborotado y disparejo bullicio rompiendo el silencio que atrás había quedado. Nayeli escuchaba como una alarma el retumbar insistente del contenedor metálico sobre la hornilla.

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En tanto, su voluntad se diluía adherida al vapor que ascendía al techo. La humedad, allá arriba, se aferraba a la superficie de los blancos azulejos. Nayeli buscó arriba las gotas de agua a punto de ceder a la fuerza de gravedad en un intento por evadir la mirada de Gerardo, al tiempo que se reprochaba no haber apagado el fuego antes de abrir la puerta. Frente a ella, Gerardo acortaba la distancia entre ambos sin otorgar tregua. Era evidente que esta vez estaba decidido a no dejarla escapar. —Debo apagar la lumbre… Dijo en voz baja, pero fue igual que si no lo hubiera dicho. Gerardo no se movió. No te hagas pendeja, Nayeli... Esta vez no te salvas. Pero, ¿es que en verdad quieres salvarte? Espera... ¿Ya pensaste qué va a pasar cuando las gotas del deseo se diluyan?, ¿cuando el calor se vaya?, ¿cuando el agua se consuma? Nayeli pudo ver en su imaginación el recipiente de aluminio vacío con las paredes recubiertas de una delgada capa mineral de color grisáceo. Tendré que tallar con fibra. Ese polvillo penetra en el metal. El vaho tibio que surgió de la boca de Gerardo alcanzó la comisura derecha de los labios de Nayeli, que se entreabrían ofreciendo un atisbo de su intimidad. Con la docilidad de un niño permitieron la entrada a aquel vaporcillo mágico que introducía en su paladar invisibles gotas de vida. Un aroma a higos dulces se adhirió a la lengua de Nayeli urgiéndola a degustar su sabor. El agua continuaba afanada en su tarea. Intentando huir de sus propios impulsos, Nayeli observó de soslayo tanto como se lo permitía el hombro de Gerardo, cómo los últimos residuos de líquido borboteaban construyendo ampollas transparentes que se levantaban en un intento por alcanzar el borde del recipiente. Al llegar a su objetivo, las burbujas, estupendas y frágiles, instantáneamente coloreadas de arco iris por el reflejo de la luz, estallaban en silencio para desaparecer en un tris de tiempo; en un instante imposible de

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medir. Un tiempo efímero como los destellos en las puntas de la flama sobre la hornilla. La mirada de Gerardo ya no estaba frente a Nayeli. Ahora ella podía ver con claridad los afilados cartílagos de una de las orejas de él. Distinguía, incluso, los poros de su piel morena mostrándose sin pudor. El aliento de Gerardo recorría el laberinto de la oreja de Nayeli. El ritmo grave y acompasado de su viril respiración tenía el sonido apagado de un gong hecho vibrar dentro de una caja de madera, por cuyos intersticios escapaba apenas su parsimonioso, pero absoluto, contundente, latido. El olor a maderas de la loción de Gerardo viajó con facilidad a través de la nariz de Nayeli. Ella pudo casi saborear el aroma de su masculinidad mezclado con los higos frescos de su soplo vital en una invasión total de los sentidos. El olor tenía la textura de las pieles recién maceradas que se secan al sol, y era esférico como una gota de semen gravitando en medio del espacio exterior. Sí, estoy casada y qué... ¿Acaso la maldita etiqueta me ha servido para algo más útil que trazar seis letras encadenadas por un hilo de tinta? ¿Qué eslabón tan grandioso y atesorable es el que permite rellenar un cuadrito en los documentos de identidad? El cuerpo de Nayeli se estremeció anticipándose al contacto. La humedad fluyó desde su centro con tibias oleadas que sacudieron sus hombros imperceptiblemente. Era la misma sensación que había experimentado en algún sueño lejano. Pero ahora estaba ahí, despertando la aparente inmovilidad de sus células y electrizando sus neuronas con meteorológicas predicciones de huracán en ciernes. Un fenómeno completamente natural que no requería de anuencias y que vaticinaba su arribo a la geografía de una piel encerrada entre paréntesis desde hacía muchos años. Y ahora la promesa de vida estaba ahí, en los ojos de Gerardo, en sus manos, en su olor, en la energía que sus cuerpos liberaban acrecentando el sismo. En ese momento que, sin

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planearlo, había detenido sus relojes mientras la sangre fluía velozmente hacia el centro donde se aloja el engrane que agita el corazón. Afuera, en medio de la plaza, el encino cabeceaba dominado por los embistes del viento que acercaba al vecindario, con cada soplido, un pedazo de noche. Trozo de oscuridad que reclama su lugar en el fragmento de universo que le ha sido dado arrancar a la voluntad de los hombres. Su ir y venir arrullaba con el cristalino rumor de sus hojas el sueño de los que esperan. Una lluvia de invisibles estrellas distrayendo a la razón. Una mano gigante que arroja un puñado de semillas en el cuenco vacío, acariciando las costras del hambre. Nayeli ancló sus pensamientos en el fresco murmullo de la noche. Había que parar, rendirse, dejar de luchar. Hundir los sentidos en el tibio limo del instante. Las últimas palabras que permitió en su cabeza habían sido escritas por una mujer triste que aseguraba estar muerta y que se ahogó bajo la amarga cáscara de los secretos. Una mujer que, aun a pesar de sí misma, conservaba la esperanza: “¿Y si un pájaro enloquecido cantara? ¿Y si pudiera escuchar su canto?... ¿Otra vez?...”. Nayeli cerró los ojos.

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